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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Joan Elliott Pickart

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hecho a la medida, n.º 1027 - mayo 2019

Título original: Baby: Macallister-Made

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-857-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Richard MacAllister entró en su casa y dio un portazo. Se quitó la chaqueta, la tiró sobre una silla, pero para recogerla inmediatamente, llevársela a su habitación y colgarla en su sitio.

Volvió al salón y se tiró en el sofá, pero se levantó de nuevo y empezó a pasear nerviosamente.

–Mujeres –murmuró–. ¿Quién las necesita? Son un engorro. No te puedes fiar de ellas, son impredecibles, incomprensibles. Me vuelven loco.

Richard se detuvo y se pasó las dos manos por la cabeza, luego se acercó a la pared más alejada del salón y le dio tres fuertes puñetazos.

–Está en casa –dijo mirando a la pared–. En un momento como este un hombre necesita hablar con su mejor amiga. Vamos, vamos, hazme saber que estás ahí.

Entonces sonaron dos golpes en la pared y él respondió inmediatamente con uno solo.

«Bien», pensó. Mensaje enviado, recibido y respondido. Tres golpes para ver si hay alguien en casa, dos para decir que sí y uno para decir que se vaya a ver al otro. Primitivo, pero funcionaba. Y además era divertido, un código secreto conocido solo por él y su amiga.

Unos momentos más tarde, su mejor amiga llegaría y él le podría llorar en el hombro.

Richard pensó que él era un hombre ya crecido y perfectamente capaz de controlar sus emociones, de lamerse sus heridas y seguir con su vida. ¿Pero por qué sufrir solo cuando sabía que su mejor amiga estaba dispuesta a compartir sus penas?

Llamaron a la puerta y él fue a abrir.

–Me alegro de verte –dijo–. Realmente estoy hecho polvo y… Vaya. Eso no está bien. Llevas tu bata color sopa de guisantes, lo que significa que debes sentirte fatal para haberla sacado del armario. ¿Qué te pasa, Brenda?

Richard entornó los párpados y miró a la mujer que tenía delante. Su mejor amiga.

Brenda no estaba tan alegre como habitualmente, pensó. Había cubierto su esbelta figura del cuello hasta los pies con esa horrible bata acolchada color sopa de guisantes, un signo evidente de que no estaba en su mejor momento.

Por el rollo de toallas de papel que llevaba bajo el brazo y la forma como se sonaba la roja nariz, pensó que se encontraba enferma. También la veía muy pálida y sus normalmente brillantes ojos castaños, parecían vidriosos.

–¿Puedo pasar, Richard? –Dijo ella antes de volver a sonarse la nariz.

–¿Qué? Oh, claro, lo siento –dijo él mientras la hacía pasar–. Solo te estaba mirando. Tienes un aspecto espantoso, Bren.

Brenda lo miró mientras pasaba a su lado. Llevaba los pies metidos en unas enormes zapatillas de deporte que realmente pertenecían a Richard.

–Muchas gracias –dijo al tiempo que se dejaba caer en el sofá–. Eso es justo lo que necesitaba oír. Eres magnífico para levantarle la moral a una mujer.

Richard se apoyó en la mesita de café delante de Brenda y ella lo recorrió con la mirada y arrugó la nariz.

–Pues tú tampoco es que tengas muy buen aspecto, Richard. Estás despeinado, y eso significa que te has pasado las manos por el pelo. Tienes ojeras y también estás bastante pálido.

–Sí, bueno…

–Sigues siendo guapo, pero necesitas un corte de pelo. Es un bonito pelo, castaño claro y quemado por el sol, pero ahora parece como si hubieras metido los dedos en un enchufe. En una escala del uno al diez, estás en un cinco.

Richard se colocó el cabello con las dos manos y luego se acercó a Brenda.

–¿Estás enferma? Que estás de un humor de perros es evidente, ¿pero te encuentras realmente mal?

–Sí, voy a morir a medianoche. Adiós, Richard. Solo quiero que sepas que has sido un gran amigo durante estos últimos catorce meses y yo…

–¿Quieres dejarlo? ¿Qué te pasa?

–Una infección de los senos nasales –dijo Brenda y se sonó la nariz–. Ayer me sentía tan mal que fui al médico y me dio un antibiótico. Pero tonta que soy, salí de todas formas a mi cita a ciegas de anoche.

–Creía que habías jurado que nunca más irías a una cita a ciegas.

–Estaba desesperada –dijo ella y suspiró–. El tipo era un amigo del primo de uno de los clientes de la agencia de viajes. Un dentista. Es dentista. Y se pasó toda la velada mirándome los dientes.

Richard se rio, pero se calmó cuando Brenda lo miró fijamente.

–Yo no me rio de ti, Richard. Cada vez que yo sonreía, él me miraba a los dientes. Hablaba con ellos, ¿sabes lo que te quiero decir? Cuando me llevó a casa, me abrazó y me dijo que tenía los dientes más bonitos que había visto desde hacía mucho tiempo y luego me dio un beso en la frente. Así que salí de mi cama de enferma para eso. Nunca más. Se acabaron las citas a ciegas para mí. Puede que hasta me olvide de los hombres.

