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I

UNO

YO YA SOY VIEJA y no me queda mucho que temer de la ira de los dioses. No tengo esposo ni hijos, y apenas un amigo del que servirse para hacerme daño. Con mi cuerpo, esa escuálida carroña que aún hay que lavar, alimentar y mudar a diario tantas veces, pueden acabar cuando quieran. La sucesión está garantizada. Mi corona pasará a mi sobrino.

Por estos motivos, libre de temor, voy a escribir en este libro lo que nadie que posea la felicidad se atrevería a escribir. Acusaré a los dioses, sobre todo al dios que habita en la Montaña Gris. Es decir, contaré desde el principio cuanto ha hecho conmigo, como si presentara una denuncia ante un juez. Pero entre dioses y hombres no existen jueces, y el dios de la Montaña no la contestará. La violencia y las plagas no son contestación. Escribo en griego, como me enseñó mi maestro. Puede que algún día un viajero procedente de tierras griegas vuelva a alojarse en palacio y lea el libro. Entonces se lo contará a los griegos, entre quienes reina la libertad de expresión también para hablar de los dioses. Quizá sus sabios sepan si mi denuncia es justa o si el dios podría haberse defendido en caso de haberla contestado.

Yo fui Orual, la hija mayor de Trom, rey de Gloma. Para el viajero que viene del sudeste, la ciudad de Gloma se encuentra en la orilla izquierda del río Shennit, a no más de un día de viaje desde Ringal, la última ciudad al sur del territorio de Gloma. Una mujer puede recorrer en la cuarta parte de una hora la distancia que media entre la ciudad y el río, porque en primavera el Shennit se desborda. Por eso en verano estaba rodeado de barro seco y de juncos, y plagado de aves acuáticas. Del otro lado, a la misma distancia que separa el vado del Shennit de la ciudad, se encuentra la morada sagrada de Ungit. Y, pasada la morada de Ungit (siempre en dirección nordeste), enseguida se llega a la ladera de la Montaña Gris. El dios de la Montaña Gris, que me detesta, es hijo de Ungit. No obstante, no vive en la morada de Ungit, donde solo habita ella. En el recoveco más escondido de su morada, ocupado por Ungit, reina tanta oscuridad que apenas se la puede ver; en verano, sin embargo, por los respiradores del tejado entra luz suficiente para vislumbrarla. Esa piedra negra sin cabeza, sin manos y sin rostro, es una diosa muy poderosa. Mi anciano maestro, a quien llamábamos el Zorro, decía que era la misma que los griegos conocen como Afrodita. Pero yo escribo en mi propio idioma, empleando nuestros nombres de personas y lugares.

Empezaré a partir del día de la muerte de mi madre en el que, como dictan los usos, me cortaron el pelo. El Zorro —que por entonces aún no estaba con nosotros— decía que es una costumbre tomada de los griegos. Mi aya Batta nos sacó del palacio a mí y a mi hermana Redival y nos llevó al final del jardín que sube en pendiente hasta la colina que queda detrás. Redival tenía tres años menos que yo; aún éramos las dos únicas hijas. Mientras Batta empleaba las tijeras, estábamos rodeadas de esclavas que, de vez en cuando, lloraban la muerte de la reina y se golpeaban el pecho; y, entre una cosa y otra, comían nueces y bromeaban. Cuando los tijeretazos hicieron caer al suelo los rizos de Redival, las esclavas dijeron: «¡Qué lástima! ¡Cuánto oro echado a perder!». No dijeron nada parecido cuando me cortaron el pelo a mí. Pero lo que mejor recuerdo es el frío en la cabeza y el calor del sol en la nuca mientras Redival y yo pasábamos aquella tarde de verano construyendo casitas de barro.

Nuestra aya Batta era una mujer corpulenta, rubia y de manos curtidas, comprada por mi padre a unos comerciantes que la trajeron del norte. Cuando la hacíamos enfadar, solía decirnos: «Esperad a que vuestro padre os traiga a casa a otra reina y se convierta en vuestra madrastra. Entonces las cosas cambiarán. Comeréis queso duro en lugar de tortas de miel y leche sin nata en vez de vino tinto. Ya veréis».

Pero los acontecimientos nos trajeron otra cosa antes que una madrastra. Ese día cayó una intensa helada. Redival y yo nos pusimos las botas (casi siempre íbamos descalzas o en sandalias) e intentamos patinar en el patio que hay detrás del ala más antigua del palacio, donde los muros son de madera. Aunque el camino que va de la puerta del establo de las vacas al estercolero, salpicado de leche derramada, charcos y orines, estaba helado, era demasiado irregular para patinar.

Entonces apareció Batta, con la nariz roja por el frío, y gritó:

—¡Daos prisa! Ay, qué sucias estáis... Venid aquí y limpiaos antes de presentaros ante el rey. Vais a ver quién os espera allí. ¡Juro que os va a cambiar la vida!

—¿Es la madrastra? —preguntó Redival.

—¡Peor que eso, mucho peor! Ya veréis... —dijo Batta mientras sacaba brillo al rostro de Redival con la punta de su mandil—. Un montón de azotainas y de tirones de orejas, y mucho trabajo para las dos.

Luego nos hicieron cruzar al ala nueva del palacio, construida con ladrillos de colores, donde estaban los guardias con sus armaduras, y pieles y cabezas de animales colgadas de las paredes. Mi padre se encontraba de pie, junto al fuego, en la Sala de las Columnas; frente a él había tres hombres vestidos con ropa de viaje a quienes conocíamos bien: eran comerciantes que visitaban Gloma tres veces al año. Estaban guardando sus balanzas, por lo que dedujimos que les acababan de pagar, y uno de ellos recogía unos grilletes, por lo que dedujimos que debían de haber vendido un esclavo a nuestro padre. Delante de ellos había un hombre rechoncho y de baja estatura, y dedujimos que debía de ser el hombre que habían vendido, pues en sus piernas aún se podían ver las heridas en los sitios que habían ocupado los hierros. No obstante, no se parecía a ningún esclavo de los que habíamos visto hasta entonces. Le brillaban mucho los ojos y su cabello y su barba, donde no griseaban, eran rojos.

