Título original: The Stark Munro Letters (1895).

 

© de la traducción y el prólogo: Victoria León, 2018

© de esta edición: el paseo editorial, 2018

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1ª edición: octubre de 2018

 

Diseño y preimpresión: el paseo editorial

Cubiertas: Jesús Alés (sputnix.es)

ePub: sputnix.es

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Impreso en España.

Prólogo

De todo autor prolífico que acaba conociendo un gran éxito editorial quedan siempre eclipsadas ciertas obras que no se ajustan al modelo que acaparó la atención de los lectores y la crítica. Es el tiempo el encargado de sacarlas a la luz. Y esa parece haber sido la suerte de esta novela epistolar y abiertamente autobiográfica que Arthur Conan Doyle publicó en su madurez, en plena cumbre de su fama literaria, para contemplar retrospectivamente su juventud, su iniciación en la vida adulta, los comienzos de su ejercicio de la medicina y los albores de su transformación en escritor profesional.

Escritas al final del periodo de Norwood, donde residió entre los años 1891 y 1893, antes de marcharse a Suiza buscando una mejoría en la ya delicada salud de su primera esposa, enferma de tuberculosis, Las cartas de Stark Munro se publicaron por primera vez en 1895 (Londres: Longmans, Greens & Co). El mismo año que figura en su edición norteamericana (Nueva York: D. Appleton & Company), e incluso en una edición en lengua inglesa publicada en Alemania (Leipzig: Bernhard Tauchnitz).

La obra nunca había sido traducida al castellano, y al subsanar esa ausencia con nuestra versión, creemos estar poniendo a disposición del lector una pieza clave para entender la psicología singular y el pensamiento heterodoxo de un autor tan conocido como desconocido a la vez para el público, y cuya vida y obra guardan una relación mucho más estrecha e íntima de lo que parece, iluminándose mutuamente.

La biografía de Arthur Conan Doyle es de por sí materia novelesca. Él mismo decía en el prólogo a sus memorias, publicadas en 1924 y tituladas, significativamente, Memories and Adventures, que era difícil encontrar una vida más variada y rica en aventuras y experiencias que la suya. En ellas recuerda sus tiempos de estudiante como una época marcada por la responsabilidad y las estrecheces económicas. Y desde el principio parece poco entusiasmado con la carrera que tiene por delante, lejos de contar con una sólida vocación. «Se había decidido que yo fuera médico, principalmente, creo, porque Edimburgo era un centro de larga tradición médica *». Pero al joven aventurero y apasionado, sus años de estudio le parecieron: «Un largo y aburrido periodo empollando botánica, química, anatomía, fisiología y todo un elenco de asignaturas obligatorias, muchas de las cuales tienen muy poca incidencia en el arte de curar».

Finalizados sus estudios, a pesar todo, Conan Doyle trata de abrirse camino como médico. Aunque ya en sus tiempos de estudiante ha llegado a descubrir que puede ganar dinero escribiendo unos cuentos juveniles que ha ido publicando en revistas, circunstancia que lo llevará a dar el primer paso hacia su futura profesionalización como escritor: «Un amigo me señaló que mis cartas tenían una viveza especial, y que estaba seguro de que yo podía vender algunas de las cosas que escribiera […] la observación de mi amigo […] me cogió completamente por sorpresa. Sin embargo, me senté y escribí un pequeño relato de aventuras, que titulé El misterio del valle Sassassa […] recibí por él tres guineas». Pero no sería hasta 1891 cuando, finalmente, desencantado de la medicina y tras consolidarse su éxito como escritor, abandone su primera profesión para dedicarse por entero a la escritura. Las cartas de Stark Munro dejan entrever el inicio de ese proceso de búsqueda de una actividad que verdaderamente colme sus ansias de vida activa en el tiempo que le ha tocado vivir, de ser testigo de la vida y de la historia y llegar a comprender siquiera un poco más el mundo, la condición humana y la naturaleza.

Reflejan también estas páginas de ficción, de manera a veces directa y a veces algo más oblicua, su vida familiar de esos años. Cómo conoció a su primera esposa, Mary Louise Hawkins, la hermana de un paciente al que trató, según relata, de una violenta meningitis cerebral de consecuencias trágicas. La enorme influencia moral e intelectual que ejerció su madre sobre él, patente en la larga relación epistolar que ambos mantuvieron siempre. La relación conflictiva con un padre depresivo y alcohólico que pasó los últimos años de su vida ingresado en un sanatorio, pero a quien, sin embargo, admiraba como genio incomprendido al que el mundo no había permitido desarrollar sus talentos artísticos. «Era un hombre ingenuo y nada práctico, y su familia sufrió mucho por ello», escribía sobré él sin ocultar su dolorida ternura. El padre de Stark Munro, en cambio, es un hombre sensato y lleno de preocupación por su familia que teme que su salud le impida seguir velando por ella.

Pero, sobre todo, la juventud de Conan Doyle se nos presenta por igual en sus memorias y en la novela como una época de crisis intelectual y espiritual que queda reflejada en estas cartas en las que el autor vuelca sus pensamientos, sus preocupaciones y peripecias cotidianas en forma de confidencias a un amigo de nombre Herbert Swanborough, antiguo compañero de universidad que se ha marchado a vivir a Estados Unidos. En la ficción es Swanborough quien pone en manos de Arthur Conan Doyle la edición de las cartas de Stark Munro.

