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La marcha fúnebre

La marcha fúnebre

Una historia de la guerra entre México y Estados Unidos

PETER GUARDINO

Traducción de Mario Zamudio Vega

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Guardino, Peter

La marcha fúnebre. Una historia de la guerra entre México y Estados Unidos / Peter Guardino ; trad. de Mario Zamudio Vega. –
México : Grano de Sal, 2018

534 p. : ilus., maps., figuras ; 23 × 17 cm

Título original: The Dead March. A History of the Mexican-American War

ISBN: 978-607-98249-7-6

1. Guerra norteamericana, 1846-1848 2. Estados Unidos – Condiciones económicas -1865 3. Estados Unidos – Condiciones sociales – 1865 4. México – Condiciones económicas – Siglo XIX 5. México – Condiciones sociales – Siglo XIX 6. América del Norte – Condiciones económicas – Siglo XIX
I. Zamudio Vega, Mario, tr. II. Ser. III. t.

LC E404.G83
Dewey 973.62 G668m

Primera edición, 2018 | Primera edición en inglés, 2017
Título original:
The Dead March. A History of the Mexican-American War | Published by arrangement with Harvard University Press through International Editors’ Co.

Traducción: Mario Zamudio Vega
Diseño de portada: León Muñoz Santini | “The Capture of O’Brien’s Guns”, The San Jacinto Museum of History.

D. R. © 2018, Libros Grano de Sal, SA de CV
Av. Casa de Moneda, edif. 12-B, int. 4, Lomas de Sotelo, 11200,
Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México
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Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

Índice

Introducción

La explicación del resultado de la guerra

México y Estados Unidos durante el periodo de 1846 a 1848

El expansionismo estadounidense

Género, raza y religión

1. Los hombres más dañosos a la población

Los insólitos agentes de la prosperidad y la libertad estadounidenses

El ejército regular mexicano

El género y el reclutamiento

El servicio en el ejército regular mexicano

2. Somos los muchachos rumbo a México

El retorno de Santa Anna

Los voluntarios estadounidenses y la democracia jacksoniana

El mal comportamiento de los voluntarios

La opinión de los voluntarios sobre los mexicanos

3. Como las naciones civilizadas

La campaña de Monterrey

Santa Anna y la campaña del norte

Muerte en un lugar angosto

4. Incluso los padres de familia

Los soldados ciudadanos de México

El desastre fiscal de México

La rebelión de los polkos

La campaña de invasión de Winfield Scott

La batalla de Cerro Gordo

5. Cada capítulo que escribimos con sangre mexicana

La guerra y la identidad en México

El ejército de Winfield Scott, la población civil mexicana y la guerra de guerrillas

6. Murieron yanquis como hormigas

Los preparativos para la defensa de la ciudad de México

Las primeras batallas en el valle de México

Los san patricios

7. La gente de la ciudad estaba disparando

La población civil opone resistencia a los estadounidenses

8. Avergonzado de mi país

Las recriminaciones

La guerra de guerrillas y las atrocidades

El debate sobre la continuidad de la resistencia

California en la guerra

Nuevo México en la guerra

Identidades fluidas

9. La ley del más fuerte

La ocupación y algunas decisiones severas

¿Enamorados y en guerra??

Conclusión

La guerra y la identidad nacional mexicana

La identidad nacional estadounidense

Por qué perdió México

Abreviaturas

Notas

Créditos de ilustraciones

Reconocimientos

Para Jane Walter, Rose Guardino y Walter Guardino

Introducción

Cuando reflexionaba sobre sus experiencias como soldado estadounidense en México, Isaac Smith escribió: “la marcha fúnebre se oía casi todos los días”.1 Esa “marcha fúnebre” era la música que acompañaba los funerales y Smith se refería a los muchos camaradas que murieron de alguna enfermedad mientras se encontraban en los campamentos del ejército estadounidense levantados en el norte de México, pero sus palabras tienen una resonancia que trasciende esa referencia específica. La guerra entre Estados Unidos y México que tuvo lugar entre 1846 y 1848 fue, ante todo, trágica: en ella miles de soldados murieron de enfermedades, de hambre y de sed, así como de las formas de violencia más directas que la gente puede infligir en toda guerra duradera. Murieron más de 13 mil soldados estadounidenses, mientras que las bajas mexicanas son difíciles de estimar; en los partes oficiales de las batallas, tienden a variar más: muchos soldados mexicanos fueron enterrados en tumbas comunes sin identificación alguna, y la mayoría de las versiones mexicanas en los cuidadosos registros de las unidades militares que forman la base para la cuenta de los estadounidenses caídos todavía son inaccesibles en las desorganizadas secciones sin catalogar de los archivos mexicanos; por lo demás, también murieron muchos civiles. En conjunto, esos problemas hacen que la estimación del número de muertes mexicanas sea un asunto incierto, pero quizá murieron en esa guerra hasta el doble de mexicanos que de estadounidenses, lo cual arroja una cifra de hasta 25 mil bajas mortales.2 La muerte fue uno de los aspectos que unieron las experiencias de estadounidenses y mexicanos en el conflicto, y la muerte en muchas formas también sobresale en los miles de documentos generados por esa guerra.

