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Arango, Gonzalo, 1931-1976

C863 cd 23 ed.

A662

SEXO Y SAXOFÓN
Cuentos

PRIMERA EDICIÓN: TERCER MUNDO, BOGOTÁ, 1963
SEGUNDA EDICIÓN: INTERMEDIO, BOGOTÁ, 1999

TERCERA EDICIÓN: BIBLIOTECA GONZALO ARANGO, MEDELLÍN, ABRIL DE 2017

© Corporación Otraparte
© Editorial EAFIT
Carrera 48A # 10 Sur - 107, Medellín. Tel. 261 95 23
http//www.eafit.edu.co/fondo
Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-415-5

ISBN EPUB: 978-958-720-416-2

Coordinación editorial: Felipe Restrepo David

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Corrección: Marcel René Gutiérrez

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.

Diseño de ePub: Hipertexto - Netizen Digital Solutions

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional, mediante Resolución 1680 del 16 de marzo de 2010.

Editado en Medellín, Colombia

NOTA DEL EDITOR

Para esta tercera edición de los cuentos de Sexo y saxofón hemos tenido en cuenta la primera, publicada en 1963 por Tercer Mundo en Bogotá. La propuesta inicial de Gonzalo Arango se conserva: no hemos agregado ni suprimido algún cuento u otro relato, aun cuando la antología que preparó Jotamario Arbeláez en 1974, Obra negra, en el apartado llamado “Sexo y saxofón”, difiera en su contenido respecto a la edición de 1963. Por ejemplo, en dicho apartado de Obra negra, hay cuatro textos que en la edición de libro de Sexo y saxofón de 1963 no estaban pues serían de escritura posterior: “Juntos mi mujer y yo vimos un jardín”, “Libertad”, “Medellín a solas contigo” y “El pez ateo de tus sagradas olas”. Tener como base las primeras ediciones de las obras de Gonzalo Arango, y respetarlas en su estructura, es el principio básico de la BIBLIOTECA GONZALO ARANGO, y en especial de un libro como este, Sexo y saxofón, que fue dado a imprenta con la aprobación de su autor. Solo se han corregido errores de montaje de la edición original y se ha actualizado su ortografía. Por lo demás, el estilo, los giros y las variaciones en la narrativa de Gonzalo Arango se han mantenido (incluso cuando resulta ambigua o críptica), pues ahí leemos como editores una de las formas de su autenticidad.

Contenido

Presentación

“SE LLAMABA GONZALO, COMO YO
Ignacio Piedrahíta

Sexo y saxofón

Nací en Andes

La señora Yonosé

Soledad bajo el sol

Muerte no seas mujer

Yo recojo mi cadáver

Un centavo de nada

Batallón Antitanque

Los amantes del ascensor

El diablo nos vio palidecer

El pasajero de las once

Diario de la eternidad

Par jotas

La luna y el teniente

Dios no se aburre los domingos

Café y confusión

Los muertos no toman té

El aburrimiento

Estoy sin cigarrillos y sin ti

Cali, aparta de mí este cáliz

Presentación

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“SE LLAMABA GONZALO, COMO YO

Cuando leí de su propia pluma que Gonzaloarango había sido virgen hasta los diecisiete años, literariamente hablando, de inmediato me identifiqué con él. Más o menos con esa misma edad, dejé de sentirme intimidado por aquellos que habían sido devoradores de libros en la infancia, y de repente tuve la revelación de que también la propia vida podía ser tema de la literatura. Ese tipo de mensajes son típicos de Gonzalo. Son parte de su inteligencia literaria, que se las ingenia para convencer al lector de que nunca lo va a traicionar. Pero ahí no termina su camaradería. Mientras uno pasa las páginas de sus cuentos, su presencia permanece cerca. Tan palpable es, que se alcanza a sentir el suave susurro de su dedo al deslizarse bajo las líneas que él mismo escribió. Y, cuando el lector se detiene extrañado y levanta la cabeza para mirarlo, él le guiña un ojo.

