cover.jpg

PENSAR, HACER Y PROYECTAR LA RADIO UNIVERSITARIA EN HISPANOAMÉRICA

PENSAR, HACER Y PROYECTAR LA RADIO UNIVERSITARIA EN HISPANOAMÉRICA

Juan Carlos Valencia Rincón
Editor académico

img1.png

img2.png

RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS

© Pontificia Universidad Javeriana

© Juan Carlos Valencia Rincón

© Varios autores

 

Primera edición: Bogotá, D. C.,
abril de 2018

ISBN: 978-958-781-319-7

Hecho en Colombia

Made in Colombia

 

Editorial Pontificia Universidad Javeriana Carrera 7 n.° 37-25, oficina 1301

Teléfono 3208320 ext. 4752

www.javeriana.edu.co/editorial

CORRECCIÓN DE ESTILO:

Guillermo Andrés Castillo Quintana

MONTAJE DE CUBIERTA
Y
DIAGRAMACIÓN:

Claudia Patricia Rodríguez Ávila

VERSIÓN EPUB:

Lápiz Blanco S.A.S.

 

Pontificia Universidad Javeriana| Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno.

Valencia Rincón,  Juan Carlos, autor, editor

Pensar, hacer y proyectar la radio universitaria en Hispanoamérica / editor y autor Juan Carlos Valencia Rincón ; autores Jair Vega Casanova [y otros diecisiete]. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2018. 

 

390 páginas ; 24 cm

Incluye referencias bibliográficas

ISBN : 978-958-781-319-7

 

1. Radio universitaria – América Latina. 2. Medios de comunicación de masas - Historia - América Latina 3. Radio en la educación - América Latina. 4. Radio - Historia - América Latina. I. Vega Casanova, Jair. II. Pontificia Universidad Javeriana.

 

CDD 302.23098 edición 21

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J.

 

inp  04/04/2018

 

 

img3.png

 

Prohibida la reproducción total o parcial de este material
sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

La universidad contemporánea no puede dejar de volver la mirada hacia sus estudiantes, hacia esos millares de jóvenes que año a año le dan sentido. Y ello dentro del reconocimiento de sus características y de sus incertidumbres, de sus búsquedas y de sus necesidades de afirmación. Lo que estamos planteando es la necesidad de que nuestras radios universitarias se ocupen más, mucho más de esos seres que dan sentido a nuestras instituciones y que abarcan parte de la sociedad de nuestros países.

DANIEL PRIETO CASTILLO

Prólogo

Comunalizar la universidad y la radio universitaria

Hacia 1150 –según nos cuenta Iván Illich– surgió el texto en los monasterios de los Pirineos, a partir de una docena de innovaciones técnicas: la página dejó de ser el sendero que los lectores habitaban y la verdad de lo escrito se separó de su soporte material, la página, para flotar por encima de ella como un fantasma de significación del cual se podrían hacer copias idénticas.1 El libro dejó de ser un instrumento audible en la lectura colectiva de los monjes para convertirse en el dispositivo óptico de los escolásticos y los modernos. El libro portátil permitió la erudición derivada de lo que George Steiner llamó la “cultura libresca”,2 la cual estaría llegando a su fin desde hace unas pocas décadas. Durante los ocho siglos de la era del texto, nos advierte Illich (2002), el libro fue la matriz de la cultura y la verdad en Occidente y entre los occidentalizados. El “yo” occidental se constituyó con el libro como espejo.

Bajo la égida del texto, aparecieron en el siglo XII las primeras universidades en Europa. Por eso Illich (2002) llama a esta era que termina la “era de la universidad”. En esa perspectiva, la historia de la universidad habría sido un capítulo clerical y luego liberal en la historia de la mentalidad alfabética lega, fundada en el texto. A finales del siglo XX el régimen del texto habría sido sustituido por uno postextual, cibernético, algorítmico, donde ya no es el libro sino la pantalla –de los televisores, computadoras y teléfonos móviles– la herramienta básica del “yo” –o bien del “nosotros”– contemporáneo. Justo de esta segunda posibilidad existencial nos habla el presente libro.

Uno de los primeros retos que tenemos en este fin de la era de la universidad y el inicio de otra es replantear nuestros propios esquemas conceptuales. El mundo cambió, pero seguimos pensándolo y, a falta de otros términos, seguimos nombrándolo con los inadecuados conceptos de la era pasada. También podemos describir esta coyuntura como lo hacen Juan Carlos Valencia y Paula Restrepo en el capítulo que escribieron para este libro, a saber, con “lenguajes desgastados captados por el poder y que nos impiden nombrar” la posibilidad de lo cotidiano colectivo, particularmente desde la convocatoria que propicia la radio. En México, por ejemplo, seguimos discutiendo sobre el Estado cuando este ya no existe más en el país; lo que definía al Estado nación mexicano ha sido sobrepasado por las trasnacionales, la corrupción y el narcotráfico. ¿Cómo nombrar a su heredero, táctil desde la pantalla y operado con algoritmos? William S. Burroughs propuso denominar “control” a ese nuevo ente político.3 Debemos distinguir, nos dice Edgar Guasca en su capítulo, “el discurso enajenador del comprometido con la sociedad”, y eso se hace en terreno prometedor, pues muchas radios universitarias en Hispanoamérica han sido “formadoras de audiencias críticas”. Una radio, nos dice Fernando Gutiérrez, “para el cambio social”, pero, agregaría yo, que entienda el cambio social en marcha.