—Tú, griegucho —le dijo mi padre—, algún día espero engendrar un hijo y tengo intención de que aprenda todo lo que sabe tu pueblo. Mientras tanto, practica con ellas —y nos señaló a las dos—. Si hay alguien capaz de enseñar a una niña, será capaz de enseñar cualquier cosa.

Y, antes de despedirnos, añadió:

—Sobre todo a la mayor. A ver si puedes conseguir que aprenda; es probable que valga para poco más.

Aunque no le entendí, hasta donde alcanzaban mis recuerdos eso era más o menos lo que había oído decir a la gente de mí.

Quería al Zorro, como le llamaba mi padre, más que a ninguna otra persona que hubiera conocido jamás. Se podría pensar que alguien que, antes de ser capturado en la guerra y vendido a unos bárbaros, había sido un hombre libre en tierras griegas estaría desconsolado. Y así era a veces, probablemente más a menudo de lo que yo, en mi inocencia, imaginaba. Pero nunca le oí quejarse; y nunca le oí alardear (como hacía el resto de los esclavos extranjeros) del hombre ilustre que había sido en su país. Disponía de toda clase de máximas con las que infundirse aliento: «Nadie puede vivir en el exilio si recuerda que el mundo entero es una sola ciudad»; y «cualquier cosa es tan buena o tan mala como a ti te parezca». Pero creo que lo que realmente lo mantenía con ánimo era su curiosidad. Jamás he conocido a nadie que hiciera tantas preguntas. Quería saberlo todo acerca de nuestro país, nuestro idioma, nuestros antepasados y nuestros dioses, e incluso de nuestras plantas y flores.

Así fue como le conté todo sobre Ungit, sobre las muchachas encerradas en su morada y los regalos que tienen que hacerle las novias, y cómo a veces, cuando viene un mal año, degollamos a alguien y derramamos su sangre sobre ella. Al decir esto, el Zorro se estremeció y susurró algo para sí.

—Sí, no cabe duda de que se trata de Afrodita —dijo al rato—, aunque se parece más a la babilonia que a la griega. Ven, te voy a contar la historia de nuestra Afrodita.

Y, en un tono de voz más grave y rítmico, contó que, una vez, su Afrodita se enamoró del príncipe Anquises cuando este cuidaba el rebaño de su padre en la ladera de un monte llamado Ida. Y, mientras bajaba las laderas cubiertas de hierba hacia su refugio de pastor, fueron rodeándola, como perrillos fieles, leones, linces, osos y toda clase de animales, que luego se apartaron de ella en parejas para gozar del amor. Afrodita ocultó su gloria y se hizo igual que cualquier mujer mortal; se acercó a Anquises, lo sedujo y yacieron juntos. Creo que el Zorro tenía intención de detenerse ahí, pero, fascinado por el relato, siguió contando lo que ocurrió a continuación: cómo Anquises se despertó y vio a Afrodita de pie, en la puerta del refugio, esta vez no como mortal, sino en todo su esplendor. Entonces supo que había yacido con una diosa, se tapó los ojos y gritó: «¡Mátame aquí mismo!».

—En realidad esto no ha ocurrido nunca —se apresuró a decir el Zorro—. No son más que mentiras de poetas, pequeña; mentiras de poetas... Nada que ver con la naturaleza.

Pero lo que había dicho me bastó para comprender que, si la diosa de Grecia era más hermosa que la de Gloma, ambas eran igual de terribles.

Con el Zorro siempre sucedía lo mismo: le avergonzaba su afición a la poesía («no son más que disparates, pequeña») y yo tenía que poner mucho empeño en la lectura y la redacción, y en lo que el Zorro llamaba filosofía, para sacarle un poema. Y así, poco a poco, fue enseñándome muchos. Virtud, que el hombre busca con esfuerzo y afán era uno de los que más elogiaba, aunque a mí nunca logró engañarme: su voz adquiría más cadencia y sus ojos más brillo cuando entonábamos Llévame a la tierra fértil en manzanas, o bien

 

Se fue la luna

y yo yazco sola.

 

Esta última siempre la cantaba con ternura y como si se compadeciera de mí. Se llevaba mejor conmigo que con Redival, que odiaba estudiar y se reía de él y le incordiaba, incitando a los demás esclavos a gastarle bromas.

En verano solíamos trabajar sentados en una zona de hierba que había detrás de los perales, y fue allí donde el rey nos encontró un día. Naturalmente, todos nos levantamos: dos niñas y un esclavo con los ojos fijos en el suelo y las manos cruzadas sobre el pecho. El rey, dando una fuerte palmada al Zorro en la espalda, le dijo:

—¡Ánimo, Zorro! Vas a tener un príncipe con el que trabajar, loados sean los dioses. Y agradéceselo tú también, Zorro, porque no puede haber muchos grieguchos como tú que hayan tenido la suerte de dar órdenes al nieto de un rey tan ilustre como mi futuro suegro. Aunque no creo que sepas nada de esto ni te importe más que a un asno. Allí abajo, en tierras griegas, sois todos vendedores y charlatanes ¿no es así?

—¿No comparten todos los hombres la misma sangre, Señor? —dijo el Zorro.

—¿La misma sangre? —dijo el rey abriendo los ojos y lanzando una fuerte risotada—. No me gustaría creer tal cosa.

Al final, pues, fue el propio rey y no Batta el primero en decirnos que la madrastra estaba al caer. Mi padre iba a hacer un buen matrimonio. Iba a casarse con la tercera hija del rey de Cafad, el más importante de esta parte del mundo. (Ahora sé por qué Cafad deseaba una alianza con un reino tan pobre como el nuestro y me pregunto cómo mi padre no vio que por entonces su suegro era un hombre acabado. Ese matrimonio daba prueba de ello).

