Ubicación de los autores en el momento del terremoto

Cuando Nepal tembló

Relatos de supervivencia

VARIOS AUTORES

KOLIMA BOOKS

Primera edición: Octubre 2015

©2015 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Varios autores

Dirección del proyecto: Alba Castellet y Jota Martínez Galiana

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Diseño de infografía: Virginia Contreras López

Maquetación: Sergio Fernando Borrás Martín

Maquetación de cubierta: Patricia Fuentes

Conversión a libro electrónico: Patricia Fuentes

Foto de cubierta: A young woman from Shreshta family, who lost her sister in the earthquake, on her way to fetch water in the ruins of Saurpani village, Gorkha District, Nepal. 1 May 2015, six days after the earthquake; por Maciej Dakowicz

ISBN: 978-84-163643-1-2

Impreso en España

UN ESFUERZO COLECTIVO

Námaste[1], y gracias por comprar este libro. Tu inversión irá destinada a proyectos de cooperación que contribuyen a mejorar la calidad de vida de los nepalíes tras el terrible terremoto que el 25 de abril de 2015 causó miles de muertos, devastó aldeas enteras y monumentos milenarios e hizo el Everest dos centímetros y medio menos inexpugnable, según las mediciones de la Agencia Espacial Europea.

Hemos reunido en estas páginas un puñado de testimonios de personas comunes que por azares del destino nos vimos en medio de una situación excepcional. Los que aquí escribimos somos viajeros de espíritu inquieto que ansían conocer otros países mezclándose con sus habitantes y conversando con ellos en sus cafés, voluntarios que buscan ayudar mientras aprenden, trabajadores que han querido establecerse en un entorno totalmente diferente de aquél en que crecieron, estudiosos de lenguas y espiritualidades ajenas y amantes de la Naturaleza para quienes las montañas son espacios sagrados.

Nepal es un país tremendamente pobre en términos estrictamente materiales, pero enormemente rico en otros aspectos que, según se mire, pueden llegar a ser más importantes. Verdaderamente se respira una energía diferente en las estribaciones del Himalaya y eso es principalmente gracias al carácter del pueblo nepalí. Pero algo aportamos también los que allí viajamos con la mente abierta y el ánimo dispuesto a empaparse de todo, pues es mucho lo que puede ofrecer esta joven república.

Valga la reflexión anterior para destacar el espíritu solidario y el buen talante de muchos, no sólo de los que escribimos en este libro, de los que nos vimos envueltos en esta catástrofe y tuvimos la suerte de poder vivir para contarla. En el crisol de experiencias en el cual estás a punto de sumergirte, verás que una constante es la ayuda desinteresada que todos recibimos por parte de los nepalíes: guías que dejan a sus familias para salir en busca de sus clientes, familias humildes que comparten su comida con occidentales, desconocidos que transportan a españoles a su consulado o deciden quedarse unas horas a hacer compañía a una voluntaria aterrorizada. Aunque sólo sea por devolver parte de la ayuda recibida, uno siente que no puede abandonar ese país sin más.

Y aun así, acostumbrados al egoísmo cotidiano de nuestra sociedad, era sorprendente observar cómo también los supervivientes (salvo muy contadas excepciones), se preocupaban tanto de los nepalíes como de ellos mismos. Ya en las oficinas de la constructora que se estableció como campamento base para nuestra repatriación, dos de las autoras que aparecen en este libro organizaron una colecta de ropa y utensilios para distribuirlos posteriormente entre los nepalíes necesitados. Desde el hotel de Delhi al que fuimos evacuados, otra chica que trabajaba en Nepal para una ONG ya estaba pidiendo contactos y trabajando con su ordenador para hacer posible la instalación de una planta potabilizadora en la localidad donde había estado viviendo hasta dos días antes. En la puerta del aeropuerto de la capital india, una chica música recogía las rupias nepalíes sobrantes para donarlas al conservatorio en el que había estado trabajando. Un epidemiólogo se puso en contacto con varias ONGs para preguntar si sus conocimientos podrían ser de utilidad. Son ejemplos de cómo hay muchas maneras de ayudar, diferentes a quedarse, arremangarse y ponerse a retirar escombros –muchas veces algo difícil o imposible.

Las dos personas que ideamos este proyecto nos conocimos en el consulado de Katmandú, donde pasamos un par de horas esperando noticias de la embajada. Veíamos estas muestras espontáneas de solidaridad bien organizada y nos preguntábamos qué podíamos hacer, un periodista reconvertido en traductor y una licenciada en mercadotecnia, para ayudar a los nepalíes. La respuesta la tienes ahora en las manos: un libro con testimonios de supervivientes de aquel terremoto cuya recaudación irá destinada a proyectos de cooperación en Nepal. La idea se gestó en una cena entre recién conocidos, tomó forma en una reunión improvisada en el avión que nos llevaba de vuelta a España y se apuntaló con el entusiasmo con el que la editora Marta Prieto Asirón recibió el proyecto. Por supuesto no fue más que una entelequia hasta que los supervivientes contactados respondieron a nuestra llamada y enviaron sus relatos. A la editorial Kolima y a todos ellos, gracias por hacer posible que hayamos pasado de las ideas a los hechos.

