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Portland
Orfanato Lostsoul
Trece años atrás

Como cada noche desde que había descubierto a los conejos blancos que visitaban el huerto ecológico del orfanato y acababan con la despensa de zanahorias, Evia bajaba para verlos, tocarlos y ayudarles en todo lo que fuera posible.

Le encantaban. Adoraba sus bigotitos y el modo que tenían de mover las largas y blancas orejas. La rodeaban siempre que la veían y alguno más atrevido aprovechaba para subirse a sus faldas. Ya había hablado con ellos, gracias a esa extraña capacidad que tenía de comunicarse con los animales. Sí. Era de locos. Pero ella podía hacerlo. Y les había pedido que dejaran de hurtar los vegetales, y que no hacía falta robar. Ella les bajaría comida. Pero debían esperar a que todos se acostaran para que pudiera salir a hurtadillas de la habitación, atracar la despensa y llegar al jardín con provisiones.

Llevaba sus zapatillas de pelo blanco en los pies, y una bata gruesa para protegerla del frío, pues debajo solo tenía su pijama. Con el moño mal hecho y ladeado que se deshacía por la nuca, se acuclilló sobre el césped y sonrió al ver a sus amigos diminutos salir entre los matorrales como un ejército perfectamente adiestrado.

Cogió al más pequeño entre sus brazos y frotó su mejilla contra su cabecita. El conejo cerró los ojos agradecido. Unas veces eran los conejos los que se le acercaban, otras eran gatos, perros y ardillas, que hacían correr la voz los unos a los otros para visitar a la chica especial. Y ella ya había dejado de preguntarse el porqué era distinta. Le gustaba. Le parecía bien. Y gracias a ello podía ayudarles.

Para una chica de su edad, no era fácil sobrellevar sus capacidades especiales. Ella sabía que las tenía, aunque solo podía hablar abiertamente de ello con Ethan. Él era un fuera de serie en cuanto a habilidades físicas se refería, y podía entender sus dones, aunque fueran muy diferentes. Pero él era el único con el que podía hablar de ello.

¿A quién podía revelarle que era capaz de sentir la naturaleza, oír a los árboles, entender a los animales, como si tuviera una conexión única y sobrenatural? A nadie. Solo a él.

—Toma. Esta es para ti —susurró ofreciéndole una zanahoria mini al conejo más grande, cuyo ojo derecho estaba rodeado por un roal negro. Eran preciosos. Todos—. Tienes hambre, ¿eh? —acertó al contemplar cómo la engullía con aquellos diminutos dientes delanteros.

—¿Evi?

Se dio la vuelta sin sorpresa. Ya sabía que aquella voz rasgada y fina era de la pequeña Nina. La niña solía colarse en su cama por las noches. Tenía el sueño ligero y solo se dormía profundamente si Evia estaba a su lado, por eso detectaba cuando ella faltaba. Como en esa ocasión.

Evia la reprendió con sus ojos claros, y con dulzura le dijo:

—Nina, ¿qué haces aquí? ¿Cuántas veces te he dicho que no te levantes de la cama si yo lo hago?

Nina se frotó los ojos con el dorso de sus manitas y medio bostezó. A Evia se le escapaba la risa al verla con aquella melena negra y espesa tan desordenada alrededor del óvalo de su preciosa y diminuta cara.

—Pero es que, Evi —repuso—... yo también quiero... zanahorias —dijo inocentemente. Aunque se le iban los ojos a los conejos. Al final, su curiosidad pudo más y decidió acercarse y acuclillarse al lado de su hermana mayor—. ¿Qué hacen aquí? —preguntó interesada.

—Y encima vas descalza —señaló preocupada mirando sus piececillos—. Así no puedes ir, Nina. Podrías coger un resfriado. ¿Y tus zapatillas de unicornio?

Nina hizo como si lloviera. Sorbió por la nariz y se echó a reír al sentir a uno de los conejos revolotear por sus pies.

—¿Qué les pasa? ¿Por qué están aquí?

—Nina, ¿y tus zapatillas?

—Están debajo de la cama.

—¿Y por qué están ahí y no en tus pies?

Nina se inclinó hacia Evia, atrajo su cabeza a la suya y le dijo al oído:

— No te lo quería decir. Pero están vivas. No las he podido coger...

Oh, pero ¡cómo le gustaba inventar! Evia rio por lo bajo y negó con la cabeza.

—Eres un trasto.

—¿A qué han venido los cojenos?

—Conejos. Se dice conejos —la pequeña a veces tenía líos de palabras—. Te contesto y te vas a la cama —le advirtió Evia con su gesto más amenazante. Aunque aquella cría siempre podría con ella. Era su debilidad—. Nina, ¿me estás escuchando?

—Sí, Evi. Cuando te vayas a la cama yo me voy contigo —le dijo como si hablara con una loca.

—Eres una listilla —Evia tiró de su nariz y sonrió al ver el mohín que hizo la muchacha. Comprendía perfectamente su miedo. Nina temía que la abandonaran. La pequeña fue hallada con solo un mes de vida bajo las ruinas de un circo italiano incendiado. Solita, con la piel llena de hollín y algo deshidratada. Algo debió quedársele de todo aquello porque tenía una fuerte dependencia de ella. La seguía a todas partes y no le gustaba estar sola. En parte, a las dos les había sucedido lo mismo. Abandonadas a temprana edad, sin padres reconocidos y con pasados misteriosos. Por eso no era capaz de enfadarse con ella. La miraba a los ojos, a esos focos color café tan grandes, y solo veía cariño y necesidad. Y mucho amor por dar...—. Ay, mi Nina —le pasó el brazo por encima de los hombros y la arrimó a ella—. Si no te quisiera tanto... —le besó la cabeza—. Les damos las zanahorias y nos volvemos a la cama —sentenció.

—Vale.

—Los conejos están aquí porque tienen hambre. Con el frío que hace en invierno los huertos de alrededor están helados. Pero no así los de nuestros invernaderos. Y como no quiero que roben comida y destrocen lo plantado, prefiero bajar yo al jardín y darles esta bolsita llena de alimentos —dejó la bolsa de tela marrón en el suelo repleta de zanahorias y permitió que los conejos repusieran fuerzas y se llevaran todas las sobras.

—¿Y sabes cuándo van a venir? —la miró con sus ojos muy abiertos—. ¿Sabes la hora?

—Más o menos...

—Vaya —susurró admirada—. Eres como ese señor.

