© Nige Tassell, 2017.

Publicado originalmente en inglés en 2017 por Polaris Publishing Ltd.
La edición española ha sido publicada gracias al acuerdo con Eulama Lit. Ag.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2019.
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Primera edición: julio 2019

Traductor: David Batres Márquez

Edición: Eneko Garate Iturralde

Portada y maquetación: Amagoia Rekero García

Foto portada: AFP/Getty Images

Foto contraportada: Jean-Yves Ruszniewski/TempSport/Corbis/VCG vía Getty Images

Fotos interior portada: Jean-Yves Ruszniewski/Corbis/VCG vía Getty Images

ISBN: 978-84-120188-1-3

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En memoria de Pat Williamson

 

 

 

Es mejor otorgarle al enemigo mayor
poder del que aparenta

Enrique V, Acto II, Escena IV

 

PRELUDIO

Antes siquiera de que pudieran verlo sintieron el ruido que hacía el helicóptero.

Un ruido cada vez mayor, cada vez más cercano a cada segundo. El batir de sus palas desbrozaba la paz de la apenas recién nacida mañana, mientras cruzaba el bello cielo azul californiano por encima de un mar de colinas. Ningún sonido podría resultar más dulce para los que estaban en tierra. El sonido de la esperanza.

Su misión era, generalmente, la de patrullar sobre la autopista, vigilando la hora punta de las carreteras que entraban en Sacramento, y aquella había sido una mañana tranquila para la tripulación. Lunes de Pascua. Un día en el que los trabajadores dejaban sus coches en el garaje para relajarse y descansar.

Todo estuvo tranquilo hasta poco antes.

En lugar de atender a algún pequeño accidente de tráfico, la tripulación cambió su rumbo en dirección a una misión mucho más urgente, de la que acababan de tener conocimiento apenas un momento antes a través de la emisora de emergencias. En las primeras estribaciones de la vertiente occidental de las montañas de Sierra Nevada, una madrugadora partida de caza de tres hombres había sufrido un fatal accidente. Uno de los cazadores, vestido de camuflaje y agachado en busca de la protección de un arbusto, se había erguido cuidadosamente para comprobar las posiciones de sus compañeros. Un segundo cazador interpretó por error su movimiento como el que provocaría un pavo salvaje. Al apretar el gatillo desde una distancia de casi treinta metros, acertó en la espalda y costado de la víctima, dejando alojados en su organismo casi sesenta perdigones. La víctima era su cuñado.

Las luces parpadeantes de varios vehículos de emergencia en tierra guiaron al piloto del helicóptero hacia el lugar correcto. Al tomar tierra, vieron que la víctima se encontraba sobre una camilla, con la camisa desgarrada y un gotero intravenoso inyectado al brazo. Estaba consciente, pero debido a un fallo pulmonar, cada vez le costaba más respirar y hablar. Perdía mucha sangre y necesitaba llegar al quirófano lo antes posible, pero si lo conducían en ambu-lancia al hospital más cercano, sus posibilidades de sobrevivir quedarían muy limitadas por lo incómodo del terreno. Siendo evacuado por aire no solo se aceleraría el rescate, sino que además podría ser conducido a una unidad médica diferente, la cual, pese a estar más alejada, era mucho más adecuada para el tratamiento de sus heridas. Estaba especializada en heridas por arma de fuego y traumatismos, y se vanagloriaba de contar con un equipo per-manente de guardia con el que impedir que las enormes cifras de asesinatos en Sacramento aumentaran.

Una vez que el herido de gravedad fue acomodado a bordo, en cuestión de once minutos el helicóptero se posaba en el helipuerto situado en el techo del Centro Médico Universitario Davis de California. Para entonces, el hospital ya había telefoneado a la esposa de la víctima. Se encontraba en casa preparando tortitas para que el hijo de la pareja, de dos años y medio, desayunara. «¿Está muerto?», preguntó. «No, por ahora sigue con vida». Embarazada de ocho meses, se puso en camino sin dilación, con el niño, poco mayor que un bebé, en la parte trasera. La mujer condujo los más de 30 kilómetros que la separaban de Sacramento por unas carreteras, afortunadamente, vacías.

El diagnóstico de los cirujanos confirmó la gravedad de la situación, y el vital papel que jugó la intervención salvadora de la tripulación de la patrulla de carreteras. Si hubieran pasado veinte minutos más la víctima se habría desangrado. Había perdido ya dos litros de sangre, cerca de la mitad de la sangre que contiene el cuerpo humano.

La cirugía duró varias horas, en las que el equipo revirtió el colapso pulmonar, además de sanear de perdigones el hígado, los riñones y los intestinos. Pero sacar todos los perdigones era demasiado peligroso. Aquellos que estaban en las capas exteriores del corazón no podían ser saneados sin una cirugía a corazón abierto, por lo que tuvieron que quedarse donde estaban.

La víctima permanecería anestesiada durante las siguientes diez horas, pero le permitieron a su esposa acompañarlo en la sala de reanimación. Lo que vio la dejó impactada. Su marido estaba suspendido sobre la cama mientras le cambiaban las sábanas; por los sesenta agujeros que habían provocado los perdigones seguía goteando sangre, manchando de puntos rojos las blancas sábanas. Más tarde admitiría que «parecía un colador».

