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Quien no encuentre ni gracia ni contento

en esta colección rica en ingenio

(ya sea porque sufre de mal genio

o porque vive acaso descontento),

rompa con la lectura su convenio,

que leer no es deber ni mandamiento,

sino libre ejercicio cuyo premio

descubren la emoción y el pensamiento.

Y si renuncia a cosas, muy su cuento,

incluso si rechaza lo que el genio

del idioma logró con gran ingenio.

Otros lectores hagan el intento

y sin obligación y sin apremio

gocen de la palabra y de su invento.

Diseño de portada: Estudio Sagahón / Leonel Sagahón

Interdicta, secreta, anónima, culta y popular

© 2015, Juan Domingo Argüelles (selección, prólogo y notas)

Todos los derechos reservados, México, D.F.

© 2015, Herederos de Jorge Ibargüengoitia, por el texto No te achicopales Cacama

© 2015, Legítimos Sucesores de Salvador Novo, S.C. por los textos: Salutaciones de año nuevo, 1960, A Antonio Castro Leal, Teixidor compila Anuarios bibliográficos, El balazo a Don Pascual Ortiz Rubio, Otra salutación de año nuevo.

www.oceano.mx

Primera edición en libro electrónico: septiembre, 2016

eISBN: 978-607-735-694-3

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

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Mientras preparaba la Antología general de la poesía mexicana (Océano, 2012-2014), se me presentó un dilema: ¿qué hacer con la poesía anónima y de autor que aborda, ingeniosa o magistralmente, variados temas con un propósito festivo, satírico, procaz y humorístico?

Gabriel Zaid nunca tuvo tal dilema. Incluyó esta poesía (mucha de ella anónima, atribuida o interdicta) en varios apartados de su ya clásico Ómnibus de poesía mexicana (1971): desde arrullos y juegos infantiles hasta poesía burlesca e inocente, pasando por refranes, oraciones, cánticos, canciones políticas, corridos, letreros de camión, adivinanzas, letras de letrina, parodias, etcétera.

Mi propósito era diferente con la Antología general de la poesía mexicana. Me impuse como modelo y unidad la poesía de autor, y aunque incluí una muestra de poesía prehispánica (también de autor), en traducciones del náhuatl al español, y no descarté cierta poesía satírica de los siglos XIX y XX, no incorporé composiciones de tono ligero y, en mayor o menor medida, humorístico de la lírica nacional. Como ya es obvio decirlo, resolví el dilema inclinándome por prescindir de esta amplia y variada poesía e incluirla en un tomito aparte que es el que el lector tiene ahora en las manos.

Desde la época colonial, la sátira, el humor y la procacidad han estado presentes en la poesía mexicana, y esto no es hurtado sino heredado: en los mismos orígenes de la poesía española y en los romances viejos se encuentran guiños burlescos y referencias directas o indirectas de connotación sexual o de atracción por lo escatológico. Y no se diga en los Siglos de Oro, cuando esto fue de lo más habitual con un Francisco de Quevedo (autor del famoso opúsculo jocoso Gracias y desgracias del ojo del culo) diciéndole en unas décimas a Luis de Góngora:

Satírico diz que estáis;

a todos nos dais matraca:

descubierto habéis la caca

con las cacas que cantáis.

O bien, en otro poema, no menos implacable, al mismo:

Hombre en quien la limpieza fue tan poca

(no tocando a su cepa),

que nunca, que yo sepa,

se le cayó la mierda de la boca.

En la tradición de nuestro idioma, España reza y blasfema por igual. En el siglo XVIII, el gran autor de la poesía didáctica Félix María Samaniego (1745-1801) sufrió el asedio de la Inquisición por sus composiciones eróticas, procaces y anticlericales que fueron calificadas de licenciosas y dañinas. Por sus textos mordaces e irreverentes fue recluido por una temporada en un monasterio, pero ni siquiera esto consiguió “reformarlo”. En 1792 publicó Jardín de Venus: “Cuentos burlescos de don Félix María Samaniego. Escribiólos en el Seminario de Vergara de Álava por los años de 1780 y tienen burlas de frailes y monjas y mucho chiste y regocijo. Este autor lo es de las Fábulas literarias, natural de la villa de La Guardia en Guipúzcoa y señor de las cinco villas del valle de Arraya”. De hecho, Samaniego era de ascendencia noble pero había estudiado en Francia y se entusiasmó con la obra de Diderot y el enciclopedismo. Sus llamados “cuentos” están escritos en verso y son en realidad poemas satíricos donde leemos cosas como la siguiente:

Ajustada conforme a su deseo,

en la primera noche de himeneo

se acostó con su novio muy gustosa,

sin temor, la doncella melindrosa;

mas, apenas su amor en ella ensaya,

cuando enseñó el cadete un trastivaya

tan largo, tan rechoncho y desgorrado,

que mil monjas le hubieran codiciado.

