Título original: Dumplin’

Publicado en Estados Unidos por Balzer & Bray, un sello de Harper Collins

© de la obra: Julie Murphy, 2015

Publicado por acuerdo con Folio Literary Management, LLC e International Editors’ Co.

© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2017

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna: julio de 2017

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-18-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

1

Las mejores cosas que me han pasado en la vida han empezado con una canción de Dolly Parton, incluida mi amistad con Ellen Dryver.

La canción que selló el trato fue «Dumb Blonde», de su álbum debut de 1967 Hello, I’m Dolly. El verano antes de entrar en primaria, mi tía Lucy trabó amistad con la señora Dryver gracias a su devoción mutua por la cantante. Mientras bebían té dulce a sorbitos en el comedor, Ellen y yo veíamos dibujos animados sentadas en el sofá sin saber muy bien qué hacer. Pero una tarde aquella canción salió del estéreo de la señora Dryver, Ellen se puso a tamborilear con el pie mientras yo canturreaba y, antes de que Dolly hubiera llegado al estribillo, ya estábamos bailando en círculos y cantando a voz en grito. Por suerte, nuestra amistad y nuestro amor mutuo por Dolly terminó durando más de una canción.

Espero a Ellen delante del todoterreno de su novio en el aparcamiento del instituto. Mis pies se hunden poco a poco en el asfalto reblandecido por el sol abrasador. Intento no estremecerme al contemplar a mi amiga salir por la puerta y zigzaguear entre el tráfico que se produce a la salida de clase.

El es todo lo que yo no soy: alta, rubia y víctima de esa imposible paradoja torpona y sexi que sólo parece darse en las comedias románticas. Siempre se ha sentido satisfecha consigo misma.

No veo a Tim, su novio, pero no me cabe la menor duda de que se encuentra unos pasos por detrás con la nariz metida en el móvil para ponerse al día de todos los partidos que se ha perdido durante las clases.

Lo primero que me llamó la atención de Tim fue que era por lo menos ocho centímetros más bajito que El, aunque a ella nunca le ha importado. Cuando le mencioné lo de su diferencia de estatura, sonrió y me dijo mientras el sonrojo de sus mejillas se le extendía por el cuello: «¿A que es mono?».

Ellen derrapa al pararse delante de mí, jadeante.

—Esta noche trabajas, ¿no?

Me aclaro la garganta.

—Sí.

—Aún estás a tiempo de encontrar un trabajo de verano en el centro comercial, Will. —Se apoya en el todoterreno y me da un empujoncito con el hombro—. Conmigo.

Niego con la cabeza.

—Me va bien en el Harpy’s.

Un camión gigantesco nos pasa por delante y se dirige a toda velocidad hacia la salida.

—¡Tim! —grita mi amiga.

Su novio se detiene en seco y nos saluda al tiempo que el camión pasa casi rozándolo, a escasos centímetros de convertirlo en papilla.

—¡Por Dios! —exclama El lo suficientemente alto como para que yo lo oiga.

Creo que están hechos el uno para el otro.

—¡Gracias por avisar! —grita él.

Podríamos estar en medio de una invasión alienígena y Tim diría: «Guay».

Después de cruzar el aparcamiento, se mete el móvil en el bolsillo trasero y le da un beso a su novia. No es uno de esos con la boca abierta, sino más bien uno de hola-te-he-echado-de-menos-estás-tan-guapa-como-en-nuestra-primera-cita.

A mí se me escapa un lento suspiro. Si alguna vez pudiera apartar la vista de toda la gente que se besa, estoy segura de que mi vida sería al menos un dos por ciento más gratificante.

No es que esté celosa de Ellen y de Tim o que sienta que me la roba. Ni siquiera que él me interese. Pero quiero lo que ellos tienen. Quiero que alguien me salude con un beso.

Desvío la mirada con los ojos entrecerrados en dirección al sendero que rodea el campo de fútbol.

—¿Qué están haciendo ahí todas esas?

Hay un puñado de chicas con pantalones cortos rosas y camisetas sin mangas a juego corriendo por el camino.

—Un entrenamiento intensivo para el concurso —me aclara mi amiga—. Dura todo el verano. Una de mis compañeras de trabajo lo está haciendo.

No me molesto siquiera en poner los ojos en blanco. Clover City no es conocida por muchas cosas. Cada pocos años, nuestro equipo de fútbol se lo curra para jugar una final y, de vez en cuando, alguien incluso se pira de aquí y hace el tipo de cosa que merece un reconocimiento, aunque lo único que pone a nuestra pequeña ciudad en el mapa es la celebración del concurso de belleza más antiguo de Texas: Miss Lupino Juvenil. Nació en los años treinta y ha ido creciendo en importancia y ridiculez con el paso del tiempo. Lo sé de muy buena tinta porque mi madre lleva los últimos quince años dirigiendo el comité organizador.

Ellen le saca a su novio las llaves del coche del bolsillo delantero de los pantalones cortos y me da un abrazo de costado.

—Que te vaya bien en el curro, no dejes que te salpique grasa ni nada de eso. —Abre la puerta del conductor y le dice a su pareja al otro lado—: Tim, deséale a Will un buen día.

Este levanta la cabeza un segundo y me dedica esa sonrisa que a mi amiga tanto le gusta.

—Will —puede que tenga la cara pegada al móvil la mayor parte del tiempo, pero cuando habla…, bueno, lo hace de un modo que provoca que una chica como Ellen siga con él—, te deseo que pases un buen día.

A continuación hace una reverencia.

Ellen alza los ojos al cielo, se coloca detrás del volante y se mete un chicle en la boca.

Me despido de ellos con la mano y voy camino de mi coche cuando pasan a toda velocidad por mi lado. Ellen vuelve a gritarme «adiós» por encima del «Why’d You Come in Here Lookin’ Like That» de Dolly Parton, que sale a todo volumen por los altavoces.

Cuando estoy rebuscando las llaves en el bolso, me doy cuenta de que Millie Michalchuk se acerca por la acera y atraviesa el aparcamiento con sus andares de pato.

Sé lo que va a pasar antes incluso de que ocurra. Patrick Thomas, que probablemente sea el imbécil más grande de todos los tiempos, está recostado sobre la miniván de los padres de Millie. Tiene la superhabilidad de ponerle motes a la gente y que estos se le queden grabados para siempre. A veces son motes chulos, pero la mayoría son cosas como Haaaaaaaa-nah, pronunciado como el relincho de un caballo, porque la chica parece tener la boca llena de…, en fin, de dientes de caballo. Ingenioso, lo sé.

