portada

Óscar F. Contreras es doctor en ciencias sociales por El Colegio de México. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en El Colegio de la Frontera Norte y secretario general académico en la misma institución. Entre sus publicaciones se encuentran Mexican Voices from the Border Region (en colaboración con Laura Velasco), Hecho en Norteamérica: cinco estudios sobre la integración industrial de México en América del Norte (en colaboración con Jorge Carrillo) y Empresas globales, actores locales

Cristina Puga es doctora en ciencia política por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente es profesora titular C de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Autora de diversos títulos, de su obra destacan Los empresarios organizados y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, Acción colectiva y organización: estudios sobre desempeño asociativo (en colaboración con Matilde Luna) y Un panorama de las ciencias sociales en México.

En 2016 Óscar F. Contreras y Cristina Puga coordinaron el Informe sobre las ciencias sociales en México, publicado por el Consejo Mexicano de Ciencias Sociales y el Foro Consultivo Científico y Tecnológico.

Óscar F. Contreras
Cristina Puga
(coordinadores)

Las ciencias sociales
y el Estado nacional
en México

Sección de Obras de Sociología

Óscar F. Contreras
Cristina Puga
(coordinadores)

Las ciencias sociales
y el Estado nacional
en México

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

contraportada

Índice

Introducción
Óscar F. Contreras y Cristina Puga

El proceso de exploración y narración de nuestra historia antigua. El estudio académico del pasado prehispánico
Pablo Escalante Gonzalbo

Las ciencias sociales en la construcción de la primera república federal mexicana
Alfredo Ávila

Las ciencias sociales y el territorio en México del Porfiriato a la posrevolución: paradigmas, interpretaciones, utopías
Salvador Álvarez

Diálogos y confrontaciones: la antropología y la política indigenista en el siglo XX mexicano
Andrés Medina Hernández

La Revolución de 1910, las identidades originarias, la fundación del nuevo nacionalismo y el mito de la identidad nacional
Aurora Gómez Galvarriato

El camino de la modernidad. Las ciencias sociales mexicanas durante la primera mitad del siglo XX
Cristina Puga

El estudio de la economía en México: entre la academia y la política
María Eugenia Romero Sotelo

La ciencia jurídica en la construcción de los derechos humanos y la jurisdicción constitucional
José Ramón Cossío D.

Políticas públicas: el triunfo del argumento
Mauricio Merino

Ciencias sociales, democracia e instituciones
José Antonio Aguilar Rivera

Las ciencias sociales y las políticas sobre desigualdad, exclusión y pobreza
Agustín Escobar Latapí

Las ciencias sociales y el estudio de la inseguridad pública en México
Nelson Arteaga Botello

Las políticas de ciencia, tecnología e innovación y los grandes problemas nacionales
Gabriela Dutrénit

Ciencias sociales y políticas públicas: la alianza inestable
Óscar F. Contreras

Introducción

Desde el inicio de la historia independiente de México, y particularmente a partir del nacimiento de la República Federal en 1824, las entonces incipientes ciencias sociales (historia, geografía, antropología, ciencia política, sociología, economía, demografía) sentaron las bases sobre las que hoy descansa buena parte del entramado social, institucional, político, económico y cultural del país. Intelectuales con formaciones diversas pero con una vocación sociológica, en el sentido más amplio del término, participaron en la formulación de las grandes orientaciones sobre temas como el sistema político, el desarrollo económico, la identidad nacional, la democracia, la ciudadanía y los derechos humanos; además fueron protagonistas en la redacción de leyes, la creación de instituciones gubernamentales, la fundación de universidades, la organización del territorio y el diseño de políticas para el desarrollo económico y social. Algunas de esas propuestas fueron muy exitosas y otras fracasaron; algunas constituyeron plataformas cuya vigencia se extendió por largos periodos de la historia del país, y otras aún forman parte del sustento conceptual de instituciones, plataformas políticas y proyectos sociales.

Sin embargo, a pesar de esa presencia fundamental en la formación histórica de la nación y en la agenda pública contemporánea, en las últimas décadas las ciencias sociales han debido disputar su lugar frente a otras áreas del conocimiento que reivindican no sólo una supremacía cognitiva sino además una mayor aplicabilidad a la solución de problemas. Una de las razones por las que las ciencias sociales suelen ser blanco de suspicacia y descalificación reside en su aproximación crítica a los problemas sociales, que con frecuencia se expresa en la explicitación de los mecanismos que reproducen la dominación y la desigualdad, así como en su compromiso con diversos grupos vulnerables y movimientos sociales contestatarios. Por otro lado, la endémica falta de consensos teóricos y metodológicos, consustancial a su naturaleza multiparadigmática, las exponen a la permanente desconfianza por parte de aquellos segmentos de la comunidad científica y de la administración pública que desearían pronósticos infalibles y axiomas comprobados sobre el comportamiento social. Una consecuencia de todo ello es el aparente desplazamiento de las ciencias sociales como plataforma conceptual y discursiva en la integración social, demográfica, política, económica y cultural de México.