Stark Munro acaba de licenciarse en Medicina y relata sus intentos de empezar a ejercer la profesión asociándose con un curioso individuo a la vez brillante, disparatado y sin escrúpulos, llamado aquí James Cullingworth. Un personaje que encubre en realidad a George Turnavine Budd, compañero de estudios de Conan Doyle en la Universidad de Edimburgo y destacado jugador de rugby (como también lo fue Leonard Stokes, el trasunto real del Watson literario) junto a quien vivió una experiencia similar a la que narra y con idénticos tintes pintorescos al unirse en 1882 a su consulta médica en Plymouth.

G. T. Budd procedía de una prestigiosa dinastía de médicos afincados en Devon y era hijo del célebre pionero de la epidemiología William Budd, aunque se había apartado de su familia al fugarse con su esposa, una muchacha menor de edad. Como en la vida real, la accidentada sociedad de ambos, marcada por las extravagancias y suspicacias de Budd, llevará finalmente al futuro autor de las historias Sherlock Holmes a seguir su camino para establecerse por su cuenta en Southsea, sin socio y prácticamente en la ruina.

De todos los que se narran en estas páginas, tan solo el episodio de lord Saltire, que, según nos dice en sus memorias, le ocurrió a un conocido y no a él mismo, es ajeno a su biografía. Y no es casual la inclusión de esa historia apócrifa, pues la locura, tema clave de dicha peripecia, es una cuestión recurrente y obsesiva de las cartas de Stark Munro, que reflejan el profundo interés de Conan Doyle por indagar en las zonas oscuras del alma humana y deslindar (si es que es posible) qué es en nosotros espíritu y qué naturaleza o tratar de dar respuesta a cuestiones filosóficas como la existencia del mal.

La práctica de la medicina lo hizo enfrentarse a la tragedia y el sinsentido del sufrimiento humano, al que trata insistentemente de encontrar explicación empírica y científica. Para él todos los males de la religión provenían de aceptar cosas imposibles de probar. Y si su educación en varias instituciones jesuitas lo había hecho alejarse muy pronto de la fe de su infancia por rechazo al dogmatismo teológico que siempre censuró en esa orden en particular y en la iglesia católica en general, la experiencia médica le resultó definitivamente incompatible con la existencia de una providencia misericordiosa desde un punto de vista meramente teológico. «Como en mis años más moldeables yo me había educado en la escuela del materialismo médico […] no había sitio en mi cerebro para teorías que conculcaran mis convicciones arraigadas […] mi postura era la de un materialismo respetuoso que admitía plenamente la existencia de una gran causa inteligente, pero sin ser capaz de discernir cuál era la causa ni por qué esta actuaba de manera tan misteriosa y terrible en la ejecución de sus designios».

La mirada es, como decíamos, retrospectiva, el Conan Doyle adulto y ya formado como intelectual y como escritor contempla al joven inexperto que fue, sumido en las dudas (esa «neblina en que me tenían sumidos mis guías de entonces, Huxley, Mill, Spencer y compañía»), y las incertidumbres de la edad. Y, adoptando ese punto de vista que le permite el desdoblamiento, convierte en materia literaria algunos de los hechos más importantes de su biografía con una mezcla de distancia y nostalgia.

A lo largo de las dieciséis cartas fechadas entre marzo de 1881 y noviembre de 1884 y todas ellas firmadas por su alter ego, Stark Munro, Doyle nos ofrece el relato en primera persona de muchas de sus vivencias. Pero, sobre todo, nos ofrece su autorretrato moral de ese tiempo. Era consciente de que se iniciaba una nueva etapa en su vida a la vez personal, profesional e intelectual y, así quiso dejarla reflejada con el propósito de ayudar (e insiste en ello) a otros jóvenes futuros a encontrar su camino.

Igual que otros tantos personajes de su biografía que alimentaron sus narraciones de ficción (el cirujano Joseph Bell que se convirtió en el modelo del mismísimo Sherlock Holmes, o Turner, el profesor de anatomía que inspiró al profesor Challenger), en Las cartas de Stark Munro podemos ver al propio Conan Doyle convertirse a sí mismo en personaje literario. Juego de espejos que siempre lo sedujo. «No se puede crear un personaje a partir de la propia consciencia y hacerlo realmente verosímil si no se poseen algunos elementos de ese personaje, confesión peligrosa para quien, como yo, ha dibujado a tantos canallas», diría un autor que en el imaginario colectivo casi llegó a identificarse con sus personajes más populares, los dos célebres moradores del 221B de Baker Street.

Conan Doyle escribió esta novela como ejercicio introspectivo con el que sin renunciar a su amenidad y a su capacidad única de narrar quiso invitar al lector a adentrarse en su personalidad y a contemplar los escenarios en los que, del médico sin vocación de espíritu aventurero, nació el gran escritor que todos sus lectores conocemos hoy.

Victoria León


* Tomamos todas las citas de la edición en castellano: Arthur Conan Doyle, Memorias y aventuras (trad. de Bernardo Moreno Carrillo), Madrid, Valdemar, 2015.