El sexo, al igual que las evacuaciones, está asociado al pecado y a la “suciedad” (a la inmundicia y a la impudicia) por evidentes razones represivas, y por ello incluso la masturbación (es decir, el sexo solitario) se vincula a la transgresión de normas morales y religiosas desde los tiempos más antiguos, aunque de todos modos las personas no hayan dejado de realizar el coito (joder, coger), masturbarse (pajearse, chaquetearse), orinar (mear) y defecar (cagar). En una vieja décima del Cancionero español (citada por Camilo José Cela en su Diccionario secreto, 1978), un individuo asaeteado por los remordimientos y el sentimiento de culpa (evidentemente religioso) se pregunta lo siguiente, con angustiada culpabilidad):

¿Habré yo anoche pecado

que, apagada ya la luz

y después de hecha la cruz

en esta cama acostado,

llevé, medio adormilado,

la mano hacia las pudicias

y empecé a hacerles caricias

y cosquillas sin cesar,

viniendo el juego a parar

en llenarme de inmundicias?

Lo dicho: la eyaculación, el orgasmo (masculino y femenino) y todo lo relacionado con el sexo están tachados de “inmundos”, tanto como las evacuaciones del vientre y de la vejiga, y lo peor de todo es que las palabras que representan estos actos y desechos tienen las mismas connotaciones de “inmundicia”, como si las palabras fueran lo que nombran y no únicamente su representación gráfica. Curiosamente ya desde el siglo XIX, en México, un narrador y periodista, Nicolás Pizarro (1830-1895), en un curioso Compendio de gramática de la lengua española según se habla en México, escrito en verso con explicaciones en prosa (1867), sentenció, en estupendos octosílabos, la diferencia que hay entre el objeto y su representación. Estableció:

Nombre es voz que significa

cualquier objeto existente,

aunque sólo sea en la mente

y que también nos indica

las relaciones y formas

de cosas que califica.

Es una excelente forma de decir que el nombrar las cosas es representarlas por medio de la voz y la escritura, pero que los nombres no son, desde luego, las cosas en sí. Los nombres aluden a las cosas y a las acciones, y nos indican cómo se relacionan, pero se necesita ser muy torpe para creer que el lenguaje (amoroso, fino, vulgar, lujurioso, procaz, insultante, etcétera) se equipara con el acto y el objeto.

En México, aunque hay una larga tradición popular de la poesía procaz y de la sátira insultante, nadie iguala, sin duda, a Salvador Novo. En uno de sus muchos sonetos de alta procacidad escribe:

Y pues era de caca solamente

el hijo de la mustia verdolaga,

pugnó por de algo ser, aunque demente.

Fulano se nombró de Luzuriaga:

para que su familia se alimente,

en su sepulcro, caminante, caga.

O bien, en otro no menos procaz e insultante:

¡Oh, pareja feliz! Éste es el cuento

aliáronse una meretriz y un pillo

(que para todo da el departamento).

Invitáronme a ver El Laborillo,

y en premio a su magnífico talento

nutridas palmas dioles mi fundillo.

Esto en cuanto a la poesía culta, que es obvio que se alimenta de la vena popular cuya riqueza en insultos, groserías y las denominadas “malas palabras” resulta indudable en refranes, coplas, canciones, letreros y otras múltiples formas de la creatividad anónima, que en muchos momentos alcanza una maestría prodigiosa. En el caso del muy amplio y variado material leído, releído y estudiado para llevar a cabo la Antología general de la poesía mexicana, una serie de composiciones satíricas, humorísticas y procaces, de algunos autores, quedaron al margen porque preferí dar únicamente una breve muestra de esos tonos y registros, concentrándome en la obra modélica de cada autor, pues también es obvio que mucha de la poesía satírica y procaz es, más bien, marginal en el ejercicio creativo y, en no pocos casos, casi secreta.

