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Manuel Marlasca (Madrid, 1967) es reportero de sucesos, investigación y terrorismo desde hace más de tres décadas. Actualmente conduce el espacio Expediente Marlasca en La Sexta y copresenta Territorio Negro, en Onda Cero. Antes de su incorporación a La Sexta (2012), trabajó en periódicos, semanarios y otras cadenas de radio y televisión. Ha sido galardonado dos veces con el Premio de Periodismo Fundación Policía Española, el Premio de Periodismo Guardia Civil y ha recibido la Cruz al Mérito Policial con distintivo blanco. ‘Cazaré al monstruo por ti’ es su cuarto libro.

 

 

‘Cazaré al monstruo por ti’ es, sobre todo, la historia del compromiso de un puñado de policías con unas niñas, víctimas de un depredador sexual, y también es la historia de la mayor caza del hombre desencadenada nunca en Madrid, la Operación Candy. En 2014, la Brigada de Policía Judicial de Madrid se enfrentó a un reto gigantesco: un tipo que raptaba niñas a plena luz del día, las retenía durante horas y las agredía sexualmente. ‘Cazaré al monstruo por ti’ cuenta la caza del pederasta de Ciudad Lineal desde dentro, desde el punto de vista de los policías que persiguieron durante meses a una sombra a la que lograron poner nombre y detenerla gracias a la complicidad que lograron con las víctimas y a técnicas de investigación novedosas e imaginativas. El libro cuenta con el testimonio de los participantes en la Operación Candy y está basado en todos los documentos de una investigación que ya es historia criminal de España.

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Primera edición: febrero del 2019

Para Josep Forment, siempre con nosotros

© Manuel Marlasca, 2019
© de la presente edición, 2019, Editorial Alrevés, S.L.

Directora de la colección: Marta Robles
Diseño de la colección: Ernest Mateu

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Editorial Alrevés, S.L.
Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a - 08034 Barcelona
www.alreveseditorial.com

Producción del ebook: booqlab.com

ISBN: 978-84-17077-94-5
Código IBIC: BTC

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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A las verdaderas Lúa, Paula, Xia y Daisy,

con el deseo de que olviden pronto lo que

nunca debieron vivir.

Y a los cazadores de monstruos que visten

uniforme azul, en especial a todos los que

participaron en la Operación Candy.

– • –

 

 

Ahora me escondo y te observo y te puedo decir:
Yo mataré monstruos por ti, solo tienes que avisar.

SANTI BALMES,
Un día en el parque

 

– • –

 

Los monstruos, como bien le había dicho su madre y ella
misma había aprendido con los años, no van vestidos
de monstruos, sino de seres humanos. Y lo que es más
curioso, no suelen saber que son monstruos.

DENNIS LEHANE,
Después de la caída

– Índice –

Prólogo

Antes de empezar

Lúa

La Pringue

El hombre del saco

Paula

El puzle

El señor Marqués

Lazos que unen

La aguja en el pajar

La fame de Víctor

Xia

Escalada criminal

«Soy el de las noticias»

La cabeza de Conde

Nuevo coto de caza

Las lágrimas de Silvia

Daisy

Los brazos del monstruo

Guerras políticas

Candy-datos

«Es él, jefe»

Darek y Piolín

La firma

La guarida

A la escucha

Fin de la cacería

El taxista agradecido

Las manos de Paula

El peor trabajo del mundo

El dedo de Xia

El juicio

Palabra de Antonio Ángel

Heridas

«A nuestra compañera… Paula»

Epílogo

Material gráfico

– Prólogo –

Cuenta Manu Marlasca en Cazaré al monstruo por ti que «los viejos policías dicen que los malos necesitan tener muchos días de suerte, pero que a ellos, a los buenos, les basta uno». Y seguro que es así. O al menos así debería ser. Aunque tampoco viene mal que los buenos tengan más días buenos. Sobre todo cuando se enfrentan a los peores malos de entre los malos, los que se atreven con los niños. En esos casos, hasta los más duros del gremio se vuelven frágiles mientras avanzan en las pesquisas. Y duermen mal. Y sufren mucho. Saber que el padecimiento de un niño depende de si ellos son capaces de rastrear al monstruo tiene que ser delirante. Manu Marlasca, que es un hombre duro, pero del lado del periodismo y no del de la Policía, conoce bien, por su especialización en sucesos, a los miembros más destacados de todas las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Y es por eso por lo que les homenajea con vehemencia en este relato tan duro como para cortar la respiración del lector en muchas ocasiones. Y lo hace mostrando sus debilidades y hasta sus errores, pero dejando bien claro que sus aciertos son nuestra salvación y que su intención siempre es la de avanzar lo más rápidamente posible en cualquier circunstancia, pese a saber que tanta intensidad les dejará sus propias vidas reducidas a la mitad. Sobre todo cuando hay niños de por medio. Es entonces, más que nunca, cuando todos les deseamos que tengan muchos días buenos. Muchos más de los que tienen los malos, aunque a ellos les baste con uno para cazar al monstruo… Gracias, Manu, por tanta profesionalidad y tanta entrega a la hora de contar. La misma que les adjudicas a los policías de este magnífico libro que nadie debería dejar de leer.