 

Me ha parecido que las cartas de mi amigo el señor Stark Munro formaban un conjunto tan coherente y ofrecían una visión tan nítida de algunas de las que un joven se ve obligado a afrontar al inicio de su carrera que he decido ponerlas en manos del caballero que se dispone a editarlas. En dos de ellas, la quinta y la novena, los cortes se hacen necesarios. Pero confío en que, en general, puedan ser reproducidas sin alteraciones. Estoy convencido de que mi amigo no tendría en mayor estima otro privilegio que el de pensar que algún otro joven, atormentado también por las exigencias de este mundo y por sus dudas acerca del que haya de venir de después, hubiera encontrado fuerzas al leer cómo otro hermano, antes que él, atravesó el mismo valle de sombras.

Herbert Swanborough
Lowell, Massachussets

I. Hogar, 30 de marzo de 1881.

Querido Bertie:

Desde tu regreso a América te he echado mucho de menos, pues no hay otra persona en este mundo a quien haya sido capaz de abrir mi mente sin reservas como a ti. Ignoro la razón, ya que, ahora que lo pienso, yo no he merecido tu confianza demasiadas veces. Pero eso ha de ser culpa mía. Tal vez no me consideres alguien demasiado comprensivo, aunque tenga todo el deseo de serlo. Solo puedo decirte que yo sí te considero enormemente comprensivo a ti; algo que quizá doy por sentado más de lo que debiera… Pero, no; me dicen todos mis instintos que mis confidencias no te son indiferentes.

¿Te acuerdas de Cullingworth en la Universidad? Nunca estuviste en el grupo de los deportistas, y quizá por eso no lo recuerdes. Supondré que no, y te hablaré de él como si no lo conocieras. Pero estoy seguro de que reconocerías su fotografía, en cualquier caso, aunque solo sea porque era el tipo más feo y con la pinta más rara de nuestra promoción.

Físicamente, era un gran atleta: uno de los más rápidos y decididos delanteros de rugby que he conocido, aunque jugaba de forma tan salvaje que nunca consiguió ser internacional. Era alto, de cinco pies con nueve tal vez; cuadrado de hombros, con torso arqueado, y una forma de caminar rápida y brusca. Tenía una cabeza fuerte y redonda erizada de un cabello negro, corto e hirsuto. Su rostro era extraordinariamente feo, pero era la suya esa fealdad que posee el carácter y que resulta tan atractiva como la belleza. Su mandíbulas y sus cejas eran afiladas y ásperas; su nariz, agresiva y roja; sus ojos, pequeños y juntos, de color azul claro, y capaces de adoptar la expresión más cordial lo mismo que la más iracunda y vengativa. Un escaso y tieso bigote cubría su labio superior, y tenía unos dientes amarillos, poderosos y apiñados. Añade a esto que raras veces llevaba cuello o corbata; que su garganta tenía el color y la textura de la corteza de un abeto escocés y que poseía una voz y, sobre todo, una risa, de toro. Tendrás entonces una idea (si logras unir todos estos elementos en tu mente) del James Cullingworth exterior.

Sin embargo, el hombre interior era el más interesante. No pretendo saber lo que es el genio. La definición de Carlyle siempre me ha parecido una afirmación tajante y clara de lo que no lo es. Hasta donde yo he visto, lejos de ser su principal característica una capacidad infinita de esfuerzo, esta consiste en permitir a su poseedor obtener por una especie de instinto resultados que otros hombres solo pueden alcanzar mediante duro trabajo. Y, en este sentido, Cullingworth era el mayor genio que haya conocido nunca. Jamás parecía trabajar y, sin embargo, sacaba la mejor nota en Anatomía por delante de los que estudiaban diez horas diarias. Aunque eso tal vez no dijera demasiado, pues también podía vaguear de forma ostentosa durante todo el día y pasarse las noches leyendo desesperadamente, bastaba tratar cualquier tema con él para comprobar su originalidad y su fuerza. Se le hablaba de torpedos, y empuñaba un lápiz y, al dorso de un viejo sobre que sacaba del bolsillo, esbozaba cualquier novedoso invento para atravesar la coraza de un barco y ganar su costado; uno que, indudablemente, implicaría ciertas imposibilidades técnicas, pero que, cuando menos, sería bastante plausible e innovador. Mientras dibujaba, sus cejas erizadas se contraían, sus ojos pequeños brillaban de emoción, apretaba los labios y terminaba golpeando el papel con la mano abierta y gritando exultante. Creerías que su única misión en la vida era inventar torpedos. Pero, solo un instante después, si expresabas tu asombro por cómo los obreros egipcios lograron subir las piedras a lo alto de las pirámides, volvería a sacar lápiz y sobre y propondría un esquema para llevarlo a cabo con idéntica energía y convicción.

Su ingenio iba unido a un temperamento extremadamente sanguíneo. Mientras se paseaba de un lado a otro con su manera rápida y brusca de andar, hablando de cualquier nueva invención para surcar los aires, conseguía patentes, te recibía como socio en su empresa, la implantaba en todos los países civilizados, veía todas las aplicaciones concebibles, estimaba sus posibles beneficios económicos, planeaba los nuevos métodos en los que invertiría sus ganancias y, finalmente, se retiraba con la más gigantesca fortuna que se hubiera amasado jamás. Y uno se dejaba arrastrar por sus palabras, y lo acompañaba en cada paso de tal modo que suponía un verdadero impacto poner de nuevo los pies sobre la tierra, y encontrarse recorriendo a pie las calles de la ciudad como un pobre estudiante con la Fisiología de Kirk bajo el brazo y apenas lo justo para almorzar en el bolsillo.