Con la colaboración de destacados científicos sociales de diferentes disciplinas, este libro surge de un proyecto que Enrique Florescano propuso al Consejo Mexicano de Ciencias Sociales (Comecso) para revalorar la importancia que estas disciplinas han tenido en la conformación de la nación mexicana y en la orientación y el diseño de las políticas públicas. El volumen comienza con el recuento de algunos personajes, ideas y proyectos que influyeron decisivamente en la orientación del pensamiento social y político de la primera mitad del siglo XIX, cuando se iniciaba el trayecto de México como país independiente. El ensayo de Alfredo Ávila reconstruye la forma en que las ideas europeas de autores como Bodino, Rousseau, Say o Smith fueron leídas, reinterpretadas e incorporadas a los debates políticos del país por parte de actores protagónicos de la época, como fray Servando Teresa de Mier, José María Luis Mora o Tadeo Ortiz de Ayala. Los políticos mexicanos de aquella época, dice Ávila, no eran científicos ni académicos sino hombres de acción; fueron educados en las universidades y seminarios de la época y recibieron el conocimiento de disciplinas como la ciencia jurídica y la economía política, y cuando enfrentaron la tarea de construir una república independiente recurrieron a esos conocimientos.

Otros trabajos, como los de Pablo Escalante y José Ramón Cossío, añaden algunos nombres a este primer elenco de intelectuales cuya actuación permite afirmar que había unas ciencias sociales alimentando los grandes debates nacionales al comienzo de la vida independiente de México, y que de esas fuentes surgieron las ideas rectoras que darían forma al nuevo país.

El siguiente impulso decisivo se produce en la etapa del Porfiriato, cuando se establecen los cimientos de un país moderno y las nuevas disciplinas gestadas en Europa, como la sociología, la antropología, la economía política y la geografía, se utilizan como marcos de referencia para discernir las alternativas del desarrollo económico y la construcción de la identidad nacional, problemas que serán cruciales después como temas de investigación y como sustento ideológico para orientar el nuevo proyecto de nación surgido del movimiento revolucionario de 1910-1917. Los trabajos aquí incluidos repasan ese proceso y señalan cómo el pasado prehispánico (Pablo Escalante), la configuración económica del territorio (Salvador Álvarez), la política indigenista (Andrés Medina), los derechos humanos y la jurisdicción constitucional (José Ramón Cossío) y la identidad nacional (Aurora Gómez Galvarriato) fueron discutidos y plasmados en normas e instituciones de gobierno, lineamientos culturales y programas educativos durante este periodo fundamental para la formación del México moderno. De la tensión entre las apremiantes necesidades internas (construcción de instituciones, creación de un marco jurídico, legitimación ideológica) y las vibrantes influencias externas surge un pensamiento social propio, fuertemente ligado a la idea de un proyecto nacional.

Hasta las primeras décadas del siglo XX el desarrollo de las ciencias sociales en México fue incipiente, poco formalizado en sus métodos y en sus fundamentos teóricos, pero pletórico de optimismo y de compromiso con el proyecto de un país más próspero y democrático, más justo y equitativo. La articulación de un gran número de iniciativas en las décadas posteriores a la Revolución se tradujo no sólo en políticas de gobierno y reformas institucionales, sino también en la realización de investigaciones crecientemente formales y en la creación de instituciones educativas que abrirían el camino de la profesionalización de las propias ciencias sociales (Cristina Puga, María Eugenia Romero).

Los capítulos de la segunda mitad de este libro problematizan la relación de las ciencias sociales, en su etapa de consolidación institucional, con la orientación y formulación de políticas públicas. Los resultados de estas reflexiones no son homogéneos, pero predomina la idea de que las disciplinas académicas han tenido un papel relevante y, en muchos casos, decisivo, no sólo en la formulación conceptual de los problemas sino en la elaboración de los instrumentos técnicos y en la creación de los programas institucionales para su gestión. El capítulo de Mauricio Merino, que analiza la difusión del enfoque de las políticas públicas como disciplina académica en México, señala un fenómeno que en cierta manera define el tono de esta segunda parte: la consolidación de una comunidad académica articulada en torno a un programa de investigación, que logra vincularse con las organizaciones de la sociedad civil que hacen suyo el encuadre que permea en el discurso gubernamental, y que genera normas, instituciones y procedimientos formales de evaluación y de gestión.

Merino se refiere a una nueva conciencia de participación y responsabilidad que se ha acrecentado con la consolidación de las instituciones de la democracia, proceso al que las ciencias sociales hicieron aportes fundamentales en la segunda mitad del siglo XX. El trabajo de José Antonio Aguilar, por ejemplo, subraya cómo una nueva generación de sociólogos, politólogos, economistas y juristas, que él identifica como «transitólogos», diseñó y participó en las diversas tareas de la reforma democrática que cambió las reglas para garantizar al menos los requisitos de la democracia liberal que, aún incompleta y plena de contradicciones, constituye el cimiento de la viabilidad política del México de hoy.

