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PRÓLOGO

 

 

“No tardé en descubrir los tesoros de la biblioteca paterna, refugio de mi fantasía. Leí a una edad inverosímil La Divina Comedia, traducción de Cheste, más bien por el deseo de comprender las estampas; y eso sí, señores, leí el Quijote con las admirables ilustraciones de Doré, en una edición tan enorme que me sentaba yo encima del libro para alcanzar los primeros renglones de cada página. Descubrí el Orlando furioso; descubrí el Heine de los Cantares, y aun trataba yo de imitarlo, así como a Espronceda; descubrí mi inclinación literaria.*  Todo esto, por de contado, se leía en el suelo, modo elemental de lectura, lectura auténtica del antiguo gimnasio, como todavía nos lo muestran los vasos griegos de Dipilón.”

Reyes ha titulado el capítulo XV de su segundo libro de memorias “El equilibrio efímero”, y en él nos confirma cómo el ambiente familiar y las circunstancias hicieron que su infancia se desarrollara bajo las mejores influencias, entusiasmándolo a vivir: “Mi padre, primer director de mi conciencia...”. “Nunca le sorprendí postrado, como era del buen pedernal que no suelta astillas sino destellos, me figuro que debo a él cuanto hay en mí de Juan —que— ríe.” Su madre, pulcra sin coquetería, pequeña y nerviosa, no fue plañidera, lejos de eso; pero, en la pareja sólo ella representaba para Alfonso el don de lágrimas. A ella le debió, tal vez, el Juan —que— llora y cierta delectación en la tristeza. Mujer sin par y valiente, que lo mismo supo llevar de la mano a los hijos que recorrer montes y valles por el esposo herido, “capaz de seguir a su Campeador por las batallas o de recogerlo ella misma en los hospitales de sangre. Para socorrerlo y acompañarlo, le aconteció cruzar montañas a caballo, con una criatura por nacer, propia hazaña de nuestras invictas soldaderas”.

El primer poema de Alfonso, que por cierto, no he encontrado escrito, sino que lo oí en boca de tío Alejandro (hermano menor de Reyes), fue compuesto cuando el perro de don Francisco Bulnes mordió a varias personas y, entre ellas, al propio Alejandro. El perro rabioso fue sacrificado a balazos, pues era un verdadero peligro ambulante:

Allá en lontananza
venir se divisa
una horrible panza
que provoca risa
es don Pancho Bulnes
el viejo panzón
que viene a cobrar
la indemnización
.

Sigamos en este pequeño recorrido —a manera de introducción— de las primeras experiencias literarias de nuestro Alfonso. No se puede hablar de su prosa sin recordar que “empezó escribiendo en verso”. En los cuadernos infantiles, consta ya un cuento titulado “El mendigo”. “Creí [escribe Alfonso niño] que mitigaría un poco mis sufrimientos escribir aunque para mí solo, mis impresiones. Pero ¡ay! ¡Cuán ardua es la tarea y cuán difícil llevarla a cabo!” Amor, soledad, desesperación y reflexiones un tanto ingenuas. Despertar del adolescente enamorado de la belleza y al que, como a Goethe, le molestaba la fealdad. Su primera salida en letras de molde fue el “Nuevo estribillo” (parodia de intención política al “viejo estribillo” de Amado Nervo) y publicado en Los Sucesos el 24 de mayo de 1905.

Ese mismo año, aparecen en El Espectador de Monterrey, sus tres sonetos “La duda”, inspirados en un grupo escultórico de Cordier... El original manuscrito se halla precisamente en los cuadernos infantiles antes citados.

Reyes comenta: “Pero volvamos a mis sonetos. Mi padre los encontró aceptables; don Ramón Treviño, el director del periódico, los publicó; y luego los reprodujo en México el diario La Patria, el que dirigía don Ireneo Paz, abuelo de Octavio.

–¿Qué dice el poeta? —me saludó cierto amigo de la familia.

–¡No! —le atajó mi padre. Entre nosotros no se es poeta de profesión.”

Pues si, por una parte, aplaudía y estimulaba sus aficiones, por otra temía que ellas lo desviasen de las “actividades prácticas” a que se está obligado en las sociedades poco evolucionadas.