No pudieron pasar muchas semanas antes de que se celebrara el matrimonio, pero, en mi recuerdo, fue como si los preparativos duraran casi un año. Todo el enladrillado que rodeaba la puerta principal se pintó de escarlata y trajeron tapices nuevos para la Sala de las Columnas, y un inmenso lecho real que costó al rey más de lo que era razonable gastar. Estaba hecho de una madera oriental que, según se decía, tenía la virtud de lograr que cuatro de cada cinco hijos concebidos en él fuesen varones («tonterías, pequeña», decía el Zorro, «ahí solo intervienen causas naturales»). Y, a medida que se acercaba el día, no hacían otra cosa que traer animales y sacrificarlos —todo el patio apestaba a sus pieles—, hornear y preparar comida. No obstante, a las niñas no nos quedó mucho tiempo para ir de habitación en habitación fisgando e incordiando, porque de pronto el rey se empeñó en que Redival, yo y otras doce muchachas, hijas de la nobleza, cantáramos el himno nupcial. Y nada menos que un himno griego, algo que ninguno de los reyes vecinos podría haber ofrecido.

—Pero, Señor... —dijo el Zorro, casi con lágrimas en los ojos.

—Enséñales, Zorro, enséñales —rugió mi padre—. ¿De qué me vale gastar buena comida y buena bebida para llenar ese barrigón griego si ni siquiera consigo de ti una canción griega para mi noche de bodas? ¿Qué pasa? Nadie te está pidiendo que les enseñes griego. Por supuesto que no entenderán lo que están cantando, pero harán ruido. ¡Ponte a ello, o tu espalda acabará más roja de lo que ha sido nunca tu barba!

Era un plan descabellado. Pasado el tiempo, el Zorro me dijo que enseñar ese himno a unas bárbaras como nosotras volvió gris su último cabello rojo.

—Antes era un zorro —decía—; ahora soy un tejón.

Cuando habíamos hecho algunos progresos en nuestra tarea, el rey invitó al sacerdote de Ungit a escucharnos. El temor que me inspiraba aquel hombre era muy distinto del temor a mi padre. Creo que lo que me aterraba (en aquellos primeros tiempos) era el olor sagrado que le rodeaba: el olor del templo a sangre (en su mayor parte sangre de palomas, aunque también habían sacrificado a hombres), a grasa quemada, cabello chamuscado, vino e incienso rancio. El olor de Ungit. Quizá también me asustaran sus ropas y todas esas pieles de que estaban hechas, las vejigas secas y la enorme máscara en forma de cabeza de ave que colgaba sobre su pecho. Era como si de su cuerpo estuviera naciendo un pájaro.

No entendió ni una palabra del himno ni la música, pero preguntó:

—¿Las jóvenes van a ir con velo o sin velo?

—¡Qué pregunta! —dijo el rey con una de sus grandes risotadas señalándome con el pulgar—. ¿Crees que quiero que mi reina se muera del susto? ¡Por supuesto que con velo! Y bien tupidos.

Una de las niñas soltó una risita nerviosa. Creo que fue la primera vez que entendí claramente lo fea que soy.

Mi temor a la madrastra creció aún más. Pensé que mi fealdad la haría ser más cruel conmigo que con Redival. Lo que me asustaba no era solo lo que Batta me había contado: yo también había oído miles de relatos de madrastras. Y, cuando se hizo de noche y nos reunimos todos en el pórtico con columnas, casi cegadas por las antorchas y poniendo todo nuestro empeño en cantar el himno como nos había enseñado el Zorro —que fruncía el ceño, sonreía o asentía mientras nosotras cantábamos, y en una ocasión alzó las manos horrorizado—, en mi mente danzaban las imágenes de lo que habían sufrido las niñas de esos relatos. Entonces llegaron gritos de fuera y más antorchas, y al cabo de un momento bajaron a la novia del carruaje. Su velo era tan tupido como el nuestro y lo único que pude ver fue lo pequeña que era; parecía que llevaban en brazos a una niña. Lo cual no apaciguó mis temores: «lo pequeño es perverso», dice nuestro proverbio. Luego (sin dejar de cantar) la llevamos hasta la cámara nupcial y le quitamos el velo.

Ahora sé que el rostro que contemplé era hermoso, pero entonces no me lo pareció. Solo vi que estaba asustada, más asustada que yo: aterrada incluso. Eso me hizo ver a mi padre como debió de verlo ella un momento antes, cuando tuvo su primera imagen de él aguardando de pie en el pórtico para recibirla. Su frente, su boca, su barriga, su porte y su voz no eran de los que calmarían los temores de una niña.

Fuimos despojándola, capa tras capa, de todas sus galas, haciéndola aún más pequeña, y la dejamos allí temblando —un cuerpo blanco con los ojos abiertos clavados en el lecho del rey— después de salir de una en una. Habíamos cantado fatal.

DOS

POCO PUEDO CONTAR de la segunda esposa de mi padre, porque no sobrevivió a su primer año en Gloma. Se quedó encinta todo lo pronto que cabría esperar; el rey estaba eufórico y casi nunca se cruzaba con el Zorro sin hablarle del futuro príncipe. A partir de entonces, todos los meses ofrecía espléndidos sacrificios a Ungit. Ignoro cómo marchaban las cosas entre él y la reina, excepto por una ocasión en que, tras la llegada de unos mensajeros procedentes de Cafad, oí cómo el rey le decía:

—Empiezo a creer que no he elegido un buen mercado para mis ovejas, muchacha. Acabo de enterarme de que tu padre ha perdido dos ciudades... Tres, en realidad, por mucho que él intente adobar la cuestión. Habría sido de agradecer que me dijese que se estaba hundiendo antes de convencerme de subirme con él al barco.

