BREVE HISTORIA
DE LOS NACIONALISMOS

BREVE HISTORIA
DE LOS NACIONALISMOS

Iván Romero

Para Juliana, que nos lo has dado todo
menos el brillo de tus ojos.

Introducción. Teoría filosófica sobre el nacionalismo y sus variantes

Antes de comenzar la exposición sobre el nacionalismo como práctica política a lo largo de la historia, es necesario llevar a cabo una breve introducción teórica para aclarar el origen y las variantes de los términos «nación» y «nacionalismo». El nacionalismo nace como una ideología fundamentada en el derecho de las naciones a la autodeterminación y al mantenimiento de una identidad propia que puede caracterizarse por rasgos comunes en la cultura, la lengua, la raza o la religión. No se puede limitar la definición del nacionalismo a la defensa de la soberanía nacional, si bien el trabajo de los teóricos parte de la asunción de dicho principio. Esta definición, pues, se fundamenta en que el nacionalismo no puede ser posible sin una idea previa de lo que es una nación.

NACIÓN DESDE UNA PERSPECTIVA HISTÓRICA

El problema, según Ernest Gellner en Naciones y nacionalismo, radica en que no podemos acceder a una definición de nación en términos ajenos a la propia era del nacionalismo tras la Revolución francesa. Son varios los enfoques que desde el siglo XIX han procurado dar respuesta a la pregunta: «¿Qué es una nación?». El primer teórico que trató de responder fue Ernest Renan en 1882, quien mediante un enfoque empirista sostiene que las naciones son hechos objetivos, es decir, que a través de la recolección y clasificación de datos se pueden establecer una serie de elementos con los que se podrían describir.

Así, Renan sostiene que se deben analizar, una a una, las características empleadas a la hora de definir la identidad propia de una nación: cultura, etnia, religión, lengua... Sin embargo, llega a la conclusión de que es imposible encontrar un rasgo común a todas las naciones, es decir, no encuentra un hecho esencial para definir lo que es una nación. De esta forma, Renan concluye que el único rasgo objetivo a partir del cual se puede distinguir una nación es interno a los propios individuos que la componen, pues es el deseo que los mismos tienen de vivir juntos. La forma empírica de comprobar este rasgo sería la consulta electoral.

Desde entonces, son muchos los autores que han seguido la línea teórica de Renan a la hora de explicar en qué consiste una nación, si bien no cabe duda de que son varios los problemas a los que se enfrenta esta postura. En primer lugar, el hecho de limitar la definición de nación a la voluntad de un conjunto de personas supone que dentro de esta misma definición puedan incluirse distintas asociaciones, que incluirían desde clubs a sectas religiosas. Además, con el desarrollo de los nacionalismos del siglo XX, numerosos líderes de estos movimientos han apelado a aspectos que van mucho más allá de la cuestión de la voluntad, por lo que se ha hecho evidente que el concepto de Renan se halla anticuado y desfasado respecto al propio desarrollo de la ideología nacionalista.

En 1944, Guido Zernatto publicó «Nation: the History of a Word», un artículo en el que a través de una perspectiva lingüística pretendía analizar la evolución de la palabra nación a lo largo de la historia, con el fin de acceder a un significado completo de la misma. Partía de la antigua Roma, donde el término natio poseía un cariz despectivo y se usaba para designar a los grupos de extranjeros no ciudadanos procedentes de una misma región geográfica y que habitaban en las ciudades coloniales del territorio bajo dominio romano.

Durante la Alta Edad Media, Zernatto reduce el uso del término nación al ámbito universitario, donde se utilizaba para separar a los estudiantes según sus regiones de origen. De esta forma, perdió su connotación negativa y comenzó a asociarse a aquellos grupos con una opinión y finalidad común. Sin embargo, era todavía impensable el uso de «nación» fuera del ámbito universitario, aunque por extensión comenzó a aplicarse en los concilios ecuménicos, es decir, las asambleas celebradas por la Iglesia en las que eran convocados los obispos para debatir sobre la teoría y práctica religiosa. Se denominaba, entonces, nación a las secciones entre las que se dividía el voto en dichos concilios, lo cual suponía dotar al término de un carácter elitista, ligado a un grupo selecto de hombres.