Reyes sufrió, durante varios años, la soledad que le provocara cierta insatisfacción del ambiente de México, pero parece ser que el poder incorporarse a la revista Savia Moderna dio nuevos bríos a su natural inclinación a las letras. Ahí fueron agrupándose los nuevos valores, muchos perdurables, algunos pasajeros. Existían —recuerda Reyes en su “Pasado inmediato”— escritores que escribían y otros que no escribían. Entre este último género se contaba, ante todo, a Jesús Acevedo: “El nombre de Jesús Acevedo anda en nuestros libros, pero su obra, que fue sobre todo de precursor, obra de charlas, de atisbos, de promesas, no podrá recogerse”. Savia Moderna nació en 1906. Duró poco, pero lo bastante para dar la voz de un tiempo nuevo. Su recuerdo aparecerá al crítico de mañana como un santo y seña entre la pléyade que discretamente se iba desprendiendo de sus mayores. “La redacción —escribe Rafael López— era pequeña como una jaula. Algunas aves comenzaron allí a cantar.” A muchos metros de la tierra, sobre un edificio de seis pisos, abría su inmensa ventana hacia una perspectiva exquisita: a un lado, la Catedral, a otro, los crepúsculos de la Alameda. Frente a aquella ventana el joven Diego Rivera instalaba su caballete. Desde aquella altura cayó la palabra sobre la ciudad. Palabra de los integrantes del Ateneo de la Juventud que, por esas épocas, se iba conformando. Los lectores de Reyes —como opinara Manuel Olguín— conocen perfectamente la historia de la etapa 1906-1913, desde la publicación de su ensayo “Pasado inmediato”. “En este ensayo, que puede completarse con varios documentos dispersos en los volúmenes Dos Caminos, Los trabajos y los días y La experiencia literaria, Reyes ha trazado en forma magistral el cuadro de las circunstancias culturales de la época inmediatamente anterior a la Revolución en que se desenvuelven sus últimos años de estudiante y primeros de escritor, lo que sucede en la educación, en la cultura, en las masas universitarias, en las letras, la crisis que provocan esas circunstancias en los escritores y estudiantes, crisis vivamente compartida por Reyes; y las campañas de renovación que emprende con su grupo generacional.”

Cuando empieza a tambalearse la pax augusta del porfiriato, Reyes se lanza por el difícil sendero de la prosa y envía Cuestiones estéticas a la Casa Ollendorf de París. Su libro vería la luz en 1911. En 1912, el Bulletin de la Bibliothèque Américaine publica una de las mejores críticas sobre este primer libro de ensayos de nuestro mexicano universal. “Este crítico —escribe Reyes— sin desconcertarse ante la apariencia fragmentaria del libro, acertó a seguir su nervio central, aproximadamente como yo mismo lo hubiera hecho.”

“Lo antiguo y lo moderno se mezclan en el libro de Alfonso Reyes, y los títulos de las dos divisiones de su obra, ‘Opiniones e intenciones’, expresan bien el movimiento de un pensamiento que se hace primero comprensivo y receptivo, para volverse después más doctrinario. Estamos ante un espíritu joven y enterado que —en las manifestaciones del arte literario que analiza, y por los maestros que discute y cita— nos descubre el secreto de su formación intelectual. Pero de la diversidad de sus ensayos que van desde Esquilo a Góngora, hasta los refranes populares, se desprende una estética personal que toca las relaciones entre el arte y la vida. Satisfactoria es en verdad la idea desarrollada por nuestro autor; de un necesario equilibrio natural, de una reciprocidad entre arte y vida...”

En el capítulo II de su Historia documental, Reyes cuenta los sucesos que van de las Conferencias del Centenario —dictadas por él y sus compañeros del Ateneo de la Juventud— a su libro Cartones de Madrid, pues entre las Cuestiones estéticas y sus libros posteriores han de pasar unos cuatro años, últimos días en México, primeros en España, pasando antes por París.

Resumanos con las propias palabras de Alfonso Reyes: “Son las nueve dadas —apunta en ‘Una noche de mayo’. Yo entreabro los ojos y lanzo un chillido inolvidable. La vida me ha sido desigual. Pero cierta irreductible felicidad interior y cierto coraje para continuar la jornada que me han acompañado siempre, me hacen sospechar que mis paisanos —reunidos en la plaza como en plebiscito, para darme la bienvenida— supieron juntar un instante su voluntad y hacerme el presente de un buen deseo... Adentro, ordenando pañales, la vida andaba de puntillas.

