157 Justo Serna, El pasado no existe. Ensayo sobre la historia, Punto de Vista Editores, p. 16.





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una república para cataluña,
un buen estado para españa




La jornada del 11 de septiembre de 2016 transcurrió en Cataluña con el tono festivo y masivo que ya es habitual. Observada con atención la manifestación tuvo una particularidad especialmente llamativa al añadir un ingrediente hasta ahora poco explícito: el de la forma de Estado. Todos quienes intervinieron en la cabecera de la concentración participaron en la socialización del concepto de República Catalana. Parece como si en cada Diada se diera un paso más en la configuración del formato institucional catalán: somos una nación (2010), queremos ser un Estado de Europa (2012) y construiremos una República democrática y cívica (2016). Todos los oradores se refirieron directamente a la futura República. Todos indicaron que supondría un cambio a mejor, del que se beneficiaría el conjunto de la ciudadanía. A casi nadie sorprendió que se hablara con tanta normalidad de la futura república. Lo que hasta ahora era un elemento latente se convirtió en un lugar común en el debate social. La forma del Estado se ha situado en el centro del debate político.

El salto conceptual que esa jornada supuso para la sociedad catalana se notó en los días siguientes cuando en las conversaciones cotidianas, con inusitada normalidad, se empezó a plantear cómo sería esa nueva República catalana. Naturalmente en la sociedad española, tan mediatizada por los medios de comunicación mayoritariamente orientados a negar y oscurecer todo cuanto acontece en Cataluña, nadie quiso reparar en ello. Así, paso a paso, el proceso político catalán va ampliando su propio perímetro conceptual. Es evidente que muchos de los ciudadanos que nos reconocemos como pertenecientes a la nación de los catalanes nos hemos inclinado a favor de la independencia, queremos un Estado propio y lo formulamos en forma republicana. Es evidente que muchos de esos catalanes no solo han desconectado del viejo Estado español y de sus instituciones, además se han situado en un peldaño superior: están imaginando las formas y los contenidos concretos de su nuevo Estado, de su República. Para muchos ciudadanos la discusión está entre una república catalana que ofrece un proyecto de futuro y una monarquía española que propone más de lo mismo. Ese será el debate de los próximos tiempos.

El sueño que muchos catalanes habíamos compartido de una posible España integradora se ha difuminado. Anhelábamos una España democrática, europea, solidaria, moderna y plurinacional. No ha sido, no se ha querido que fuese. Ahora un grueso de la sociedad catalana apuesta por una Cataluña republicana, europea, solidaria, moderna, socialmente plural y dotada de un Estado de alta calidad. El molde estatal español ha envejecido tanto que se ha roto por su soldadura más débil, sin duda Cataluña. Las élites del Estado han querido que España fuese una nación única, lo que sería perfectamente legítimo si lo hubiesen intentado forjando un proyecto integrador y un proceso democrático. Nunca lo han pretendido y ahora deben asumir lo que ello implica: que Cataluña está decidida a emprender un camino nuevo. Muchos de sus ciudadanos queremos un Estado en el que su nación se sienta correctamente acomodada. Si es el caso, el Estado nación que acomodaría a los españoles será uno y el Estado de la nación de los catalanes será otro. Sin duda la aceptación del carácter plural de España hubiese permitido dibujar un Estado plurinacional. Hoy, sin embargo, se perfilan dos Estados: republicano para los catalanes, monárquico para los españoles.

Es un cambio importante, pero no necesariamente traumático. Donde hubo un Estado excluyente se dibujan dos soberanías nacionales, dos derechos nacionales, dos democracias y lo que deberían de ser dos proyectos de prosperidad y de justicia social, dos proyectos de futuro. De eso se trata, de dos proyectos de futuro. El proyecto catalán está vivo y lo dinamiza la convicción de la propia sociedad civil. Es un ideal que es compartido por muchos. Y de esa convicción nace todo: sin ideales compartidos no hay sociedad. Las sociedades inteligentes se caracterizan por su capacidad de aunar ideales, proyectos y programas, es decir, pensamiento (cultura), proyecto social y programa político.

El ideal del Estado independiente sigue avanzando. Está tomando forma, empieza a adquirir los contornos propios de un proyecto integral y coherente de país. Se sostiene en una multiplicidad de subproyectos que lo justifican, basados en la razón y en el diseño contrastable de todos los ámbitos comunitarios. La República es la plasmación del Estado nuevo, es la forma de la herramienta (Estado) a través de la cual los ciudadanos defienden sus convicciones a favor del progreso colectivo, de la prosperidad más justa y democrática, de la definición de un país sostenible que sirva a las generaciones actuales y también a las futuras.