Rápidamente este sistema de representación territorial fue imitado por los príncipes y monarcas europeos, que acumulaban en sus manos un poder cada vez más centralizado. De esta forma, nos encontramos ya en el siglo XIV cómo, en algunas Cortes y otras asambleas, los estamentos llamados a las mismas comenzaban a denominarse naciones. Esto mantuvo la concepción de nación como una comunidad de élites con un mismo origen geográfico hasta el siglo XIX, sin que la Revolución francesa alterara en su momento esta característica del término.

La propia Revolución francesa, de hecho, quiso distinguir entre los conceptos «pueblo» y «nación» desde sus inicios. Su objetivo era que las altas clases burguesas pasaran a engrosar las filas de la nación, pero no el pueblo llano. La forma de llevar esto a cabo era el sufragio censitario, que impedía que todo el pueblo francés pudiera ser considerado como nación en tanto que la gran mayoría no poseían derecho a la participación política y, por lo tanto, no formaban parte de la soberanía nacional.

De esta forma, hasta el siglo XIX la nación no adquirió su último significado, el que hace referencia al pueblo soberano. Así, la palabra «nación» pasa a significar un grupo de personas diferenciado y único, procedente de un mismo origen y portador de la soberanía. La nación pasa a convertirse, en la vida política, en base de la solidaridad y objeto supremo de lealtad. Sin embargo, esto supone que el pueblo soberano que compone la nación solamente aparece en un estadio muy reciente de la historia de la humanidad y debido a unos cambios impensables antes del siglo XIX.

No es posible, pues, concebir la nación en este término sin tener en cuenta la secularización del pensamiento político que deja de lado la legitimación divina del poder característica de la Edad Media. Para atraer a la totalidad de los habitantes de un territorio hubo que desafiar a la sociedad estamental, fundar una lealtad común y dignificar a todos aquellos miembros del pueblo que hasta el momento se habían visto apartados de la participación en la vida pública. Además, esta soberanía popular debía componer un poder estable sobre un territorio grande y definido con fronteras claras. Por lo tanto, autores como Hans Kohn sostienen que es imposible hablar del nacionalismo sin la creación del Estado moderno, centralizado y definido, que aparece en Europa entre los siglos XVI y XVIII.

Por otra parte, el surgir de la nación en su concepción moderna no puede desligarse de un contexto socioeconómico particular. Otto Bauer publicó en 1907 La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, donde expone que es imposible concebir el nacimiento de la nación alemana sin hacer referencia al contexto de expansión del capitalismo en el siglo XIX. Es decir, no podemos pensar que una gran extensión del territorio sea accesible a la mayoría de la población sin tener en cuenta el desarrollo de la prensa, los transportes, la ampliación de los mercados y la sustitución de una sociedad estamental por una sociedad de clases que permita cierta movilidad.

DIFERENTES TESIS SOBRE EL ORIGEN DE LOS NACIONALISMOS

Una vez hecho este breve recorrido sobre la evolución teórica que ha sufrido el término nación y las distintas perspectivas desde las que se define en la actualidad, es el momento de exponer de forma sucinta las diferentes tesis que explican el origen del nacionalismo como ideología. Estas tesis han sufrido una evolución paralela a la de la propia idea de nación, por lo que en algunas ocasiones pueden llegar a contradecirse según la definición que tomemos de cada término.

