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PRESENTACIÓN

PECARÍA DE PETULANCIA si a estas alturas, cuando el mismísimo cine ha difundido los pormenores de su vida portentosa, pretendiera descubrir la grandeza literaria, filosófica y personal de C. S. Lewis. El inmenso, profundo y espejeante océano de su obra fue surcado hace tiempo por navegantes ansiosos de verdad y belleza: la belleza de unas palabras bien dichas y la verdad de unos pensamientos bien meditados. ¿Podré añadir algo a tanto y tanto como se ha escrito sobre él o habré de seguir la estela sin rastro de los caminos del mar? Su conversión, un dorado día de septiembre tras amena conversación con Hugo Dyson y J. R. R. Tolkien bajo los árboles rumorosos del Addison’s Walk, ha sido narrada con detalle por A. N. Wilson. Muy conocida es también su época de estudiante, su actividad académica, primero en Oxford, “ciudad de deleites y agujas de ensueño” (Matthew Arnold), y después en Cambridge, por cuyas estrechas callejuelas atestadas de historias uno cree ver todavía, absortos y meditabundos, a Newton, Harvey, Darwin o Milton. A sus lectores les resultan familiares todas las peripecias de su existencia fecunda: la infancia feliz en la verde Irlanda, los años de “Tutor” y “Fellow” en el Magdalen College, las clases de Literatura Medieval y Renacentista en Cambridge, el inmenso amor por su esposa, un amor arrebatado, profundo, duradero, sentido, bello; su muerte serena en su casa de Oxford. Su obra, traducida a numerosos idiomas, ha sido devorada con pasión en los últimos años. Son legión los lectores que engrosan día tras día las filas apretadas de la lewismanía. Sus libros ejercen una extraña atracción. Todo lo que tiene que ver con él se populariza de forma sorprendente.

Podría recrearme contando y cantando el prodigio de su amor inmenso, estrenado con cada nuevo amanecer, inmune al óxido de la rutina, capaz de vencer el “tiempo y la fosa” (Hölderlin). Lewis refutó con su vida que el amor sea pasajero y negó la necedad difundida a bombo y platillo por la literatura del corazón de que los sentimientos sean humo y el amor se acabe. Creía que el único adjetivo a la altura del amor, el único capaz de hacerle sombra, era “eterno”. Puso todo su empeño en querer amar y estaba convencido de que la fuente del amor no agoniza cuando brota del venero inextinguible que “mana y corre”. Sentía aversión por los amores a plazos, extendidos en letras que vencen a treinta, sesenta y noventa. Pensaba que todo “te quiero” es un clamor silencioso por un “para siempre”. “Estar enamorado, dice Lewis, entraña la convicción casi irresistible de que se seguirá enamorado hasta la muerte, de que la posesión del amado no se limitará a proporcionar momentos de éxtasis, sino de felicidad estable, fructífera, hondamente enraizada y duradera”. Así es. El amor no se aviene muy bien con el olvido y le saben a poco los instantes, que alarga y alarga buscando eternizarse. De ahí que los enamorados prometan siempre amor eterno, firme, inquebrantable. Pero no quiero aburrir al lector repitiendo un capítulo de la vida de Lewis divulgado por la magia del cine. Me ocuparé de algo nuevo para mí y, seguramente, para muchos de sus lectores.

Voy a acercarme al escenario de su vida y su obra. Lo hago embargado de emoción y sobrecogido por un profundo estremecimiento. Quisiera “pintárselo” al lector como preámbulo conmovido a Dios en el banquillo. El paisaje que inspiró tantas páginas de Lewis es un zoco de maravillas: los angostos callejones de Oxford, que serpentean de aquí para allá como silenciosas besanas de piedra; sus soberbios edificios espiritados, cuyos sillares centenarios repiten el eco sonoro de la belleza y la sabiduría nacidas al abrigo de sus paredes pardas; las iglesias puntiagudas, empinadas hacia lo alto como nubes en busca del cielo; las hermosas y surtidas bibliotecas, la Bodleyana, la Radcliffe Camera, la del Duque Humfrey, las mudas veredas flanquedas por la floresta perfumada a orillas del Támesis; la frondosa campiña inglesa, verde y ondulada como un mar de tierra adentro, el plácido cielo enmarañado sobre el que luce un sol benigno que brinda al ponerse crepúsculos desgarrados; los vetustos Colleges góticos y Victorianos, el Merton, el Queen’s, el All Soul, el Jesus, el Magdalen, el St John’s, el Worcester, que rivalizan en belleza con los más vanguardistas y ultramodernos, como el St Catherine’s, una mole geométrica de hormigón y vidrio obra del arquitecto danés Arne Jacobsen. Y envolviéndolo todo, una atmósfera invisible, pero rotunda y plena, de acendrada vida intelectual, un aire cuajado de cavilaciones, notas y versos —aquí estudió el poeta romántico Percy Shelley—, de pensamientos audaces, de teorías científicas y filosóficas revolucionarias. En ese marco incomparable, que susurra al oído que “no hemos venido a esta tierra para vivir mejor o peor”, sino para «ascender en globo betanceiro al firmamento de la espiritualidad» (F. Arrabal), vivió Lewis, en él estudió, leyó, escribió y enseñó, en él amó, en él recibió el don de la fe y en él murió.