Pero no pudo quedarse mucho tiempo a su lado. El estrés causado por el incidente le provocó un amago de parto prematuro; las dolorosas contracciones se sucedían cada dos minutos. Fue conducida a una maternidad situada a unos pocos kilómetros, en la misma ciudad.

Al final, el bebé (segundo de la pareja) no llegaría hasta tres semanas después. Para entonces, la víctima del perdigonazo había sido dada de alta y se encontraba en su casa, aunque apenas podía moverse y bajo grandes dolores; de la cama a la silla y viceversa, muy despacio. Pese a que lo lento del proceso de recuperación enfurecía a este paciente (que podía ser cualquier cosa menos paciente), su determinación aceleró el proceso de curación. Apenas seis semanas después de aquel Lunes de Pascua, seis semanas después de que su cuerpo se viera diezmado por aquella andanada de perdigones, se subió con mucho cuidado a una bicicleta y recorrió cinco kilómetros muy despacio.

En ese momento, seguía siendo el vigente campeón del Tour de Francia.

 

PRIMER ACTO

LA PRIMERA SEMANA

 

CAPÍTULO 1

LOS CONTENDIENTES

«La prensa decidió que volvía a ser un producto vendible. En un
par de periódicos cambiaron la foto del favorito a la victoria».

Laurent Fignon

Dos años, dos meses y once días después de que la camilla sobre la que estaba Greg LeMond abriera de golpe las puertas de esa sala de emergencias en Sacramento, el americano volvía a la mayor carrera ciclista del mundo. Fue el 1 de julio de 1989, en el prólogo contrarreloj del Tour de Francia, el primer duelo de esa edición de la carrera. También era la primera vez que LeMond volvía al Tour después de su victoria tres años atrás. En esa ocasión lucía radiante bajo el brillo dorado del celebrado maillot amarillo, el primer norteamericano que ganaba un Tour. Sin embargo, en 1989 vestía los colores verde lima e índigo del equipo belga ADR, un equipo que había sido invitado al Tour solo porque el propio LeMond había encontrado un patrocinador adicional a últimísima hora que pudo cubrir la cuota que se exigía a los equipos para participar.

En Luxemburgo, ciudad por la que transcurriría ese prólogo que daba comienzo al Tour, la presencia de LeMond era, de alguna forma, especial. Después de estar cerca de la muerte tras aquel accidente de caza, una apendicitis y una tendinitis le obligaron a perderse los dos Tours siguientes, respectivamente. En ese momento, LeMond no era sino una sombra del ciclista formidable que una vez fue, un hombre que trataba de reconstruir su carrera, aprendiendo de nuevo su oficio mientras luchaba contra sus demo-nios, tanto físicos como psicológicos.

De haber estado enrolado en un equipo de mayor presupuesto y calidad que el ADR, puede que alguien más se hubiera tomado en serio su participación. Pero la morralla que completaba la alineación de su equipo, unida a su propio bajo rendimiento durante los dieciocho meses anteriores, hacía pensar a la mayoría que LeMond tomaba la salida como uno más del montón. Una espada roma. El hombre que fue.

Si los ojos de todo Luxemburgo se posaban sobre él era por mórbida curiosidad, más que por considerarlo un hombre con posibilidades de alcanzar el éxito, ni esa tarde ni durante las siguientes tres semanas. Aunque tampoco se lo consideraba un monstruo de feria, las conversaciones de las que era protagonista se centraban en si sería capaz de competir, más que en la posibilidad de que pudiera coronarse campeón de nuevo. Admiraban su bravura. Después de todo, era un hombre que seguía albergando en el interior de su cuerpo, en varios músculos y órganos, más de treinta perdigones, incluidos los dos que seguían en la capa externa de su corazón. Cuando llegó a Luxemburgo consideraba que esos perdigones eran «parte de mi cuerpo ahora, forman parte de quién soy».

Ni en labios de los aficionados, ni en boca de los comentaristas o corredores de apuestas, ni en los planes tácticos de los diferentes directores deportivos del resto de equipos había rastro de su nombre entre las listas de favoritos a la victoria cuando el pelotón llegara a París tres semanas después. Más bien, a ojos de los entendidos y de los apostantes menos arriesgados, el claro favorito era el vigente campeón, Pedro Delgado. Un escalador que emocionaba, cuyo estilo era más explosivo cuanta más pendiente encontraba en la carretera. Su victoria un año antes había sido más que plácida, gracias al margen de siete minutos que obtuvo sobre el segundo, a lo que ayudó la ausencia tanto de LeMond como del vencedor de 1987, el irlandés Stephen Roche.

Sin embargo, el nombre de Delgado aparecía borroso en los libros de historia del Tour.

Después de la decimoséptima etapa del Tour de 1988, el canal de televisión francés Antenne2 informaba de que Delgado había dado positivo en un control antidopaje. A la mañana siguiente se conocería el nombre de la sustancia por la que había dado positivo: probenecid, un medicamento que se usaba para ayudar a los riñones... o para enmascarar el uso de esteroides anabolizantes. Pero, aunque esta sustancia aparecía en la lista de sustancias prohibidas por el Comité Olímpico Internacional, el órgano directivo del ciclismo, la Unión Ciclista Internacional, no la había declarado aún ilegal. Y el Tour optó por seguir lo que dictaba la UCI. Delgado no tenía acusación ante la que responder, en cuanto a lo que a legalidad se refería.