Me avergüenza admitir que Millie es esa chica a la que me he pasado toda la vida mirando mientras pensaba: «Podría ser peor». Yo estoy gorda, pero ella tiene el tipo de gordura que necesita pantalones con cinturilla elástica porque no los fabrican con botones y cremalleras de su talla. Tiene los ojos demasiado juntos y la punta de la nariz respingona. Lleva camisas con perritos y gatitos y no de un modo irónico.

Patrick bloquea la puerta del lado del conductor y, junto con su grupito de amigos folloneros, se pone a gruñir como un cerdo. Millie se sacó el carné hace unas semanas y, por cómo va zumbando por ahí con esa miniván, creerías que lleva un Camaro.

Está a punto de doblar la esquina y de encontrarse con todos esos gilipollas apiñados alrededor de su coche cuando grito:

—¡Millie! ¡Aquí!

Millie tira de las correas de su mochila, cambia de rumbo y se dirige hacia mí, haciendo que su sonrisa le levante tanto las sonrosadas mejillas que casi le toquen los párpados superiores.

—¡Hola, Will!

Sonrío.

—Eh. —No había pensado en lo que le iba a decir una vez que llegara y se me plantara delante—. Felicidades por el carné —le suelto.

—Ah, gracias. —Vuelve a sonreír—. Eres muy amable.

Por encima de su hombro observo a Patrick Thomas, que se estira la nariz hacia atrás con un dedo para que parezca el hocico de un cerdo.

Escucho a Millie contarme que ha cambiado las emisoras de radio que su madre tenía grabadas y cómo fue la primera vez que le echó gasolina al coche. Patrick me fulmina con la mirada. Es el típico tío que esperas que nunca se fije en ti, aunque no se me ocurre cómo podría llegar a ser invisible ante sus ojos. No hay manera de esconder un elefante.

Millie sigue charlando muy animada y Thomas y sus amigos se rinden y se van. Ella hace un gesto con las manos hacia atrás como señalando la miniván.

—No es por nada, pero en la autoescuela no te enseñan a echar gasolina y la verdad…

—Mmm, lo siento, es que voy a llegar tarde al trabajo —le digo. Ella asiente—. Pero felicidades de nuevo.

La observo mientras se dirige a su coche. Ajusta todos los espejos antes de dar marcha atrás para salir de su plaza en un aparcamiento casi vacío.

Estaciono detrás del Harpy’s Burgers & Dogs, corto por el autoservicio y llamo al timbre de la puerta del almacén. Como nadie contesta, llamo otra vez. El sol texano me da de lleno en la coronilla.

Espero mientras un tío con mala pinta, que lleva un sombrero de pescador y una camiseta interior sucia, se para con el coche en la ventanilla de pedidos y recita su comanda dolorosamente específica, que incluye el número exacto de pepinillos que quiere en su hamburguesa. Una voz le indica el importe. El hombre se me queda mirando, se baja las gafas de sol tintadas de naranja y suelta:

—¡Bonitas posaderas!

Me giro en redondo pegándome el vestido a los muslos y aporreo el timbre cuatro veces. Se me hace un nudo en el estómago.

No estoy obligada a llevar vestido en el trabajo, también tenemos la opción de los pantalones de poliéster, pero la cinturilla elástica no da bastante de sí para subirme por las caderas. Yo le echo la culpa a los pantalones. Me niego a pensar que mis caderas son un incordio; desde mi punto de vista, son más bien una ventaja. Me refiero a que si estuviéramos, pongamos por ejemplo, en 1642, mis anchas caderas maternales valdrían muchas vacas o algo así.

Se abre una ranura en la puerta y lo único que oigo es la voz de Bo:

—Ya te he oído las primeras tres veces.

Siento un escalofrío en los huesos. No lo veo hasta que abre la puerta un poco más para dejarme entrar. La luz natural le ilumina la cara. Una barba incipiente le salpica la barbilla y las mejillas, señal de la libertad recuperada. En su instituto —ese sofisticado instituto católico de estricta etiqueta— las clases terminaron a principios de semana.

El coche que tengo detrás, en la ventanilla de pedidos, petardea y yo entro a toda prisa. Mis ojos tardan un segundo en adaptarse a la penumbra.

—Siento llegar tarde, Bo —digo.

Bo. La sílaba rebota en mi pecho y eso me gusta. Me gusta la rotundidad de un nombre tan corto. Es el tipo de nombre que dice: «Sí, estoy seguro».

Una llama me quema por dentro y me sube hasta las mejillas. Me paso los dedos por la mandíbula mientras mis pies se hunden en el hormigón como en arenas movedizas.

¿Queréis saber la Verdad Verdadera? Estoy colada por Bo hasta las trancas desde que lo conocí. El pelo castaño se le arremolina formando un revoltijo perfecto en la coronilla y tiene un aspecto ridículo con el uniforme rojo y blanco, como un oso con tutú. Las mangas de poliéster le quedan supertensas y creo que sus bíceps y mis caderas tienen mucho en común, salvo la habilitad de hacer press de banca. Una fina cadenita de plata le asoma por el cuello de la camiseta interior y sus labios están teñidos de rojo gracias a su inagotable suministro de piruletas de ese color.

Alarga un brazo hacia mí como para abrazarme.

Yo contengo la respiración.

Y luego exhalo cuando se estira para echar el cerrojo de la puerta del almacén.

—Ron no ha venido, se ha puesto enfermo, así que estamos sólo tú, yo, Marcus y Lydia, a la que le ha tocado hacer turno doble, por lo que ya sabes, al loro.

—Gracias. ¿Ya estás de vacaciones?

—Sí, fin de las clases —contesta.

—Me gusta que digas «clases» y no «insti». Es como si estuvieras en la universidad y sólo fueras a clase un par de veces al día entre resaca y resaca después de dormir en un sofá o… —Recupero el control—. Voy a subir mis cosas.

Él aprieta los labios a modo de media sonrisa.

—Mejor será, sí.

Me voy a la sala de descanso y embuto el bolso en mi taquilla.