Es decir que no se trata de una crisis o de un problema de interpretación, sino de que vivimos el inicio de una edad distinta. Por ello, no estoy de acuerdo con Fernando Gutiérrez cuando afirma que “si bien es cierto que cambió la forma de leer la realidad, lo que no ha cambiado es la realidad”. Más bien me parece que la realidad de la lectura cambió y fue desplazada, no sé, ¿por el escaneo?; y la realidad misma cambió, pues no solo damos un uso peculiar a nuestro cuerpo –manos, ojos, oídos, pies– en torno a los dispositivos online, sino que las relaciones interpersonales, las maneras de experimentar y estar y las formas de agrupación y convivencia, así como el entramado de certezas y creencias profundas de las sociedades hispanoamericanas ahora ocurren en el marco de la máquina de Turing. En la era libresca el conocimiento era un contenido atado a un texto. Ahora, parece afirmar desde una mirada alternativa Marina Vázquez en su capítulo, el conocimiento es una mercancía mal vista y la atención mejor está en lo sabido, en “la disposición de saber”. En este sentido, el conocimiento ya no es un objeto mental atesorado individualmente, sino una acción que uno hace con los otros.

A partir de diversas experiencias de radio universitaria en Colombia y también en España, Costa Rica y México, el presente libro propone un diálogo que pueda inspirar la generación de radios universitarias posibles y adecuadas a los tiempos que corren, con base en la labor y trayectoria que ya tienen esas emisoras. Pero, como se solía reivindicar desde la educación popular, el diálogo es algo por construirse y afecta “profundamente las posiciones y disposiciones”, tal como afirma José Hleap. Por una parte, nos invita a repensar conceptos como ciudadanía, democracia, Estado, comunicación y participación –nacidos todos en la colonialidad– en el marco universitario, sus radios e internet, ya lejos de la “ley del alfabeto” (Illich, 2002). Por otra parte, nos impele a reinventar la radio universitaria y a convocar otras. Pero no a partir de expectativas de tono utópico, proyectadas como algo a ser diseñado para el futuro, en el horizonte de las radios corporativas, sino que estos capítulos nos ofrecen algunas herramientas pertinentes al visibilizar acciones y estrategias que ya se han realizado antes en emisoras universitarias con trayectoria o que actualmente se están llevando a cabo en algunas emisoras al aire y en internet. Y, sobre todo, esta reinvención nos señala la urgente necesidad de escuchar a la gente ordinaria, de ubicar y aprender de sus experiencias, pues quizá ahí ya podamos encontrar ejemplos de relaciones no patriarcales ni capitalistas.

En varios de los capítulos del libro se advierte sobre este cuello de botella: la consideración y participación de la audiencia y el conocimiento o desconocimiento que se tiene de ella para poder evaluar el quehacer de la emisora. No hay una receta para crear “comunidad”, pero sí el imperativo de tirar colectivamente hacia ese sentido con el escucha, que al mismo tiempo puede ser productor radiofónico, corresponsal, enviado especial y coordinar enlaces de radios en línea para obtener una sola parrilla plural. Por ejemplo, la pregunta de Juan Carlos Valencia, a saber, “¿qué papel cumple [la radio universitaria] en el proceso de construcción de la democracia?”, como lector me lleva a pensar si dicho papel sería quizá el de propiciar precisamente la posibilidad de imaginar y construir fuera o más allá de la democracia.

La universidad surgió en el seno de la era del texto. El texto fue su condición de posibilidad. Pero dicha era llegó a su fin hace un par de décadas, sustituida por la actual época que podemos llamar cibernética, postextual o sistémica. Esto significa que la universidad no puede seguir siendo lo que fue durante siglos. Necesariamente tiene que transformarse de raíz o desaparecer, como todo lo humano, para dar paso a una forma nueva. La opción que nos plantea la sociedad de mercado ante esta crisis es el “enfoque por competencias”, que no es otra cosa sino la más pura identificación entre educación y economía. Sin embargo, desde muchos rincones del planeta se ofrecen alternativas distintas que podemos agrupar bajo la consigna de comunalizar.

Comunalizar la universidad implica buscar la solución a la crisis pedagógica fuera de la pedagogía. El mito de la educación –cuyo dogma establece que siempre y en todo lugar hubo educación y que solo el conocimiento obtenido en la escuela es válido– ya no puede sostenerse. Ahora resulta evidente que hay vida más allá del espacio pedagógico y que Comenio4 exageró un poco. Lo más complejo y bello de nuestra existencia no puede ni debe ser enseñado; a nadie de niño se le enseña a hablar, a caminar o a amar: eso se aprende. Comunalizar la universidad es ir de la educación al aprendizaje. Casi una vuelta al origen, puesto que, en sus inicios, en las universidades no había educación. Esta relación de poder apareció siglos después asociada al establecimiento de los Estados nación, hoy también en franca retirada: ¿qué soberanía puede tener el Estado mexicano o el colombiano frente a Monsanto? Solo Bayer pudo someter a Monsanto... comprándola. La educación es un invento europeo moderno. El aprendizaje es natural. Todas y todos aprendemos desde el nacimiento hasta el momento de morir. Incluso las plantas aprenden. Y aprendemos con los demás, unos de otros.

Comunalizar es pasar del afán acumulativo de conocimiento individual al ejercicio del reconocimiento profundo del “nosotros”, sobre todo en los mundos colonizados como los de nuestra América Latina. Así, comunalizar la radio significa simplemente decidir entre todos qué hacer y cómo, mediante asambleas, buscando consensos antes que votaciones, nombrando a sus servidores (no gobernantes), realizando entre todos las labores decididas, ofreciendo un servicio para el bien común y, no puede faltar, participando en la celebración del encuentro... en ese territorio hertziano o virtual en construcción. El territorio radiofónico es un lugar íntimo que se labra en cada emisión. Tales son los cuatro pilares de la comunalidad: territorio, autoridad, labor y fiesta. Dicho en otros términos, el “marco metodológico” general, llamémosle tentativamente así, empieza por: 1) Reconocer dónde estamos parados. La tierra que se pisa. No es lo mismo vivir en la sierra que junto al mar o en el corazón de una ciudad: la tierra no es la misma ni los sueños son los mismos. Como señala José Hleap, la experiencia es un suceso situado. 2) Reconocer a la gente con la que hacemos la vida, ¿cómo nos organizamos? 3) ¿Qué hacen los hombres y qué las mujeres? Y 4) ¿Qué logran con su hacer? Reconocer lo propio, la tradición antigua y lo ajeno, “Occidente”, para labrar el “nosotros” posible. Reconocer nuestra posibilidad. Mirarnos y hablarnos entre nosotros para construir acuerdos más allá de la democracia y más acá del camino propio.