La socialización del concepto república significa que una parte substancial de los catalanes hemos entrado en una fase que puede llamarse «constituyente». Hemos empezado a imaginar un país independiente, pero además hemos iniciado el proceso de conferirle contenido. Eso es lo determinante. Suele ocurrir siempre, definir ideales es un elemento constitutivo para la transformación de la realidad. Para muchos catalanes pensar en cómo debe ser un país nuevo se ha convertido en un estímulo precioso. La política es acción pragmática, dice Daniel Innerarity; pero si, además, el pragmatismo brota de una reflexión previa en la que se dibuja un país posible, entonces la acción política se convierte en ilusionante y transformadora. Son muchos los catalanes ilusionados en pensar la República a la que aspiran. Están dándole forma a un ideal.

El problema español que ha alejado a Cataluña ha quedado en evidencia: es que su ideal no es otro que la unidad imperativa. Detrás la nada, mas allá de la defensa de los intereses de una élite poderosa pero minoritaria. Nada debe cambiar. Nada nuevo puede ser imaginado aunque sea para mejorar. Ese ideal no es el de la sociedad catalana. El problema español brota pues del ideal unitarista, traducido en un Estado nacionalmente único, en políticas centralizadoras y en imperativos autoritarios. Pero en realidad el problema va más allá: su semilla está en los privilegios que unos pocos se empeñan en conservar y en el Estado que mantienen monopolizado y heroico. En esa semilla está el problema. La unidad es el pretexto que le sirve a una élite excluyente para mantenerse en sus posiciones de privilegio. Ellos han convertido el Estado en instrumento alejado de los intereses de la mayoría y evidentemente de los intereses de los catalanes. El problema histórico español es la inmovilidad de su élite dirigente. Su alergia a los cambios contamina a todo el espectro político español. Todos sometidos a la política heroica, todos viviendo en una sociedad sin otro proyecto colectivo que dejar las cosas como están porque unos pocos están cómodamente instalados en los entresijos del Estado y sus prebendas.

A muchos catalanes nos parece inconcebible que tantos políticos, académicos, periodistas que habitan el Estado y sus arrabales pretendan no ver los perjuicios que tanta inmovilidad causa a los españoles. Nos parece incomprensible que el proceso político catalán haya tenido respuestas tan poco inteligentes: el no sistemático, la vía judicial o el uso fraudulento de las cloacas del Estado. Es inconcebible pero es así. La política española no quiere asumir que en el año 2010 se materializó el primer acto de una revuelta política y democrática de las clases medias y trabajadoras de Cataluña contra el Estado español. No quiere entender que como consecuencia se inició, de modo simultáneo, un proceso de afirmación nacional catalana, de rechazo del Estado español y de formulación de un Estado nuevo y alternativo. No quiere comprender que la revuelta expresa un grado extremo de desacomodación, de pérdida de confianza política y de búsqueda de horizontes más estimulantes.

La revuelta brotó contra una sentencia que el Estado había cocinado y que los ciudadanos consideramos una burla a la democracia. Pero también contra un Estado ausente, sordo, equivocado y perjudicial en los momentos más duros de la crisis económica. Y asimismo, parece claro, por la reafirmación entre la ciudadanía de una renovada conciencia histórica sobre los perjuicios causados por baja calidad del Estado. Frente a todo ello el Estado español reforzó sus viejas artimañas unitaristas, centralistas y autoritarias. Mostró que quienes lo manejan no quieren mejorarlo y mucho menos abrirlo. La consecuencia ya es conocida: gran parte de las bases sociales y políticas del tradicional catalanismo reformista han mutado. Han dejado atrás la idea de reformar el Estado español y han decidido que era hora de construir un Estado propio. Por primera vez en la historia, de un modo tan masivo y continuo, un amplio número de catalanes ha abandonado la idea de reformar el Estado español desde dentro; a la vez ha expresado su voluntad de salir de él y ha expuesto su intención de construir un Estado propio e independiente. Ha decidido que el único modo de reformar el Estado español es saliendo de él.

Del mismo modo somos muchos los catalanes convencidos de que nuestro deseo de poseer un Estado propio es perfectamente compatible con el anhelo de convivir en concordia con una España que sin duda, tras la salida de Cataluña, se verá obligada a renovar, modernizar y democratizar su relato político de futuro. La propuesta catalana obliga a refundar España. Y la sociedad española debe ponerse manos a la obra. Debe exigirse un proyecto integral de renovación, una renovada voluntad de diálogo consigo misma. España necesita su propia mutación. Los catalanes estamos imaginando e impulsando un Estado propio, moderno y republicano. Los españoles deberán imaginar cómo quieren que sea su Estado, es decir su principal herramienta al servicio de su nación real.