Esperamos, querido lector o lectora, haber conseguido ofrecerte un libro ameno e interesante. Encontrarás un abanico de relatos en los que la destrucción, el desconcierto, el dolor y la pérdida desembocan en un rayo de esperanza. Un punto de reunión de voces y miradas dispares sobre un mismo suceso, experiencias distintas vividas en un mismo país a una misma hora fatídica. Un racimo de reflexiones sobre lo que supone sobrevivir a un desastre natural y cómo experimentar algo así te cambia para siempre. Un esfuerzo colectivo que todos, tú incluido, hemos hecho posible.

Por eso, una vez más, gracias por comprar este libro. Esperamos que disfrutes con su lectura.

Alba Castellet Menchón y Jota Martínez Galiana

NOTA DE LA EDITORA

A principios de mayo de este año, recibí una llamada de un número de teléfono desconocido. Jota Martínez Galiana se presentó como un periodista que quería proponerme un proyecto editorial: editar y publicar un libro solidario de relatos escritos por españoles que se encontraban en Nepal en el terremoto del 25 de abril con el fin de recaudar fondos para ayudar a las necesidades de ese país después de la catástrofe. No lo dudé. Inmediatamente le contesté: «Cuenta conmigo». La llamada no podía llegar en mejor momento: yo seguía con detenimiento los recientes acontecimientos pues es un país por el que siempre he sentido un cariño e interés especial y además había organizado un viaje país con mi marido en julio para visitar a nuestra hija de 18 años que tenía previsto estar allí en esas fechas participando en un programa de voluntariado. Lamentablemente, dada la gravedad del terremoto, tuvimos que cancelar nuestros planes. Por eso recibí la propuesta de Jota con entusiasmo: lo consideré un regalo para poder contribuir de alguna manera a ayudar a los damnificados de la tragedia.

Para mí ha sido un honor participar como editora en el eficaz equipo de trabajo virtual que se ha creado espontáneamente entre Jota, Alba Castellet, Javier Picón y el resto de protagonistas escritores de este libro a los que voy descubriendo con la lectura de los diferentes relatos. Aun no habiendo estado con ellos durante aquellos días intensos, realmente ya me siento como si fuera parte del grupo. Sus historias conmueven y enseñan la vida misma, tanto a los que como yo somos viajeros apasionados, como a todos los que quieran sorprenderse al arañar algo más eso que denominamos el «alma humana».

Curiosamente me encuentro revisando el manuscrito recibido mientras estoy haciendo un viaje con mi familia por Ecuador. El volcán Cotopaxi, después de 137 años, ha despertado emitiendo varias –y parece que importantes–, explosiones de ceniza y piedras. Estamos en el aeropuerto de Quito intentado poder coger el vuelo que teníamos que haber tomado ayer pero que se canceló como consecuencia de la nube de ceniza suspendida en el aire. Acaban de declarar el estado de emergencia en Quito. Aunque nuestra situación es muy diferente de la de todos los supervivientes de la tragedia del terremoto de Nepal –pues en ningún momento corremos peligro–, no puedo dejar de sentir y acordarme de todos ellos, de los nepalíes y de toda la gente que sufre por desastres naturales que castigan siempre con mayor dureza a los más pobres del planeta. Para los que somos afortunados de no habitar tierras tan peligrosas, estas experiencias –vividas o leídas– siempre constituyen una oportunidad para reflexionar sobre nosotros mismos y para agradecer todo lo que tenemos.

Querido lector, gracias por participar también en este proyecto. En los relatos descubrirás, no sólo la historia de una tragedia vivida en carne propia por sus protagonistas –con el atractivo de poder observar los mismos acontecimientos desde los ojos de personas muy distintas, como si de un rico crisol se tratara–, sino que podrás seguramente descubrir muchas cosas sobre el ser humano: la bondad que habita en las personas y que sale a relucir en momentos extremos, la solidaridad y la nobleza del pueblo nepalí y también de muchos otros que actuaron como héroes silenciosos cuando se les puso a prueba.

Espero que disfrutes y sientas, como yo, la satisfacción de participar en algo importante.

Marta Prieto Asirón

Quito, 15 de agosto 2015

Capítulo 1
UN PAÍS QUE NO LLEGUÉ A CONOCER

LOS RECIÉN LLEGADOS

y

15 MINUTOS
M. (31 AÑOS)

This flight has been delayed. Un retraso de tres horas en un vuelo regular de Nueva Delhi a Katmandú fue el inicio de una corta aventura. Y es que, una vez toqué tierra en Nepal, la tranquilidad duró en mi viaje únicamente 15 minutos.