«Tomé probenecid justo después de la etapa de Alpe d›Huez», explicaría Delgado al periódico deportivo español As. «La usamos para ayudar a los riñones a filtrar impurezas. Si tuviera algo que esconder, tendría que haberlo usado todos los días, pero solo apareció en uno de ellos [controles]».

Por mucho que argumentara, las sospechas no se detuvieron, y se vertieron todo tipo de opiniones. Una gran interrogación flotaba sobre la legitimidad de la victoria de Delgado. El ciclista irlandés Paul Kimmage quien también ejercía como corresponsal para el periódico dublinés Sunday Tribune comparó a Delgado con «ese político al que pillan saliendo del burdel y se excusa diciendo que solo estaba allí pidiendo votos». Pero el español también encontró apoyos. El asunto derivó en una pequeña crisis internacional cuando sus seguidores más leales se manifestaron frente a la embajada francesa en Madrid como protesta por el trato que estaba recibiendo su héroe por parte de los comisarios de la carrera.

En cualquier caso, la controversia persiguió a Delgado hasta llegar al Tour de 1989, debido a los rumores de que su victoria en la Vuelta a España, a mediados de mayo, fue posible gracias a algunas irregularidades. Después de que el colombiano Fabio Parra quedara fuera de la contienda ambos estaban separados por apenas dos segundos al llegar a las últimas jornadas un equipo de la televisión colombiana aseguró ver cómo Delgado le entregaba un sobre al joven ciclista ruso Ivan Ivanov. La caza que llevó a cabo Ivanov sobre Parra en una etapa en particular le había asegurado a Delgado la corona de laurel. El equipo de televisión, armado con pruebas muy poco consistentes, aseguró que el sobre estaba lleno de dinero. Delgado respondería diciendo que durante el transcurso de la carrera se había hecho amigo del ruso, y que lo único que había en el sobre era su dirección en la ciudad cercana de Segovia.

Por muchas ansias que tuviera de desplegar un nuevo alarde de dominio que silenciara incluso cerrase las bocas a sus detractores, sobre los hombros de Delgado recaía toda la presión y la expectación del Tour cuando la caravana se encontró en Luxemburgo. Una cosa era ser alguien a tener en cuenta, y otra muy diferente era ser el máximo favorito. «La diferencia era enorme», admite casi treinta años después. Dicho esto, lo cierto es que Delgado que tomaría la salida en su sexto Tour después de haber terminado en el podio en las dos últimas ediciones sentía también una gran confianza y seguridad en su estado de forma. «Llegaba en mi mejor momento de forma», sonríe. «Había ganado la Vuelta a España. Había terminado cuarto, a puntito de ganar, en la Lieja-Bastoña-Lieja. Había estado dos meses realizando una concentración en altura y llegué al Tour muy mentalizado. Me sentía muy bien, realmente bien. Hasta el primer día...».

Acabaría siendo un primer día para olvidar, un día a borrar de la historia de la carrera. Pero por ahora, antes del prólogo, en las filas del equipo Reynolds de Delgado reinaba un optimismo controlado. Desde luego, había sido el ciclista del pelotón en mejor estado de forma desde hacía más tiempo. Instalado por no decir que vivía en el trono del más claro favoritismo, los otros dos ciclistas más atractivos estaban, ambos, intentando encontrar el camino de regreso. Ambos eran antiguos vencedores del Tour, deseosos porque sus ruedas los llevaran, otra vez, rumbo a la gloria.

Al igual que Greg LeMond, Stephen Roche no tuvo la opor-tunidad de defender su victoria en el Tour, al no poder tomar la salida en 1988 por culpa de un insidioso problema de rodilla que le llevaba persiguiendo dos años, y que reaparecería mientras duró su carrera profesional. Pero la primera mitad de 1989 había arrojado señales de que Roche podría disfrutar de nuevo de esa forma que lo había propulsado directo al estrellato del ciclismo. Había vencido en la Vuelta al País Vasco, quedando segundo en la París-Niza (esa carrera que recibe el evocador nombre de «La carrera hacia el sol») y, menos de tres semanas antes del Tour había quedado entre los diez primeros del Giro de Italia. Aunque estas posiciones no sugirieran que Roche estaba en el mismo gran momento de forma que disfrutó en 1987, cuando consiguió la Triple Corona del ciclismo venciendo en el Giro, en el Tour y en los mundiales, por lo menos se veía el cielo abierto ante la posibilidad de lograr una buena posición en la meta de París.

«Después de todo por lo que había pasado, quedar entre los cinco primeros, o incluso en el podio, habría sido algo por lo que mostrarse realmente agradecido. Siempre dicen que si estás un mes fuera necesitarás dos para regresar, así que, tras estar un año entero, necesitaría dos para volver. Y eso es muy duro de sobrellevar». También estaba la incógnita de hasta donde llegaba la calidad de su equipo, el Fagor. Después de perder hombres clave al terminar la temporada anterior de fuerza infinita como el escalador Robert Millar y el supergregario Sean Yates la escuadra se encontraba en un momento de caos producto de una lucha de poder entre los jefes del equipo. Pese a esa guerra civil, el Fagor acabaría el Giro de Italia al frente de la clasificación por equipos, menos de un mes antes.