Con resultados diversos, las ciencias sociales han hecho aportes sustantivos respecto de algunos problemas fundamentales de la sociedad mexicana en los tiempos recientes. En el caso de la inseguridad y la violencia, el capítulo de Nelson Arteaga muestra que han aportado tanto marcos de interpretación para el debate público como alternativas fundamentadas para la acción gubernamental; José Ramón Cossío analiza el notable avance registrado por la legislación sobre derechos humanos y jurisdicción constitucional en el periodo de 1994 a 2011, debido a una eficaz e intensa vinculación del conocimiento científico con los procesos de construcción normativa; Agustín Escobar analiza la activa participación de las ciencias sociales en los debates acerca de la desigualdad en la primera mitad del siglo XX, y documenta su contribución reciente al desarrollo de la metodología para la medición de la pobreza y a las políticas públicas para combatirla; Dutrénit, por su parte, destaca el avance en la formulación de las políticas de ciencia y tecnología, campo en el que una larga tradición de pensamiento económico —y más recientemente la confluencia de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología con la economía evolutiva— ha nutrido las interpretaciones, los diagnósticos y la formulación de políticas. En el capítulo final, Óscar Contreras analiza el estrecho vínculo originario de las ciencias sociales mexicanas con los objetivos del desarrollo nacional, argumentando que ese persistente vínculo tuvo como consecuencia una ambigua identidad científica que se extenderá a lo largo de todo el siglo XX, y que en la actualidad constituye uno de los mayores desafíos de las ciencias sociales para lograr una auténtica independencia intelectual y a la vez una mayor influencia en la construcción de la agenda pública.

En conjunto, el libro hace dos aportaciones adicionales. La primera es poner de relieve el papel de un puñado de intelectuales y hombres de acción que desde los albores del siglo XIX influyeron en la ordenación legal, en la caracterización de las raíces históricas, en la organización territorial y en el diseño político e institucional del país; un elenco que se va multiplicando conforme el país se transforma y los problemas se incrementan y demandan nuevas interpretaciones y soluciones. La segunda aportación es una historia sucinta del desarrollo y la gradual consolidación de las ciencias sociales en México, consideradas tanto desde sus vertientes disciplinarias como desde sus coincidencias teóricas, temáticas e institucionales, que permiten referirse a ellas como un conjunto de disciplinas formalmente autónomas pero en el fondo articuladas en torno a una agenda intelectual y política que evoluciona junto con las transformaciones del país. Este recuento confirma que, desde el inicio, el desarrollo académico estuvo ligado a una vocación transformadora, y que conforme se fueron consolidando la infraestructura académica y el marco institucional profesional, y a pesar de su creciente autonomía intelectual, no dejaron de estar abiertas o sutilmente inspiradas por el propósito de influir en la política gubernamental.

En contraste con la situación prevaleciente hasta mediados del siglo XX, hoy existe una amplia comunidad académica dedicada de tiempo completo a la docencia y la investigación en ciencias sociales. No obstante la innegable heterogeneidad en los niveles de consolidación institucional y académica, desde universidades y centros de investigación de todo el país se afianza una ciencia social profesional, articulada en torno a programas de investigación disciplinarios y temáticos, comprometida con la búsqueda de interpretaciones y explicaciones rigurosas de los fenómenos sociales, más que con la promoción de determinados marcos valorativos. El vínculo inicial de las ciencias sociales con la construcción del Estado y de la agenda pública se ha vuelto quizá más difuso hoy en día, en comparación con los grandes momentos definitorios del proyecto nacional, pero también más sistemático y estable, pues no sólo está presente en los grandes debates y políticas públicas nacionales, sino también en múltiples espacios regionales y locales. De ahí que, más que la marginación o el desplazamiento, el desafío principal de las ciencias sociales consiste en la consolidación de una agenda académica propia, capaz de preservar su autonomía intelectual y capacidad crítica, y desde esa plataforma establecer una adecuada interlocución con la agenda gubernamental y con la construcción de políticas públicas que contribuyan a la solución de los complejos problemas del país.

ÓSCAR F. CONTRERAS
y CRISTINA PUGA

El proceso de exploración y narración de nuestra historia antigua.
El estudio académico del pasado prehispánico

PABLO ESCALANTE GONZALBO

La historia de nuestra etapa prehispánica, de lo que llamamos el México antiguo, es una construcción intelectual que se ha realizado a partir de fragmentos. Hace 100 años esos fragmentos eran poquísimos, estaban dispersos y su interpretación era confusa y difícil. Con algunos antecedentes importantes en el siglo XIX, y sobre todo a lo largo del siglo XX, los historiadores, arqueólogos, lingüistas y otros científicos sociales han realizado la labor de encontrar, desenterrar o hacer visibles esos fragmentos y, al mismo tiempo, construir una explicación general que los integre y les dé sentido. Lo que hoy sabemos sobre nuestro pasado más remoto deriva de ese esfuerzo de exploración e integración hecho por varias generaciones de investigadores.

La tarea de explorar las ruinas y definir la ubicación y perímetro de los miles de yacimientos arqueológicos que tiene nuestro país se intensificó claramente a partir de la década de 1930. Era preciso establecer fechas, describir estilos, nombrar y perfilar las culturas, establecer tipologías para vasijas y artefactos. Incluso conceptos que hoy nos resultan tan familiares como el de «Mesoamérica» tenían que definirse y llenarse de contenido. Fue preciso proponer grandes etapas para delimitar los procesos que se iban identificando; así surgieron las denominaciones preclásico / clásico / posclásico que constituyen la periodización más simple.