La poesía, dice William Wordsworth, es un «desbordamiento espontáneo de emociones intensas» que manan de seres excepcionales dotados de un «espíritu divino» capaz de evocar ideas y pasiones sin necesidad de excitación exterior. Los poetas son unos exagerados. Les encanta la hipérbole y la adulación narcisista, se creen de otra pasta y se consideran la aristocracia espiritual de la humanidad. Muchos de ellos piensan estar poseídos por una pasión incontrolable que dirige sus plumas en busca de palabras bellas y precisas. Sin comer ni beber ni dormir, de una tacada, escribió Rilke, según propia confesión, las Duinische Elegien. No entro a discutir ahora la jactancia del esteticismo, que llenó el siglo XIX de gallitos engolados. Solo sé que yo, necesitado de “excitación exterior”, he precisado ver de cerca el mundo de Lewis para entender mejor su obra, recorrer las calles por las que deambulaba las tardes apacibles, acercarme a la casa en que vivió y murió, visitar las ciudades en las que transcurrieron sus días de lecturas, escrituras y quehaceres domésticos, y revivir con la imaginación sus clases, que aún parecen retumbar en las aulas centenarias de la Universidad de Cambridge. ¡Cuánto me gustaría que el conocimiento directo del escenario de su obra, la familiaridad, el apego, la intimidad y la querencia logrados con la cercanía, aguzara mis sentidos y afinara mi inteligencia para percibir la riqueza de su pensamiento y percatarme de los detalles apuntados, las alusiones sugeridas, las insinuaciones a medias palabras, las indirectas y tantos y tantos pormenores dados como puntadas finas por su pluma penetrante!

Cuando traduje El diablo propone un brindis (Rialp, Madrid, 1993), me sorprendió ver cómo destacaban entre las demás ideas el bien, la verdad y la belleza, cuyo perfil majestuoso aparecía una y otra vez al hilo de la argumentación. Eso me hizo pensar que acaso fueran la verdadera trama de la obra. El problema del dolor (Rialp, Madrid, 1994) fue una experiencia intelectual hermosa que me permitió saborear y entender el sentido del dolor, un fenómeno intrincado donde los haya sobre el que el hombre ha vuelto ininterrumpidamente con fortuna desigual. Dios en el banquillo se parece y se distingue de las dos. Como ambas, es picuda, sutil, afilada y fina. Expresa lo difícil con claridad de mediodía. La sencillez, que es la conquista más difícil, no atenúa el rigor del pensamiento, que Lewis mantiene a rajatabla coexistiendo en buena armonía con la precisión y la transparencia. Lewis habla siempre a las claras y sin disimulos. Sus palabras son claros de luna, cuya luz baña el paisaje del pensamiento. Dios en el banquillo es, como las anteriores, una obra arrojada y valiente que no se arruga ante los problemas. Ni lo escabroso ni lo peliagudo ni lo engorroso la arredran.

Dios en el banquillo es única en muchos aspectos. Nada la distingue más, seguramente, que su juiciosa doctrina moral. «Si hay un libro capaz de librarnos de los excesos de locura y maldad, es éste». Estas palabras de Walter Hooper sobre The Abolition of Man valen también para Dios en el Banquillo, cuya razonada defensa de la Ley Natural y la moralidad está llena de sano juicio y buen sentido.

Hoy abundan las éticas. Las hay para todos los gustos: formales, materiales, indoloras, deontológicas, utilitarias, ecológicas, ecuménicas, aldeanas, de consenso y de lucha, de la sociedad civil, para la paz nuclear y hasta para náufragos. Pero la mayoría monta sus máximas al aire. Son como hojas arrancadas de la rama, sin savia ni vitalidad ni vida, que el viento arrastra y el sol amarillea. Les falta apoyo, soporte y fundamento. No son más que moralina con una función emoliente parecida a la de las cataplasmas: se aplican cuando duele y después se tiran. La de Lewis no es así. Lewis sabe lo que se trae entre manos. Conoce muy bien que el hombre es un poeta inveterado, hermoseador del mundo, grande, espléndido, extraordinario, magnífico. «El hombre mira el cielo estrellado, el mono no». Su imaginación crea lo sublime como por arte de magia, convirtiendo la cantidad en cualidad. Es imagen de Dios.