Si Roche sentía un atisbo de coraje gracias al estado de forma demostrado en Italia, Laurent Fignon aterrizó en Luxemburgo cabalgando una ola de confianza infinita. Y esta confianza hacía que, en Fignon, siendo Fignon, no se supiese muy bien donde terminaba la creencia en sí mismo y dónde empezaba esa arro-gancia suya tan natural. Doble vencedor del Tour siendo apenas un joven profesional, había logrado su primera victoria en su primera participación en el Tour, con apenas 22 años, en 1983. Repetiría ese logro un año después. Desde entonces, debido a las continuas lesiones, su travesía por el desierto había durado varios anni miserabilis. Sin embargo, 1989 estaba siendo una suerte de año de su renacimiento, Fignon secundó su éxito en la clásica Milán-San Remo, celebrada en marzo, con una victoria todavía más impresionante en tierras italianas. El parisino había vuelto del Giro con la maglia rosa de vencedor en su equipaje. Estos éxitos habían reavivado el fuego interno de un atleta al que se había dado por perdido como si fuera un juguete roto. «Incluso aunque me habían dado por muerto cientos de veces, seguía estando fuerte», escribió más tarde.

La ilusión por una victoria francesa en el Tour de 1989 comenzaba a asomar irresistible, por mucho que el tempestuoso y temperamental Fignon se hubiera labrado una relación de amor y odio tanto con la prensa como con el público de su país. «Antes y después del prólogo, los fotógrafos se volvían locos a mi alrededor. Todavía estaba presente el brillo de la gloria que me había dado la maglia rosa en el Giro, así que la prensa decidió que volvía a ser un producto vendible. Como todos sabemos, en un par de periódicos cambiaron la foto del favorito a la victoria». Desde luego, monsieur Fignon no iba corto de confianza.

Y esa misma confianza que destilaba su líder regaba las filas de su ambicioso equipo, el Super U. Era un equipo que exudaba talento francés a prueba de balas: el veterano con ocho Tours a sus espaldas Pascal Simon; Thierry Marie, que había vestido el maillot amarillo; y Vincent Barteau, que había liderado el Tour durante 12 días en 1984, la edición del último triunfo de Fignon.

Entre las filas del Super U también se podía encontrar a un neoprofesional danés que, a pesar de «comerse el viento» como gregario de Fignon durante el Giro, también se las había apañado para conseguir una victoria de etapa. Siete años más tarde vencería el Tour de Francia. Su nombre era Bjarne Riis.

Y conduciendo este superequipo o al menos llevando las riendas en la medida en que un líder de tanto carácter como Fignon permitiría estaba el astuto Cyrille Guimard, el auténtico escultor de estrellas del ciclismo. Como ciclista, Guimard había conseguido siete victorias de etapa en el Tour durante la década de los 70. Como director deportivo logró la general del Tour gracias a varios de sus condecorados subalternos: Fignon, Bernard Hinault y Lucien Van Impe. Siete victorias en el Tour en sus primeros nueve años como director de equipo, una estadística que cualquier otro director envidiaría.

Pero las esperanzas francesas no solo estaban puestas en Fignon. A la vez que este se enfundaba la maglia rosa en el Giro, su compatriota Charly Mottet se alzaba con el Critérium del Dauphiné Libéré, que transcurría por esos Alpes de donde era natural. Esta carrera de ocho etapas suele considerarse una piedra de toque antes del Tour. Fue la segunda de las tres Dauphinés que Mottet conse-guiría, haciendo que este modesto ciclista se alzase al número uno del ranking mundial gracias a otras victorias de principio de tem-porada entre las que se incluían los prestigiosos Cuatro Días de Dunkerque.

La modestia de Mottet quedaba en la más oscura de las som-bras ante la ebullición de Fignon, con lo que disfrutaba de la posi-bilidad de pasar prácticamente desapercibido a pesar de ser uno de los mejores ciclistas del ranking. Después de terminar cuarto en el Tour de 1987, por detrás de Roche, Delgado y Jean François Bernard, había abandonado las filas del Super U o Système U, como se lo conocía por entonces al terminar la temporada de 1988, ascendiendo al papel de jefe de filas del RMO, equipo dirigido por el antiguo ciclista Bernard Vallet.

Vallet, retirado hacía muy poco, había sido Rey de la Montaña en el Tour y tenía una vieja historia con Mottet. Una buena historia. Habían sido la pareja vencedora de los Seis Días de Grenoble dos años antes. Ahora, como director deportivo y líder de equipo respectivamente, formaban un buen tándem, sobre todo para cuando la carrera alcanzara los dominios alpinos de Mottet. «Bernard sabía muy bien cómo había que correr las grandes vueltas», confirma. Pero, aunque los miembros de esta pareja podían tenerse uno al otro en la mayor estima, no todo el mundo confiaba en Mottet como promesa. «Ya teníamos la sensación de que no era un ciclista para carreras de tres semanas», cuenta el periodista François Thomazeau, quien por entonces cubría la carrera para la agencia de noticias Reuters. Si Mottet podía cumplir las exigencias que conlleva ser un líder de equipo resultaba discutible. Él mismo parecía tener dudas. «Era el líder en un nuevo equipo, por lo que me encontré bajo una gran presión a la hora de conseguir los objetivos de mis patrocinadores. La otra gran esperanza francesa Jean François Bernard, del Toshiba no estaba presente en el Tour de 1989; se recuperaba en casa de una operación de rodilla.

