JOSÉ MIGUEL IBÁÑEZ LANGLOIS

EL AMOR QUE HIZO EL SOL Y LAS ESTRELLAS

Fundamentos de doctrina cristiana

EDICIONES RIALP, S.A.

© 2019 by JOSÉ MIGUEL IBÁÑEZ LANGLOIS

© 2019 by EDICIONES RIALP

Colombia 63, 8.º 28016 MADRID

(www.rialp.com)

Con las debidas licencias

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5095-1

ISBN (edición digital): 978-84-321-5096-8

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

«L’ Amor che move il sole e l’altre stelle»

Dante, Paraíso, XXXIII

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

ABREVIATURAS

INTRODUCCIÓN

I. LA REVELACIÓN DIVINA

1. QUÉ ES LA REVELACIÓN

2. DE ABRAHAM A MOISÉS

3. CRISTO, LA CUMBRE DE LA REVELACIÓN

4. ESCRITURA Y TRADICIÓN

5. LA TRADICIÓN ESTÁ VIVA

6. EL ANTIGUO TESTAMENTO

7. EL NUEVO TESTAMENTO

II. EL ACTO DE FE

1. LA FE ES SOBRENATURAL

2. LA FE ES RAZONABLE Y CIERTA

3. LA FE ES LIBRE

4. LA VIDA DE FE

III. LA FE Y LA RAZÓN

1. LAS DOSALASDEL ESPÍRITU

2. LA ARMONÍA DE FE Y RAZÓN

3. EL ALCANCE TEOLOGAL DE LA RAZÓN

4. LA RAZÓN ANTE EL MISTERIO

IV. EL DIOS ÚNICO

1. SANTO, SANTO, SANTO

2. EL DIOS ETERNO

3. OMNISCIENTE Y OMNIPOTENTE

4. EL AMOR MISERICORDIOSO

5. EL SENTIDO DE DIOS

V. PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO

1. LA REVELACIÓN DEL MISTERIO

2. EL ENUNCIADO DEL MISTERIO

3. HIJOS DE DIOS PADRE

4. LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO

VI. LA CREACIÓN DEL MUNDO

1. CREAR DE LA NADA

2. EL RELATO DEL GÉNESIS

3. EL ACTO CREADOR DIVINO

4. CREACIÓN Y EVOLUCIÓN

5. LA PROVIDENCIA Y EL MAL

6. LA PROVIDENCIA Y LA CRUZ

VII. EL HOMBRE

1. LOS ÁNGELES

2. A IMAGEN DE DIOS

3. CUERPO Y ALMA

4. VARÓN Y MUJER

5. EL TRABAJO, VOCACIÓN DIVINA

6. EL PECADO ORIGINAL Y LA LIBERTAD

7. LAS CONSECUENCIAS DE LA CAÍDA

8. UN PECADO HEREDITARIO

VIII. DIOS Y HOMBRE VERDADERO

1. LA SALVACIÓN Y EL SALVADOR

2. EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN

3. DIOS Y HOMBRE VERDADERO

4. VIDA Y SEMBLANZA DEL SEÑOR

5. LA CUMBRE DE LA HUMANIDAD

6. LA IGLESIA ANTE EL MISTERIO

7. LA PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO

8. EL SENTIDO DEL DOLOR

9. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

10. PARA SABERNOS SALVADOS

11. LA MADRE DE JESÚS

12. LOS GRANDES AMORES

IX. LA IGLESIA

1. LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS

2. FUNDADA POR CRISTO

3. LA GRAN MISIÓN

4. LA ROCA DE PEDRO

5. UNA IGLESIA CAMBIANTE Y PERMANENTE

6. UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA

7. LA IGLESIA ES SANTA

8. CATÓLICA Y APOSTÓLICA

9. LA JERARQUÍA

10. LOS LAICOS

X. LA GRACIA Y LOS SACRAMENTOS

1. LA GRACIA DE DIOS

2. LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS

3. EL BAUTISMO, NUESTRA REGENERACIÓN

4. MINISTRO Y EFECTOS DEL BAUTISMO

5. LA SAGRADA EUCARISTÍA

6. LA PRESENCIA REAL

7. LA PENITENCIA O CONFESIÓN

8. MINISTRO Y EFECTOS DE LA PENITENCIA

9. EL ORDEN SACERDOTAL

10. EL MATRIMONIO

XI. LA VIDA EN CRISTO: FUNDAMENTOS

1. LAS BIENAVENTURANZAS Y EL BIEN SUPREMO

2. LIBERTAD Y MORALIDAD

3. LA LEY MORAL

4. LA LEY EVANGÉLICA

5. LA CONCIENCIA MORAL

6. EL PECADO

7. LAS VIRTUDES

XII. LA VIDA EN CRISTO: MANDAMIENTOS (I)

1. ¿QUÉ ES AMAR A DIOS?

