VIAJE A BORDO DEL SUNBEAM

Nuestro hogar en el océano durante once meses

ANNIE BRASSEY

Imagen

 

Título original: The Voyage in the Sunbeam, our Home on the Ocean for Eleven Months

Viaje a bordo del Sunbeam. Nuestro hogar en el océano durante once meses

© Annie Brassey, 1879

© De esta edición: Ediciones Casiopea, 2019

 

ISBN: 978-84-121020-1-7

 

Imagen de Cubierta: James Tissot

Traducido por: Claudia Herreros

Diseño de Cubierta: Anuska Romero

Maquetación: Carycar Servicios Editoriales

 

Reservados todos los derechos

 

 

Índice

PARA LOS AMIGOS

Que están en todas las regiones y países, que son de raza blancas y de color, y de todas las clases de la sociedad, y que han hecho de nuestro año de viaje un año de felicidad. A ellos les dedica estas páginas la muy agradecida autora.

 

PREFACIO DE LA NUEVA EDICIÓN

El objetivo de la actual edición de Un viaje a bordo del Sunbeam ha sido presentar una reproducción fiel del trabajo anterior. La tipografía solo se ha reducido ligeramente y se ha realizado una selección copiosa de la serie original de ilustraciones.

La nueva edición del trabajo de la autora en un formato popular brinda una buena oportunidad para que se reconozca la favorable recepción otorgada a su primera obra literaria por parte de los críticos, la prensa y el público. Ella desea que en el formato actual la lectura de su relato proporcione placer y posible instrucción hacia un círculo de lectores más amplio.

PREFACIO DE LA PRIMERA EDICIÓN

Esta obra no necesita un prefacio elaborado. Inmediatamente después de nuestro regreso a Inglaterra se publicó en el diario Times un borrador general en el que se describía el viaje. Esa carta se reproduce aquí para que sirva de un buen resumen del trabajo en el Sunbeam, pero esas líneas introductorias estarían incompletas si no contuvieran un bien merecido tributo a la diligencia y exactitud de la autora. El viaje no se habría emprendido, y seguramente tampoco se habría completado, sin el impulso de su perseverancia y determinación. Todavía habría sido menos probable que se hubiera preservado una colección suficiente de escenas y experiencias del largo viaje de no ser por su deseo concienzudo de no solo verlo todo detenidamente, sino de registrar sus impresiones de manera fiel y precisa.

Lógicamente, no podemos esperar encontrar las grandes habilidades de un escritor profesional en estas simples páginas, pero habremos cumplido con su objetivo si son una forma de permitir que más amigos compartan el interés y la diversión de las escenas y aventuras que se describen.

 

THOMAS BRASSEY

 

NOTA

Debo agradecer al señor W. Simpson, autor de Meeting The Sun, por los pasajes dados en las páginas 334 y 335 relacionados con los templos japoneses y su sacerdocio.

El navío que nos llevó de forma rápida y segura alrededor del mundo necesita una breve descripción. Fue diseñado por el señor St. Clare Byrne, de Liverpool, y podría definirse técnicamente como una goleta compuesta por tres mástiles y una verga de gavia.

Los motores, de los señores Laird, tienen una fuerza nominal de 70 caballos y alcanzan una velocidad de 10,13 nudos por milla. El depósito contiene 80 toneladas de carbón. La consumición diaria media es de 4 toneladas, y la velocidad es de 8 nudos con buenas condiciones climáticas. Las principales dimensiones del casco son: longitud para tonelaje: 48 metros; punto extremo de la viga: 8 metros y 4 centímetros; tonelaje de desplazamiento: 531 toneladas; sección del área de la entrecubierta: 61 metros cuadrados.

A.B.

 

LISTA DE PERSONAS A BORDO

 

Cuando zarpamos de Cowes el 6 de julio de 1876, la lista de personas a bordo del barco era la siguiente:

Sr. THOMAS BRASSEY (Propietario).