MARTA ROBLES

– ANTES DE EMPEZAR –

Todos los hechos y personajes que aparecen en este libro son reales. El relato está basado en los documentos policiales y judiciales de la Operación Candy y en las entrevistas que el autor mantuvo con los protagonistas de esta historia durante el año 2018. Tan solo se han cambiado los nombres de los menores y de sus familiares para garantizar que sigan permaneciendo en el anonimato.

Se han omitido los apellidos de la inmensa mayoría de los policías que aparecen en estas páginas, porque así lo pidieron ellos y porque siguen dedicados a cazar distintas clases de monstruos. Este libro no habría sido posible sin la colaboración de muchos de ellos, que se prestaron a compartir lo que vivieron y lo que sintieron durante los meses que duró la Operación Candy. Toda la sociedad está en deuda con ellos, pero yo de una forma especial. Sirvan estas páginas de agradecimiento y de homenaje a su labor.

– • –

LÚA

—¿Cómo era? Dinos todo lo que recuerdes de él… Si era alto, bajo, cómo tenía el pelo, si hablaba con algún acento…

—Era fuerte, alto, con el pelo color carne. Tenía acento de aquí, español…

Lúa, una niña de cinco años de raza negra y de origen dominicano, puso en marcha los resortes de su memoria, activados por los dos agentes que le preguntaban, simulando un juego. David y Laura, los dos policías del Grupo 22 del SAM (Servicio de Atención a la Mujer) de la Brigada de Policía Judicial de Madrid, sabían que cualquier dato escondido en los recuerdos de la niña sería fundamental para dar caza al tipo que se la había llevado durante unas horas y que, según había contado su madre a los agentes de un coche patrulla de la comisaría de San Blas, había abusado de ella.

Eran más allá de las doce de la noche del 24 de septiembre del 2013. Apenas habían pasado tres horas desde el rapto, un tiempo corto, en el que los recuerdos de una niña de cinco años permanecen aún frescos.

—¿Te acuerdas de cómo iba vestido?

—Llevaba un polo azul marino, de manga corta, un pantalón largo clarito y zapatillas de deporte.

—¿Qué te dijo?

—Me dijo que conocía a mi mamá, que me iba a dar unas bolsas que tenía para mí.

—¿Te las dio? ¿Las viste?

—No, me llevó a un coche…

—¿Cómo era el coche? ¿Cuántas puertas tenía? ¿De qué color era?

—Era gris, estaba aparcado al final de una calle. Creo que tenía puertas delante y atrás, pero era pequeño. Me dijo que me metiese para buscar las bolsas. Me metí en la parte de atrás y él se puso en el sitio del conductor. El coche se puso a andar…

—¿Te dijo algo mientras conducía?

—Me dijo que en dos días vendría a buscarme a casa, que me llamaría por el telefonillo… ¿No va a venir?, ¿verdad?, ¿no va a venir?, ¿a que no?

Lúa estaba asustada, aterrorizada. Miraba a su madre y a los policías, buscando refugio en ellos. David, un agente con una extraordinaria capacidad para empatizar con los niños, hizo lo posible por rebajar la tensión y tiró de una de sus habituales payasadas. Había que ganarse a esa cría tan pizpireta, que aparentaba por su tamaño y complexión menos de los cinco años que había cumplido. Los agentes del SAM sabían que había llegado el momento de hacer orfebrería, de desatascar la memoria de la cría, de hacerla revivir lo que ningún niño debería vivir nunca. Era su trabajo. Luego llegaría el trabajo de los que la ayudarían a olvidar cuanto antes lo vivido.

—No va a volver, claro que no. Cuéntanos qué te hizo, señala las partes de tu cuerpo que te tocó.

—Paró el coche y me dijo que pasase delante y me quitase la ropa. Yo no quería que me gritara. Me tocó aquí, aquí, aquí… —La pequeña acompañaba sus palabras señalando diversas partes de su cuerpo.

—¿Te hizo algo más? ¿Te hizo daño?

Lúa empleó el vocabulario propio de una niña de cinco años para relatar los abusos que sufrió.

—¿Qué pasó después?

—Me vestí sola y él me limpió las coletas.

Los dos policías sabían la importancia de lo que acababa de decir Lúa.

—¿Tenías las coletas manchadas? ¿Estaban manchadas por algún líquido que salió de él?

—Sí, él me manchó.

Los policías del Grupo 22 del SAM, la unidad policial encargada de investigar todos los delitos sexuales que se cometen en Madrid, supieron en ese instante que estaban ante un delito muy grave y un delincuente muy peligroso: un tipo capaz de llevarse a plena luz del día a una niña de cinco años de un parque, meterla en un coche, abusar de ella y dejarla abandonada a unos mil quinientos metros del lugar del rapto, en una avenida con varios carriles, llena de coches. Una ciudad como Madrid alberga delincuencia de todo pelaje, pero aquello era excepcional. Bien entrada la madrugada del 25 de septiembre, Olga, la jefa de grupo, ordenó el traslado de la pequeña y su madre al Hospital Universitario La Paz, un enorme complejo sanitario situado al norte de la capital al que se derivan todas las víctimas de delitos sexuales y en el que sus profesionales conocen a la perfección todos los protocolos a seguir en estos casos.