La escritura de Gonzaloarango sigue los caminos de la música del jazz. Figuras espontáneas hechas con palabras van cayendo una tras otra en medio de una estructura de simple apariencia. Sus frases son golpes de efecto que van directo a los sentidos, dando un salto ficticio sobre el caudaloso río de la razón. Cinco décadas después de ser escritas, es inútil intentar desentrañar el sentido literal de muchas de sus líneas. Similares a hermosos fósiles, queda el molde y no la carne, que ya ha sido devorada en otras épocas de crudo existencialismo. Escrita en piedra, su escritura es ahora más valiosa y potente, donde destella no solo el desborde de la imaginación, sino un estado del alma de permanente inspiración, reservado a los más jóvenes y a los elegidos. De ahí, quizá, que Gonzalo se refiera al escritor como “un santo que sufre mucho”.

Así como Gonzalo, el homónimo narrador de casi todos sus cuentos, está siempre inspirado –en el sentido de que parece que tuviera la palabra a punto de brotar en todo momento–, también está en constante aburrimiento. Porque la vida real, basada en la política, el comercio y otras lides similares, no tiene nada que ofrecerle. Gracias a los adelantos científicos, el mundo está a punto de volar en mil pedazos por las amenazas nucleares de las grandes potencias. De ahí que solo el hombre idealista pueda salvar el mundo. Y eso es Gonzalo, un redentor del lenguaje en su sentido más plástico. Esto no quiere decir que su escritura desdeñe lo narrativo. Al contrario, está llena de elementos literarios. A veces estamos leyendo un cuento fantástico, otras una carta, una plegaria, un diario; desde un narrador en primera persona, luego en tercera; como un testigo o como un protagonista de la historia. Y, sin embargo, nunca se pierde la sensación de estar leyendo algo, no ya verosímil, sino verdadero.

Sin alientos ni voluntad para enfrentar los días opacos de la cotidianidad, los personajes de Sexo y saxofón prefieren la penumbra de un bar para pasar las horas. Todo lo opuesto a una torre de marfil, el bar es un agujero desde el cual mirar el mundo al revés. Es allí donde el artista se siente plenamente cómodo, “aplazando infinitamente lo que nunca tengo para hacer”. Del aburrimiento, solo la semilla del amor puede sacarlo. Basta con que una mujer desconocida lo salude desde un carro que pasa, para que él se enamore. Si la música alivia el fastidio de la vida, el amor es el antídoto. Y, para prolongarlo, es mejor que este suceda únicamente en la mente. Las mil posibilidades del jazz se asemejan a la incertidumbre de un acercamiento, quizá un beso. Más allá de eso está la vida real, donde el amor, inexorablemente, morirá buscando una eternidad imposible.

El bar deja de ser un destierro cuando cae la noche, porque es cuando despiertan los sentidos y el deseo. Es allí cuando se manifiesta lo mejor del hombre, con motivos y lucidez suficientes para tejer sus propios paraísos. El epítome de esos lugares es el “Bar Pereza”. Desde allí, un personaje nos cuenta cómo los hombres de un pueblo matan a una mujer forastera, por puta y por bonita, con música folklórica de fondo. Solo uno de los habitantes se siente ofendido por la situación, y es precisamente aquel que, no bien ver a la mujer, se dejó dominar por su deseo antes que por sus prejuicios. Más que el valor de defender la vida y la libertad por convicción, él lo hace gobernado por lo que tiene de más profundamente humano. Sus sentidos lo hacen inmune al miedo del cambio, de la mujer y del demonio que encarna su belleza. Es en la naturaleza humana donde Gonzalo busca la idea de dios.

Hay muchas mujeres en los cuentos de Sexo y saxofón, desde adineradas e intelectuales hasta “negras” humildes y ardientes, a veces como narradoras, a veces como personajes, pero siempre salvadoras. El pensamiento femenino es el opuesto al pensamiento racional, más propio del hombre. El conductor, el policía, el comerciante, el vigilante…, son profesiones grises que encarnan los personajes masculinos. Al contrario, una mujer enmascarada aúlla en la noche: “¡Catatumbo!”. Su marido es petrolero y trabaja en esa región. Para él, ese lugar es la fuente de la riqueza, mientras que para ella, en medio de una fiesta de Halloween, es nada más que el término aliterado y de rimbombancia tropical: “¡Catatumbo!”. Solo la mujer puede comprender al artista, y por eso las hay en todas las presentaciones, aunque igualmente sabias. Con su poder blando entran en la mente masculina y toman posesión como un súcubo. Desarman la estructura del mundo del hombre con su sexo invitador conforme se hace alta la noche, valiéndose únicamente de una promesa o una sutil insinuación.

