PARA SIEMPRE

V.1: abril de 2019


Título original: Senza fine

© Gabriele Romagnoli, 2018

Editado originalmente en italiano por Giangiacomo Feltrinelli Editore

© de la traducción, Elena Rodríguez, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-17743-16-1

IBIC: VS

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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PARA SIEMPRE

El amor más importante no es el primero, sino el último

Gabriele Romagnoli


Traducción de Elena Rodríguez

1

La última vida, maravillosa


Por la noche, tras regresar a Nueva York, fui a Broadway para escuchar a Bruce Springsteen en un teatro. El Walter Kerr es una de las bomboneras que hay en Times Square. El público tenía, más o menos, la edad del artista: casi todos superaban los sesenta años. Muchos eran espectadores recurrentes, habían visto decenas, incluso centenares, de conciertos por todo el mundo. No sé qué hacían en su tiempo libre. El hombre sentado a mi lado había asistido a 287 conciertos y tenía una guitarra de Springsteen tatuada en el brazo. No era un teatro, sino más bien una iglesia. No era un público, sino una reunión de fieles. Y tampoco era un concierto, ni siquiera una misa, sino un encuentro entre dos almas, una individual y otra colectiva, una larga confesión a ratos acompañada por la música, inevitable producto —mucho más que una banda sonora— del relato. El artista habló largo y tendido de sus padres y de su amor renqueante: él siempre estaba furioso con el destino, ella siempre estaba lista para el próximo baile. Contó su irresistible deseo de marcharse lejos de la trampa donde había nacido para, finalmente, acabar viviendo a solo diez kilómetros de allí. Recordó a todos los que había perdido, con arranques de afecto. En esencia: la vida y la muerte. Cada recopilación de canciones, cada cuadro o cada libro tiene este tema de fondo.

Un libro de viajes es un libro sobre la vida y la muerte. Un libro de cocina es un libro sobre la vida y la muerte. Este es un libro sobre la vida y la muerte. Para ser más exactos, es un libro sobre la última vida antes de la muerte. Dado que no puedes saber cuándo morirás, te toca a ti decidir cuándo has entrado en la fase final. Luego esta puede durar un año o treinta, esa no es la cuestión. Es la fase en que superas las incertidumbres, eliminas del retrovisor el arrepentimiento, estás listo. Si no llegas a eso, significa que has muerto antes y has seguido caminando como un zombi en una serie de televisión grabada que has olvidado ver. Tiempo perdido. Has vivido en vano, puedes confesarlo. La última vida es aquella en que ya no tienes tiempo que perder, da igual cuánto te quede. En la película de Paolo Sorrentino La gran belleza, el protagonista, Jep Gambardella, interpretado por Toni Servillo, abandona antes de lo previsto la casa de una fútil conquista y declama para sí: «El descubrimiento más importante que he hecho después de cumplir sesenta y cinco años es que no puedo perder tiempo haciendo cosas que no quiero hacer».

Ha tardado mucho, pero ha llegado a esa conclusión. Es como llegar al último amor: finalmente dejas de perder tiempo, encuentras un sentido, no te atormentas más. No es una cuestión de edad, sino de consciencia. No todos los amores producen este efecto; existe una diferencia entre un gran amor y un amor definitivo. Igual que entre el pico más alto de una vida y aquel en el que te instalas y donde, aleluya, sabes quién eres. Se tiende a creer, porque eso nos inculcan, que la vida tiene un camino «moral» predefinido, en parte como el físico. El tópico más extendido es aquel por el que «se nace incendiario y se acaba bombero», traducido al plano político como: «Si tienes veinte años y no eres revolucionario, no tienes corazón, y si tienes cuarenta y no eres conservador, no tienes cerebro». ¿Y por qué no al contrario, por qué no morir siendo revolucionarios y revolucionados? ¿Y por qué desperdiciar sesenta y cinco años haciendo cosas que no nos apetecía hacer, con el riesgo de seguir cambiando sin llegar a ser nunca nosotros mismos, sino meras proyecciones y versiones en sucio?

Precisamente porque he cambiado mucho, también he empezado a desconfiar de quien no deja de hacerlo. Llegados a cierto punto, se suceden giros que tienen más pinta de matrimonios por interés que por amor. Cuando cumples cincuenta años, te conviertes en un liberal moderado porque tienes una segunda residencia, o viceversa, en un crítico furioso porque has perdido el trabajo debido a una crisis del mercado. Descubres en ti una fe política a cambio de un cargo por amiguismo o un trabajo como funcionario. A los setenta, cambias porque tienes miedo de morir; a los veinte, porque tienes miedo de vivir. Es cierto: solo los idiotas no cambian nunca de idea, pero son igual de idiotas los que cambian de idea siempre. Debes alcanzar un fin. ¿Cómo? Pues como en todas las decisiones que tomas a lo largo de la vida; mientras tanto, procedes por exclusión. En la novela de Dave Eggers Héroes de la frontera, subrayé este fragmento: «Tuvo una revelación: los hombres mayores no estaban confusos. No caminaban en siete direcciones distintas. Un jubilado sabe lo que no quiere, y para aquellos que hemos mordido el polvo más de un par de veces y, no obstante, hemos descubierto la manera de seguir adelante, saber lo que no quieres es mucho más importante que saber lo que quieres».