Mottet le había arrebatado el número uno del ranking mundial a Sean Kelly, posición que el irlandés había ostentado durante los últimos cinco años. Con solo un vistazo a los éxitos de Kelly y su palmarés, queda despejada cualquier duda de por qué este hombre de Carrick-on-Suir había disfrutado de media década de dominio sin oposición. Cuando Kelly se encaminó con su bicicleta a la rampa de salida del prólogo de Luxemburgo en 1989, había logrado la asombrosa marca de 151 victorias desde que se convirtiera en profesional, doce años atrás. La historia de cómo se convirtió en profesional es toda una maravilla. Se encontraba al volante de un tractor atravesando un camino rural en el Condado de Waterford, en mitad del crudo invierno, remolcando un tanque para esparcir estiércol, cuando de repente un taxi bloqueó la carretera. De él bajó el legendario director Jean de Gribaldy, todo elegante con su traje de rayas diplomáticas y su pelo engominado, y sujetando en una mano el contrato con el que fichar a Kelly para su equipo, el Flandria. «¿Es usted Sean Kelly?».

Las victorias de Kelly como profesional no fueron moco de pavo. Entre ellas había 16 victorias de etapa en la Vuelta a España (también conseguiría la general en 1988) y siete triunfos consecutivos en la París-Niza. Eso solo en cuanto a vueltas por etapas. Tampoco era manco en las clásicas, con dos victorias en la Lieja-Bastoña-Lieja, la Milán-San Remo y la París-Roubaix. Además de cinco victorias de etapa en el Tour, y el maillot verde de los puntos en el Tour tres veces.

En pocas palabras, Kelly era un ganador. Pero el maillot amarillo siempre se le mostró esquivo, a excepción de un día de 1983, donde una pírrica ventaja de apenas un segundo en la general le permitió vestirlo. Sería su única ocasión. En 1989, a la edad de 33 años, seguía demostrando ganas mientras se adentraba en el ocaso de una carrera formidable. En esos últimos años fue cuando más parecía estar divirtiéndose, pues ahora asomaba a su cara una sonrisa en cada entrevista que respondía. Recientemente fichado por el poderoso equipo holandés PDM tras varios años en el español Kas, Kelly tenía como objetivo lograr el maillot verde por cuarta vez, lo que sería un récord.

El PDM contaba con otros ciclistas capaces de luchar por la general. Era un equipo especialmente dotado para la montaña, con un dúo de holandeses inseparable sobre la carretera. Steven Rooks había logrado el maillot a topos de mejor escalador el año anterior, cuando su asalto al Alpe d'Huez le valió la segunda plaza de la general. Pero la lectura de los primeros meses de la temporada de 1989 arrojaba pocas luces. El PDM había eludido tanto la Vuelta como el Giro, limitando su participación en grandes vueltas exclusivamente a las tres semanas francesas. Las actuaciones de Rooks en las clásicas de primavera habían sido sólidas, pero carentes de espectacularidad, variando entre la segunda posición de la Flecha Valona a la decimocuarta de la Milán-San Remo.

En la Vuelta a Suiza, única carrera por etapas que disputó antes del Tour, y en la que se suponía que debía encontrar su golpe de pedal para pasar la montaña, terminó en una decepcionante vigésima posición. Con gente como Delgado, Roche y Fignon habiendo disputado ya al menos una gran vuelta cuando todos se congregaron en Luxemburgo, la esperanza del PDM era que Rooks y su compatriota Gert-Jan Theunisse estarían más frescos y notarían menor fatiga cuando la carrera llegara a los Alpes.

Si Rooks había mostrado bien poco en las clásicas de pri-mavera, su compañero y compatriota Gert-Jan Theunisse aún había demostrado menos. Sus mejores actuaciones fueron un deci-moprimer puesto en la Milán-San Remo, y un decimoquinto en la Lieja-Bastoña-Lieja. Además, llegó al Tour con varias costillas rotas, regalo que se había llevado a casa tras la Vuelta a Suiza. Y, al igual que sucedía con Delgado, un halo de sospecha recubría a este enigmático holandés de pelo largo antes de que el Tour comenzara. En 1988, estando cuarto de la general, había dado positivo por testosterona. El castigo por entonces no consistía en la descalificación inmediata. Theunisse recibiría diez minutos de penalización, quedando por ello fuera de los diez primeros de la general. Aun así conseguiría un doblete holandés en la clasificación de la montaña junto a su colega Rooks.

Pese a que las casas de apuestas pagaban su victoria en el Tour de 1989 20 a 1, Erik Breukink era otro holandés al que merecía la pena tener controlado. Poseía todas las cualidades para aspirar a la victoria final. Era un gran contrarrelojista que se defendía en las montañas, además de contar con el apoyo de uno de los equipos más potentes, el salvajemente competitivo Panasonic. Este equipo estaba tutelado por el gran estratega Peter Post, uno de los directores deportivos más exitosos de la época. Su estilo garantizaba resultados, pero era del todo inflexible. Robert Millar, que había corrido para él, se quejaba de que «llevaba el equipo como si fuera un ejército».

Pero Breukink encontraba de su agrado esos métodos de Post. Pese a que el de 1989 apenas era su tercer Tour, ya había mostrado un buen pedigrí a la hora de disputar carreras por etapas. En su primer Tour de Francia, dos años atrás, demostró ser el más astuto de los cuatro miembros de una escapada (junto a él estaban Jean-François Bernard y el colombiano Luis Herrera), dejándolos atrás a un kilómetro de meta y planeando rumbo a la victoria en la plaza del mercado de Pau. Un año después, Breukink quedaría segundo de la general en el Giro, cuyo momento más espectacular fue su victoria en la famosa etapa que atravesaría el Passo di Gavia bajo una nevisca. Y hasta aquel momento había mostrado un sólido estado de forma a lo largo de 1989, con una cuarta posición en el Giro, incluyendo siete etapas entre los diez primeros de la general. Gracias a esa consistencia en los más variados terrenos, el rubio Breukink bien podría ser el tapado de la carrera.