El gobierno de Estados Unidos, encabezado por el presidente James K. Polk, “ganó” la guerra indisputablemente: obligó al gobierno mexicano a renunciar a su reivindicación sobre Texas y también a ceder los territorios que más tarde se dividirían en los estados de California, Nevada, Arizona, Nuevo México y Utah, así como parte de los estados de Colorado y Wyoming. Por esa razón, la narrativa predominante sobre la guerra en la historia de ambos países se centra en el éxito de los estadounidenses y en el fracaso de los mexicanos. La transferencia de esos recursos tuvo un severo impacto en el futuro de uno y otro. Para Estados Unidos, la guerra significó apoderarse de los inmensos recursos del lejano oeste: durante el periodo de 1846 a 1848, la gente consideraba que el recurso más importante de esos territorios era la tierra, en especial la zona relativamente bien abastecida de agua que proporcionó a California su evidente potencial agrícola. Otro bien que valoraban algunos estadounidenses era el acceso a Asia a través de los puertos del océano Pacífico. Para México, la pérdida territorial supuso la imposibilidad de la expansión agrícola en esas tierras, aunque, de todos modos, de haber tenido lugar, tal vez no habría sido pronto: los mexicanos consideraban que la mayor parte de esos territorios era demasiado seca para la agricultura y todos estaban demasiado lejos de sus mercados potenciales, por lo que la mayoría de los mexicanos no tenía mucha prisa por avanzar hacia el norte. Lo que ni unos ni otros sabían, incluso en 1848, era que el potencial agrícola de la región era sólo una parte de la riqueza perdida por México: la historia posterior de esa zona también contiene una larga serie de descubrimientos minerales, que comenzó con la famosa fiebre del oro de 1849 en California, pero que siguió adelante con muchos otros descubrimientos de oro, plata, cobre, plomo y otros minerales. La piqueta y los explosivos fueron tan importantes como el caballo y el arado para la historia del siglo XIX de la región y lo mismo se puede decir de sus reemplazos más modernos.

MaPa 1. Norteamérica en 1846.

Ahora bien, el éxito y el fracaso pueden ser algo extraño. Los nuevos territorios generaron a Estados Unidos no sólo oportunidades sino también dolor: la cuestión con respecto a quién se permitiría aprovecharlos llevó a los estadounidenses directamente a la Guerra Civil, un conflicto catastrófico que provocó muertes a una escala que ni siquiera los veteranos de la guerra de 1846 a 1848 podían haber imaginado. La Guerra Civil provocó la muerte de entre 600 mil y 800 mil personas.3 Antes de 1848, los políticos estadounidenses habían podido llegar de manera apresurada a una serie de acuerdos que permitieron que la economía centrada en el trabajo libre en la mitad septentrional del país coexistiera con la economía centrada en la esclavitud en la mitad meridional, junto con las diferencias sociales y culturales regionales que acompañaban a esas economías, un acto de equilibrio que no logró sobrevivir a la adquisición de tanto territorio de un solo golpe:4 Estados Unidos se dividió y solamente logró reunificarse de nuevo después de que el norte impuso una aplastante derrota al sur en una prolongada y amarga guerra de desgaste. El país que emergió después de la Guerra Civil fue muy diferente del que había invadido México 20 años antes, con un gobierno más poderoso y, también, una economía capitalista más vigorosa que pronto hicieron de Estados Unidos una de las principales potencias del planeta.

La guerra mexicano-estadounidense también tuvo como consecuencia la guerra civil en México, aunque la senda que condujo a ella fue menos directa. La pérdida de la guerra con Estados Unidos provocó encendidos debates entre los políticos y los intelectuales mexicanos sobre la manera en que se debía unir más al país y hacerlo más próspero. Algunos mexicanos poderosos y acaudalados hicieron presión para lograr un México que adoptara lo que creían que eran los valores españoles de religiosidad y jerarquía para avanzar hacia una forma de modernidad que fuese más coherente con su pasado colonial y más parecida a la de ciertos países europeos a los que admiraban. El derecho al voto se limitaría a los ricos y la paz social se aseguraría por medio de una iglesia católica fuerte y un ejército profesional. En contraste, sus opositores creían que Estados Unidos había derrotado a México debido a que los cambios que habían tenido lugar en el país después de la Independencia no habían llegado lo suficientemente lejos: querían hacer de México un país más democrático y liberar su economía de los límites que le imponían unos mercados cuyo funcionamiento era inadecuado; esos liberales también acabaron por comprender que el poder de la iglesia católica era un obstáculo. Los conflictos políticos entre los conservadores y los liberales ganaron en intensidad a medida que los golpes de Estado, las revoluciones y las guerras civiles, cada vez más violentas, implicaron de forma directa a más y más mexicanos y culminaron cuando los conservadores intentaron implantar una monarquía en México con la ayuda de tropas europeas y fracasaron. Irónicamente, el México que había surgido de esos conflictos se adhirió estrechamente a los mercados libres, pero se alejó cada vez más de los aspectos más democráticos del liberalismo: se convirtió en una sociedad que prestaba una enorme atención retórica a la democracia y las garantías individuales, y a la vez aseguraba la paz social mediante un autoritarismo pragmático que permitía la movilidad social a los políticos ambiciosos pero orientaba la política social y económica a hacer de México uno de los mejores lugares en el mundo para que emprendedores acaudalados obtuvieran grandes ganancias.