Una vez pagado el visado y mientras mi equipaje de mano aún se encontraba en el escáner del aeropuerto, la paz tocó a su fin. Primero fue la luz. Vi cómo se paraba la cinta sobre la que se movía mi equipaje de mano y cómo parpadeaba la iluminación del techo. Después el suelo. Una fuerte sacudida inicial fue rápidamente acompañada por un temblor continuo. El arco de seguridad se cayó al suelo y el escáner comenzó a tambalearse como si de una caja de cartón vacía se tratase. Miré a mi alrededor. Las personas que aún estaban esperando sus equipajes facturados en las cintas transportadoras dejaron atrás sus pertenencias y comenzaron a correr en dirección a la salida. El falso techo y las lámparas caían entre la multitud que huía.

Ahora pienso en eso que dicen de que en momentos así las decisiones se toman en microsegundos y en base a lo aprendido. Hace poco leí un libro titulado Cómo decidimos, de Jonah Lehrer. En él se explica cómo las decisiones que uno adopta en la vida (incluso aquellas que consideraríamos instintivas), se toman en base a una colección de información basada en la experiencia. No tardas prácticamente nada en recopilar todo lo que puedes saber del asunto y el subconsciente elige cuál crees que puede ser la decisión más apropiada. No sé en qué medida se puede aplicar esto a lo que viví en esos segundos, pero mi parte más irracional resultó ser mucho más sensata de lo que yo hubiese imaginado en un principio.

Corrí, claro que corrí, pero no seguí hacia la puerta. Quizá esas películas de catástrofes con las que nos bombardea Hollywood fueron una pieza importante de esa colección de recuerdos que me ayudaron a decidir detenerme junto a uno de los pilares más grandes del aeropuerto. Lo abracé. Una azafata y otro viajero que posiblemente se habían tragado la misma bazofia hollywoodiense hicieron lo propio. Acabamos los tres abrazados a la columna.

Unos segundos más tarde, la azafata, desafiando a su colección de información, me dijo: «We shouldn´t stay, we have to get out of here». Le dije que me parecía correcto y que corriese mucho hacia la salida. Fue entonces cuando recordé que mi mochila con mi documentación, mi teléfono y mi dinero, se encontraba todavía en el escáner, así que no titubeé. Me dirigí rápidamente hacia esa máquina que no paraba de pegar brincos y me introduje en ella. Saqué de allí todas mis pertenencias y corrí hacia la salida.

Una vez afuera fui plenamente consciente de que lo que acababa de ocurrir era un terremoto. Además los lugareños estaban muy nerviosos, prueba de que lo ocurrido no era algo habitual en aquel país. En ese momento pensé que no me había parado a preguntarme sobre la actividad sísmica de ese país en ningún momento previo al viaje. También me di cuenta de que el Himalaya no podía haberse formado solo. Me culpé por no haber pensado un segundo en ello antes de planificar el viaje.

Tres fuertes réplicas siguieron al primer terremoto. Estaba en un país que no conocía, sin compañía y en una situación adversa, pero mi único pensamiento era que no tenía ningún techo que se me pudiese caer encima y con eso me bastaba.

Horas después del primer seísmo, y sin ser aún consciente de la magnitud de lo ocurrido, decidí que pese a no tener más que mi equipaje de mano, tenía que dirigirme a Katmandú para encontrar el lugar donde iba a pasar la noche. Hablé con un taxista y le indiqué el nombre del hostal que tenía reservado.

En el camino vi las calles llenas de gente, desconcierto y daños materiales. Pese a que muchas estructuras habían sido dañadas, no vi más que dos viviendas de poca altura derrumbadas.

Al llegar al barrio donde estaba el hostal y ver la notable antigüedad de sus edificios y sus estrechas calles, le dije al conductor que por favor me sacase de allí y me llevase a un hotel en la periferia de la ciudad. Le pedí expresamente que fuese nuevo o seminuevo, que tuviese como máximo dos plantas y que no estuviese rodeado de edificios más elevados. Las réplicas continuaban.

Dicho y hecho. El conductor me llevó a un hotel con las características solicitadas situado no muy lejos del aeropuerto. El lugar parecía seguro, tenía agua y, en ocasiones, luz e Internet.

Fue la conexión a Internet la que me permitió establecer contacto con mi familia y amigos de España. Ellos me comenzaron a mandar información sobre lo ocurrido y fue entonces cuando fui consciente de la magnitud del fenómeno natural que había vivido horas antes. La noche caía, y pese a que sabía que estar bajo techo no era lo mejor que podía hacer, no quería pasar la noche en la calle solo. Temía por mi seguridad. Así que decidí lo siguiente: iba a dormir, (o al menos a tumbarme en aquella cama de la segunda planta del hotel), con la ropa puesta y todas mis pertenencias guardadas en mi pequeña mochila al lado de la cama. Fue una de las peores noches de mi vida.