Para Gonzaloarango, el gran enemigo del amor y la bohemia es el amanecer. Bajo esa lógica, es natural que la fuerza aplastante de la luz del día sobre la oscuridad de la noche traiga también el desenlace de algunas de sus historias. En la práctica, ese final tiene lugar en el calabozo de la estación de policía, donde los personajes, encandilados y enguayabados, piden un Alka-Seltzer. La noche se quita la máscara a la llegada del día y se esfuma la magia, y la única manera de enfrentar el día es con el absurdo. Para eso, la tropa Nadaísta se idea los mejores números: montados en un burro, que Jotamario ha enlazado con su cinturón, turban el orden de las fiestas de la caña de azúcar de la ciudad de Cali. Y, muy pronto, de nuevo al calabozo.

Los cuentos de Gonzalo no pueden dejar de leerse como fábulas, que aunque tienen elementos tradicionales como la muerte personificada, entre otros, son fábulas modernas al estilo beatnik, donde los protagonistas son los primeros hipsters colombianos. Por medio de ellas, el joven que hay en cada lector se siente justificado, el adulto, confrontado. Gonzalo pasa por una tienda de música y elige un trabajo de Ken Stanton, un disco que Jack Kerouac ha mencionado en su libro El ángel subterráneo. Con el LP bajo el brazo, se dirige a una cantina en los arrabales de la ciudad y la alquila para escuchar su música toda la noche: “Me hundí en esta música como en un sueño, sin pensar en nada, exactamente como un hombre que no tiene más remedio que existir”. Un saxo de fondo comienza a tocar, y la escritura de Gonzalo brilla para nosotros en la noche dorada.

Ignacio Piedrahíta

Sexo y saxofón

Cuentos

NACÍ EN ANDES, un pueblo sin gloria que se hará famoso por mi nacimiento hace treinta años y muchos meses.

No soy casado porque tengo fe en que el amor durará toda la vida, y porque amar es mi manera de ser libre. Soy hostil al amor comprometido y a la literatura comprometida, pues en ambos casos la belleza pierde su independencia.

No tengo títulos, ni menciones de honor. Estuve a punto de ser abogado, pero cierta inclinación a torcerlo todo me desvió del Derecho.

La línea de mi vida, según los astros, es una línea curva, difícil, y que conduce a la gloria.

Salí del inmenso anonimato fundando EL NADAÍSMO para restituir a La Nada su condición rebelde, y a mi vida una razón de vivir entre los signos apocalípticos y nihilistas de mi tiempo. Pienso que la sociedad en sus períodos de crisis levanta mitos para no dejar hundir el prestigio del Espíritu. Yo he venido a llenar la ausencia de valores mientras se restablece el equilibrio, y retorna una cierta sensibilidad abatida por el materialismo y el Imperio Precursor del Músculo y el Griterío del Tumulto.

No creo en casi nada, pero creo en la vida.

Escribo por vanidad, por ocio, por libertinaje, y en una razón secreta de mi ser, por masoquismo.

No he hecho casi nada para estar tan viejo. A mi edad, Cristo estaba a punto de ser colgado de la cruz, y Rimbaud ya traficaba con armas en Abisinia después de revolucionar la belleza y escupirla en mitad de su rostro.

Pero “he vivido” como dicen modestamente los pesimistas. Aunque en mi caso sería más exacto decir: ¡He amado!

Miro crecer la hierba y retirarse las mareas. Siento el susurro del Universo dentro de mi alma, y las caricias del amor en mi carne. Para quejarme, tendría que estar muerto.

Gonzalo Arango

LA SEÑORA YONOSÉ

… si uno se enamora de una máscara estando a su vez enmascarado, cuál de los dos tendrá el coraje de quitarse primero el antifaz?

Lawrence Durrell, Balthazar

1

Do you speak English?

Yes

¿Shall we dance?

Yes

—Soy gringa –dijo con un borracho acento inglés, y me arrastró a la pista de baile.

Era un baile de disfraces. La mujer se ocultaba bajo un encapuchado, y yo tenía la impresión ridícula de estar abrazado a un verdugo de la Inquisición.