”Yo salí de mi tierra, hará tantos años, para ir a servir a Dios. Desde que salí de mi tierra me gustan los recuerdos. En la última inundación, el río se llevó la mitad de nuestra huerta... Después se deshizo la casa y se dispersó la familia. Después vino la Revolución. Después, nos lo mataron... Después, pasé el mar... Y acá, se desató la guerra de los cuatro años [1914-1918]... Y hoy, entre el fragor de la vida, yendo y viniendo —a rastras con la mujer, el hijo, los libros— ¿qué es esto que me punza y brota, y unas veces sale en alegrías sin causa y otras en cóleras tan justas? Yo me sé muy bien lo que es: que ya me apuntan, que van a nacerme en el corazón las primeras espinas...”

La presente antología, reúne textos de diferentes épocas. Nos ha parecido interesante el darles un orden cronológico en cuanto a su creación. Con ello, pretendemos seguir, en cierta forma, la evolución de su prosa narrativa, sus recuerdos, sus inquietudes y ese necesario equilibrio entre arte y vida, señalado ya por el crítico de su primer libro Cuestiones estéticas.

“La primera confesión” formaría parte de El plano oblicuo (cuentos y diálogos), publicado en Madrid en 1920. “Las viejas daban saltitos y charlaban. La abuela rifaba con el sacristán. Abiertos los ojos y las orejas, yo —chiquillo de quien no se hacía caso— discurría por entre los grupos, oyéndolo todo...” Ojos y orejas abiertos, chiquillo al que los mayores transparentan. Hay aquí, una inquietud naciente, tal vez autobiográfica, ya que Reyes se había declarado “libre pensador” desde su más tierna infancia.

“Silueta del indio Jesús”, de 1910, albores de la Revolución mexicana en que —como escribiera Ernesto Mejía Sánchez— ya se da completo el Alfonso Reyes, narrador de lo vivido (según el juicio de Amado Alonso, comentado después por J. W. Robb).

“La cena”, escrito en 1912, es —sin lugar a dudas— uno de los más importantes. Borges reconocería la enorme influencia que tuvo en su obra. Así, me decía: Yo era un Borges antes de leer “La cena” y uno, muy diferente, después... Carlos Fuentes escribiría Aura inspirado en los personajes y en la trama misma. Alejo Carpentier, descubriría en él “lo real maravilloso”, y Rulfo la inspiración de los murmullos... Cuento de vanguardia, adelanto de suprarrealismo que toca el plano onírico. Círculo narrativo logrado a la perfección. “La cena” es el primer cuento de El plano oblicuo. En el ejemplar que guarda la Capilla Alfonsina consta la siguiente dedicatoria: “A Manuelita mía, Alfonso”.

“Floreal”, aunque escrito en Madrid, febrero de 1915, es, totalmente, de ambiente mexicano del Norte. Se publicaría por vez primera en Vida y ficción (edición y prólogo de Ernesto Mejía Sánchez.). “La narración en tercera persona —comenta Ernesto— deja aflorar el ‘yo’ con delicada estrategia: aparece en el centro mismo del relato pero esfuminado bajo la nota pronominal del ‘me’, y sólo en cuatro ocasiones: ‘Ella solía enviarme fotografías del pueblo... Me escribía cartas breves... sólo... sólo me decía las cosas esenciales’. El último es el más disimulado: entre guiones dice simplemente ‘—me explicaba—’...” Sí, es autobiográfico, lo señala Ernesto, pero existe algo más: “El calor llenaba de ansias las cosas”... Narración que termina en cuadro, toques pictóricos que nos lanzan a una especie de misterio ecológico detonador de fantasía.

“La casa del grillo” (sátira doméstica) reúne textos escritos en 1918, publicados en Quince presencias, Obregón, México, 1955. Aquí, Reyes colabora con el mundo; alcanza una especie de libertad en el cultivo de una “actitud ágil y eléctrica, que acecha la idea, y, en cuanto brota, la trasmuta en nervio y en chispazo”.10 No diré más, sería desvirtuar la sonrisa alfonsina.