La nación única española está ahí, está en los ciudadanos que la sienten y se identifican con ella. Sin duda son muchos y tienen muchas cosas en común. Estos ciudadanos tienen derecho a ser asistidos por un buen Estado, eficaz y democrático; tienen derecho a estar representados por una clase política que sea capaz de poner sobre la mesa un proyecto cívico y no heroico, que se justifique trabajando para la gente y no para sí mismos. El absolutismo constitucional que hoy les caracteriza y que les aleja de los verdaderos problemas de la gente es su gran coartada. No hay ningún otro imperativo democrático que justifique un Estado que la mejora de la vida de los ciudadanos y la defensa de sus derechos.

El Estado español será modificado y el planeta seguirá girando. No es verdad que haya sido como es desde tiempos remotos y no es verdad que esté condenado a seguir siéndolo por todos los tiempos por venir. Tampoco es verdad que quien se atreva a oponerse a los designios de quienes lo monopolizan vayan a vagar eternamente por los espacios siderales. Todo eso es pura ideología, infantilismo ideológico, formulado por adultos egoístas y poco interesados en los bienes públicos.


Hay que leer lo que está sucediendo en Cataluña en una clave más concreta: gran parte de los ciudadanos pretendemos mejorar la realidad en la que vivimos, hemos entendido que nuestro principal enemigo es el Estado español, no los españoles, ni tan solo España. Hemos entendido que no nos queda otra solución que seguir nuestro camino. Sabemos que las cosas podrían haber sido de otra manera pero hemos comprendido que los de siempre seguirán bloqueando el paso al progreso y al futuro. Y el futuro no espera y la necesidad de reinventar el progreso todavía menos. Fuimos mayoría los catalanes de la generación de los setenta que hasta hace diez años aunamos nuestro convencimiento de que con democracia política, modernización económica e integración europea pondríamos punto final a las ideas heroicas que impedían el desarrollo del Estado español en términos plurinacionales. Supusimos que había llegado la hora en la que se acabarían para siempre los tics imperiales que habían caracterizado las instituciones y las políticas estatales. Creímos que había llegado el momento de empezar a construir, sin prisa pero sin pausa, un Estado plurinacional moderno y democrático. No ha sido así. Los heroicos han sido hasta ahora más fuertes. Han mantenido al Estado en una lucha constante contra la pluralidad nacional. Su políticas han sido doblemente perjudiciales para los catalanes. Lo han sido en términos materiales y también simbólicos. Su relato ideológico ha inundado la sociedad española de prejuicios malintencionados contra la sociedad catalana. Su Estado ha trabajado al servicio de unos pocos privilegiados. En realidad las políticas del Estado han expulsado a los catalanes.

Ha llegado la hora de cambios decisivos. Son pocos los que van a dejar correr este proyecto, por muchos jueces y amenazas que se pongan por medio. No parece que quienes desean una Cataluña gobernada por un Estado propio vayan a dar marcha atrás. No parece haber en el horizonte inmediato una propuesta con mayor potencial para motivar a los ciudadanos que avanzar en la creación de una nueva república cívica, avanzada y democrática. Y a la vez no creo que los españoles puedan encontrar un mejor estímulo para la reforma, el relanzamiento, la reinvención, el reset de su Estado.