Cada vez que percibía el temblor de una de las réplicas y escuchaba los consiguientes gritos en la calle, ponía en marcha de mi plan de escape. Éste consistía en que, cada vez que notaba que la cama se movía, yo saltaba de ella, cogía la maleta y salía corriendo hacia la calle. Lo pude hacer al menos unas diez veces durante aquella noche. Finalmente, como a las 3.00 h de la mañana, caí rendido por el sueño. Dos días más tarde me dijeron que una de las réplicas más fuertes había sido precisamente a las 4.00 h esa noche. Mi cansancio había podido más que la escala de Richter.

A las 5.30 h, en cuanto amaneció, cogí mis cosas y me dirigí caminando hacia el aeropuerto. Ese día tenía programado un vuelo a Pokhara, que ya había decidido perder, antes de saber que mi decisión era totalmente irrelevante: no salían ni llegaban vuelos comerciales. Tras unas horas esperando pude recoger todo mi equipaje.

Haciendo uso de la información recibida desde España, decidí dirigirme a pie a la delegación consular de España en Katmandú. Resultó ser un hotel habilitado a tal fin. Al llegar allí pregunté por la persona responsable. Me dijeron que debía esperar unas horas antes de que me pudiese atender. Fui al patio del hotel, donde algunos turistas europeos habían establecido una suerte de campamento base.

Con mi segunda pregunta tuve algo más de suerte: «¿Hay españoles aquí?»

Cinco viajeros de España se encontraban en el patio. Tras comentarles mi situación me insistieron en que debíamos permanecer unidos. La unión hace la fuerza, dicen (aunque esa fuerza fuese ridícula en comparación con la que seguía viniendo desde abajo).

La falta de información por parte de las autoridades españolas era compensada con cómodas tumbonas y comida para todos. Turistas leyendo, durmiendo, riendo, comiendo. Un paraíso en medio del caos.

A ese paraíso vinieron a visitarnos unos ángeles. Dos personas de una constructora española que opera en Katmandú acudieron en búsqueda de españoles a los que invitar a unas oficinas cercanas al aeropuerto, totalmente seguras, con agua y conexión a Internet. Nuestra primera respuesta fue una negativa. El grupo permanecería unido y la mayoría había decidido continuar cerca de las «autoridades oficiales». Hasta que llegó otra réplica.

Una réplica de casi 7 puntos en la escala de Richter comenzó a zarandear el hotel como si fuera de gelatina. La percepción del riesgo fue tal que una vez se detuvieron los temblores decidimos que el paraíso podía esperar un poco más, y que la decisión más inteligente para el grupo era desplazarnos a la constructora.

Mientras los temblores continuaron, el punto de reunión de los españoles en Nepal fueron esas oficinas. Un centro logístico en constante comunicación con la embajada de España en la India –responsable de Nepal– que fue dando refugio a distintos grupos de españoles que llegaban en pequeñas oleadas. El magnífico trabajo de la cónsul española tuvo como resultado que las oficinas se convirtiesen en nuestra casa solamente dos días hasta que pudimos ser evacuados.

Atrás dejamos un país devastado, unas realidades que yo no llegué a conocer, por suerte o por desgracia. Y un sentimiento de culpa, pues nunca sabes hasta qué punto tu presencia en el país podría haber sido mínimamente constructiva.

Quince minutos en el Nepal de las guías y tres días en el que no aparecía en ningún libro. Toda una vida para reflexionar sobre adónde puede conducirte una decisión tomada en microsegundos.

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DE LAS RISAS DE LOS NIÑOS A LOS GRITOS DE DESESPERACIÓN
Rocío Vila Miralles (32 años) y Diego Gómez Herrero (35 años)

Después de dos años planeando ascender al campo base del Everest, el 25 de abril del 2015 llegamos, por fin, a nuestro destino soñado. Nepal, Katmandú, el pueblo nepalí... nos recibieron como sólo ellos saben, con los brazos abiertos, una sonrisa enorme y el más cariñoso Námaste. Era muy temprano, así que nos acompañaron a nuestro hotel donde nos invitaron a un té mientras preparaban nuestra habitación. Agotados tras los interminables vuelos decidimos dormir un rato y reponer fuerzas antes de perdernos por el centro de Katmandú y empezar a descubrir los rincones de una nueva ciudad para iniciar nuestro viaje.