Muchas cosas que hoy damos por sabidas fueron materia de debate. Tal fue el caso de las discusiones para establecer si las ciudades descubiertas correspondían con uno u otro de los reinos mencionados en las fuentes documentales del siglo XVI. ¿Dónde estaba Teotihuacán? ¿Cuál era Tula o cuántas metrópolis llevaron ese nombre? Establecer la relación entre las culturas arqueológicas y las etnias conocidas también fue una labor que debió realizarse desde sus fundamentos.

Lo que hoy sabemos y el modo en que imaginamos nuestro pasado más remoto es el resultado de lo que cuatro generaciones de estudiosos, desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, han hallado, nombrado y tratado de narrar.

LOS ORÍGENES

La historia del México antiguo, como un saber académico o científico, empezó en 1780 con la publicación en Italia de la Historia antigua de México, del jesuita Francisco Xavier Clavijero. En el prólogo, Clavijero reconoce la dificultad que entraña reconstruir una historia cuyos testimonios estaban parcialmente borrados y quedaban cada vez más lejos, y define su obra como «un ensayo, una tentativa, un esfuerzo […] de un ciudadano».1 Es posible que el exilio en Italia y el alejamiento de las bibliotecas que había conocido, en especial la formada por Carlos de Sigüenza y Góngora, hayan sido circunstancias que favorecieron la toma de perspectiva y la elaboración de una visión de conjunto. Lo cierto es que Clavijero realizó el primer esfuerzo por integrar el conocimiento de nuestra historia antigua, dando coherencia a diversos relatos y cronologías e incluyendo también la información que había recuperado en códices pictográficos y testimonios en lengua indígena. El conocimiento directo de algunas costumbres indígenas aún vivas en el siglo XVIII ayudó a Clavijero a completar el cuadro de la sociedad y las costumbres prehispánicas; un procedimiento analógico que todavía hoy resulta clave para dar coherencia a la información fragmentaria sobre la época prehispánica.

En el siglo XIX hubo algunas contribuciones sobresalientes al estudio del pasado indígena, como las de Carlos María de Bustamante, José Fernando Ramírez y Manuel Orozco y Berra. Sin trabajos como los suyos no habría surgido la monumental Historia antigua y de la conquista, de Alfredo Chavero, cuya obra tiene el mérito de haber planteado por primera vez muchos de los problemas que serían centrales para los estudios sobre el México prehispánico a lo largo del siglo XX, como es el caso de la relación entre las ruinas de Teotihuacán y los testimonios escritos sobre la legendaria ciudad de Tula. De hecho, la estrategia de cotejo entre fuentes pictográficas, fuentes escritas e indicios arqueológicos que llevó a cabo Chavero puede considerarse pionera en su campo.

Después de la crisis provocada por la Revolución, empiezan a desarrollarse proyectos arqueológicos sistemáticos que dan lugar, por primera vez en México, a un registro metódico de los materiales. El primer proyecto interdisciplinario de campo, dedicado a una zona y asentamiento indígenas, ocurre entre 1917 y 1922, se denominó «La población del valle de Teotihuacán» y fue dirigido por Manuel Gamio. Incluyó algunas excavaciones importantes en el sitio arqueológico de Teotihuacán, pero acaso su principal mérito haya sido el de plantear, en el contexto de un proyecto científico de largo alcance, la cuestión que habría de preocupar a muchos de los investigadores del pasado prehispánico en lo sucesivo: la relación entre comunidades indígenas vivas, con peculiaridades antropológicas, pero también con graves problemas sociales, y el pasado arqueológico.

Entre 1920 y 1940 destacan, entre otros, los proyectos y las obras de George Vaillant y Eduardo Noguera, quienes elaboraron las primeras grandes series y clasificaciones de cerámicas, con las que fue posible empezar a dilucidar las fases más tempranas de la historia prehispánica, especialmente en el valle de México, e iniciar el bosquejo de algunas etapas u horizontes arqueológicos.

LA CREACIÓN DE MESOAMÉRICA, SUS REGIONES Y LA IDEA DE SU IDENTIDAD CULTURAL

Se hablaba de aztecas y mayas, del México prehispánico o de las civilizaciones de México; los investigadores estadunidenses empleaban ocasionalmente el término Middle America, pero no fue hasta 1943 cuando se definió por primera vez el concepto Mesoamérica. Lo hizo el antropólogo alemán arraigado en México, Paul Kirchhoff, al publicar Mesoamérica. Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales. El trabajo de Kirchhoff contribuyó a definir la extensión de la civilización mesoamericana y a describir la originalidad del tipo de cultura que fue propia de los pueblos asentados en ese territorio. Al mismo tiempo, favoreció la identificación del norte de México como un área con gran riqueza y diversidad cultural. El mismo año en que se publicó por primera vez la definición de Mesoamérica, tuvo lugar la mesa redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología dedicada a «El norte de México y el sur de los Estados Unidos». En las contribuciones presentadas por Kirchhoff y por Wigberto Jiménez Moreno se advierte claramente un afán pionero por comprender la distribución regional de las culturas del norte, sus rasgos específicos y también el universo de las fuentes disponibles para su estudio.

Así pues, la toma de conciencia sobre la diferencia cultural entre el norte y el sur de México en la época prehispánica y la percepción de la originalidad cultural de Mesoamérica fueron dos hechos fundamentales para la formación de nuestra conciencia histórica. Ambos fenómenos se arraigaban antes de mediar el siglo XX.