Sra. BRASSEY.

THOMAS ALLNUTT BRASSEY.

MABELLE ANNIE BRASSEY.

MURIEL AGNES BRASSEY.

MARIE ADELAIDE BRASSEY.

Hble. A. Y. BINGHAM.

Sr. F. HUBERT FREER.

CAPITÁN JAMES BROWN, de la Marina Real.

CAPITÁN SQUIRE T. S. LECKY, de la Reserva Naval.

Sr. HENRY PERCY POTTER, médico.

ISAIAH POWELL, comandante del barco.

HENRY KINDRED, contramaestre.

JOHN RIDGE TEMPLEMAN, carpintero.

CHARLES COOK, guardavía y artillero.

JAMES ALLEN, timonel del barco.

JAMES WALFORD, capitán de bodega.

JOHN FALE, timonel de patrulleros.

HENRY PARKER, segundo timonel del barco.

WILLIAN SEBBORN, marinero capacitado.

WALTER SEBBORN, marinero capacitado.

TURNER ENNEW, marinero capacitado.

WILLIAN MOULTON, marinero capacitado.

ALBERT WISEMAN, marinero capacitado.

JOHN GREEN, marinero capacitado.

THOMAS TAYLOR, marinero capacitado.

FREDERICK BUTT, marinero capacitado.

HENRY TICHENER, marinero capacitado.

THOMAS POWELL, cocinero para los camarotes.

WILLIAM COLE, joven.

ROBERT ROWBOTTOM, mecánico.

CHARLES MCKECHNIE, mecánico.

THOMAS KIRKHAM, primer fogonero.

GEORGE BURREDGE, fogonero.

GEORGE LESLIE, mayordomo.

WILLIAM AINSWORTH, mayordomo de dormitorio.

FREDERICK PARSONS, mayordomo de salón.

GEORGE BASSETT, mayordomo de salón.

WILLIAM PRYDE, cocinero.

JOSEPH SOUTHGATE, ayudante de cocinero.

EMMA ADAMS, enfermera.

HARRIET HOWE, doncella.

MARY PHILLIPS, moza.

La lista de personas que estuvieron a bordo del barco durante el viaje son las siguientes:

LLEGADAS

TRIPULACIÓN DE MONKSHAVEN (15), llegaron al Sunbeam el 28 de septiembre.

ARTHUR TURNER, uno de la tripulación, permaneció en el Sunbeam como marinero capacitado.

JOHN BEBBORN, del Ashuelot, Hongkong.

JOHN SHAW, asistente de cocina, Hongkong.

ISAAC AYAK, Hongkong.

JOHN AHANG, Hongkong.

MAHOMET, fogonero, Galle.

ABRAHAM, fogonero, Galle.

TOM DOLLAR, fogonero, Galle.

Sr. y sra. WOODROFFE, Ismailía.

(Total 24)

SALIDAS

T. ALLNUTT BRASSEY, Río.

TRIPULACIÓN DEL MONKSHAVEN (14), reubicados a bordo del Illimani, el 5 de octubre.

CAPITÁN SQUIRE T. S. LECKY, de la Reserva Naval, Buenos Aires.

GEO. LESLIE, Ensenada.

CAPITÁN JAMES BROWN, de la Marina Real, Honolulu.

WM. PRYDE, Honolulu.

JOHN FALE, Malaca.

MAHOMET, Suez.

ABRAHAM, Suez.

TOM DOLLAR, fogonero, Adén.

Sr. y Sra. WOODROFFE, Puerto Saíd.

(Total 25)

CAPÍTULO I

DESPEDIDA DE LA VIEJA INGLATERRA

MÁSTILES, ASTAS Y UNA PLAYA QUE SE DESVANECE A LA DERECHA.

LA GLORIOSA VELA EXTENDIÉNDOSE POR LA PROA.