2. LA ORACIÓN

3. LA ADORACIÓN

4. EL AMOR AL PRÓJIMO

5. ELHIMNO A LA CARIDAD

XIII. LA VIDA EN CRISTO: MANDAMIENTOS (II)

1. HONRAR PADRE Y MADRE

2. LA VIDA ES SAGRADA

3. LA SALUD Y LA DEFENSA PROPIA

4. SEXUALIDAD Y AMOR

5. EL AMOR DE LOS ESPOSOS

6. NO ROBAR, NO MENTIR

7. DOCTRINAS Y PRECEPTOS SOCIALES

XIV. MUERTE, JUICIO Y VIDA ETERNA

1. MUERTE Y ETERNIDAD

2. EL JUICIO PARTICULAR

3. LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO

4. LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO FINAL

5. EL INFIERNO

6. EL PURGATORIO

7. EL CIELO

AUTOR

ABREVIATURAS

ANTIGUO TESTAMENTO

Cant

Cantar de los cantares

1 Cro

1 Crónicas

2 Cro

2 Crónicas

Dan

Daniel

Deut

Deuteronomio

Ex

Éxodo

Ez

Ezequiel

Gn

Génesis

Is

Isaías

Jer

Jeremías

Job

Job

Jos

Josué

Mac 1

1 Macabeos

Mac 2

2 Macabeos

Miq

Miqueas

Os

Oseas

Prov

Proverbios

1 Re

1 Reyes

Sab

Sabiduría

1 Sam

1 Samuel

Sal

Salmos

Sir

Sirácida (Eclesiástico)

Tob

Tobías

Zac

Zacarías

NUEVO TESTAMENTO

Apoc

Apocalipsis

Col

Colosenses

1 Cor

1 Corintios

2 Cor

2 Corintios

Ef

Efesios

Flp

Filipenses

Gal

Gálatas

Hb

Hebreos

Hch

Hechos de los apóstoles

1 Jn

1 Juan

2 Jn

2 Juan

Jn

Juan

Lc

Lucas

Mc

Marcos

Mt

Mateo

1 Pe

1 Pedro

2 Pe

2 Pedro

Rom

Romanos

Sant

Santiago

1 Tes

1 Tesalonicenses

2 Tes

2 Tesalonicenses

1 Tim

1 Timoteo

2 Tim

2 Timoteo

Documentos del Magisterio

DEL CONCILIO VATICANO II

LG

Lumen gentium

DV

Dei Verbum

SC

Sacrosantum Concilium

GS

Gaudium et spes

PO

Presbyterorum ordinis

AA

Apostolicam actuositatem

AG

Ad gentes

UR

Unitatis redintegratio

DH

Dignitatis humanae

GE

Gravissimum educationis

ENCÍCLICAS

CA

Centesimus annus

DC

Deus caritas est

DV

Dominum et vivificantem

EV

Evangelium vitae

FR

Fides et ratio

HV

Humanae vitae

HG

Humani generis

LE

Laborem exercens

LS

Laudato si’

LF

Lumen fidei

OA

Octogesima adveniens

PP

Populorum progressio

RH

Redemptor hominis

RM

Redemptoris mater

Rm

Redemptoris missio

RN

Rerum novarum

SR

Solicitudo rei socialis

VS

Veritatis splendor

EXHORTACIONES APOSTÓLICAS

AL

Amoris laetitia

CL

Christifideles laici

EN

Evangelii nuntiandi

FC

Familiaris consortio

GE

Gaudete et exultate

(La primera vez que aparece una cita o referencia de estos documentos, se incluye su título completo y, si es el caso, su autor; después, se consignan sólo sus iniciales.)

CEC

Catecismo de la Iglesia Católica

Comp

Compendio del CEC

INTRODUCCIÓN

EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA es una exposición, a la vez monumental y sintética, de la íntegra doctrina cristiana. No hace falta subrayar aquí su hondura y su claridad, así como el inmenso servicio que ha prestado a la Jerarquía y a los fieles laicos, a maestros y discípulos de toda especie, desde su publicación en 1992 hasta nuestros días.

El lector puede preguntarse entonces qué sentido tiene el presente libro, que con análoga intención doctrinal cubre las mismas materias, y lo cita con frecuencia. Debe recordarse, sin embargo, que ese gran Catecismo se presenta como un texto de referencia para que se escriban otros catecismos, compendios o exposiciones de diversa índole pedagógica, pastoral o literaria, en función de necesidades eclesiales también diversas.

¿Cuál es, pues, el tipo de necesidad o conveniencia que este libro pretende llenar? Me atreveré a decir que las mismas calidades magisteriales y documentales del Catecismo pueden dificultar a veces su lectura con fines de meditación personal, o su estudio como libro de texto, a causa de su densidad y de su rigor impersonal.

Por ese motivo, el uso prolongado que he hecho de él, en el acompañamiento de almas y en la docencia, me ha sugerido una obra más divulgativa que, basada en el propio Catecismo, incluya comentarios e ilustraciones, énfasis pedagógicos y apologéticos, pastorales y espirituales, a la vez que el sesgo existencial, el calor de una experiencia personal y, por qué no, la nota afectiva, factores todos que no corresponden a un texto del Magisterio, sino que sólo pueden ser de la exclusiva responsabilidad de un autor particular.

Esta obra es, pues, una versión divulgativa y sintética del Magisterio de la Iglesia, y de los principales capítulos de su doctrina dogmática, moral y espiritual.

Al escribirla he tenido en cuenta las interrogantes y los problemas, las preguntas y las dudas más frecuentes de fe y moral, que he visto plantearse a moros y cristianos durante casi seis décadas de sacerdocio y docencia. De hecho, el primer germen de estas páginas fueron mis apuntes de los cursos de teología que dicté por largos años en la universidad, con el Catecismo en la mano, por decirlo así, para alumnos de distintas carreras.

Sólo debo añadir que la responsabilidad personal de mi autoría ha incluido la libertad de extenderme más (a veces bastante más que el Catecismo) en ciertos temas, que corresponden a los problemas arriba mencionados, y también la libertad de abreviar otros, por las razones pastorales que antes dije.