Mesoamérica tenía un nombre y su carácter empezaba a perfilarse, pero también era preciso ver o imaginar sus espacios y su arquitectura. Salvo excepciones, las plazas y los templos eran escombros en la memoria colectiva. La contribución más importante a la visualización de los edificios y espacios públicos que habían formado el núcleo de las ciudades mesoamericanas la hizo, sin duda, Ignacio Marquina. Familiarizado con la arqueología desde 1917, cuando colaboró con Manuel Gamio en el proyecto del valle de Teotihuacán, el arquitecto Marquina se convirtió en el mayor conocedor de las construcciones prehispánicas y también en el creador de una imagen de lo prehispánico. La primera visión clara y, en ocasiones, la única que podemos hacernos del Templo Mayor de México, de la pirámide de Cholula, de la pirámide de Quetzalcóatl en Tula, y de otros edificios y centros político-religiosos del pasado prehispánico, es la que dibujó Marquina tras su estudio de cada sitio.

Después de trabajar en la Dirección de Monumentos Prehispánicos y de dirigir el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Marquina había tenido acceso a una extraordinaria documentación, sitio por sitio, que reunió en su libro Arquitectura prehispánica, de 1951. Ya en esa obra se advertía, además, un intento por agrupar regionalmente las culturas mesoamericanas. Fue en 1964, con la apertura del Museo Nacional de Antropología, que la visión de Marquina, de una Mesoamérica regionalizada con un lugar principal para la meseta central, quedaría fijada en el imaginario colectivo mexicano.

Vale la pena agregar que el Museo Nacional de Antropología no sólo ofrecía un panorama de las regiones de Mesoamérica y sus obras más significativas. Una de las contribuciones fundamentales del museo consistió en afirmar el valor intrínseco de las piezas, su cualidad estética independiente de una narración histórica específica. Para ese momento, hacía unos años que se venía construyendo la idea de la identidad estética del arte prehispánico, con obras como la de Salvador Toscano, de 1944, Arte precolombino de México y de Centroamérica; la de Miguel Covarrubias, de 1957, Indian Art of Mexico and Central America, y la de Paul Westheim, en especial su obra Ideas fundamentales del arte prehispánico en México, también de 1957.

LOS DESCUBRIDORES

El domingo 15 de junio [de 1952], hacia el mediodía, se franqueó la entrada a la cámara […] decidí investigar si el bloque […] contenía alguna cavidad […] la noche del mismo día se realizó la maniobra […] cuando hubo espacio suficiente, me deslicé entre el bloque y la gran lápida […] proyecté una luz […] [y] pude ver que el contenido era un entierro.2

Así relataba Alberto Ruz su descubrimiento de la tumba de Pakal, rey de Palenque. Si bien Alfonso Caso había localizado algunos entierros debajo de palacios zapotecos, era la primera vez que se encontraba una tumba bajo una pirámide mexicana; el arqueólogo tenía en mente sin duda los relatos clásicos de la arqueología, como aquéllos de los hallazgos de Schliemann.3 El propio Alfonso Caso había escrito de forma semejante sobre sus hallazgos en Monte Albán. Estos hombres estaban encontrando cosas que antes no se habían visto. Eran descubridores.

Aproximadamente entre 1932 —el descubrimiento de la tumba 7— y 1964 —la inauguración del Museo Nacional de Antropología— se realizaron muchas de las excavaciones, reconstrucciones de basamentos y exploraciones de superficie que fueron dando coherencia a la idea de las ciudades prehispánicas. Podemos ubicar este esfuerzo entre el impulso al indigenismo propio de la época del presidente Cárdenas y el afán de situar a México como una civilización universal, parte del mundo, propio de la política de López Mateos y su ministro Torres Bodet.

Alfonso Caso fue una figura central en ese proceso: arqueólogo, estudioso de los códices y las fuentes escritas, indigenista muy activo y con iniciativa para relacionarse con políticos y lograr financiamiento para los proyectos. Y fue sin duda un gran explorador y descubridor. Sus principales aportaciones se refieren a la región oaxaqueña, así como las de Ruz conciernen al mundo maya. Caso hizo descubrimientos tan importantes como los de las tumbas 7 y 104 de Monte Albán; y en otro terreno, hizo una contribución decisiva a la comprensión e interpretación de los códices históricos mixtecos. En algunas de las exploraciones de Oaxaca contó con la colaboración de Ignacio Bernal, quien se interesó por sitios como Yagul y Dainzú. Bernal, por su parte, tenía un interés muy marcado en la cultura olmeca y en la historia del valle de México, especialmente de Teotihuacán y Tenochtitlan.

Ignacio Bernal, Alfonso Caso, Wigberto Jiménez Moreno y otros historiadores-arqueólogos4 estaban conscientes de las enormes lagunas que había en el conocimiento del México prehispánico o México antiguo. Bernal, por ejemplo, no tenía empacho en reconocer que la época olmeca era un «mar desconocido», pese a los estudios realizados para entonces.