Pero aquella madrugada alguien no hizo bien su trabajo. El médico forense del juzgado de guardia que atendió a la pequeña se limitó a valorar que Lúa estaba perfectamente y consideró, de forma inexplicable, que no era necesario tomar ninguna muestra ni de sus ropas, ni de su pelo, ni de ninguna otra parte de su cuerpo en busca de la huella biológica que había dejado su agresor, pese a que lo avisaron de que Lúa había dicho que tenía las coletas manchadas, probablemente, de semen. Madre e hija regresaron a su casa a bordo del mismo coche patrulla que las había trasladado a La Paz.

La inspectora Olga llegó a su puesto a la mañana siguiente con pocas horas de sueño. Se había quedado en las dependencias del SAM hasta altas horas de la madrugada supervisando la exploración —así se denomina la toma de declaración de un menor— de Lúa, el interrogatorio de su madre y comunicando al juzgado de guardia lo ocurrido con la pequeña. Los dos grupos operativos del SAM —22 y 3— están alojados en una pequeña construcción levantada junto al enorme complejo que alberga la Jefatura Superior de Policía de Madrid y la Brigada de Policía Judicial, al oeste de la ciudad. Aquella última semana de septiembre del 2013, el 22 era el grupo de incidencias, el que se hacía cargo de todas las denuncias por delitos sexuales que se presentasen en la región policial de Madrid, que oscilaban entre sesenta y setenta al mes.

Olga se acostó con el malestar que le dejó en el cuerpo la sensación de peligrosidad del agresor de Lúa, y, a los pocos minutos de llegar a su puesto de trabajo, el malestar dio paso al cabreo cuando se enteró de que el médico forense de guardia no había recogido una sola muestra, ni un resto biológico de ese individuo. A la una de la tarde, la propia inspectora y un compañero de su grupo se presentaron en la casa de Lúa. Fueron con pocas expectativas, habían pasado varias horas, pero necesitaban saber si habían duchado a la niña. La madre les contó que ni siquiera la habían cambiado de ropa, que llevaba las mismas prendas que vestía cuando fue raptada. Horas después, la pequeña y su madre acudieron a los juzgados, acompañadas de dos agentes del SAM y otros dos de la Policía Científica, con la esperanza de que Lúa conservase en su pelo, en su ropa o en cualquier otra parte la huella de su agresor. Los policías tomaron cinco muestras, una de cada coleta, una en la parte superior de la cabeza, una en la camiseta y otra en el pecho de la niña.

Mientras, en el Grupo 22 la actividad era frenética. La misma noche del rapto de Lúa, los agentes de la comisaría del distrito de San Blas —en el que sucedieron los hechos— pusieron al SAM sobre la pista de un sospechoso, un tipo de treinta y siete años llamado Jacobo, con antecedentes por exhibicionismo. Era conocido por los policías del barrio, ya que acudía a los parques infantiles y se masturbaba a escondidas, lo que lo había hecho merecedor ya de alguna detención. El primer dato sobre él hizo albergar alguna esperanza a los investigadores: conducía habitualmente un viejo Audi de color gris, el color que recordaba Lúa. Merecía la pena, al menos, enseñarle a la niña su fotografía, pero la pequeña no reconoció ni a Jacobo ni a ninguno de los otros cinco tipos que componían el álbum que le mostraron. En ese instante, la memoria de la cría arrojó un dato más: «Tenía el pelo con flequillo, de color rubio y corto por el cuello, y tenía una bola en el cuello, en la zona de la nuca». La niña firmó el acta de reconocimiento fotográfico escribiendo su nombre en vertical, con letras mayúsculas.

Lúa fue abandonada por su agresor en la avenida de Arcentales, junto a una gasolinera Galp, un lugar que fue señalado por la propia cría in situ cuando no habían pasado ni veinticuatro horas desde que fue agredida. También les dijo que casi la atropella un coche junto a la boca de metro de Simancas, donde la encontró una pareja, que la vio vagando y llorando desconsolada. El encargado de un kebab, situado frente a esa entrada de metro, contó a la Policía que ese día oyó un fuerte frenazo y vio a una niña de raza negra que lloraba y era atendida por una pareja. Todo cuadraba. Lúa, pese a su corta edad, había narrado con precisión todo lo que le había ocurrido. Era una muy buena testigo.

Los agentes acudieron a la estación de servicio de la avenida de Arcentales en busca de cámaras de seguridad que acabasen de componer el puzle que la niña había iniciado en su declaración. Buscaban un coche gris, pero ni siquiera pudieron corroborar ese dato. En la gasolinera había dos cámaras que grababan imágenes panorámicas de los surtidores. Minutos después de las nueve de la noche de aquel 24 de septiembre, las dos cámaras registraron cómo un coche se paraba en la avenida de Arcentales y de él descendía una persona, pero la hora —estaba anocheciendo— y la mala calidad de las imágenes hicieron imposible identificar el modelo, el color o la matrícula del vehículo.