(Mientras ellos paseaban por el jardín, yo había apoyado la cabeza en el alféizar de mi ventana después del baño para secarme el pelo). En cualquier caso, ella sentía mucha nostalgia y creo que nuestro invierno pudo más que su físico meridional. No tardó en perder color y adelgazar. Yo comprendí que no tenía nada que temer de ella. Al principio estaba más asustada que yo; y después, sin abandonar su timidez, se mostró cariñosa y más parecida a una hermana que a una madrastra.

Naturalmente, la noche del parto no se acostó nadie, porque —según dicen— el niño se habría negado a venir al mundo. Nos quedamos todos sentados en el gran vestíbulo que separa la Sala de las Columnas de la alcoba real bajo el resplandor rojizo de las antorchas natalicias. Las llamas oscilaban pavorosamente a punto de consumirse, pues todas las puertas deben estar abiertas: una puerta cerrada puede sellar el vientre de la madre. En medio del vestíbulo ardía un gran fuego. De hora en hora, el sacerdote de Ungit daba nueve vueltas en torno a él y arrojaba a las llamas lo que estaba prescrito. El rey, sentado en una silla, no se levantó en toda la noche; ni siquiera movió la cabeza. Yo me senté al lado del Zorro.

—Abuelo —susurré—, tengo mucho miedo.

—Hay que aprender a no temer nada que venga de la naturaleza, niña —me contestó él, también en un susurro.

Después de eso debí de quedarme dormida, porque lo siguiente que oí fueron los mismos gritos femeninos y los mismos golpes de pecho que el día de la muerte de mi madre. Mientras dormía todo había cambiado. Temblaba de frío. El fuego estaba extinguiéndose, la silla del rey vacía, la puerta de la alcoba cerrada y los espantosos gritos que salían de ella se habían detenido. También debían de haber ofrecido algún sacrificio, porque olía a matanza y había sangre en el suelo, y el sacerdote estaba limpiando su puñal sagrado. El sueño me tenía aturdida y me desperté con una idea absurda: entrar a ver a la reina. El Zorro me alcanzó antes de llegar a la puerta de la alcoba.

—Hija mía —dijo—, ahora no. ¿Te has vuelto loca? El rey...

En ese momento la puerta se abrió de golpe para dar paso a mi padre. Su rostro acabó de despertarme del todo: estaba pálido de ira. Yo sabía que, cuando enrojecía de rabia, aullaba y amenazaba, y poco se podía hacer; pero, cuando empalidecía, su ira era fatídica.

—Vino —dijo, sin alzar mucho la voz. Y eso también era mala señal.

Como suelen hacer cuando están asustados, los demás esclavos empujaron a un niño que era uno de los favoritos del rey. El muchacho, tan blanco como su señor y ataviado con sus mejores galas (mi padre llevaba muy bien vestidos a los esclavos más jóvenes), llegó corriendo con la jarra y la copa reales, resbaló en la sangre, se tambaleó y dejó caer ambas. Sin pensárselo dos veces, mi padre sacó su daga y se la clavó en el costado. El muchacho se desplomó sin vida rodeado de sangre y de vino, y su cuerpo chocó con la jarra, que salió rodando. El estrépito rompió el silencio. Hasta entonces nunca me había fijado en lo desigual que era el suelo. (Desde entonces he ordenado solarlo varias veces).

Durante un instante, mi padre clavó su mirada en la daga con expresión —a mi entender— estúpida. Luego se fue acercando lentamente al sacerdote.

—¿Y ahora qué tiene que decir Ungit de esto? —le preguntó, todavía sin alzar la voz—. Tendréis que devolverme lo que me debe. ¿Cuándo me vais a pagar mis reses?

Y, tras una pausa, añadió:

—Dime, profeta ¿qué pasaría si redujera a polvo a Ungit a martillazos y te atara a ti entre la piedra y el martillo?

Pero el sacerdote no tenía ningún miedo al rey.

—Ungit escucha siempre, mi rey; incluso ahora —dijo—. Y Ungit lo recuerda todo. Lo que has dicho basta para atraer la maldición sobre toda tu descendencia.

—¡Mi descendencia! —dijo el rey—. Mi descendencia, dices...

Aún no había alzado la voz, pero estaba empezando a temblar. El hielo de su ira se rompería en cualquier momento. El cadáver del niño atrajo su mirada.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó.

Entonces nos vio al Zorro y a mí. Su rostro enrojeció y de su pecho brotó al fin un rugido capaz de levantar el tejado.

—¡Niñas, niñas y más niñas! —bramó—. ¡Y ahora otra! ¿Cuándo acabará esto? ¿Acaso hay una plaga en el cielo y por eso los dioses me inundan de ellas? ¡Tú! ¡Tú...!

Me agarró del pelo, me zarandeó de un lado a otro y me lanzó lejos de él; caí al suelo hecha un ovillo. Hay veces en que hasta un niño sabe que es mejor no llorar. Cuando se disipó la oscuridad y recuperé la vista, mi padre tenía al Zorro cogido del cuello.

—Este viejo charlatán ya lleva demasiado tiempo comiendo de mi bolsillo — dijo—. Visto lo visto, más me valdría haberme comprado un perro. Pero no pienso seguir alimentando tu holgazanería. Que uno de vosotros se lo lleve mañana mismo a las minas. A estos viejos huesos bien se les puede sacar aún una semana de trabajo.

En el vestíbulo volvió a reinar un silencio mortal. De repente, el rey alzó los brazos, dio una patada en el suelo y gritó:

—¡Fuera de mi vista! ¿Qué estáis mirando? ¿Queréis que me enfade? ¡Largo! ¡Fuera de aquí! ¡No quiero veros! ¡A ninguno...!