Ni los altos costos humanos de la guerra mexicano-estadounidense ni sus importantes consecuencias han atraído mucho la atención en ninguno de los dos países. No existe un monumento conmemorativo a los caídos de esa guerra en la capital de Estados Unidos y su lugar en los libros de texto de esa nación es mínimo. Por lo general, los estadounidenses han deseado ver su país como uno en el que tanto la democracia como la prosperidad han aumentado con el tiempo; por desgracia, las guerras de conquista están asociadas con la tiranía y la inmoralidad, no con el avance de la democracia. Existe cierta ambivalencia culpable que se desprende del hecho de que fueron unos ladrones exitosos; por lo demás, las trascendentales consecuencias y las numerosas bajas de la Guerra Civil arrojaron sombras sobre la guerra de 1846 a 1848; incluso los historiadores y los novelistas que han escrito sobre la guerra con México a menudo acudieron a esa ambivalencia debido a que muchos de los generales de la Guerra Civil eran oficiales jóvenes durante el conflicto con México.5 Asimismo, la conciencia histórica mexicana suele vacilar a propósito de la guerra: ¿quién desea recordar la derrota, en especial una derrota que muchos consideran resultado de la debilidad? En cambio, los libros de texto mexicanos ponen el énfasis en los conflictos que puedan narrarse de una manera más positiva, como la exitosa lucha de México en contra de la intervención francesa en la década de 1860 o la Revolución mexicana de 1910.6

Las guerras obligan a la gente a discutir de forma explícita cuestiones fundamentales sobre su vida y su sociedad que se mantienen en el trasfondo en épocas más felices, y a la vez generan enormes cantidades de documentos que los historiadores necesitan para tener acceso al pasado lejano. Este libro es una historia social y cultural de la guerra de 1846 a 1848 que se centra en las experiencias y las actitudes de los mexicanos y los estadounidenses ordinarios, tanto soldados como civiles. Escribir respecto a esas experiencias y actitudes requiere prestar atención a las causas de la guerra y los puntos de vista de los políticos, así como a las batallas y las campañas que la gente imagina con frecuencia cuando piensa en una guerra; sin embargo, el énfasis está en lo que algunas personas llaman la “nueva historia militar”, que se centra en quiénes eran los soldados y los civiles, y en cómo las guerras fueron moldeadas por las sociedades que participaron en ellas. Los sucesos de una guerra, tanto los de los conflictos a gran escala entre las naciones como los de las campañas y las batallas a una escala más íntima, no pueden entenderse realmente si no se toma en consideración la historia social y cultural. Los ejércitos no surgieron de la noche a la mañana según el capricho de los políticos, ni los generales pudieron manipular a las tropas como si fueran piezas de ajedrez desprovistas de ideas o actitudes.7 Este enfoque ayuda realmente a entender la razón de que las batallas hayan terminado como lo hicieron y de que los comandantes militares hayan tomado ciertas decisiones en particular; asimismo, ayuda a entender el resultado de la guerra.

LA EXPLICACIÓN DEL RESULTADO DE LA GUERRA

Las explicaciones más comunes ofrecidas para el resultado de esta guerra, tanto inmediatamente después como mucho más adelante, se han centrado en las diferencias políticas entre México y Estados Unidos, proponiendo el convincente argumento de que los mexicanos estaban divididos y carecían de compromiso con su país, de muy reciente formación, mientras que los estadounidenses estaban unidos y eran más nacionalistas; sin embargo, cuando se hurga con más profundidad en los aspectos culturales y sociales de la guerra, ese argumento simplemente no concuerda con las pruebas documentales. Mexicanos de una gran variedad de grupos sociales hicieron enormes sacrificios para oponerse a la agresión estadounidense y comprendieron, con frecuencia, que sus esfuerzos representaban un compromiso con México; sin duda alguna, los conflictos políticos que tenían lugar en el país dañaron el esfuerzo bélico, gravemente en algunas ocasiones, pero esos conflictos fueron siempre respecto de lo que México debía ser, no respecto de si debía existir, y todos los grupos políticos importantes se opusieron a los estadounidenses; no hubo nada de automático en lo concerniente a su identificación con México y el nacionalismo siempre se entrelazó con otras formas de identidad, aunque era muy fuerte. La identidad nacional era igualmente compleja en Estados Unidos: los diferentes grupos sociales y políticos expusieron diferentes ideas con respecto a lo que debía ser el país y esos argumentos se mantuvieron incluso durante el conflicto con México; en Estados Unidos, por lo demás, los conflictos políticos impidieron que los expansionistas lograran todo lo que habían esperado obtener. El presidente Polk no encabezó una nación unida empeñada en la conquista militar; por el contrario, fue capaz de iniciar la guerra explotando de manera hábil los muy graves conflictos políticos que existían en su país. En los inicios del conflicto, en algunas regiones, hubo un significativo estallido de entusiasmo popular por la guerra, el cual pronto comenzó a enfriarse y, a medida que pasaba el tiempo, la guerra llegó a ser cada vez más controvertida.