No habíamos cerrado los ojos siquiera dos horas cuando todo empezó a temblar. Primero fue un temblor suave cuya procedencia aún no lográbamos identificar desde nuestro estado de ensoñación. Un temblor que rápidamente fue cobrando fuerza, aumentando su intensidad, hasta que pronto la cama se tambaleó de un lado a otro mientras nosotros, ya despiertos pero aún desorientados, no lográbamos entender qué estaba pasando. Las risas de los niños que antes jugaban en el jardín y en la piscina del hotel habían sido sustituidas por gritos de terror. Cuando pareció que el temblor arreciaba logramos bajar por las escaleras hasta el jardín y reunirnos con el resto de huéspedes y el personal del hotel, que se encontraban tan confundidos y asustados como nosotros. Pasamos horas en el aparcamiento descubierto del hotel, esperando. Esperando información, esperando la siguiente réplica, esperando un balance de la situación, esperando cobertura para poder avisar a nuestras familias. Es curioso cómo ese día y los otros dos que lo siguieron hasta nuestra evacuación a Nueva Delhi, las horas giraban en torno a conseguir agua y algo de comer, lograr conectarnos a la red wifi –imprevisible e intermitente– para comunicarnos con nuestras familias, esperar a que volviera la luz para poder cargar el móvil, averiguar cualquier información sobre la gravedad de la situación y la posibilidad de ser evacuados. Ese día, más que ninguno, primó la desagradable sensación de desinformación. Fue imposible localizar a nuestro contacto nepalí; los teléfonos de emergencia 24h no funcionaban. El caos reinaba en todo el país. Fue una larga noche en la que fuimos incapaces de pegar ojo, en alerta como estábamos ante cada nueva réplica. Llegó el día y nos aconsejaron no movernos del hotel. Pocas horas después de la segunda réplica intensa recibimos un correo electrónico desde España con los teléfonos de la embajada en el cual nos informaban de que estaban reuniendo a los españoles en el consulado para facilitar la evacuación.

Al llegar al consulado nos impresionó la organización de los nepalíes. Estaban registrando a todos los extranjeros que habían acudido allí, improvisando camas, cocinando algo de cena para todos nosotros. Los nepalíes que trabajaban en el consulado tenían su propia historia, sus familias, sus casas... y sin embargo se volcaban en nosotros. Impactaba realmente su aceptación y hospitalidad desmesuradas, que anteponía a su propio sufrimiento.

No llevábamos demasiado tiempo allí cuando aparecieron los trabajadores de la empresa constructora San José. Fueron ellos quienes trasladaron a todos los españoles a sus oficinas junto al aeropuerto. Allí estaríamos seguros en caso de nuevas réplicas, y llegado el momento, nos facilitarían la evacuación. Las horas en las oficinas se hicieron interminables.

Es cierto que vivimos momentos de incertidumbre, tensión, ansiedad, agotamiento físico y mental... pero no todo lo que vivimos en Nepal fue desagradable ni mucho menos. Nos dimos cuenta de que en momentos así las personas sacan lo mejor de sí mismas y eso fue una muy grata sorpresa. Cada vez que alguien conseguía comprar algo de comer o beber no dudaba en compartirlo con el resto. Un momento muy emotivo fue la creación de «la mesa solidaria», donde entre todos conseguimos recolectar ropa, zapatos, medicamentos... con el fin de poder entregarlo a familias necesitadas nepalíes.

Es de destacar la labor de acogida de los españoles por parte de los trabajadores de la constructora San José, así como la gestión de Laura, la cónsul, y su equipo, porque no debió de ser nada fácil agilizarlo todo para poder evacuarnos en tan poco tiempo.

El momento de la evacuación fue uno de los de máxima tensión. Era de madrugada, estábamos viviendo una mezcla de agotamiento y euforia. Recuerdo esos sentimientos encontrados, de sentirnos privilegiados por poder abandonar el país justo cuando se agotaban las reservas de agua potable. Pero en el aeropuerto presenciamos algunas escenas que reflejaban la desesperación de los que no habían sido tan afortunados y llevaban días allí intentando salir de Nepal. Finalmente subimos al avión. Fue el primer momento en que aflojamos un poco la tensión. Creo que a los pocos minutos la gran mayoría nos habíamos quedado dormidos, extenuados.

A día de hoy seguimos repitiéndonos la suerte que tuvimos. Hay veces que la vida se decide en un instante, en unas horas. Una decisión aparentemente banal puede cambiar por completo el curso de los acontecimientos. En nuestro caso fue así. Si hubiésemos aterrizado tan sólo un día antes, el terremoto nos habría sorprendido en alta montaña. Si hubiésemos descansado en el avión, habríamos salido a hacer turismo por Katmandú y nos habríamos encontrado en Thamel, donde las consecuencias fueron mucho más terribles.

Hay situaciones en la vida que eres incapaz de prever, incapaz de imaginar cómo reaccionarías si tuvieras que enfrentarte a ellas. Una vez en casa, desde la seguridad del hogar, empezó el proceso de asimilación. Éramos conscientes de que éste iba a ser igual o más difícil que los días vividos en Nepal. La vuelta requirió un periodo de readaptación importante, empezando por nuestros cuerpos, que en tan sólo unos días parecían haber olvidado lo que es hacer varias comidas al día o descansar siete u ocho horas. Sin embargo, lo más duro fue a nivel mental. Volver supuso un amasijo de sensaciones: alegría, culpa, euforia, impotencia, agradecimiento, compasión... No es fácil volver a tu «vida normal» sabiendo todo cuanto se queda allí, y siendo consciente de que podrías no haber vuelto para escribir un testimonio como éste.

No dejamos de oír que Nepal es un país muy pobre, sin apenas recursos, pero mucho podríamos aprender de su increíble capacidad de aceptación, que parece no conocer límites. Creo que para muchos de los que estuvimos allí fue un punto de inflexión en nuestras vidas.

