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PURO DON

CASI TODO TIENE precio. Ni siquiera la belleza, ese delirio a la espera de un corazón que la sienta, es completamente gratis. Para llegar al lugar donde permanece en vela, y al que poquísimos hombres han conseguido acercarse a verla por los demás, debemos pagar un precio de sacrificio y silencio. No es el oro la moneda que nos permite comprarla, sino un metal más precioso, una rara aleación de temblores, soledad, sensibilidad y entrega.

Ese importe gustoso a que asciende la belleza la emparenta con el don. Igual que un sol que se da casi gratuitamente, pues exige solo un cielo sin envolturas de nubes y tiempo desocupado para salir a la calle, la belleza desparrama su inutilidad espléndida a un precio muy rebajado. Pero no es un don completo. Dádiva, don, puro obsequio, solamente la oración.

¿Qué don recibe el que ora? ¿Qué gran regalo consigue el que se hinca de rodillas y alza la mirada al cielo para adorar o alabar o implorar al Creador asiduo del universo? ¿Qué obsequio obtiene el que cuenta sus alegrías y penas, sus diarios quehaceres y planes para el futuro, sus anhelos como alas para subir por la cuesta pina de los ideales, sus inquietudes y miedos, al Ser que todo lo sabe? ¿Qué dádiva logrará el que muestra los rincones escondidos de su alma, esa intimidad oculta como joya soterrada, al Ser que es luz de la luz y desvanece las sombras? El hombre obtiene al orar dos dones muy generosos.

El primero es elevarnos hasta el rango de personas. Hay quien ha dicho que orar, contar a Dios nuestras cosas, es algo que está de más, como lluvia en el océano, una acción vana e inane e innecesaria e inútil, igual que empujar las rachas furiosas del huracán, pues Él las conoce ya, y hasta mejor que nosotros. «Somos conocidos por Dios completamente, dice Lewis, y, en consecuencia, por igual. Ese es nuestro destino, tanto si nos gusta como si no».

Es indudable que Dios sabe por adelantado las cosas que le contamos. Pero hay mucha diferencia entre que Dios nos conozca —ser conocidos por Él— y consentir sin reservas en que nos conozca Dios: querer que nos vea por dentro y darnos a su visión de una manera espontánea, sin tapaduras ni velos. Ser conocidos por Dios es forzoso e ineluctable, pues para el ser omnisciente no hay nada desconocido, nada se puede encubrir ni se le puede ocultar, y sucede igual si el hombre da o no su consentimiento.

Si solo ocurriera esto, seríamos como las cosas impersonales del cosmos. Así lo ha expresado Lewis: «Por lo general, ser conocido por Dios es estar, para este propósito, en la categoría de las cosas. Somos, como las lombrices, las coles y las nebulosas, objetos del conocimiento divino». Pero cabe disponer nuestro recinto interior sin valladares ni obstáculos a la mirada de Dios, abrir nuestro corazón (aunque ningún corazón está cerrado para Él), ser transparente cristal para sus divinos ojos (aunque es diáfano todo para su eterna visión), darle a conocer las capas profundas de nuestro ser (aunque todo es superficie, despejada transparencia, para el poder creador). «Cuando nos percatamos del hecho y consentimos con toda nuestra voluntad en ser conocidos de ese modo, entonces nos tratamos a nosotros mismos, en relación con Dios, no como cosas, sino como personas... Quitándonos el velo, confesando nuestros pecados y “dando a conocer” nuestras peticiones, adoptamos el elevado rango de personas delante de Él. Y Él, descendiendo, se hace Persona para nosotros».

Dádivas quebrantan peñas, dice un refrán popular. Pero si quebrantan peñas, si ablandan el corazón con su avalancha de halagos como los golpes doblegan el temple del pedernal, no son dádivas perfectas, debidas a la abundancia de generosidad, sino encubiertos sobornos o señuelos clandestinos. No es así la limpia dádiva que depara la oración. La oración es puro don que nos regala el obsequio de ser seres personales, únicos, irrepetibles, nuevos, insustituibles. La persona es novedad, lo único nuevo en el mundo, que se empobrece hasta el límite, como bosque del que el hacha talara un árbol impar, cuando sucumbe y se va. Esa dádiva excesiva nos regala la oración.