Si la unidad estadounidense no fue lo que derrotó a México, ¿entonces qué sí? La mayor ventaja que Estados Unidos tenía era su prosperidad; cuando se examina la historia social y cultural de la guerra, queda muy claro que las diferencias económicas entre los dos países contribuyeron mucho más a la victoria estadounidense que las diferencias políticas. Los políticos de México fueron capaces de atraer a sus compatriotas para que se integraran a las filas de sus ejércitos, pero esos ejércitos estaban mal equipados y aprovisionados: con frecuencia, los soldados mexicanos carecían de uniformes adecuados y casi siempre enfrentaron a los estadounidenses con armas gastadas y frágiles. La falta de alimentos hizo que su experiencia fuera aún más dramática: los soldados y las mujeres que los acompañaban solían marchar con hambre y luchar con hambre y, cuando abandonaban sus unidades sin permiso, lo hacían por lo general para buscar comida con suficientes calorías para asegurarse la supervivencia; y los ejércitos que no podían alimentarse bien se deshacían. La economía de México era mucho más pequeña que la de Estados Unidos e, incluso antes de la guerra, su gobierno había tenido grandes dificultades para generar suficientes ingresos con los cuales solventar las operaciones rutinarias. En las décadas anteriores a la guerra, la falta de ingresos obligó repetidamente a los gobiernos en dificultades económicas a cubrir las insuficiencias con préstamos del extranjero y nacionales con unas altas tasas de interés, por lo que un porcentaje creciente de los ingresos que lograban recaudar lo dedicaban a pagar los intereses de esos préstamos.8 La guerra provocó un derrumbe catastrófico de las tambaleantes finanzas del gobierno mexicano, y la agresión estadounidense lo obligó a aumentar el gasto militar, lo cual causó que el problema empeorara. Pronto, el bloqueo naval estadounidense de los puertos mexicanos exacerbó de forma drástica la crisis fiscal, debido a que impidió que el gobierno mexicano recaudara los aranceles a las importaciones, que eran la fuente más importante de sus ingresos; asimismo la guerra provocó que la economía mexicana disminuyera su ritmo, lo cual redujo aún más los ingresos del gobierno y empeoró las condiciones de vida de la población civil. En cambio, la economía de Estados Unidos era tan productiva que incluso unos impuestos modestos generaban suficientes ingresos para apoyar la guerra de expansión en el extranjero: sus soldados tenían mejores uniformes, mucho mejores armas y suficiente dinero para comprarle la mayor parte de los alimentos que necesitaban a la población civil mexicana, la cual, irónicamente, carecía de otras opciones económicas para dar salida a esos productos, debido en parte a la perturbación económica causada por la guerra.

MÉXICO Y ESTADOS UNIDOS DURANTE EL PERIODO DE 1846 A 1848

El hecho de centrar la atención en la historia social y cultural de la guerra mexicano-estadounidense ayuda a explicar sus resultados, pero ese enfoque también representa una oportunidad excepcional para comparar las dos naciones.9 Nuestras ideas respecto a la sociedad en la que vivimos están moldeadas por comparaciones implícitas: consideramos que algunas sociedades son ricas y otras, pobres; que algunos gobiernos son democráticos y otros, autoritarios; que algunos gobiernos son eficaces y otros, débiles. Nos contamos historias, no solamente sobre el éxito relativo y el fracaso de los sistemas políticos, sociales y económicos, sino también sobre las causas del éxito y el fracaso; sin embargo, las comparaciones que alimentan nuestro análisis del mundo son implícitas, no explícitas, en un grado extraordinario, y a menudo las comparaciones implícitas son poco rigurosas. Cuando los estadounidenses contemplamos México, tenemos la tendencia a comparar una visión ideal de Estados Unidos con un sur lejano exageradamente decepcionante; y los mexicanos hacen lo mismo, ya que idealizan Estados Unidos y ponen el acento en sus propios problemas sociales. El examen de la historia social y cultural de la guerra de 1846 a 1848 ofrece la posibilidad de sacar esas comparaciones a la luz del día para poder hacerlas, no sólo más explícitas, sino también más precisas. En este libro, se tiene la intención de examinar tanto a México como a Estados Unidos tal como eran a mediados del siglo XIX, no como los veían sus impulsores más optimistas o sus críticos más pesimistas; más aún, se tiene el propósito de evitar el error común de comparar el México de 1846, no con el Estados Unidos de la misma época, sino, por el contrario, con el Estados Unidos más fuerte que surgió después de su guerra civil.

Cualquier intento de comparar Estados Unidos con México mediante el examen de la guerra debe comenzar por tener cierto sentido de lo que los dos países eran en 1846. La mayoría de los observadores contemporáneos tal vez habría estado de acuerdo con que eran lugares muy diferentes: la economía estadounidense era mucho más próspera que la economía mexicana y estaba creciendo más aprisa; en la época de la guerra, Estados Unidos tenía unos ingresos per cápita al menos tres veces mayores que los de México;10 asimismo, tenía un sistema político más estable, en el sentido de que el conflicto político se confinaba por lo general a los cauces institucionales especificados por las leyes y la constitución; los golpes de Estado no eran algo común y no había habido ninguna guerra civil desde su guerra de independencia. Sin duda alguna, Estados Unidos no era una verdadera democracia, al menos no para la mayoría de sus habitantes, y difícilmente se podría decir que no existía violencia social y política; no obstante, el país había sido gobernado conforme a la misma constitución durante más de medio siglo y los titulares de los cargos políticos casi siempre se las arreglaban para llegar al término de su mandato y para entregar el cargo a sus sucesores, que habían sido electos por medio del voto en las urnas,11 algo que, sin duda alguna, no podría decirse sobre México. En ocasiones, los dirigentes mexicanos también eran seleccionados por medio de elecciones, pero pocas veces completaban su mandato antes de ser removidos de sus cargos por un golpe de Estado, una revuelta o una guerra civil; y aunque muchos de esos conflictos no fueron particularmente violentos, contribuyeron a la reputación de que el país tenía una gran inestabilidad política. Las diferencias económicas y políticas se entrelazaban: sin duda alguna, la prosperidad estadounidense ayudó a mantener la estabilidad política, debido a que ofrecía oportunidades económicas a mucha gente, y la estabilidad política ayudaba a la economía al hacer que las inversiones fueran más seguras. Por otra parte, las frustraciones económicas de muchos mexicanos quizá contribuyeron a su disposición a participar en los golpes de Estado y en las revueltas, por lo que, sin duda alguna, las guerras civiles y la inestabilidad política mexicana perjudicaron su economía.