No es que la elocuencia sea una de mis grandes virtudes ni nada de eso, pero lo que sale de mi boca delante de Bo Larson ni siquiera puede calificarse como diarrea verbal, es más bien cagaleritis verbal aguda, que es peor.

Cuando nos conocimos, justo cuando lo contrataron, le tendí la mano y me presenté.

—Willowdean —le dije—. Cajera, fan de Dolly Parton y gorda residente. —Esperé su respuesta, pero él no abrió la boca—. Bueno, también soy más cosas, pero…

—Bo. —Su voz sonó seca, aunque sus labios se curvaron en una sonrisa—. Me llamo Bo.

Me estrechó la mano y un fogonazo de recuerdos que nunca había vivido me vinieron a la mente. De los dos cogidos de la mano viendo una peli. O paseando por la calle. O en un coche.

Entonces me soltó.

Aquella noche, cuando rememoré la escena una y otra vez en mi cabeza, me di cuenta de que no se había inmutado cuando me llamé gorda.

Y eso me gustó.

La palabra gorda incomoda a la gente, pero, cuando me ves, la primera cosa en la que reparas es en mi cuerpo. Y mi cuerpo está gordo. Es igual que cuando yo me fijo en que algunas chicas tienen las tetas grandes, el pelo sedoso o las rodillas huesudas. Si dices esas cosas, no pasa nada, pero el término gorda, el que mejor me describe, hace que los labios se frunzan y que las mejillas pierdan su color.

Pero así soy yo. Estoy gorda. No es una palabrota. No es un insulto. Al menos, no cuando yo lo digo, así que siempre pienso: «¿Por qué no dejarlo claro desde el principio?».

2

Estoy fregando el mostrador cuando entran dos chicos y una chica. La cosa está tan tranquila hoy que casi le he gastado el esmalte.

—¿Qué os pongo? —pregunto sin levantar la vista.

—¡Bo! ¡Flamante base de los Bulldogs del Holy Cross! —exclama el chico de la derecha con voz de presentador mientras hace bocina con las manos.

Como Bo no aparece en el acto, los dos chicos lo llaman a gritos:

—¡Bo! ¡Bo! ¡Bo!

La chica de en medio pone los ojos en blanco.

—¡Bo! —vocifera Marcus—. Sal para que tus colegas se callen.

Este sale de la cocina guardándose la visera en el bolsillo trasero de los pantalones, saca pecho y se cruza de brazos.

—¿Qué pasa, Collin? —Saluda a la chica con la cabeza—. Amber. Rory. —Se apoya en la encimera que hay detrás de la barra, ampliando la distancia que lo separa de sus amigos—. ¿Qué hacéis aquí?

—Estamos de excursión —dice Collin.

Bo carraspea, pero no dice nada. La tensión entre ellos es palpable.

El otro chico, Rory, creo, estudia el menú.

—¡Eh! —me llama—. ¿Me pones dos perritos? Sólo con mostaza y salsa de pepinillos.

—Claro.

Introduzco la comanda en el ordenador intentando no desviar la mirada.

—Cuánto tiempo… —dice Amber.

¿Cómo es posible? Debe de haber unas treinta personas en cada clase de graduación del Holy Cross.

Collin le pasa el brazo por el hombro.

—Te hemos echado de menos en el gimnasio. ¿Dónde te has metido últimamente?

—Por ahí —contesta Bo.

—¿Vas a querer algo de beber? —le pregunto.

—Sí —responde Rory, y me planta un billete de cincuenta dólares en toda la cara.

—Sólo tengo cambio de veinte.

Señalo el cartelito escrito a mano pegado a la caja registradora.

—Bo, yo sólo traigo tarjeta —se queja Collin—. ¿Podrías hacerle un favorcito a Rory y darle cambio?

Durante un momento, se hace un silencio sepulcral.

—No me he traído la cartera.

Collin sonríe con suficiencia.

Amber, la Increíble Chica Que Pone los Ojos en Blanco, se saca un billete de diez del bolsillo y lo deja en el mostrador.

Le doy el cambio y le digo a Rory:

—Enseguida sale tu pedido.

Collin me hace un gesto con la cabeza.

—¿Cómo te llamas?

Abro la boca para responder, pero…

—Willowdean. Se llama Willowdean —se adelanta Bo—. Tengo que volver al curro.

Se dirige a la cocina y no se gira cuando sus amigos le piden que vuelva.

—Me gusta cómo te queda la barba —murmura Amber—. Te pega.

Pero él ya se ha ido.

La chica se me queda mirando y yo me limito a encogerme de hombros.

Ya en casa, entro por la cristalera de la parte de atrás; hace años que la puerta principal está atascada. Mi madre siempre dice que necesitamos que venga un hombre y la arregle, pero mi tía Lucy alegaba que era la excusa perfecta para no tener que abrirle a nadie y yo estaba de acuerdo con ella.

Mi madre está sentada a la mesa de la cocina, todavía con la bata y el pelo rubio recogido en lo alto de la cabeza, viendo las noticias en su televisor portátil. Desde que tengo memoria, siempre ve allí sus programas favoritos porque Lucy solía ocupar el sofá del salón. Y, aunque ya han pasado seis meses desde su funeral, ella sigue viendo la tele en la cocina.

Mientras sacude la cabeza ante los presentadores de las noticias, me dice:

—¡Hola, Dumplin! La cena está en el frigo.

Dejo el bolso en la mesa y cojo el plato envuelto en film transparente. Los últimos días de clase marcan el comienzo de la temporada preparatoria del concurso de belleza, lo que significa que mi madre se pone a dieta. Y cuando mi madre se pone a dieta, arrastra a todos los demás, lo que significa que la cena consiste en ensalada de pollo a la plancha.

Podría ser peor. De hecho, otras veces lo ha sido.

Chasquea la lengua.

—Te ha salido un granito en la frente. No te estarás zampando esa comida grasienta que vendes, ¿no?

—Sabes que ni siquiera me hacen demasiada gracia las hamburguesas ni los perritos calientes.

No suspiro. Quiero hacerlo, pero ella me oiría, por muy alta que esté puesta la tele. Dentro de dos años podría encontrarme en una facultad de otra ciudad a cientos de kilómetros de distancia y seguiría oyéndome suspirar y diciéndome: «Dumplin, ya sabes que odio oírte suspirar. No hay nada menos atractivo que una jovencita descontenta».

Una apreciación que me inquieta por varios motivos.