Los investigadores buscaron testigos del rapto, que se había producido poco antes de las nueve de la noche en un parque de la calle Rioconejos, donde no había una sola cámara de seguridad. Lúa jugaba con cinco niños y niñas de su edad. Alguno de ellos podía haber visto al secuestrador. Dos de sus compañeras de juegos le contaron a la Policía que Lúa se había quedado sola porque todos los niños decidieron irse a una cuesta cercana al parque y la cría no quiso, porque «mi mamá me ha dicho que no me mueva del parque». Una de ellas recordó algo: mientras jugaban, un coche estacionó cerca de donde estaban. «No me acuerdo si el conductor se bajó o no.»

El hombre que había raptado a Lúa, una niña de solo cinco años, la había vigilado y acechado, esperando el momento más propicio para atacarla. La había engañado para introducirla en un coche, había abusado de ella y la había abandonado en un lugar donde su vida corrió peligro.

Manuel Alcaide, en aquel momento inspector jefe, responsable del SAM, sitúa esa noche del 24 de septiembre del 2013 como el verdadero inicio de la Operación Candy, pese a que ese nombre no nació hasta medio año más tarde: «Nos quedamos con muy mal sabor de boca. Los protocolos, tan engorrosos para las víctimas, pero tan necesarios para nosotros, no se siguieron a rajatabla con Lúa en lo que respecta a la toma de muestras. No teníamos testigos, no teníamos imágenes buenas de las cámaras, la poca distancia que había entre el lugar del que se la llevó y donde la dejó hacía imposible cotejar antenas de telefonía, porque los dos puntos estaban bajo la misma antena… Todo se torció».

Alcaide, hoy comisario, padre de dos hijos, ha pasado sus veinticinco años de carrera en distintos puestos de la Policía Judicial, siempre en unidades dedicadas a la investigación: estupefacientes, delitos tecnológicos y cinco años al frente de la sección dedicada a perseguir a agresores sexuales, el SAM. De maneras ásperas, serio, recuerda con precisión aquellos días del 2013 y 2014. Tiene en la cabeza todas y cada una de las diligencias que se hicieron y las gestiones que se practicaron. Sus compañeros dicen que pocos policías tienen su capacidad de análisis y su destreza a la hora de estructurar unas diligencias para convencer a un juez. Alcaide recuerda bien la reflexión premonitoria que hizo tras el rapto de aquella niña, en septiembre del 2013: «Cuando vi que no podíamos avanzar con el tema de Lúa, pensé en lo que a veces tienes que pensar cuando te enfrentas a estos casos: los delitos sexuales se resuelven en muchas ocasiones por acumulación delictiva. Desgraciadamente, a veces hay que esperar a que el agresor vuelva a actuar, y sabíamos que quien se llevó a Lúa iba a volver a hacerlo».

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LA PRINGUE

Todos los policías que han pasado por allí desde los años setenta del siglo pasado saben qué es La Pringue. El nombre se ha transmitido de generación en generación. La Pringue es la Brigada de Policía Judicial de Madrid y, por extensión, hace referencia a todas las brigadas judiciales de España. Nadie sabe quién ni por qué alguien le puso ese nombre que tanta fortuna ha hecho. Una versión recuerda que cuando la brigada estaba alojada en el palacio de la Puerta del Sol —hoy sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid— albergaba un bar conocido por sus parroquianos como La Pelos, en cuya barra grasienta y pringosa uno podía quedarse pegado. Eran tiempos de policías que fumaban tabaco negro y acababan sus jornadas con unos cuantos pelotazos de güisqui DYC. Otras versiones —quizás más realistas, aunque menos románticas— cuentan que en La Pringue estaban destinados los que más horas trabajaban, los más pringados. Hoy, en tiempos de policías que acaban sus jornadas en el gimnasio y que han cambiado los lingotazos por batidos de proteínas, la brigada sigue siendo La Pringue y se sigue trabajando a destajo.

La Brigada de Policía Judicial sucedió, bien entrada la Transición, a la Brigada de Investigación Criminal (BIC), encargada de investigar todos los delitos comunes. El mismo caserón de Sol albergaba la Brigada Político-Social, convertida con la democracia en Brigada de Información y dedicada antes a perseguir a opositores a la dictadura y a cualquier sospechoso de subversivo, y hoy a cualquier tipo de terrorismo. La criminal y la político-social eran el yin y el yang dentro del cuerpo, y los que pertenecían a la segunda llamaban pringosos a sus compañeros de la criminal.

La Pringue se trasladó a finales de los años ochenta muy cerca de la Puerta del Sol, al palacio de Pontejos, y estrenó el siglo XXI en un funcional y feo edificio cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, en la avenida del Doctor Federico Rubio y Galí. Allí siguen hoy la sede de la Jefatura Superior de Policía de Madrid y la Brigada de Policía Judicial, es decir, La Pringue. Hoy nadie fuma en el interior de ese edificio y en el bar se despachan más zumos y tés que bebidas alcohólicas. Allí, en esa brigada, se sigue trabajando sin horarios y allí están destinados los agentes que persiguen a asesinos, extorsionadores, traficantes, falsificadores, estafadores, secuestradores, atracadores, butroneros… Todo el catálogo de la delincuencia. La brigada atesora en su currículo de las últimas cuatro décadas la detención de los asesinos de Anabel Segura, la de El Solitario, la de los ladrones de la colección de arte de Esther Koplowitz, la del asesino en serie de mendigos, la de los autores del crimen del rol…, y hasta la detención de la mano derecha de Pablo Escobar, Jorge Luis Ochoa, o de uno de los líderes del cartel de Cali, Gilberto Rodríguez Orejuela. Es uno de los destinos más deseados para todos aquellos que se hacen policías para dedicarse a la investigación.