—¿Qué señor?

—¡El de la tele!

—Chist, Nina, baja la voz —le pidió—. ¿Qué señor?

—El que sale en la tele. Starman. Él puede hablar con los cojenos porque viene de las estrellas. De otro univeso. Y habla con los cojenos —enumeró acariciando a un conejo que se dejaba mimar— con los pelos, los gatos, los cocodilos, loros... con todos. ¡A lo mejor eres su hija! —expresó feliz, como si acabara de hacer un enorme descubrimiento—. Pero tú me llevas, ¿vale? —sugirió ensimismada mirando como los conejos se iban alejando.

—¿Que yo te llevo? ¿Adónde, enana?

—Al lugar del que tú vengas. Si viene Starman a buscarte, ¿me llevas contigo, verdá? Porque somos hermanas.

Evia dibujó una sonrisa de sincera adoración, ayudó a Nina a levantarse del suelo y dijo:

—Yo te llevaré donde sea, Nina.

—Sí —Nina se frotó la nariz con la mano y sorbió de nuevo. Se le caía siempre el moquillo—. ¡Mira el chiquitín cómo cole! —exclamó divertida mirando el modo en que el conejo más pequeño precedía a sus padres y se ocultaba entre los matorrales.

—¡Calla, escandalosa! —la volvió a reprender—. Están durmiendo todos, y si hablas muy fuerte se van a despertar.

—Todos no duermen —contestó con seguridad.

—¿Cómo que todos no duermen? Es la una de la madrugada. Todos están...

—No. Todos no —negó con la cabeza de un lado al otro.

Evia frunció el ceño.

—¿Quién está despierto?

—El malo del niño demonio.

El niño demonio.

Así era conocido Devil en el orfanato. Lo respetaban y lo temían. Se había ganado la animadversión de casi todos. Así como una extraña admiración infantiloide. Todos querían ser como él.

—¿Dónde está Devil ahora? —quiso saber con curiosidad.

—Está en el porche de atrás. Con una mujer que está pintada como si fuera Halloween. Y a la mujer le duele algo.

—¿Qué dices? —Evia no la entendía.

—Sí. Algo le duele —vaticinó como una vieja—. No deja de lloriquear.

Nadie lo sabía. Nadie.

Y no debían saberlo. Devil era el Rey del orfanato y de Peer Pike. Hacía y deshacía a su antojo. Odiaba las prohibiciones y las normas y era el primero que las pasaba por alto si era necesario. De hecho, estaban para eso: para saltárselas.

Los chicos tenían prohibido salir del orfanato si no era bajo supervisión. Pero él se las apañaba cada semana para hacer lo que le viniera en gana. Y aquel día había necesitado mucho escapar de esas paredes restrictivas en las que vivían como productos de compra venta.

Pero él no era material de escaparate. Nadie podía domar a un potro salvaje. Nadie. Se sentía en rebeldía con todo y con todos. A veces le acompañaba su cuadrilla en sus fechorías. Pero en esa ocasión, necesitaba saltarse las normas solo para salir al exterior e ir en busca del que consideraba era la fuente de sus problemas.

Sin embargo, el encuentro había distado mucho de ser como él esperaba. Y salió escaldado. Tanto que en ese momento necesitaba ahogar la rabia y la pena en Stacey. Stacey era la dueña del pub que hacía esquina a dos manzanas de Lostsoul.

La chica se había encaprichado con él. Como todas las chicas mayores. Por esa razón, después de su desagradable encuentro con aquel hombre, se dirigió al Loto, para tomarse una cerveza. Y de regalo, saldría con Stacey del brazo.

Ella lo acompañó hasta Lostsoul. No sabía por qué, pero a las mujeres les ponían los tipos huerfanitos y bordes como él. Y era una suerte que él nunca rechazaría, porque a nadie le amargaba un buen par de tetas y una cara bonita. Un chaval con las hormonas desatadas nunca diría que no a las atenciones de una mujer como Stacey.

Con sus manos juguetonas, aquellos labios gruesos que siempre acababan con el carmín corrido por su besos, y sus ojos almendrados cuyo rimmel terminaba bajo sus párpados, enmarcando su mirada y asemejándola a la de un mapache, era muy atractiva.

Ya se habían enrollado unas cuantas veces. A ella le ponía hacerlo en el porche, justo ahí, en un lugar prohibido lleno de niños. Y a él, de algún modo, también le gustaba reírse de las normas de comportamiento de la señorita Brígit en su propio terreno.

Stacey le metió la mano en el paquete, por dentro de los pantalones y sonrió al ver que él ya estaba preparado.

—Mira lo que tenemos por aquí... Qué bien dotado estás, guapetón —lo felicitó de manera calenturienta—. Si mi padre descubriera que me estoy beneficiando a un tío cinco años menor que yo...

— Sí, menor. Esa es la palabra. No soy solo más pequeño. Podrían encerrarte por esto —señaló Devil permitiendo que lo acariciara en sus partes.

Stacey se detuvo y perpleja le miró a los ojos.

—Me dijiste que tenías dieciocho.

—¿Ah, sí? —fingió hacer memoria—. Pues quítale dos.

Ella parpadeó de manera sorprendida, pero estaba demasiado deseosa de lo que ese fenómeno de la naturaleza tenía entre las piernas como para entrar a valorar si era o no una pederasta. Los niños no follaban como Devil. Ese chico tenía un cartel de neón en la cabeza que anunciaba peligro, y aun así, era un imán.

—Bah, es que no los aparentas. Eres un bombón —admitió besándolo en la barbilla—. Haremos como si nunca hubiésemos tenido esta conversación.

Devil le dio la vuelta, la apoyó contra la pared y se cernió sobre ella. Le sacaba dos cabezas. Stacey era guapa, vulgar, pero muy resultona. Sería suficiente para desahogarse. Además, las cervezas que se había tomado de más, no le permitían ser excesivamente exigente. Normalmente se liaba con mujeres mucho más despampanantes que ella. Mujeres que incluso le pagaban por acostarse con él. Un día se escapó del orfanato, se fue al locutorio de veinticuatro horas que había en el barrio de al lado, y se abrió ficha en una web de chicos de compañía. Consiguió un móvil de segunda mano ganando al póker clandestino, y lo enlazó a un correo, una cuenta creada por él mismo. Cuando descubrió que su perfil llamaba la atención y que muchas chicas adineradas contactaban con él, empezó a gestionarlo todo y a hacerse de oro. En el orfanato nadie lo sabía. Desconocían por completo cuáles eran sus actividades, y nunca debían saberlo.