El hombre, vate empedernido, es ante todo poeta de sí mismo: esculpe su figura interior obrando. Con el fino escalpelo de la acción labra su personalidad y la moldea. Si gorronea se hace gorrón; si disimula, ladino; si da, desprendido; si ora, devoto, y si pinta y pinta aprende a ver. La ética no es importante como un adorno, sino porque, al obrar, el hombre se la juega. No es ni moralina ni una estrategia de acción ni un clavo ardiendo al que agarrarse en caso de apuro, sino el modo humano de estar en el tiempo. De ahí la estrecha conexión que mantiene con la vida. Su misión consiste en ayudarla a crecer y a que no se malogre. Abarca, en suma, todas las dimensiones del ser humano, que se vuelve ininteligible sin ella.

Pocas éticas dan la talla y casi ninguna está a la altura del afán por ascender. El utilitarismo es de las más lerdas. La “maximización de la felicidad” se halla a años luz de la aspiración humana al crecimiento. Quien busca la felicidad universal como sea termina encanallándose. Llenar de dicha la tierra a cualquier precio embota la sensibilidad moral. “El fin justifica los medios” frena en seco el estirón moral del hombre. Cuando vale todo —la mentira, la traición, la indecencia— el ser humano se encoge y acoquina por dentro. La existencia entera se queda sin el lujazo exuberante de la grandeza moral. Una cosa es buena, dice el utilitarista, si ayuda a alcanzar la felicidad. Mala es si impide conseguirla. Su único problema consiste en determinar cuánto gozo acarrean las acciones. Al cristiano, mucho más exigente, no le basta con eso. Las malas acciones le parecen reprobables aunque le ofrezcan ventajas. «No podemos hacer el mal aunque incremente la felicidad de la mayoría. Es injusto».

El cálculo utilitario, un vaho espeso sobre la planicie moral, empaña la pureza ética y desdibuja sus contornos. Hace falta brisa fresca para orear el ambiente. Eso es la moral cristiana: una bocanada de aire puro. Hasta los no cristianos lo reconocen. «Cuando disputo con personas que no admiten a Dios, dice Lewis, descubro que insisten en decir que están completamente a favor de la enseñanza moral del cristianismo. Parece haber un acuerdo general acerca de que en la enseñanza de este Hombre y de Sus inmediatos seguidores la moral se manifiesta en su forma mejor y más pura. No es idealismo sentimental, sino plenitud de sabiduría y de prudencia. Es realista en su conjunto, pura en su más alto grado, el producto de un hombre sensato. Es algo extraordinario».

Pero la ética no basta. Al hombre, llamado a participar de la vida divina, se le queda corta. El hombre, como entrevió el inspirado Rilke, está más allá del fin. Nada humano lo llena. Su alma es una flecha lanzada al infinito. Solo el agua de «aquella eterna fuente» calma la sed humana. Los anhelos de los hombres vuelan hacia el manantial sin origen —«su origen no lo sé pues no lo tiene/mas sé que todo origen de ella viene»— en pos de una fontana de corrientes caudalosas, cuya «claridad nunca es oscurecida y toda luz de ella es venida». La moral no da para tanto. «La mera moralidad, dice Lewis, no es el fin de la vida. Hemos sido hechos para algo distinto de eso. La gente que sigue preguntándose si no puede llevar una «vida decente» sin Cristo no sabe de qué va la vida. Si lo supiera, sabría que una «vida decente» es mera tramoya comparada con aquello para lo que los hombres hemos sido realmente hechos. La moralidad es indispensable. Pero la Vida Divina, que se entrega a nosotros y nos invita a ser dioses, quiere para nosotros algo en lo que la moralidad pueda ser devorada. Tenemos que ser hechos de nuevo... La idea de lograr «una vida buena» sin Cristo descansa en un doble error. El primero es que no podemos. El segundo consiste en que, al fijar la «vida buena» como meta final, perdemos de vista lo verdaderamente importante de la existencia. La moralidad es una montaña que no podemos escalar con nuestro propio esfuerzo. Y si pudiéramos, pereceríamos en el hielo y en el aire irrespirable de la cumbre, pues nos faltarían las alas con las que completar el resto del viaje. Pues a partir de ahí comienza la verdadera ascensión”.

JOSÉ LUIS DEL BARCO

Oxford, agosto 1995.