A quienes conducían los estudios mesoamericanos en las décadas de 1950 y 1960 les tocó elaborar hipótesis para solucionar tramos de historia que no podían completarse con las investigaciones existentes. Tuvieron que hacer largos trazos para reconstruir e interpretar la información disponible. A menudo, sus conjeturas resultaron ciertas y su visión del México antiguo fue confirmada décadas después. Miguel Covarrubias, por ejemplo, intuyó el carácter militarista de las sociedades mayas, que los estudios epigráficos de las últimas décadas confirman rotundamente.5 Bernal comprendió que lo olmeca era un fenómeno que afectaba a varias regiones en la misma época y no sólo un desarrollo del Golfo de México, y esto ocurría antes de que hubieran tenido lugar exploraciones arqueológicas como las de Chalcatzingo o Teopantecuanitlán. Es muy interesante observar también cómo Caso y Bernal lograron vislumbrar la secuencia de dessarrollo del valle de Oaxaca con gran lucidez: la idea de que hay un desarrollo inicial de señoríos en el valle, que da lugar a la fundación de una metrópoli en su centro, tras cuyo colapso resurgen los señoríos de tamaño intermedio, nuevamente en el valle, fue claramente vista décadas antes de que se realizaran los proyectos arqueológicos extensivos que han consolidado y enriquecido esa explicación. Asimismo, sobresalen la intuición de Covarrubias sobre el carácter militarista de la sociedad maya tardía, que hoy ya nadie cuestionaría, y la valoración de Bernal sobre la magnitud del fenómeno urbano en Teotihuacán, mucho antes de que concluyera y arrojara resultados definitivos el proyecto de mapeo de Rene Millon.

En cada etapa de la historia de los estudios sobre el México antiguo se configuraban aspectos de la relación entre pasado y presente, entre la civilización perdida y la nación moderna con sus pueblos y tradiciones indígenas. La fuerza del indigenismo entre las décadas de 1930 y 1950 es muy notable; se vuelve una de las formas predilectas para vincular a intelectuales y artistas con el Estado, guía numerosas políticas públicas y es el eje del discurso de identidad nacional. Los hallazgos arqueológicos se adherían de inmediato a ese sistema. En la temporada de exploraciones 1936-1937, el presidente Lázaro Cárdenas visitó Monte Albán y entró a gatas en la tumba 104, tomó en sus manos una de las urnas recuperadas en la excavación que llevaba Alfonso Caso y la condujo al exterior; posteriormente hizo algunas anotaciones en el diario de campo del arqueólogo. La presencia de Diego Rivera ordenando los huesos, presuntamente de Cuauhtémoc, hallados en Ixcateopan, y el montaje de Dolores del Río probándose los anillos hallados en la tumba de Pakal, son escenificaciones de ese vínculo que dio cohesión a la ideología mexicana, cuando arqueología e identidad tenían un lazo muy apretado.

EL NARRADOR

Los arqueólogos e historiadores que por primera vez identificaron, descubrieron, clasificaron o nombraron aspectos del pasado prehispánico de México hicieron también la tarea de estructurar la visión del conjunto, periodizar, establecer cronologías. Otra tarea fundamental consistía en narrar ese pasado, convertir unos fragmentos extraordinariamente dispersos en un discurso integrado. Son muy notables varios textos de Ignacio Bernal: su síntesis para la Historia mínima de México6 intenta narrar esa historia llena de lagunas pero además procura hacerlo en un lenguaje ameno. Realmente estaba proponiendo una historia general del México prehispánico. Unos años después, Bernal realizó una síntesis más extensa, a la que puso el título de Tenochtitlan en una isla. Esta obra de 1979 puede verse como la recapitulación de las reflexiones de uno de los investigadores más importantes de la historia prehispánica de México. En ella están también presentes algunas de las preocupaciones de su tiempo, como la urgencia —muy marcada en don Ignacio Bernal— de equiparar la historia prehispánica de México con la de las antiguas civilizaciones y la de Europa misma. En el prólogo a su libro, Bernal dedica una mención especial a Wigberto Jiménez Moreno, cuyos trabajos utilizó como base para su propia síntesis.

Uno de los estudios más importantes publicados por Jiménez Moreno fue la «Síntesis de la historia pretolteca de Mesoamérica», que apareció dentro de una muy relevante obra compilada en dos volúmenes titulada Esplendor del México antiguo. Se trata de un libro muy valioso porque recoge el estado de las investigaciones sobre el México prehispánico e indígena y reúne a algunos de los principales investigadores de aquel tiempo, como Ignacio Bernal, George Kubler, Justino Fernández, Miguel León-Portilla, H. B. Nicholson, Eduardo Noguera y otros más. El ensayo de Jiménez Moreno, cuya extensión corresponde casi a la de un libro pequeño, tenía un mérito extraordinario desde el punto de vista metodológico: reunía evidencia y argumentos proporcionados por la lingüística, la arqueología, la antropología, la geografía y la historia propiamente dicha. Si bien la idea de la necesidad de la interdisciplinariedad para comprender el México indígena ya era reconocida por muchos investigadores, muy pocos han logrado reunir en su propia perspectiva de investigación tal riqueza de recursos.