De ahí se sacaba sus mensualidades, ahorraba y además podía tener dinero para comprar otras cosas y después revenderlas.

Sin prejuicios. Sin escrúpulos. Sin Ley. Así era él.

Un buscavidas. Porque sabía que cuando saliera de ahí, necesitaba tener dinero para cubrirse las espaldas. No podría dejarlo todo al póker, aunque era muy bueno. Ni tampoco quería ser un puto follador, aunque le pagaran mil quinientos dólares por dos horas, que era una barbaridad para un chaval de su edad.

No. Él tenía que buscarse un futuro. Porque no era como ese imbécil de Ethan, que tenía un hada madrina que le solucionaba cualquier papeleta. Ni tampoco poseía una ninfa que adorase cada paso que hiciera como hacía Evia, que miraba a Ethan como si fuera un dios.

Mierda. Pensaba en ella y lo invadía la frustración.

Él no tenía nada de eso ni en el interior ni en el exterior. Y aquella noche le quedó más claro que nunca que jamás lo tendría, aunque fuera su derecho.

Intentó no pensar en su sino, cerró los ojos con fuerza y volvió a volcar su atención en Stacey, que le acariciaba los testículos mientras se lamía el labio inferior.

—Venga, guapo —lo animó—. Empótrame aquí mismo. Ardo entre las piernas.

Devil sonrió y justo cuando iba a bajarse los pantalones, escuchó un ruido a sus espaldas. Stacey espetó un «joder» nervioso y audible.

Mierda. Le habían pillado. Si era la señorita Brígit estaba muerto. Lo crujiría. Se dio la vuelta para encararse a su directora y no agachar la cabeza. Decidido a aceptar cualquier recriminación. Pero en vez de a la sultana, se encontró con los ojos que lo perseguían en sueños y pesadillas. Una mirada única y mágica, y tan transparente que Devil odiaba y admiraba a partes iguales. Los ojos estupefactos de Evia.

—Hostia puta... —murmuró Devil cambiando el rictus a uno más severo—. ¿Qué coño haces aquí?

—Yo no hago coños —contestó ella con aquel tono condescendiente que sabía que tanto lo irritaba. Después desvió la mirada acerada hacia Stacey.

—Lárgate de aquí, rarita —Devil le señaló el lado opuesto del porche.

—Claro. Ahora mismo —añadió Evia entrecerrando los ojos, sin cortarse un pelo—. Cuando avise a la señorita Brigit que una mujer que podría ser tu madre se está aprovechando de ti en...

—Oye, niña —contestó Stacey incómoda, apartándose para alejarse de Devil y de ella—. Que tengo... que solo tengo veintitrés —carraspeó.

—Ah, debe de ser la pintura... —se señaló el rostro divertida— que hace que no se te vea la cara.

Stacey le echó una mirada airada. Después sacudió la cabeza y dijo entre dientes.

—Soy imbécil. ¿Quién me manda a mí liarme con un niñato? No quiero problemas —se despidió de Devil casi con miedo de tocarle—. Me voy, guapo —cogió su bolso del suelo, y salió disparada de ahí a toda prisa—. Ya nos... Bueno, no. Adiós.

A Devil le importó poco no volver a ver a Stacey. Le daba igual. Lo que no toleraba era que esa mojigata de Evia se metiera en sus asuntos.

Una vez solos, Evia se cerró mejor la bata y volvió la fuerza de su atención en Devil. Sin embargo, él parecía sonreír. Como si estuviera contento por algo.

—¿De qué te ríes? —le dijo enfadada. Muy enfadada. ¿Cuándo lo había estado tanto?

—De que tenemos un problema —se miró la entrepierna abultada y arqueó una ceja rubia retando a Evia, ofendiéndola con solo ese gesto—. Me has jodido el plan. ¿Lo vas a arreglar?

Ella ni siquiera se movió. Lo miró con rabia y pena.

—No sé con qué chicas te relacionas, Devil. Pero te equivocas si crees que todas nos movemos por lo mismo.

—¿Ah, sí? ¿Me equivoco? —furioso como estaba por la irrupción de Evia, la tomó del brazo y la acercó a él hasta que la hizo chocar contra su cuerpo—. ¿Y esa rabia en tus ojitos a qué se debe?

Uf. Evia no sabía lo que le pasaba. Pero no era capaz de hacer la vista gorda con Devil como sí hacía con los otros. La enervaba. La enfurecía saber que nunca la respetaría. Y lo que más rabia le daba era descubrir el poco respeto que se tenía a sí mismo.

—Me da pena ver cómo insistes en boicotearte una y otra vez. Cómo siempre desafías las normas para salirte con la tuya, aunque te pongas en peligro.

—Yo no me pongo en peligro, niña. Y el único boicot que yo veo es el que has hecho con mi cita de esta noche.

—¿Me hablas de esa mujer? —le dijo manteniendo la calma. Sabía que nada lo encendía más que mostrarse serena cuando a él se le marcaban todas las venas del cuello—. ¿La que se maquilla a lo Harley Quinn?

Él alzó la comisura de su labio.

—Eres una mosquita muerta que sabe más de lo que aparenta, ¿verdad? —siseó—. Nunca le has hablado así a nadie —murmuró sorprendido.

—Nunca nadie me ha hablado como lo haces tú.

—¿Como si no fueras de cristal? No lo eres. ¿Como si no fueras perfecta? No lo eres.

—No. Ser perfecta o no me trae sin cuidado. No me importa. Pero me preocupas tú. Hablas como si fueras un pandillero —se encogió de hombros—. Como si te diera igual hacer daño. ¿Tan mal te sientes? ¿Tan dolido estás?

—No me vengas con jueguecitos mentales —la sacudió para después añadir—. Olvidaba que estás acostumbrada a las tonterías y a las carantoñas del sin sangre de Ethan. ¿Sabes qué creo? Que te ha encantado ver lo que has visto. Que te gusta mirar. ¿Es eso? ¿Eres una mirona? ¿Acaso te gustó lo que viste, Evia?

Evia arrugó la frente y sus ojos destilaron esa luz violeta y extraña que solo aparecía con él.

—Mira, ahí está otra vez —murmuró Devil orgulloso de sus logros—. Tus ojos raros te cambian de color cuando te enfadas.

—Yo nunca me enfado —respondió cada vez más iracunda.

