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Restrepo, Emilio Alberto, autor

Joaquín Tornado, detective / Emilio Alberto Restrepo. –2 ed.

Medellín: UPB, 2015.

186 páginas, 14 x 21 cm. (Colección Policías y Bandidos)

ISBN: 978-958-764-282-7

1. Novela negra – 2. Literatura – Colombia – 3. Novela – Colombia – Detectives – Novelas – I. Título – (Serie)

© Emilio Alberto Restrepo

© Editorial Universidad Pontificia Bolivariana

Vigilada Mineducación

Joaquín Tornado, detective

ISBN: 978-958-764-282-7 (versión impresa)

Segunda edición, 2015

ISBN: 978-958-764-640-5 (versión epub)

Digitalización, 2019

Gran Canciller UPB y Arzobispo de Medellín: Mons. Ricardo Tobón Restrepo

Rector General: Pbro. Julio Jairo Ceballos Sepúlveda

Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Fernández

Editor: Juan Carlos Rodas Montoya

Coordinadora de Producción: Ana Milena Gómez Correa

Diagramación: Geovany Snehider Serna Velásquez

Corrección de Estilo: Juan Carlos Rodas Montoya

Fotografía: ISTOCK PHOTOS. Licencia estándar. 2015.

Dirección Editorial:

Editorial Universidad Pontificia Bolivariana, 2019

E-mail: editorial@upb.edu.co

www.upb.edu.co

Telefax: (57)(4) 354 4565

A.A. 56006 - Medellín - Colombia

Radicado: 1381-03-08-15

Prohibida la reproducción total o parcial, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

Presentación

Música de buitres

Tornado y el Obregón

Sobre el autor

Presentación

En la literatura policíaca clásica, y en una de sus variantes más contemporáneas, la novela negra — novela de crímenes o de suspenso —, por definición, ocurre un ilícito que da origen al planteamiento del problema, el que relata el hilo conductor de la historia (una muerte no esclarecida que se presume asesinato, un aparente suicidio, un robo, una desaparición, etc.). Alguien se tiene que encargar de la investigación para tratar de resolver el enigma planteado a través del acopio de unas pistas, de interrogatorios a los testigos o a los sospechosos, de estudiar los antecedentes o las posibles motivaciones o de indagar sobre el escenario de los acontecimientos. Casi nunca es grato ni es fácil y es una labor que recae en alguien que, desde el principio, está tan poco enterado de los detalles como el lector que acomete el texto.

En este escenario aparece la figura del sabueso, casi siempre un detective — oficial o privado, profesional o aficionado — que sigue el rastro para resolver el enigma. La literatura y el cine son testigos de la profusión de personajes que con más o menos acierto, han liderado la lucha contra el delito.

En el modelo clásico es clara la diferencia entre el bien y el mal, la caracterización pulcra de personajes intachables e infalibles que, dotados de una mente privilegiada y de un olfato como un sexto sentido, o de un “tercer ojo”, les permite llegar a una “verdad total”, que no acepta medias tintas ni cabos sueltos. En el modelo más contemporáneo, que surge con los pioneros del Noir, los límites y la escala de matices grises no son tan definidos e impide que las cosas se radicalicen a blanco o negro sin permitir opciones intermedias. Es por esto que los detectives que surgen después de la primera mitad del siglo 20 son más humanos, más “sucios”, menos impecables y no tienen miedo de cruzar líneas que eran impensables para sus pioneros.

En este punto se enmarca la figura de Joaquín Tornado, detective privado tercermundista que interactúa en una ciudad llena de contrastes, acosada de inseguridades y vacilaciones, acorralada por la corrupción y la maldad. Lejos de ser transparente e infalible, tropieza y se cuestiona y sabe que si le toca aliarse con el demonio para lograr un cometido, debe hacerlo. Tiene claro que el enemigo es invisible y que acecha a la vuelta de cada esquina y que no va a tener miramientos para lograr sus propósitos, que sus derechos no valen cuando se invocan y que, si se descuida, su rival disparará primero. Es más versado en alcantarillas que en filosofía, conoce más de recovecos y calles mal iluminadas que de bellas artes, y a la hora de tomar decisiones, es más pragmático que sentimental. Su asunto es la supervivencia, la investigación es su profesión y sabe que si lo contratan, tiene que mostrar resultados al precio que sea.