En un pequeño edificio al que todos llaman «el chalé» y algunos, con ánimo de ofender, Villa Tanga, separado del resto de las dependencias, pero en la misma finca, está la unidad hoy conocida como UFAM (Unidad de Familia y Mujer). La burocracia policial ha cambiado varias veces el nombre de esta unidad —SAM, SAF—, pero las funciones de los que allí trabajan siguen siendo las mismas: perseguir los delitos sexuales. Una oficina de denuncias en la planta baja y dos grupos de investigación en el primer piso forman la unidad, aislada del resto de la brigada para que las mujeres que acuden hasta allí solo tengan contacto con policías especializados. Desde esas instalaciones, se ha dirigido la caza de los peores agresores sexuales de la historia de Madrid, también la Operación Candy.

Elena Palacios, hoy inspectora jefe destinada en la UFAM Central, es una pionera de la investigación de delitos sexuales y participó en la gestación de esta unidad. En 1986, cuando La Pringue estaba aún alojada en la Puerta del Sol, fue una de las cinco inspectoras que formaron el embrión de lo que muchos años después sería una unidad. Elena y sus cuatro compañeras se desplazaban a cualquier comisaría de Madrid en la que una mujer hubiese denunciado una agresión sexual, unos abusos o unos malos tratos. La etiqueta «violencia machista» tardó aún unos años en llegar, pero las mujeres ya sufrían palizas y morían a manos de sus parejas. Palacios recuerda aquellos tiempos: «Nuestra misión era demostrar a las víctimas que la Policía hacía todo lo posible por acercarse a ellas. Hasta entonces, cuando una chica acudía a una comisaría a denunciar que la habían violado o que le habían pegado, en ocasiones no había ni una mujer que la atendiese». Con ese mismo espíritu nació el GRUME, el Grupo de Menores, encargado de la resolución de delitos en los que los menores fuesen víctimas o autores. Elena se incorporó al GRUME en 1989 y desde allí acabó con distintas redes de prostitución en las que los menores eran tratados como mercancía carnal. Chicos y chicas vulnerables, fugados de sus domicilios y enganchados a las drogas. El primer gran servicio del GRUME desmanteló en 1990 una red de prostitución dirigida por un brasileño y rescató a seis menores. Los clientes de la organización pagaban entre ocho mil y quince mil pesetas —cincuenta y noventa euros— a cambio de mantener relaciones sexuales con críos y crías que no habían alcanzado la mayoría de edad.

Esmeraldo Rapino, hoy comisario jubilado y en aquel momento inspector jefe de la Sección de Delitos contra las Personas de la Brigada de Policía Judicial —que englobaba los grupos de Homicidios, el SAM y el GRUME—, dio alas a Elena, convencido de que la investigación de los delitos que afectaban a las mujeres y a los menores requería agentes especializados en esa materia. El Servicio de Atención a la Mujer (SAM) se convirtió en el año 2000 en Servicio de Atención a la Familia (SAF), que se dividió en SAM (mujeres) y GRUME (menores). Elena Palacios fue la última jefa del SAM y la primera del SAF. En el año 2004, con la puesta en marcha de la Ley de Violencia de Género y las órdenes de protección que ese reglamento contemplaba, el SAF tuvo que cambiar y la inspectora Palacios le propuso al entonces jefe superior de Madrid, Julio Corrochano, una gran revolución. «Lógicamente, todas las mujeres maltratadas venían a solicitar protección o a informarse de cómo pedirla. Se formaban unas colas enormes en el edificio, estábamos desbordados», recuerda Elena Palacios. «Era absurdo que desde la brigada se centralizasen estos delitos, así que le propuse a Corrochano que descentralizásemos todo lo que tenía que ver con la violencia de género. Nosotros, la brigada, nos quedaríamos con los delitos sexuales, los que exigían un mayor nivel de investigación, los más graves, y así descargábamos de trabajo a las comisarías que, eso sí, se quedaron con todo lo referente a la violencia en el ámbito doméstico y las medidas de protección para las mujeres.»

La propuesta de Elena Palacios cuajó y el SAM se convirtió a partir de ese momento en una unidad de investigación pura y dura, dividida en dos grupos: el 3, que investigaba las agresiones sexuales con autor conocido, y el 22, que se encargaba de las que no tenían autor conocido. Dos inspectoras, Mónica y Miriam, se pusieron al frente de cada uno de los dos grupos. Elena Palacios seleccionaba cuidadosamente a los policías que llegaban al SAM: «En los primeros años —recuerda— nadie quería trabajar en esta especialidad, pero yo me empeñaba en que toda la gente llegase de forma voluntaria. Buscaba buenos policías, sobre todo con mucho sentido común, y fue cuestión de tiempo que se hiciese una selección natural, que se quedasen a los que de verdad les gustaba esta especialidad».