—Claro. Lo que tú digas... Me da a mí que Evia no es tan Santa como quiere hacer ver. ¿Te ha gustado lo que has visto? No debe de ser diferente a lo que Ethan y tú...

—Jabón.

—¿Cómo dices?

—Que te laves la boca con jabón para mencionar a Ethan. No puedes compararte a él. Ni tú ni nadie. Nunca podríais alcanzarlo. Es una batalla perdida.

—No. Claro que no. Yo no tengo protectores ricos que me den lo primero que pida por la boca. Yo me lo tengo que ganar.

—No es por eso por lo que nunca podrías estar a su altura — aclaró con tranquilidad, mirando a Devil con tristeza—. Es porque no tienes respeto ni eres digno —en el idioma de Evia aquello significaba mucho. La sensibilidad de Ethan, todo lo que él era, lo diferenciaban del resto.

Aquella respuesta tocó una fibra interna de Devil. Ella había repetido las mismas palabras que aquel hombre le dijo. Y que había acabado por destrozarlo.

Y despertó a su monstruo interior. A aquel lado oscuro y desfigurado que poseía y que apenas hacía esfuerzos por acallar. Porque era mejor dejarse llevar por las tinieblas que luchar contra ellas. No se podía luchar contra aquello que no se podía tocar y golpear, ¿verdad?

— Mira, ¿sabes qué? —la arrinconó contra la pared y no le permitió escapar—. Te dije hace un tiempo que me dabas asco y que no te tocaría ni con un palo.

—Suéltame, Devil.

—Pero, creo que voy a cambiar de opinión, porque me temo que la única razón por la que me molestas tanto es porque, en el fondo, quieres mi atención. Pues aquí me tienes —dijo bravucón.

El aliento a cerveza de Devil golpeó a Evia, pero no le apartó el rostro. No se vería nunca amenazada por él.

—¿Qué estás haciendo? —susurró.

—Venga, Evia. No nos ve nadie —espetó intimidante—. ¿Quieres a un tío de verdad? —unió su pelvis y le rozó el abdomen con su excitación—. Va, que sé que lo quieres. Lo dicen esos ojos friquis tuyos —sonrió.

Ella se quedó paralizada al notar la energía sexual de Devil unida a su impotencia. Pero haría un esfuerzo para encararlo y para no dejarse amedrentar por aquel tipo de comportamiento. Ella podía ver el interior de las personas, y aunque el de Devil estaba muy oscuro, podía asomarse igual.

—¿Por qué estás tan resentido? —le dijo contemplándolo con misericordia. Sus ojos lilas no se apagaron en ningún momento—. ¿Quién te ha hecho tanto daño? Te criaste aquí, como nosotros, desde muy pequeño, y ninguno nada en mares turbulentos como tú. Te dejas llevar por mareas... —Evia alzó su mano piadosa y la posó sobre la mandíbula tensa y dura de Devil. Admiró sus facciones y sonrió con pesar, lamentando los conflictos interiores de aquel chico, que también consideraba su hermano, aunque fuera el más aguerrido de todos.

—¡¿Qué haces?! —Devil gruñó y sujetó su muñeca con fuerza, apartándola de él. Pero no lo logró.

—¿Tanto miedo tienes de la amabilidad?

—Me asusta la lástima. Porque los que más lástima sienten hacia los demás, son los más condescendientes. Como tú —dijo debilitado al sentir los dedos calmantes de Evia sobre su piel. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué sentía aquel gesto en todo su ser?—. No necesito tu caridad.

Evia negó con la cabeza.

—La lenidad no es caridad. Ni pena. Ni lástima —aclaró Evia—. Solo es la capacidad de ver la benignidad en el fondo de los otros. Y yo veo algo bueno en ti, aunque insistas en cubrirlo de fango.

—Eres estúpida y solo dices memeces. No aguanto tu manera de hablar. No te soporto. Te odio. No me gustas nada. Tú e Ethan me dais... —de repente, se volvió indefenso. Y sus ojos se enrojecieron emocionados, mientras Evia le acariciaba la mejilla, a pesar de estar inmovilizada contra la pared de la casa Lostsoul, y amenazada de manera violenta por él.

—Asco. Sí. Ya nos lo has dicho —suavizó su gesto y admiró la grieta que se formaba en la armadura de Devil.

—Deja de hacer lo que sea que estás haciendo —le pidió acongojado sin poder apartar la mano clemente de Evia de su rostro. Lo asustaba, pero también necesitaba aquel contacto, y ni siquiera sabía por qué.

—No hago nada —sonrió y movió los hombros con desconocimiento—. ¿Cuándo dejarás de estar peleado con el mundo entero? ¿Hasta cuándo vas a aprovecharte de la compasión de los demás?

—No soy un animalito de esos que puedes acurrucar, Evia. A mí no tienes que curarme de nada. No necesito tu ayuda. Tampoco tus lecciones.

Ella movió sus dedos y recogió una lágrima de Devil que pretendía salir de la comisura de sus hermosos ojos. Suspiró aceptando que él nunca se rendiría y siempre se rebelaría contra cualquier tipo de corsé.

—Creo que puedes ser muy bueno, Vil —utilizaban su nombre acotado para llamarlo malo cariñosamente. El niño demonio era vil, como decía también su nombre—. Y tienes que serlo.

—¿Por qué?

—Porque el hijo del demonio no tiene que ser malo solo por ser su hijo —contestó con una fe en él aplastante.

Él medio sonrió. Como si Evia supiera quién era su padre...

—No tienes ni idea...

—Y porque la directora no va a permitir que cometas una nueva infracción —miró sus cuerpos cercanos, rozándose y sintió el calor terrible que emanaba del infierno de Devil. Carraspeó y volvió a clavar la vista en él—. Solo tienes que dejarme ir —susurró. Sus ojos purpúreos brillaban con atino—. Solo suéltame —deslizó sus dedos suavemente y los retiró del rostro del niño demonio. Pero se quedó con la mano suspendida sujeta por su supuesto enemigo. No la soltaba—. No diré nada a la directora —le juró en voz baja—. Olvidaré tus afrentas. No he visto nada. Pero deja de buscarte problemas — le rogó—. Sé bueno, Devil. Haz un esfuerzo. Yo sé que puedes serlo.

—¿Y qué gano con eso? —la miró como si pudiera atravesar su alma.

Ella se estremeció y sacudió la cabeza.