¿Era ella o yo el que comunicaba un hálito de hielo? Porque olvidaba decir que yo estaba disfrazado de espectro.

Su voz era ronca de eco de acantilado. Su cara, sus senos, sus piernas... las adivinaba en la loca voluptuosidad de la danza, esa marea impetuosa que me arrastraba como un desperdicio en un mar picado.

Fue difícil iniciar un tema con este ser extraño. Además, no me interesaba arrojarme en sus brazos, en los brazos de la aventura. Esa mujer, evidentemente, no tenía la medida de mi cuerpo. Yo estaba buscando a Sandra, una chica que hablaba como yo el mismo idioma, el idioma del deseo y de nuestros cuerpos. Pero Sandra se había perdido en la confusión de los disfraces, y yo no podía identificarla en ese concilio sibarita de veinte brujas que danzaban y silbaban al son del jazz y la lujuria del movimiento.

Bailamos un rock sin hablar, ahogados por el ruido y la sofocación.

¿Do you like Bogotá? –dije aprovechando la pausa del nuevo disco.

Yes, my husban is a petroleum man ¡Catatumbo!

Lanzó un grito salvaje, formando con sus manos sobre la cabeza una especie de arco del triunfo. Saltó sobre su sombra. Eclipsó con su alto gorro en forma de cono el resplandor de las lámparas. Abrió sus largas piernas equidistantes de su equilibrio, y dobló su cuerpo ritual hasta besar el suelo. Luego se recogió como una serpiente, entró en un breve éxtasis y se aflojó hasta tomar la forma del arco iris.

Cuando cesó la música saltó sobre mí y me aferró como un cangrejo. Su capucha estaba húmeda por el sudor y sentí el viento cálido de su respiración sofocada que hinchaba la capucha como una vela por el viento.

—¿Cómo te llamas? –pregunté.

En este momento regresó la música y se zafó de mi cuello, giró como una hélice y se extravió en la marejada de los bailarines.

Yo estaba extenuado y me quedé quieto. Oí su voz que subía hasta el techo, retumbaba y caía quebrada en pequeñas partículas sonoras. Su grito no puedo describirlo, pero a partir de entonces sospeché que estaba enamorado.

—¡Catatumbo!... ¡Catatumbo!... ¡Catatumbo!...

(Nadie podría imitar ese grito salvaje y liberador).

El carnaval avanzaba en la alta noche. El carnaval es la tierra elevando al cielo su estridente grito de protesta por la infelicidad humana.

Esos hombres, esas mujeres apretados en el paroxismo de los violentos ritmos del trópico, me parecían padeciendo una oscura enfermedad convulsiva de origen divino, tal vez la enfermedad de los hombres contra los dioses al querer ser felices aun en el exilio. Porque en esta noche la felicidad no se parecía a la felicidad, sino a la rebelión.

Me fui al bar a beber un trago. Todavía oí su voz de acantilado llamándome, perdida en el bullicio, golpeada por un saxofonazo:

—Espectro de la muerte... Espectro de la muerte... Come back to me...

Me serví un whisky y dejé errar la mirada buscando una señal de Sandra, pero todas las brujas se me parecían a Sandra, porque este era un “Hollyween”, y las brujas se parecen tanto entre sí.

La encapuchada me buscó y me encontró por fin, pues tenía sed y en el bar se calma.

—Te estaba buscando.

—¿Quieres un whisky?

Yes. Estoy agotada, estoy borracha.

—Me parece bien, a eso vinimos.

—¿Por qué te disfrazaste de muerto?

—Es para irme acostumbrando a la idea –dije.

—¿Te atormenta eso?

—¿Qué?

—La muerte.

—Oh, quiero que la gente me vea y piense en mí. Quiero que piense que no debe divertirse demasiado.

—Me gustaría verte la cara. Debes ser infeliz.

—Te enseño mi cara si me dices quién eres.

—Soy Yonosé.

—¿Te llamas Yonosé?

Yes. Soy nadie.

—¿Eres fea?

Yes.

—Formidable, me gustas.

Le ofrecí el whisky con dos tronquitos de hielo, froté los vasos:

Yonosé, me gusta conocerte. Brindo por tu existencia.