Bastaría con este don para ver en la plegaria la forma más desprendida de la magnanimidad. Pero aún nos brinda este otro: satisfacer el anhelo de que nuestra voz se escuche. En nuestro mundo al galope vamos con desasosiego siempre de acá para allá, y apenas nos queda tiempo para escuchar a los otros y que ellos nos escuchen. Sufrimos un mal borroso de indiferencia y olvido. En la cultura de muros y ventanas clausuradas al oficio de escuchar, el ansia de ser oídos, que anida en el corazón igual que insaciable sed, parece estar condenada a un destino desgarrado de frustración y extravío. Nos preguntamos en vilo, igual que hacía Pascal, si en el espacio infinito de estrellas indiferentes y soles sin corazón alguien oye nuestra voz. Más que obtener lo que piden nuestras encendidas súplicas, queremos que nos escuchen. «Podemos soportar, dice Lewis, que se rechacen nuestras peticiones, pero no podemos soportar ser ignorados». Y añade: «Las personas religiosas no hablan de los “resultados” de la oración, sino de que se les ha “respondido” o de que han sido “oídos”».

¿Es la oración que se eleva, como son tantas palabras dirigidas al vacío, un hablar que nadie escucha? ¿También al orar encuentran los ruegos del corazón unos tapiados oídos? ¿Nadie, nadie oye mi voz? «¿Estamos hablándonos a nosotros mismos, dice Lewis, en un universo vacío?». Una desazón así, de desahuciada orfandad, llena de terror al hombre cuando cree que nadie escucha la voz de su corazón. Es «el temor persistente, como lo define Lewis, de que no haya nadie que nos escuche y que lo que llamamos oración sea un soliloquio: alguien hablando consigo mismo». Lewis ilustra la idea con la ayuda de un poema de un autor desconocido: «Me dicen, Señor, que cuando creo / estar hablando contigo, / es todo sueño, pues no se oye sino una voz, / un hablante imitando que es dos».

El temor, alojado en las entrañas como una aguja afilada, de que hablar sea un soliloquio y el diálogo un engaño o una comedia macabra, lo disipa la oración. El que ora oye en el silencio que Alguien escucha su voz. Tras haberse hecho eco de la desazón del hombre que dice que la plegaria es un falaz soliloquio, el poema antes citado, escrito seguramente por alguien que oraba mucho, manifiesta la alegría de saber que sus palabras las recibe el mismo Dios, que no solo está a la escucha, igual que un gaviero atento al palpitar de la mar, para oír la voz de ayuda o de aclamación del hombre, sino que habla por él y le dicta las palabras e ideas que le faltan. «A veces la cosa no es, sin embargo, / como la imaginan. Antes bien, / busco en mí las cosas que esperaba decir, / y he aquí que mis pozos esán secos. / Luego, viéndome vacío, abandono / el papel de oyente y a través / de mis mudos labios respiran y despiertan al lenguaje / pensamientos nunca conocidos». La oración posibilita el diálogo supremo en el que Dios habla a Dios en el corazón del hombre. «Si el Espíritu Santo habla en el hombre, en la oración Dios habla a Dios».

La oración no constituye un circular soliloquio, en el que la voz rebota contra un muro de desdén para volver a los labios de donde había salido, sino el supremo diálogo mantenido desde siempre y nunca interrumpido. Los sucesos de este mundo se sujetan sin remedio a la tiranía del tiempo, ese incorpóreo río que resbala, corre, pasa. Aquí todo es discontinuo, todo empieza y todo acaba, es intermitente todo, como el vaivén de los días, que dejan paso a la noche para volver a empezar. La oración rompe el imperio intolerante del tiempo, abriendo entre el hombre y Dios un diálogo sin pausa desde el principio del mundo. Así lo ha expresado Lewis: «...Si nuestras plegarias son atendidas, son atendidas desde la creación del mundo. Ni Dios ni sus actos están el tiempo... Nuestras oraciones son oídas —no debe decir “han sido oídas” o introduce a Dios en el tiempo— no solo antes de pronunciarlas, sino incluso antes de haber sido creados nosotros mismos». ¡Ser oídos sin cansancio desde el comienzo del tiempo: he ahí el puro don que la oración nos regala!