Como ya he advertido, también quedaron fuera de la Antología general de la poesía mexicana composiciones anónimas y populares (muchas de ellas interdictas), cuyos temas y tratamientos, generalmente impúdicos, revelan, de cualquier forma, una de las facetas más creativas y potentes de nuestra lírica. En otros casos, no se trataba exactamente de impudor, sino de sátira política o humorística (tanto anónima como de autor) que ahora aprovecho para incluir en esta Breve antología de poesía mexicana impúdica, procaz, satírica y burlesca, porque seguro estoy que será del placer y la utilidad de los lectores.

La sátira política y las composiciones burlescas y humorísticas de connotaciones sexuales y escatológicas forman parte, sin duda, de nuestra mayor inventiva poética, pero es frecuente esconderlas por un prurito de vergüenza, a pesar de que todos, en mayor o menor medida, sabemos de ellas y las gozamos o denostamos, y glosamos o parodiamos, según sea el caso. La censura y la autocensura han hecho de esta veta lírica un universo vergonzante en el que no está ausente del todo la hipocresía, pues el juicio o el prejuicio que se hagan sobre una creación literaria a partir de los términos que utiliza el autor es del todo insincero, pues no es, en este caso, la obra la que se juzga sino el lenguaje que se considera vulgar y el propósito que, de antemano, se sabe ofensivo.

Lo extraordinario es que hay mucha gente que no sabe que sor Juana Inés de la Cruz, nuestra gran sor Juana (monja jerónima, además), el más elevado talento de la emoción y la inteligencia novohispana, escribió los siguientes versos:

Inés, cuando te riñen por bellaca,

para disculpas no te falta achaque

porque dices que traque y que barraque;

conque sabes muy bien tapar la caca.

Igualmente, de ella son también estos versos que, con todo su elegante barroquismo, aluden a una mujer que “desembucha” del vientre (es decir, pare) hijos que no son de su marido, siendo ya muy ducha en engañarlo poniéndole los cuernos:

Estás a hacerle burlas ya tan ducha,

y a salir de ellas bien estás tan hecha,

que de lo que tu vientre desembucha

sabes darle a entender, cuando sospecha,

que has hecho, por hacer su hacienda mucha,

de ajena siembra, suya la cosecha.

Si lo perdurable es lo que tiene, por sí mismo, valor, mucho de lo perdurable en la poesía popular tiene que ver con todo aquello que consiguió vencer la represión y la censura, y se alimenta de sexualidad, humor, insulto, albures, pullas y, en general, lenguaje de doble sentido. Contra lo que nunca puede el Poder es justamente contra el humor, contra la sátira y contra el balance popular que saca cuentas y define al Poder y al poderoso. El epigrama mordaz, el lenguaje procaz, la deliberada grosería, el insulto más ácido y la burla más grotesca mueven siempre a la risa, como una forma de revancha que se toma el pueblo contra el poderoso que, en general, no sólo carece de sentido del humor sino que sabe que ante él se encuentra indefenso.

Carlos Monsiváis dijo, muy atinadamente, que “nada causa más hilaridad que los abordajes al poder y a la fisiología, y la agudeza se alimenta del resentimiento ante los nuevo ricos, ante el sexo inalcanzable o demasiado fácil, ante las urgencias fisiológicas, ante los desvaríos de quienes se sienten en el olimpo de maneras y atavíos”. El humor y la procacidad son demoledores con la “aristocracia” o lo aristocratizante, con el abuso de los políticos y con las formas exclusivistas de las elites que son en sí mismas desdeñosas y despreciativas. Qué mejor revancha que el ingenio lleno de vulgaridad del que precisamente carecen estas elites. Los dardos envenenados de procacidad dan en el blanco cuando ridiculizan al rico y al poderoso y propician y promueven la carcajada masiva.