Hablarnos implica salir del mito de la comunicación nacido a mitad del siglo pasado, el de las certezas cibernéticas. La gente ordinaria no se comunica: habla y escucha, se mira, se siente. Como Martín-Barbero nos recordó en la 9.ª Bienal Internacional de Radio celebrada en el 2012: “Las culturas orales están vivas. Hablar de oralidad es hablar de antigüedad, de mito, pero también implica hablar de la cultura cotidiana”. Las radios universitarias en América Latina se han movido entre la Kultur decimonónica y el boletín institucional identificando comunicación y pedagogía. Tras el fin de la era del texto y de la universidad que se sustentaba en aquel, y con la generalización del uso del internet en nuestros pueblos y ciudades, resulta muy pertinente preguntarnos: ¿cómo debe y puede ser la radio universitaria? Con las semblanzas históricas y los análisis más bien sincrónicos consignados en los capítulos del presente libro ya se abona y se prefiguran algunos rasgos deseables.

La escasa relación con la audiencia de las radios universitarias y la ausencia de lo que Jair Vega y Eliana Herrera llaman “prácticas comunicativas de resistencia” son factores comunes en la mayoría de las experiencias aquí compiladas. Como estos autores reconocen, tales prácticas están “más bien asociadas a las radios comunitarias o alternativas”. Y con ello señalan la ruta de aprendizaje. Para lograr la radio universitaria alternativa que prefigura De Quevedo, movida por la “solidaridad social”, colaborando con otros esfuerzos para “transformar el mundo”, este libro nos da valiosas pistas, semillas dispersas, como sembradas al boleo. Reúne análisis que desembocan en propuestas de lo que podría o debería ser hoy una radio universitaria en América Latina, experiencias de lo que se está haciendo en el terreno analógico y digital, y de lo que se ha hecho a lo largo de los años. Y en cada experiencia se preguntan sobre sus propios retos como emisoras; con ello, los autores en el diálogo en el libro y con nosotros parecen preguntarse y preguntarnos sobre la condición y la posibilidad actual de la radio universitaria. Una de las pistas son los enlaces y los intercambios, como lo que hizo UN Radio a finales de la década de los ochenta del siglo pasado y que nos refiere Edgar Guasca: “Ofrecimos a las radios comunitarias la posibilidad de transmitir nuestras producciones sin restricciones y el resultado fue una cobertura de la emisora a nivel nacional”.

El abrevadero de las radios universitarias está en los barrios y localidades vernáculas a lo largo y ancho de nuestro continente: puede y debe ser una herramienta generadora de comunidad que sirva para encontrarnos entre nosotros. Como señalan Jair Vega y Eliana Herrera en su capítulo, el reto es entenderlo como un proceso “multidireccional”. La radio universitaria está aprendiendo de los ejercicios de los legos, de la experiencia de la gente ordinaria que no necesariamente asistió a la universidad y, sin embargo, hace buena radio con tres pesos. La radio comunitaria es el modelo. Pero, parafraseando a Edgar Morin, el modelo es que no hay modelo. Tal modelo no existe; está en construcción colectiva y en cada lugar es distinto y propio.

Hay cientos de ellas, quizá miles, en nuestros países. Sin embargo, la radio comunitaria aún no existe plenamente: estamos en el momento de su cotidiana reinvención. Este libro nos habla de cómo algunas radios universitarias de Colombia, España, Costa Rica y México ya están participando en tal recreación, aun sin nombrarlo así. En los ensayos del presente volumen vemos ya las pistas de la comunalización de la radio en lo que algunas radios universitarias han hecho o están haciendo. Me parece que ya están entre nosotros, según nos relatan las y los autores, varias de esas características de lo que podemos llamar un modo comunal de la radio universitaria. Esos “horizontes que conecten la radio universitaria con propuestas de democracia radical, comunalidad y buen vivir, en sintonía con los esfuerzos de tantos actores sociales de nuestro tiempo”, que Juan Carlos Valencia y Paula Restrepo nos refieren como necesarios, de alguna manera parecen esbozarse en este volumen.

Las radios universitarias pueden agruparse según sus problemas comunes. Para empezar, la búsqueda de autofinanciamiento y del manejo de los patrocinios, como indaga Edgar Guasca en su capítulo. Una radio comunitaria requiere tequio –en Oaxaca, la labor colectiva, obligatoria y gratuita para el bien común–, pero no puede mantenerse eternamente con voluntarios; los héroes se cansan. En las páginas de este libro encontramos algunas maneras de financiamiento y relaciones institucionales interesantes, como la de Radio Huelva, la cual tiene su concesión como emisora cultural: obtiene ciertas subvenciones públicas e ingreso por patrocinios y se considera a sí misma una emisora “totalmente autogestionada”, como explica Marina Vázquez.

La cuestión de la programación musical y sus cambios luego de ciertos periodos es un tema delicado en las radios universitarias y también en las comunitarias. Al leer sobre las historias de las parrillas y los cambios en la selección musical en algunas emisoras en Colombia, y pensando en otros casos en México, recuerdo una discusión que solemos tener en Oaxaca: qué música programar. En México, José Alfredo Jiménez, Pedro Infante y Juan Gabriel son ídolos del pueblo. La gente gusta de sus canciones, mas con un trago de mezcal. ¿Debemos programarlos? Varios coincidimos en que muchas de sus canciones fomentan el machismo y, sobre todo, nos educan sentimentalmente –junto a las telenovelas– para considerar el amor como una cosa, una mercancía, en el delirio del amor romántico. ¿Cómo lograr una selección musical diversa y rica, pero antipatriarcal y decolonial?