JOSÉ LUIS DEL BARCO

I

COMPARTO POR COMPLETO la idea de que deberíamos volver a su antiguo plan de tener un tema más o menos fijo —un agendum— para nuestras cartas. La última vez que estuvimos separados, la correspondencia decayó por carecer de él. Cuánto mejor lo hacíamos en nuestros días estudiantiles con aquellas interminables cartas sobre la República, los metros clásicos y lo que entonces era la «nueva» psicología. Nada mejor que un desacuerdo para que el amigo ausente se nos haga presente.

La oración, que es el tema que usted sugiere, es un asunto que me preocupa sobremanera. Me refiero a la oración privada. Si está pensando en la oración colectiva, entonces yo no participo. No hay ningún asunto en el mundo, a excepción del deporte, sobre el que tenga menos que decir que sobre liturgia; y lo poco, casi nada, que tengo que decir se puede despachar muy bien en esta carta.

Considero que nuestro deber como seglares es recibir lo que nos ha sido dado y contentarnos con ello. Y entiendo que nos resultaría mucho más fácil si lo que nos ha sido dado fuera lo mismo siempre y en todo lugar.

A juzgar por sus hábitos, pocos pastores anglicanos tienen esta opinión. Parece como si creyeran que se puede inducir a la gente a ir a la iglesia recurriendo a animaciones, aligeramientos, alargamientos, abreviaciones, simplificaciones y complicaciones del culto. Probablemente sea cierto que un párroco nuevo y perspicaz pueda formar una minoría dentro de su parroquia que esté a favor de estas innovaciones. La mayoría, creo yo, no lo está nunca. Los que quedan —muchos dejan de ser practicantes— se limitan a aguantar.

¿Esto es así simplemente porque la mayoría está aferrada a la tradición? No lo creo. La mayoría tiene una buena razón para su conservadurismo. La novedad, como tal novedad, solo puede tener un valor de entretenimiento, y la mayoría no van a la iglesia para que se les entretenga. Van para usar el culto o, si lo prefiere, para ponerlo en práctica. Cualquier forma de culto es una estructura de actos y palabras mediante los cuales recibimos los sacramentos, o nos arrepentimos, o suplicamos, o adoramos. Y, además, el culto nos capacita para hacer todas esas cosas del mejor modo posible —o, si le gusta más, «surte efectos» mejores— cuando, gracias a una larga familiaridad, no tenemos que pensar en él. Mientras hay que concentrar la atención y contar los pasos, no se está bailando, sino tan solo aprendiendo a bailar. Un buen zapato es aquel que no se nota. La buena lectura resulta posible cuando no es necesario pensar conscientemente en los ojos, la luz, la impresión o la ortografía. El servicio religioso perfecto sería aquel del que apenas nos percatáramos, aquel en que toda nuestra atención estuviera en Dios.

Todo esto lo impide la novedad. La novedad fija nuestra atención en el culto mismo, y pensar acerca de la adoración es algo distinto de adorar. La pregunta esencial sobre el Grial fue esta: «¿Para qué sirve? Es loca idolatría que engrandece más el culto que al dios».

Pero todavía puede ocurrir algo peor. La novedad puede hacer que nuestra atención no se centre en el culto, sino en el celebrante. Ya sabe lo que quiero decir. Si trata de evitarlo, la pregunta «¿qué diantres se propone ahora?» le incordiará. Eso destroza la devoción que uno tenga. Verdaderamente se puede disculpar hasta cierto punto al hombre que dijo: «Me gustaría que recordaran que la tarea encomendada a Pedro fue: “apacienta mis ovejas”, no “haz experimentos con mis ratas”, ni tampoco “enseña nuevos trucos a mis perros amaestrados”».

Así pues, mi postura acerca de la liturgia queda reducida realmente a una súplica en favor de la estabilidad y la uniformidad. Yo puedo practicar cualquier tipo de culto con la única condición de que se esté quieto. Pero si las fórmulas me son arrebatadas en el preciso momento en que comienzo a familiarizarme con ellas, entonces no puedo hacer jamás el menor progreso en la ceremonia del culto. No me da la oportunidad de adquirir un hábito entrenado, habito dell’ arte.