La geografía explica una gran parte de la disparidad económica entre los dos países: Estados Unidos contaba con mucha más tierra cultivable y, aunque en 1846 tenía una gran cantidad de montañas, casi no había tierras con muy poca agua para sostener la agricultura y la mayor parte de la tierra era lo suficientemente llana como para cultivarla; por lo demás, la mayor parte de las tierras cultivables estaban cerca del océano Atlántico, el Golfo de México, los Grandes Lagos o los cientos de ríos que corren con suficiente lentitud como para permitir que se les use para el transporte: a principios del siglo XIX, un gran esfuerzo de construcción de canales redujo incluso más los costos del transporte de los productos estadounidenses. Nada de eso podría decirse de México: una gran parte del territorio del país era ya demasiado seca, ya demasiado montañosa como para cultivarla, y las montañas mismas y las características de la lluvia, marcadamente asociadas a las temporadas, significaban que los ríos mexicanos casi nunca eran navegables; además, la mejor tierra cultivable de México se encontraba por lo general lejos de las costas: las tierras que podían ser cultivadas aprovechando las lluvias de temporada se encontraban apiñadas en el centro y el sur del país, junto con la mayoría de la población, y, en el mejor de los casos, los mercados para los bienes producidos en ellas solían ser regionales, porque el transporte por tierra era muy costoso. Por el contrario, la disponibilidad de tierra cultivable y las opciones para el transporte fluvial en Estados Unidos estimularon, en algunas regiones en particular, tanto la industrialización como la especialización agrícola tempranas, lo cual hizo que la economía fuera más eficaz, pues permitió que los propietarios de las tierras sacaran provecho de algunas cosechas específicas mejor adaptadas al medio ambiente local.12

Las diferencias políticas entre los dos países también contribuyeron a las disparidades económicas. El gobierno británico no había dificultado mayormente el desarrollo económico de las colonias que más tarde se convertirían en Estados Unidos, en parte porque nunca consideró esas colonias como una importante fuente de ingresos, pero, sobre todo, porque las leyes y el sistema legal que las colonias heredaron de la metrópoli estipulaban unos derechos de propiedad relativamente seguros y una resolución de disputas relativamente previsible. México, en cambio, no contaba con ninguna de esas ventajas: el sistema colonial español subsidiaba los esfuerzos de la corona por difundir su poder en Europa y, como resultado, las reglas del juego económico en sus colonias estaban en parte diseñadas para encauzar las actividades productivas hacia áreas que el gobierno consideraba como particularmente lucrativas para él, como la minería, o, en ocasiones, las actividades que fueran lucrativas para los grupos bien relacionados, como ciertas formas de comercio en particular.13 Otra raíz política de la debilidad económica de México fue su prolongada y sangrienta guerra de Independencia: la guerra expuso las severas divisiones de clase de la sociedad mexicana; los años de guerra de guerrillas perturbaron la agricultura y dificultaron todavía más el transporte de mercancías y ninguna potencia europea vino en ayuda de los rebeldes para poner fin a esos conflictos.14 Lo que resulta irónico es que en Estados Unidos ocurrió lo contrario: Francia intervino de manera muy decidida y ayudó a la derrota del Reino Unido apenas seis años después de que comenzara la guerra; por lo demás, los empresarios agrícolas de un Estados Unidos recientemente independizado descubrieron para su deleite que la economía de Europa, en rápida industrialización, tenía un insaciable apetito por su algodón, mientras que los esclavos de las colonias caribeñas de Europa tenían un apetito igualmente insaciable por los productos alimenticios que podían cultivar.15 Los empresarios agrícolas estadounidenses tenían tierras llanas y bien regadas, acceso al transporte y ya tenían mercados. Ese momento de la historia económica estadounidense dio al país un ímpetu que todavía tiene fuertes repercusiones en la actualidad.

MaPa 2. Regiones con suficiente precipitación pluvial para cultivar productos agrícolas.

Estados Unidos se independizó 40 años antes que México y, en 1846, eso proporcionó al país una ventaja. Las élites políticas estadounidenses tuvieron más tiempo para desarrollar los lazos que unen a las naciones:16 esos 40 años adicionales de celebración del Día de la Independencia, de lecciones de historia en las escuelas y de debates políticos públicos sobre lo que la nación era o debía ser fortalecieron sin duda alguna el nacionalismo estadounidense. Las élites políticas mexicanas trabajaron a lo largo de líneas similares después de haber logrado la independencia en 1821, pero sus esfuerzos se vieron obstaculizados por la pobreza relativa de la nación, y México tampoco gozó de muchas de las ventajas políticas que los colonizadores de la región media de Norteamérica habían recibido. El gobierno británico se había interesado menos en sus colonias debido a que no consideraba que ofrecieran ingresos y, por lo tanto, la corona británica solía permitir que los dirigentes de las colonias tuvieran un autogobierno considerable; por lo demás, y en la tradición política del Reino Unido, el autogobierno era un gobierno representativo: los propietarios de las tierras seleccionaban a sus representantes para que ayudaran a hacer las leyes; a diferencia del Reino Unido, en Estados Unidos los hombres de medios relativamente modestos podían comprar tierras. México, en cambio, no contaba con ninguna de esas ventajas: aunque, sin duda alguna, los residentes más ricos del país se beneficiaban en gran medida del gobierno colonial, su única función formal en él solía estar a escala municipal y pocos mexicanos tenían experiencia en el ejercicio de un poder político amplio antes de la Independencia.17

MaPa 3. Rutas de comunicación en Estados Unidos y México.