Los trabajos que este libro agrupa nos invitan, a través del análisis de la universidad y de las radios universitarias, a repensarlo todo de nuevo y desde el fondo. La radio universitaria debería recordarnos que, como dijo Paul Goodman, cada palabra es una plegaria.

ARTURO GUERRERO OSORIO

Introducción

Los modelos de universidad en América Latina y las radios universitarias. Un pasado oscuro, un presente complejo, un futuro posible

Juan Carlos Valencia

Paula Restrepo

 

 

La impaciencia y el desencanto de los académicos críticos y los productores radiales independientes frente al estado de los medios comerciales contemporáneos, cada vez más banales, despolitizados, “espectaculares” en el sentido descrito por Debord (2002), imbuidos de la lógica del mercado, coloniales y cerrados a la diversidad (Valencia, 2009, 2014), a veces nos lleva a idealizar y a pensar con el deseo las otras opciones existentes en el dial: las radios comunitarias, las públicas y las universitarias.

Arrastramos discursos liberales y humanistas que corresponden cada vez menos a las realidades de los medios no comerciales latinoamericanos. Utilizamos lenguajes desgastados sobre democracia, ciudadanía y cultura, que han sido cooptados por el poder y nos impiden nombrar cómo este también opera en los medios no comerciales, supuestamente más abiertos y alternativos. Peor aún, esos discursos y lenguajes nos dificultan vislumbrar el potencial que estos medios tendrían para convocar sensibilidades distintas, ser parte importante de acciones colectivas y esfuerzos creativos para transformar el mundo.

En este capítulo queremos hacer un esfuerzo por trascender esa idealización de las otras radios, con frecuencia analizadas a partir de posiciones ingenuas que terminan siendo cómplices de dinámicas peligrosas. Pero no lo hacemos para caer en la desesperanza y la inacción, sino para poder proponer horizontes que conecten la radio universitaria con las propuestas de democracia radical, comunalidad (Escobar, 2014; Martínez, 2016) y buen vivir (Gudynas, 2011), todas ellas en sintonía con los esfuerzos de tantos actores sociales de nuestro tiempo.

Vamos a analizar la radio universitaria, el tipo de instituciones en que estas emisoras surgen, cómo la universidad ha operado en el contexto latinoamericano y qué modelos está adoptando actualmente. Esos entornos definen las posibilidades y las limitaciones de los medios universitarios de una forma que no permiten comprender los análisis anecdóticos, puntuales y descontextualizados, pero abundantes en la literatura académica.

De la universidad colonial a la universidad corporativa

Como todas las instituciones modernas, la universidad ha ido cambiando, adaptándose a las dinámicas de lo que Wallerstein (1979) describe como el sistema-mundo moderno. Las primeras universidades que se crearon en América Latina surgieron dentro de una lógica particular, la que Dussel (2001) describe como la “primera modernidad”, cuyo inicio se dio en 1492 y que fue regentada por España y Portugal. Las primeras universidades surgieron en el territorio americano en plena época de la conquista (Tünnermann, 1996, p. 11), antes que otras instituciones académicas y podríamos incluirlas en una tipología de universidad colonial. Lo que buscaba la Corona española –el imperio portugués no creó universidades en sus colonias, tampoco el francés, el holandés ni el inglés– con ellas era la formación político–religiosa de las élites criollas (Jiménez, 2007, p. 173), con el fin de garantizar la estabilidad de las posesiones imperiales y la administración productiva de los territorios (Castellano, 2006; Rama, 1984). Se trataba de instituciones enfocadas en un proyecto de transferencia de modelos metropolitanos (Jiménez, 2007, p. 172) y comprometidas con la cristianización colonial, parte importante del proceso de colonización epistémica, política y económica de América. La universidad colonial fue, según Castellano,

elitista, segregacionista, católica, onerosa, de estructuras rígidas, poco permeable al cambio, y dependiente de las universidades españolas, por lo cual, la escolástica fue la concepción dominante, y la docencia, su función fundamental para cumplir el papel de reproductora de conocimientos como también lo fue del orden social. (2006, p. 480)

Esa universidad colonial se encargó principalmente de formar a los novicios de las órdenes religiosas que se requerían para las tareas de evangelización de los indígenas durante la conquista y, en menor medida, de educar a los hijos de los conquistadores que debían constituir la élite letrada criolla necesaria para la administración colonial (Tünnermann, 1996, p. 122).

La Ilustración y las reformas borbónicas en Europa inspiraron transformaciones en la universidad colonial; sin embargo, esta no desapareció totalmente. Según Tünnermann, “varias continuaron viviendo dentro de los mismos esquemas hasta bien entrado el siglo XIX y aún después de la independencia, por lo que fueron coloniales fuera de la colonia” (1996, p. 130). Se trataba de virreinatos del espíritu, academias señoriales que incluso resurgieron en las postrimerías del siglo XIX (Castellano, 2006) en países como Colombia y dentro de lo que Von der Walde (2007) describió como el proyecto hispánico-católico de unificación nacional.

Ahora bien, es claro que desde finales del siglo XVII y especialmente a comienzos del siglo XVIIII muchas universidades americanas ampliaron el abanico de cátedras para incluir el germen de lo que luego se denominó Ciencias Naturales (Tünnermann, 1996, p. 128). A su vez, se fue relajando o dejando atrás el método escolástico y se fue llegando a un modelo que se podría describir como una incipiente universidad renacentista-humanista. Se trataba de instituciones que impulsaban el proyecto europeo ilustrado e intentaban despertar una pasión por el cambio y el progreso desde una perspectiva teleológico-lineal. Sus estudiantes estaban llamados a conducir a los pueblos salvajes, ignorantes, presos de la superchería de la época colonial, hacia la luz de la razón, a embarcarse en reformas y procesos que los llevasen a alcanzar lo que la Europa moderna ya vivía.