Una buena investigación de un delito sexual debe tener unos cimientos muy sólidos, que se construyen al inicio, con la denuncia de la víctima. Elena Palacios lo sabía y por eso obligaba a todos los policías que llegaban al SAM a pasar por la guardia, para que aprendiesen la importancia que tenía la toma de declaración de las víctimas. Todos los detalles sobre el agresor son fundamentales. Su aspecto físico, su manera de andar, su acento, su forma de interactuar con la víctima… Todo ello forma parte de la firma de cada agresor y es en esas primeras horas de la investigación cuando el recuerdo está fresco.

Los hombres y mujeres de Elena Palacios aprendían rápido. Ya en 1997, habían cazado a Arlindo Carballo, un depredador que en ocho años asaltó a treinta y cinco mujeres, según la sentencia que lo condenó a más de medio siglo de cárcel, aunque él mismo confesó ciento cuarenta ataques tras ser arrestado. El que pasó a la historia criminal como El Violador de Pirámides fue el primer gran agresor sexual en serie de Madrid y la investigación fue muy larga y trabajosa en una época en la que ni los teléfonos móviles ni las cámaras de seguridad tenían el peso que hoy tienen en cualquier operación policial.

Arlindo, que salió de la cárcel en el 2017, tras pasar veinte años encerrado, era un violador peculiar. Instalador de gas, casado, con una hija, empezó a cometer sus delitos mientras esperaba a que su mujer saliese del trabajo, cerca de la glorieta de Pirámides, en las cercanías del estadio Vicente Calderón. Allí, en apenas ocho meses de 1994, atacó a veinte mujeres, a las que agredía sexualmente y robaba algún objeto. Su firma, lo que sirvió a la Policía para saber que estaban ante el mismo autor, era su forma de dirigirse a las víctimas: «Cógeme de la cintura como si fuera tu novio», les decía tras amenazarlas con un arma blanca. Inteligente, cuando los medios de comunicación dieron la alarma de que había un violador suelto actuando por la zona de Pirámides, se cortó el pelo, se dejó barba y dejó de atacar mujeres durante unos meses. Y cuando volvió lo hizo lejos de su escenario habitual: golpeó en Getafe, Móstoles, Alcorcón…

Los agentes del SAM perseguían una sombra, que cambió hasta el patrón de sus víctimas: pasó de atacar a chicas de entre diecisiete y veintidós años a atreverse con una madre y una hija que iban en un coche. Encerró a la madre en el maletero y abusó de la joven en un descampado. Pese a estos cambios, El Violador de Pirámides mantuvo su firma, seguía hablando a las víctimas con palabras similares —«no me mires a la cara y cierra los ojos», «no te pongas nerviosa, solo voy a registrarte»—, y gracias a ello, el SAM seguía su rastro de violencia y horror.

Los viejos policías dicen que los malos necesitan tener muchos días de suerte, pero que a ellos, a los buenos, les basta uno. Los agentes que perseguían a El Violador de Pirámides tuvieron su día de suerte el día de Navidad de 1996. Esa tarde del 25 de diciembre, una mujer que residía en la avenida de Juan Carlos I de Leganés no se fio del desconocido que se coló tras ella en el portal. Le preguntó que dónde iba y él cometió un error: le dijo que iba a ver a un amigo que vivía en el segundo piso, una planta en la que solo había oficinas. La mujer salió corriendo del portal y se fue directa a la comisaría de Leganés, donde al escuchar la descripción del sospechoso supieron que tenían muy cerca al violador que buscaba toda la Policía de Madrid. El segundo golpe de suerte de ese día llegó gracias a un ciudadano atento: al ver salir corriendo del portal a la mujer, se fijó en un hombre que salió del mismo lugar segundos después y que se introdujo en un Opel Kadett blanco, cuya matrícula anotó.

Los agentes del SAM detuvieron durante unas horas al titular del coche, Arlindo Carballo, el tiempo justo para poder hacerle una fotografía que enseñaron a las víctimas de El Violador de Pirámides. Todas lo reconocieron. Días después, volvieron a detenerlo. Arlindo tardaría veinte años en recuperar la libertad.

«Detuvimos a varios seriales, aprendimos a reconocer sus firmas, sus modus operandi —rememora Elena Palacios—; generalmente bastaban tres o cuatro ataques para dar con ellos.» Pero, a veces, las cosas se complicaban y había que esperar más: El Violador del Búho cayó en el 2008, tras diecinueve ataques, y el de Conde de Casal, en el 2003, acusado del mismo número de agresiones. «Detuvimos a portaleros, tipos que esperaban en las bocas de metro, merodeadores de parejas… Lo que era una excepción eran los agresores sexuales de niños o de niñas.»