Yonosé vació su vaso de whisky y dijo pascalianamente:

—¡Catatumbo!... Para mí la muerte no es problema. El problema es vivir. ¿No crees?

—La muerte no es nada. Solo hay la vida.

—Aquí en Colombia no me gustaría morir. Esa es la verdad.

—Da lo mismo morir en cualquier parte –dije.

—Los ataúdes son ordinarios –dijo Yonosé con humor gris.

—Ji... Ji... Ji... Jiiiii.

—¿Por qué te ries?

—¿Dices eso en broma, lo de los ataúdes?

—Lo digo seriamente: son ordinarios, incómodos, detestables. No provoca morir en Colombia. Hasta la muerte es subdesarrollada.

—Señora Yonosé, todo eso me parece macabro.

—Le dije a mi marido que me entierre en mi país. Él es petrolero. Él gana mucho dinero.

—¿Y por qué quieres que te entierren allá?

—La muerte es civilizada en mi país: ataúdes confortables, largos, muy bonitos. Allá sí provoca morir: uno puede moverse a su gusto. Por fuera son de bronce platinado. Por dentro son de terciopelo. Cuando uno pase en el coche fúnebre la gente dirá: “Era una persona de buen gusto”. Sí, se está bien muerto en Norteamérica.

—Yo soy un libertino, pero esos lujos póstumos no me interesan.

Yonosé extrajo de un bolsillo secreto un paquete de Pall Mall y me ofreció un cigarrillo. Yo pensé que iba a descubrirse el rostro para fumar, pero dijo:

—Perdóname, este es un vicio que solo puedo satisfacer en el water.

—¿Por qué no le abrimos un pequeño agujero a la capucha para que introduzcas el cigarrillo?

—Al echar el humo me ahogaría. Ya regreso. No te pierdas.

Yonosé remontó la corriente frenética del baile y subió la escalera del segundo piso. Me arrojó su grito devoto de “¡Catatumbo!” y una serpentina. Me reí para agradecerle, pero también porque al mirarle las piernas me parecieron las de un fraile.

El misterio de su personalidad y el enigma de su identificación, unidos a la semejanza del verdugo y el fraile, excitaron mi imaginación hasta un punto en que el deseo de su cuerpo me pareció morboso.

Mientras regresaba saqué a bailar a dos brujas en un último intento de lealtad con Sandra, pero con el temor de encontrarla. En el fondo ya la había traicionado, y a pesar de mis escrúpulos quería realizar la traición con alguna disculpa.

Yo tenía una manera de identificarla mirando su mano izquierda donde tenía la señal cicatrizada de un viejo intento de suicidio. Discretamente buscaba esa señal, y al no encontrarla me tranquilizaba y podía galantear a la brujita.

Finalmente, y con una secreta alegría renuncié a la esperanza de encontrarla, y busqué a Yonosé. Así consumaba la traición dándome una satisfacción de conciencia, al mismo tiempo que rechazaba el deseo.

2

EL FUNERARIO

La llevé al calmado oasis de la biblioteca. Ardía la chimenea y nos sentamos junto al fuego. En alguna parte un pebetero emanaba un refinado aroma de vetivert. Desde un rincón nos vigilaba un Mefistófeles libidinoso que parecía llamarnos, pero era por el efecto del temblor de las llamas.

Tomé una mano de Yonosé, pero la sensación áspera y helada del cuero de su guante me repugnó. Me pareció una mano de caucho, muerta, y sentí asco. La abandoné, aunque hizo un leve intento por retenerme. Esto me halagó, pero no quería jugar por nada la posibilidad de llegar a conquistar su mano cálida y desnuda como si fuera un seno.

—¿Sabes? Una vez fui a comprar una terracota chibcha en una tienda de antigüedades. El anticuario no estaba. Lo pregunté al lado en un negocio de pompas fúnebres. El señor me dijo: “Siéntese y espérelo, no tardará”. Me senté. Miré los ataúdes: eran horriblemente estrechos. Protesté. Dije que era inhumano no tener algo cómodo para el viaje al otro mundo.

—Le podemos hacer uno a su gusto –dijo el funerario–. Estos son a 200 pesos, estos a 400. ¿A usted qué precio le interesa?