Esos mismos motivos me han llevado a citar menos, según los casos, los documentos del Magisterio, y más a ciertos auto­res particulares, casi siempre contemporáneos, sin descuidar nunca, eso sí, el recurso continuo a las Sagradas Escrituras. No ignoro que a veces he repetido algunas citas bíblicas en distintos capítulos, pero las he conservado así por su necesidad y su diversa plenitud de significado.

Estas singularidades varias obedecen todas a un mismo fin: divulgar la sabiduría del Catecismo, facilitar la comprensión de los misterios de la fe y de su hermosura divina y humana, y acercarlos a la práctica religiosa y moral de un cristiano corriente.

I.

LA REVELACIÓN DIVINA

«NOS HICISTE PARA TI, SEÑOR, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en Ti». Esta palabra de san Agustín es un vigoroso acto de fe, pero contiene al mismo tiempo cierta verdad de experiencia humana. Porque nuestra alma, en virtud de su naturaleza espiritual, está abierta al horizonte ilimitado del bien, de la belleza, de la verdad del ser, y no puede aquietarse con ninguna satisfacción limitada de este mundo.

El grito más profundo de la creatura humana es este: ¡Quiero ver a Dios! Nada puede colmar aquí abajo su ansia de infinito. Leemos en el Salmo: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (42, 3). Esta ansia se adormece, se empequeñece o se oculta sólo cuando el hombre se disipa en los placeres de la mundanidad, y sobre todo cuando vive en pecado.

Una parte importante de la cultura actual desespera de la posibilidad de encontrar la plenitud de la existencia, y se precipita en el sustituto de las satisfacciones terrenas. La Iglesia nos exhorta a no abdicar de esa esperanza, y a no caer en la búsqueda de los espejismos mundanos. Pues el hombre es, por esencia y constitución, un ser religioso: el animal metafísico; el peregrino de lo Absoluto, que decía León Bloy.

El estudioso de la historia de las religiones constata que nunca hubo pueblo sin religión. Pero se sorprende, al mismo tiempo, de las vueltas y revueltas, de los laberintos y de los errores por los que esa historia ha atravesado, al menos desde el punto de vista del pensamiento ilustrado y de las religiones monoteístas. Sin embargo, el historiador también divisa en todas esas vicisitudes la persistencia tozuda y conmovedora del ser humano por sobrepasar lo terreno en busca de lo Otro, de lo Sagrado, de lo Superior.

Los cristianos recordamos a este propósito el discurso de san Pablo a los atenienses en el Areópago, cuando afirma que el Creador puso a los hombres en la tierra «para que busquen a Dios, a ver si a tientas lo encuentran» (Hch 17, 27), sólo que ahora Él, «pasando por alto los tiempos de la ignorancia» (17, 30), pide a todos convertirse a Cristo, al que resucitó de entre los muertos.

De hecho, la búsqueda de Dios “a tientas”, y fuera del ámbito de la revelación, es por fuerza muy limitada. Pero Él ha tenido la misericordia de no dejarnos a oscuras, y de mostrar gradualmente, en la historia, algo de la luz de su verdadero rostro.

1. QUÉ ES LA REVELACIÓN

¿Qué es la revelación divina, y cómo, dónde y cuándo ocurre en la historia? La Revelación es el abrirse de Dios al hombre, es como la pedagogía de la Trinidad. A lo largo de los siglos, y a través de hombres elegidos, Dios nos ha abierto algo de su mente y su corazón, para contarnos «lo que estaba oculto desde la creación del mundo» (Mt 13, 35): una cierta noticia de su identidad más íntima, de su plan eterno sobre el mundo y el hombre, y de los caminos que nos llevan a Él a través de Cristo Jesús.

Los cristianos no somos unos buscadores de Dios, que lo hayamos descubierto por cuenta propia. La iniciativa es siempre suya. Nosotros somos más bien los humildes depositarios de los reflejos que haya querido darnos de sí Aquel que «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6, 16).

Para que la palabra de Dios sea comprendida por nosotros, debe adoptar humildes formas humanas, palabras de nuestro lenguaje, acontecimientos de nuestra historia, acciones y gestos familiares a nosotros, hasta culminar en la encarnación de la Palabra que es Dios mismo en el seno de María.

La revelación divina comprende las múltiples intervenciones históricas de Dios que, a través de palabras y hechos, nos hace saber de Él y del hombre y del mundo; cuáles son las dispensaciones de su gracia; cómo debe ser nuestra vida para agradarle; qué culto quiere recibir de nosotros; y cuáles son las vías para darle gloria y alcanzar la vida eterna. Es Dios quien revela y es Dios lo revelado, principalmente en Cristo Jesús. En cierto modo, y en sentido amplio, la revelación divina expresa la íntegra relación entre Dios y el hombre.

La gratitud que debemos al Señor por habernos dado a conocer estas cosas queda manifiesta si, por mera fantasía, imaginamos una historia humana sin revelación, tal como la postula, por ejemplo, el deísmo de la Ilustración francesa, y en primer lugar Voltaire: un Dios Hacedor del mundo, al que se reconoce como tal (“no hay reloj sin relojero”), que no nos ha dicho nada de nada, ni menos de sí mismo; que no ha rozado siquiera nuestra historia, porque sería indigno de Él mezclarse con nuestra pequeñez; que no nos ha pedido ninguna forma de conducta ni de culto.

Por lo tanto, el cielo permanecería cerrado, y no tendría sentido agradarle, ni orar, ni adorarle, ni intentar relacionarnos con Él. Sería lo más semejante a un Dios inexistente. Que todavía se llame religión a ese estado de cosas (“religión natural”) es casi un alcance de palabras, o un malentendido, pues ella no ha existido en ningún pueblo de la tierra. Estaríamos, pues, solos con nuestros pequeños asuntos humanos, mientras Él estaría solo en su solitaria grandeza.