Releo lo escrito, y me doy cuenta de que no consigo ofrecerte una idea real de la inteligencia endemoniada de Cullingworth. Sus ideas sobre Medicina eran absolutamente revolucionarias, y yo diría que, si las cosas salen como prometen, quizá tenga mucho que decir sobre eso en el futuro. Con sus dotes brillantes e inusuales, su extraordinario rendimiento atlético, su extraña manera de vestir (el sombrero hacia atrás en la cabeza y el cuello desnudo), su voz de trueno y su rostro feo y poderoso, poseía la más poderosa singularidad que haya conocido.

Quizá pienses que estoy siendo demasiado prolijo al hablarte de esta persona, pero, puesto que parece que su vida se hubiera entrelazado de algún modo con la mía, es objeto de interés inmediato para mí, y estoy poniendo por escrito todo esto con el propósito de revivir mis propias impresiones medio desvaídas y la esperanza de que a ti te resulten entretenidas e interesantes. Y por ello debo darte aún un par de apuntes más para que este personaje se te haga aún más claro.

Había algo heroico en él. En cierta ocasión, se vio en la tesitura de tener que elegir entre comprometer a una dama o saltar desde la ventana de un tercer piso. Sin un momento de duda, se arrojó por la ventana. Quiso la suerte que cayera, atravesando un enorme arbusto de laurel, a un terreno de jardín que estaba humedecido por la lluvia, y de este modo salió sin más daño que una sacudida y algún moratón. Si tuviera que decir algo en contra de este hombre, no sería esto, desde luego.

Era también aficionado a las bromas pesadas, pero resultaba preferible no gastárselas a él, pues nunca se sabía a qué podían conducir. Su temperamento era poco menos que infernal. Lo he visto en la sala de disecciones empezar a bromear con alguien y que, de repente, la diversión desapareciera de su rostro, sus pequeños ojos le brillaran de ira, y ambos acabaran rodando por el suelo y peleándose como perros bajo la mesa. Tenían que separarlo a rastras del otro, jadeante y sin habla por la furia, con el hirsuto pelo erizado igual que el de un terrier de pelea.

Este aspecto pendenciero de su carácter a veces también podía emplearse en dignos fines. Recuerdo una lección que nos daba un especialista eminente de Londres y era interrumpida todo el tiempo por un individuo de la primera fila que se entretenía en hacer comentarios impertinentes. El conferenciante apeló por fin a su audiencia. «Estas interrupciones son insufribles, caballeros», dijo. «¿Nadie querría hacer el favor de librarme de semejante molestia?». «Eh, usted, señor de la primera fila, muérdase la lengua», bramó Cullingworth con su voz de toro. «Quizá querría usted obligarme», respondió el individuo volviendo un rostro despreciativo sobre el hombro. Cullingworth cerró su cuaderno y comenzó a bajar desde la grada más alta de pupitres para deleite de los trescientos espectadores. Era magnífico ver la manera en que iba eligiendo su camino entre los botes de tinta. Cuando saltó desde la última bancada hasta el suelo, su oponente le asestó un fabuloso golpe de lleno en el rostro. Pero, aun así, Cullingworth lo atrapó en su abrazo de bulldog y lo sacó a la fuerza del aula. Ignoro lo que hizo con él, pero se oyó un ruido como si estuvieran repartiendo una tonelada de carbón, y el campeón de la ley y el orden regresó con el aire sereno del hombre que ha hecho su trabajo. Uno de sus ojos se parecía a una ciruela demasiado madura, pero le dimos tres hurras mientras volvía a su asiento. Luego continuamos con los peligros de la placenta praevia.

No era hombre que bebiera demasiado, pero una cantidad mínima de de alcohol podía hacerle mucho efecto. Y entonces era cuando las ideas surgían de su cerebro, cada una más fantástica e ingeniosa que la anterior. Y, si alguna vez traspasaba el límite, podía hacer las cosas más sorprendentes. A veces era el instinto de lucha el que lo poseía; a veces el de perorar; a veces el cómico; cuando no era la sucesión de los tres que se iban sustituyendo uno a otro con una rapidez que dejaba asombrados a sus compañeros. La ebriedad conllevaba para él toda clase de pequeñas peculiaridades extravagantes. Una de ellas era que podía caminar o correr perfectamente derecho, pero siempre llegaba un momento en que, inconscientemente, se giraba y volvía sobre sus pasos. Y esto a veces producía extraños resultados, como en el caso que ahora voy a contarte.

Aparentemente muy sobrio desde fuera, pero interiormente frenético, fue hasta la estación una noche e, inclinándose sobre la taquilla, le preguntó al vendedor de billetes en el tono más cortés si podía decirle a qué distancia estaba Londres. El empleado acercaba la cara para responder cuando Cullingworth atravesó con el puño la taquilla con la fuerza de un pistón. El hombre cayó hacia atrás del banco donde estaba sentado y sus gritos de dolor e indignación atrajeron a algunos policías y trabajadores ferroviarios que acudieron a socorrerlo. Persiguieron a Cullingworth; pero este, tan ágil y en forma como un galgo, logró ser más rápido que todos y desapareció en la oscuridad por la calle larga y recta. Sus perseguidores se habían parado y formaban una reunión donde comentaban lo sucedido cuando, al levantar la vista, vieron, para su asombro, que el hombre tras el que iban corría a toda velocidad hacia ellos. Su pequeña peculiaridad se había manifestado, como ves, y de manera inconsciente se había dado la vuelta en su fuga. Los otros lo derribaron de una zancadilla, se arrojaron sobre él y, tras una larga y desesperada lucha, consiguieron arrastrarlo hasta la comisaría de policía. Presentaron cargos ante el juez a la mañana siguiente, pero él pronunció un discurso tan brillante en su defensa desde el banquillo que se ganó al tribunal y escapó con una multa simbólica. A invitación suya, testigos y policía acabaron acompañándolo en tropel hasta el hotel más cercano, y el asunto se solventó con whisky con soda para todo el mundo.