Y hay dos lugares favoritos donde todos caen tarde o temprano: el cagadero y el panteón. Por ello los grafitis o letreros de letrinas son de un ingenio inolvidable como lo son también las famosas “calaveras”: versos satíricos que, en sus mejores expresiones, resultan obras maestras de la crítica política, a diferencia de las adulteradas y anómalas que tienen como propósito elogiar y no criticar. La calavera poética o es crítica, burlesca y humorística o no es calavera. Y el letrero de letrina, el de la poesía urgente e insurgente, no respeta clase social ni ideología. Por ello, lo mismo es posible encontrar en los mingitorios o cagaderos expresiones como ésta: “Casi todo lo ganado entra por la boca y sale al escusado”, o bien este parlamento donde un poeta de letrina le responde a otro (a principios del siglo XX) tomando con mucho humor su euforia revolucionaria: “¡Viva Francisco I. Madero!”, escribe uno, y el otro complementa debajo de la consigna política: “¡Sentado en este agujero!”. Lo cual desmitifica y, al mismo tiempo, dignifica a los héroes y próceres, pues los baja de sus pedestales y los humaniza, recordándonos (por si lo habíamos olvidado) que los héroes también cagan. Lloran, desde luego (como Porfirio Díaz, El Llorón de Icamole, que a cada rato soltaba la lágrima) y cometen errores y estupideces, como el mismo Madero que, estúpidamente (unos dicen que ingenuamente, porque gustan de los eufemismos), confió en la “lealtad” de Victoriano Huerta, pese a las advertencias de su hermano Gustavo, que lo puso sobre aviso en relación con la felonía de El Chacal de Colotlán, y así pagó su necedad: con su vida. Conclusión: de la muerte y del escusado nadie se salva.

Las “malas palabras” tienen muy mala fama pero muy buena propaganda: se propagan extraordinariamente. Corresponden a una venganza contra la represión del Poder y todos los poderes. Las “malas palabras” son un tabú, pero un tabú que se transgrede en ciertas circunstancias (las íntimas y las urgentes) y en ciertos espacios: la letrina, el escusado, las bardas, los libros (que se escriben en la intimidad y se leen tan escasamente) y, por qué no, los periódicos cuya principal utilidad en los escusados no siempre ha sido la de la lectura.

En su libro Las malas palabras, el psicoanalista argentino Ariel C. Arango advierte que, en principio, “las ‘malas’ palabras mencionan siempre partes del cuerpo, secreciones o conductas que suscitan deseos sexuales”; por ello son siempre “palabras obscenas”. Siendo la obscenidad “lo impúdico o lo ofensivo al pudor”, cuyo contrario es el recato, resulta entonces que el tabú que obliga a no nombrarlas proviene de un poder político (es decir, de Estado) que las condena por veraces, por llamar pan al pan y culo al culo. Arango enfatiza: “Sabemos ahora que las ‘malas’ palabras son ‘malas’ porque son obscenas. Y son obscenas porque nombran sin hipocresía, eufemismo o pudor lo que no debe mencionarse nunca en público: la sexualidad lujuriosa y veraz”.

Este juicio es válido para todos los países y todos los idiomas, porque el Poder y en general los poderes de todo tipo, cuyo fundamento es la represión (“vigilar y castigar”, como bien lo sintetizó Michel Foucault) inhibe o prohíbe abiertamente la sinceridad, privilegiando el eufemismo o ya de plano la mentira. Arango advierte que las llamadas “malas palabras” son tan perturbadoras, producto del vértigo represor y autorrepresivo, que son muchos (y muchas) las que caen en el autoengaño de creer que hablar de la sexualidad y vivirla es la misma cosa, que mencionar el coño y la verga es prácticamente tocarlos, que si se escribe mierda o caca queda uno embarrado, que si se habla de pajas y manoseos queda uno manchado, no sólo en el idioma sino en la lengua misma, es decir, en el órgano muscular que sirve para la degustación. “¿Con esa boquita comes?”, preguntan, irónicamente, los escandalizados que son, generalmente, los atildados que también tienen su boquita sucia, pero sucia únicamente en secreto.

La conclusión de Arango no puede ser más certera: “Todo lo escatológico es tabú. Por esta causa las palabras que mencionan cosas excrementicias tienen que ser pronunciadas con sordina, con tonos apagados, casi indefinidos. Están absolutamente desterrados de las sonoridades claras, nítidas, fuertemente descriptivas que suscitan las ‘malas’ palabras. En realidad, los seres humanos civilizados componemos una deshonesta cofradía que presume y finge que los hombres y las mujeres que la forman no tienen culo, no se tiran pedos, ignoran lo que es la mierda o el sorete y, por supuesto, tampoco, ¡jamás!, cagan”. Por ello no sólo los albures y letreros obscenos siempre han estado proscritos en las publicaciones respetables (hasta que Armando Jiménez rompió ese tabú, en 1960, en México, con su Picardía mexicana), sino que esa interdicción alcanza a la mejor poesía de connotación impúdica, procaz, satírica y burlesca, pues muchas veces la sátira política habla de mierda y de orines y en no pocos casos, muy abiertamente, compara las malas acciones de los políticos y demás poderosos con las deyecciones.