Huimos del vestíbulo tan rápido como nos lo permitieron los dinteles de las puertas.

El Zorro y yo salimos por la puerta pequeña del huerto que da al oeste. Casi había amanecido y empezaba a lloviznar.

—Abuelo —dije entre sollozos—, tienes que irte enseguida. Ahora mismo, antes de que te lleven a las minas.

Él meneó la cabeza.

—Soy demasiado viejo para llegar muy lejos —repuso—. Y ya sabes qué hace el rey con los esclavos que se escapan...

—Pero... ¡las minas! Bueno, pues me iré contigo. Si nos cogen, diré que te obligué a marcharte. Casi habremos salido de Gloma en cuanto crucemos eso...

Y señalé la cima de la Montaña Gris, ahora oscura y enmarcada en un blanco amanecer que se vislumbraba en medio de una lluvia oblicua.

—¡Qué locura, hija mía!—, me dijo, acariciándome como a una niña pequeña—. Pensarían que te he robado para venderte. No, tengo que huir más lejos. Y tú me ayudarás. Río abajo... ya sabes, hay una plantita con manchas color púrpura en el tallo. Necesito sus raíces.

—¿Veneno?

—Bueno... No llores, pequeña, no llores. ¿No te he dicho muchas veces que, cuando el hombre tiene una buena razón para ello, acabar voluntariamente con la propia vida no está reñido con la naturaleza? Tenemos que ver la vida como...

—Dicen que los que se marchan de ese modo acaban revolcándose en el barro... allí abajo, en el infierno.

—¡Calla, calla! ¿También tú sigues pensando como los bárbaros? Cuando morimos nos disolvemos en nuestros elementos. ¿Acaso hemos de aceptar nacer y poner reparos a...?

—Está bien, está bien. Pero, abuelo ¿de verdad no crees nada de lo que dicen acerca de los dioses y de los de Allí Abajo? ¡Sí, ya veo que sí! Estás temblando...

—Para mi vergüenza... Es mi cuerpo el que tiembla. Y no tengo por qué permitirle que zarandee al dios que hay dentro de mí. ¿Acaso no he cargado ya lo suficiente con este cuerpo para que, al final, acabe dejándome en ridículo? No perdamos el tiempo...

—¡Escucha! —dije yo—. ¿Qué es eso?

Me hallaba en tal estado que cualquier ruido me espantaba.

—Caballos —dijo el Zorro, mirando a través del seto con los ojos entornados para protegerse de la lluvia—. Están llegando al portón. Parecen mensajeros de Fars. Y eso no calmará al Rey precisamente. ¿Tú...? ¡Por Zeus! Es demasiado tarde...

En ese momento oímos llamar desde dentro:

—¡Zorro! ¡Zorro! ¡El rey le llama a su presencia!

—Por mi propio pie o a rastras: ¿qué más da? —dijo el Zorro—. Adiós, hija mía.

Y me besó como lo hacen los griegos, en los ojos y en la cabeza. Aun así, le acompañé. Pensaba enfrentarme al rey, aunque todavía no sabía si para suplicarle, para insultarle o para acabar con él. Pero, al entrar en la Sala de las Columnas, vimos que estaba llena de extranjeros y el rey gritó desde la puerta abierta:

—¡Ven aquí, Zorro, tengo trabajo para ti!

Y, al verme a mí, dijo:

—¡Y tú, cara de vinagre, lárgate con las mujeres y no vengas a amargarnos a los hombres la bebida desde por la mañana!

Creo que nunca (hablando en términos puramente terrenales) he pasado tanto miedo como el resto de aquel día: ese miedo que te hace sentir un vacío entre el vientre y el pecho. No sabía si atreverme o no a hallar consuelo en las últimas palabras del rey, porque sonaron como si se hubiera esfumado su ira; pero bien podía volver a estallar de nuevo. Además, le había visto cometer crueldades no en un arrebato de cólera, sino movido por una especie de humor macabro, o porque recordaba haber jurado hacerlo cuando estaba enfadado. Ya había enviado a las minas a más de un anciano esclavo de palacio. Y no pude quedarme sola con mis miedos, porque enseguida llegó Batta a raparnos otra vez la cabeza a mí y a Redival como había hecho tras la muerte de mi madre, y a hacernos un excelente relato (sin dejar de chasquear la lengua) de cómo había muerto la reina en el parto, cosa que yo ya sabía porque había oído el duelo, y de cómo había sobrevivido la niña. Tomé asiento para el corte de pelo, pensando que, si el Zorro iba a morir en las minas, bien se merecía el sacrificio de mi cabello, el cual —lacio, apagado y ralo— fue a caer al suelo junto a los dorados rizos de Redival.

Por la tarde vino el Zorro a decirme que lo de las minas quedaba olvidado... por el momento. Lo que tantas veces había causado mi enojo esta vez se convirtió en nuestra salvación. Últimamente, cada vez con más frecuencia, el rey nos quitaba al Zorro para que trabajara con él en la Sala de las Columnas; había empezado a darse cuenta de que era capaz de hacer cálculos, de leer, redactar cartas (al principio solo en griego, pero después también en nuestra lengua) y dar consejo mejor que cualquier otro habitante de Gloma. Ese día el Zorro le había mostrado cómo cerrar un trato con el rey de Fars de un modo más favorable de lo que al rey jamás se le hubiera ocurrido. El Zorro era un griego auténtico; allí donde mi padre solo era capaz de responder con un sí o un no a algún rey vecino o a un noble peligroso, él sabía dorar hábilmente el sí y suavizar el no hasta que pasara como el vino. Podía hacer que tu enemigo más débil pensara que eras su mejor amigo y que el más fuerte te creyera el doble de fuerte de lo que eras en realidad. Era demasiado útil para enviarlo a las minas.

Al tercer día incineraron a la reina y mi padre llamó a la niña Istra.