—No creo que sea mucho. Pero a mí me gustaría ver que te conviertes en el hermano que puedes ser. Uno bueno. Uno que deja de herir y se dedica a sanar heridas. Eso me haría feliz. Nos haría felices a todos —corrigió rápidamente—. Y podrías quedarte en tu casa, en Lostsoul y dejar de huir de ella. Tienes la oportunidad de elegir a tu familia. Abre los ojos —Evia tocó con un dedo el entrecejo de Devil y lo suavizó para quitarle esa arruga gruñona que siempre emergía—. ¿Puedes ser bueno? ¿Eh? —sabía a lo que estaba jugando. Devil necesitaba que lo retaran. Que le lanzaran un desafío. Él podría acceder o no a su petición, pero al menos, ella ya había hecho su labor.

—¿Por qué eres así? —preguntó perdido. No sabía si estar enfadado o no.

—Porque alguien tiene que encenderte la luz cuando estás a oscuras —exhaló más relajada y se obligó a sonreír, aunque estuviera todavía temblorosa.

—No te entiendo —dijo confuso.

—No hace falta que lo hagas. Solo inténtalo —observó su otra muñeca la cual Devil sujetaba con sus dedos duros como garrotes—. ¿Me dejas ir? ¿Me puedes soltar ahora?

Devil ni siquiera se dio cuenta de que aún la tenía sujeta. Dejó de hacer presión en su piel y la soltó lentamente. Sus ojos verde azulados, muy claros, se quedaron fijos en el ladrillo que Evia tenía a su espalda.

—Lárgate de aquí, niña —le ordenó con la voz seca y rasposa. Evia se escurrió entre la pared y se alejó de él decidida. No las había tenido todas consigo. Devil era imprevisible, pero de lo que estaba segura era de que nunca le haría daño de verdad. Como fuera, creía en él. Quería hacerlo. Se abrochó de nuevo la bata alrededor de la cintura, y echó un último vistazo hacia atrás. No le dijo nada más. Sabía que había sembrado una semilla en él, y esperaba que creciera como debía. Porque incluso los árboles de aspecto fuertes e inquebrantables también habían sido regados y amados por el agua.

—Buenas noches, Devil —fue lo único que le dijo antes de desaparecer por la puerta gruesa y acristalada que la llevaba de vuelta al interior de la casa.

Él la ignoró.

Las palabras de Evia, el color de sus ojos y su dulce contacto siempre lo perseguirían.

Ella creía que le había hecho un favor. Creía que lo había removido. Que al tocarle de aquel modo tan extraño y al creer tan ciegamente en él, en despertar su lado bondadoso, le había hecho un regalo.

Pero no. No había sido así. Era peor. Mucho peor. Y ella nunca lo sabría.

Porque no había más condena para un demonio que querer ser merecedor de las atenciones de un ángel. Ya que el ángel, cuyo hogar eran los cielos, nunca se acercaría a las llamas por temor a que se le quemaran las alas.

2

Doce años atrás
Sirens
El Árbol de los Amantes

Qué extraño era todo. Recordaba haber muerto. Recordaba perecer en brazos de su chico, en aquel jardín de las alegrías compartidas y rodeada de sus amigos y también de él. De la única persona con la que nunca, a pesar de todo, pudo llevarse bien.

Recordaba sus últimas palabras y sus lágrimas deslizándose por aquel rostro de casi hombre, medio viril y aniñado que tanto había gustado a las chicas más atrevidas. Y recordaba las voces que le cantaban asegurándose que la encontrarían en algún lugar, cuando ella había tenido dudas sobre ello. Porque la muerte no era luz, era una pacífica oscuridad. Así la había sentido ella.

Curioso que las palabras de Devil fueran lo primero que recordase al revivir. Pero era normal, pues fue lo último que escuchó entre el limbo de la vida y la muerte.

Se le había clavado el llanto de Nina, los pucheros inconsolables de Lex, la tristeza de Sin, las palabras sentidas de Devil y el desgarro hueco y eterno de Ethan. Eso le había dolido más que la propia muerte. Lo recordaba y lo sentía todo, con la misma aflicción que cuando se fue, y sabía que iba a acompañarle toda la vida. O lo que fuera que fuese esa nueva oportunidad que le habían concedido.

Porque no estaba muerta. Una vez vino la oscuridad y los helados brazos del otro lado, el ángel de las segundas oportunidades la había recogido del abrazo del óbito y la había tocado con la chispa de la resurrección. Y así, en un largo suspiro, había vuelto a nacer.

Días atrás, despertó flotando en las entrañas de Sirens, en un mar intraterreno de otro mundo, sobre el agua de la Sala de las Leyendas, con una energía en su interior que desconocía y una pirámide de cristal contemplándola cuya luz la cegaba y la revitalizaba por completo. Despertó acompañada del anciano Merin que le explicó lo que estaba pasando para, a continuación, con el caudal de información nueva entrando en su mente, presentarle a los que eran como ella. Se sentía fuerte como nunca, única, especial, y amada por lo que era.

Porque ella, Evia, era una siren. Y formaba parte de una civilización que se mantenía en pie en la tierra hueca y que descendía de los atlantes originales. Y tenía padres. Padres biológicos, no como los que venían a buscar a los niños a dedo en el orfanato. Tenía recuerdos de sus padres nada más nacer y los había aprendido a querer en pocos días, porque como bien decía su madre Mayka: «el vínculo materno jamás se pierde. Es un lazo invisible que siempre está ahí». Y lo estaba. Porque en el tiempo que llevaba reconociéndose como siren, siendo aceptada como una más y como una chica especial revivida por la energía del Corazón, de esa pirámide mágica, sentía que aquella era su casa y que la comunidad siren era la suya.

Todo era nuevo para ella. Comprender quién era, de dónde venía, y por qué había resucitado, le llevaría un tiempo, como le había asegurado el anciano Merin. Pero estaría a salvo, y tendría un tipo de amor colectivo con el que nunca habría soñado. Un amor que la arroparía y le ayudaría a eliminar la soledad.

Eso le aseguró Merin. Eso le aseguraban sus padres, Khamut y Mayka, guías de los Magiker y los Sanadores. Y Evia estaba feliz y eufórica de tenerlos y reconocerlos como tal. Porque les sentía, les sentía en su corazón y en su alma, y le habían hecho falta en el mundo exterior. Pero había algo, que con diecisiete años, Evia no estaba dispuesta a admitir como dogma.