 

Al mediodía del 1 de julio de 1876, dijimos adiós a unos amigos que habían venido a Chatham para despedirnos y empezó la primera etapa de nuestro viaje navegando hacia Sheerness, donde saludamos a nuestro viejo amigo el Duncan, el buque insignia del almirante Chad y pasamos entre una perfecta flota de embarcaciones de todo tipo. Soplaba un fresco viento contrario y pasar por el canal fue tan molesto como de costumbre debido a las circunstancias.

En la tarde del día siguiente, llegamos a Hastings, donde teníamos pensado parar a cenar y ver a algunos amigos, pero desafortunadamente el tiempo no fue lo suficiente favorable para atracar ahí, por lo que nos alejamos navegando y, al anochecer, nos encontrábamos otra vez cerca de tierra, en Beachy Head. Cuando llegamos a la altura de Brighton, todos nosotros (incluidos los niños) aprovechamos la oportunidad para saltar del barco y tomar nuestro primer baño, que disfrutamos plácidamente. Encendimos las máquinas antes de las 10 de la mañana y de nuevo seguimos con nuestro rumbo, hasta que echamos el ancla en Cowes a las 6 de la tarde.

Por la mañana del sexto día, una suave brisa se levantó y nos permitió avanzar por las Needles con las velas izadas y las chimeneas apagadas, algo de lo que la tripulación se sintió orgullosos, ya que muchos regatistas habían pronosticado que sería imposible que nuestro navío se mantuviera en pie con una brisa tan ligera.

Éramos cuarenta y tres a bordo. Teníamos con nosotros dos perros, tres pájaros y un encantador gato persa que pertenecía al bebé. El gato desapareció rápidamente y temimos que hubiera caído por la borda por el escobén. Aun así, abrigábamos la esperanza de que tal vez hubiera sido empaquetado con las nuevas velas que se habían guardado a toda prisa el día anterior. Por desgracia, nunca lo encontramos y los niños estuvieron desconsolados hasta que descubrieron en Torquay un sustituto efectivo para Lily.

El canal estaba moderadamente tranquilo fuera de la isla de Wight, y por la tarde pudimos seguir nuestro rumbo por Ushant. Tras la medianoche, sin embargo, el viento soplaba gradualmente del suroeste golpeándonos directamente en el rostro. Se levantó una mar terrible y, como íbamos avanzando poco o nada, decidimos ir a Torquay o a Dartmouth y esperar allí a que calmara. Atracamos en Torbay, a una media milla desde el muelle a eso de las 8.30 de la mañana, y poco después fuimos a la orilla para bañarnos. Vimos que la altura de las rocas que rodeaban la ceñida y pequeña cala era la causante de que el agua estuviera tan helada.

Al no haber oído nada más sobre nuestro pobre gatito, solo pudimos concluir que se había caído por la borda. Sin embargo, en cuanto abandonamos la estación de tren vimos a un pequeño gato blanco con un lazo azul en el cuello y todos los niños exclamaron:

—¡Es nuestra Lily!

Investigamos un poco y descubrimos que pertenecía a la joven del bar, que tras algunas objeciones permitió que nos lo lleváramos para cumplir el deseo de Muriel, tal y como manifestaba su cara.

Alrededor de las 10 nos pusimos en marcha, pero nos detuvimos para desayunar. Luego padecimos las habituales sacudidas de las olas por el canal, y todo el mundo se sentía mal. Al lado del sotavento, se nos veía como un grupo de aspecto melancólico, aunque he de decir que estábamos tan alegres como cabría esperar dadas las circunstancias. El cielo brillaba y hacía sol, lo cual hizo la situación más llevadera.