La excepción fue El Mono, un repartidor que fue detenido en el 2006, tras cuatro años de investigaciones. Sus víctimas eran niños y niñas de entre seis y doce años, a los que seguía desde la salida del colegio hasta sus domicilios. Todos eran niños de la llave, críos que regresaban desde las escuelas a sus casas solos, porque sus padres estaban trabajando. Los abordaba en el portal o en el ascensor y trataba de ganarse su confianza pidiéndoles que le hiciesen un dibujo o que contestasen algunas preguntas a cambio de un premio. En varias ocasiones, llegó a acceder al interior de las casas de los pequeños, pero generalmente abusaba de ellos en alguna estancia del portal: cuartos de calderas, de contadores, trasteros…

Las víctimas, repartidas por varios distritos de Madrid, coincidían en la descripción: delgado, pelo corto, con una mancha debajo de un ojo, gafas de sol y siempre vestido con un mono de trabajo. Por eso, durante varios años para la Policía no tuvo nombre ni cara, solo era El Mono. Esta vez, el golpe de suerte para los buenos llegó gracias a una de las víctimas: se cruzó con él por la calle cuando iba con su madre y la mujer alertó a la Policía. Los agentes del SAM lo siguieron durante varias semanas y comprobaron cómo merodeaba por los colegios en los descansos de su trabajo. Fue detenido y acusado de catorce agresiones sexuales.

En el 2011, Elena Palacios dejó el SAM. Había ascendido a inspectora jefe dos años antes, decidió cambiar de aires y se hizo cargo de la comisaría de Aranjuez: «Noté que ya no podía aportar más, aquello funcionaba muy bien, iba rodado». Sin su fundadora y pionera, pero con una treintena de hombres y mujeres perfectamente adiestrados, el SAM estaba a punto de enfrentarse a la mayor caza del hombre de su historia.

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EL HOMBRE DEL SACO

Los jueves son los nuevos viernes. Eso dicen. Pero la noche de aquel jueves, 10 de abril del 2014, no daba más de sí. Charleston, el encargado del bar El Gallo, decidió que la una y cuarto de la madrugada era una buena hora para echar el cierre. El local está situado en el número 652 de la interminable calle Alcalá, donde muere la vía más popular de Madrid, aplastada por la A-2, la carretera de Barcelona. A El Gallo acuden los parroquianos habituales del barrio y muchos viajeros que, al asomar por la boca del metro de Canillejas, se encuentran de bruces con el local. Pero a la 1:15, el suburbano está a punto de cerrar sus puertas, así que Charleston comenzó a esa hora el ritual de cada noche, con un ojo dentro del bar y otro fuera, que los diablos y los cacos suelen aparecer a la hora del cierre. Pero aquella madrugada no apareció el diablo, sino una niña de entre siete y ocho años, según le contaría Charleston a la Policía. La cría, rubia, de pelo rizado, vestida con pantalón corto de color negro, una camiseta naranja y unas zapatillas deportivas, caminaba sola por la ancha acera de la calle Alcalá, arrastrando los pies y con un puchero dibujado en el rostro. A Charleston y a los dos clientes que quedaban en el bar les pareció que era una niña perdida.

—A ver, cariño, ¿dónde vas?

—Mi mamá me está esperando…

La pequeña miraba a todas partes, desorientada, y señalaba la boca de metro con una mano mientras con la otra agarraba con fuerza una pequeña bolsa de plástico con chucherías. Una mujer asomó por las escaleras del metro y se paró al ver a Charleston y a la niña llorando.

—¿Estás sola, niña?

—Estoy buscando a mi mamá —repetía la pequeña con la voz ahogada por las lágrimas.

La cría encaminó sus vacilantes pasos hacia las escaleras de la boca de metro. La mujer la cogió de una mano y se adentró con ella en la estación. Charleston las seguía de cerca. La pequeña buscaba con su mirada a su madre en los pasillos y vestíbulos desiertos. Pero allí no había nadie. El encargado del bar y la mujer se encontraron con Juanjo, Concha y Juan Manuel, tres empleados de Metro que estaban a punto de acabar su jornada de trabajo.

—Nos hemos encontrado a esta niña andando sola por la calle, parece perdida y no para de llorar. Dice que busca a su mamá.

Concha, una mujer de cincuenta años, se hizo cargo de la pequeña y trató de consolarla.

—¿Cómo te llamas? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí?

La cría hablaba entre sollozos.

—Me llamo Paula… Me he perdido… Estaba en el parque y un señor…

Paula no podía seguir, lloraba inconsolable, pero siguió dando información. Dijo que vivía en Madrid y recitó los nueve números del teléfono de su madre.

Mientras, la mujer que la bajó hasta el metro llamó al 112 y contó que se había encontrado a una niña perdida y la había dejado a cargo de unos trabajadores del Metro en la estación de Canillejas. La patrulla de la Policía Municipal con el indicativo Puerto 1520 se dirigió hacia el lugar. Horas antes, desde la emisora había saltado la alarma de que una niña había desaparecido en el este de Madrid.

Los dos agentes de la Policía Local reconocieron a la pequeña nada más verla. Era Paula, la niña de nueve años desaparecida por la tarde en el parque de San Juan Bautista, cuya foto estaba ya en poder de todos los agentes que esa noche patrullaban las calles de la ciudad. Uno de los policías se quitó su jersey y envolvió a Paula con él. En brazos de ese agente subió las escaleras de la estación y entró en el coche patrulla, camino de la comisaría de Policía de Ciudad Lineal, ubicada entre los edificios que conforman las colmenas verticales del barrio de la Concepción. Allí estaba su madre desde horas antes.