Merin y los demás sirens aseguraban quererse y amarse por encima de formas y colores. Ellos eran seres más evolucionados. El amor del que ellos hablaban era un amor cristalino y luminoso que trascendía cuerpos, y tocaba esferas superiores que su psique aún intentaba desarrollar. Ella formaba parte de ese colectivo. Pero no podía negar su verdad: había querido con muchísima fuerza en el exterior, en la tierra.

De hecho, nunca olvidaría a sus hermanos Lostsoul, ni a Ethan, su amor... ni olvidaría a Devil, el más controvertido de todos, y el único que despertaba en ella unas emociones que no controlaba y la hacían sentirse insegura. En la Tierra había aprendido de emociones salvajes, de rebeldía, de libertad, de abandono y frustración. Y para ella todas esas emociones eran tan válidas como las que transmitían los sirens. Porque eran emociones reales. No estaban vestidas por calma, paz y serenidad... Pero sí estaban vestidas por otras ropas, que se rompían, se manchaban, se compraban y se luchaban. Y parte de ese salvajismo humano residiría en ella para siempre, porque lo quisieran o no, había sido criada por humanos. Querida por humanos. Envidiada por humanos y abrigada también por ellos. Y nunca los olvidaría.

Aquel atardecer en Sirens, Evia tomó la decisión de visitar las zonas de la isla que, aunque había visto en su mente, no conocía personalmente.

Sin darse cuenta, pero reaccionando a un llamado interior, se desplazó hasta El Árbol de los Amantes, porque quería conocer a Azul.

Evia añoraba a Ethan y a los chicos, y aunque sabía que tarde o temprano él regresaría a ella, la espera se le antojaba insoportable, y quería saber si había algún modo de calmar la angustia de la separación física y emocional de su aimán.

Azul era experta en las leyes del amor y el reencuentro de las almas divididas. Supuso que ella le daría buenos consejos para sobrellevar su tiempo en Sirens sin él.

Cuando llegó hasta el lago que cubría parte de las raíces del árbol, quedó sobrecogida por la aplastante belleza que la rodeaba. Decían que en aquel límite de la isla solo reinaba la aurora boreal y las estrellas del universo. Que cada cielo era distinto y que se teñía como una obra de arte cincelada y caprichosa del destino. De azules y rosas eléctricos se pasaba a verdes y amarillos dorados. Los magenta y los lilas asomaban de vez en cuando, y los naranjas rojizos hacían acuarelas en el horizonte del límite conocido.

Y allí, bajo el manto estelar más divino y extraordinario, reinaba Cercis, el árbol del amor. Su grueso y añejo tronco alimentado por la laguna, albergaba a un ser antiguo y mágico. La llamaban así por el color de su pelo. Nadie conocía su nombre verdadero, aunque todos estaban seguros que era una entidad mayor que la misma Tierra.

Evia, que vestía con una liviana túnica blanca y brillante sujeta a la cintura, y cuyo pelo suelto frondoso y castaño brillaba y se removía con más vida que nunca, rodeó el lago con sus pies cubiertos por aquellas sandalias planas y resistentes de tipo hawaiana a las que llamaban Delys, e inspiró profundamente para llenarse del aire de verdad que cubría al algarrobo loco. Echaba de menos las ropas más atrevidas de la Tierra, pero se sentía más cobijada y pura con las que usaban los sirens: vestidos largos, ceñidos por debajo del pecho y holgados hacia abajo, que bailoteaban a cada zancada, resplandecían con el brillo del sol y eran delicados y mágicos.

Decían que Azul lo sabía todo sobre el amor y que no había nadie más sabio que ella en cuestión de almas separadas. Evia sabía que la habían separado de la suya y necesitaba un remedio para tolerar la distancia.

Sonrió al sentir cómo las hierbas verdes y altas del lago le acariciaban los tobillos a propósito, inclinándose para tocarla y darle la bienvenida. Y sintió las luciérnagas bailotear sobre su cabeza, hasta que se dio cuenta de que no eran luciérnagas. Eran chispas de luz vivas, que canturreaban melodías y bailaban en parejas.

«Hola, Evia», le decían al pasar, «Bienvenida, Evia». A lo que ella asentía cohibida por aquel recibimiento, hasta llegar al tronco de Cercis, cuya abertura irradiaba una potente luz azul que emergía de su interior. Solo cuando estuvo delante del árbol, advirtió que el mismo tronco no era como ninguno que hubiera visto antes. Estaba formado por una pareja, un hombre y una mujer cuyas largas melenas se enredaban hasta el punto de no saber dónde empezaba una y acababa la otra. Y se abrazaban y besaban apasionadamente, de un modo tan intenso que hizo que sus mejillas se sonrojaran. Los miró anonadada. Ethan y ella se habían besado muchas veces... pero así, de aquel modo, como si el uno fuera el alimento del otro... no, definitivamente así no.

—¿Y qué tenemos aquí? —dijo una dulce voz femenina a sus espaldas—. La hija robada. La Resucitada.

Evia se dio la vuelta de golpe para encarar a una mujer unos años mayor que ella, pero de presencia divina y mágica, casi etérea. Hermosa a la par que desenfadada, como si todo le importara poco. La joven siren parpadeó atónita al ver que el vestido plateado que llevaba la ninfa era totalmente transparente y que no ocultaba nada de su anatomía. Y se dio cuenta de algo. Sus ojos eran azules vívidos, como su pelo larguísimo que llevaba medio recogido, y gracias a ello descubría sus orejas, cuyo hélix en vez de ser ovalado, era puntiagudo. Parecía una elfa.

—Hola —la saludó ella tímidamente.

—Hola, Evia.

—¿Sabes cómo me llamo? ¿Me conoces? —entrecerró los ojos con sospecha.

—Conozco a todas las almas, recién llegada siren. A todas — recalcó dando un paso hacia ella y sonriéndole como a una niña pequeña.

Evia asintió sin querer imaginarse lo complicado que debía ser conocer a todas las almas del universo.

—Debe de ser agotador —murmuró suavemente.

Aquel comentario dibujó una sonrisa en el bello rostro de Azul.

—Depende —contestó—. Hay almas más soportables que otras. Las de los sirens no me dan mucho trabajo. Son bastante...planas —la miró de arriba abajo—. Hasta ahora —se dio la vuelta y se acuclilló a la orilla del lago.

Evia la siguió intrigada.

—¿Qué has querido decir con hasta ahora?