“Fuga de navidad”: La historia de su vida va volcándose en muchos de sus cuentos. En la navidad de 1923 escribiría esta “fuga”. Norah Borges de Torre (hermana de nuestro Georgie) lo ilustraría en Buenos Aires, cuando Alfonso Reyes era embajador de México en Argentina. Hermosa primera edición de 1929. La prosa de Reyes es “diamante puro” en el que se refleja toda una época de dificultades económicas: los cinco primeros años españoles de lucha, de enriquecimiento intelectual y de nostalgia.

“El testimonio de Juan Peña”, 1923. A manera de epígrafe Reyes apunta: “Quise recoger en este relato el sabor de una experiencia...”. “Lo dedico a los dos o tres compañeros de mi vida...” Uno de ellos, era Julio Torri, quien, junto con el propio Alfonso Reyes, estudiara la Ética de Spinoza... Reyes y Torri fueron los benjamines del Ateneo de la Juventud, unidos además, por el gusto de los relatos breves.

“Romance viejo”, “El buen impresor”, “Del hilo, al ovillo”, “El origen del peinetón” y “Diógenes” (publicados en Madrid, 1924), forman parte de su libro Calendario. La prosa de nuestro Alfonso se nutre de escenas que invitan a la reflexión y sigue depurándose.

En “Campeona” y “La Retro”, entresacados de su Árbol de pólvora se hace presente la malicia y el buen humor. “Calidad metálica”, ¿otro sentido del mundo? (incorporado a Vida y ficción, Fondo de Cultura Económica, 1970).

“Tijerina”, inspirado en un colaborador de la embajada mexicana. No se puede revelar su nombre... Otra vez, Árbol de pólvora.

“Descanso dominical”, Teresópolis, 1931. Divagar del alma cautivada por el trópico, por el Brasil de Alfonso Reyes, maestro de las sensaciones.

¡Ay!, “La Obrigadiña”, “la de los orbes elocuentes”, chispa nuevamente, humor y pólvora.

¿“La fea” y su metamorfosis? (Quince presencias.)

“La servidumbre femenina es mucho más competente cuando atiende a hombres solos que cuando hay señora de por medio.” Reyes y su indiscutible sentido de observación, destaca en el relato “Los estudios y los juegos” (Quince presencias). De este mismo libro, “Fábula de la muchacha y la elefanta”, “Pasión y muerte de dona Engraçadinha”, Copacabana, Río de Janeiro, música, sol, mar; sonrisa y reflexión.

“Entrevista presidencial”, amarga realidad de nuestra, muchas veces, absurda burocracia y un enfrentarse con la muerte... (Vida y ficción, 1970.)

“El vendedor de felicidad”: Al analizar este cuento, viene a mi mente aquello que Alfonso Reyes señalara en uno de sus primeros libros de ensayos, titulado El suicida. Y dice así: “Hay dos modos fundamentales de saludar la vida: uno es la aceptación, y otro el reto”. Rebeldía ante el acontecer de los sucesos de la vida, amplitud proporcionada por la sonrisa, pues dicha actitud de sonrisa es un primer paso de movimiento libre e inteligente del espíritu humano, del espíritu de Reyes, porque “La libertad [moral] será de aquel para quien el raciocinio sea un peldaño ligeramente tocado, rozado apenas, y que guarda en su tesoro interior fondos inagotables de instinto, sana animalidad; la libertad del ‘que se hace señas con las cosas’. Cuando la intuición, cabalmente educada, puede lanzarse sobre el objeto que se quiera... ; cuando el conocer no es comparar, sino un sumergirse de buzo, una compenetración, una metempsicosis espiritual, entonces se ha alcanzado el pleno conocimiento”. ¡Hasta dónde nos ha llevado “El vendedor de felicidad”, pliego suelto enviado, como tarjeta de navidad, en 1948! “La sonrisa” se hace presente una vez más como símbolo, la filosofía, estudiada por Alfonso Reyes, confirma su validez al convertírsele en Estética. ¿Fenomenología de su propia vida?

“La venganza creadora”: “Sol y mar, pereza y calor”, sensualidad en suma, bien enmarcada por el ambiente acapulqueño. Las pieles —¡qué importante fue para Alfonso Reyes la magia de la piel humana!—, los rostros y las sensaciones de los personajes de este cuento. Pero no vendamos prenda, hay que dejarse llevar por la belleza de la narración y disfrutar la malicia de nuestro “duende Alfonsino”, conocedor sin par del alma femenina.