—Un bonito nombre —dijo el Zorro—, un nombre precioso. Y tú ya sabes lo suficiente para decirme cómo se llamaría en griego.

—Psique, abuelo —repuse yo.

Los recién nacidos no eran algo poco habitual en palacio, donde proliferaban los hijos de los esclavos y los bastardos de mi padre. Algunas veces mi padre decía:

—¡Canallas lujuriosos! Cualquiera diría que esta es la casa de Ungit, no la mía.

Y amenazaba con ahogar a una docena como si se tratara de cachorros ciegos. Pero en el fondo tenía una excelente opinión de todo esclavo capaz de dejar encinta a la mitad de las doncellas de la zona, sobre todo si alumbraban a un varón. A la mayoría de las niñas, a menos que le interesaran a él, las vendía en cuanto crecían; a algunas las entregaban a la casa de Ungit. No obstante, como yo había querido (aunque solo fuera un poco) a la reina, esa misma tarde, tan pronto como el Zorro dio reposo a mi mente, fui a ver a Psique. Así, en tan solo una hora, la mayor angustia que había sufrido hasta entonces se transformó en el principio de todas mis alegrías.

La niña era muy grande, todo lo contrario de la insípida insignificancia que cabía esperar de la estatura de su madre, y de piel muy blanca. Parecía iluminar cada rincón de la habitación donde estaba acostada. Dormía y se la oía respirar débilmente. Nunca ha habido un recién nacido tan silencioso como Psique. Mientras la contemplaba, entró el Zorro de puntillas y miró por encima de mi hombro.

—Por todos los dioses —susurró—, este viejo tonto jamás habría pensado que por tu familia corría auténtica sangre divina. Ni la propia Helena recién salida del cascarón hubiera podido compararse con ella.

Batta le buscó por nodriza a una hosca mujer pelirroja, demasiado aficionada (igual que ella) al vino. Yo no tardé mucho en arrancarles a la niña de las manos. Elegí como nodriza a la mujer de un campesino libre, la más sana y honrada que fui capaz de encontrar, tras lo cual las dos se pasaban día y noche en mi alcoba. Batta estaba más que contenta de que alguien hiciera su trabajo y el rey no se enteraba de nada, y tampoco le importaba.

—Hija mía —me decía el Zorro—, aunque la niña sea tan bonita como una diosa, no te cargues de trabajo.

Pero yo me reía sin hacerle caso. Creo que en aquellos días me reí más que en todo el tiempo que llevaba vivido hasta entonces. ¿Cargarme de trabajo? Perdía más horas de sueño contemplando a Psique por puro placer que por cualquier otro motivo. Y me reía porque ella siempre se estaba riendo. Psique reía desde su tercer mes de vida. Estoy convencida de que me reconocía (por más que el Zorro dijera que no) antes de cumplir dos meses.

Aquel fue el inicio de la mejor época de mi vida. El cariño que el Zorro le tenía a la niña era fuera de lo común: yo pensaba que mucho tiempo atrás, tal vez cuando aún era libre, debió de tener una hija. Ahora parecía un auténtico abuelo. Los tres —el Zorro, Psique, yo y nadie más— estábamos siempre juntos. Redival odiaba las clases y, de no ser porque temía al rey, jamás se acercaba al Zorro. Aparentemente, el rey se había borrado a sus tres hijas de la cabeza y Redival hacía lo que quería. Estaba creciendo, sus pechos se redondeaban y sus largas piernas empezaban a cobrar forma. Prometía ser una belleza, aunque no tanto como Psique.

De la belleza de Psique —siempre conforme a su edad— solo se puede decir esto: que, una vez la habían visto, hombres y mujeres compartían la misma opinión. Su belleza solo resultaba asombrosa cuando la habías perdido de vista y pensabas en ella. Mientras estabas con Psique no te parecía sorprendente, sino la cosa más natural del mundo. Como le gustaba decir al Zorro, «guardaba armonía con la naturaleza»: era lo que cualquier mujer e incluso cualquier objeto deberían ser y estaban destinados a ser, si no fuera porque algún tropiezo del destino se lo había impedido. Es más, cuando la mirabas, por un instante te parecía no ver tacha alguna en los demás: hacía hermoso cuanto la rodeaba. Si caminaba sobre el barro, el barro cobraba belleza; si corría bajo la lluvia, la lluvia parecía de plata. Cuando atrapaba un sapo —cualquier clase de animal le atraía de un modo extraordinario y, en mi opinión, peligroso—, el sapo se volvía hermoso.

Aunque sin duda el ciclo de los años era entonces el mismo que hoy, yo los recuerdo como si solo hubiera primaveras y veranos. Creo que en aquellos años los almendros y los cerezos florecían antes y las flores duraban más; ignoro por qué el viento no las desprendía de los árboles, pues aún sigo viendo las ramas meciéndose y oscilando contra un cielo blanquiazul, y sus sombras recorriendo como el agua las colinas y montañas del cuerpo de Psique. Deseaba haberme casado solo para poder ser su madre. Deseaba ser un muchacho para que ella pudiera enamorarse de mí. Deseaba que fuera mi hermana, y no mi hermanastra. Deseaba que fuera una esclava para regalarle la libertad y colmarla de riquezas.

Por entonces el Zorro se había ganado tanta confianza que, cuando mi padre no le necesitaba, tenía permiso para llevarnos a cualquier parte, incluso a millas de distancia del palacio. En verano solíamos pasar días enteros en la cima de la colina que queda al sudoeste, contemplando desde allí todo Gloma y los aledaños de la Montaña Gris. Clavábamos la mirada en aquella cresta serrada hasta sabernos de memoria cada diente y cada mella, porque ninguno habíamos llegado hasta allí ni visto lo que había al otro lado. Casi desde el principio, Psique (que era una niña despierta e inteligente) se medio enamoró de la Montaña. Y fantaseaba con ella.