La pregunta que se impone ante ese planteamiento es: ¿para qué hizo el mundo, para qué hizo al hombre? ¿Qué especie de divinidad es la suya? Parecería que un primitivo que adora un árbol sagrado, o un fetiche en medio de la selva, está más cerca de la verdad religiosa que un deísta, quien a fin de cuentas más parece un ateo disfrazado.

Dejando de lado esa fantasía, debemos hacer aún dos observaciones. Primera: afirmar que todas las religiones son iguales, o que dan lo mismo, porque Dios es el mismo, es una gran falacia, ya que el hombre puede hacerse mil ideas de Dios, distintas y aún contradictorias entre sí, con todas las consecuencias religiosas y morales que de allí se siguen. Y segunda: necesitamos dar gracias a Dios porque se dignó hacernos saber quién era, quien Es, esencialmente por mediación de Cristo Jesús, meta y cumbre máxima de toda la revelación.

2. DE ABRAHAM A MOISÉS

La luz de la revelación iluminó ya a nuestros primeros padres, pero el pecado original la oscureció. Todavía alumbró a Noé: la alianza que hizo Dios con él es el fundamento de lo que llamamos, esta vez con verdad, la religión natural. Pero Dios se reveló más claramente a Abraham: se le mostró como el Dios uno y único, y le prometió una tierra y una descendencia numerosísima. Llamamos a Abraham el padre de los creyentes; así lo reconocen las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam.

Desde Abraham hasta Jesucristo, fue el pueblo de Israel el depositario de las promesas, el linaje de las alianzas, y el espacio de las sucesivas revelaciones divinas. De allí que sus grandes personajes sean «venerados como santos en todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia» (CEC, 61). La luz del cielo iluminó, en efecto, a los patriarcas y a los profetas de Israel, a través del “ángel de Yahvé”, o mediante locuciones, sueños o visiones, tantas veces a pesar de las infidelidades de su pueblo.

Moisés representa un punto alto de esa revelación. En el episodio de la zarza ardiente, Dios le comunica su nombre: Yo Soy, o El Que Es (Ex 3, 14). Entre las diversas interpretaciones de ese nombre destaca esta: Yo Soy significa la plenitud infinita del Ser, El Que Es desde siempre y para siempre, el Ser por sí mismo y desde sí mismo, el que no recibe su Realidad sino que la posee eternamente y la da, por creación, a todo cuanto existe fuera de Él: aquel cuya naturaleza propia consiste en el Existir puro, increado y eterno.

Si no es esto lo que entendió en primer lugar Moisés, por ser demasiado metafísico para la mentalidad semita, tampoco es este un sentido ajeno al nombre divino, y ha tenido gran importancia histórica tanto en lo teológico como en lo filosófico. Los teólogos medievales llamaron a esta propiedad la “aseidad” divina: el ser y existir no sólo por sí mismo, sino (en mala traducción castellana) desde sí mismo y a partir de sí mismo; su total autosuficiencia en el orden del ser y del obrar.

Una anécdota: cuenta el poeta estadounidense Thomas Merton, más tarde monje trapense, que siendo un joven poeta agnóstico hizo un viaje en tren y, habiendo olvidado llevar libros, compró en la estación uno que le interesó por su connotación caballeresca y romántica: El espíritu de la filosofía medieval, de Etienne Gilson. Al darse cuenta de que traía la aprobación eclesiástica, quiso tirarlo por la ventanilla, pero luego se arrepintió (ya había hecho el gasto) y se puso a ojearlo sin mayor expectativa.

Al llegar al capítulo sobre la aseidad divina, al leerlo y volver a leerlo, concibió tal asombro y fascinación ante esta propiedad y ante el Ser que la posee, que decidió hacerse católico, y llegando a su destino, pidió a un sacerdote instrucción y bautismo. No habrá muchos que se conviertan de esa manera, pero así quiso el Señor entrar en su vida. E incontables inteligencias han experimentado análoga sorpresa y encantamiento: ¡no es para menos!

En la cumbre del Sinaí, Moisés recibió de Dios el decálogo o las diez palabras, los diez mandamientos de su ley, escritos «con su propio dedo» (Ex 31, 18), como parte de su alianza con el pueblo escogido. Inmensa e imposible de registrar es la proyección que esos preceptos morales básicos han tenido en la historia de la humanidad, su fuerza civilizadora sobre pueblos enteros, la base fundacional de tantas culturas superiores, y su preparación para el advenimiento de Cristo salvador.

La ley de Moisés, dice san Pablo, ha sido nuestro pedagogo para conducirnos a Cristo (Gal 3, 24). Dos largos capítulos dedicaremos al decálogo hacia el final de este libro.

3. CRISTO, LA CUMBRE DE LA REVELACIÓN

La Carta a los hebreos comienza con esta solemne declaración:

Muchas veces y de distintas maneras habló Dios a nuestros padres en el pasado por medio de los profetas. Últimamente en estos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas, por quien hizo también el mundo. Él es el resplandor de su gloria y la impronta de su substancia, él es quien sustenta todas las cosas con el poder de su palabra. Tras realizar la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas (1, 1-3).

Jesús es, pues, el hijo de Adán y el nuevo Adán, el heredero de los patriarcas y el anunciado por los profetas. En él se alcanza la cumbre y meta de la revelación divina a los hombres, y después de él no habrá ya ninguna revelación. Ya nada queda a Dios por decir a los hombres más allá de lo dicho en Jesús de Nazaret.