La diversidad religiosa de las colonias británicas en Norteamérica también tuvo un efecto político importante después de su independencia: aunque el Reino Unido tuvo su parte de conflictos religiosos, incluso en la época en que estaba colonizando esa región de Norteamérica, los dirigentes coloniales llegaron a tolerar a regañadientes una mayor diversidad religiosa, debido, en parte, a que era difícil que alguna secta mantuviera su predominio y, en parte, porque los disidentes religiosos del Viejo Mundo con frecuencia fueron deseables contribuyentes económicos,18 por lo que el pluralismo religioso tendió a facilitar el pluralismo político. En México, la evangelización católica había sido la justificación ideológica más importante para la conquista y la colonización, pero el dominio del catolicismo no permitió ninguna transferencia de tolerancia religiosa al pluralismo político. Por lo general, la cultura política heredada de España valoraba la unanimidad y había la tendencia a considerar a los oponentes políticos como una amenaza a los valores que abrigaban los católicos. En realidad, la introducción del gobierno representativo en la década de 1820 reforzó esa tendencia, debido a que el ideal de la Ilustración acerca del gobierno que representaba la voluntad del pueblo implicaba que únicamente había una voluntad verdadera: todo actor político que creía que sus opiniones representaban esa voluntad solía creer que sus oponentes políticos debían estar oponiéndose a ella de manera consciente.19 Una de las ventajas coloniales que más facilitaron la estabilidad política estadounidense después de la independencia fue el grado en que el colonialismo británico marginó de la política a los individuos de otras razas. En las colonias británicas de Norteamérica, ni los colonizadores ni los indios tenían gobiernos muy centralizados y, como resultado, los colonizadores tendieron a desplazar a los nativos, antes bien que a tratar de conquistarlos y asimilarlos. Los afroamericanos importados como esclavos tampoco fueron considerados como sujetos políticos y, por lo tanto, el gobierno representativo de las colonias y, más tarde, el de Estados Unidos, representaba un grupo relativamente homogéneo. En cambio, se había justificado la conquista española de México por la necesidad de llevar el catolicismo a los indígenas americanos y éstos siempre fueron considerados como parte de la sociedad colonial. Los españoles tenían esclavos importados de África, pero la vasta mayoría de sus descendientes ya eran libres antes de que México fuera independiente. Aunque, sin duda alguna, tanto los indígenas como los afromexicanos eran explotados económicamente y estaban sometidos a los prejuicios raciales, también se encontraban claramente dentro, no fuera, de la sociedad cuando México se hizo independiente. Por último, debido a la mezcla racial, la mayoría de los mexicanos eran hispánicos culturalmente, pero biológicamente eran los herederos de sus antepasados españoles, africanos e indígenas; por esas razones, muchos políticos mexicanos se comprometieron desde el principio en la construcción de un gobierno que gobernara y, al mismo tiempo, representara a los individuos de todas las razas, pero la dificultad de esa tarea contribuyó a la inestabilidad política.20

Después de la Independencia, México tuvo grandes dificultades para alcanzar la estabilidad política. Aunque tuvieron lugar algunas luchas políticas por medio de las instituciones e incluso de las elecciones, muchas de ellas no se resolvieron de esa manera. Durante el periodo colonial, era muy común que los habitantes del campo expresaran sus puntos de vista por medio de sublevaciones, y después de la Independencia todavía siguieron sublevándose, pero, en ocasiones, también participaron en rebeliones más amplias en alianza con los políticos. Las sublevaciones urbanas en México nunca fueron tan comunes como en Estados Unidos durante el mismo periodo, pero parece haber habido más después de la Independencia que las que había habido antes. En México, tanto en las rebeliones urbanas como en las sublevaciones rurales, hubo una tendencia a involucrar a las personas relativamente pobres; no obstante, también los mexicanos más ricos estaban dispuestos a salirse de los cauces institucionales para promover sus ideales políticos y sus intereses económicos: los golpes de Estado de las alianzas de políticos, militares y civiles fueron muy comunes. En algunos casos, implicaron sobre todo a los militares profesionales, pero, en otros, abarcaron a unidades de soldados de tiempo parcial con puntos de vista políticos particulares o, algunas veces, incluso a multitudes reunidas entre las clases urbanas pobres o medias. Los golpes de Estado más exitosos fueron prácticamente incruentos, porque los complotistas exitosos no actuaban hasta no tener un apoyo suficiente; sin embargo, antes de 1846, México también experimentó algunas guerras civiles, las cuales se volvieron más comunes a medida que los grupos políticos empezaron a tratar de atraer a los habitantes rurales —es decir, a la vasta mayoría de los mexicanos— a los grandes conflictos políticos del momento. Con todo, esas guerras civiles se confinaron por lo general a ciertas regiones específicas, lo que redujo las bajas; sin embargo, nada de eso significa que los mexicanos ignoraran los procedimientos y las instituciones establecidas en las constituciones: las elecciones eran importantes por lo general y había una amplia participación, en especial en las áreas urbanas, y los grupos políticos de diversos tipos se esforzaban mucho por ganarlas. Los que perdían las elecciones no siempre se resignaban ante los resultados; no obstante, las elecciones todavía eran simbólicamente importantes como una expresión de la idea de que, en el México independiente y republicano, se suponía que el gobierno representaba la voluntad del pueblo.