—Oh, nada —se encogió de hombros mientras jugueteaba con la punta de los dedos sobre el agua—. ¿Ya te has adaptado a tu nueva vida en este mundo?

—Estoy en ello —contestó hipnotizada por el modo que tenía esa mujer de moverse. Como si levitara y no pesara nada—. Todos están siendo muy buenos conmigo. Así es muy fácil.

—Todos lo son —suspiró—. Los sirens están llenos de bondad —dijo con aburrimiento—. Tú eres un ser lleno de bondad, Myst. En pocos días serás una parte activa, respetada y adorada de la comunidad. Serás considerada como una princesa entre los tuyos. Tu poder —auguró— es como ningún otro. Aunque tardará en despertarse —vaticinó ocultando una medio sonrisa misteriosa.

—Sé que las Myst tenemos capacidades mágicas —respondió Evia inocentemente—. Como los Mayan, los Magikers y los Sanae... Aunque tengo que aprender a controlarlos y ejercitarlos. Me llevará un tiempo, supongo.

—Claro —Azul no se refería a ese tipo de poder exactamente, pero evitó mencionar nada más—. Y dime, exactamente, ¿en qué te puedo ayudar? —la miró de reojo sin dejar de hacer figuras en el agua—. No has venido a verme para que te diga que todo va a estar bien, ¿verdad?

—No. No he venido a eso.

—¿Quieres que lo adivine? Puedo hacerlo —advirtió desenfadada.

—No hace falta —contestó retirándose los mechones de pelo largo de la cara—. Dejé a mi aimán en el exterior, en la Tierra — explicó como si Azul no lo supiera.

—Ah, ¿no me digas? —fingió sorpresa.

—Pero supongo que eso ya lo sabes —sonrió una disculpa. Era obvio que Azul conocía ese dato—. Él es mi pareja, y desde que nos hemos separado, me encuentro mal. Vacía y algo desorientada. Como si me faltara una parte de mí —se tocó el centro del pecho con incomodidad—. Quisiera saber cómo tolerar su ausencia de una manera más... —buscó la palabra adecuada— llevadera. Saber si hay algún modo de calmar esta sensación.

Azul la miró por encima del hombro, y le dirigió una expresión de incredulidad.

—¿Llevadera? —resopló disimuladamente.

—Sí.

Entonces, miró al frente y asintió conforme.

—Veamos... —abrió los dedos de la mano, y la ubicó a un dedo por encima del agua.

Se formó una imagen nítida y clara, como la de un espejo. Perfecta. La escena que formó era la de la noche que murió. Ethan la tenía en brazos. Sus amigos la rodeaban y le cantaban... Y Devil estaba acuclillado ante ella, llorando con sus labios cerca de su oído.

Evia parpadeó para apartar las repentinas lágrimas. La congoja se arremolinó en el centro de su pecho y se le hizo un nudo en la garganta. Cuánto dolor y cuánto amor en aquella estampa. Cuánta pena y desolación.

—Tu partida rompió muchos corazones, pequeña —dijo Azul observando con atención lo que acontecía—. Cuántas caritas llorosas...—susurró. Desvió la vista a Evia de nuevo y la admiró—. Hay raíces que no se pueden romper nunca. Y tú te arraigaste bien en ellos.

Evia asintió y tragó compungida.

—Son mis amigos y mi aimán.

—Tu aimán... —repitió entrecerrando los ojos y volviendo su atención al frente, observando bien el agua—. ¿Intimasteis alguna vez?

Evia negó con la cabeza. En alguna ocasión tuvo que parar a Ethan, porque ella no estaba preparada y no querían hacer nada en el orfanato. Y él, como excelente caballero que era, siempre la respetó.

—No. Era mi pareja... —dijo nerviosa—. Pero no... no...

—No compartisteis el prana.

—¿Eh?

—De acuerdo. Ya veo que no —asintió comprendiendo el rubor de la joven. Dicho esto se levantó con agilidad y se dio la vuelta para mirarla de frente. Posó sus elegantes manos sobre sus hombros e inclinó la cabeza para decirle—. Lo vas a sobrellevar, Evia. La vinculación verdadera con tu aimán se completa en vuestro primer intercambio sexual recíproco. Y si hay aceptación y es tu mitad verdadera, vuestras leggends —acarició la hermosa leyenda de Evia que iba desde el codo hasta el hombro— serán un solo lienzo. Y cubrirá todo tu brazo, incluso el codo. Eso es lo que os ata y hace que el uno esté grabado en la piel del otro. Pero, si no has tenido eso —observó con atención las enredaderas de su piel, y cómo, de entre ellas, aparecía el rostro y el cuerpo de un unicornio, blanco, puro y con una crin larga y salvaje, cuyo cuerno se teñía de vívidos colores y emitía luz. Luz real. Los ojos del unicornio eran dorados y penetrantes. Azul sonrió de un modo que hacía presagiar un tremendo secreto—, si no te uniste a él, salvaje Myst, no puedes sufrir el luto. Sí experimentarás melancolía y un ligero vacío... Pero vas a estar bien —se encogió de hombros—. Pronto. Tranquila. Si te sientes mal ahora es por la separación de tu mundo. Es normal. Pero con el paso de las noches en Sirens, te irás encontrando mejor.

Evia miró de reojo cómo la imagen se desvanecía en el agua, y las luces volvían a bailotear alrededor. Si Azul lo decía, la creería, porque era una eminencia en el tema.

—¿Por qué crees que no puede serlo? —preguntó Evia de repente, observando a la pareja del árbol que no dejaba de besarse.

Azul inclinó la cabeza a un lado. No comprendía la pregunta.

—¿A qué te refieres?

—Me has dicho: «si es tu mitad verdadera...» —entonces clavó sus ojos claros y grandes, de curvas pestañas, en el rostro de elfa de Azul—. ¿Una siren puede estar equivocada en eso? ¿Podemos errar en nuestras decisiones?

—Oh... —abrió los ojos cristalinos y formó una expresión graciosa—. Equivocarse es inherente a los seres vivos, sean de la especie que sean. Pero el aimán no es una decisión —la corrigió divertida—. Es como si te pasara un camión por encima. Es un impacto. ¡Zas! —chocó su puño contra su propia palma—. Cuando llega, una nunca duda. Sabe que es él o ella. Un solo beso de tu aimán, uno solo —le recordó alzando su dedo índice— te prende como el roce a una cerilla y te cambia para siempre. Solo él puede tocar tu fuego interior.