Toda revelación divina es una autocomunicación de Dios al hombre, pues Él es quien comunica y Él es el comunicado; pero la revelación que nos ha hecho en Cristo Jesús bien puede ser llamada la autorrevelación por excelencia de Dios en la historia. No en vano dijo Jesús de sí mismo: «El que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14, 9), y también: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10, 30).

Jesús no es, pues, un gran hombre de Dios que nos hablara de Él en forma suprema. «Jesús les dijo: En verdad os digo, antes que Abraham naciera, yo soy» (Jn 8, 58). En él Dios mismo se autoexpresa cumplidamente, por identidad de naturaleza con el Padre y el Espíritu Santo. Así, pues, la plenitud de la revelación y «la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) hacen una sola cosa en Cristo Jesús.

Con razón ha llegado a ser famosa la sentencia de san Juan de la Cruz, que el Catecismo incorpora en parte: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra…; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo».

Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa alguna o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él más de lo que pides y deseas (…); oídle a Él, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar (Subida al Monte Carmelo, 2. 22. 5).

Se nos perdonará lo extenso de esta cita, pero es difícil decirlo mejor. Y sería reducir su alcance el entender que se refiere sólo a las enseñanzas verbales de Jesús: sermones, parábolas… Lo que Dios nos dice en Cristo nos lo dice en su ser entero: en su doctrina, en sus acciones, en sus gestos, en su rostro, en su mirada, en sus silencios, hasta en su modo de andar, por expresar así ese Todo.

Cada milagro, cada curación, cada expulsión de un demonio, cada reprensión a sus discípulos o a los fariseos, cada movimiento de su cuerpo es revelación divina. Y el contenido de esa revelación es él mismo. De allí la centralidad de Cristo en la vida cristiana, de allí la trascendencia de leer y releer los Evangelios, de orar con ellos en la mano, de meditarlos y de contemplar en ellos a Jesús en la letra y más allá de la letra, con la imaginación del amor puesta en lo que esos relatos sugieren como contexto, o dan a entender en forma implícita.

Debe añadirse que la revelación, en su contenido objetivo, se cerró con la muerte del último de los apóstoles, san Juan, y que ya no habrá más revelación pública después de Cristo. Las revelaciones que llamamos privadas son cosa distinta, y entre ellas puede haber de todo. La Iglesia las examina en forma cuidadosísima, para evitar toda superstición que pueda confundir a los fieles.

Algunas de esas revelaciones han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia, y de la inmensa mayoría de las que se presentan como venidas de Dios, la Iglesia no dice nada o, si es el caso porque contienen equívocos en materia de fe y moral, las reprueba. Pero ni la mejor de ellas (y las hay recibidas por santos, canonizados o no) tiene la función de completar la que llamamos revelación como objeto de fe. A la vez, la Iglesia alerta sobre las numerosas sectas que hoy proliferan en el mundo, con la pretensión de un origen o contenido revelado por Dios a sus iluminados jefes, y que ningún bien hacen a la sociedad.

4. ESCRITURA Y TRADICIÓN

«Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (Dei verbum, 7).

Ahora bien, ¿cómo llega a nosotros, en el día de hoy y siglos después, esa buena nueva del reino de Dios? Ella se nos transmite por dos vías que tienen un mismo origen y una común finalidad, y que llamamos Tradición y Escritura. Esta última, que también se conoce como Biblia, se compone de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, y «es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo» (CEC, 81).

Los autores de los libros sagrados pertenecen a épocas distintas, tienen mentalidades y estilos diferentes, escribieron en géneros y lenguas variadas, y se propusieron distintos fines inmediatos, como se ve fácilmente por su gran diversidad; pero lo que les otorga una unidad que está más allá de ellos mismos es esto: lo que ellos pusieron por escrito es todo y sólo lo que Dios quería que escribieran.

Para un creyente, no hay libro alguno que pueda compararse a los que componen la sagrada Escritura, 46 del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo. Sus autores los escribieron bajo el influjo de la luz divina; en ellos encuentra la Iglesia sin cesar su alimento y su fuerza (DV, 24); y es en sus páginas donde «el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV, 21).

Llamamos Tradición a la palabra de Dios, primero oral pero también escrita, que Cristo encomendó a los apóstoles, quienes la transmitieron a sus sucesores. De ellos la recibimos a lo largo de la historia de la Iglesia hasta el día de hoy, y la recibirán los fieles futuros «por transmisión continua hasta el fin de los tiempos» (DV, 8).

Ilustra bien la naturaleza de la Tradición el caso de san Pablo, que suele enseñar el misterio de Cristo a partir de su experiencia personal del Señor resucitado en el camino a Damasco: al hablar de dos acontecimientos de la magnitud de la Pasión y la Resurrección, se remite a lo recibido por tradición oral de los apóstoles: «Os he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez he recibido: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y que fue sepultado y resucitó al tercer día…» (1 Cor 15, 3-4). San Pablo se inscribe él mismo en esa sucesión del recibir y el transmitir, que llamamos Tradición.

Los cristianos de la primera generación no tenían todavía los libros del Nuevo Testamento, que los apóstoles y otros coetáneos suyos pusieron por escrito, al mismo tiempo que recibían y transmitían oralmente los hechos y dichos de Jesús. «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de vida (…), os lo anunciamos también a vosotros» (1 Jn 1, 1-3). Los Evangelios fueron, antes de escribirse, tradición oral. El enlace de palabra oral y escrita está, pues, en la base del Nuevo Testamento, como en su día lo estuvo en varios libros del Antiguo.