El funerario se puso a elogiar un modelo elegante de caoba, aterciopelado, con grandes argollas de bronce, solemne como la muerte.

—Como ve, es una obra de arte. Estará destinado a una gran notabilidad. Vale 2.000 pesos.

—Usted es muy amable, pero no necesito un ataúd.

El funerario tomó un metro y se puso a medir la estatura de su clienta, sin atender sus protestas.

—No se preocupe, es sin compromisos.

Yonosé no pudo defenderse, contuvo la respiración y se dejó medir.

—¿Le pongo veinte centímetros más de largo? ¿O prefiere que le pongamos 22?

—Es inútil. No necesito un ataúd. Quiero comprar una terracota chibcha.

El funerario se puso el metro en el cuello como un sastre y anotó las dimensiones en un talonario. Luego enredó el metro en la cintura de Yonosé y dijo para sí: “Con diez centímetros más de ancho quedará cómoda”. Los anotó.

—¿Prefiere que pongamos una almohadilla de espuma en la cabecera para que no se talle?

—Me gustaría en el caso de que necesitara un ataúd, pero no lo necesito.

—Puede necesitarlo –dijo el funerario egipciamente– como usted sabe, todos estamos condenados a morir. Es el triste destino del hombre.

—Sí, eso es verdad –dijo Yonosé resignadamente. —Pero no sabemos cuándo. Un ataúd es la única cosa que no se debe comprar por anticipado.

—No sabemos –dijo el funerario elevando hasta el gran crucifijo una mirada de beatitud– por eso debemos estar prevenidos. Yo ya tengo el mío. Es un viejo modelo severo. No me gusta llevar lujos al otro mundo. Hay que morir sobriamente, sin libertinaje. No se sabe, puede ser peligroso allá.

Yonosé se agitó con la posibilidad de morir y preguntó:

—En el caso de una desgracia, ¿podría instalarme calefacción en la tumba?

El funerario estalló de indignación y dijo que eso no se usaba en nuestros ritos religiosos.

—¿Acaso me toma el pelo? –protestó.

—No. En mi país se usa –dijo Yonosé con una sonrisa conciliadora. Tú das dólares y ellos te dan gusto. Es un negocio como otro. Si tú quieres te entierran con un televisor para que te entretengas. My country is okay.

El funerario puso cara de entierro y le extendió con solemnidad una tarjeta:

-Señora, aquí tiene mi dirección en el caso de que quiera ser enterrada al estilo nacional.

Yonosé tomó la tarjeta con indiferencia y la metió en el bolso, convencida de que lo último que se le ocurriría en la vida sería morir en Colombia.

—Muchas gracias, me entretuve mucho. Ahora voy a mirar esa terracota.

Y salió del negocio de pompas.

Ultimó su resto de whisky y me dijo:

—¿Qué te parece si le hacemos el honor a este jazz?

—Lo necesitamos –dije yo–. Tus historias me deprimen.

Entramos en la pista de baile y apretamos nuestros cuerpos en un abrazo fuerte, apasionado, que nos hizo olvidar por un instante nuestras existencias y la música nos reconcilió en el olvido de que éramos dos.

Mientras nos abandonábamos a esta unidad que era el preámbulo silencioso del amor, sentí que Yonosé me daba miedo, pero este miedo me pareció un complemento de nuestra reciente voluptuosidad.

—¿Dónde estará el petrolero?

Ella repasó la pista con una mirada circular.

—No se dónde está. No puedo identificarlo. Cada uno vino por su cuenta.

Yonosé –dije con una voz vehemente– ¿quién eres? Necesito conocerte.

It’s imposible my dear, we are in a hollyween.

Se obstinaba permanecer en el misterio, pero juré que su identificación se me revelaría al final. Por esta vez yo conocería la verdad aunque tuviera que arrancar su secreto a la muerte.

Terminamos de bailar y fuimos a sentarnos a un rincón después de renovar nuestros vasos. Sobre nuestras cabezas se balanceaba una bruja de trapo de tamaño humano montada sobre un cohete de plastilina. Un reflector rojo la iluminaba y ella volaba bajo el cielorraso centelleante de estrellas y serpentinas.

—¿Se mueve o yo estoy borracha? –preguntó.

—Se mueve. La mueven hilos invisibles.