Llegados aquí, si no he logrado, con estos ejemplos, que te hagas una idea sobre este hombre capaz, magnético, desaprensivo, interesante y polifacético, es que entonces debo desesperar de conseguirlo. Supondré, con todo, que no he fracasado, y te contaré ahora, mi confidente armado de paciencia, alguna cosa sobre mi relación personal con Cullingworth.

Cuando empecé a tratarlo estaba solteror. Pero, al final de unas largas vacaciones, un día se encontró conmigo por la calle y me contó con su estruendosa voz de volcán y sus característicos golpes en el hombro que acababa de casarse. Me invitó entonces a acompañarlo para conocer a su esposa, y por el camino me contó la historia de su boda, que era tan extraordinaria como todo lo que hacía siempre. No te la referiré aquí, querido Bertie, pues ya creo haber divagado suficiente, pero era un asunto de lo más entretenido, en el que tuvieron papeles importantes el encierro con llave de una institutriz en su habitación y un tinte de pelo de Cullingworth. Con respecto a este último, jamás pudo deshacerse por completo de las huellas que le dejó, y desde entonces se añadió al resto de sus peculiaridades el hecho de que, cuando la luz del sol le daba sobre el pelo desde ciertos ángulos, este se volviera iridiscente y brillante.

Pues, bien, lo acompañé hasta su alojamiento y allí me presentó a la señora Cullingworth. Era esta una mujer tímida, pequeña, de rostro dulce y ojos grises, con una voz tranquila y unos modales amables. Solo hacía falta ver la manera en que lo miraba para comprender que estaba por completo bajo su control y que hacer o decir lo que él quería era siempre lo mejor para ella. Podía ser obstinada también, de una manera amable y como de paloma, pero su obstinación iba siempre en la dirección del respaldo a cuanto él decía y hacía. Aunque esto, no obstante, solo iba a averiguarlo después, y en aquella, mi primera visita, me causó la impresión de ser una de las mujercitas mal dulces que había conocido.

Vivían de un modo de lo más singular, en un apartamento con cuatro pequeñas habitaciones encima de una tienda de comestibles. Había una cocina, un dormitorio, un salón y una cuarta habitación que Cullingworth insistía en considerar un cubículo insano y un foco de enfermedades, aunque estoy convencido de que no era más que el olor de los quesos que llegaba de abajo lo que lo había hecho concebir tal idea. Sea como fuere, con su energía habitual, no solo había cerrado con llave la habitación, sino que había colocado papel engomado sobre cada grieta de la puerta para impedir que se extendiera aquel contagio imaginario. El mobiliario no podía ser más sobrio. Recuerdo que había solo dos sillas en el salón, de manera que cuando llegaba un invitado (y creo que yo fui el único), Cullingworth solía acuclillarse en un rincón sobre una pila de volúmenes anuales del British Medical Journal. Puedo verlo ahora mismo levantándose de su humilde asiento haciendo palanca y paseando por la habitación rugiendo y gesticulando con las manos mientras su esposa permanece sentada en silencio en una esquina, escuchándolo con amor y admiración en los ojos. ¿Qué nos importaba a ninguno de los tres dónde nos sentábamos sentados ni cómo vivíamos mientras la juventud hervía en nuestras venas e inflamaban nuestras almas las posibilidades de la vida? Aún vuelvo la vista a aquellas tardes bohemias en la desnuda habitación que olía queso, como a algunas de las más felices que he conocido.

Yo era un visitante asiduo de los Cullingworth, pues me gustaba lo grato que sentía que era para ellos. No conocían a nadie; ni siquiera les interesaba conocer a nadie. De manera que, desde un punto de vista social, yo era el único vínculo que mantenían con el mundo. E incluso me atrevía a interferir en sus pequeños asuntos domésticos. Cullingworth por entonces había concebido la caprichosa idea de que todos los males de la civilización eran debidos al abandono de la vida al aire libre de nuestros ancestros, y como corolario a su teoría dejaba las ventanas abiertas día y noche. Dado que su esposa estaba, obviamente, frágil de salud y que, aun así, se habría dejado morir antes de pronunciar una sola palabra de queja, terminé asumiendo la responsabilidad de hacerle ver a él que la tos que ella padecía difícilmente iba a mejorar mientras viviera en una perpetua corriente de aire. Él solía enfurruñarse bastante por mi injerencia, y yo creía que estábamos a punto de reñir, pero después se le pasaba, y al final acababa entrando en razón sobre aquel asunto de la ventilación de la casa.