Domingo 9 de julio

Reinaba la calma a las 2 de la madrugada y se ordenó dar más potencia al barco, pero el nuevo carburante de Chatham tardaba en encenderse, aunque sí que funcionaba bien para mantener el ritmo una vez encendido. Durante cuatro largas horas nos movimos torpemente con el balanceo del mar bravo, las velas ondeaban mientras el navío se mecía. Para cuando el vapor subía, también lo hacía la brisa, una contraria, claro. Fuimos navegando durante todo el día alternando el carbón y las velas. Además, la cubierta se nos iba llenando de agua como nunca antes había ocurrido, aunque no en gran cantidad. El barco contiene un suministro de carbón y otro almacenaje más grande de lo normal y, sin duda, los metros cuadrados de su mástil hacen que cabecee más fuerte. Lamentamos nuestra mala suerte y pospusimos el momento de ir a la iglesia, donde se reunía a una pequeña congregación.

El octavo día ya estábamos lejos de la vieja Inglaterra y al día siguiente partimos a Ushant, que rodeamos sobre las cuatro y media de la tarde, a una distancia de una milla y media. El mar se hallaba muy agitado y las olas rompían contra las rocas afiladas como agujas que rodeaban la isla.

Dos días después navegábamos bajo un clima cálido y soleado y contábamos con una fuerte brisa del noreste, un oleaje favorable con un balanceo ocasional procedente del oeste. En cuanto amaneció, el viento se incrementó y nos encontramos en una situación difícil. Gran cantidad de agua entró al barco lo que hizo imposible sentarse en algún lugar cómodo excepto en aquellos puntos que estaban encastrados. Sin embargo, avanzábamos a diez nudos siguiendo nuestro rumbo y bajo nuestra nueva vela cuadrada.

Las treinta toneladas extra de velas, mástiles, provisiones y las quince toneladas de agua, más las ochenta y cuatro toneladas de carbón, se notaban en cuanto al dinamismo del barco y el agua que entraba y salía de las partes más inesperadas. Esto resultaba una maravilla para los niños, quienes descalzos, con las piernas al aire y armados con fregonas y esponjas, jugaban y simulaban que se encontraban en una guerra, cantando y bailando a más no poder. Esta diversión se veía interrumpida ocasionalmente por algún balanceo más fuerte, que los mandaba al borde de la cubierta y los empapaba de la cabeza a los pies, obligándolos a ir a cambiarse de ropa a pesar de su protesta de que el agua de mar nunca había hecho daño a nadie.

Después de cenar, nos encontramos con un nuevo accidente. Estábamos en la proa contemplando cómo nos seguían unas magníficas olas, con sus curvas como crestas, altas como montañas. Cada vez que se acercaba una era como si nos fuera a sobrepasar, pero en vez de eso barrían el barco de proa a popa y nos mojaban con el agua que escupían. Tom observaba la brújula de la proa con Allnutt cerca de él. El señor Bingham y el señor Freer estaban fumando a medio camino entre los camarotes y las escotillas, donde el Capitán Brown, el doctor Potter, Muriel y yo nos encontrábamos. El Capitán Lecky, sentado sobre un gran rollo de cuerda encima de la caja del timón, estaba con Mabelle dando vueltas a un ovillo. El timón estaba pilotado por nuevas manos que, justo en el momento en que una ola inusualmente gigante nos alcanzó, dejaron que el barco escorara un poco. En un segundo, el mar empezó a entrar por la proa, sobre la cabeza de Allnutt. La sacudida casi tiró al niño al agua, pero este se las arregló para sujetarse en la baranda y, con sangre fría, metió las rodillas en los baluartes. Kindred, nuestro contramaestre, al ver el peligro se apresuró a salvarlo pero la ola de retorno lo derribó, y él salió de ella sin aliento. El rollo de cuerda donde el Capitán Lecky y Mabelle estaban sentados flotaba en el mar. Por suerte, el Capitán se había enrollado un cabo a la cintura dos veces y, rodeando con su otra mano a Mabelle, logró sujetarse con firmeza, de lo contrario nada podría haberlos salvado. Mabelle estaba perfectamente tranquila y solo dijo con voz queda:

—Aguante, Capitán Lecky, aguante.