Me siento a comer y aliño con generosidad la ensalada, porque al octavo día Dios creó el aliño ranchero.

Mi madre cruza las piernas y se toca los dedos de los pies para examinar sus uñas descascarilladas.

—¿Qué tal el trabajo?

—Bien. Un viejo me ha echado un piropo desde el autoservicio: me ha dicho que tengo unas «bonitas posaderas».

—¡Oooh! ¡Qué halagador!

—Venga ya, mamá. Es asqueroso.

Mi madre gira el dial de la tele para apagarla.

—Cielo, créeme cuando te digo que el mercado masculino empieza a menguar con la edad. Da igual lo bien que te conserves.

No quiero tener esta conversación.

—Ron está enfermo —comento para cambiar de tema.

—Pobrecito. —Se echa a reír—. ¿Sabes que en el instituto estaba loco por mí?

Desde que empecé a trabajar allí, saca el tema a colación al menos una vez a la semana. Cuando eché la solicitud durante las vacaciones de Acción de Gracias, Lucy me contó que sospechaba que había sido al revés, pero, tal y como lo cuenta mi madre, parece que todos los chicos de la ciudad estaban locos por ella: «Todos querían echarle el guante a la Miss Lupino Juvenil de Clover City… ¡y hasta los dos!», farfulló una noche tras unas cuantas copas de vino.

El concurso de belleza es el mayor logro individual de mi madre. Aún cabe en el vestido, una hazaña que procura que a nadie se le olvide, y sin que se lo pidan, como directora del comité organizador y anfitriona oficial, se embute en él una vez al año para deleite de sus devotos fans.

Siento el peso de Riot, el gato de Lucy, sobre mis pies. Muevo los dedos y él ronronea.

—He visto a unas chicas haciendo una especie de entrenamiento militar para el concurso a la salida del insti.

Mi madre sonríe.

—Te digo una cosa: cada año la competición está más reñida.

—¿Y a ti cómo te ha ido en el asilo?

—Oh, como todos los días. —Pasa las hojas de su talonario de cheques y se masajea las sienes—. Hoy hemos perdido a Eunice.

—¡Oh, no me digas! Lo siento mucho, mamá.

Una vez al año, al igual que Cenicienta, la vida de mi madre se vuelve glamurosa, como la que siempre le habría gustado vivir, pero el resto del tiempo trabaja en el asilo Rancho Buena Vista, donde hace cosas exóticas como repartir las medicinas diarias, dar de comer a los ancianos y limpiarles el culo. Eunice era una de sus favoritas, siempre la confundía con una de sus hermanas y le susurraba al oído secretos de su infancia cada vez que mi madre se agachaba para ayudarla a levantarse.

—Se tomó su ambrosía de postre y cerró los ojos. —Menea la cabeza—. La dejé allí sentada un minuto porque creía que se estaba echando la siesta. —Se levanta y me da un beso en la cabeza—. Me voy a la cama, Dumplin.

—Buenas noches.

Espero a oír el sonido de la puerta al cerrarse antes de tirar mi cena a la basura y enterrarla bajo uno de esos periódicos gratuitos. Cojo un puñado de pretzels y un refresco y corro escaleras arriba. Cuando paso por la puerta cerrada de Lucy, me demoro un momento y acaricio el pomo con la punta de los dedos.

3

—Creo que voy a hacerlo con Tim este verano —me anuncia Ellen mientras coge un dado de queso de su plato y se lo mete en la boca. Lleva un año «pensándose» todos los viernes si perder la virginidad con Tim. En serio, la víspera de cada fin de semana debatimos los pros y los contras de que se acuesten al fin.

—Eso es raro. —No levanto la vista de mis notas. No soy una mala amiga, pero es que hemos tenido esta conversación tropecientas veces. Además, es el último día de instituto y me queda un examen. Estoy intentando empollar, al contrario que El, que ya ha terminado todos sus finales.

—¿Por qué es raro? —pregunta con la boca llena de nueces pacanas confitadas.

—Pregúntame esto. —Me meto unas cuantas uvas en la boca y le tiendo una hoja de apuntes en la que se analizan minuciosamente las ramas del Gobierno—. Porque no es como una boda. No es «oh, me gustan los colores del verano. Voy a hacerlo en esta época para poder combinar mi ropa interior con mi estación favorita». Deberías hacerlo porque quieres y punto.

Pone los ojos en blanco.

—Pero el verano es como un periodo de transición. Podría volver al insti convertida en una mujer —alega sin escatimar en dramatismo.

Es mi turno de poner los ojos en blanco. Odio hablar por hablar. Si El pensara realmente en pasar a la acción, reptaría por encima de la mesa para discutir todos los detalles con ella cara a cara, pero no termina de decidirse. No entiendo cómo puede hablar tanto sobre la mera posibilidad de hacer el amor.

Como ve que no muerdo el anzuelo, echa un vistazo al papel.

—Las tres ramas del Gobierno.

—Ejecutivo, legislativo y judicial. —Decido darle una migaja—: Además, acostarte con un tío no te convierte en una mujer, eso es un puto cliché. Si quieres acostarte con él, acuéstate, pero no hagas una montaña de un grano de arena. Te vas a llevar un chasco.

Hunde los hombros y junta las cejas.

—¿Cuántos senadores y representantes hay en el Congreso?

—Cuatrocientos treinta y cinco, y cien.

—Sí, pero no. Es al revés.

—Vale. —Repito las cifras por lo bajini—. Y no importa qué época del año sea siempre que te parezca bien, ¿entiendes? Me refiero a que el invierno también está guay, porque estáis todo el rato en plan «ay, Dios, qué frío. Necesito calor corporal».

Se ríe.

—Sí, sí. Tienes razón.

No quiero tener razón. No quiero que El lo haga antes que yo. A lo mejor estoy siendo egoísta, pero la verdad es que no sé cómo llevar lo de que ella haga algo que yo no he hecho. Supongo que me asusta no saber cómo ser su amiga. A ver, el sexo es un asunto serio y ¿cómo voy a guiarla por aguas en las que no he navegado?

Quiero decirle que debería esperar, pero Tim y ella llevan saliendo casi un año y medio y todavía se sonroja cada vez que habla de él. No sé cómo se mide el amor, pero esa parece una buena manera de empezar y no se me ocurre otra razón que yo misma para pedirle que espere.