Subrayo dos veces: «Saber lo que no quieres es mucho más importante que saber lo que quieres».

¿Realmente es necesario hacerse mayor, incluso jubilarse, para conseguirlo? ¿Del mismo modo que es necesario un trauma (morder el polvo más de un par de veces) para comprender que algo es importante? ¿No podemos hacer un esfuerzo de imaginación y dejarlo mucho antes de caminar «en siete direcciones distintas»?

Deja de probar nuevas drogas; tienen un efecto común: te convierten en un esclavo. Deja de buscar otra religión; lee más arriba. Después de dos citas a ciegas con personas que has conocido en internet, el tercero que conoces te mata o querrías matarlo tú. Te queda bien el blanco, el azul, los dos colores combinados, olvídate de los pantalones rojos, las chaquetas verdes, los jerséis grises y, sobre todo, los calcetines de fantasía, a la fantasía no hay que pisarla nunca. Si no soportas las ciudades, vete a vivir al campo. Si el campo ha hecho que hayas aborrecido los grillos, no mates al ruiseñor, vete a vivir a la ciudad, pero olvídate del bullicio salvaje y de las reflexiones nocturnas a la luz de los faros. Detente antes de convertirte en un Barigazzi a tiempo completo. Si, como elector, has votado a tres partidos distintos, no les eches la culpa a ellos y, sobre todo, no digas que todos los políticos son iguales; lo son para ti. La historia de las doctrinas políticas, como la de los individuos, propone un número limitado de modelos entre los que elegir. Si sigues experimentando y no te das cuenta de que has vuelto a la casilla de inicio, el problema eres tú. No inventarán adrede un nuevo modelo de individuo o de sociedad para ti, deberás elegir entre los que existen, con las oportunas variaciones de color, interiores y algún extra. Si crees que la cuestión es complacerte, te equivocas. La cuestión es gustarte, reconocerte en lo que te has convertido, proponer una versión evolucionada de ti mismo, dar un sentido a todos los errores que has cometido, sin justificarlos en ningún momento. Si no has desperdiciado los años, llegarás a una última vida (lo más rápido posible) y la harás durar (el mayor tiempo posible) junto a tu último amor.

La indecisión y la ilusión son adversarias de la felicidad. Pienso en un recuerdo lejano que no tiene mucho que ver con el amor. Un poco sí, pero muy poco. Estaba en Alemania, cubriendo los mundiales de fútbol de 2006, y pasaba unos días en Frankfurt. En la calle paralela a la de mi hotel había cuatro edificios de cinco o seis plantas convertidos completamente en burdeles. Por curiosidad, una noche entré en el primero, y me puse a la cola de una ruidosa comitiva de hinchas holandeses. El edificio era escuálido, como si no estuviese acabado o lo estuvieran abandonando. Los rellanos estaban en penumbra y, en cada uno, había una decena de puertas. En las que estaban abiertas había una prostituta retroiluminada que invitaba a entrar. Primer edificio, primer piso, todos continuaban para ver qué reservaban el segundo piso, el tercero, el último, el siguiente edificio, de abajo arriba, el tercero, el cuarto. Las piernas se resentían. Las caras y los cuerpos se confundían. Como en aquellos juegos de memoria en que se reparten sobre la mesa cartas bocabajo y tienes que emparejarlas levantándolas de dos en dos, todos trataban de recordar dónde habían visto a la pícara maliense o a la procaz búlgara con la que les habría gustado juntarse, pero era imposible recordarlo. ¿Tercer piso del segundo edificio o segundo piso del tercero? Había que apuntárselo, como cuando se deja el coche en un aparcamiento de varias plantas de un centro comercial. Al menos podrían pintar las líneas de colores en las paredes, ¿no? Volver atrás era una pesadilla, porque quizá se adivinaban el edificio y la planta, pero, mientras tanto la puerta se había cerrado por la llegada de un autóctono experto y decidido. Los holandeses siguieron vagando, adelante y atrás, arriba y abajo, buscando a la diosa perdida de la perfección o a alguna que se le pareciera. En vano. Como no la encontraron, acabaron saliendo, se sentaron en la terraza de un bar tristemente existencial, bajo sombrillas de colores en la noche alemana, y pidieron una ronda de cervezas.