Bien puede ser que algunas variaciones, que a mí me parecen meramente cuestión de gusto, entrañen en realidad importantes diferencias doctrinales. Pero, ¿no ocurrirá lo mismo con todas? Si las diferencias doctrinales importantes son realmente tan numerosas como las variaciones en la práctica, tendremos que concluir que la Iglesia de Inglaterra no existe. De todos modos, la Agitación Litúrgica no es un fenómeno exclusivamente anglicano. Según he oído, los católicos se quejan también de ella.

Esto me devuelve al punto de partida. Nuestra tarea, como laicos, es sencillamente continuar con firmeza y contentarnos con eso. Toda tendencia o preferencia apasionada por un tipo de culto debe ser considerada simplemente como una tentación. Las feligresías partisanas son mi bête noire. Haremos una labor muy útil si las evitamos. Los pastores se van, «cada uno a su ocupación», y desaparecen por diversos puntos del horizonte. Si las ovejas se arraciman pacientemente y siguen balando, ¿no podría ocurrir que finalmente hagan volver a los pastores? (¿No se han conseguido a veces las victorias inglesas gracias a la tropa y a pesar de los generales?).

En lo tocante a las palabras del culto —la liturgia en el sentido más propio—, la cuestión es diferente. Si existe una liturgia vernácula, debe ser una liturgia cambiante, de otro modo será vernácula solo de nombre. El ideal del «inglés eterno» es un puro sinsentido. Ninguna lengua viva puede ser eterna. También se podría pedir un río inmóvil.

Creo que, a ser posible, sería mejor que los cambios necesarios se hicieran gradualmente y de modo imperceptible (para la mayoría de la gente). Aquí un poco, allí otro poco. En un siglo cambiar una palabra en desuso, como los cambios graduales de ortografía en las sucesivas ediciones de Shakespeare. Tal como están las cosas, tenemos que adaptarnos, si podemos reconciliar asimismo al gobierno, a un nuevo Libro de Oraciones.

Si estuviéramos en condiciones —yo doy gracias a mi buena estrella por no estarlo— de aconsejar a sus autores, ¿no tendríamos que darles algún consejo? El mío difícilmente podría ir más allá de ciertas precauciones inútiles: «Tened cuidado. Es muy fácil romper los huevos sin hacer la tortilla».

La liturgia es ya uno de los pocos elementos de unidad que queda en nuestra Iglesia, terriblemente dividida. El bien que se vaya a hacer mediante enmiendas debe ser muy grande y muy seguro antes de desechar lo anterior. ¿Puede imaginarse un nuevo Libro de Oraciones que no vaya a ser origen de un nuevo cisma?

La mayoría de los que insisten en una revisión desean, al parecer, que sirva para dos propósitos: modernizar el lenguaje para hacerlo más inteligible, y avanzar en el progreso doctrinal. ¿Se han de llevar a cabo las dos operaciones —cada una ardua y peligrosa— al mismo tiempo? ¿Sobrevivirá el paciente? ¿Cuáles son las doctrinas sobre las que hay acuerdo para incorporarlas al nuevo Libro de Oraciones y cuánto tiempo durará el acuerdo al respecto? Me hago estas preguntas con ansiedad porque el otro día, leí a alguien que parecía desear que todo lo que en la viejo Libro de Oraciones fuera inconsecuente con el pensamiento de Freud debería ser suprimido.

¿A quiénes vamos a complacer revisando el lenguaje? Un párroco rural conocido mío preguntó a su sacristán por el significado de la palabra indiferentemente en la frase «administrar justicia leal e indiferentemente». El sacristán respondió: «No hacer distinción entre un tipo y otro». «¿Y que significaría la frase si dijera imparcialmente?», preguntó el párroco. «No lo sé, nunca he oído esa palabra», respondió el sacristán. Como puede ver, aquí nos hallamos ante un cambio que pretende hacer las cosas más sencillas. Sin embargo, no lo consigue, ni en el caso de las personas cultas, que ya entendían lo que significaba indiferentemente, ni en el de los totalmente incultos, que no entienden el significado de imparcialmente. El cambio ayuda solo a cierta zona intermedia de la congregación que posiblemente no sea la mayoría. Esperemos que los revisionistas se preparen para la obra haciendo un prolongado estudio empírico del habla popular tal como es de hecho, no como a priori suponemos que es. ¿Cuántos eruditos saben (se trata de algo que yo descubrí de forma casual) que cuando las personas incultas dicen impersonal quieren decir, a veces, incorpóreo?