“El ‘petit lever’ del biólogo” o la sencilla forma en que el biólogo narra sus propias reflexiones al emprender su diaria toilette. Cuánta compostura y adorno biológico... El autor decide dar por terminada la entrevista y, a mí me hace pensar que este texto hubiera hecho las delicias de Jean Rostand —hijo del célebre dramaturgo Edmond Rostand, autor de Cyrano de Bergerac—, biólogo y autor de importantes trabajos sobre la partenogénesis experimental.

“La muñeca”: En este relato, Reyes, penetra la psicología infantil de manera admirable. ¿Hay acto más sencillo que el de regalar una muñeca? Mas, el abuelo regalón se maravilla por lo que la muñeca representará para su propia nieta: escudo, “biombo protector contra la brutalidad del suceder”. “Nos tapaba los ojos con el juguete”... Sensibilidad atrapada en la red del creador que comprueba —una vez más— el cultivo del arte de ser abuelo, diría Víctor Hugo.

“El destino amoroso” y la personalidad inatrapable de Almendrita, personaje cautivador en más de un aspecto. “Vanidad”, no. ¿Tal vez “orgullo”? “El dios de las criaturas la modeló y la hizo para la seducción.” “En Almendrita, ante todo, algo hay de ‘Donjuana’”...

“San Jerónimo, el león y el asno”, diciembre de 1948. “Ésta es la estación de los cuentos, al amor de la lumbre, mientras la criaturas rodean al abuelo. También yo quiero contar mi fábula sencilla”... ¡Escuchémosle!

“La mano del comandante Aranda”: El tema de la mano destroncada que adquiere autonomía de intenciones y movimientos llegó a Reyes por el camino de la literatura francesa. El mérito de “La mano del comandante Aranda” consiste en que Reyes dio a la mano conciencia de ser un tema literario.

“Érase un perro”: “A Cuernavaca voy, a Cuernavaca” dice Reyes en su “Homero en Cuernavaca”. Estaba, entonces, traduciendo la Ilíada y allá se llevó a Homero. Mientras eso sucedía, Alfonso —en ciertos ocios— observaba la conducta del protagonista de este cuento. El perro “como el hombre en el sofista griego —fundamento del arte y condición de nuestra dignidad filosófica—, es capaz de engañarse solo...”.

“La asamblea de los animales”: Admirable don de penetración que hace surgir la sonrisa o la franca risa. Me encanta la descripción que Reyes hace de los animales “que no fueron admitidos a la asamblea”. ¡Ay la avestruz! “gallina abultada...”, “maniquí de alta costura”, etcétera... O bien —de los admitidos— la sátira tremenda del “elefante enjaezado”, “elefante de circo, escapado de alguna pista del Far West” que “estaba lleno de sofismas y ardides...”.

“El hombrecito del plato”: Experiencia “ovni”, diríamos hoy en día, e importancia —nuevamente— de la sonrisa.

“La cotorrita” de Reyes tiene un antecedente en su propio Anecdotario que me gustaría recordar.

“Cuando yo era muchacho, allá en mi tierra, la manera de disfrutar de un reloj (de ‘una molleja’) consistía en desarmarlo y volverlo a armar. Cuando lucía un reloj nuevo, los compañeritos me decían invariablemente:

–Es muy bonito. ¿Y ya lo desarmaste?

Por este camino, me pregunto, ¿cuántos relojes no habrán retornado al caos?”

Los tres cuentos anteriores y “Ninfas en la niebla”, “El invisible”, “La cigarra”, “Encuentro con un diablo”, “Apólogo de los telemitas”, “Analfabetismo” y “El bálsamo universal” forman parte de Las burlas veras (primer ciento), publicado en 1957. Las burlas veras llegarían a formar dos libros más (segundo y tercer cientos). El último cuento permanecería inédito hasta el momento de incorporarse a las Obras completas de Alfonso Reyes. Muchos de estos textos vieron la luz en Revista de Revistas (1954-1955). En general, son textos breves, bellos en su brevedad, porque “Más obran quintaesencias que fárragos”, decía Gracián.