Hasta pronto, Nepal.

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EL 25 DE ABRIL NO ERA NUESTRA HORA
Montse Martínez

«Mamá, ¿por qué no te animas y te vienes conmigo a Nepal? Llevo compartiendo contigo tantas ilusiones durante varias semanas preparando este viaje que he pensado que lo podíamos hacer juntos. Por otra parte la habitación que me han reservado mis amigos en su casa tiene una cama de matrimonio, y como además te conocen de otras ocasiones, estarán encantados de que vayamos juntos. También he hablado con papá y le parece estupendo que hagamos este viaje tú y yo. Así tú me puedes ir leyendo algunos de esos textos que tienes en tu tableta y que tanto te gustan sobre meditación y paz espiritual mientras recorremos unos paisajes únicos o visitamos templos budistas».

Es un tren en marcha que pasa delante de mí y siento que quiero subir en él. Me gustaría averiguar más cosas sobre Nepal pero mi hijo Pedro quiere que todo sea una sorpresa para mí. Le hace ilusión tomar las riendas del viaje y ser el guía de su madre. A cambio está dispuesto a que yo sea su «asesora espiritual» y quiere dejarse impregnar de esas reflexiones que ambos compartimos de cuando en cuando en torno al profundo tema del sentido de la vida.

Y así llega el miércoles 22 de abril. Montse: AVE Zaragoza-Madrid y avión Madrid-Catar. Pedro: avión Paris-Catar, en cuyo aeropuerto empieza nuestro viaje en común.

Encuentro emocionado de madre e hijo. Resulta excitante y exótico habernos dado cita en Catar. Todavía nos parece mentira que vayamos a hacer ese viaje juntos.

Las horas siguientes pasan rápidas envueltas en largas conversaciones mientras volamos a Katmandú.

Ya es de noche cuando tomamos nuestro primer contacto con la ciudad. Impacta el caos circulatorio acompañado del ruido de múltiples cláxones que no cesan de sonar en ningún momento.

Abrazos y alegría al llegar a casa de Hendrick y Goiz. Los gemelos de 9 meses ya duermen. Los demás no tardamos en hacerlo. Hace 30 horas que salimos de nuestras respectivas casas en Zaragoza y París.

Son las 9.00 h del 24 de abril cuando obtenemos la primera imagen de la ciudad a través de la ventana de nuestro dormitorio, en el primer piso de una casa situada en la falda de una colina desde la que se divisa buena parte del valle y de la gran urbe que es Katmandú. Comprendemos que estamos en el Tercer Mundo.

Por la noche, tras visitar la ciudad, mientras compartimos con nuestros amigos los últimos momentos del día, Hendrik nos explica que esa caja metálica, grande y rectangular que se halla en un extremo del jardín es «la caja del terremoto». Para nuestra sorpresa nos cuenta que el último gran terremoto de Nepal, de más de 8 puntos en la escala de Richter, tuvo lugar en 1936 y que está constatado que la frecuencia de esos terribles movimientos telúricos nunca es superior a los 100 años. Dado que ya han pasado 81 años desde el último gran terremoto, cuando llegan a Katmandú los funcionarios de Naciones Unidas reciben formación sobre cómo actuar en caso de movimiento sísmico y qué tener en casa para poder sobrevivir en los días siguientes. Como buen alemán, Hendrik tiene todo lo necesario en su «caja del terremoto» porque nunca se sabe, puede ocurrir mañana, la semana que viene, el próximo mes, dentro de pocos años...

Nos vamos a la cama con la cabeza llena de las impresionantes imágenes de nuestras visitas del día. Tratamos de conciliar el sueño intentando ignorar los insistentes ladridos de unos cuantos perros.

Hemos puesto el despertador a las 7.15 h, pero cuando nos despertamos son las 9.45 h. Suponemos que el desfase horario se ha impuesto a la alarma del despertador. Nos apresuramos a arreglarnos, pues queremos llegar cuanto antes a Bhaktapur, la joya de la corona del patrimonio nepalí.

Tras desayunar en compañía de nuestros amigos, a las 11.40 h cogemos un taxi con cuyo conductor apalabramos pasar el día juntos. Nos va a llevar hasta la plaza Durbar de Bhaktapur. Nos esperará durante tres horas para que visitemos todo con calma y luego nos traerá de regreso a casa.

Son las 11.54 h. Madre e hijo estamos en animada conversación sobre los planes del día. Nuestro taxi, tocando el claxon sin cesar, intenta avanzar por uno de los siempre atascados puentes debido a la enorme cantidad de motocicletas y bicicletas que en ellos se concentran.

–Vaya, un accidente de motocicleta. Otro. Otro. Y las bicis...

Unas y otras van cayendo desplomadas al suelo. Ésas son las últimas imágenes que retienen nuestras retinas antes de sentir que nuestro taxi se tambalea. ¿También a nosotros se nos ha podido pinchar una rueda? Las ventanillas abiertas permiten que llegue hasta nosotros un rugido sordo. Imposible que ese vaivén del coche sea debido a un pinchazo. Por las ventanillas empieza a entrar un grito humano colectivo. Sólo entonces comprendemos que se trata de un terremoto.