–Bienvenida al club –dijo Richard.

–¿Ah? ¿Tú también te vas a olvidar de los hombres? –dijo ella y se rio.

–Muy graciosa.

Richard se levantó y se puso una mano en el cuello.

–Estoy hasta aquí de la especie femenina. ¿Por qué estás usando toallas de papel para tu pobre y colorada nariz?

–Porque me he quedado sin pañuelos. Los puse en mi lista de la compra, pero…

–Sí, ya lo sé, perdiste la lista. ¿Qué pasó con el pingüino de imán que te traje de Alaska. Se suponía que era para sujetar la lista de la compra al frigorífico.

–No lo puedo encontrar –dijo Brenda–. Me refiero al imán. No sé dónde está. Aunque el frigorífico sigue en su sitio, creo.

–Quédate. No puedo soportar el castigo que le estás dando a tu pobre naricita.

Richard se levantó entonces.

–¿Pobre naricita? ¿Es que te quieres parecer al dentista? Se quedó pasmado con mis dientes. Ahora, si puedo encontrar a algún idiota que se quede embobado con mis ojos, tendré toda la cara siendo adorada por unos pesados.

Richard volvió momentos más tarde con un pañuelo de tela limpio. Le quitó el rollo de papel de debajo del brazo, lo dejó sobre la mesa y le puso en la mano el pañuelo.

–Toma, usa esto –dijo y se sentó en el sofá a su lado.

–Gracias.

Brenda se sonó la nariz.

–Es muy suave y huele a limón. Lo lavaré y te lo devolveré más tarde.

–No. Lo perderás en alguna parte entre la lavadora y la secadora.

–Eso no es justo. Te niegas a creerme cuando te digo que las lavadoras de la lavandería de este edificio se comen mis cosas. De verdad que se las comen. Por supuesto, eso no lo puedes saber tú porque mandas a lavar fuera tu ropa.

–Lo que sea –dijo Richard–. Muy bien, las lavadoras se tragan tus cosas.

Brenda frunció el ceño y se colocó bien para poder mirar mejor a Richard.

–¿Te rindes con lo de las lavadoras? ¿Sin más? Cielo santo, si que estás mal. ¿Qué pasó? Más aún, ¿cuándo pasó lo que haya pasado? Ni siquiera sabía que hubieras vuelto de Kansas City.

–Llegué esta tarde. Agotado. Anoche llamé a Beverly desde Kansas y quedé con ella. Realmente ansiaba salir con ella, verla y pasar un buen rato. ¡Ja! ¡Vaya chiste!

–¿Qué fue mal?

–Ha roto conmigo, Bren. Ha conocido a otro mientras yo no estaba. El tipo es un broker de bolsa. Beverly me dijo que tener una relación con un experto en solucionar problemas informáticos era como ser una monja de clausura, ya que lo único que hacía ella cuando yo estaba fuera era quedarse en su casa.

–En eso tiene razón –dijo Brenda pensativamente.

–Oh, muchas gracias. ¿De qué lado estás? Acaban de dejarme, Bren. Me gustaría un poco de compasión, si no es mucho problema por tu parte, compañera.

–Bueno, ¿y qué quieres que te diga? Vamos a ver la situación desde un punto de vista sincero. Tú te marchaste a Alaska justo después de Año Nuevo, en cuanto supiste que tu tío Robert se iba a recuperar del ataque al corazón y la operación que siguió.

–¿Y?

–Que estuviste fuera casi dos meses. Luego volviste a casa, conociste a Beverly en una fiesta y la estuviste viendo casi cada noche durante… ¿tres o cuatro semanas?

–Y esas semanas fueron explosivas –dijo él como añorándolo–. ¡Vaya!

–Ahórrame los detalles. Luego te fuiste a Kansas City y has estado allí un mes. ¿Qué esperabas que hiciera Beverly? Solo habéis estado saliendo unas pocas semanas y luego, ¡puf! Desapareces sin poder decirle siquiera cuándo vas a volver a Ventura.

–Yo nunca sé cuánto tiempo voy a estar fuera, ya lo sabes. Eso depende de lo que descubra cuando llego al lugar de trabajo, del problema que tengan con los ordenadores.

–Eso ya lo sé, Richard, pero si yo te echo de menos cuando no estás, imagínate lo que le puede pasar a alguien que tenga sentimientos románticos hacia ti. Estaba claro que le importabas a Beverly, pero vuestra relación era demasiado nueva para esa clase de separación. Se marchó antes de resultar herida. Lo siento, mi querido amigo, pero la verdad es que le doy la razón.

–No estás haciendo nada por sacarme de mi depresión, Brenda.

–Lo siento, colega, pero yo llamo a eso ser sincera. Afróntalo, Richard. Te va a costar mucho, si es que puedes, encontrar a una mujer con la que casarte y tener esos hijos que tanto quieres si insistes en seguir trabajando en eso. Todos los viajes que haces son mortales para tus romances, debido a la falta de alimento que sufren entonces. Es gracioso, cuando tengo una infección nasal me pongo realmente profunda.