Son tres los principales paradigmas que han servido para explicar los orígenes del nacionalismo a lo largo de la historia. El primero sería el primordialismo o perennialismo, cuyos orígenes se encuentran en el romanticismo alemán, en particular en los trabajos de Johann Gottlieb Fichte y Johann Gottfried Herder. Se basa en la idea de que las naciones son fenómenos antiguos y naturales, presentes prácticamente desde el inicio de la historia. Herder vincula el término nación con un grupo lingüístico, de forma que el lenguaje genera una forma de pensamiento común a un grupo de personas. Así, cada comunidad de lenguaje presenta un pensamiento distinto. Esta teoría se halla prácticamente en desuso desde la Segunda Guerra Mundial, puesto que no tiene en cuenta la necesidad de recurrir al contexto socioeconómico de la modernidad a la hora de conseguir definir lo que es una nación.

El segundo paradigma se denomina etnosimbolismo y ofrece una visión complementaria, pero más compleja, del primordialismo. El etnosimbolismo intenta explicar el nacionalismo que lo contextualiza a través de la historia como un fenómeno dinámico que evoluciona de forma progresiva. Examina la fuerza del nacionalismo como resultado de los lazos subjetivos que los miembros de una nación tienen sobre los símbolos nacionales imbuidos de significado histórico. Hace especial hincapié, por lo tanto, en el papel de los símbolos, los mitos, los valores y las tradiciones en la formación de las naciones modernas. Defiende la larga persistencia de las naciones en el pasado frente a los que mantienen su origen moderno. Los principales partícipes de esta teoría son John A. Armstrong, Anthony D. Smith y John Hutchinson.

El tercer paradigma, quizá el más generalizado hoy en día y vinculado con las circunstancias expuestas a la hora de definir qué es una nación, es el paradigma modernista. El paradigma modernista, a diferencia de los dos anteriores, sostiene que son necesarias las estructuras de la sociedad moderna para la definición de una nación y, por lo tanto, para la consecuente aparición de movimientos nacionalistas. De este modo, no se puede concebir el nacionalismo sin la formación de los Estados nación modernos en un contexto socioeconómico desarrollado.

TEORÍAS Y PRÁCTICAS DEL NACIONALISMO

Cabe, por último, finalizar este apartado introductorio estableciendo una breve relación de las principales formas teóricas y prácticas que el nacionalismo ha adoptado a lo largo de la historia. Es muy difícil encontrar formas puras de los apartados de esta clasificación, puesto que muchas de ellas son complementarias, ya que, como se ha comentado con anterioridad, la idea de nación y el desarrollo del nacionalismo tienen en cuenta numerosos factores.

La primera forma, y quizá la más relevante, sería el nacionalismo liberal, ligado a la idea de nación como un conjunto de personas que se identifican con la misma y comparten iguales derechos políticos, es decir, a las tesis de Renan expuestas previamente. De esta forma, el nacionalismo liberal no presta especial atención a los orígenes étnicos, por lo que presenta una postura no xenófoba basada en los valores liberales de libertad, tolerancia, igualdad y defensa de los derechos individuales. Defiende que las políticas democráticas requieren una identidad nacional para funcionar y que, por lo tanto, el nacionalismo es necesario para que los ciudadanos puedan vivir de forma autónoma en función de sus deseos individuales.

En sus primeros estadios, el nacionalismo liberal tomó la forma de nacionalismo territorial. Autores como Athena S. Leoussi o Anthony D. Smith sostienen que la Revolución francesa defiende una suerte de nacionalismo territorial y no étnico basado en la idea de que los habitantes pertenecen a la nación en la que han nacido o que los ha acogido, es decir, a aquella compuesta por el territorio sobre el que se encuentran y que impone las leyes a las que están sujetos. Para ello es esencial la consecución de la igualdad legal. Así, cada ciudadano debe pertenecer a una nación, pero tiene el derecho de elegir a cuál. Encontramos, sin embargo, casos en los que esta teoría, junto a otros factores, ha provocado el desarrollo de limpiezas étnicas, con el fin de eliminar del territorio a todas aquellas otras naciones que convivían en él.