–Corre, sal del taxi. Estamos en un puente.

Salimos uno por cada puerta. Nos cogemos de la mano y corriendo cuanto nos permiten las piernas, conseguimos alcanzar suelo firme. Todo lo firme que puede ser un asfalto que se agita hasta casi hacerte perder el equilibrio mientras ves cómo las fachadas de los edificios que te rodean se tambalean como decorados móviles de cartón.

Al cabo de medio minuto, el terrible temblor, el rugido de la tierra, el grito humano… todo cesa. El terremoto ha tenido una intensidad de 7,9.

Estamos en la única carretera asfaltada de la ciudad, la que lleva al aeropuerto. Las casas son relativamente buenas en ese eje central y todas han resistido. Nuestro taxista insiste en continuar con la excursión. En nuestro aturdimiento, nos dejamos convencer para continuar el viaje. Unos cientos de metros más adelante el ejército corta la carretera, que tiene una profunda brecha. Nos desviamos por calles menos principales. Casas derrumbadas, gente corriendo por todas partes. Nuevas sacudidas.

Pagamos al taxista y salimos corriendo hacia una explanada que hemos visto unos cientos de metros atrás. Van cayendo cascotes mientras corremos.

Con la respiración entrecortada alcanzamos esa explanada a la que irán llegando muchas más personas y coches en las horas siguientes. Y en la que acabaremos pasando la noche, a pesar de que llegamos apenas pasadas las 12.00 h del mediodía. Nos aconsejan no movernos de allí, no recorrer ninguna calle.

Allí somos los únicos occidentales. Días después sabríamos que el hotel Hyatt estaba junto a la explanada y que allí se alojaron en carpas gran parte de los extranjeros durante los primeros días.

Námaste. Gente que habla un poco o nada de inglés se nos acerca sonriente. Nos dan bebida, nos prestan cojines. La directora de una escuela próxima nos invita a cenar bajo la uralita del patio a la luz de las velas junto a los universitarios que se alojan en su residencia. Los rumores de nuevas sacudidas importantes desaconsejan quedarse en el patio del colegio. Volvemos con mantas, ya avanzada la noche, a la explanada. Los temblores no cesan. La directora de la escuela acuna a su bebé con dulces canciones que también arropan a los adultos que estamos alrededor. Empieza a caer una lluvia fina. Quienes pueden se hacinan en coches.

Afortunadamente hemos conseguido mandar mensajes de móvil tranquilizadores a familia y amigos. No imaginamos la repercusión que está teniendo la noticia en los medios de comunicación de todo el mundo.

A la mañana siguiente decidimos que tenemos que intentar llegar a la casa de nuestros amigos. Conseguimos que un taxi acepte llevarnos. Es durante ese recorrido cuando comprendemos la envergadura de lo sucedido. Atravesamos una ciudad que nos encoge el corazón.

Al poco rato de haber abrazado con lágrimas en los ojos a nuestros amigos y encontrarnos todos en el jardín, justo 24 horas después del terremoto, se produce una réplica de 6,7. En la semana que tardamos en salir de Katmandú se calcula que hubo más de 300 réplicas que provocaron el pánico entre la población. Y como todo el mundo sabe, a los pocos días se produjo un nuevo terremoto de 7,4 que fue terriblemente destructivo.

Como tanta gente, hemos tenido que dormir en la calle al raso, bajo uralitas, en coches aguantando intensas lluvias, y las noches con suerte en colchones en el suelo. A veces a cubierto pero siempre cerca de la puerta para salir corriendo si era necesario. Ha habido muertos en pocos momentos a escasos metros de nosotros pero afortunadamente no los vimos. Cada día podemos ver en el suelo edificios que el día anterior estaban aún en pie. Muchas personas han perdido a familiares. Otras, toda su casa o parte de ella. Y en las zonas rurales han desaparecido pueblos enteros.

Es difícil calcular cuánto tiempo tardará una gente tan pobre en volver a tener una casa donde vivir, una escuela a la que mandar a sus hijos o un hospital en el que ser atendida, porque hay que derruir gran parte de lo que no se ha desplomado.

Un día acudimos al consulado a la espera de un avión de regreso a España. Allí nos alojan amablemente en camas bajo carpas de uralita. Nos proporcionan alimento, podemos ducharnos y tenemos acceso a electricidad, pero no nos decidimos a aceptar la propuesta de la embajada española de trasladarnos a Nueva Deli. Al menos en Katmandú tenemos amigos.

Sobre el terreno nosotros dos nos sentimos impotentes para proporcionar cualquier tipo de ayuda. Pero de regreso a casa decidimos que podría ser útil compartir con amigos y familiares el testimonio de algunos españoles que viven desde hace años en Nepal realizando labores humanitarias e integrados en su sociedad. Gente preparada intelectual y anímicamente que tuvimos ocasión de conocer a través de Hendrick y Goiz y de cuya ONG damos información para contribuir a recaudar fondos.