Al igual que Estados Unidos, México estaba dividido por intereses regionales, los cuales tendían a producir enfrentamientos entre el centro y la periferia. En el México colonial, la economía y el sistema político se habían organizado sobre todo de tal manera que se beneficiaran las familias acaudaladas del centro del país, en particular de la ciudad de México, por lo que, después de la Independencia, esas familias quisieron centralizar el poder en las manos del gobierno central para reproducir o reanimar sus ventajas coloniales: su deseo de contar con un gobierno central fuerte era compartido por algunas personas que vivían lejos de la ciudad de México, sobre todo aquellas que veían en un gobierno de esas características una especie de baluarte del orden social. El conflicto entre el centro y la periferia se traslapó en parte con otro conflicto que, en ocasiones, fue más violento: los mexicanos discutían sobre lo que significaba ser una república basada en la voluntad del pueblo, en una sociedad con una desigualdad económica extrema y una diversidad étnica y unos prejuicios étnicos importantes; algunos creían que las jerarquías económicas y sociales solamente podían ser defendidas con un gobierno parcialmente autoritario. Esos mexicanos creían en un gobierno basado en la voluntad del pueblo, pero sólo de la clase de personas adecuadas, y con frecuencia se esforzaron por restringir la participación política a los relativamente acaudalados y manifestaron diversos prejuicios sobre los habitantes con antepasados indígenas o africanos, lo cual quiere decir la mayoría de los mexicanos. Para otros, un México verdaderamente republicano tenía que ser más igualitario que el México colonial; en realidad, creían que el igualitarismo nominal y el fin de las distinciones étnicas oficiales eran los resultados más importantes de la guerra de Independencia y que eran congruentes con el espíritu de la época en el mundo occidental. Por lo general, esas personas buscaban aumentar la participación política y crearon movimientos políticos con participación de las masas, caracterizados por un énfasis retórico en la libertad y la igualdad: movilizaron sobre todo a los pobres de las ciudades, lo cual limitó su éxito, porque la vasta mayoría de los habitantes vivía en el campo; no obstante, en algunas regiones de México, incluso los habitantes del campo adoptaron esa postura igualitaria.

En la rebelde política mexicana de los años anteriores a la guerra con Estados Unidos, había cuestiones muy reales en juego: sin duda alguna, no había escasez de políticos ambiciosos, México todavía no tenía suficiente experiencia en el gobierno representativo y la débil economía contribuyó de forma amplia a su inestabilidad política; sin embargo, la importancia de las cuestiones en juego para muchos habitantes era lo que mantenía tan quisquillosos a los políticos. La idea de que, en lo político, México era muy diferente de Estados Unidos porque sus políticos solían carecer de escrúpulos simplemente no resiste la prueba, en especial cuando se examina con cuidado a los políticos estadounidenses como Andrew Jackson y James K. Polk, unos hombres que estaban mucho más interesados en ciertos fines, que ellos consideraban que eran nobles, que en los medios que correspondían a los parámetros de la política institucional; simplemente, por lo demás, Estados Unidos no era tan estable y pacífico en el campo de la política como a muchos estadounidenses les gustaría creer. En suma, se ha puesto demasiado énfasis en las diferencias.21

Aun cuando Estados Unidos desarrolló un sistema político de múltiples partidos poco después de su independencia, había una tolerancia significativamente menor de las opiniones políticas de la oposición que la que se podría suponer. El historiador Harry Watson señala que los estadounidenses de principios del siglo XIX tenían la inclinación a considerar la política como una lucha entre el bien y el mal; en palabras de Watson, “Cuando los republicanos de esa época reñían entre sí, tendían a considerar a sus oponentes como enemigos de la libertad misma, no como rivales que tenían intereses iguales y derechos iguales al favor del público.”22 La virulencia política era muy común en Estados Unidos: las victorias políticas de los oponentes y su existencia misma se aceptaban a regañadientes, antes bien que como una prueba de la democracia. En realidad, el sistema de partidos diluía la propia democracia debido a que los líderes de los partidos, y no los votantes, seleccionaban a los candidatos. En Estados Unidos, al igual que en México, la democracia se veía limitada también por las elecciones indirectas, en las que, típicamente, los votantes elegían no a la gente que ocuparía los cargos gubernamentales, sino a los electores delegados que, en teoría, eran libres de emitir su propio voto por el candidato que consideraran adecuado. El voto secreto era algo del futuro, por lo que, tanto en Estados Unidos como en México, se exigía a los votantes que expusieran sus preferencias de forma pública en las casillas de votación, que usualmente estaban rodeadas por multitudes de partidarios estridentes que, con los puños o incluso con armas letales, ejercían presión en favor de sus candidatos preferidos, mientras que los propios candidatos manipulaban a esas multitudes con alcohol, lo que aumentaba el desorden de los votantes; los disturbios el día de las elecciones eran comunes.23

Cuando uno se los imagina, esos disturbios nos llevan al problema de la violencia: Estados Unidos no experimentó los golpes de Estado ni las guerras civiles por las que México era famoso, pero se encontraba lejos de estar a salvo de la violencia política. Los estadounidenses no votaban con tranquilidad por los líderes políticos ni aceptaban sus decisiones ni respetaban las leyes que esos líderes promulgaban; lejos de ello, solían recurrir a la violencia individual o colectiva para alcanzar sus metas y expresar su identidad. Estados Unidos experimentó más de 1 200 disturbios entre 1828 y 1861; los estadounidenses se reunían en grupos, no sólo para pelearse en las elecciones, sino también para atacar a los inmigrantes, a los negros libres, a los abolicionistas, a los católicos, a los mormones, a las bandas rivales, a las compañías rivales de bomberos voluntarios y a los que habían sido acusados de ser criminales.24 Los historiadores David Grimsted y Michael Feldberg señalan que esa violencia no estaba separada de la política; Grimsted considera que esos disturbios formaban parte del “proceso en curso de adaptación democrática, concesiones y tensión intransigente entre los grupos con diferentes intereses”.25 Por su parte, Feldberg relaciona de forma específica los disturbios con la democracia popular y hace notar que se justificaban por medio de las referencias al gobierno de la mayoría y a la voluntad del pueblo; asimismo, enlista como fuentes de violencia “las tensiones raciales y étnicas de la época, el clima ideológico, la incapacidad de los sistemas políticos y las instituciones legales para solucionar los conflictos entre los grupos por medios pacíficos, la rápida urbanización, los cambios demográficos y la innovación económica y tecnológica”.26 En particular, cuando se consideran las tres primeras fuentes, fácilmente Feldberg podría haber escrito sobre México.