A lo que él respondió:

—De acuerdo.

Después le pregunté a ella si había pensado que se iba a caer al agua y respondió:

—Ni siquiera pudimos pensarlo, mamá, pero sentía que de verdad nos caíamos.

El Capitán Lecky, acostumbrado a viajes tan largos, ni siquiera había reparado en lo cerca que estábamos del agua en nuestro pequeño navío y lo tomó en cierta manera por sorpresa. El resto del grupo estaba empapado exceptuando a Muriel, a quien el Capitán Brown había sujetado en sus brazos por encima del agua y que no tardó en remarcar, en medio de la confusión general:

—No estoy para nada mojada, no lo estoy.

Afortunadamente, los niños no saben qué es el miedo. Aun así, las doncellas estaban muy asustadas porque se había metido algo de agua en los camarotes de los pequeños y tuvieron que fregar las claraboyas. El mástil de la vela adicional también se rompió con gran estruendo cuando el barco se desbordó.

Poco después de esta aventura, nos fuimos a dormir muy agradecidos de que todo hubiera acabado de la mejor manera, pero por desgracia, al menos en mi caso, no pude descansar. En unas dos horas me desperté por la gran cantidad de agua que empezó a caer por encima de mí empapando la cama. Inmediatamente me levanté para encontrarme con otra piscina en el suelo. Estaba muy oscuro y no podía pensar qué podría haber pasado, así que salí a cubierta y me encontré con que el agua había disminuido un poco. Algún marinero, que sabía bien que me gusta el aire fresco, había abierto la claraboya demasiado pronto y una ola rebelde se había colado en el barco inundando el camarote.

Cogí una linterna y me puse a limpiarlo lo mejor que pude. Después, me esmeré por encontrar un sitio seco donde dormir, pero no fue tarea fácil porque mi cama estaba empapada y todas las demás literas se hallaban ocupadas. La cubierta también se encontraba inundada hasta la altura de los tobillos. Al final, me tumbé en el suelo, me tapé con mi gabán y me coloqué en perpendicular entre el soporte de nuestra cama y el armario. De esta manera, cuando el barco se movía en exceso muchas veces tenía los pies más altos que cabeza. En consecuencia, cuando soñaba se convirtió en una pesadilla cuya idea principal era un cabeza rota de tres quintales de plomo a los pies de la cama, balanceándose sin control de un lado al otro mientras el barco se movía y se inclinaba, haciéndome imaginar todo tipo de accidentes.

Cuando por fin amaneció, pudimos apreciar un tiempo despejado a pesar de que la brisa proseguía. Todos se pusieron a trabajar para reparar los daños. La cubierta y la jarcia del Sunbeam ofrecían un aspecto extraño con los diversos hombres trabajando con los cabos, mástiles y velas. Hacia la tarde, soplaba un viento suave y tuvimos que atizar la caldera.

Esa noche fue la primera en ser cálida y la disfrutamos mientras las estrellas brillaban. El mar, que había estado de un maravilloso color azul durante el día, mostró un hermoso tono fluorescente.

Jueves 13 de julio

Cuando fui a cubierta, a eso de las 6.30, me encontré con una mañana gris, húmeda y calmada que prometía un día caluroso y sin viento.

Alrededor de las 10.30 de la mañana, el grito de «¡Velas a babor!» causó una excitación general y en pocos minutos todos habían cogido los telescopios y prismáticos para observar los objetos que nos llamaban la atención y que pronto resultaron proceder de un naufragio. Otros fueron al timón para poner rumbo a estribor. Se hicieron muchas preguntas a aquellos afortunados que tenían telescopios. «¿Qué es?», «¿Hay alguien a bordo?», «¿De dónde viene?», «¿Puede leer el nombre?», «¿Parece que hace mucho que está abandonado?».