Además, Jiménez fue excepcionalmente riguroso en el manejo de las fuentes escritas y los códices, su cotejo de pasajes de las fuentes coloniales con los testimonios arqueológicos le permitió construir hipótesis como la relativa a las migraciones de teotihuacanos hacia el Golfo y después hacia el Istmo. La narración de Jiménez Moreno sirvió para impedir que se arraigara la idea de un México antiguo como mosaico de culturas, sin historicidad y sin vínculos explicables. Todo lo contrario, Jiménez propuso la interconexión de diversos procesos, entendió la importancia de las etnias en la dinámica de los reinos de la época prehispánica; planteó rutas migratorias y comerciales. Con ese texto y algunos otros que escribió más tarde, Jiménez Moreno construyó una visión de la historia de Mesoamérica que ha servido como punto de partida a muchas interpretaciones posteriores. Probablemente se trate del relato general de la historia de México más completo, más riguroso y más decisivo para formar nuestra idea general de la historia prehispánica.

EL DESCUBRIMIENTO DE NUESTRO PASADO UNIVERSAL

Fue el alemán Eduard Seler quien inició lo que podríamos llamar una aproximación científica al estudio de la cultura náhuatl, justamente en el tránsito del siglo XIX al XX: su conocimiento de las fuentes y de la lengua náhuatl le permitió, además, realizar el primer acercamiento complejo al estudio de la religión prehispánica. Otros investigadores alemanes de las primeras décadas del siglo XX, como Hermann Beyer y Konrad Preuss, siguieron profundizando en el estudio de la religión indígena y de la cultura nahua. El valor científico del trabajo de los tres es enorme; su trascendencia para la cultura y el pensamiento mexicanos es, sin embargo, modesta. Estudiosos mexicanos contemporáneos e inmediatamente posteriores, como Francisco del Paso y Troncoso (cuyo comentario del Códice borbónico puede ponerse en paralelo con el que hizo Seler del Códice Borgia), Alfonso Caso y Ángel María Garibay, tenían, a diferencia de sus colegas alemanes, un vínculo de urgencia con la historia mexicana: esto tenía que ver con la necesidad de definir la originalidad y el valor de lo mexicano.

Es preciso recordar que en medio del Ateneo de la Juventud, que fue la empresa cultural más notable de principios del siglo XX en México, había visiones muy negativas del pasado prehispánico como una época de barbarie, tal como sucede en el pensamiento de Vasconcelos. Y había también actitudes despectivas, de un paternalismo peyorativo sobre el indígena, como la de Alfonso Reyes. Valorar el pasado indígena como civilización era una tarea por hacerse.

En México y en el mundo era más visible, aun en las primeras décadas del siglo XX, la imagen de las pirámides en ruinas y las ciudades abandonadas que la de una cultura integral, provista de un lenguaje propio.

El viraje decisivo de esa percepción ocurrió con el estudio de la cultura náhuatl: la historia de los reinos nahuas quedó registrada en abundantes crónicas escritas poco después de la Conquista, pero además había un corpus de textos en lengua náhuatl que permitía rescatar diversos géneros literarios, una retórica y una imagen muy completa de los saberes antiguos. Ninguna otra cultura del México antiguo permitía una recuperación tan completa. Además, se trataba de la cultura propia de los pueblos asentados en el que seguía siendo centro político del país, el valle de México. Quien tuvo un papel sin duda protagónico en la recuperación del pasado nahua como un pasado nacional de esplendor fue Ángel María Garibay.

La obra de Ángel María Garibay fue muy importante en dos vertientes de manera simultánea: fue académicamente muy relevante, se trató de un nuevo descubrimiento de la lengua náhuatl y de un gran esfuerzo por identificar y empezar a estudiar los monumentos literarios de aquella lengua. Pero también fue muy importante para la cultura nacional en la medida en que contribuyó a dotar a la historia de nuestro país de lo que podríamos llamar una época clásica.

Ángel María Garibay logró traducir y dar forma a un corpus literario en el que estaban presentes la epopeya, el drama, la poesía lírica y la comedia. Y además consiguió hacer esa literatura del dominio público. Tras el rescate e interpretación realizados por Garibay algunas frases y fragmentos del pensamiento nahua empezaron a aparecer en museos, carteles, edificios y en actos públicos. A la manera de las sentencias del derecho romano, en México adquirimos de los testimonios nahuas una referencia de pensamiento y lenguaje ancestrales.

Además, Ángel María Garibay fundó una de las más importantes revistas del México del siglo XX, Estudios de Cultura Náhuatl, y formó a muchos alumnos. Entre ellos, a Miguel León-Portilla, quien se ocupó de seguir el proceso de divulgación de los textos nahuas iniciado por Garibay. Si bien su labor debe verse como una continuación del trabajo de Garibay, León-Portilla hizo algunas contribuciones particulares para ese reconocimiento del pasado indígena como una antigüedad clásica, en especial su propuesta para identificar un pensamiento filosófico entre los nahuas y lo que él veía como una poesía, entre lírica y trascendental.

EPÍLOGO

La visión que tenemos hoy del pasado prehispánico es fruto de una fabulosa gesta científica. También es resultado de una serie de intereses ideológicos y políticos que siempre están presentes en la narración histórica. Nuestra narración del pasado prehispánico, de la etapa indígena de nuestra historia, es el sedimento indispensable de nuestra identidad; al mismo tiempo es una construcción imperfecta que cada generación debe revisar e incluso reescribir. El avance ha sido monumental: el océano de nuestra ignorancia sobre ese pasado remoto, metáfora que usara Ignacio Bernal, se va cubriendo hoy con islas mayores de las que él y otros de su generación vislumbraban con cada hallazgo.