A este personaje le ha tocado hundirse hasta el cuello, muchas veces a costa de poner en riesgo su pellejo, en situaciones que el ciudadano de a pie desconoce o se niega a reconocer: el tráfico de arte y las falsificaciones, prostitución, comercio sexual de adolescentes, red de pederastas, la industria de la pornografía, la mafia de las apuestas legales e ilegales, el lado oscuro de los deportes, los chanchullos y negocios torcidos de las aseguradoras, crímenes por compasión y, por supuesto, el timo de cada día. Ah, y no puede faltar el seguimiento a parejas infieles, socios ventajosos o empleados desleales, interceptaciones, pesquisas, en fin…, “los gajes del oficio”.

Joaquín Tornado llegó para quedarse o, por lo menos, ese es su plan. En este volumen se recogen dos de sus casos, a manera de abrebocas para presentarlo en sociedad, muy a su pesar, puesto que prefiere pasar desapercibido, camuflado entre las sombras de una ciudad que lleva pegada a la piel y a sus sentidos. Pero el bajo mundo no descansa y Tornado lo sabe. Por eso está ahí, expectante, esperando su próximo movimiento…

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Música de buitres

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Capítulo 1

De tanto andar esquivando situaciones peligrosas, me volví experto en el asunto de no morirme la víspera y, muchas veces, ha sido por cuestiones ajenas a mi voluntad, porque he terminado involucrado en severos embrollos sin quererlo ni propiciarlo.

En varias ocasiones, por circunstancias no planeadas, casi que por la provocación de un azar impredecible que me ha rondado desde siempre, me he visto espantando el buitre de mi propio cortejo fúnebre y dispersando las cucarachas que se preparan para acompañar mi sepelio. Y no me refiero a metáforas rebuscadas que tratan de pintar con histrionismo el riesgo real que he tenido de morirme. Estoy hablando textualmente de cavar mi propia tumba con la amenaza de un fusil que talla mis costillas, acostarme obligado en ella para comprobar si sí había quedado de mis proporciones o esperar el impacto de un balazo que, en el último instante, se desvía por una milésima de milímetro de su trayectoria y me quema la punta de la oreja. No se imaginan el impacto que eso tiene en el espíritu y me reservo el resto para no caer en la obscenidad de contarles el estado de mi ropa interior.

Pero vamos por partes, que hay mucha filigrana en esta urdimbre que trato de organizar en los anaqueles de la memoria.

Cuando salí del Servicio Secreto del Estado por una comedia de equivocaciones que derivó en unos malentendidos que me pusieron de patitas en la calle y por poco me mandan a temperar un buen tiempo en la amarga penumbra de un calabozo, me vi de repente sin oficio, sin dinero, lleno de dudas y paranoias, sin saber a dónde ir con mis huesos y con el peso de una mala fama que, en justicia, creo que no era del todo merecida. Es cuestión de enfoques, pero no me parece que sea prudente profundizar en ello en este momento.

En una de esas (y a partir de eso me volvió un aliado incondicional y se ganó mi eterna gratitud y reconocimiento), Agustín Restrepo me citó a su oficina y me hizo saber que quería ayudarme a a salir de la engorrosa situación en la que me encontraba.

— A veces las cosas se ponen difíciles, Tornado, pero con usted veo que se ponen el doble de complicadas que si se siguiera el trámite normal —. De su paternalismo inicial, había mutado nuevamente en el ulceroso-care-vinagre que siempre había conocido. Era su estado natural.

En el fondo era el mismo Agustín de siempre, el fiscal enérgico y sicorrígido que manejaba su oficina de investigaciones con una eficacia contundente que no permitía desviación posible de lo que consideraba que eran sus métodos, ya probados y puestos en práctica una y mil veces, por lo tanto, incuestionables.

Lo que yo no entendía era para qué me llamaba. Lo que menos necesitaba en ese momento era que me aturdiera a punta de regaños. Su leyenda decía que había matado un burro costeño a cantaleta. De todas maneras decidí escucharlo en silencio. Tenía curiosidad, por no decir necesidad, de que mi vida tomara un curso diferente. Y él, si quería, podía ayudarme.

— Aunque a usted le parezca extraño, voy a confiar en su inocencia, Tornado. Puede que no se haya dado cuenta, pero he seguido su trayectoria y creo que se merece una oportunidad mientras los sucesos se aclaran.