Todo un continente estaba esperando a que el hombre que había batido a Breukink en Italia un año atrás demostrara su autoridad en el Tour. Con LeMond considerado una mera curiosidad, se esperaba que Andy Hampsten diera un paso al frente para tomar su testigo. En Norteamérica pensaban que era su momento. La mejor actuación de Hampsten había sido la silenciosa cuarta posición que había logrado en su debut en el Tour de 1986, cuando sus dos compañeros en La Vie Claire LeMond y Bernard Hinault lucharon a brazo partido y sin cuartel por la victoria en la general.

Un año después, Hampsten estaba cómodamente instalado en el liderato de las filas del equipo norteamericano 7-Eleven. Pero debido a su relativa inexperiencia, el equipo no fue capaz de llevarlo más allá de la decimosexta plaza en la general. Mientras que en 1988 explotó con aquella victoria en el Giro, no fue capaz de repetir en Francia, terminando el decimoquinto y apenas entrando entre los diez primeros en una única etapa. Las dudas acerca de su capacidad para ser un contendiente en el Tour eran claramente audibles. Viviendo en Colorado, las montañas eran su hábitat natural. Las contrarrelojes llanas en las que todos aquellos con ambición para vestir el maillot amarillo en París estaban obligados a mostrar cierta valía eran el talón de Aquiles de Hampsten.

El canadiense Steve Bauer era otro de los alumnos de La Vie Claire; pero a diferencia de Hampsten, sabía lo que era vestir el maillot amarillo. En 1988, enrolado en el poco vistoso Weinmann-La Suisse, se alzó con la etapa inaugural en un día en el que demostró su gran inteligencia táctica como ciclista. Esa misma tarde se disputaría una contrarreloj durante el sector vespertino. Esto le hizo intuir a Bauer que el pelotón tendría pocas ganas de cazar ninguna escapada por la mañana. Pero él sí que tenía ganas. «Desde el mismo momento en que se agitó el banderín me aseguré de tener a todo el mundo bajo control». Como recompensa, una victoria de etapa y cinco días vestido de amarillo.

Puede que su cuarta posición en la general se viera facilitada por la ausencia de Roche y la penalización de Theunisse, pero Bauer seguía siendo un ciclista combativo, y más que capaz de colarse en el podio de París. Una tercera posición en la Amstel Gold Race de abril, sumada a una cuarta posición general en la Vuelta a Suiza, sugerían que sus piernas estaban en forma.

El ciclista que había desbancado a Bauer del podio de París en 1988 fue el colombiano Fabio Parra, a quien se consideraba más que capaz de repetir doce meses después, habida cuenta de que la cantidad de etapas de montaña se había incrementado en la edición de 1989. La victoria en solitario de Parra en Morzine fue decisiva para esa tercera posición, pese a que pudo terminar aún más arriba de la general si uno de sus ataques en Alpe d'Huez no se hubiera visto interrumpido por las motos que transportaban a las cámaras, que causaron un tapón en la estrecha carretera de la montaña. Con siete etapas montañosas en 1989 dos en los Pirineos y cinco en los Alpes podría ser que Parra llevara a Colombia un segundo triunfo en una gran vuelta, secundando a la Vuelta a España que Luis Herrera había conseguido dos años atrás. El mismo Parra estuvo muy cerca de lograrlo en España en aquel 1989, perdiendo ante Delgado en la Vuelta por apenas 33 segundos después de tres semanas de carrera.

Herrera también llegaba en gran estado de forma. Un mes antes del Tour, el pequeño colombiano conseguía el logro que se convertiría en su legado al retirarse. Al conseguir la maglia verde en el Giro se convertía en el segundo ciclista de la historia que lograba vencer la montaña de las tres grandes vueltas, tras vencer los de los Tours de 1985 y 1987, y el de la Vuelta, también de 1987. Solo el legendario escalador español Federico Martín Bahamontes lo había conseguido, a finales de la década de 1950. Habiendo cumplido su principal objetivo de la temporada, el modesto Herrera contaba con libertad para poner la carrera patas arriba en el Tour, en lo que, con un poco de suerte, sería un festín de siete días de espec-táculo en la montaña. Le habían quitado los grilletes.

El escocés Robert Millar era otro escalador que sentía repicar las campanas de la libertad. Después de que los problemas de Stephen Roche con las lesiones lo hubieran llevado a liderar el disfuncional Fagor del Tour de 1988, el de Glasgow había aban-donado el barco al final de la temporada y había tomado otro camino. Volvía a las filas de su primer equipo continental, el Peugeot, que ahora estaba copatrocinado por la compañía francesa de moda Z. No solo se había liberado de la presión que ponía sobre sus hombros ser el líder del equipo (el capitano del Z para el Tour sería el francés Éric Boyer, que había terminado quinto un año atrás), sino que su preparación durante el 89 había sido más de su agrado. Toda una sucesión de directores deportivos había insistido en que corriera la Vuelta o el Giro antes de dirigirse a Francia. Pero esta vez lo liberaron de esa penuria. Millar pudo enfocar cada centímetro de preparación de esa temporada a esas siete etapas montañosas, con el objetivo de lograr su segundo maillot a topos de rey de la montaña, tras el de 1984.