Del desencuentro puede nacer un pacto de fraternidad


Del actual desencuentro puede salir la fuerza renovadora que España necesita. Decía Ortega y Gasset que de una crisis no siempre se sale peor, también se puede salir mejor. Creo que es así. Las crisis nunca aparecen cuando las cosas funcionan, surgen cuando las viejas estructuras se han enquistado y las soluciones pugnan por salir a la superficie. La independencia de Cataluña es hoy la mejor solución para España, como lo es para los catalanes, y lo será para los europeos. Supone una modificación substancial e imprescindible en la distribución del poder político. No tiene porqué suponer que la fuerza y el potencial de ambas naciones queden mermados. Cabe todo lo contario. Los españoles tienen la oportunidad de reconfigurar sin cortapisas la gran nación que pueden llegar a ser; por fin tendrán un buen Estado a su servicio. Los catalanes podremos desplegar con normalidad la nación que somos y que deseamos ser. No tengo dudas de que unos y otros poseemos los medios humanos y materiales para ser países fuertes. Será el momento de componer un buen proyecto de colaboración que mire al futuro y que haga atractivo y beneficioso para todos llevar a cabo cosas juntos. Será el momento de confiar más en nosotros mismos y construir dos Estados más sociales, con mayor ambición económica y cultural y con verdadero fundamento democrático. Puede hacerse desde la razón y desde la emoción. Desde el beneficio y desde la fraternidad. Ningún español debería dudar que el deseo de Estado de los catalanes incluye el mejor deseo para España; nadie debería dudar que el proyecto catalán puede incluir si es necesaria una cláusula de solidaridad con España; y nadie debería tener la menor duda de que los catalanes queremos avanzar en nuestro Estado propio desplegando además un renovado pacto de fraternidad entre ambas sociedades y ambos Estados. Nada lo impide. Es más, es previsible que en una situación de soberanía política diferenciada la fraternidad alcanzará una cota de calidad que en realidad no ha tenido nunca. Los españoles y los catalanes podemos alcanzar un nivel de fraternidad desconocido por voluntad y por decisión propia. Podremos reconocernos como en realidad nunca ha sido posible. Decían las sabidurías antiguas que «nada hay que imponerle a los hermanos —por tanto tampoco a los amigos—, nada de lo que uno mismo no estaría dispuesto a aceptar»153.

Se puede aceptar que una nueva fraternidad es posible y más necesaria que nunca entre ciudadanos que seguirán compartiendo, además de la península ibérica, intereses económicos, lazos familiares, tradición cultural y, en muchos casos, idioma. Se puede admitir que la fraternidad entre catalanes y españoles puede ser un referente para un mundo que precisa un nuevo orden en las relaciones de alteridad. La aceptación del otro, la formalización de nuevas solidaridades, la capacidad de pensar un mundo sin fronteras, estará en la agenda de todas las propuestas avanzadas y democráticas de refundación de las sociedades mundiales.

Los nacionalistas españoles deberán admitir que el mundo está entrando en una fase nueva en la que los viejos Estados van a cambiar y las interdependencias entre viejos y nuevos Estados van a crecer exponencialmente. Los Estados que hasta hace poco se jactaban de su independencia deberán aprender a ser miembros de redes supraestatales y admitirán sin más las necesidades funcionales de cooperación154. Los Estados nación, nuevos y viejos, aprenderán a ser miembros de sociedades políticas más grandes y de proyectos de ciudadanía que van más allá de sus fronteras tradicionales. En cualquier caso, los nacionalistas y los que no lo son, también los independentistas y los unionistas, los de derechas y los de izquierdas, deberemos tener presente que el mundo y sus convicciones están cambiando muy deprisa. Todos tenemos frente a nosotros desafíos enormes, casi tantos como esperanzadoras son las oportunidades que tenemos por delante. Para afrontarlas, en cualquier caso, lo único que parece evidente es que los ciudadanos, mejor dicho la sociedad civil organizada, deberá tomar cartas en el asunto. Y todo parece indicar que para llevar las velas a buen puerto se necesitarán las herramientas adecuadas. El Estado, un buen Estado, es una de ellas. Los desafíos exigen respuestas proactivas y positivas y solo con Estados eficientes y bien dimensionados será posible hacerlo.

Las sociedades están cambiando muy deprisa, están conectadas como nunca antes, son cada vez más complejas y pueden llegar a un punto desconocido de fragmentación social. Pero también es verdad que en la era del conocimiento podemos aspirar a otra cosa. Todavía está en nuestras manos modelar un futuro mejor. Debemos aprender a pensar de otro modo. Dejemos de lado el vacuo concepto de unidad. En un mundo interconectado la unidad no significa nada. Con dos Estados modernos al servicio de los ciudadanos, catalanes y españoles estaremos más interconectados —léase unidos— que nunca. Es hora de entender que dos Estados permitirán una mirada nueva sobre la península ibérica que necesariamente será mucho más inclusiva, colaborativa y flexible de lo que ha sido hasta ahora.