Solíamos ocupar las tardes una manera muy curiosa en aquellos tiempos. Como sabrás, existe una sustancia, llamada materia cerosa, que se deposita en los tejidos del organismo en el curso de ciertas enfermedades. Lo que esto pueda ser y cómo se forma ha sido causa de numerosas polémicas entre los patólogos. Cullingworth tenía ideas sólidas acerca de la cuestión, y sostenía que la materia cerosa era en realidad lo mismo que el glucógeno que el hígado segrega normalmente. Pero una cosa es tener una idea y otra ser capaz de probarla. Y, sobre todo, necesitábamos materia cerosa con la que experimentar. Pero la fortuna nos favoreció milagrosamente. Nuestro profesor de Patología había adquirido una magnífica muestra de aquella sustancia. Orgulloso, exhibió el órgano en el aula antes de ordenar a su ayudante que lo guardara en un cofre de hielo para ser usado en el microscopio en la clase práctica. Cullingworth vio su oportunidad y actuó en de inmediato. Escapándose de la clase, abrió el cofre de hielo, enrolló la horrible masa brillante en su abrigo Ulster, volvió a cerrar el cofre y se fue caminando tan tranquilo. Estoy seguro de que hasta hoy mismo la desaparición de aquel hígado ceroso sigue siendo uno de los misterios más inexplicables de la carrera de nuestro profesor.

Aquella tarde, y durante otras muchas tardes que vendrían, estuvimos trabajando en nuestro hígado. Nuestros experimentos requerían someterlo todo a altas temperaturas en un intento de separar la sustancia nitrogenada celular de la materia cerosa no nitrogenada. Con nuestros limitados recursos limitados, la única manera que se nos ocurrió consistía en cortarlo en finos trozos y cocinarlo en una sartén de freír. Así que, noche tras noche, se podía asistir al curioso espectáculo de una hermosa muchacha y dos jóvenes muy serios afanados en aquel lúgubre estofado. Nuestro trabajo no dio ningún fruto. Pues, aunque Cullingworth consideraba que había dejado la cuestión absolutamente resuelta y escribió largos textos sobre el tema para publicaciones científicas, lo cierto es que nunca se le dio muy bien exponer sus ideas por escrito, y estoy convencido de que dejó una idea bastante confusa en las mentes de sus lectores acerca a dónde quería ir a parar. Además, al ser un simple estudiante sin título que sirviera de respaldo a su nombre, logró atención muy escasa, y jamás tuve noticia de que hubiera recibido ni una sola adhesión.

A final del año, ambos aprobamos nuestros exámenes y nos convertimos en médicos debidamente acreditados. Los Cullingworth desaparecieron y no volví a saber a tener noticias suyas, pues era hombre que se enorgullecía de no haber escrito una carta jamás. En otros tiempos, su padre había tenido una importante y lucrativa consulta particular en el oeste de Escocia, pero había muerto unos años atrás. Y yo albergaba la vaga idea, fundada en algún comentario azaroso por su parte, de que Cullingworth tal vez había ido hasta allí a comprobar si el nombre familiar aún podía serle útil. En cuanto a mí, como recordarás que te contaba en mi última carta, comencé a ejercer de ayudante en la consulta de mi padre. Lo que, ya sabes, no obstante, que no nos reporta más de setecientas libras al año sin margen de aumento. Y esto no es suficiente para darnos trabajo a los dos. Además, hay veces en que me doy cuenta de que mis opiniones religiosas molestan al querido viejo. Así que, después de haberlo reflexionado mucho, y por toda clase de razones, he llegad a la conclusión de que lo mejor sería irme de aquí.

He solicitado un puesto en varias líneas navales y por lo menos en una docena de hospitales de cirugía, pero se encuentra la misma competencia cuando se busca un miserable puesto de cien al año que si se tratara del mismísimo virreinato de la India. Normalmente suelo recibir de vuelta mi testimonial sin comentario alguno; la clase de cosas que enseña a a un hombre humildad. Por supuesto, me es muy grato vivir con mi madre. Y Paul, mi hermano pequeño, es un as. Estoy enseñándolo a boxear y deberías verlo contraatacar con la de derecha con los pequeños puños levantados. Me golpeó la mandíbula esta tarde y he tenido que pedir huevos pasados por agua para cenar.

Pero todo esto me trae al momento presente y a las últimas noticias. Y es que esta mañana acabo de recibir un telegrama de Cullingworth (tras nueve meses de silencio). Estaba fechado en Avonmouth, la ciudad donde yo sospechaba que se había establecido, y decía sin más: «Ven de inmediato. Te necesito con urgencia. CULLINGWORTH». Por supuesto, iré en el primer tren de mañana. Podría tratarse de algo o no ser nada en absoluto. Pero, en lo más profundo de mí, espero y confío en que el viejo Cullingworth pueda encontrarme algún empleo como su socio o de la manera que sea. Siempre creí que triunfaría y que yo haría fortuna con la suya. Y él sabe que, si bien no soy muy rápido ni muy brillante, soy bastante constante y digno de confianza. Así que aquí es a donde quería llegar con todo esto, Bertie; a que mañana me marcho a reunirme con Cullingworth, y que parece que al fin voy a encontrar una salida para mí. Te he ofrecido un bosquejo de él y sus manera de ser para que pudiera resultarte así más interesante el desenlace de mi fortuna; lo que no ocurriría si no supieras nada del hombre que me está tendiendo la mano.