— Y ¿en qué está pensando, Agustín? ¿Cómo me puede ayudar, o mejor, cómo dice usted que me puede dar una oportunidad? Mire que las cosas están enredadas, muy a mi pesar. Me alegro de que confíe en mí y que me apoye, y se lo agradezco, pero dentro de lo que usted ha visto, es claro que no la he embarrado. Que nadie me crea, es otra cosa. Pero usted, que tiene más olfato y sabe ver lo que otros no ven en una primera mirada, debe saber que le estoy diciendo la verdad…

— Tranquilo, Tornado, tranquilo. No se trata de un proceso de canonización ante la Santa Sede, ni nada por el estilo. Y no piense que es que yo estoy convencido de que usted es una dulce criaturita que anda por el mundo para evitar que se le quiebren las alitas de querubín por culpa de la incomprensión de la perfidia humana. No, Tornado, no me crea tan carajo. Lo que le quiero decir es que con lo que conozco, creo que, con toda la brega que ha dado, tiene que tener la oportunidad de un juicio justo antes de que lo crucifiquen, de un debido proceso, antes de que lo vuelvan papilla.

— ¿Y entonces?

— Sí, mejor vamos al grano, tanta filosofía de pronto le hincha el poco cerebro que le ha dejado sin rayones el whisky barato y la fumadera de porquerías. Le voy a ser sincero. Lo necesito en la calle. He visto su forma de trabajar como encubierto y me gusta. Pero le advierto: yo soy el que está al mando. Si empieza con esas marrullerías suyas o se me sale de las manos o empieza a hacer esas calaveradas que tanto le gustan y que en tantos problemas lo han metido, yo mismo me encargo de que lo empapelen y lo encochinen. ¿Estoy siendo lo suficientemente claro, Tornado?

— Más claro no canta un gamín con paperas y agarrado del forro…

— ¿Qué dijo que no le oí bien?

— Que sí, que sí…, que todo estaba claro como la bandera y que no quería ser un estorbo…

— ¡Ya empezó con sus estupideces, Tornado!

— Pero cuáles, mi fiscal favorito, lo que pasa es que usted se alebresta por todo y no me tiene paciencia. Hable, hable, que lo que usted me diga es lo que vamos a hacer. Cuénteme, estoy ciento por ciento a sus amables órdenes.

Capítulo 2

Sin haberla concertado por mi voluntad, la conversación que tuve con Agustín Restrepo cambió el resto de mi vida, pues me permitió tomar decisiones y asumir una postura que me llevaría a ser lo que he sido desde entonces: investigador privado.

Por el momento, lo que él necesitaba de mí mientras resolvía la querella que me tenía tan emproblemado en el servicio de inteligencia, era que me infiltrara en la Asociación departamental de ganaderos para tratar de ayudarle a desenredar una situación a varias personas que lo habían solicitado, entre ellas algunos diputados.

Por mi parte, aunque me investigaran, no había inconveniente para actuar de encubierto, ni siquiera por mis antecedentes; prácticamente yo no existía, pues todo mi trabajo había sido de incógnito desde siempre. Yo ni siquiera estaba vinculado, era contratista de una empresa de servicios temporales que a su vez tercerizaba con el Ministerio de Gobierno y figuraba como miembro de un escuadrón de servicios varios, especialista en aseo y mantenimiento, con carnet y todo. “Ingeniero de inodoros y excusados con diplomado en cañerías y licenciatura en desagües”, le contestaba muy serio a la gente que me preguntaba que en qué trabajaba y hacía ver que me burlaba de mi humilde condición, sin confesar que en realidad mi vida bajo la tapadera era un tanto más escabrosa y, si se quiere, mucho más animada.

Más que con una Prieto Beretta, se me identificaba con una escoba trapetta y en ningún expediente figuraba que yo era agente encubierto del Estado y que en la calle me había mimetizado de cuanta lacra hubiera que representar para una investigación secreta: fui indigente en El Cartucho y mecánico en Barrio Triste. Fungí de chulo en Guayaco, de cantinero y promocionista de catálogo de prepagos en la zona rosa de El Poblado, jíbaro en una plaza de vicio de un instituto, y casi me matan como reciclador de chatarra en una redada en las orillas del río. Hice de vendedor ambulante de materiales de aseo (falsificados, por supuesto), fui voceador de periódicos y gacetillero de esquina; ofrecí discos y películas piratas y casi me hago rico sin culpa, tenía un puesto de libros y revistas de segunda con clientela ya fiel y seleccionada.