El nacionalismo integral, por su parte, rechaza en gran medida lo propuesto por el liberal y es característico de Estados como la Italia fascista o la Alemania nazi. De esta forma, se caracteriza por una postura antiindividualista y proestatista; todos los ciudadanos deben subordinar sus deseos individuales a las necesidades de la nación. Sumado a esto, suele presentar un extremismo radical que se plasma en un expansionismo militar agresivo. Además de en los países fascistas, este modelo de nacionalismo es común en aquellos países que han obtenido su independencia a través de un conflicto bélico, puesto que en ellos su inestabilidad lleva a que estas posturas radicales sean consideradas necesarias para asegurar la seguridad y viabilidad del nuevo Estado.

Opuesto, en cierta medida, al nacionalismo liberal, encontramos el nacionalismo étnico, que basa la existencia de la nación en una herencia común del lenguaje, la religión y, en general, de una cultura compartida con los ancestros. Esta postura no tiene por qué suponer la supremacía de una etnia sobre otra, si bien rechaza la idea de asimilación cultural, es decir, el hecho de depender de una cultura ancestral evita la inclusión de nuevos miembros en la composición de la nación. Esta idea se halla detrás de los derechos de autodeterminación de numerosos grupos étnicos.

Existen ciertos ejemplos en los que el nacionalismo étnico, con otros factores añadidos, ha desembocado en teorías de pureza nacional que suponen la exclusión de las minorías y buscan el retorno a una patria ancestral mítica, como sería el caso de algunas posturas ideológicas que sustentaron el nazismo alemán. En cierta medida, esta clase de nacionalismo étnico puede vincularse con un nacionalismo racial, que busca la definición de la nación en función de la raza, intentando preservar la limpieza de la misma a través de la prohibición de la mezcla con otras y el rechazo a la inmigración.

En muchos casos, el nacionalismo se encuentra ligado con las creencias religiosas que agrupan a la población de un territorio. El nacionalismo religioso es una forma de contribución a los sentimientos de unidad y crea vínculos comunes entre los ciudadanos de una nación. Es evidente, por otro lado, que la religión forma parte esencial de la cultura y que, por lo tanto, está ligada al nacionalismo cultural y étnico. Generalmente, el nacionalismo religioso suele servir de soporte a un sentimiento nacional más complejo, si bien encontramos casos como el del sionismo judío en el que se halla en el mismo núcleo del deseo de consecución de una nación independiente.

Por otra parte, el nacionalismo siempre ha sido tema de discusión entre los teóricos de la izquierda. Son muchos los casos, en particular en movimientos nacionalistas de liberación colonial, de unión entre teorías nacionalistas y socialistas. Esto se debe a la idea de emancipación que se encuentra detrás de dichos movimientos, que buscan la liberación nacional frente al opresor y, en consecuencia, la posibilidad de ejercer su derecho a la autodeterminación. Ejemplos de estos movimientos son la Cuba de Fidel Castro o el Sinn Féin en Irlanda.

Sin embargo, no siempre el nacionalismo anticolonial estuvo vinculado a la izquierda, puesto que en los casos de los países bajo el yugo de la URSS encontramos movimientos nacionalistas que se oponen a su imperialismo y buscan la autodeterminación desde posturas conservadoras, como sería el ejemplo del catolicismo en Polonia.

Finalmente, una forma particular de nacionalismo es el denominado pannacionalismo, cuya principal característica es la intención de unir bajo una misma nación un extenso territorio sobre el que no existen vínculos políticos, pero sí étnicos y culturales. Esto implica que los miembros pertenecientes a una nación por cuestiones étnicas están dispersos en distintos Estados que, en teoría, deberían unirse. Ejemplos relevantes son el paneslavismo, el pangermanismo o el panarabismo, cuya puesta en práctica ha acabado, generalmente, en fracaso. El experimento más exitoso fue el de Yugoslavia, aunque las fricciones entre los Estados miembros desembocaron en una cruenta guerra y en su desintegración.