BIBLIOGRAFÍA

Bernal, Ignacio, El mundo olmeca, Porrúa, México, 1968.

————, «El tiempo prehispánico», en Historia mínima de México, El Colegio de México, México, 1973, pp. 1-43.

Bernal, Ignacio, Tenochtitlan en una isla, SEP / Diana, México, 1979 (col. SepSetentas).

Beyer, Hermann, Obras completas de Hermann Beyer I. Mito y simbología del México antiguo, en El México antiguo, vol. X, Carmen Cook de Leonard (trad.), Sociedad Alemana Mexicanista, México, 1965.

Caso, Alfonso, Culturas mixteca y zapoteca, SEP / El Nacional / INAH, México, 1942.

Clavijero, Francisco Xavier, Storia antica del Messico, Giorgio Bisiani, Cesena, 1780.

Covarrubias, Miguel, Indian Art of Mexico and Central America, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1957.

————, El águila, el jaguar y la serpiente. Arte indígena americano, UNAM, México, 1961.

Chavero, Alfredo, «Historia antigua y de la conquista», en Vicente Riva Palacio (ed.), México a través de los siglos, t. I, Ballescá / Espasa y Compañía Editores, México/Barcelona, 1884.

Del Paso y Troncoso, Francisco, Descripción, historia y exposición del códice pictórico de los antiguos nahuas, Tipografía de Salvador Landini, Florencia, 1898.

Escalante Gonzalbo, Pablo, «Reyes, el pueblo y el indio», Revista Mexicana de Cultura, El Nacional, época X, t. III, núm. 326 (México, 21 de mayo de 1989), pp. 7 y 8.

Gamio, Manuel, La población del valle de Teotihuacán, el medio en que se ha desarrollado; su evolución étnica y social; iniciativas para procurar su mejoramiento, Dirección de Talleres Gráficos / SEP, México, 1922.

Garibay Kintana, Ángel María, Historia de la literatura náhuatl, t. I, Porrúa, México, 1953.

————, Historia de la literatura náhuatl, t. II, Porrúa, México, 1954.

Jiménez Moreno, Wigberto, «Tribus e idiomas del Norte de México», en Sociedad Mexicana de Antropología, El norte de México y el sur de los Estados Unidos: Tercera reunión de mesa redonda sobre problemas antropológicos de México y Centro América, Stylo, México, 1944, pp. 121-133.

————, «Síntesis de la historia pre-tolteca de Mesoamérica», en C Cook de Leonard (ed.), Esplendor del México antiguo, t. II, Centro de Investigaciones Antropológicas de México, México, 1959, pp. 1019-1108.

Kirchhoff, Paul, «Mesoamérica: Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales», Acta Americana: Revista de la Sociedad Interamericana de Antropología y Geografía, Inter-American Society of Anthropology and Geography, Los Ángeles, 1943, pp. 92-107.

————, «Los recolectores cazadores del norte de México», en Sociedad Mexicana de Antropología, El norte de México y el sur de los Estados Unidos: Tercera reunión de mesa redonda sobre problemas antropológicos de México y Centro América, Stylo, México, 1944, pp. 133-144.

León-Portilla, Miguel, La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, Instituto Indigenista Interamericano, México, 1956.

Marquina, Ignacio, Arquitectura prehispánica, INAH, México, 1951.

Millon, Rene, Urbanization at Teotihuacan, Mexico. Vol. 1: The Teotihuacan Map. Part One, University of Texas Press, Austin, 1973.

Noguera, Eduardo, Extensiones cronológico-culturales y geográficas de las cerámicas de México, Talleres Gráficos de la Nación, México, 1932.

————, Guide Book to the National Museum of Archaeology, History and Ethnology, Central News Company, México, 1938.

Preuss, Konrad T., Mitos y cuentos nahuas de la Sierra Madre Occidental, Mariana Frenk (trad.), Instituto Nacional Indigenista, México, 1982.

Ruz Lhuillier, Alberto, El Templo de las Inscripciones. Palenque, INAH, México, 1973.

Schliemann, Heinrich, Troy and its Remains, Cambridge University Press, Cambridge, 2010.

————, Ítaca, el Peloponeso, Troya. Investigaciones arqueológicas, Akal, Madrid, 2012.

Seler, Eduard, Collected Works in Mesoamerican Linguistics and Archaeology, 5 vols., Labyrinthos, Culver City, 1990.

Toscano, Salvador, Arte precolombino de México y de Centroamérica, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, México, 1944.

Vaillant, George C., «Early Cultures of the Valley of Mexico», Anthropological Papers of the American Museum of Natural History, vol. 35, núm. 3 (Nueva York, 1935), pp. 281-328.

Vaillant, George C., «History and Stratigraphy in the Valley of Mexico», The Scientific Monthly, vol. XLIV (1937), pp. 307-324.

————, «A Correlation of Archaeological and Historical Sequences in the Valley of Mexico», American Anthropologist, vol. XL (1938), pp. 535-573.

————, Aztecs of Mexico: Origin, Rise, and Fall of the Aztec Nation, Doubleday, Doran & Company, Garden City, 1944.

Westheim, Paul, Ideas fundamentales del arte prehispánico en México, FCE, México, 1957.