Mientras repaso mis apuntes, Millie se nos acerca por nuestra fila de mesas con una bandeja de comida y su mejor amiga, Amanda Lumbard, pegada a los talones. Básicamente, el tándem Millie y Amanda forma una especie de blanco móvil gigante que grita a los cuatro vientos: BÚRLATE DE NOSOTRAS.

Amanda tiene una pierna más corta que la otra, así que lleva esos gruesos zapatos ortopédicos que la hacen parecerse a Frankenstein (al menos, según Patrick Thomas). Cuando éramos niñas y Amanda todavía no llevaba esos zapatos, simplemente renqueaba y sus caderas subían y bajaban a cada paso. Nunca pareció importarle, pero eso no impedía que la gente se la quedara mirando. Si te paras a pensarlo, el rollo de los motes cojea bastante: Frankenstein era el médico, no el monstruo.

Millie saluda con la mano y yo le respondo rápidamente cuando pasa por nuestro lado.

El sonríe con suficiencia.

—¿Nueva amiga?

Me encojo de hombros.

—A veces me da pena.

—A mí me parece muy feliz. —Me hace algunas preguntas más de repaso mientras terminamos de almorzar—. ¿Qué sistema se pone en marcha para que ninguna rama del Gobierno acapare demasiado poder?

—El de los controles y contrapesos.

—Oye, ¿cómo te fue anoche en el trabajo? ¿Qué tal el de la escuela privada?

Me retuerzo el alambre suelto de mi libreta en el dedo.

—Bien. —Bajo la vista hasta mi almuerzo—. Está bien.

Quiero contarle lo de sus amigos de mierda y lo de su nueva barba de dos días, aunque no estoy segura de cómo sacar el tema sin sonar a la típica loca que guarda las uñas cortadas de su amado en un tarro bajo la cama. La noche anterior tuve que contar tres veces mi caja porque no dejaba de pasar por mi lado.

—A mí me gusta Sweet 16 y todo eso, pero me da un poquito de envidia que tú trabajes con tíos. —Deja caer su zanahoria a medio comer en su bolsa de plástico y la cierra herméticamente—. Todavía no me puedo creer que no estemos trabajando juntas.

Nunca dejará que me olvide de que jodí nuestros planes para trabajar después de clase al aceptar el puesto en el Harpy’s, pero, si no pillaba por sí misma que no me apetecía en lo más mínimo currar en una tienda en cuya ropa ni siquiera entraba, no iba a molestarme en explicárselo.

—¿Y a ti qué más te da que no haya tíos en tu trabajo? Acabas de decirme que quieres hacerlo con Tim.

Me dedica un gesto de indiferencia.

—Sería divertido, eso es todo.

Terminamos de almorzar y hago mi examen final. Ya está. El curso ha terminado. El aparcamiento es todo gritos de alegría y neumáticos que derrapan, aunque yo no experimento esa sensación de progreso. Me siento atascada, como a la espera de que mi propia vida arranque.

4

El coche de mi madre está en la entrada cuando llego a casa después de mi último día de clase. Cuando aparco y tiro del freno de mano, me echo en el reposacabezas. Me encanta mi coche. Se llama Jolene y es un Pontiac Grand Prix del 98 rojo cereza que me regaló Lucy.

Una vez en casa, subo las escaleras siguiendo un ruido que me lleva hasta el cuarto de mi tía, donde el trasero verdiazul de mi madre se agita en el aire. ¿Por qué verdiazul precisamente? Porque lleva el mismo chándal de marca que le regaló un ex hace seis años. Lo llama su «traje de estar por casa» y es su posesión más preciada, tan sólo superada por su corona de Miss Lupino Juvenil.

—Ya he llegado —anuncio, y el pánico se apodera de mi voz—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Se incorpora, exhala y se aparta el flequillo. Está colorada por el calor y se le han rizado los mechones rubios que le enmarcan la frente.

—A la funeraria le ha llegado la urna que encargamos, así que me he tomado el resto del día libre. Quería venir a casa y ponerme cuanto antes con todo esto.

Dejo la mochila en el pasillo y entro en la habitación.

—¿Ponerte cuanto antes con qué?

Mamá se desploma en la cama junto a una pila de vestidos de andar por casa, todos almidonados y colgados en las perchas de Lucy forradas de punto.

—Bueno, ya sabes, sacar las cosas de tu tía. Dios, era una urraca. Apenas puedo abrir los cajones. ¿Sabes que me he encontrado el velo de novia de tu abuela? Llevo años buscándolo.

Mis labios dibujan una sonrisa torcida.

—¡No me digas!

Mamá había reclamado el vestido de novia de mi abuela mientras ella estaba en el asilo y, como a Lucy no le quedaba bien, nunca discutieron por él. Salvo por el velo: le quedaba bien a cualquiera. Se estuvieron peleando durante meses hasta que a mi tía le flaquearon los nervios y se dio por vencida. Sin embargo, hace unos años, el velo desapareció.

Mi madre siempre la machacaba, pero parece que en este caso fue Lucy la que tuvo la última palabra.

No siempre era así. No siempre estaban discutiendo, pero esos momentos me vienen más a la memoria que cuando llegaba a casa los viernes por la noche y me las encontraba riendo en el sofá y charlando sobre sus películas antiguas favoritas.

—¿Y qué vas a hacer con todo esto? —pregunto.

—Pues creo que lo donaré. Ya sabes lo difícil que es para una mujer grandota encontrar ropa de su talla, estoy segura de que alguien lo apreciará.

—¿Y si yo quiero quedarme con algo? No para ponérmelo, sino como recuerdo.

—Ay, Dumplin, ¿para qué vas a querer tú estos vestidos viejos? Y en los cajones sólo hay ropa interior, enaguas y recortes de periódico.

Sé que debería aceptar que Lucy se ha ido. Ya han pasado seis meses y todavía espero verla en el sofá con Riot en el regazo o haciendo crucigramas en la cocina. Sin embargo, eso no ocurrirá jamás, porque ya no está y ni siquiera conservamos una foto suya; no le gustaba ver reflejada la realidad de su cuerpo en una fotografía.

Eso me asusta. Temo que, al no oírla ni verla, acabe olvidándome de ella.