En fin, hice de todo en misiones milimétricamente diseñadas, cuando estábamos tras la pesquisa de alguna alimaña a la que la Fiscalía o el Gobierno o las oficinas de inteligencia (que hay varias y el público y la prensa no lo saben, o por lo menos nunca hablan de ello) le tenían el ojo puesto y querían echarle garra; pero antes del arresto debía estar todo bien documentado, para que, cuando fuera capturado, no pudiera protestar en el momento de mostrar miles de fotos o cientos de horas de grabación en las que se le veía con las manos en la masa del ilícito.

En estas andanzas conocí a Agustín Restrepo, con la buena fortuna de que en muchos de los casos que le tocó intervenir yo había estado involucrado y con el trabajo de campo que yo y mis compañeros habíamos hecho en las calles y con las pruebas que habíamos reunido, el hombre había dado unos golpes muy certeros que le granjearon un sólido prestigio y una carrera ascendente en las inspecciones y luego en la Fiscalía y en otras dependencias que luchaban contra el crimen.

Los gobiernos no muestran todas las cartas y no todas son trasparentes ni respetables ni se pueden exhibir abiertamente para no alborotar a los organismos de defensa de los derechos humanos, pero cuando se trata de dar la pelea contra los enemigos declarados (guerrilla, delincuencia) o no declarados (adversarios políticos, periodistas, profesores, universitarios), se usan mecanismos no muy santos y, a veces, francamente ilegales, como las grabaciones y el espionaje, las alianzas hasta con el mismo demonio, la siembra de evidencias, la pesca con señuelos. Eso lo sabemos Agustín y yo de primera mano, pues lo hemos hecho de manera cotidiana; desde entonces él conocía lo de mi eficiencia en estos asuntos y era por eso que no me quería dejar ir ni iba a permitir que me hundieran. Me lo había dicho, confiaba en mí y le gustaban mis resultados, aunque por las personalidades tan distintas no le causaba mucho entusiasmo ni mi estilo ni mi lenguaje ni mi forma de ser, pero el hombre era pragmático y sabía que yo no iba a cambiar fácilmente porque chasqueara los dedos o me mirara feo y que, siendo así como era, le daría siempre buenos resultados y le iba a ser confiable y leal. Eso ya lo teníamos claro.

Capítulo 3

La situación estaba definida: a una familia de ganaderos le habían secuestrado un hijo. Se trataba de los Ramírez, unos montañeros llenos de plata y tierras, rudos y obstinados como asnos, con un concepto muy feudal de la propiedad y más apegados al dinero que a la vida o al sentido común.

El patriarca, el señor Jaime, había dicho desde siempre que si lo secuestraban o lo extorsionaban, se iba a hacer matar, que si por él fuera, no le iban a sacar ni un solo peso, que harto se había quebrado el lomo durante toda la vida desde su niñez para conseguir lo que tenía, como para entregarlo así como así a los primeros delincuentes que aparecieran con atropellos y exigencias.

Su hijo Tomás era un bueno para nada, fiestero y relajado, más interesado en las hembras y en la francachela que en contribuir a engrosar el patrimonio familiar. Su gusto por la cocaína y el licor, por los caballos y las fiestas pueblerinas, lo hacía exponerse más de lo prudente en fiestas veredales. Y preciso, fue capturado en una resaca, con la carnada de unas bellas insurrectas voluptuosas y alborotadas, puestas en bandeja. Cuando despertó, estaba a punto de morirse de una cogorza feroz y encadenado a un árbol en la mitad de la montaña. No la creía, y más se aturdía cuando recordaba lo que su papá pensaba del asunto y todo lo que le había advertido que no se expusiera sin precauciones.

Por esos días, esa región del departamento estaba dominada por un grupo guerrillero que imponía el terror entre los habitantes y aún no se había dado la confrontación que años más tarde haría que los paramilitares les arrebataran el territorio a sangre y fuego, con cientos de muertos y desplazados.