No se equivocaba Freud cuando en su libro Tótem y tabú (1913) enfatizaba que “el hombre que ha infringido un tabú se hace tabú, a su vez, porque posee la facultad peligrosa de incitar a los demás a seguir su ejemplo. Resulta, pues, realmente contagioso, por cuanto dicho ejemplo impulsa a la imitación y, por lo tanto, debe ser evitado a su vez”. ¿Y quién puede evitarlo sino el Poder? Los poderosos han establecido, desde los tiempos más remotos, un tabú universal: ellos, como dignatarios, son intocables y, como jefes y altos personajes, ponen en torno suyo una muralla que los hace inaccesibles a los demás. En muchos casos no se les debe siquiera mirar a los ojos. Por eso el tabú está asociado a los intereses de las clases privilegiadas y a todos los que ostentan un poder.

Pero las palabras no sólo tocan a los poderosos, sino que los embarran, recordándoles que sus orígenes —como los orígenes de todos los demás— también son sucios. Todo se puede prohibir, desde el punto de vista del Poder, pero también todo se puede transgredir, y la transgresión más temible es la de la palabra (hablada o escrita) que incita si no a la acción sí al menos a la conciencia y, en no pocos casos, a la burla. No hay nada peor para el Poder que un ciudadano consciente que se burla del flujo pretencioso que impulsa a las jerarquías de abusones, o que se une a la carcajada general contra esa pretenciosidad que deviene ridículo. Contra la revancha de la palabra no hay defensa.

Mucho de lo que hacen los poderosos contra los ciudadanos de a pie es, literalmente, una mierda, y la lírica escatológica, satírica y burlesca se encarga de nombrarlo y divulgarlo como la revancha que se toma ante la imposibilidad de evitar esa mierda que cae como lluvia sobre el que padece al mal gobernante, al zafio y abusivo diputado y, en general, a todo aquel que ejerce un abuso de poder contra el ciudadano que sólo tiene por defensa decir y escribir la verdad sin eufemismos o, mejor aún, con escatológica sinceridad, rompiendo todo tabú de “decencia”. Sabiendo el horror que tienen los poderosos por la verdad sin eufemismos (como si las palabras hedieran), quienes cobran venganza de las humillaciones y abusos vinculan el nombre del humillador y abusivo con “apestosas” e “indecentes” palabras que los acompañarán toda su vida y que, en no pocos casos, perdurarán por siglos y aun por milenios para que su memoria quede por siempre “apestada”.

Camilo José Cela insiste sobre este asunto, en relación con España, pero esto aplica para México y todos los países de lengua española. Advierte: “La gente se rasga las vestiduras. Ya se sabe, la farsa. Lo que es evidente es que esos que se escandalizan de ciertas palabras, usan esas mismas palabras en el casino. El español, con frecuencia, tiene una lengua para la familia y otra para el casino, y esto es una farsa, sí, la hipocresía en el uso del lenguaje. Cuando publiqué mi Diccionario secreto, que es un diccionario de autoridades, me limité a ordenar y a estudiar estas voces, sin pronunciarme sobre si su uso es preconizable o no”.

Sabido es que la política, en su práctica real, es el arte de mentir o, en el mejor de los casos, de omitir la verdad. Por ello, todo el mundo sabe, y ha sabido en todo tiempo, que el Poder se basa en la mentira y, en el mejor de los casos, en la elusión de la verdad. Pero el lenguaje popular es, justamente, lo contrario: mediante el uso de las palabras verdaderas, sin eufemismos, el ser humano se libera y recobra la independencia que le había arrebatado el poder; rompe con el tabú, vence la coacción y, por supuesto, escandaliza a una sociedad “respetable” que se ha acostumbrado ya demasiado a vivir en la censura y la autocensura.