Esta universidad renacentista-humanista experimentó una radicalización con la Revolución francesa. La base de esta transformación estaba en “la normalización del cambio y la reformulación del concepto de soberanía, ahora depositada en el pueblo que está constituido por ‘ciudadanos’” (Wallerstein, 2006, p. 86). La Revolución francesa tuvo un impactó notable en América. Primero en Haití, a principios del siglo XIX, con la “primera revolución negra”; aunque los revolucionarios metropolitanos terminaron por ignorar a los revolucionarios negros de su colonia. Posteriormente, en otros países latinoamericanos, influenciados además por la lucha de independencia de Estados Unidos. En pocas décadas, la mayoría de las colonias europeas en las Américas alcanzaron su independencia formal mediante un movimiento de descolonización que solo significó el fin del colonialismo, mas no el fin de la colonialidad (Escobar, 2003). En otras palabras, el proceso de reestructuración política que supuso la independencia y la formación de los estados nación en América Latina llevó a una reestructuración sociopolítica que, sin embargo, conservó la misma estructura mítico-epistémica: la colonialidad.

Con respecto a la organización del conocimiento, las transformaciones sociales potenciadas por la Revolución francesa produjeron efectos contundentes, entre ellos, el advenimiento de una nueva tipología de instituciones como la universidad kantiano-humboldtiana en la que empezaron a predominar las ciencias naturales, surgieron las ciencias sociales como disciplinas separadas y las humanidades y la teologíafueron reducidas a un lugar subalterno. La propuesta humboldtiana complementó el análisis racional del conocimiento propuesto por Kant con varias nuevas funciones sociales: se convirtió en una pieza importante en la consolidación de los Estados nación, el ascenso de la institucionalidad democrática representativa y sus burocracias encargadas de la planeación biopolítica (Castellano, 2006, p. 482), y la producción de conocimientos útiles para la expansión del capitalismo y la profundización del dominio sobre la naturaleza. En el modelo humboldtiano se agrupan el progreso científico y la instrucción, encuentro a partir del cual nació la universidad como conector entre la producción de conocimiento de la cultura –investigación– y la cultura como proceso de aprendizaje –docencia– (Readings, 1996, pp. 12 y 64).

Esta universidad kantiano-humboldtiana contribuyó al reemplazo de viejas formas sociales y a instaurar la autoconsciencia y la autodeterminación; en resumen, a la producción de subjetividades desde el biopoder. Su objetivo consistía en “proveer adiestramiento cultural y profesional a la élite burguesa, imprimiéndole a la vez, un particular sello intelectual: promover la unidad y estabilidad política del Estado” (Tünnermann, 1996, p. 133). En la universidad kantiano-humboldtiana latinoamericana, la razón sagrada, central en la universidad colonial, fue relativamente desplazada, en algunas instituciones, por la razón secular (Jiménez, 2007, p. 176); Sin embargo, en ambos tipos de instituciones, los otros saberes, los de las culturas negras, indígenas y campesinas, eran vistos como males por extirpar, ignorancia, atraso o salvajismo. El proceso secularizante

no impidió que surgieran y se impusieran otras barbaries y oscurantismos nacidos de la modernidad, como es el caso entre otros de la tecnociencia, la tecnocracia, las degradaciones ecológicas y morales, la pobreza extrema de grandes mayorías sociales, las discriminaciones por razones de género, etnia y cultura […] para perpetuar la hegemonía del capital, que amparándose en la racionalidad apunta hacia la extinción de la vida en el planeta. (Castellano, 2006, p. 485)

Durante décadas este tipo de universidades no amplió su base social; en este sentido, siguió siendo, como la universidad colonial, un reducto de las clases dominantes y un mecanismo de mantenimiento de privilegios. Se trataba de universidades encasilladas en un molde profesionalista de inspiración francesa –el nuevo centro de la modernidad que había sustituido a España–, que arrastraban un pesado lastre colonial y carecían de proyección social (Tünnermann, 1996, p. 137). Solo hasta la primera mitad del siglo XX, en medio de los procesos acelerados de urbanización que se vivieron en el continente, algunas universidades ampliaron sus puertas. La Reforma de Córdoba que se inició en Argentina en 1918 impulsó una relativa democratización de la universidad latinoamericana (Gaviria, 2013, pp. 64-66). Esas transformaciones se aceleraron tras la Segunda Guerra Mundial con miras a profundizar el proyecto desarrollista (Esteva, 1992). Se buscaba ahora radicalizar la misión de la educación para sortear los obstáculos culturales al desarrollo, iniciativa que implicaba dejar atrás poblaciones enteras, costumbres y sistemas culturales que no lo entendían o lo frenaban, y aumentar la productividad de las naciones para alcanzar finalmente el estadio de las sociedades “avanzadas”: las de Norteamérica y Europa.

El desarrollo es un gran mito, un espejismo siniestro, una “percepción que moldea la realidad” (Sachs, 1996, pp. 1-7) sobre el cual han sido construidas las relaciones norte-sur. La crítica al desarrollo no solo lo entiende como un proyecto económico depredador que ve en la naturaleza un recurso para ser explotado y que busca la satisfacción material e individual por encima de todo. Lo ve además como una experiencia cultural propia de la modernidad europea, que busca la subordinación de las otras culturas (Fornet, 2009, pp. 81-94; Escobar, 2009, p. 26; Sachs, 1996, pp. 1-7; Shiva, 1996, p. 229). Son muchos los que denuncian el fracaso de la idea de desarrollo (Escobar, 1999, 2009; Sachs, 1996; Shiva, 1996) por haber generado mayor desigualdad económica, haber empobrecido la diversidad en la naturaleza y la cultura, y promocionado la competencia de individualidades que lleva a la destrucción de los lazos comunitarios.