—Siempre amé las brujas, ¿y tú?

—Cuando era niño me castigaban con cuentos de brujas. Desde entonces odio los huevos.

—¿Por qué?

—Me dijeron que las brujas se metían dentro de un huevo podrido para castigar a los niños malos. Cuando veo un huevo pienso que hay una bruja adentro.

—Todas mis muñecas fueron brujas.

—Has tenido suerte. Ahora tú también me das miedo.

—¿Por qué?

—Porque eres una bruja.

—No temas. Soy muy grande para meterme en un huevo.

El calor era sofocante y Yonosé se mareó. Subimos a la terraza a respirar un poco de aire fresco. Las flores de la fornicación habían sido violadas en los formidables tallos de la noche, y yacían por el suelo con el esplendor gastado de una alegría culpable y fugitiva. La noche era hermosa. El cielo también. La luna parecía un gran chancro dorado. Las estrellas eran pequeños piojos planetarios vagando o navegando en el vasto mar negro del firmamento.

Yonosé respiró lujuriosamente el formidable espectáculo, y pensé que los poros de la capucha no dejaban filtrar el aire.

Yonosé, quítate eso, no seas idiota.

—No.

Tomé su cabeza en mis manos y la atraje a mi boca con ira. Ella se balanceó algo ebria. Adiviné su boca para besarla, palpé la fúnebre tela con mi lengua que se secó como una esponja. Supe que era muy tarde para contenerme y mordí su mejilla a través de la capucha.

Ella me rechazó asustada:

—¡Eres bruto!

—Quiero verte –dije agobiado por la incertidumbre.

—No, no, no me verás nunca.

Nos sentamos bajo un quitasol.

Hubo un largo silencio cargado de luna.

3

EL PROFETA EN NUEVA YORK

—¿Por qué no hablas?

—¿De qué?

—Di algo, que me amas, aunque sea mentira.

—¡Uff!

—Te contaré otra historia para cambiar de tema.

Hace años –dijo Yonosé–, yo era muy joven. Llegó a Nueva York una especie de místico y de brujo. Venía del Oriente y se llamaba Teo. Era un hombre hermoso, casi alado, con una barba negra muy excitante.

Se encaramaba sobre los parapetos de cemento, sobre los tranvías, sobre los monumentos, y maldecía con una voz de trueno la civilización, la mecánica y la guerra. Aconsejaba la restauración del mundo natural y el renunciamiento al poder y la fuerza. La juventud beatnick se entusiasmó con este asceta y fundó una especie de Imperio Espiritual. A mí me bastó mirarlo para amarlo. Tal era su poder de elevarlo a uno sin razonamientos al corazón de su mundo y a su propio corazón. Era como un Cristo loco irresistible.

Más tarde Teo se hizo cómplice de las mentiras de la civilización que combatía. Se convirtió en un mito de papel, en el personaje de moda en las recepciones burguesas. A los pocos años era casi millonario y se volvió accionista de una fábrica de latas de conserva.

Fue en unas vacaciones: el mar azul y el cielo mareado. Yo me tostaba en la terraza del yate y una amiga que leía Squire me dijo:

—Tu profeta Teo se casó con una burguesita de Ohio.

Me pareció monstruoso. Pero la verdad era que Teo estaba en la foto con una sonrisita estereotipada partiendo un bizcocho de novia. Tiré la revista al mar. Lloré de indignación. No concebía que un profeta se casara, ni hiciera como todos los hombres. No podía imaginarlo comprando zanahorias en el mercado o pagando el gas.

—No vale la pena –dijo mi amiga consolándome– era un cacharrero.

Cierta vez nos reunimos en un sótano del Greenwich Village para oír su conferencia del dominio del Espíritu sobre el cuerpo. Teo había prometido atravesar un muro de cemento armado con el solo poder de la voluntad. Todos esperábamos ansiosos el prodigio de la negación de la materia.

El profeta apareció muy pálido, intangible, con ojos afiebrados, la cabeza cubierta con un turbante azul coronado por un diamante. Explicó su teoría del dominio de la mente y luego quiso demostrarlo. Entró en éxtasis. Se hizo en torno un silencio mortal, y el profeta se fue hundiendo en el bloque invulnerable ante los ojos atónitos de sus discípulos.