Arango concluye que “la condena de las ‘malas’ palabras constituye una reliquia de nuestro pasado ancestral que lleva en sí las huellas de las terribles prohibiciones que le dieron origen. Es, propiamente, una pieza arqueológica en nuestro mundo civilizado. Es necesario, por lo tanto, superar esta inercia moral. Nuestra salud mental y física así lo exige. El lenguaje obsceno no debe ser ya más perseguido, atávicamente, por la ley y, por el contrario, debe ser objeto de tutela”.

Más allá, por supuesto, de este alegato de reivindicación, el lenguaje obsceno ha roto siempre todas las barreras de la prohibición y ha elegido en especial el espacio íntimo (el más íntimo: donde se caga y se mea y donde algunos se la menean) para evadir la censura. Desde la Antigüedad grecorromana el escusado fue el sitio donde el idioma se expresó en su más plena libertad. En el libro Grafitos amatorios pompeyanos (1990), podemos ver que, hace dos mil años, los precursores del “gallito inglés” (un “inglés” paradójicamente mexicano) escribieron letreros como los siguientes: “Aquí tiene su morada [y aquí el dibujo de un falo] la Felicidad”; “Veo dos vergas. Yo, el lector, soy la tercera”; “Cuando me da la gana me siento en él”, y este último que, en su traducción en español, es un perfecto dístico brevísimo:

Si cagas aquí,

¡ay de ti!

Hoy el tabú de las “malas palabras” ha llevado el eufemismo represor y represivo a extremos verdaderamente ridículos. En México se prefiere decir “pompis” a decir “nalgas” (siendo que se llaman nalgas), y decir “bubis” en lugar de “tetas”, a pesar de que son tetas, pues recordemos el maravilloso poema “La Giganta” de Salvador Díaz Mirón en donde leemos este magistral verso: “Tetas vastas, como frutos del más pródigo papayo”. Esos eufemismos bobos, que rayan en la estulticia, son extremos de la insinceridad y la ignorancia del idioma, además de resabios de una moral hipócrita. Razonablemente, por muy brutos que seamos, podemos saber que las palabras tan sólo representan el nombre de las cosas o de las acciones, y que no son las cosas en sí ni mucho menos las acciones. Por tanto, decir o escribir mierda, culo, pedo, verga, caca, mear, zurrar, etcétera, no equivale más que a la representación de las cosas a través del idioma.

Roland Barthes dijo, con sabiduría, que “la mierda escrita no huele”. El Poder cree que sí; está seguro que exhala un olor inmundo, un efluvio a mierda, que por supuesto irremediablemente lo envuelve, y es que la sátira se lanza contra los poderosos y los presuntuosos; el epigrama feroz y procaz da en el blanco de reyes y demás monarcas y jerarcas; el poema burlesco hace reír al pueblo mientras el poderoso rabia. En su Historia de la mierda (1980), Dominique Laporte advierte que es imposible negar que una literatura, marginal pero abundante, sobre lo excrementicio hoy puede considerarse como una de las bellas artes. Seguramente hubo esta lógica, en el año 2000, en México, cuando la Lotería Nacional, institución pública, le hizo un homenaje a Armando Jiménez, el autor del libro Picardía mexicana (1960), obra recopiladora del arte de las “malas palabras”, cuando en el sorteo del 9 de junio los billetes llevaron el retrato y la semblanza de quien sacó de las letrinas y el secreto, para ponerlos en la letra impresa, el ingenio y el genio populares referidos al sexo y al excremento. Es obvio que la “injuria” de las “malas palabras” únicamente ofende a quienes van dirigidas; a todos los demás los regocija y los libera.

Hablamos de fisiología, pero también de poesía, y no hay historia que esté exenta de las necesidades del cuerpo. Cagan hasta los príncipes, los reyes y las princesas. Dominique Laporte, en su libro, cita el siguiente testimonio escrito en una carta de la duquesa de Orleans (princesa palatina) a la electriz de Hannover, fechada en Fontainebleau el 9 de octubre de 1694: “Sois muy dichosa de poder cagar cuando queráis, ¡cagad, pues, toda vuestra mierda de golpe!… No ocurre lo mismo aquí, donde estoy obligada a guardar mi cagallón hasta la noche; no hay retretes en las casas al lado del bosque y yo tengo la desgracia de vivir en una de ellas y, por consiguiente, la molestia de tener que ir a cagar fuera, lo que me enfada, porque me gusta cagar a mi aire, cuando mi culo no se expone a nada”.