Una parte de la peor violencia fue infligida a aquellos a los que se acusaba de haber cometido crímenes; en 1838, el joven abogado Abraham Lincoln criticaba:

la creciente indiferencia por la ley que impregna al país y la creciente disposición a sustituirla por las pasiones salvajes y furiosas, en lugar del sobrio juicio de los tribunales, y las turbamultas más que salvajes, por los ministros ejecutantes de la justicia. Esa disposición es tremendamente aterradora en cualquier comunidad, y negar que ahora exista en la nuestra, por irritante que sea para nuestros sentimientos admitirlo, sería una violación de la verdad y un insulto a nuestra inteligencia.

Los relatos de las atrocidades cometidas dominan el país, de Nueva Inglaterra a Luisiana; no son exclusivas ni de las nieves eternas de la primera ni de los ardientes soles de la segunda —no son criaturas del clima— ni se limitan a los estados que permiten la posesión de esclavos ni a los que no la permiten.27

La vigilancia parapolicial, llamada “vigilantismo”, era común y se relacionaba con algunas de las tendencias que ahora se considera que contribuyeron a la tradición democrática estadounidense: los llamados “vigilantes” que componían esos grupos parapoliciales justificaban sus actos afirmando que, si las leyes expresaban la voluntad del pueblo, el pueblo podía poner en práctica las leyes.28 Las pruebas en contra de muchas de las personas a las que los vigilantes torturaron y asesinaron eran muy débiles en el mejor de los casos y, como la gran parte de la violencia de las turbamultas, la vigilancia parapolicial era la manifestación de una tendencia a castigar a meros chivos expiatorios pertenecientes a las indeseables minorías raciales o religiosas.

Lo anterior lleva a otro aspecto digno de comparación con México. En realidad, algunos de los tipos de conflictos sociales que por lo general encontraban su expresión en la violencia política explícita en ese país, como las rebeliones, las guerras civiles y los golpes de Estado, en Estados Unidos se expresaban por medio del uso de la violencia para excluir a ciertas clases de individuos del reconocimiento de toda participación legal en la política: muchísimos afroamericanos eran mantenidos como bienes muebles, esclavos de propiedad personal sin derechos legales, en un sistema llevado a la práctica por medio del castigo violento de los que desobedecían o trataban de escapar a la esclavitud y, asimismo, por medio de los disturbios en contra de los negros libres, tanto en el norte como en el sur del país. Los estadounidenses del siglo XIX no consideraban que esa violencia fuese política, pero desde nuestra perspectiva es difícil no hacerlo. Algunos blancos también llegaron a ser víctimas de la violencia usada para mantener la esclavitud, dado que, incluso en el norte, las turbamultas frecuentemente atacaban a los abolicionistas y trataban de impedir la expresión de los puntos de vista de estos últimos.29 Los indios también eran excluidos de forma violenta por medio de la violencia social. Seguramente la mayoría de los lectores están familiarizados con la prolongada historia de ese conflicto, que comenzó en el periodo colonial temprano y duró hasta el final del siglo XIX, en el que los blancos estadounidenses expulsaron de forma ininterrumpida a los indios americanos de sus territorios; pero lo que puede ser menos conocido para muchos es que la mayor parte de esa violencia, a la que se dio una imagen aséptica haciendo referencia a ella como “guerras indias”, carecía tanto de propósito como de una aprobación explícita de los sucesivos gobiernos: lo usual era que los colonizadores invadieran ilegalmente las tierras que el gobierno había reconocido como propiedad de los indios, a los que no era capaz de ayudar a defenderse o no tenía la voluntad de hacerlo. Cuando algunos indios recurrían a la violencia, los grupos informales de colonizadores atacaban a todos los que podían encontrar, asesinaban a los que no eran combatientes y destruían sus casas y sus cosechas, lo cual fue una manera de obligar efectivamente a los pueblos originarios a aceptar la expulsión de sus propias tierras.30 Los estadounidenses del siglo XIX no consideraban que ese proceso continuo fuese violencia política, pero, una vez más, es difícil no considerarlo como tal.

En la época del presidente Andrew Jackson, los políticos estadounidenses también recurrían a la violencia personal en asuntos políticos y sociales. El propio Jackson mató a un rival en un duelo y muchos políticos y otros estadounidenses relativamente acaudalados y bien educados tuvieron un comportamiento similar. Los duelos eran muy comunes en una gran parte de Estados Unidos, aunque el término duelo exagera el grado en que los protocolos de formalidad e imparcialidad se cumplían: los incidentes que más tarde fueron descritos como duelos implicaban ataques arteros, ataques contra hombres desarmados y ataques en grupo contra las víctimas, aun cuando los motivos se disfrazaran con el lenguaje del honor.31 Gran parte de esa violencia era provocada por las rivalidades políticas y, en ocasiones, los motivos políticos eran completamente explícitos: a principios de la década de 1840, el propio Congreso estadounidense fue escenario de amenazas, palizas y al menos un disparo de pistola y, cada vez más, los representantes públicos decidían llevar armas consigo a las cámaras.32