El jefe de la cuadrilla, Maldonado (alguien definido por los que lo habían sufrido, fuera aliado o enemigo, como una máquina de muerte de una cruel y refinada maldad), tenía azotada la región y se había vuelto una ficha importante desde el punto de vista de la consecución de recursos, pues había logrado una recaudación récord mediante secuestros, amenazas, boleteo a los finqueros y cobro de peaje y gramaje a los narcotraficantes de la región. Era implacable y contundente, un estratega sin escrúpulos y sin miramientos a la hora de negociar. Parecía invisible, tenía informantes en todos los rincones y era clave en el fortalecimiento del grupo sedicioso en esa zona. Ni los tenderos de locales pequeños esquivaban su “angurria” implacable.

Ante la ola de retenciones extorsivas, el Gobierno había prohibido negociar con los subversivos, establecer contactos con ellos o vender propiedades para pagarles. Eso era considerado una infracción grave y así las familias se veían maniatadas para negociar. El secuestrado casi siempre aparecía muerto, a pesar, incluso, de haber entregado el dinero y las familias resultaban con procesos abiertos por colaboración a la guerrilla y, aunque parezca inaudito, hasta acusadas de complicidad en el delito de rebelión.

Don Jaime, quien había sido contactado luego de la retención de su hijo, fue citado en una vereda y, a regañadientes, le tocó echarse al monte un día entero en bestia y caminando para pactar las condiciones de la entrega, pero en esa instancia no fue posible. Era un hombre primitivo y montaraz, avaro por definición y obcecado hasta el límite. No en vano, en el pueblo lo conocían como “cabecemula”. Le dijo a Maldonado en su propia cara que no les iba a dar ni un peso y que si querían lo mataran allí mismo. Se puso rojo de la ira, se quería ir a los puños con uno de los delegados y si no es porque le propinaron un golpe de culata que lo tiró al suelo, se hubiera agarrado con la tropa en pleno o se hubiera muerto en ese instante, víctima de un ataque de rabia por la indignación que sentía. Era un verdadero hueso duro, un fémur de dinosaurio, salvaje e irracional con quien no era posible llegar a ningún acuerdo.

A pesar de las ganas de ejecutarlo allí mismo, se contuvieron y lo dejaron libre, pues era evidente que era el único en el clan que tenía acceso a los bienes y capacidad de negociación. Maldonado consideró que al resto de peleles no había forma de sacarles plata. Entonces lo bajaron al camino, boca abajo, amarrado a pelo del animal, sin camisa, con la espalda al sol. Cuando llegaron, todavía maniatado, lo desnudaron, lo llenaron de miel y lo dejaron sentado en un hormiguero. Al cabo de muchas horas unos campesinos lo rescataron, le prestaron auxilio y lo llevaron al hospital.

Pero el viejo era obstinado. En poco tiempo ya estaba recuperado y más que intimidarlo, lo único que hicieron fue enfurecerlo y convencerlo aún más de su postura recalcitrante. A pesar de las llagas, su actitud se tornó incluso más intransigente.

Maldonado entendió que con esta estrategia no se iba a lograr nada y decidió cambiar de método. Al otro día, una caja llegó por encomienda a nombre de la esposa de don Jaime, la madre del secuestrado; traía un mensaje contundente: una hoja de papel con una nota de letras de recortes de revista que decía que la suma del rescate ya no era de 50 millones sino de 65, que no querían negociar nada con nadie de la familia ni menos con ese viejo H.P. de Jaime Ramírez y que les daban 48 horas para que buscaran un mediador que fuera externo, aprobado por las partes, de entera confianza y con total discreción. Para sellar este nuevo pacto, iban a firmar con las marcas de los dedos de las partes interesadas y para que quedara claro, empezaban por las del muchacho Tomás. Ahí dejaban la constancia, una huella digital de sangre, y al lado la evidencia contundente y macabra, un dedo del secuestrado. De no hacer caso a ese aviso, todos los días iban a tener una prueba más de que la cosa era en serio, hasta que con los elementos enviados pudieran armar de nuevo al hijo en su propia casa. Estaban dispuestos a mandárselo por pedacitos hasta que pudieran tener el rompecabezas completo.