Madre e hijo nos vamos viendo y llamando para comprobar que estamos bien. Con serenidad y ánimo hemos retomado nuestras vidas, siendo muy conscientes de que el 25 de abril no era nuestra hora. Lo normal es no sobrevivir si un terremoto de 7,9 te pilla en un puente. De haber oído el despertador, a las 11.54 h hubiésemos estado en el reducido espacio de la plaza Durbar de Bhaktapur, donde hubo 250 turistas fallecidos. Y a partir del 27 el terremoto nos hubiese sorprendido haciendo senderismo en las montañas, una aventura que podría haber tenido un más que dudoso desenlace.

Nuestro viaje no fue ciertamente el que habíamos imaginado. Quizá algún día lo intentemos de nuevo. Pero tuvimos ocasión de hablar y convivir con mucha gente y comprobamos que el pánico y el horror se pueden vivir entre sonrisas y generosidad. La amabilidad y la espiritualidad de muchas personas calaron en nosotros profundamente. Con un balance de cerca de 10.000 muertos, como supervivientes nos cuestionamos muchas cosas que están haciendo aflorar las múltiples facetas positivas que todos llevamos dentro.

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LAS COSAS PASAN POR ALGO
Fani Mateus (25 años)

Había llegado a la India el 7 de marzo para asistir a la boda de una amiga. En un principio mi estancia allí iba a ser de 15 días, pero dada la situación económica de España, donde llevaba varios meses desempleada y el futuro predecía la misma situación, decidí contactar con diferentes organizaciones en Delhi para ver qué opciones de trabajo tenían. Una de ellas me ofreció unas prácticas para un mes y cambié mi billete de vuelta a España para el 29 de abril, un día antes de mi cumpleaños.

Cada vez me encontraba más a gusto en el trabajo, en la ciudad, en mi nueva casa... Así que decidí cambiar mi billete de vuelta una vez más y fijar la nueva fecha para el 2 de julio. El problema era que mi visado caducaba el 1 de mayo y era de una sola entrada, lo cual significaba que una vez saliera del país no podría volver a entrar. Por ello tendría que pedir un nuevo visado desde el extranjero, y una vez obtenido, volver a la India, ya que allí son muy estrictos con esos temas. Así podría permanecer en el país hasta el 2 de julio. Decidí ir al país más cercano, de fácil acceso y barato: Nepal. Allí pasaría más o menos una semana, lo que tardaran en darme el visado. Después no tendría problema para volver a la India –o eso pensaba yo–. Quería ir en tren, pero mis amigos indios me lo desaconsejaron y al final me decidí por el autobús que va directo de Delhi a Katmandú.

Salí pues rumbo a Nepal el miércoles 22 de abril a las 9.00 h. El autobús era incómodo y el trayecto de 30 horas, pero por lo menos tenía aire acondicionado. Cuando hicimos la primera parada conocí a Vipul y a Abhishek, dos jóvenes indios que me invitaron a sentarme con ellos. Me contaron que eran de Bombay y que iban a Nepal a un festival de música psicodélica, animándome a que fuera yo también. Les conté mi situación con el visado y me dijeron que intentarían ayudarme con eso para que pudiera acompañarles al festival. Les dije que ya veríamos, ya que no les conocía de nada, y aunque el plan sonaba bien, trataba de ser cauta.

Llegamos a Katmandú a las 19.30 h del jueves, de noche. Yo tenía en mente ir al albergue que tenía reservado, pero Vipul y Abhishek me ofrecieron compartir con ellos el taxi e ir a buscar algún lugar donde pasar la noche los tres. No me lo pensé dos veces, me monté con ellos y nos dirigimos hacia Thamel, el barrio de Katmandú donde están todos los albergues de mochileros y extranjeros. Nos costó un rato encontrar un sitio por un precio razonable, pero al final dimos con él. Tras regatear un rato los precios, le dijimos al jefe del hotel que pasaríamos allí las siguientes 4 noches. No sé en qué momento se me pasó por la cabeza meterme en la habitación con dos chicos que había conocido hacía tan sólo 30 horas, pero ya era tarde para retirarme. Mi sexto sentido me decía que podía estar tranquila.

Me levanté a las 7.00 h para ir a la embajada india en Katmandú. Abhishek me acompañó y conseguimos entregar la solicitud del visado en media hora. Me dijeron que volviera en seis días. Recogimos a Vipul en el hotel y salimos a pasear y visitar templos.

El sábado a las 11.15 h salimos del hotel, dispuestos a ir al festival. Antes había escrito el último whatsapp a mis padres y amigos en la India. Les decía que me iría unos días a un festival en las montañas y que no tendría Internet hasta que volviera a la ciudad. Llegamos al lugar donde vendían las entradas del festival, un bar llamado Monkey Buddha, que era básicamente una terraza, cubierta en algunas zonas, pero principalmente sin techo.