Escritura y Tradición «son así el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a Dios» (DV, 7). Ambas poseen el mismo origen y el mismo fin. La interpretación auténtica de una y otra ha sido confiada al Magisterio de la Iglesia, que por eso mismo está al servicio de la palabra de Dios en sus dos formas. A través de su Magisterio la Iglesia, que procede de la palabra de Dios, la manifiesta a los hombres y asegura su integridad. Escritura, Tradición y Magisterio son, pues, los medios y caminos que Dios ha puesto para la comunicación íntegra de la palabra de Dios.

Al cabo de los siglos, ¿cómo estar seguros de que las Escrituras que leemos, y la Tradición que recibimos, son exactamente las mismas de su origen apostólico? No hay mejor garantía que la sucesión apostólica y el celo riguroso de la Iglesia por custodiar fielmente esas dos formas de la palabra divina, y transmitirlas tal cual, de generación en generación, de siglo en siglo, saliendo al paso de cualquier modificación, añadido o sustracción.

Los hombres encargados de esta tarea son hombres falibles, pero asistidos por el Espíritu Santo, que además se juegan el alma en esta fidelidad. Ese celo nos da una certeza que ninguna institución humana puede dar, pues la Iglesia jamás consentiría en variación alguna del depósito de la fe.

5. LA TRADICIÓN ESTÁ VIVA

Sobre esa base inmutable, es una tarea incesante de la fe cristiana el comprender y explicitar su contenido, con creciente profundidad a lo largo de los siglos. Si la revelación divina se cerró objetivamente en el siglo I, no se cerró ni se detuvo su comprensión, que está siempre abierta a un progreso constante: ¡la Iglesia no es un fósil, ni la fe una entelequia detenida en el tiempo!

Las Escrituras están fijas: «Lo escrito, escrito está» (Jn 19, 22), pero su lectura está llamada a crecer en lucidez y penetración. La Tradición no es inerte: como realidad histórica, es un proceso viviente que, siempre fiel a sus orígenes (a su código genético, diríamos), vive, crece y avanza, desde lo que estaba implícito en la revelación, hacia lo que el Magisterio de la Iglesia formula y declara en forma explícita.

Hay así, pues, una historia de los dogmas. Llamamos dogmas a esas verdades reveladas que el Magisterio de la Iglesia formula en sus términos propios, y que define en forma infalible como efectivamente reveladas, pidiendo para ellas la adhesión de fe del pueblo cristiano.

Pensemos en la trabajosa formulación de los primeros dogmas. Desde el comienzo de la predicación apostólica, los fieles creyeron que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que Cristo es Dios y hombre verdadero. Pero esos misterios eran tales, que debían ser definidos en sus términos adecuados, sin por eso pretender agotar en absoluto su contenido, y debían ser así propuestos en su forma literal para ser creídos como revelación divina. Lo mismo ocurrirá más tarde con la naturaleza de la Iglesia y de los sacramentos, y en tiempos más recientes con los privilegios únicos de la Virgen María.

Si los dogmas no tuvieran su historia, ellos habrían sido proclamados todos desde el primer momento, o tempranamente. Cuando se definió en el Concilio de Éfeso (431) la maternidad divina de María, la Theotokos, ¿acaso estaban maduros los tiempos para definir entonces su Inmaculada Concepción? No lo estaban, ni lo estuvieron hasta 1854, pero esta última verdad estaba germinalmente implícita en la primera, y de ella se derivaba.

Cada dogma tiene, pues, su circunstancia histórica y cultural propia, a menudo relacionada con un error del que debe salirse al paso, como había ocurrido en el Concilio de Nicea (325) frente a los errores de Arrio,o como ocurriría mucho después, en el siglo XVI, con la reforma protestante.

Hablar de una “historia de la verdad” (revelada) no significa hacer de la verdad misma una realidad histórica y mudable con los embates del tiempo: la historia se refiere a nosotros y a nuestras necesidades doctrinales, a las luces y a las oscuridades de nuestra inteligencia, que se despejan en forma sucesiva con la gracia del Espíritu Santo. En ese sentido es cierto que cada verdad tiene su hora.

El contenido de verdad de los dogmas es definitivo, pero debemos repetir que su comprensión y profundización puede y debe crecer en la historia, sin cambio alguno de su sentido propio, al mismo tiempo que sus fórmulas son perfectibles, sin perjuicio de su interpretación auténtica por parte del Magisterio.

Se entiende que la interpretación de un dogma no puede apartarse nunca del sentido original que le dio el Magisterio infalible de la Iglesia. Pero su comprensión a lo largo de la historia, como realidad viviente, está sujeta a un progreso o desarrollo que, para subrayar esa fidelidad, se ha llamado a veces homogéneo.

Grandes teólogos modernos han abordado esta vitalidad de la Tradición. Entre ellos es ejemplar el caso del cardenal Newman, que siendo anglicano, pensaba que la Iglesia Romana había agregado verdades nuevas, no sustentadas en un origen apostólico, y por tanto carecía de la nota eclesial de apostolicidad. Pero un largo proceso de estudio, sobre todo de las obras de los Padres de la Iglesia, lo convenció del carácter original de esas verdades en estado germinal o potencial o implícito, que más tarde adquirieron su forma explícita.

Este proceso, que culminó con su recepción en la Iglesia Católica, le abrió el horizonte de la Tradición como un desarrollo continuo: continuo porque tiene una maravillosa continuidad consigo mismo, y continuo porque se da en toda época y en todo momento. Lo que él llamó «el desarrollo de la doctrina cristiana» es lo que otros han llamado «la evolución homogénea del dogma».