¡Qué de expresiones arcaicas no son, sin embargo, ininteligibles! («Sed animosos»). Me parece que la gente reacciona ante el arcaísmo de muy diversa manera. A unos les provoca hostilidad: convierte en irreal lo que se dice. Para otros, no necesariamente los más instruidos, es muy numinoso y una auténtica ayuda para la devoción. No podemos complacerlos a ambos.

Entiendo que debe haber un cambio. Pero ¿es este el momento? Se me ocurren dos signos para saber cuándo ha llegado el momento oportuno. Uno sería la unidad entre todos nosotros, lo cual permitiría a la Iglesia —no a algún grupo transitoriamente triunfante— hablar con una voz unida a través de la nueva obra. El otro sería la presencia manifiesta, en algún lugar de la Iglesia, del talento específicamente literario que se requiere para componer una buena oración. La prosa tiene que ser no solo muy buena, sino muy buena en un sentido muy especial, para hacer frente a la lectura reiterada en voz alta. Cranmer puede tener defectos como teólogo, pero, como estilista, puede aventajar a todos los modernos y a muchos de sus predecesores. En este momento no aprecio ninguno de esos signos.

Sin embargo, todos queremos hacer «reparaciones». Yo mismo vería con alegría que se eliminaran del ofertorio las palabras: «¡Que tu luz brille sobre los hombres!». En ese contexto suenan como una exhortación a dar limosna para que sea visto por los hombres.

Quisiera continuar la carta ocupándome de lo que dice usted acerca de las cartas de Rose Macaulay, pero deberá esperar hasta la próxima semana.

II

NO PUEDO ENTENDER por qué dice usted que mi punto de vista sobre el culto religioso está «centrado en el hombre» e interesado sobremanera en la «mera edificación». ¿Se infiere eso de algo que yo haya dicho? Actualmente mis ideas sobre el sacramento serían llamadas, probablemente, «mágicas» por buena parte de los teólogos modernos. ¿Es seguro que, cuanto más plenamente se cree que tiene lugar un acontecimiento estrictamente sobrenatural, menos importancia hay que atribuir al vestido, los gestos y la posición del sacerdote?

Estoy de acuerdo con usted en que el sacerdote no está solo para edificar a los hombres, sino también para dar gloria a Dios, y ¿cómo puede un hombre glorificar a Dios poniendo obstáculos en el camino de los demás hombres? Especialmente cuando el más leve elemento del «deseo clerical de ser el mejor» —debo esta frase a un clérigo— recalca alguna de sus excentricidades. Qué cierto es el pasaje de la Imitación en que se dice al celebrante: «Mira no tu propia devoción, sino la edificación de tu grey». He olvidado cómo es en latín.

Ahora me referiré a las Cartas de Rose Macaulay. Como a usted, a mí también me dejó perplejo su búsqueda incesante de más y más oraciones. Si las coleccionara meramente como objets d’art, puedo entenderlo. Sería una coleccionista nata. Pero tengo la impresión de que las colecciona para utilizarlas; de que toda su vida de oración depende de lo que se podría llamar oraciones «ya hechas», o sea, oraciones escritas por otras personas.

montañas.

Hay mucho que decir contra la devoción a los santos; pero al menos continúan recordándonos que somos muy pequeños comparados con ellos. ¡Cuánto más pequeños no seremos delante de su Maestro!

Unas pocas oraciones convencionales, ya hechas, me sirven como remedio para la —llamémosle así— desfachatez. Hacen que perdure un extremo de la paradoja. Solo un extremo, por supuesto. Sería mejor no ser reverente, que tener un tipo de reverencia que negara la proximidad.