La universidad kantiano-humboldtiana se hizo desarrollista y contribuyó a incorporar a la población del llamado tercer mundo más directamente a la imperante modernidad-colonialidad con la promesa del ascenso social y el ingreso en la lógica del consumo. Como explica Castellano,

la visión instrumental, modernizante, desarrollista y, en síntesis, los modos de pensar sustentados en la razón moderna, aún se mantienen en los circuitos de legitimación de los saberes académicos, en su organización y en la formación técnica profesional, entre otros procesos educativos. (2006, p. 484)

Por lo menos desde los años setenta, en el sistema-mundo moderno occidental, el auge del capitalismo posfordista, inmaterial y cognitivo, convirtió la educación en una nueva frontera de expansión y acumulación. La tipología de la universidad kantiano-humboldtiana se mantiene hasta nuestros días y en gran medida sigue cumpliendo su vieja función de respaldar al estado nación. Pero va surgiendo un nuevo modelo de universidad: la de la excelencia o universidad corporativa. En los países del norte este cambio se inició en los años setenta, mientras que en los países del llamado tercer mundo el modelo corporativo se viene imponiendo desde finales de los años ochenta, especialmente fortalecido tras el colapso de la antigua Unión Soviética (Mignolo, 2003, p. 110). Al expandirse el sistema educativo como parte del proyecto desarrollista, al urbanizarse tan radicalmente el continente, al convertirse la educación en un mecanismo de ascenso social, las universidades se expandieron y se convirtieron en un gran negocio. La colonialidad se reorganizó en este escenario y propulsó la adscripción de las universidades a las lógicas corporativas de la academia metropolitana:

En las últimas dos décadas han venido ganado terreno en América Latina ciertos discursos “modernizadores” de “la ciencia” y de las universidades que desde gobiernos y medios universitarios procuran normar, delimitar y controlar las prácticas intelectuales en términos de productividades, medidas estas por indicadores tales como cantidad de publicaciones en revistas académicas “arbitradas”, especialmente de circulación internacional; cantidad de citas de sus obras hechas por sus colegas; etc. (Mato, 2002, p. 22)

En este proceso, numerosas universidades públicas han comenzado a debilitarse, a desaparecer o a transformarse paulatinamente en universidades corporativas. Así mismo, áreas del conocimiento consideradas inútiles para el nuevo orden del mundo globalizado como las humanidades y algunas disciplinas de las ciencias sociales han empezado a desaparecer o a reducirse (Nussbaum, 2010). El mismo proceso ha llevado a que la universidad, abandonando su cara crítica, se acerque cada vez más a la empresa y el pensamiento empresarial con el fin de adentrarse de lleno en la búsqueda del conocimiento eficiente y los saberes instrumentales. Se ha dado también lo que Mato describe como una sobrevaloración de las tendencias y rutinas intelectuales de los centros y la consiguiente deslegitimación o un agudo distanciamiento de las prácticas críticas en cultura y poder desarrolladas por actores locales en una amplia diversidad de movimientos sociales y en otros ámbitos más allá de las universidades (2002, p. 30). Según Readings, la universidad está dejando de ser un arma ideológica del Estado para convertirse en una corporación autónoma orientada a expandir el consumo e incrementar la acumulación y la desigualdad (1996, pp. 11-12).

Resumiendo lo dicho hasta ahora, la universidad hegemónica se forjó sobre la colonialidad y continúa descansando plácidamente sobre ella. Sus transformaciones han beneficiado unos proyectos políticos y económicos determinados que socavan la vida de las comunidades indígenas, negras, campesinas y de todos aquellos grupos que no alimentan la operación del capitalismo.

Este somero panorama no desconoce la existencia de prácticas de resistencia y líneas de fuga que se han dado y se dan en todas las tipologías de universidad planteadas. Académicos críticos han abierto espacios a la diversidad y han apoyado movimientos y actores sociales que vienen creando lo que Escobar (2003) nombra como alternativas a la modernidad. Y es que el sistema-mundo moderno capitalista, de acuerdo con lo planteado por Wallerstein (1979), se encuentra en crisis, una crisis que se ha hecho visible desde 1968 cuando se hicieron inocultables sus límites, sus problemas estructurales y las contradicciones que siempre ha tenido desde su nacimiento. En esta crisis sistémica se plantea una bifurcación que propone dos opciones como posibles trayectorias a seguir una vez el antiguo sistema no sobreviva más. Otras formas de relacionarse y emplear el conocimiento siguen vigentes y en evolución, incluso otras tipologías de universidad, como las interculturales, vienen emergiendo (Restrepo, 2014). También hay que tener en cuenta que en instituciones específicas las tipologías de universidad descritas se hibridan, se superponen o se alternan en universidades e incluso en facultades particulares. Pero es claro que esa institución moderna, la universidad, en todas sus formas, ha sido en América Latina una herramienta del poder. Es por esto que una mirada crítica, capaz de soñar con otros mundos posibles, tiene que evaluarla en profundidad y más allá de sus discursos de autolegitimación. Como afirma Arturo Guerrero en el prólogo de este libro, “la universidad no puede seguir siendo lo que fue durante siglos”.

¿Qué tipos de medios de comunicación, en particular de emisoras radiales, emergen en estas universidades latinoamericanas? y ¿con qué fines?

Las radios universitarias y la universidad colonial kantiano-humboldtiana y corporativa

No tiene sentido desvincular las propuestas asociadas a los medios de comunicación universitarios de la historia descrita líneas atrás, ni de los contextos específicos de cada país e institución. Cada emisora está marcada por las condiciones de la universidad en la que surgió y opera. Vamos a dibujar un panorama del surgimiento de los medios de comunicación universitarios en relación con los tipos de universidades que existen en Colombia, con la sospecha de que es un panorama que se repite en otros países de América Latina.