6. EL ANTIGUO TESTAMENTO

Escribe san Pablo: «Toda Escritura es divinamente inspirada, y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena» (2 Tim 3, 15-16).

Si bien los libros del Antiguo Testamento «contienen elementos imperfectos y pasajeros» (DV, 15), ellos forman parte de una pedagogía divina encaminada a la plenitud salvífica de Cristo. Según sus temas y sus autores, ellos suelen clasificarse en tres grupos: históricos, sapienciales (de sapiencia o sabiduría) y proféticos.

Los libros históricos no corresponden al concepto actual de la disciplina llamada historia o historiografía, pero ellos narran hechos realmente ocurridos, y de gran relieve en la historia de la salvación. El Génesis comienza con el gran himno o poema de la creación del mundo y del hombre, y cuenta a grandes rasgos, desde el punto de vista salvífico, tanto la prehistoria de la humanidad como la de Israel.

Sus grandes personajes son, entre otros, Abraham, Jacob y José. Junto con Moisés y el rey David, posteriores a ellos, destacan no sólo por su heroísmo: fe heroica, audacia heroica, sino también por su grandeza moral y su cálida humanidad. Leídos en la actualidad, sus caracteres nos resultan altamente novelescos y sabrosos, en lo divino y en lo humano, como protagonistas de estupendos relatos de aventuras que efectivamente ocurrieron.

El Éxodo nos presenta a Israel oprimido por los egipcios, y liberados de esa esclavitud bajo el liderazgo de Moisés, el hombre de la alianza, y en cierto modo el forjador de la conciencia de Israel como pueblo. Ya en la tierra prometida, se nos narra el período de los jueces, con el protagonismo inicial de Josué, y luego la constitución de la monarquía: el profeta Samuel, el rey Saúl, el rey David, su hijo Salomón, y la decadencia del reino.

Los libros sapienciales contienen una sabiduría moral muy distinta del saber filosófico de los griegos: constan de sentencias, refranes e instrucciones prácticas, muchas de ellas con plena vigencia actual. Destacan entre ellos el libro de los Proverbios, el Eclesiástico (Sirácida) y el libro de la Sabiduría, y sobre todo los Salmos.

Estos últimos, la mitad de los cuales (aproximadamente) se deben al rey David, son cantos poéticos de toda especie, muchos de ellos bellísimos: himnos de acción de gracias y de petición en toda suerte de necesidades personales y colectivas, himnos de alabanza a Dios y a su grandeza, poemas didácticos o de sabiduría.

Ellos han tenido gran importancia en la vida de la Iglesia, tanto en su liturgia como en la oración personal de los fieles. Son los textos más citados en el Nuevo Testamento, en primer lugar porque con frecuencia están en boca de Jesús, y luego porque en él se cumplen sus múltiples anuncios mesiánicos.

Están, por último, los libros proféticos. El profeta es un mensajero y un intérprete de la palabra de Dios, que no habla tanto a los individuos como al entero pueblo escogido, para guiar su historia entre las naciones circundantes, y también para corregirlo. El profeta se sitúa a veces por encima del tiempo, y sus predicciones están destinadas a confirmar sus oráculos. Los profetas mayores son Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. Una importancia especial tienen en ellos los anticipos de los tiempos mesiánicos, y del propio Mesías salvador de Israel.

7. EL NUEVO TESTAMENTO

El Nuevo Testamento se abre con los Evangelios o anuncios de la buena nueva de la salvación en Cristo. Después de Pentecostés los apóstoles, fieles al mandato del Señor: «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt 18, 19), salieron a predicar por distintas regiones lo esencial de los hechos y dichos de Jesús, que habían visto y oído como testigos presenciales.

A partir de aquella predicación, que ya se transmitía en forma oral o escrita, como dijimos, los cuatro evangelistas (dos de ellos apóstoles) «escogieron datos de esa tradición, los redujeron a síntesis, los adaptaron a la situación de las diversas Iglesias, conservando el estilo de la proclamación: así nos transmitieron siempre datos auténticos y genuinos acerca de Jesús» (DV, 19), escribiendo sus respectivos Evangelios «para que creáis que Jesús es el Cristo, y para que creyendo tengáis vida en su nombre», como dice san Juan (20, 31).

Sus relatos son históricos, pero no son historia (historiográficos) ni biografías de Jesús en sentido actual. Su propósito era menos profano y más religioso: era la proclamación de Cristo Salvador. Los tres primeros Evangelios, de san Mateo, san Marcos y san Lucas, se llaman sinópticos, por sus semejanzas y porque se prestan a ponerlos en columnas paralelas. El cuarto, de san Juan, omite muchos pasajes ya presentes en los sinópticos, y tiene un enfoque más espiritual y teológico, orientado a mostrar la divinidad del Señor.

A continuación, los Hechos de los apóstoles, cuyo autor es san Lucas, narran la historia de la Iglesia naciente, y por razones obvias han podido ser llamados el “Evangelio del Espíritu Santo”. Se inician con la primera comunidad de Jerusalén, cuyo centro es la predicación de san Pedro, y continúan con su expansión por el mundo pagano, por obra de la predicación de san Pablo.

Es este un personaje singularísimo, judío convertido por la aparición de Jesús glorioso en su camino a Damasco, alma fogosa y apasionada para quien Cristo lo es todo en la vida, y dueño de una cultura helénica que le facilitó mucho el anuncio de Cristo en sus tres viajes apostólicos. La mayor parte de las Cartas apostólicas son suyas, dirigidas a las comunidades varias por él fundadas en lo que hoy es Asia menor y Europa oriental.