–Ahora estoy oficialmente más allá de la depresión –dijo él–. Vaya mejor amiga que eres, Brenda Henderson. Me has empujado por encima del borde de mi desesperación a una nada vacía, oscura y fría.

–Creo que eso es una redundancia, Richard.

–Bueno, lo que quieras. Ya no quiero hablar más de esto –dijo Richard mientras se ponía en pie–. Vamos a celebrarlo.

–¿Qué tenemos que celebrar?

Richard se dirigió a la cocina y respondió:

–No tengo ni idea. Ya pensaremos en algo.

Volvió con una botella de vino y dos copas. Llenó las copas y le dio una a ella. Luego levantó la suya.

–Por nosotros –dijo–. Los mejores amigos. En los buenos y malos tiempos. La noche de sábado que estamos experimentando debe ser una de los peores. ¡Espera! No creo que debas beber alcohol mientras estás tomando antibióticos.

–Algo ponía en el frasco, pero esto no es precisamente un whisky. Un poco de vino no me hará daño. Puede que, incluso, me haga relajarme y sentir mejor, porque estoy muy estresada.

–Bueno, de acuerdo, pero voy a limitarte lo que tomes.

Chocaron sus copas y bebieron. Luego Richard se sentó de nuevo al lado de Brenda.

–Cuéntame alguna tontería. Eso me animará.

–Es un buen vino –afirmó ella–. Estos antibióticos que estoy tomando me dan mucha sed. El vino me ha bajado muy suavemente por la garganta.

Richard se sirvió más.

–Por favor, cuénteme alguna tontería, señorita Henderson.

–Ciertamente, señor MacAllister. ¿Sabías que las gomas duran más si las guardas en el frigorífico? ¿Qué te parece eso?

–No está mal. Recuérdame que he de poner las mías en el frigorífico. No, olvídalo, mejor escríbete una nota para recordarte que me lo tienes que recordar y luego piérdela.

–Sí –dijo Brenda, se rio y se tomó su vino–. Un vino muy suave. Me está calentando hasta los dedos de los pies.

Levantó los pies y se quitó las zapatillas y calcetines antes de añadir:

–¿Te han contado alguna tontería en Kansas City?

–Claro, mi pobre y enferma compañera.

Richard tomó los calcetines, los dobló y los dejó sobre la mesa de café. Luego le pasó un brazo sobre los hombros a Brenda.

–Pero antes lléname la copa, por favor.

–Solo te daré un poco más de vino. Vamos a no tentar a la suerte con la mezcla de vino y antibióticos, Bren. Eso me preocupa.

–Un poco más me parece bien. Ya me ha animado bastante.

Richard se lo sirvió.

–¿Sabías que hay doscientas noventa y tres formas de dar cambio de un dólar?

Richard se terminó su copa, la dejó sobre la mesa y le dio un beso en la nariz a Brenda.

–¿Qué te ha parecido eso? –le preguntó–. ¿Te ha dejado sin habla? Olvida esa parte. No hay nada que pueda dejarte sin habla a ti. No podrías dejar de dar tu opinión fuera cual fuese la circunstancia.

–Probablemente tengas razón en eso –dijo Brenda riendo.

–¿Y? ¿Te ha gustado la tontería que te he contado?

–No ha estado mal. Definitivamente le gana a lo de dejar las gomas en el frigorífico.

Se volvió y le dio un beso en la mejilla a Richard antes de añadir:

–Tú ganas este asalto, sin duda.

–Bien por mí –exclamó él y contuvo un bostezo–. Estoy agotado. He estado trabajando de dieciséis a dieciocho horas diarias en Kansas, luego vuelvo a casa y me encuentro con que Betty me ha dejado. La vida apesta a veces.

–Richard, se llama Beverly, no Betty.

–Ah, sí, Beverly. Oh, bueno, lo que llega fácil se va fácil. ¿Me puedo creer eso? No. Lo que creo es que, de verdad, a veces la vida apesta. Eso sí.

–Hey, no te pongas así. Acabas de ganarme en decir tonterías. Eso es muy importante, ¿sabes?

–¿Y cuál es mi premio? –Dijo él mirándola.

–Tienes que besar a la perdedora –respondió ella preparando los labios de una forma exagerada y cerrando los ojos.

Richard le plantó un sonoro beso en los labios. Luego dudó una fracción de segundo y la volvió a besar, esta vez suavemente, de una forma muy dulce.

Los labios de ella parecieron fundirse bajo los de Richard, entreabriéndose lo justo para permitir que la lengua de él se introdujera en su boca y se encontrara con la de ella.

Se preguntó qué estaban haciendo. ¿Richard MacAllister y ella se estaban besando?

Bueno, solían besarse a menudo, pero aquello no estaba siendo precisamente un beso amistoso. Aquello era un hombre besando a una mujer, y de verdad.

No deberían estar haciendo eso. No. Y ella iba a terminar inmediatamente con ese beso. Bueno, terminaría pronto. Más tarde. La semana siguiente.

Se le escapó un gemido de placer cuando el beso continuó.