Lucy murió a los treinta y seis años, con un peso de doscientos veinticinco kilos. Falleció sola de un ataque al corazón mientras estaba sentada en el sofá viendo uno de sus programas televisivos favoritos. Nadie la vio morir, aunque tampoco nadie la vio con vida fuera de esta casa. Y ahora tampoco hay nadie que la recuerde. No como le hubiera gustado que la recordasen. Porque cuando mi madre piensa en ella, sólo se acuerda de cómo murió.

Por eso la visión de mi madre desmontando su cuarto como si se tratara de una exposición itinerante reaviva este dolor que creía apagado.

Mamá abre el cajón de la mesita de noche y empieza a sacar fajos de papeles. Veo cómo funciona su mente: guardar, tirar, ya veremos. Algunos días me pregunto en qué pila encajo yo.

—¿Es necesario que lo hagas? —pregunto—. Es su habitación.

Ella se vuelve hacia mí con mueca de incredulidad.

—Dumplin, es una habitación que está acumulando polvo y se nos echa encima la temporada del concurso. Voy a tirarme todo el verano hasta arriba de trabajo. No estaría mal contar con un cuarto para coser vestidos y montar decorados sin poner la casa patas arriba.

—¿Un taller de manualidades? —Las palabras me saben amargas—. ¿Quieres convertir la habitación de Lucy en un taller de manualidades?

Ella hace amago de responder, pero me largo y la dejo con la palabra en la boca.

En el Harpy’s, Bo está tras la parrilla con los cascos puestos. Lo saludo con la mano al pasar por su lado.

—Feliz verano, Willowdean —dice un poco alto. Tiene los labios rojos y pegajosos, y me encantaría probarlos.

Besar a Bo. El pensamiento me avergüenza. Quiero derretirme en un charco y colarme por el fregadero de la cocina.

Justo delante, Marcus ya está en la caja registradora.

—¡Te me has adelantado! —digo.

—Tiff me ha dejado temprano porque tiene que ir a entrenar.

Marcus y yo siempre hemos sido una especie de personajes secundarios en la vida del otro. Me saca un año y llevamos yendo juntos al colegio desde que éramos críos. Lo conozco como cualquiera conocería al primo de su mejor amiga: de nombre y de vista. Cuando empecé a currar en el Harpy’s, era agradable contar con alguien conocido y ahora supongo que somos amigos. Empezó a salir con Tiffanie, la capitana del equipo de softball, a principios de año y, en cuestión de semanas, sus vidas se succionaron mutuamente como si fueran ventosas.

—¿Qué tal te han ido los finales? —me pregunta.

Me encojo de hombros, miro a mi espalda y veo que Bo nos observa desde detrás de las lámparas de calor. No aparta la mirada y el estómago me da un vuelco.

—Bueno, al menos he ido y eso debería contar, ¿no? —respondo—. ¿Y a ti?

—Bien, he estudiado con Tiff. Este verano va a ver universidades.

Supongo que yo también debería estar pensando en lo que voy a hacer después del instituto, pero no me veo en la universidad y no sé cómo voy a planear algo en lo que no me imagino.

—¿Y tú? ¿También vas a mirar?

Se echa la visera a un lado y asiente pensativo.

—Supongo. —La campanilla de la puerta suena cuando unos colegiales entran en fila. Mientras esperamos a que le echen un vistazo al menú, Marcus mira por la cristalera frontal y dice—: Mi chica se va de la ciudad y yo me voy con ella, eso es lo único que sé.

Clover City es el típico lugar del que uno se marcha. El amor es lo que te absorbe o lo que te repele, aunque en realidad son sólo unos pocos los que consiguen irse. El resto se emborracha, procrea y va a misa, y eso parece bastarnos para mantenernos a flote.

Como los viernes y los sábados cerramos tarde, mamá ya está dormida cuando llego a casa. Después de apagar las luces y cerrar con llave la puerta trasera, recorro de puntillas el pasillo de la planta de arriba y me aseguro de que lo está. Unos suaves ronquidos salen por debajo de su puerta mientras voy de camino al cuarto de Lucy, con cuidado de que no cruja el suelo, y una vez allí me pongo a rebuscar entre las pilas de cosas que ha hecho mi madre.

Hay un montón de porquerías y fajos de recortes de periódico que hablan de gente y de lugares a los que nunca lograré encontrar sentido. Odio que haya cosas —cosas triviales, como para qué querría un recorte acerca de un autor de libros de cocina que pensaba visitar la biblioteca en breve— sobre las que nunca se me ocurrió preguntarle.

Tuvo el peor funeral del mundo y no sólo por las razones obvias. La mitad de Clover City asistió porque no tenía otra cosa mejor que hacer. Imagino que todos esperaban verla yacer en un féretro como una especie de advertencia encarnada, pero la triste realidad es que no pudimos permitirnos un ataúd más grande, así que, a pesar del berrinche de mi madre por no ser capaz de ofrecerle a su hermana mayor un «entierro digno», la incineramos.

Sin embargo, no me gusta recordar ese día. Me gusta recordar otras cosas, como cuando me llevó a mi primera clase de baile allá por tercero. Los leotardos apenas me cubrían la panza y los muslos se me pegaban por mucho que intentara evitarlo. Estaba demasiado gorda y era demasiado alta. No tenía nada que ver con las otras chicas que aguardaban en la puerta de clase.

Como me negaba a bajarme del coche, Lucy se sentó conmigo en el asiento trasero.

—Will —me dijo con una voz suave como la miel derretida mientras me colocaba un mechón de pelo detrás de la oreja y me tendía un pañuelo de papel que sacó del bolsillo delantero de su vestido suelto—, he perdido mucho tiempo en mi vida pensando en lo que diría o pensaría la gente. A veces para cosas tan tontas como ir a la frutería o a la oficina de correos, pero otras veces eso me ha impedido hacer algo realmente especial. Y todo porque me daba miedo que alguien me mirase y decidiera que no era lo bastante buena. Sin embargo, tú no tienes que estar pendiente de esas tonterías. Yo ya perdí todo ese tiempo, así que tú no tienes por qué hacerlo. Si entras ahí y crees que no es lo tuyo, no estás obligada a volver, pero al menos date una oportunidad, ¿de acuerdo?

Aguanté todo el otoño, pero, al parecer, no era lo mío.