A la 1:30 de la madrugada se produjo el encuentro entre madre e hija. Paula apenas podía caminar, balbuceaba y tenía unas marcadas ojeras. Lola se dio cuenta de un primer detalle inquietante: la niña tenía la camiseta puesta al revés. Acababan así cinco horas de angustia, de incertidumbre y del terror que conlleva la desaparición de un hijo para sus padres. Unas horas en las que el miedo y la culpa se confunden y en las que se pasa de la esperanza a la desesperación en segundos. Para Lola, todo ese torrente emocional se había desatado poco después de las ocho y media de la tarde.

A esa hora, Lola tomaba un café en la terraza del bar La Teja, en la calle Agastia, con una amiga. La acompañaban Paula, su hermano y el hijo de su amiga. Paula se encontró allí con dos amigas del colegio, Belén y Loreto. El bar La Teja está enclavado en una zona tranquila, detrás de la calle Arturo Soria, llena de pequeños jardines y espacios para los niños. El típico lugar en el que parece que nunca puede pasar nada malo. Paula, Loreto y Belén se acercaron a la mesa que ocupaban Lola y su amiga. Querían dinero para comprar unas chucherías en La Abuela Manuela, un establecimiento que, pese a su vetusto nombre, es uno de los miles de locales regentados por chinos que han hecho desaparecer del mapa a las tradicionales tiendas de ultramarinos de los barrios de Madrid. Apenas doscientos metros separan la terraza del bar La Teja del chino, en la calle Cidamón, y aquella era la zona de seguridad de las crías, que conocían cada parterre y cada rincón que separan los bloques de pisos, así que Lola le entregó a Paula unas monedas. Despreocupada, ni siquiera siguió con la mirada el recorrido de su hija y sus amigas.

Unos diez minutos después, Lola vio aparecer a Loreto y Belén, las amigas de su hija.

—¿Dónde está Paula?

—Se ha ido con un señor —acertó a decir una de las pequeñas.

El terror se cernió sobre Lola de la misma forma y a la misma velocidad que una nube de tormenta convierte el día en noche. Belén y Loreto contaron que «un señor» se había acercado a ellas y se había dirigido a Paula, aunque se había confundido de nombre:

—Belén, ven que te voy a probar una ropa. Te voy a poner unos trajes de modelo. Tu madre ya lo sabe, yo la conozco.

El coco, el hombre del saco, el sacamantecas hecho carne una tarde de primavera entre los parterres del parque de San Juan Bautista. Los terrores ancestrales que pasan de abuelos a padres y de padres a nietos, convertidos en realidad. El miedo de Lola no la atenazó y la mujer trató de obtener toda la información posible de las niñas:

—¿Cómo era ese hombre? ¿Hacia dónde se ha llevado a Paula?

—Era un señor de unos treinta y cinco años, tenía flequillo y un poco de barba. Llevaba un pantalón corto y una camiseta marrón.

Las niñas no comprendían la gravedad de lo que estaba ocurriendo, no entendían las razones de los gritos y las caras desencajadas. Al fin y al cabo, para ellas Paula solo había ido a probarse ropa.

—Nos ha dicho que esperásemos, que volvía en cinco minutos.

Lola pidió auxilio a gritos a los vecinos que a esa hora estaban por la calle, llamó al 112, fue a la tienda donde su hija había comprado las chucherías y pidió a las amigas de Paula que le dijesen por dónde se habían marchado la niña y «el señor». Las crías señalaron en dirección a la calle Torrelaguna, una vía con salida directa a la calle 30, la vía de circunvalación que rodea toda la ciudad, y a la A-2. Lola gritaba el nombre de su hija, convencida de que estaba ya muy lejos.

Dos policías nacionales destinados en la comisaría de Ciudad Lineal —componentes de la dotación Trama 100— se presentaron en la calle Cidamón, junto a la tienda La Abuela Manuela. Escucharon a Lola y a su amiga, que dieron una descripción muy precisa de Paula, que fue difundida rápidamente a través de la emisora policial: piel blanca, muy delgada, ciento treinta centímetros de estatura, pelo rubio ondulado, ojos pequeños castaños y labios muy finos, vestida con pantalón negro corto de gimnasia, camiseta de tirantes naranja fluorescente, zapatillas Nike de velcro negras y calcetines negros.

Pronto, dos patrullas de la Policía Municipal —Puerto 1521 y Tutor 1581, esta última compuesta por agentes de paisano especializados en el trato con menores— llegaron al lugar y se unieron a la búsqueda mientras avisaban al SAMUR para que atendiese a la madre de Paula, presa del pánico y la ansiedad. Los agentes recabaron en el menor tiempo posible un cúmulo de información. Preguntaron a las madres y a las niñas, que repitieron el relato que habían hecho antes, aunque con más detalles:

—Cuando hemos salido de la tienda, nos hemos sentado en un banco a comer las chucherías. Un señor se ha acercado y nos ha preguntado quién era Belén. Yo he levantado la mano.