Pronto nos hallábamos lo suficientemente cerca como para mandar un bote con algunos hombres de la tripulación. Pudimos leer el nombre, el Carolina, y ver que estaba coronado con una preciosa estrella en la popa. Tenía una carga de entre 200 a 300 toneladas y estaba pintado de azul claro con unos detalles rojos. Debajo del blanco bauprés, la imagen llamativa de una mujer servía de mascarón. Los dos mástiles se habían desprendido un metro desde la cubierta y los baluartes no estaban. Solo quedaba lo que los recubría y los soportes, provocando que las olas pasaran por encima y a través del barco. El techo y los soportes de la camareta y las escotillas aún se mantenían en pie, pero los laterales habían desaparecido y la cubierta del barco estaba reventada de manera tal que recordaba a la parte posterior de una codorniz.

Los hombres que habían llegado se pusieron a husmear y los vimos muy contentos con lo que habían encontrado. Enseguida nuestra tripulación regresó para coger algunos barriles, ya que el Carolina estaba cargado de vino de Oporto y de corcho, y los hombres querían traer algo de eso a nuestra embarcación. Me cambié el vestido y me calcé las botas de agua, lista para unirme a ellos.

Los hombres se mostraban emocionados con lo que habían descubierto. El vino debía de ser reciente y muy fuerte por el olor que desprendía tras haberse volcado por la cubierta, y que habría sido suficiente para intoxicar a alguien. Cuando todas las barricas y barriles estuvieron llenos, se intentaron sacar con gran esfuerzo, aunque finalmente se dejó por imposible porque no pudimos dedicarle tanto tiempo como hubiéramos querido. Los hombres lograron sacar tres barriles medio vacíos con las tapas rotas que luego tiraron por la borda, pero para los que estaban llenos habríamos necesitado herramientas especiales para poder transportarlos por las escotillas. Resultó complicado llegar al vino, pues estaba guardado bajo el corcho. También había gran cantidad de mamparos y de trastos florando por ahí, siguiendo el movimiento del oleaje del Atlántico. El hecho de estar en la cubierta observando la bodega llena de balas de corcho, barriles y piezas de madera mientras estábamos viendo cómo el mar se iba alzando en todas las direcciones, atravesando y sobrepasando la cubierta, que estaba al nivel del borde del agua resultó curioso. Vi una excelente y moderna cocina de hierro que el agua arrastraba de lado a lado, pero casi todos los otros artículos que se pudieran mover, incluyendo palos y cabos, parecía que ya se los habían llevado anteriores visitantes. Tom nos hizo gestos para que regresáramos al barco, y así lo hicimos con nuestros distintos botines.

Un ave revoloteó mientras estábamos a bordo de aquel barco y nos siguió hasta el Sunbeam. Aunque un fuerte oleaje prevalecían en el momento, todos consideramos a nuestro visitante un indicador de plácida brisa. Al menos en este caso, la bien conocida superstición de marinero estaba justificada, ya que antes del atardecer empezó a soplar el viento y la orden del día fue «Apagad el fuego, izad las velas». Enseguida nos pusimos en marcha, a unos siete nudos por hora, mientras que una noche tachonada de estrellas y una alta condensación presagiaba una mañana espléndida.

Viernes 14 de julio

Seguimos disfrutando de un viento ligero acompañado de un fuerte vaivén del oeste que hacía imposible sentarse en ningún lado cómodamente y aún más difícil leer. Nuestra tripulación mantenía entre si una buena relación pese a que una semana antes todos eran desconocidos. Solíamos estar tan ocupados que no veíamos mucho a los demás excepto en las comidas, en las que hablamos mucho. El Capitán Lecky compartía con nosotros información valiosa sobre la navegación científica y la ley de las tormentas y, junto con Tom, y el Capitán Brown trabaja duro en estos aspectos. El señor Freer también seguía siempre por esa línea. La señora Bingham dibujaba y leía y el doctor Potter me ayudaba con las clases de las niñas de las que, estoy contenta de poder afirmar que eran de lo mejor. Yo leía y escribía mucho y aprendía español, por lo que los días se nos hacían demasiado cortos para lo que teníamos que hacer. El servicio se estaba asentando bien en sus puestos y el comisionado desempeñaba una gran labor con los cocineros y mayordomos. Las doncellas trabajaban satisfactoriamente, pero se ponían algo nerviosas en las noches más difíciles, aunque esperábamos no tener muchas más, pues ya nos acercábamos a latitudes más tranquilas.