Rumbo a la salida de Luxemburgo, Millar llegaba con sus piernas completamente frescas. «A pesar de todas las señales» le explicaba al escritor William Fotheringham, «los directores con los que había trabajado no parecían comprender que solo fuera capaz de tomar la salida en una [gran] vuelta cada año. Puede que fuera porque cada año los presupuestos eran mayores y cada vez esperaban más y más a cambio. Eso parecía. Intentaba esconderme y tomarme la Vuelta o el Giro con calma, pero la competición corre por mis venas, así que al final me veía metido en las carreras». Aunque fuera por una vez, en 1989 Millar se vio como siempre quiso encarar el Tour. Con su segunda posición al terminar la semana de la Dauphiné Libéré un mes atrás, finalizando a apenas 18 segundos de Charly Mottet, les mandaba un claro mensaje de advertencia a sus rivales por el maillot a topos de rey de la montaña.

Pese a que había muchos contendientes llegado julio, también había muy pocas certezas. Los más neutrales esperaban tres semanas llenas de vuelcos y sorpresas, de controversia y locura, de triunfos y fracasos. Y no quedarían defraudados. Iba a ser un mes para recordar.

Hubo un hombre en particular cuyas decisiones hicieron que el Tour de 1989 fuera una maravilla, aunque ni tan siquiera estaría presente cuando la carrera llegó a Luxemburgo. Jean-François Naquet-Radiguet había sido despedido de su puesto como direc-tor del Tour hacía más de un año, tras apenas doce meses en el puesto. Pero una idea suya en particular brillante fue la que aseguraría que aquel Tour de 1989 estuviera vivo no solo hasta el final, sino hasta el mismísimo último momento que pudiera imaginarse.

Naquet-Radiguet no era, en absoluto, un hombre de ciclismo. Pero sí era un buen vendedor. No uno de esos charlatanes que lo mismo te venden un deportivo de segunda mano que un seguro, sino un hombre capaz de vender ideas. Pensaba a lo grande. Con un máster MBA de Harvard bajo el brazo, junto a su experiencia en la planta noble de varias corporaciones alimentarias (la más importante la de los productores de coñac Martell), la elección de Maquet-Radiguet para ocupar el puesto resultó sorprendente cuando fue anunciada en mayo de 1987. «Nadie quería dirigir el Tour», le diría más tarde al periodista Daniel Friebe. «Había que ser un pobre idiota como yo para aceptar».

Tenía que cubrir un gran vacío, además de suplir a un gran dúo. Jacques Goddet, fundador del periódico deportivo francés L'Equipe, llevaba al frente del Tour desde 1936. En 1965 Goddet comenzó a compartir su poder con el periodista Felix Lévitan. Ambos formaron una dupla formidable, dividiendo su trabajo entre el negocio (especialidad de Lévitan) y los asuntos deportivos (dominio de Goddet). En 1987 Lévitan abandonó el Tour ace-chado por sus propios nubarrones, después de que lo acusaran de contabilidad creativa. Goddet se retiró a su vez, aunque le otorgaron el nebuloso rol de director de carrera honorario. El mayor beneficio que pareció sacar de este puesto fue la libertad para criticar los métodos de todos aquellos que lo sucedieron.

Mediada la cuarentena, Naquet-Radiguet tenía prácticamente la mitad de años que el octogenario Goddet, pero no dejó escapar la posibilidad de revolucionar la estructura que sustentaba al Tour. «Llegué a un mundo completamente arcaico», contó a Friebe, «un mundo que ejemplarizaba la más absoluta dictadura». En su primer contacto con el Tour la edición de 1987 que ganaría Stephen Roche se suponía que actuaría como observador; sería un curso intensivo con el que empaparse de la cultura de esa carrera de la que tan poco sabía. Pero en su cabeza ya comenzaba a fraguar grandes ideas.

Igual que un editor que en su fiesta de jubilación se niega a cederle las riendas de su publicación a un ambicioso potro salvaje con ideas, Goddet se mostraba celoso de su legado, y se dedicaba a lanzar un dardo tras otro contra el nuevo jefe y su carencia de credenciales ciclísticas. Naquet-Radiguet replicaba con habilidad señalando que su consejero en asuntos de ciclismo era Bernard Hinault, quien se acababa de retirar. ¿Había alguien mejor de quien aprender y que pudiera aportar mayor credibilidad a esa nueva dupla que un vencedor de cinco Tours?

A la vez que sus planes de reformar el Tour tenían que afrontar una serie de cambios obvios que durante muchos años habían sido postergados (por ejemplo, renovar el aspecto de la meta, que parecía la de una carrera provincial, y también el aspecto del podio de vencedores), Naquet-Radiguet ambicionaba globalizar el Tour para maximizar su audiencia mundial. Esto no solo se aplicaría a la televisión propiamente dicha, sino a la misma encarnación de la carrera. De hecho se estaba discutiendo llevar el arranque de la carrera a sitios tan lejanos como Tokio o Quebec, planes que incluso los miembros más abiertos de mente del ciclismo considerarían ir demasiado lejos.