El arte de escribir, el arte de los sentidos llevados a la prosa. El arte de lo que veo y cómo lo transformo. Hay en Alfonso Reyes un “narrador de lo vivido” es verdad, mas hay también el narrador de la experiencia metafísica o filosófica. Allá por el año de 1910, en su primer estudio sobre Mallarmé, Reyes observó que una preocupación filosófica en general es un ingrediente necesario para la buena literatura. Pero Mallarmé se había dejado llevar por su entusiasmo ante el sistema de Hegel, y eso había originado algunas dificultades en su magnífica obra poética. Su preocupación filosófica, al volverse doctrinaria, limitaba la amplitud necesaria para mantener un alto nivel poético. A Alfonso Reyes, al contrario, la filosofía le ayudaba a crear una obra vasta, rica y profunda, en la que el espíritu siempre llevó de la mano a la muy acabada realidad lingüística.

“–¿Qué escribes ahora? —te preguntan. Y tú no sabes ya si contestar con rabia o con risa: ¿Qué escribo? Escribo: eso es todo. Escribo conforme voy viviendo. Escribo como parte de mi economía natural... He aquí lo que estoy escribiendo: mis ojos y mis manos, mi conciencia y mis sentidos, mi voluntad y representación; y estoy procurando traducir todo mi ser inconsciente en esa sustancia dura y ajena que es el lenguaje... Mi vida parece un engendro de mi fantasía. Yo no he estudiado, sino practicado, mis humanidades y mis clásicos.”

De nuevo Vida y ficción con “El hombre a medias”, “El mensaje enigmático”, “El Indiscreto Africano”, “De algunos posibles progresos” y “La basura”. Filosofía del ser y del suceder, matizada de sonrisa. Lucrecio en la naturaleza de las cosas.

“La basura” es, a mi manera de ver, perfección en literatura.

Cerramos esta antología con “La Caída” (Exégesis en marfil) porque, dice Reyes en su teoría de la literatura: “El hombre es capaz de autocontemplarse e intuir dentro de su conciencia el valor estético de una experiencia personal. La actividad que llamamos ‘literatura’ es la expresión en letras de esa intuición. La literatura se apoya en un mínimo de realidad y desde allí opera con máxima fantasía. Su intención es inventar un mundo libre que se destaque del mundo real. O sea, que la literatura es fingimiento, ficción. Una obra de ficción, en cuanto mero lenguaje, dispone de dos funciones materiales: prosa y verso. Y en cuanto a sus modos mentales de atacar la realidad, se manifiesta con tres funciones formales: poesía, drama y narrativa. La función narrativa nos cuenta un suceder ficticio: acciones ausentes en el espacio y pretéritas en el tiempo”.

El propio Alfonso Reyes —en su libro Ancorajes, de donde entresacamos “La Caída” —parece darnos la conclusión esperada en “La catástrofe”, que —como opinara Ernesto Mejía Sánchez— nos sugiere un verdadero poema en prosa: “Hay un derrumbe cósmico en marcha constante hacia no t otros. Tardará milenios en llegar, o tardará sólo unos segundos. Pero el corazón, siempre profético, adivina que el tiempo, el espacio y la causa son endebles, y que una amenaza, llena de explosiones de astros, está suspendida, zumbando, sobre nuestras cabezas”.

Alicia Reyes

 


 

NOTAS

 

*  El subrayado es mío.

“Alfonso y Alejandro”, Boletín de la Capilla Alfonsina, núm. 14, 1969, pp. 20-22.

“Historia documental de mis libros”, Revista de la Universidad de México, núm. 5-6, vol. IX, 1955.

Alfonso Reyes se recibiría de abogado en 1913.

“Alfonso Reyes ensayista”, Studium, núm. 11, México, 1956, p. 17.

Jean Pères.

Véase Alicia Reyes, Genio y figura de Alfonso Reyes, 3a. ed., Ex Libris Ediciones, México, l997.

Alfonso Reyes nace el 17 de mayo de 1889, en Monterrey.

Muerte del general Bernardo Reyes, el 9 de febrero de 1913.

Prólogo a Vida y ficción, Letras Mexicanas, núm. 100, Fondo de Cultura Económica, México, 1970.