En el transcurso del día, mientras Tom y yo estábamos sentados en la popa, el hombre al timón exclamó de repente:

—¡Tierra a babor!

Nosotros sabíamos, por la distancia que habíamos recorrido, que no podría ser. Tras haberlo comprobado con los prismáticos, Tom afirmó que la supuesta tierra era una densa pared de niebla que avanzaba hacia nosotros y contra el viento. El Capitán Brown y el Capitán Lecky vinieron desde atrás y se apresuraron a colocar la vela extra, anticipándose así a la borrasca que se aproximaba. En pocos minutos habíamos perdido nuestra brisa clara y el resplandor del sol. El viento presionaba sobre las velas y estábamos envueltos en una densa niebla que no nos permitía ver el largo del barco. Era un fenómeno extraordinario.

El Capitán Lecky, que en sus múltiples viajes había pasado a pocas millas de este mismo lugar más de 150 veces, nunca había visto nada igual. Cuando llegó la noche, la brisa se hizo más densa y se prepararon los botes para descender. Dos hombres fueron a encargarse del timón y otros dos se encaminaron hacia la proa para vigilar. Mientras, uno se estacionó en el puente con un silbato y una campana, listo ante posibles emergencias. De ese modo, en caso de que nos acercáramos a algo o algo se acercara a nosotros, al menos podríamos saber que todo se llevaría a cabo según dictaba la ley.

Sábado 15 de julio

Entre la medianoche y las 4 de la madrugada, la niebla desapareció de forma tan repentina como había llegado. Tuvimos que haber atravesado una gran parte de ella. A las 5.30 de la madrugada, cuando Tom me llamó para que fuera a ver un barco de vapor que navegaba en las proximidades, el cielo estaba claro. Ese barco era el Roman, y pasó tan cerca del nuestro que pudimos vernos unos a otros e intercambiar saludos con los oficiales del puente.

Hacia la tarde empezó a soplar una suave brisa y pudimos apagar las máquinas y navegar mediante las velas.

 

CAPÍTULO II

ISLAS DE MADEIRA, TENERIFE Y CABO VERDE

En este amplio océano de desdicha,

debe haber mucha necesidad de una isla verde

o el marinero anciano y débil

nunca podrá viajar.

 

Domingo 16 de julio

Porto Santo se veía desde babor, a un cuarto de milla, a las 3.55 de esa madrugada. Nuestros tres pilotos se felicitaron mutuamente por haber llegado bien a tierra. Se trata de una isla curiosa y pequeña que está situada a unas 35 millas al noreste de Madeira, con una cumbre alta en el centro de la que solo pudimos ver el punto más extremo, que aparecía entre las nubes.

Es interesante saber que fue mediante la observación de cómo la madera y los restos que arrastraba el mar llegaban hasta la costa este cuando Colón, casado con la hija del gobernador de Porto Santo, sacó sus primeras impresiones de la existencia del Nuevo Mundo.

Una hora más tarde divisamos Fora y sus luces, en el punto extremo del este de Madeira y pronto pudimos distinguir las montañas en el centro de la última isla. Al acercarnos a tierra, la hermosura del lugar se volvía más notable. Avanzamos despacio por la costa este, pasamos por varias aldeas cercanas a las bahías ubicadas al lado de las colinas, y observamos cómo cada rincón parecía tener una casa con cultivos. Casi todas las casitas de la isla estaban habitadas por gentes humildes, muchas de ellas nunca habían salido de sus pueblos natales ni para contemplar las magníficas vistas desde lo alto de las montañas circundantes ni para ver el mar del cual estaban rodeadas.