La existencia de emisoras de radio en las universidades es un fenómeno que data de los primeros tiempos de la radio. En sus rastreos históricos, González (2009) y Gaviria (2013) encontraron que ya existían emisoras afiliadas a universidades latinoamericanas desde mediados de los años veinte. En Colombia, las primeras emisoras universitarias surgieron en Antioquia durante los años treinta y cuarenta. En las tres décadas siguientes, la agitación social, el auge del sindicalismo, las protestas estudiantiles, los movimientos revolucionarios urbanos, los cambios en las relaciones de género y la creciente importancia de la economía de servicios e información marcaron los contextos urbanos de Colombia y de otros países latinoamericanos. La Guerra Fría y el triunfo de la Revolución cubana llevaron al Gobierno de los Estados Unidos a impulsar programas como la Alianza para el Progreso, los cuales profundizaron la influencia de ese país en buena parte de la región (Palacios, 2003, p. 241). La ideología del desarrollo a toda costa, cimentada en la modernización y la superación de los supuestos obstáculos culturales que la población oponía al progreso, estaba en el orden del día.

En Colombia, los años sesenta marcaron el apogeo de lo que algunos han descrito como el esfuerzo más importante y extendido de la radio, y cualquier otro medio de comunicación, como instrumento de educación para las poblaciones rurales: Radio Sutatenza (Fraser y Restrepo, 1998, p. 144). Los historiadores consideran que en los años sesenta el país venía de tres décadas en las que las élites habían practicado políticas económicas pragmáticas que combinaban programas de desarrollo industrial con el libre comercio. Esto trajo como resultado

un rápido aumento y una redistribución de la población, crecimiento urbano significativo, desarrollo de empresas de producción de bienes de consumo, incluso de bienes duraderos, la expansión de la agricultura de índole capitalista en algunas zonas del país y más recientemente, una desindustrialización y una expansión del sector de servicios. (Palacios y Safford, 2002, p. 297)

Esa época, la del Frente Nacional, fue un periodo de crecimiento económico, fuertes migraciones del campo a las ciudades y expansión del sistema educativo, pero también se caracterizó por el mantenimiento de los patrones fundamentales de desigualdad social del país (Bushnell, 2012, p. 317). Palacios considera que el Frente Nacional intensificó la represión de las disidencias políticas a la vez que intentó cooptar a los sectores populares y a las clases medias emergentes mediante la ampliación de redes clientelistas que desembocaron en un aumento de la corrupción (2003, p. 239). Cuando terminó el Frente Nacional, con el país relativamente pacificado y con bajos índices de violencia, los gobiernos abandonaron muchas de las promesas de reformas que habían defendido en los años anteriores (Palacios y Safford, 2002, p. 328). Pero el fracaso de los intentos de reforma agraria, la contención de las movilizaciones campesinas y la clausura de oportunidades para la discusión democrática le fueron abriendo espacios a la guerrilla en las zonas rurales.

Por su lado, en las zonas urbanas los cambios fueron dramáticos. Bogotá crecía vertiginosamente. Entre 1950 y 1970, la ciudad recibió centenares de miles de migrantes del campo y tuvo el ritmo de crecimiento de población más elevado dentro de las grandes capitales de América Latina (Palacios y Safford, 2002, p. 303). En 1950, la población de Bogotá era de 676 000 personas. Para 1975 ya superaba los tres millones (United Nations, 2001). Los programas de desarrollo y la necesidad de emprender obras de infraestructura para la nueva realidad urbana del país promovieron la creación de una clase de especialistas tecnócratas con un alto nivel educativo (Bushnell, 2012, p. 327). Pero brindar empleo y otras oportunidades a los nuevos habitantes de las ciudades sin afectar la acumulación de capital era una labor imposible; en el cambio de década de los sesenta a los setenta, las desigualdades se profundizaron. El sindicalismo crecía, pasando de tener 250 000 miembros en 1959 a 700 000 en 1965 (Palacios y Safford, 2002, p. 327). El sistema educativo también crecía aceleradamente, pero no así el empleo, con lo cual se creaban focos de descontento y una percepción de que el sistema político no respondía a las necesidades de la gente.

Fue en esta época compleja, entre los años setenta y noventa, cuando aparecieron la mayoría de las emisoras universitarias en Colombia. En las universidades de tipo colonial que perduraban, los medios de comunicación se adscribieron a un proyecto evangelizador cristiano. Se buscaba utilizar las radios como un nuevo espacio pastoral que llevara el mensaje religioso a los hogares, a la esfera privada y doméstica y contribuir a la continuidad del vínculo con la Iglesia y al mantenimiento de la feligresía. La programación que trascendía lo religioso le apuntaba a adoctrinar a los oyentes en otros ámbitos considerados como complementarios al espiritual. Férreamente controladas por sacerdotes y otros miembros de la curia, estas emisoras universitarias solo aceptaban colaboradores comprometidos con la misión pastoral. Se dirigían a audiencias de adultos, especialmente de clases medias y bajas. Empleaban formatos muy tradicionales, incluso poco radiofónicos.