Las demás Cartas apostólicas pertenecen a san Pedro, san Juan, Santiago y san Judas (Tadeo), todas ricas en doctrina y moral. Cierra el Nuevo Testamento el libro del Apocalipsis, perteneciente al género profético y “apocalíptico”, lleno de visiones, símbolos e imágenes de difícil interpretación, afines a las del mismo tipo en Ezequiel y Daniel. Su fin inmediato es consolar a los cristianos perseguidos de fines del siglo I, asegurando el triunfo final de Cristo en su segunda venida.

Todos estos relatos y cartas son, como ya quedó dicho de la Biblia entera, muy variados en intención y extensión. Basta comparar la mentalidad y el estilo del Evangelio de san Juan con el de san Marcos, tan distintos, o la impronta de la personalidad de san Pablo con la de Santiago en sus respectivas Cartas, por extremar los contrastes. Y sin embargo, de unos y otros se valió el Espíritu Santo, para dejar por escrito lo que su santa voluntad quería que leyéramos y meditáramos. El cristianismo, sin embargo, no es lo que se llama una “religión del Libro”, sino de la Palabra viva o Verbo que es Cristo mismo.

Por eso la interpretación de los libros sagrados debe hacerse en función de sus distintos géneros literarios, variables según la época y cultura de su origen, y según su propia naturaleza: no son lo mismo los modos de decir proféticos que los didácticos, ni los históricos que los apocalípticos.

San Agustín, que admiraba la literatura clásica, en una primera lectura antes de su conversión encontró pobres los textos sagrados, juicio que más tarde consideró vano y frívolo, al descubrir los tesoros de sabiduría humana y divina que ellos contienen. Allí habita más la fuerza de Dios que la elegancia humana. Debe agregarse que a menudo se encuentra en ellos una memorable belleza literaria, tanto poética como narrativa.

Cada texto bíblico debe entenderse en su relación de unidad con la totalidad de la Biblia, y también con la integridad de la Tradición de la Iglesia. Debe tenerse en cuenta, asimismo, la relación de los dos Testamentos: el Antiguo prefigura al Nuevo, y el Nuevo ilumina y explica al Antiguo.

La lectura asidua de los textos bíblicos es deseable para todos los fieles, pero de modo especial para cuantos tienen en la Iglesia un ministerio de predicación o de docencia. «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo», dice san Jerónimo. Algunas partes de la Biblia, no obstante, necesitan ciertos conocimientos previos de carácter doctrinal e histórico para ser leídos con provecho y sin confusión.

Los cuatro Evangelios son la cumbre misma de las Escrituras y de la entera revelación de Dios en la historia. Son también la norma suprema de la vida y la conducta cristiana. Por eso son una fuente inagotable de meditación, contemplación y adoración de la persona de Cristo.

La oración cristiana tiene muchas formas posibles, pero ninguna es tan alta como la meditación de los textos evangélicos, que se encamina a la contemplación amorosa de la figura de Jesús, a la adoración y el seguimiento de los pasos del Verbo encarnado en la tierra, «para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2, 21), es decir, para pisar donde Cristo pisó, especialmente en el camino de la cruz.

De la forma de leer esas páginas nos sugiere san Josemaría que debemos ser en ellas “como un personaje más”:

Hemos de meternos de lleno en ellas, ser actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa María, su Madre, como los primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor. Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las palabras de Cristo entrarán hasta el fondo del alma y nos transformarán (Es Cristo que pasa, 107).

Nada puede compararse con los Evangelios cuando se trata de conocer a Jesús en su humanidad y en su divinidad, en la grandeza de su carácter y en su poder y majestad incomparables, por lacónicos que puedan parecer esos textos a primera vista. Él no dejará de premiar la perseverancia de esa lectura. Es allí donde mejor se aprende a contemplarlo y adorarlo.

A esas palabras casi bimilenarias no les ha pasado ni un día; su actualidad a lo largo de los tiempos, y en el día de hoy, es plena. Apuntaba a una gran verdad aquella metáfora de León Bloy cuando decía que, a la hora de saber las últimas noticias, no acudía a la prensa del día sino a los Evangelios: a la buena nueva, a la noticia que nunca deja de alegrarnos el corazón. Y se entiende que ellos nunca falten en la liturgia de la Iglesia, desde la Eucaristía y los demás sacramentos hasta la bendición de un edificio o del agua bendita.

Por último, las catorce Cartas de san Pablo poseen una riqueza doctrinal, teológica, espiritual y moral suprema. Se diría que el apóstol de las naciones gentiles no sabe hablar ni escribir de otra cosa que del misterio de Cristo salvador, de la justificación que sólo de él nos viene, y en general de la experiencia vivida de su Persona y de su amor.

Con razón es su apostolado entre los pueblos paganos el que más describen los Hechos de los apóstoles (Hch 11 a 28: casi veinte capítulos). Y con razón es tan difícil hablar del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, de la Iglesia y de la vida cristiana, sin buscar como una referencia esencial, después de los Evangelios, sus escritos epistolares, que, con la misma excepción, cubren la mayor parte del Nuevo Testamento.

Por fin, habría que hacerse lenguas cantando la hermosura de la revelación divina a la que adherimos por fe: ella aquieta nuestra alma, ilustra nuestra mente, enciende nuestro corazón, nos da a conocer realidades que jamás podríamos imaginar, y nos aclara otras que sólo confusamente percibiríamos: para que no pasemos por la vida como por un túnel oscuro, sino que miremos todas las cosas de la tierra como iluminadas por la luz de lo alto.