En las calles hay tres peligros: detenerse antes de partir imaginando que el trayecto nos reserva disgustos, modelo Kierkegaard; detenerse en la primera estación por miedo al después, a la soledad o a James Dean; o no detenerse nunca y morir vagando en un burdel de varios pisos en Frankfurt mientras se persigue una divinidad a medida, un movimiento político de duros y, sobre todo, puros: la puerta abierta tras la cual está la perfección ajena, un espejismo para no reconocer el desierto en uno mismo.



Bruce Sprinsgteen cuenta: «He estado allí abajo en el desierto, en busca del polvo, esperando una señal. Persiguiendo un espejismo, conduciendo toda la noche, muy pronto tomaré el control de la situación». Y ante esa señal, sobre las notas de The Promised Land, ‘la tierra prometida’, sube silenciosamente al escenario Patti Scialfa, la mujer prometida, segunda esposa, último amor. Se conocieron cuando eran jovencísimos. Él la rechazó en una audición, pero más tarde la acogió en la banda. Mientras tocaban juntos era evidente, para todo el mundo, la química que los unía. Aun así, él se casó con otra. Necesitó ocho años para desenamorarse de ella y correr, finalmente, a los brazos de Patti. Han tenido sus altibajos, como es normal, pero ahora es agua pasada; parecen inseparables y perfectos el uno para el otro mientras, juntos, siguen tocando la misma música.

Al principio de este libro dije que el amor no se puede encerrar en una definición, solo en una historia, quizá. O en una serie de historias. Para el último amor existe una posibilidad. La encontré en la primavera de 2003, en una librería de Beirut, hojeando el libro más vendido en un idioma que conocía, un texto en inglés titulado The Last Migration, ‘la última migración’. El autor es un tal Jad El Hage. Era una novela autobiográfica. El protagonista huía del Líbano durante la guerra civil y emprendía un largo éxodo por etapas que lo llevaba a varios países, a una cárcel, a un hospital donde le trataban el cáncer. Francia, Canadá, Suecia, Australia. Atentados fallidos, venganzas que vivió de cerca, nostalgia. Se casaba, tenía un hijo, se separaba. Emigraba, luchaba, sufría. Al final, volvía al Líbano y conocía a la mujer con la que detenerse, en una casa de piedra entre las montañas, cerca de la que fue la residencia del poeta Khalil Gibran.

Apaciguado al fin, Jad El Hage escribió: «Love is the end of waiting», ‘el amor es el final de la espera’. Cuando leí esa frase me detuve, como sucede frente a la posible solución de un enigma. He ahí. Quizá hemos llegado. Basta añadir un adjetivo: el último amor es el final de la espera. Vives esperando algo que acabe con la angustia, que te haga dejar de buscar, de pensar que existe otra posibilidad mejor. De contemplar las puertas que se cierran en la parada de metro, los vagones atestados, los rostros en las ventanas, con un misterioso lamento, como si entre esos que irremediablemente huyen de allí estuviera la persona correcta, dulce, definitiva, la que has esperado durante toda la vida, el final de la espera.

No dejas de esperar cuando pierdes la esperanza, sino cuando la encuentras. Cuando dejas de girarte para seguir con la mirada a quien va en la otra dirección en las escaleras mecánicas. Cuando dejas de invocar el mañana porque mañana es ahora. Cuando dejas de tener miedo a morir porque has vivido.

Lo único que te puede apaciguar es el amor y la muerte. Mejor el amor, ¿no? Por otra persona, por una causa, por los demás, al final por ti mismo, pero de una forma noble y duradera.

Más tarde conocí a Jad El Hage. Tenía un bigote informal que resultó corresponder a su fisionomía. Sin embargo, al marcharme de Beirut, lo abracé; no guardaba rencor, no sentiría nostalgia. Yo también migraba de nuevo. No tenía la menor idea de si la espera llegaría a su fin, ni cuándo lo haría. Me marché de noche pensando que el amanecer llegaría antes en un avión, que de algún modo iba en su búsqueda, que estaba recortando la noche. Me encanta la noche, sobre todo si es verano en las islas Lofoten, en Noruega, y no tienes que esperar a que llegue la luz: siempre está contigo. En verano, las Lofoten son el lugar de la luz permanente.

Siempre es la misma historia, siempre es el mismo viaje. Por algún motivo hablamos de ver la luz cuando nacemos. Luego caminamos en zigzag, tropezamos, tomamos atajos equivocados y acabamos en callejones oscuros donde intentamos enamorarnos de la oscuridad. Nos ponemos nerviosos, no permanecemos quietos ni un segundo, nos dirigimos hacia la que hemos imaginado como la oscuridad definitiva, la eterna noche negra. ¿Y si nos hemos equivocado de proyección?

ver la luz