—Cuando sea mayor —decía—, seré una gran, gran reina, me casaré con el mejor rey de todos y él me construirá un castillo de oro y ámbar allí arriba.

—Más hermosa que Andrómeda, más hermosa que Helena, ¡más hermosa que la propia Afrodita! —cantó el Zorro aplaudiendo.

—No tientes a la suerte con tus palabras, abuelo —le dije yo, aunque sabía que él me regañaría y se burlaría de mí por decirle aquello. Y es que, mientras él hablaba, aunque hacía tanto calor que las rocas abrasaban, sentí como si una mano delicada y glacial se posara sobre mi costado izquierdo; y me estremecí.

—¡Babai! —exclamó el Zorro—. Tus palabras sí que son de mal agüero. La naturaleza de los dioses no es así. Los dioses no sienten envidia.

Él podía decir lo que quisiera, pero yo sabía que no conviene hablar así de Ungit.

TRES

FUE REDIVAL QUIEN puso fin a los buenos tiempos. Siempre había tenido la cabeza a pájaros y era cada vez más casquivana, y no se le ocurrió otra cosa que ponerse a besarse y a intercambiar en susurros palabras de amor con un joven oficial de la guardia (un tal Tarin), justo debajo de la ventana de Batta, pasada una hora de la medianoche. Batta llevaba varias horas durmiendo la mona y en ese momento estaba levantada. Entrometida y chismosa como era, salió corriendo a despertar al rey, quien la cubrió de insultos, pero la creyó. Mi padre se levantó y, haciéndose acompañar de unos pocos hombres armados, salió al jardín y sorprendió a los amantes antes de que estos se dieran cuenta de que algo pasaba. El ruido despertó a toda la casa. El rey ordenó al barbero convertir a Tarin allí mismo en un eunuco (tan pronto como se recuperó, lo vendieron en Ringal). Apenas se habían transformado sus gritos en gemidos cuando el rey la emprendió con el Zorro y conmigo, echándonos la culpa de todo. ¿Por qué no había vigilado el Zorro a su pupila? ¿Y por qué no había vigilado yo a mi hermana? La cosa acabó con la estricta orden de que no volviéramos a perderla nunca de vista.

—Id adonde os plazca y haced lo que os plazca —nos dijo mi padre—, pero que esta pendona no se separe de vosotros. Te lo advierto, Zorro: si deja de ser doncella antes de que le encuentre marido, acabarás gritando aún más alto que ella. Y tú, ese duende que tengo por hija, a ver si haces lo único para lo que sirves: ¡por Ungit que es increíble que, con esa cara, no asustes a los hombres!

Redival, muerta de miedo ante la ira del rey, acató sus órdenes. No se separaba de nosotros, con lo cual todo el cariño que pudiera tenernos a Psique o a mí se enfrió. Se pasaba el día bostezando, buscando pelea y burlándose de nosotras. A ojos de Redival, Psique, una niña tan alegre, tan sincera y tan obediente (en quien, según el Zorro, la Virtud había tomado forma humana), no hacía nada bien. Un día Redival la golpeó. Entonces no estuve contenta hasta que no me vi a horcajadas encima de ella, con la cara ensangrentada y con mis manos alrededor de su cuello. Fue el Zorro quien nos separó y, al final, hicimos algo parecido a las paces.

Cuando Redival se unió a nosotros, el mutuo consuelo que hallábamos los tres desapareció. A partir de entonces fueron llegando uno a uno los martillazos que acabaron destruyéndonos.

El año siguiente a mi pelea con Redival fue el primero de mala cosecha. Ese mismo año, según me contó el Zorro, mi padre buscó una alianza matrimonial con dos de las casas reales vecinas, que no quisieron saber nada de él. El mundo estaba cambiando y había quedado demostrado que la alianza con Cafad era una trampa. El cerco se estrechaba alrededor de Gloma.

También ese año sucedió un detalle que me costó más de un escalofrío. El Zorro y yo nos hallábamos inmersos en su filosofía detrás de los perales. Psique deambulaba de aquí para allá canturreando entre los árboles, hasta que llegó al límite de los jardines reales, junto al sendero. Redival fue tras ella. Yo tenía un ojo puesto en las dos y un oído en el Zorro. Me pareció que hablaban con alguien en el camino y al rato regresaron.

Redival se inclinó burlonamente dos veces delante de Psique y fingió echarse tierra por la cabeza

—¿Por qué no honráis a la diosa? —nos dijo.

—¿Qué quieres decir, Redival? —pregunté yo en tono cansado, convencida de que estaba tramando alguna maldad.

—¿No sabes que nuestra hermanastra se ha convertido en una diosa?

—¿Qué quiere decir, Istra? —pregunté (desde que Redival nos acompañaba a todas partes, yo ya no la llamaba Psique).

—Venga, hermanastra diosa, di algo —dijo Redival—. Me he hartado de escuchar lo sincera que eres, así que ahora no vas a negar que te han rendido culto.

—No es verdad —contestó Psique—. Lo único que ha pasado es que una mujer encinta me ha pedido que la besara.

—Sí, pero ¿por qué? —insistió Redival.

—Porque... porque ha dicho que, si lo hacía, su hijo sería hermoso.

Por ser tú tan hermosa. No lo olvides: eso fue lo que dijo.

—¿Y qué has hecho tú, Istra?

—La he besado. Era una mujer muy amable: me gustó.

—Y no te olvides de que después ha colocado a tus pies una rama de mirto, se ha inclinado ante ti y se ha echado tierra por la cabeza —dijo Redival.

—¿Ya te había ocurrido alguna vez, Istra? —pregunté.

—Sí. Más de una.

—¿Cuántas?

—No lo sé.

—¿Dos?

—Alguna más.

—Está bien. ¿Diez veces?

—No, más. No lo sé. No me acuerdo. ¿Por qué me miras así? ¿He hecho mal?