En el cajón de los calcetines de Lucy encuentro una cajita de cintas de casete, todas de Dolly Parton. Elijo una al azar y la pongo en el radiocasete de la mesita de noche. Me tumbo en la cama y la escucho bajito, como si fuera un murmullo. A Lucy le encantaba la artista, probablemente más que cualquier otra cosa en el mundo, y creo que a Ellen y a mí también.

La señora Dryver es quizá la imitadora de Dolly Parton más famosa de esta parte de Texas. Es menuda como ella y su voz se parece mucho. Como Lucy fue la vicepresidenta de un club de fans regional de la cantante hasta hace algunos años, sus caminos solían cruzarse. Me cuesta no creer que mi amistad con Ellen estaba en cierto modo predestinada desde mucho antes de que ambas naciéramos, desde aquellos tiempos en los que Dolly era aún una pobre desconocida de Tennessee. Es como si El fuera una especie de regalo que Lucy destinó para mí.

No fue sólo el aspecto de Dolly Parton lo que nos cautivó, sino la actitud que demostró al saber que la gente la encontraba ridícula y al negarse a cambiar ni un ápice porque se sentía a gusto consigo misma. Para nosotras, ella es… invencible.

5

Las vacaciones deverano yano surten el mismo efecto en mí que de pequeña. Cuando El y yo estábamos en primaria, Lucy nos llevaba a la heladería Avalanche Snocones. Luego nos sentábamos en la sombría sala de estar con el ventilador del techo a toda pastilla y el sirope goteándonos de las manos mientras mi tía hacía zappinghasta que daba con el programa basura que mi madre nunca nos dejaba ver.

Sin embargo, ahora, el primer fin de semana del verano pasa sin pena ni gloria. El lunes por la mañana me despierto y veo que mi móvil está parpadeando.

ELLEN: PISCINA. AHORA. VERANO. QUÉ. CALOR.

ELLEN: AHORA.

ELLEN: AHORA.

No puedo evitar sonreír al leer su mensaje. Ellen vive en una urbanización abierta con una piscina comunitaria cuyo mantenimiento dista mucho de ser el mejor, pero durante el verano ese lugar se convierte en un oasis.

Sé que se supone que las gordas son alérgicas a las piscinas y todo eso, pero a mí me encanta nadar. A ver, no soy tonta: sé que la gente me mira, pero nadie puede culparme por querer refrescarme. Además, ¿por qué iba siquiera a importar? ¿Es que tengo quedisculparmepor tener muslos enormes y llenos de celulitis?

Cuando aparco en la entrada de El, me la encuentro sentada en el porche con el biquini puesto y una toalla enrollada alrededor de la cintura.

Nuestras chanclas resuenan en la acera mientras recorremos los tres bloques que nos separan de la piscina y, aunque son sólo las diez de la mañana, estamos cubiertas (o, como dice mi madre, relucimos de sudor.

—¡Por Dios! —refunfuña El mientras hacemos cola—. ¡Aquí hay gente para aburrir! —Cruza los brazos sobre el estómago, aunque yo me engancho a ella.

—Venga.

Como hay tanta gente, sólo conseguimos agenciarnos una tumbona de plástico. El se desenrolla la toalla de la cintura y sale corriendo hacia la piscina. Yo me saco el vestido por la cabeza, me quito las chanclas de una patada y la sigo de puntillas.

Ella se hunde hasta los hombros mientras el agua me envuelve la cintura y el frescor hace que los ojos me rueden de gusto hasta el cogote.Aaah, ahora sí que es verano.

Damos vueltas flotando bocarriba como estrellas de mar y eso me recuerda a cuando éramos crías y nos metíamos bajo el agua con las gafas de natación puestas y nos gritábamos secretos la una a la otra. Salvo que entonces no había secretos entre nosotras y, en su mayoría, eran cosas que ya sabíamos. «¡QUÉ MONO ES CHASE ANDERSON!», decía El. «¡HE ROBADO DIEZ DÓLARES DEL MONEDERO DE MI MADRE!», gritaba yo.

Hago el muerto bocarriba hasta que mi hombro roza el lateral de la piscina y siento que una sombra se cierne sobre mí. Abro una ranura enlosojos y veo a un niño pequeño acuclillado en el bordillo. Sus labios articulan unas palabras.

Me pongo de pie y el ruido inunda mis oídos, provocándome casi una conmoción cerebral. Cierro los ojos con fuerza durante un rápido segundo. Siento como si me hubieran envuelto la cabeza con film transparente.

—¿Qué?

El bañador rojo del niño gotea y deja un charco de agua debajo.

—Creía que estabas muerta —me dice—. Y te has puesto toda colorada. —El crío se levanta y, sin más ceremonia, se va.

Me toco las mejillas y el agua de mis dedos resbala por mi cara como si fueran gotas de lluvia sobre tierra reseca y agrietada. No tengo ni idea de cuánto tiempo llevo haciendo la plancha. Busco a El con la mirada y la encuentro sentada en nuestra tumbona charlando con una chica y un chico. Me tomo mi tiempo para irme a la parte baja con la esperanza de que se vayan, pero, después de remolonear unos minutos, siguen allí.

Me armo de valor y salgo corriendo de la piscina. El está sentada a los pies de nuestra tumbona, mientras que una chica a la que nunca he visto está en el otro extremo delante de un chico como si fueran montados en una moto y ella fuera conduciendo.

—Hola —digo.

Hay una milésima de segundo en que El no reacciona y la otra chica se me queda mirando como diciendo: «¿Puedo ayudarte? ¿Necesitas algo? ¿No? Pues ya te estás largando».

—Chicos, os presento a mi mejor amiga, Will. —Se gira hacia mí—. Will, esta es Callie y su novio… —Arrastra la palabra durante un segundo y chasquea los dedos.

—Bryce —se adelanta la chica. El chico asiente a su espalda. Lleva las típicas gafas de gilipollas, de esas que se ponen los entrenadores y que son casi idénticas a las de Star Trek. Tiene las manos en los hombros de Callie y se nota que son de esos que siempre se están tocando.

—Encantada de conoceros —murmuro.

El se me queda mirando.

No es que no me guste conocer a otras personas, es sólo que, en general, no me agrada la gente nueva, y eso es quizá lo que a El menos le gusta de mí. Desde que tengo memoria ha intentado acoplar una tercera rueda a nuestro pequeño tándem perfecto. A lo mejor eso me convierte en una auténtica cascarrabias, pero es que no necesito otra mejor amiga y, sobre todo, no necesito a esta chica que no deja de mirarme como si fuese una especie de coche del desguace.