En las universidades de tipo kantiano-humboldtiano de vocación desarrollista, las emisoras se convirtieron en sistemas de divulgación de una ciencia marcadamente eurocéntrica. Eran bastiones del “progreso” que difundían conocimiento experto de toda índole –científico, artístico, literario– a una población poco educada o inculta, necesitada de civilización, de modelos de vida y de saberes legítimos. Confirmaban sus percepciones a los iniciados, a las élites intelectuales que se beneficiaban y sustentaban a las instituciones (Gaviria, 2013, p. 69). Las programaciones de estas emisoras servían de mecanismo de distinción y prestigio para las universidades, al mostrar el grado de compromiso de las instituciones con el proyecto de desarrollo nacional y de superación del atraso. Según Prieto, se trata de “propuestas que poco o nada se salen de la música llamada clásica, y que alternan con expresiones de la literatura y el arte. El contexto brilla por su ausencia” (1996, p. 5). Estas emisoras han sido comúnmente administradas por élites intelectuales liberales y académicas, por profesionales de la llamada alta cultura. El rol de los estudiantes ha sido tradicionalmente el de practicantes, novicios en proceso de formación, que deben ser educados y cuya iniciativa debe estar sometida a la auditoría de los expertos.

Finalmente, en la universidad corporativa, las emisoras y los otros medios de comunicación institucionales tienen el objetivo de crear imagen de marca, resaltar el “producto”: la universidad y la educación. Contribuyen a los esfuerzos de mercadeo de la educación en un entorno de mucha competencia. Son medios de comunicación que se acercan a lo comercial, vendiendo pauta, espacios en la programación o, por lo menos, sirviendo de vitrina para la oferta académica de las universidades (Sauls, 1995; Reilly y Farnsworth, 2015). Estas emisoras son manejadas por administradores con conocimientos de mercadeo y branding. Evitan utilizar estudiantes porque sus competencias serían limitadas y sus errores o intentos de experimentación podrían incidir negativamente en la imagen de eficiencia y éxito que quieren proyectar las universidades. En los casos más extremos, estas emisoras se convierten en lo que Prieto describe como miméticas, copias de

las comerciales que existen en la zona y buscan competir con los mismos recursos. Con el tiempo no hay mayores diferencias, salvo algún esporádico programa producido por alguna facultad. Todo está en función de ganar audiencias y anunciantes, con lo que se corre el riesgo de dejar fuera las funciones básicas de la universidad. (1996, p. 5)

Este análisis coincide con el de Aroca (2014), y especialmente con el de Zambrano (2012), quien realizó un extenso trabajo empírico en algunas emisoras universitarias de Colombia para concluir:

La idea de hacer y programar la radio en las universidades no ha sido clara; algunas tienen emisoras por darse imagen; otras porque quieren dar un aporte cultural; otras porque quieren mejorar sus ventas y matrículas; y otras para ponerse a la altura de las demás universidades que tienen emisoras, ya que creen que eso da estatus dentro de la comunidad universitaria. (p. 123)

Las emisoras de las universidades corporativas rehúyen a debatir temas de la agenda pública que les acarreen controversias o que pongan en riesgo sus vínculos con el poder político y económico. Reducen la programación académica a la mínima expresión y amplían los espacios de música programados por computador, sin ningún tipo de locución y con escasos criterios estéticos. Son emisoras anodinas, alejadas de sus comunidades, ajenas a la diversidad y a los debates de sus contextos.

Pedir que las radios universitarias descritas se abran a la gran diversidad de sus contextos de funcionamiento, a la creatividad y el espíritu transgresor o innovador de muchos estudiantes y a la riqueza de las sociedades en movimiento que caracterizan a la América Latina contemporánea, es decir, sin tener en cuenta los condicionamientos y los proyectos coloniales, desarrollistas y neoliberales de las universidades en las que operan, es sencillamente ingenuo. Defender la “alta cultura” de impronta eurocéntrica, la divulgación de una ciencia cerrada a la diversidad de epistemes, contextos y distanciada de la naturaleza; amparar una suerte de religiosidad sectaria en un contexto de espiritualidad profunda e híbrida; buscar la rentabilidad económica a toda costa; ignorar las propuestas e inquietudes de los jóvenes y hasta de los profesores, es reincidir en modelos de radio que corresponden a las tipologías de universidad moderno-coloniales.

Otros caminos, otras universidades, otras radios

Pero hay otros caminos, hay otras opciones. A lo largo y ancho de América Latina vienen surgiendo otras comprensiones de educación y de comunicación. Las universidades interculturales y de la tierra y los proyectos autónomos de educación popular proponen otras alternativas que apuntan a construir o expresan ya, de hecho, un buen vivir, así como otras formas de relación con nosotros mismos y con nuestro entorno. Surgen propuestas novedosas de ciberradios abiertas al debate, a las voces diversas, a la asombrosa productividad musical y artística de nuestra región, presentadas en formatos más abiertos y atrevidos.

La universidad intercultural reformula, desde una perspectiva indígena (Mignolo, 2004, p. 365), preguntas fundamentales sobre el conocimiento, tales como ¿qué conocer?, ¿con qué fin?, ¿cómo conocerlo? y ¿qué criterios usar para legitimar el conocimiento? (Fornet, 2009). Concibe la educación como un pilar fundamental para construir, apoyar y legitimar proyectos epistémicos, filosóficos, políticos y económicos. Su propósito no es la búsqueda del crecimiento económico sino el respeto del equilibrio ecológico y comunitario a través de formas diferentes de entender la política, la economía y el conocimiento. La comunicación en estas instituciones no se limita a los medios, sino que también los abarca con una lógica de comunalidad, inclusión y valoración de la diversidad.

Y en algunas ocasiones, la gente ha irrumpido en los medios universitarios convencionales, los ha sacudido y creado líneas de fuga y otros espacios comunicativos (Gaviria, 2013, p. 68). Por ejemplo, a finales de los años sesenta en los Estados Unidos, la radio producida en las universidades alcanzó un grado importante de notoriedad y renovación por múltiples motivos. Douglas (2004, p. 258) explica que, a finales de los sesenta, la radio en el dial de frecuencia modulada, que había sido colonizado por emisoras universitarias en los Estados Unidos y que no había tenido mayor aceptación entre el gran público, comenzó a atraer cada vez más oyentes. Se gestaban las fuertes transformaciones sociales que convertirían