10 Alfonso Reyes, El suicida, en Obras completas, tomo III, Fondo de Cultura Económica, 1956.

LA PRIMERA CONFESIÓN

I

 

Se abría junto a mi casa la puerta menor de un convento de monjas Reparadoras. Desde mi ventana sorprendía yo, a veces, las silenciosas parejas que iban y venían; los lienzos colgados a secar; el jardincillo cultivado con esa admirable minuciosidad de la vida devota. El temblor de una campanita me llegaba de cuando en cuando, o en mitad del día, o sobresaltando el sueño de mis noches; y más de una vez suspendía mis juegos para meditar: “Señor, ¿qué sucede en esa casa?”.

Cuando mi imaginación infantil había poblado ya de fantasmas aquella morada de misterio, me dijo mi abuela, entre una y otra tos:

–Niño, ése es un convento de Reparadoras. Ya te llevaré a rezar a su capilla.

Fuimos. Ardían los cirios, y la luz corría por los oropeles de los santos; la luz muda, la luz oscura, si vale decirlo; la que no irradia ni se difunde, la que hace de cada llama una chispa fija y aislada, en medio de la más completa oscuridad. De la sombra parecían salir, aquí y allá, una media cara lívida, un bazo ensangrentado del Cristo, una mano de palo que bendecía. Cuando entraba una mujer vestida de negro, era como si volara por el aire una cabeza. “Señor, ¿qué sucede en este convento?” Había en el ambiente algo maléfico.

Al salir de la capilla aquel día, oí a tres viejas contar el secreto que en aquel convento se escondía. La abuela enredaba con el sacristán no sé qué historia sobre las lechuzas y el aceite de la iglesia, y yo pude deslizarme hasta el grupo donde las tres comadres, como tres Parcas afanadas, tejían sus maledicencias vulgares. Y dijo una vieja:

–Estas monjas, señoras mías, son las que han arreglado esas famosas recetas del arte cisoria y culinaria que nos han legado nuestras madres y aún están en boga.

Y otra vieja dijo:

–Lo sé. Soy antigua amiga del convento, y, por cierto, aquí me casé. ¡Qué día aquél!

Y dijo la otra:

–En esta capilla hace muchos años que nadie se casa. Sólo el sacramento de la Misa está permitido. Sobre esto hay mucho que contar. La santa madre Transverberación, de esta misma comunidad, fue siempre la mejor bordadora de la casa, la más diestra en aderezar una canastilla o unas donas; por eso hasta la llamaban “la monjita de los matrimonios”; porque a ella acudían las recién casadas y las por casar. Bien es cierto que la santa madre no había visto nunca un matrimonio, y su ciencia de las cosas del mundo comenzaba y acababa en la canastilla. Era también la primera en cerner y amasar la harina para el pan del cuerpo, y asimismo era la primera en la oración, que es el pan del alma.

Las viejas daban saltitos y charlaban. La abuela rifaba con el sacristán. Abiertos los ojos y las orejas, yo —chiquillo de quien no se hacía caso— discurría por entre los grupos, oyéndolo todo. Continuó la vieja:

–Al fin, un día, la santa madre asistió a un matrimonio en esta capilla. ¡Pobre madre Transverberación! Salió de allí como poseída, con descompuestos pasos. Corrió por el jardín la cuitada, y a poco se desplomó con un raro éxtasis,

dejando su cuidado
entre las azucenas olvidado.

Desde ese día, la monja mudó de semblante y de aficiones; no rezaba, no bordaba, no amasaba ya. Si rezaba, caía en desmayos; si bordaba, se pinchaba los dedos, manchando su sangre las telas blancas; y los panes que ella amasaba, como al soplo de Satanás, se volvían cenizas.

Las tres viejas se santiguaron. Y la narradora continuó:

–¡Oh, fatal poder de la imaginación, tentada del malo! A los nueve meses cabales, la madre Transverberación dio un soldado más a la República. Desde entonces se ha prohibido la celebración de matrimonios en la capilla de las Reparadoras, y a ellas no se les permite aderezar más canastillas ni donas. Lo tengo oído de Juan, mi sobrino, a quien Pedro el manco le dijo que se lo había contado su suegra.

Y las tres alegres comadres ríen escondiendo el rostro, se santiguan contra los malos pensamientos, dan saltitos de duende.