Ayer fue mi cumpleaños, y llegué a los veintidós. Llevo veintidós años dando tumbos. Y con toda seriedad, sin la menor pizca de ligereza y desde lo más profundo de mi alma, te aseguro que en este momento no tengo ni la más remota idea sobre de dónde vengo, a dónde voy ni para qué estoy aquí. Y no será por no haber indagado en ello, ni por indiferencia. He llegado a dominar los principios de varias religiones. De todas me ha quedado la impresión de la violencia con la que tendría que obligar a mi razón a aceptar los dogmas de cualquiera de ellas. Su moral es, por lo general, excelente. Como también lo es la moral de la ley común de Inglaterra. ¡Pero los esquemas de la creación sobre los que esas morales se sostienen! La verdad es que me resulta lo más asombroso que haya visto en mi corto peregrinaje por el mundo el hecho de que tantos hombres capaces, profundos filósofos, astutos juristas y hombres de mundo con mentes lúcidas puedan aceptar semejante explicación de los hechos de la vida. Y a la vista de su aparente coincidencia, mi pobre opinión no se atrevía más que a merodear la trastienda de mi alma cuando no encontraba valor en recordar que juristas no menos eminentes y filósofos de Grecia y de Roma también habían coincidido en afirmar que Júpiter tuvo muchas esposas y fue aficionado al buen vino.

Ten en cuenta, querido Bertie, que no deseo atacar ni tu opinión ni la de nadie. Quienes pedimos tolerancia debemos ser los primeros en extenderla a los demás. De modo que me limitaré a exponer mi postura, como he hecho antes tantas veces. Ya conozco bien tu réplica. Puedo oír tu grave voz diciéndome que tenga fe. Tu conciencia te permite tenerla. La mía no me lo permite. Veo con bastante claridad que la fe no es una virtud, sino un vicio. Es una cabra en un rebaño de ovejas. Si alguien, deliberadamente, cerrara sus ojos físicos y se negara a usarlos, te parecería como al que más que sería algo inmoral y una traición a la Naturaleza. Sin embargo, le aconsejarías que cerrara ese don mucho más precioso que es la razón y le dirías que se negara a usarlo en la cuestión más profunda de la vida. «En tal cuestión, la razón no sirve», me respondes. Y yo digo a eso que es lo mismo que abandonar la batalla antes de haberla librado. Mi razón sí me servirá y, cuando ya no pueda servirme, continuaré sin su ayuda.

Es tarde, Bertie. Se ha apagado el fuego y estoy temblando, y tú, estoy seguro, estarás ya muy cansado de mis peroratas y herejías. Así que, adiós, y hasta la próxima.

II. Hogar, 10 de abril de 1881.

Bueno, querido Bertie, aquí estoy de nuevo en tu buzón. No han pasado ni siquiera quince días desde que te escribí aquella larga carta, y ya ves que tengo suficientes noticias para llenar otro mamotreto formidable. Dicen que se ha perdido el arte epistolar. Pero, si la cantidad puede expiar la calidad, he de confesar que, por tus pecados, tienes un amigo que ha preservado dicho arte.

Cuando te escribí por última vez me hallaba en la víspera de partir para reunirme con los Cullingworth en Avonmouth con la esperanza de que me hubieran encontrado algún empleo. Tengo que contarte con cierto detenimiento los detalles de la expedición.

Viajé parte del trayecto junto al joven Leslie Duncan, al que creo que conoces. Tuvo la amabilidad de considerar que un vagón de tercera clase y mi compañía eran preferibles a uno de primera en soledad. Ya sabes que heredó la fortuna de su tío hace algún tiempo, y, tras el delirio inicial, ha vuelto ya a ese mortal estado de desesperación que causa tener todo lo que uno pueda desear en el mundo. ¡Qué absurdas las ambiciones de la vida si yo, que soy bastante feliz, estoy luchando por algo que puedo ver que a él no le ha deparado ni felicidad ni beneficio! Pero, si leo bien mi propio carácter, no es la acumulación de dinero mi verdadero propósito, sino tan solo conseguir el suficiente como para liberar mi mente de sórdidas preocupaciones y permitirme desarrollar mis dotes, cualesquiera que sean, sin que aquellas me perturben. Mis gustos son tan sencillos soy incapaz de imaginar ninguna ventaja que pudiera ofrecerme la riqueza (salvo, desde luego, el placer exquisito de ayudar a un buen hombre o a una buena causa). ¿Por qué la gente concede mérito alguno a la caridad, cuando ha de saber que no existe manera más satisfactoria de emplear su dinero? Le regalé mi reloj a un maestro de escuela arruinado el otro día (no llevaba monedas sueltas en el bolsillo), y mi madre no era capaz de decidir si se trataba de un acto de locura o de nobleza. Podría haberle dicho con absoluta seguridad que no se trataba de ninguna de ambas cosas, sino de una especie de egoísmo epicúreo, y tal vez, en el fondo, incluso con un toque de presunción. ¿Qué más podía ofrecerme mi cronómetro que aquel sentimiento de satisfacción cuando el hombre me trajo el recibo de la casa de empeños y me dijo que los treinta chelines le habían sido útiles?