—Es muy peligroso, mucho —le dije—. Los dioses son envidiosos. No pueden soportar que...

—No tiene ninguna importancia, hija mía —dijo el Zorro—. La naturaleza divina carece de envidia. Esos dioses (la clase de dioses en los que siempre estáis pensando) son un disparate, mentiras de poetas. Lo hemos hablado cien veces.

—En fin... —bostezó Redival, tumbándose de espaldas en la hierba, dando pataditas con las piernas y exhibiendo lo que no se debe (cosa que hacía solamente para sacar de quicio al Zorro, un anciano sumamente pudoroso)—. En fin... Una hermanastra por diosa y un esclavo por consejero. ¿Quién querría ser princesa de Gloma? Me pregunto qué pensará Ungit de nuestra nueva diosa.

—No resulta fácil saber qué piensa Ungit —dijo el Zorro.

Redival se dio la vuelta y posó su mejilla sobre la hierba. Luego, alzando la mirada hacia él, dijo con suavidad:

—Pero sí resulta fácil saber qué piensa el sacerdote de Ungit. ¿Quieres que lo intente?

Todos los antiguos temores que me inspiraba el sacerdote y otros futuros a los que no era capaz de poner nombre se clavaron como un puñal dentro de mí.

—Hermana —dijo Redival—, regálame el collar de piedras azules, ese que te dio madre.

—Quédatelo —repuse—. Te lo daré en cuanto entremos en casa.

—Y tú, esclavo —dijo dirigiéndose al Zorro —, cuida tus formas. Y consigue que mi padre me dé un rey por esposo: un rey joven, valiente, con la barba rubia y sano. Eres capaz de sacarle cualquier cosa a mi padre cuando te encierras con él en la Sala de las Columnas. Todo el mundo sabe que el auténtico rey de Gloma eres tú.

Un año después estalló la rebelión. La causa fue la castración de Tarin. Este no pertenecía a un gran linaje (ni a ninguno relacionado ni de cerca con una casa real) y el rey pensaba que no era tan poderoso como para cobrarse la venganza. Pero el padre de Tarin hizo causa común con otros hombres más importantes que él y unos nueve nobles relevantes del noroeste se sublevaron. Mi padre se puso al frente del ejército (cuando le vi salir a caballo con su armadura a punto estuve de quererle) y venció a los rebeldes; pero fue una carnicería para ambos bandos y, en mi opinión, se dio muerte a más hombres derrotados de los necesarios. El suceso dejó tras él una estela pestilente de desafecto; y, cuando todo hubo acabado, el rey era más débil que nunca.

Ese año se produjo la segunda mala cosecha y el inicio de las fiebres. En otoño el Zorro enfermó y estuvo a las puertas de la muerte. A mí me fue imposible ocuparme de él, porque nada más caer enfermo el rey me dijo:

—Tú, niña: ahora vas a poder leer, escribir y hablar en griego. Tengo trabajo para ti. Sustituirás al Zorro.

Así que casi no salía de la Sala de las Columnas, pues en esa época había mucho que hacer. Aunque temía por la suerte del Zorro, trabajar con mi padre fue menos terrible de lo que pensaba. Llegó a odiarme algo menos. Acabó hablándome no con cariño, desde luego, pero sí amistosamente, como de hombre a hombre. Fue entonces cuando comprendí lo desesperado de su situación. Ninguna casa vecina de sangre divina (las nuestras no podían contraer matrimonio legítimo con las que no la tuvieran) tomaría por esposa a alguna de sus hijas ni le entregaría a las suyas. Los nobles empezaron a hablar entre dientes de la sucesión. Por todas partes surgían amenazas de guerra y carecíamos de fuerza para enfrentarnos a ellas.

Fue Psique quien cuidó del Zorro, por mucho que se lo prohibieran. Sí, se peleaba hasta a mordiscos con cualquiera que se interpusiera entre ella y su puerta: porque también ella tenía la sangre caliente de mi padre, aunque su ira siempre nacía del amor. El Zorro superó la enfermedad más delgado y más canoso que antes. Fíjate lo sutil que es el dios que está enemistado con nosotros. El relato de la recuperación del Zorro y de los cuidados de Psique se extendió de puertas afuera: para ello bastaron Batta como hilo conductor y un montón de chismosos más. Y pasó a convertirse en la historia de una hermosa princesa que curaba la fiebre solo con tocarte con sus manos; y, muy pronto, en que solo sus manos podían curarla. A los dos días media ciudad se agolpaba a las puertas del palacio: meros espantajos levantados de sus lechos; viejos decrépitos deseosos de salvar sus vidas, como si estas valieran las reservas de un año; niños y enfermos medio muertos trasladados en parihuelas. Los vi tras las rejas de la ventana, compadecida y temerosa de ellos, del olor a sudor, a fiebre, a ajo y a ropa nauseabunda.

—¡Princesa Istra! —gritaban—. ¡Que salga la Princesa y que nos toque con sus manos! ¡Nos estamos muriendo! ¡Queremos que nos devuelva la salud!

—¡Y queremos pan! —decían otras voces—. ¡Los graneros reales! ¡Nos morimos de hambre!

Así empezaron, algo alejados de la puerta. Pero fueron acercándose. Pronto comenzaron a golpearla. Alguien dijo:

—¡Prendámosle fuego!

Detrás de ellos otras voces más débiles gritaban:

—¡Sánanos! ¡Que nos sanen las manos de la princesa!

—Tendrá que salir —dijo mi padre—. No podemos contenerlos (dos tercios de la guardia era víctima de la fiebre).

—¿De verdad puede curarlos? —le pregunté al Zorro—. ¿Fue ella la que te curó?

—Puede ser —dijo el Zorro—. Puede que la naturaleza permita que existan manos que sanan. ¿Quién sabe?

—Dejadme salir —dijo Psique—. Son nuestro pueblo.