Tú, lector, si llegas a saber —que sí lo sabrás, porque eres muy sabio— dónde está la tumba de Heinrich Bebel, el “Bebelius”, del renacimiento alemán, grítale esta historia por las hendeduras de las losas, para que la ponga en metros latinos y la haga correr en los infiernos. ¡Así nos libremos tú y yo de sus llamas nunca saciadas!

 

II

 

–Sepa, pues, mi abuela que ya he averiguado lo que sucede: que por ese convento de Reparadoras ha pasado el mismo demonio endiablando monjas.

Yo lo suelto con toda la boca, orgulloso de mi nuevo conocimiento. Con toda la boca abierta me escucha la pobre mujer —que buen siglo haya—, y, creyéndome en pecado mortal, me manda a confesar al instante ese simple error de opinión.

Yo: Padre mío, vengo a confesarme.

El cura: Niño eres; ya sé cuáles son tus pecados. ¡Oh, ejemplar de la especie más uniforme! ¡Oh, niño representativo! Tú te comiste, sin duda, las almendras para el pastel: tú te entraste anoche a robar nueces por los nocedales de tu vecino. ¿Que no? Pues ahora caigo: eras tú, eras tú, pillastre, quien meses pasados destruía los tubos del órgano de la iglesia para hacerse pitos. ¿Que no has sido tú? ¿Cómo que no, si eres chicuelo? La semilla humana, ¿ha de estar tan diferenciada en tan tierna edad para que os podáis distinguir los unos de los otros? Tus pecados tienen que ser los pecados de los otros niños; tú apedreas a las viejas en la calle y rompes los vidrios de las casas; tú te comes las golosinas; tú echas tierra a la boca de los que bostezan, ¡raza bellaca!; tú atas cohetes a la cola del gato; tú has embravecido a la vaca en fuerza de torearla, ¡así fueras tú quien la ordeñase! Tú, en fin, todo lo haces a izquierdas y desatinadamente, como el “Félix” del poeta alemán, que bebe siempre en la botella y nunca en el vaso, y como aquel muchacho que pone Luis Vives en sus Diálogos latinos, el cual ni se levanta con la aurora, ni sabe peinarse y vestirse por sus propias manos, ni echar agua en la palangana precisamente por el pico del jarro.

Yo: Padre, yo no me acuso de tantas atrocidades. Acúsome, padre, de haber creído que el diablo se metió en un convento de monjas.

El confesor: ¡Negra sospecha! No eres tú el primero que la abriga: lo mismo creía Martín Lutero.

Yo: Padre, ¿y quién fue ése?

El confesor: Un feo y lascivo demonio que tenía unas barbas de maíz, y en la frente unos cuernecillos retorcidos; por nariz, un hueso de mango; dos grandes orejas de onagro; unos puños toscos de labriego. Nació de labriegos, se hizo monje, se alzó contra el Papa, robó a una monja endiablada, tuvieron unos como hijos endiablados... Ya sabrás más de él cuando más crezcas. Ve en tanto a decir a tu abuela que yo te absuelvo, y te doy por capital penitencia el tomar esta misma tarde una jícara de chocolate con bollos. Esta misma tarde, ¿lo entiendes?

Alejéme pensando en el demonio Lutero y en si tendría cola, rasgo que olvidaron explicarme. Desde entones me creí obligado a la travesura por ser niño. De donde deriva la serie de mis males. El padre confesor, con sus reprimendas abstractas, y sin parar en mi inocencia, había conseguido apicararme el entendimiento, pervirtiéndome la voluntad.

Fuime a la abuela con el mensaje; no pensé desconcertarla tanto. En cuanto supo mi penitencia, toda fue aspavientos y exclamaciones. Yo, inocente, me daba ya por el mayor pecador, según la enormidad del rescate.

Lo creeréis o no: me es de todo punto imposible saber si me dieron al fin el chocolate con bollos. Sólo recuerdo, como entre la niebla de lágrimas que el espanto me hizo llorar, que una voz cascada me decía:

–No llores, pequeñín; si casi no has pecado en nada. Si tu abuela se angustia, no es por eso. Es que bien quisiera daros gusto a ti y al señor cura; pero no tengo, no tengo ¿entiendes? ¡Y todavía dijo que esta misma tarde había de ser!...

 

[1910]