—¿Mi fuego interior? —repitió con la vista perdida, posando su mano sobre los latidos de su corazón.

—Sí... —afirmó Azul son una sonrisa de oreja a oreja—. Y lo sabes —aseguró observando al árbol—, lo sabes aunque nunca antes te hubieran besado. Y lo sabes —repitió sonriendo— porque después de muchos besos, llegó «el beso» —tituló pragmáticamente—. Y nunca te cansarás de besarlo. Como ellos —señaló a Cercis y a la pareja que formaba su trono con un golpe de su respingona barbilla—. Son inagotables. Su amor lo es.

Evia admiró el modo de abrazarse de la pareja. Era hermoso verlos. Y también incómodo, como si en ese beso hubieran más cosas. Cosas prohibidas y sacras.

Ethan la besaba con amor. Y ella a él. Era recordar su apuesto rostro, sus facciones, su hercúleo cuerpo... y ya lo añoraba.

—¿Él te incendia? —preguntó a Evia estudiando su reacción—. ¿Tu chico de la Tierra te incendia?

Evia no se paró a pensar la pregunta y asintió sin más.

—Él es todo lo que necesito. Y le quiero. Y le añoraré hasta el dolor. Pero esperaré todo lo que haga falta hasta que regrese —dijo convencida de sus palabras.

Azul agachó la cabeza y sonrió. Parecía no querer ahondar en el tema.

—Entonces, espérale. Espera a su fuego, Evia. Nada merece más la pena.

—Eso haré —dijo alzando el rostro al techo estelar. Se frotó su leggend porque sentía a su unicornio removerse en su piel. Sus tatuajes, sus marcas, estaban vivas. Después de un largo silencio añadió—: ¿Te molesto si me quedo aquí un rato más?

—Para nada, Myst.

—Entonces, me quedaré un rato.

Azul asintió feliz de tener una compañía tan especial como aquella. Porque Evia lo era, y cuando se descubriera a sí misma, el mundo conocido cambiaría. El de dentro y el de afuera.

Ambas se quedaron mirando el anochecer y las estrellas, y disfrutaron de las melodías de las almas encontradas.

Y es que, disfrutar de la paz y del amor reinante en el Árbol de los Amantes, era gratuito, porque era impagable.

La sala de las leyendas
En la actualidad

Evia sumergió los dedos en el agua cristalina y agradeció la fría temperatura. Aquella noche en Sirens resultó ser algo sorprendente y demasiado agitada para poder dormir con calma. No conciliaba el sueño, se sentía nerviosa y sacudida, así que, debido a la falta de sosiego, decidió visitar al Corazón, el único lugar en el que se sentía completamente serena y en equilibrio con todo lo que le rodeaba. Había aprendido a crecer con él, a sentirlo, a escucharlo. Y ambos se necesitaban. Aquella pirámide de energía y ella tenían una conexión extraña y atípica incluso para el resto de sirens. Ella la sentía como un ser vivo. Y se alimentaban el uno de la otra. Se hacían falta.

En silencio, cubierta por el resplandor de la maravillosa pirámide invertida de cristal y luz dorada, oculta en las entrañas de la metrópoli, en una cueva subterránea más antigua que el tiempo, meditaba sobre los acontecimientos de la llegada de Ethan, de su regreso y de lo que se suponía que su pueblo esperaba de él. Allí, hacía muy poco que Ethan era acunado por la energía de la pirámide y aceptado como uno más. Allí se le otorgó una leyenda.

Una leyenda como la suya cuando fue resucitada por la energía del corazón, aunque con considerables diferencias. La de Evia, como la de todos, poseía una nana que solo su aimán podría cantarle; además del sonido de su alma al nacer; su animal totémico, que era un unicornio; hojas de enredadera que recorrían armónicamente su dibujo, y un trébol en el hombro, con los rostros de sus padres. La de Ethan tenía los mismos elementos que los de ella, solo que con características diferentes. Él, como Señor de los Uróboros, lucía los intimidatorios animales reptiloides. Los mismos que sucumbieron a su poder como líder.

Todos trabajaron para dar una bienvenida como merecía el Jinete de los Uróboros. La metrópoli se mostraba a reventar, los sirens se habían agasajado con sus mejores galas y planificaron incluso ceremonias y rituales para los astros y estrellas que regían su universo, para que saludaran y bendijeran a aquel nombrado a ser un héroe entre los de su especie. Ella, incluso, era conocida como la pareja de El Regresado, la que debía complementarlo para escribir sus leyendas juntos.

Porque todos decían que los dos niños robados se quisieron como pareja en el mundo exterior. Así debía de ser en el interior. Debían ser pareja. Y de tanto que se lo repitieron, se lo llegó a creer. Ella así lo sentía. Había esperado con ansias a Ethan, deseó con fuerzas su vuelta para comprobar si debía cumplirse aquello que todos pronosticaban sobre el Mayan y la Myst, hijos de los Guías. Debían ser el uno el imán del otro.

Pero no. Nada más lejos de la realidad. Las cosas no iban a ser ni como insinuaban los ancianos ni como escribía la Tabla de los Ancestros ni como mencionaban los registros de Akasha ni vaticinaban los Oráculos.

El camino en Sirens se había abierto y había derivado en muchos más, como los afluentes de un río que viajaban por donde el terreno les permitía, libres, distintos y rebeldes. Ajenos a normas y a leyes. E ignorantes de equilibrios o desequilibrios.

Porque Ethan, su mejor amigo y su supuesto amor en la Tierra, decidió no ser su alma afín en su mundo. En Lostsoul, eran uña y carne. Su amor incondicional, sus sentimientos hacia el otro, eran intensos y únicos, porque en los de su clan, así sucedía. Los sirens se querían y se respetaban por encima de todo debido a su conciencia colectiva, una red invisible que los vinculaba emocionalmente, como ella e Ethan se vincularon y se adoraron durante su vida humana.

No obstante, todo había cambiado.

Ethan eligió a la hermosa Cora, una humana de dones telepáticos asombrosos, y posiblemente, ahora estaría en el exterior reclamándola, porque se había ido sin más a buscarla, después de hablar con ella en los balcones de la metrópolis. Y ella lo había animado a hacerlo, porque no podía atar a ella a alguien que no la amaba.

Evia volvió a hundir la mano en el interior y la hizo bailotear y mover como hacían las humanas indias con sus mantras. Parpadeó y tragó la extraña congoja que la sacudía.