Leslie Duncan se bajó en Carstairs, y yo me quedé a solas con un viejo sacerdote católico robusto y de pelo blanco que iba sentado leyendo tranquilamente su oficio en el rincón. Entablamos una estrecha conversación que duró todo el camino hasta Avonmouth (y tan interesado iba que estuve a punto de pasarme la estación sin darme cuenta). El padre Logan (pues ese era su nombre) me pareció un hermoso ejemplo de todo lo que un sacerdote debería ser (sacrificado y de mente pura, con una especie de sencilla astucia y no poco de inocente buen humor). Aunque tenía también los defectos, y no solo las virtudes, de su condición, pues era absolutamente reaccionario en sus ideas. Estuvimos discutiendo sobre religión con fervor. Y su teología era poco menos que del Plioceno temprano. Podría haber conversado con un sacerdote de la corte de Carlomagno y ambos se habrían estrechado la mano después de cada frase. Y esto es algo que él mismo reconocería e incluso reivindicaría como un mérito. Era coherencia a sus ojos. Pero, si nuestros astrónomos, inventores y legisladores hubieran sido igualmente coherentes, ¿dónde estaría nuestra civilización moderna? ¿Es que es la religión el único dominio del pensamiento incapaz de progresar y ha de estar sujeto para siempre a una norma establecida hace dos mil años? ¿No es posible ver que, a medida que evoluciona el cerebro humano, este debe adoptar una perspectiva más amplia? Un cerebro a medio formar crea a un Dios a medio formar. ¿Y quién podría decir que nuestro cerebro esté aún a medio formar siquiera? El sacerdote verdaderamente inspirado es el hombre o la mujer de gran cerebro. La verdadera señal de haber sido elegidos no es el territorio rasurado de la superficie de la cabeza, sino las sesenta onzas de peso de su interior.

Sabes que estás en este momento mirándome con la nariz levantada, Bertie. Puedo verte hacerlo. Pero algún día conseguiré romper el hielo y ya no te quedarán más que evidencias. Aunque me temo que nunca llegaría a ser un buen narrador de historias, pues el primer personaje extraviado que aparece en mis relatos siempre acaba tomándome del brazo y llevándome con él, mientras dejo mi propia historia rezagada.

Pues, bien, iba diciendo que era de noche cuando llegamos a Avonmouth, y, al asomar la cabeza por la ventana del vagón, lo primero con lo que tropezaron mis ojos fue el amigo Cullingworth parado en el círculo de luz de una lámpara de gas. Llevaba la levita abierta, la parte de arriba del chaleco desabotonada, y el sombrero (un sombrero de copa esta vez) encasquetado hacia atrás en la cabeza de manera que sus cabellos de erizo le asomaban por delante. En todos los aspectos, con la excepción de que llevaba cuello, era el mismo Cullingworth de siempre. Rugió al reconocerme. Me sacó del vagón, cargó con mi maleta, o bolsa de viajero, como tu solías llamarla, y un minuto después caminábamos juntos por las calles.

Yo me hallaba en ascuas, como podrás imaginar, por saber lo que quería de mí. Pero, como él no hacía la menor alusión a aquel tema, yo no quise preguntarle. Así que durante nuestro largo paseo fuimos hablando de cuestiones intrascendentes. Primero fue el fútbol, recuerdo: si Richmond tenía alguna posibilidad contra Blackheath, y el modo en que el nuevo juego de pases estaba destruyendo las viejas líneas de ataque. Luego pasó a los inventos, y se emocionó tanto que tuvo que devolverme mi maleta para poder reafirmar cada una de sus observaciones golpeando con el puño la palma de la mano. Puedo verlo ahora mismo deteniéndose con el rostro adelantado y los colmillos amarillentos que le refulgían a la luz de la lámpara.

«Mi querido Munro». (Este era si estilo). «¿Por qué se abandonó la armadura, eh? ¡Yo te diré por qué! Fue porque el peso del metal que protegía al hombre que lo llevaba de pie era más del que podía soportar. Pero las batallas no las libran hoy hombres que permanezcan de pie. Toda la infantería yace hoy sobre su estómago, y haría falta muy poco para protegerla. ¡Y el acero se ha mejorado, Munro! ¡Acero enfriado! ¡Bessemer! ¡Bessemer! Muy bien. ¿Cuánto hace falta para cubrir a un hombre? Catorce pulgadas por doce que formen ángulo, para desviar la bala. Un corte lateral para el rifle. Ahí la tienes muchacho: la patente Cullingworth de escudo portátil a prueba de balas. ¿El peso? Oh, el peso sería de dieciséis libras. Lo he calculado. Cada compañía llevaría sus escudos en carros y así podrían servir en acción. Dame veinte mil buenos tiradores y yo entraré por Calais y saldré por Pekín. ¡Piénsalo, muchacho! El golpe moral. Un lado está siempre a salvo, y el otro acribilla de balas planchas de acero. Ninguna tropa podría soportarlo. La nación que la consiga primero se pondrá por encima del resto de Europa. Todas se verán obligadas a tenerla al final. Reconozcámoslo. Habrá alrededor de ocho millones de hombres en una guerra de infantería. Supongamos que solo la mitad la posee. Digo solo la mitad porque no quiero ser demasiado optimista. Eso son cuatro millones, y yo me llevaría una regalía de cuatro chelines por pedido al por mayor. ¿Cuánto sería eso, Munro? Cerca de tres cuartos de millón de libras esterlinas, ¿eh? ¿Qué te parece eso, muchacho? ¿Qué te parece?».

En realidad, no difiere este mucho de su estilo de conversación, ahora que lo pienso, solo que tú te pierdes sus pausas extravagantes, sus repentinos susurros confidenciales, el rugido con que solía responder triunfalmente a sus propias preguntas, los encogimientos de hombros y palmadas, la gesticulación… Pero ni una sola palabra hasta entonces sobre qué lo había empujado a enviarme aquel telegrama urgente que me había hecho ir hasta Avonmouth.