El ritmo de las deseadas reformas era rápido. Goddet y Levitan sumaban entre ambos 73 años al timón, tiempo en el que el desa-rrollo y progreso de la carrera ni se acercaba al que habían tenido otros deportes. Puede que los sueños de Naquet-Radiguet fueran demasiado ambiciosos y llegaran demasiado rápido para los círculos tradicionalistas. Desde luego no estaban listos para que un director del Tour diera entrevistas en inglés. Lo nunca visto. Un sacrilegio. Como observa Daniel Friebe, «de forma lacónica considera que lo único que llegó a hacer fue “entrar en una sala en la que el ambiente era sofocante, y abrir las ventanas y la puerta”. Los observadores más imparciales mantienen que puso al Tour rumbo al siglo XXI, a patada limpia».

Cuando se desveló el recorrido que cubriría la edición de 1989 del Tour de Francia, en octubre de 1988, hacía tiempo que Naquet-Radiguet se había ido. Esas dos etapas de montaña adicionales redujeron la distancia total a cubrir a lo largo de esas tres semanas hasta los 3.285 kms. El Tour más corto en más de ochenta años, para satisfacción generalizada de los ciclistas. «Fue un buen recorrido, muy competitivo», recuerda Andy Hampsten casi treinta años después. «Cuando gané en 1992 en el Alpe d'Huez, esa fue una de las tres únicas etapas montañosas de esa edición. Durante los años de Miguel Indurain hubo demasiadas etapas que yo considero que eran relleno, etapas llanas, poca montaña y contrarrelojes largas, excesivamente largas. A lo largo de la década de los 90 hubo algunos recorridos muy poco imaginativos, pero el de 1989 fue fantástico. Y una cronoescalada era un regalo del que tenía que sacar el mejor partido».

Mientras que Hampsten había señalado esa etapa alpina en particular que tendría lugar en la última semana de carrera, fue otra contrarreloj diferente la que estaba haciendo correr elogios y desdén a partes iguales. Durante sus doce meses de ejercicio, Naquet-Radiguet había declarado en sus círculos íntimos que la etapa final, que se suponía que debía ser un enorme desfile de la victoria Campos Elíseos arriba y abajo, se convertiría a partir de entonces en una contrarreloj final en cada edición. No fue posible llevarlo a cabo en 1988, pero la idea tomaría cuerpo para el siguiente verano, aunque su autor se hubiera marchado hacía tiempo. Que su plan para el último día siguiera en pie en su ausencia es algo digno de destacar. Ese fue su gran legado, aunque apenas se mantuviera en pie un año, y el motivo fuera lo abierta que llegó la propia carrera. Fueron circunstancias más allá de su control las que lo hicieron posible. La idea de terminar la carrera con una contrarreloj ya se había materializado antes. Durante el Tour de 1968, el ciclista holandés Jan Janssen enjugó una desventaja de dieciséis segundos para vencer al belga Herman Van Springel y hacerse con el maillot amarillo y la victoria en la general. La diferencia final, 38 segundos, fue la más exigua en la historia del Tour. Y, aun así, pese al emocionante colofón de 1968, este formato no volvería a repetirse después de 1971. Es decir, no hasta 1989.

En cierto sentido, la idea de Naquet-Radiquet no era más que el paso evolutivo lógico para festejar el día final de la carrera. En 1975 Lévitan se había mostrado igual de radical al llevar el final parisino de la carrera al mismo centro de la ciudad, trasladándolo desde el Velódromo de Vincennes, fuera de la ronda de circunvalación de la ciudad, a los Campos Elíseos, que no se puede negar que son mucho más fotogénicos.

Fue una suerte de apuesta que provocó gran sorpresa, y que unos cuantos ceños se frunciesen. Después de todo, esta no era una carrera que se deshiciera de sus tradiciones a la ligera. La carrera siempre terminaba con un desfile semicompetitivo en la capital francesa, que, si bien no afectaba a la general, le ofrecía a los esprínteres la posibilidad de disfrutar del sol parisino. También existía el peligro de que, siendo tan probable que la general hubiera quedado decidida antes de esa contrarreloj, este nuevo formato se convirtiera en un desfile todavía menos sustancial, en el que ni tan siquiera se alcanzara el grado de excitación que acarrean las llegadas al esprint. Los fuegos de artificio con la pólvora mojada más húmeda, la muerte súbita más muerta.

Por cada contrarrelojista satisfecho en 1989 habría un esprínter al que no le quedaría aliciente alguno. También se podían escuchar otras voces entre la leve disidencia. Graham Watson se encontraba en el tercero de los treinta Tours que acabaría cubriendo desde la plaza trasera de una veloz e inestable motocicleta, manteniendo el equilibrio mientras enfocaba su cámara. Para él y su arte, una contrarreloj en el día final no eran motivo de celebración. «Solo pensar en esa contrarreloj del último día me hacía temblar. Secuestraba toda la diversión y el colorido que ofrece un pelotón acelerando por los Campos Elíseos, la imagen más importante para un experimentado fotógrafo del Tour. Casi seguro, aquello iba a ser un soberano aburrimiento, un mero desfile de coronación para el vencedor de la general. Al menos eso era lo que tanto yo como la mayoría de la gente pensaba. De hecho, muchos periodistas tenían intención de saltarse la etapa de París y regresar a casa un día antes, confiando en que la carrera ya estaría resuelta».

¡Menos mal que fue todo menos eso!