Esta táctica ablandó a don Jaime, no directamente, sino por tocarle su punto vulnerable: su señora y las hijas, las únicas que lograban llegarle a ese sitio en el que debía tener el corazón. Ahí sí tuvo que negociar y ceder en su punto. Entre alaridos, llantos, desmayos y recriminaciones, accedió a hacer algo para rescatar a su hijo. Más que por él, al que consideraba un inútil y mantenido, lo hacía por las mujeres de la casa, pues era incapaz de soportar esa andanada incontenible de pajarracos presionándolo sin darle opción; además de que, por lo que había visto, el monto iba en aumento y con tendencia permanente al alza.

Tratando de buscar una salida, se pensó en don Germán, un hermano de don Jaime, pero de entrada Maldonado lo rechazó. Era claro que no quería cruzar palabra con ninguno de los Ramírez. Entonces pensaron en la Asociación departamental de ganaderos, gremio que los convocaba y que ya había prestado sus buenos oficios en la mediación de algunos rescates de los socios y sus familias.

El gerente, el doctor Tamayo, fue preciso: él como él, no podía hacer nada, pues ya había prestado su concurso en otros eventos y ya se había “calentado” con el Comando contra la extorsión y el secuestro del Gobierno. Lo tenían en la mira y le advirtieron que si no informaba y no mantenía al coronel de la Brigada al tanto de los operativos, lo iban a encausar y con seguridad lo encarcelaban, aunque su verdadero temor era que resultara emboscado por los militares que no veían con buenos ojos su intermediación de buena fe y con carácter humanitario.

La única forma era buscar a alguien de entera confianza, con carácter y experiencia y los cojones suficientes para enfrentarse a esos sujetos que no tenían piedad ni consideración con nadie.

En la tormenta de ideas, de un socio que era Diputado surgió el nombre de Agustín Restrepo y, de carambola, él sugirió que yo podía ser el sujeto ideal para capotear ese asunto. Además, estaba desocupado y necesitaba una oportunidad de reivindicación ante los problemas que estaba enfrentando.

De entrada, todo se veía mal y prometía empeorarse. Así resulté metido, sin quererlo, en ese soberano zafarrancho.

Capítulo 4

Enterado de los antecedentes, Agustín fue directo, enemigo como era de los rodeos.

— La situación es sencilla, Tornado. A mí me contactaron como amigo y simpatizante, no como representante de la autoridad, ya sabe que eso es ilegal. Todo lo que hagamos es por debajo. Las negociaciones tienen que hacerse en silencio, con total discreción. El doctor Tamayo no puede dar la cara, pero presta su colaboración. Los sitios de reunión, el transporte, las comunicaciones, los viáticos, todo corre por cuenta de la Asociación y de la familia. Evidentemente, en público no puede darse por enterado y, si es confrontado, tendrá que negarlo todo. Lo mismo me pasa a mí.

— ¿Y cuál es mi papel en todo esto?

— Como usted bien lo sabe, es algo delicado. No le puedo decir que no hay peligro. Ese sujeto Maldonado es de cuidado, es primo hermano de Satanás y como lo hemos visto en este y en otros casos, no le tiembla la mano en el momento de dejar de manifiesto quién es el que pone las condiciones. El asunto es que la familia tampoco es fácil, y si bien figuran como solventes, todo lo tienen en ganado y propiedades, pero no hay mucho flujo de efectivo.

— Pero ¿hasta dónde puedo negociar?

— Eso se va sabiendo sobre la marcha. Por ahora lo importante es demostrar que hay disposición de acuerdo, que hay con quién hablar. Exigen un interlocutor neutral y usted va en representación de la Asociación, como si fuera empleado de ella, y se hace pasar por una persona de confianza del doctor Tamayo.

— ¿Y qué pasa si hay infiltrados o soplones dentro de la organización? De pronto alguien “chivatea” que yo soy un recién llegado.

— Su nombre adentro es Diego Tabares. Es una identidad real de un funcionario que trabaja en la sede de la Costa. Ya se anunció que va a haber un traslado y por unos días usted estará en la gerencia, oyendo y copiando el movimiento del día a día. No se preocupe, nunca va a estar solo y, también es claro, si llega algún fisgón a tratar de escarbar, usted sabe cómo lo maneja. Ahí contamos con su experiencia de calle y con esa capacidad maravillosa suya de hacerse el imbécil cuando le toca.

— Gracias por las flores, Restrepito.