A pesar de todo, creo que la situación actual tiene un fundamento para la esperanza: parece que por fin estamos consiguiendo comprender lo que nos aleja. Una vez descubierto, es cuestión de ponerle remedio. Es hora pues de desarrollar una narrativa positiva. Está a nuestro alcance configurar dos sistemas políticos separados y a la vez dar forma a un espacio colaborativo entre nuestras sociedades y Estados que multipliquen el potencial de encuentro en el ámbito social, económico y cultural. Vivimos el inicio de un proceso de cambio sistémico, especialmente en términos tecnológicos e institucionales. No solo son ajustes superficiales y a pequeña escala,155 son cambios en la escala de lo humano. Es tiempo de innovación sistémica y el éxito o fracaso dependerá en gran medida de que aprendamos a gobernarnos de otra manera. En cualquier caso, como decía Max Weber, la experiencia histórica confirma que los seres humanos no habrían alcanzado lo posible si una y otra vez no hubiesen tratado de alcanzar lo aparentemente imposible.

La revuelta de los catalanes tiene que ver con eso. Para nada tiene que ver con ninguna enfermedad particularista o algo parecido a un deseo de vuelta atrás, no trata de recuperar viejas constituciones,156 no viene motivada por el pasado. A la gran mayoría nos impulsa el deseo de sacarnos de encima y para siempre ese continuum de negatividad que impone el Estado generación tras generación sobre la sociedad catalana. Hemos hecho nuestra una de las mejores sentencias del presidente John F. Kennedy o de alguno de sus amanuenses: «El cambio es ley de vida. Cualquiera que solo mire al pasado o al presente se perderá el futuro». Los catalanes la hemos interiorizado. Hemos tomado conciencia de lo mucho que el Estado nos ha complicado la vida en el pasado y lo mucho que está haciendo para que perdamos el futuro. Somos muchos los que pensamos que el futuro puede ser mejor, que tenemos derecho a hacerlo mejor y que confiamos que sabríamos hacerlo mejor.

El caso catalán es propio de nuestro tiempo. Remite a la lucha de una comunidad humana madura, incluso avanzada, en la que los ciudadanos queremos participar de modo consciente en las decisiones que nos afectan y en la transformación del mundo en que vivimos. Luchamos para mejorar el presente y para definir un proyecto de país más ilusionante en relación a un futuro que deseamos más satisfactorio. Sabemos que no es posible imaginar el futuro si no lo enmarcamos en un conocimiento riguroso de nuestro pasado. Sabemos que el pasado no es material de desecho, es la base de lo que nos rodea,157 pero en nada determina nuestras opciones. Todo indica que en las sociedades contemporáneas las tres dimensiones de la realidad —pasado, presente y futuro— se funden en una de sola. A través de ella cada ciudadano construimos nuestro propio proyecto o relato de vida y nos incardinamos en una narrativa colectiva y nacional o simplemente humana. Y me place afirmar que nada gustará más a los catalanes que votar a favor de la independencia de Cataluña convencidos de que con ello incidiremos positivamente en la reconfiguración de un proyecto de sociedad para España. Estoy seguro de que más pronto que tarde unos y otros podremos decir que por fin hemos dejado la unidad impuesta en beneficio de la colaboración deseada. El presidente Kennedy dijo que su tiempo necesitaba «hombres que puedan pensar en cosas que nunca han existido». Nuestro tiempo necesita algo parecido: necesita ciudadanos que puedan soñar y que se atrevan a hacer cosas que nunca otros han hecho antes.

1 Patrick Deville, Viva, Anagrama, 2016, p. 242.







DOS ESTADOS












© del texto: Ferran Mascarell, 2017

© de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L.

Manila, 65 – 08034 Barcelona

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Primera edición: junio de 2017


ISBN: 978-84-16601-92-9


Diseño de cubierta: Enric Jardí

Maquetación: Àngel Daniel


Reservados todos los derechos.

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Ferran Mascarell


DOS ESTADOS

España y Cataluña:
por qué dos Estados democráticos, eficientes
y colaborativos serán mejor que uno










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sumario


1. El fracaso del Estado plurinacional

2. De la política heroica a una política servidora

3. La sentencia contra el Estatuto:
el impulso de la revuelta contra el Estado

4. Un Estado excluyente, extractivo y deficiente

5. Una larga historia que podría haber sido otra muy distinta

6. Por qué ha fracasado España

7. La eclosión del deseo de un Estado independiente

8. Lo mucho que nos estamos perdiendo

9. Dos Estados eficientes con provechosas interdependencias

10. Imaginemos cuánto podemos hacer juntos

11. Una República para Cataluña, un buen Estado para España















A Elisenda, Sònia, Pep,

Jan, Quim, Marc y Maria


A los profesionales de la Delegación

del Gobierno de Cataluña en Madrid

y del Centro Cultural Librería Blanquerna


A los muchos ciudadanos de Madrid

con los que es posible dialogar

y también entenderse