El me hace sitio a su lado, pero yo me quedo donde estoy.

—¿Sabes? Callie va a participar en el concurso.

Bryce le aprieta los hombros a su novia, que deja escapar una risita estridente.

—Sí —confirma ella—. Mi hermana quedó finalista hace unos años. Supongo que lo llevo en los genes.

—Me alegro por ti —respondo con voz espesa y amarga aun sin pretenderlo.

El fuerza una sonrisa.

—En realidad, está yendo a los entrenamientos que vimos al salir del insti la semana pasada.

La verdad es que no sé qué espera que conteste a eso. Por encima de esta conversación parpadea un letrero luminoso en el que pone: «Callejón sin salida».

—Por cierto, Callie, ¿sabes que la madre de Will dirige el comité organizador del concurso? —añade mi amiga.

En el sur, los jugadores de fútbol son considerados dioses y las animadoras tampoco salen mal paradas, pero aquí las mujeres que lo petan son las reinas de la belleza. Por desgracia, ser la hija regordeta de la reina de la belleza más querida de Clover City nunca me ha reportado gran cosa.

Callie me mira llevándose una mano a los ojos para protegerse del sol.

—Espera, ¿Rosie Dickson es tu madre?

—Sí.

Si pudiera cambiar una sola cosa de mi madre, sería el concurso de belleza. De hecho, estoy segura de que mi vida entera empezaría a encajar como en efecto dominó si pudiera borrar ese acontecimiento anual de mi existencia.

Callie se echa a reír.

—Pero tú no participas, ¿no?

Espero un segundo. Dos. Tres. Cuatro. Ellen no dice nada.

—¿Y por qué no iba a hacerlo?

Obviamente nunca he tenido la más mínima intención de participar en ese depravado concurso de popularidad. Aun así, hay que ser muy gilipollas para hacer esa suposición.

—No pareces el tipo de chica que suele presentarse.Sin ánimo deofender.

De repente caigo en la cuenta de lo pequeño que es mi bañador, de que llevo los bordes de los agujeros de las piernas incrustados en las caderas y de que los tirantes se me clavan en los hombros. La ansiedad repta por mi cuerpo como una planta trepadora.

—Pero Bekah Cotter se anuncia como la más firme candidata —prosigue—. Es la encarnación de la auténtica chica americana.

La necesidad de escapar tira de mis pies.

Y, por supuesto, Callie ha utilizado mi vestido como toalla de playa para evitar que su preciosa piel toque el plástico caliente de la tumbona.

Me giro hacia Ellen.

—Voy a tu casa un momento a usar el baño. —Deslizo los pies en las chanclas y cojo la primera toalla que veo antes de marcharme tan rápido como puedo.

—¿Ocurre algo? —oigo que pregunta Callie como diciendo: «¿Y a esta qué le pasa?».

—¡Pero si aquí hay baños! —grita mi amiga por encima del gentío.

La toalla apenas me abarca la cintura. Me da igual. Sigo caminando.

Un coche lleno de chicos toca el claxon al adelantarme.

—¡Anda y que os den! —grita El a mi espalda.

Me giro. Corre en mi dirección por la acera sin más ropa que el biquini, con mi vestido y mi bolso en los brazos.

—Intento alcanzarte, ¿sabes? —me dice con tono de reproche.

Abro la boca para responder, pero me acuerdo de que estoy cabreada con ella. Sigo caminando. No reñimos. Sé que se supone que las mejores amigas se pelean,peronosotras nunca lo hacemos. A ver, discutimos por gilipolleces como programas de televisión o por cuál es el mejor lookde Dolly,aunquenunca nada serio. Sin embargo, estoy muy cabreada con ella por no haberme defendido contra esa tal Callie.

A lo mejor estoy haciendo una montaña de un grano de arena. A lo mejor es el tipo de cosa de la que sólo yo me doy cuenta, como cuando tienes una espinilla y crees que es lo único que los demás venal mirarte.

No obstante, el modo en que Callie me ha mirado de arriba abajo, como si fuera una especie de abominación… La verdad es que, para empezar, estoy cabreada por haberme sentido incómoda, porque ¿qué necesidad tenía? ¿Por qué tenía que sentirme mal por querer bañarme en una piscina o andar por allí en bañador? ¿Por qué debía meterme en el agua y salir de ella corriendo para que nadie viera lo atroces que son mis muslos?

—¡Will! ¡Espera, joder!

Sin detenerme, le digo:

—Tengo que irme a casa.

—¿Puedes explicarme lo que acaba de pasar? ¿Por qué te has comportado como una auténtica psicópata?

Me detengo porque he llegado a la casa de El.Ahora que mis pies ya no tienen adónde ir, es como si mi boca no pudiera dejar de hablar.

—¿Que por qué me he comportado así? —le grito—. Porque me has dejado sola en la piscina, me has abandonado. ¿Y quién coño era esa zorra flacucha?

En cuanto sale de mi boca, me arrepiento. Mi cuerpo lleva generando comentarios toda mi vida y, si vivir en mi pellejo me ha enseñado algo, es que nadie tiene derecho a juzgar un cuerpo que no es el suyo. Gorda. Flaca. Bajita. Alta. No importa.

Pero lo único que El dice es:

—¡Se te veía tan relajada en el agua! ¿Cómo puede convertirme en una amiga de mierda el hecho de dejarte sola en la piscina? ¿Tienes dieciséis años y te cabreas conmigo por haberte dejado sola en la piscina?

He visto a El y a Tim discutir suficientes veces como para saber que esta es su especialidad. Simplifica la situación hasta el punto de que su adversario se siente como un tonto. Es el tipo de persona que quieres que discuta a tu favor, no en tu contra.

Niego con la cabeza porque no quiero decirlo en alto. No quiero decirle que estoy enfadada porque me ha privado de mi mantita de seguridad: ella. O que debería haberse alzado en mi defensa de inmediato.

—Y que sepas que esa «zorra flacucha» es mi compañera de trabajo —añade—. No tienes por qué ser su amiga, pero al menos podrías ser amable con ella.

Levanto las manos.

—Lo que tú digas. Ya está. No quiero discutir contigo.

Deja mi bolso y mi vestido en el maletero de mi coche.

—Muy bien.