Echamos el ancla en la bahía de Funchal sobre las 12 del mediodía y, antes de acabar el desayuno, estábamos rodeados de una perfecta flotilla de barcos. Ninguno de ellos se atrevió a acercarse mucho hasta que el oficial jefe anunció que estábamos libres de infecciones. En ese momento, todos nos quejábamos del calor, que desde el día anterior estaba siendo sofocante. Eso se debía a un viento llamado Este, que soplaba desde los desiertos africanos. A mediodía marcaba 26 grados en la parte más fresca del barco y 29 grados a la sombra de la costa.

Un vapor africano, el Ethiopia, que había llegado dos días antes desde Bonny, en la costa oeste de África, se encontraba en el muelle y los niños embarcaron en él con algunos de nuestros tripulantes para ver el cargamento de monos, loros y piñas. El resultado fue que trajeron cinco pájaros a bordo del Sunbeam, porque los monos eran demasiado grandes. El Capitán Dane, que nos devolvió la visita, dijo que la temperatura del lugar le parecía fría, ya que en las últimas semanas su termómetro había oscilando entre los 27 grados y 35 grados a la sombra.

Celebramos una misa a las 4 de la tarde, y a continuación nos dirigimos a tierra con un bote provisto de piezas de pantoque para mantenerlo recto cuando fuéramos a sacar la embarcación del agua y evitar la resaca, ya que era muy complicado hacerlo con nuestro propio barco.

En la orilla nos esperaba una especie de trineo doble tirado por dos bueyes. Nos subimos en él y con una considerable rapidez nos llevó por la playa, empinada y repleta de guijarros, bajo una preciosa hilera de árboles, hasta la Praça, donde la mayoría de la gente andaba de aquí para allá o se sentaba bajo la sombra de las magnolias. Estos arbustos alcanzaban el tamaño de grandes árboles y sus largas flores blancas desprendían la fragancia más encantadora en aquel viento de la tarde. Como era un día festivo, las calles se hallaban abarrotadas de vecinos de la ciudad y gentes del campo y todos llevaban sus atuendos vacacionales.

Un paseo de unos veinte minutos en el trineo nos llevó a nuestro destino, Til. Durante el camino, fuimos subiendo la empinada colina junto al torrente rocoso, cuyas laderas estaban cubiertas por cadmio y viñas. En Til disfrutamos de unas vistas espléndidas del pueblo y de la bahía que se extendían por debajo de nosotros. Durante el ascenso pasamos cerca de varias casas, cuyos habitantes tomaban el aire en el umbral de la puerta debido al calor y a través de algunas puertas abiertas pudimos echar un vistazo a los jardines de dentro, repletos de hermosas flores y exuberantes viñas, higueras y plataneros. Cuando nos sentamos en la terraza del jardín en Til, disfrutamos del aroma de las flores que ya no podíamos ver y escuchamos el sonido de una fuente. Mientras, Allnutt, con una energía incesante, buscaba entre los arbustos polillas, de las que encontró una gran cantidad.

Trotamos colina abajo algo más rápido de lo que habíamos subido. Solo nos detuvimos brevemente en la Praça, que en ese momento estaba más abarrotada que nunca, para escuchar una o dos melodías que interpretaba la banda portuguesa antes de volver al barco.

Al mañana siguiente, temprano, fuimos al mercado del pescado, pero no fue una buena hora para visitarlo, ya que no hubo luna la noche anterior y, a pesar de que había diferentes tipos de pescado, no vimos nada que mereciera la pena. Después, fuimos al mercado de la fruta, aunque no merecía la visita porque la mayoría de la fruta y la verdura se solían comprar en unos barcos junto al mar y, como se necesita esperar hasta que la brisa marina sople, no llegó nada hasta mediodía.

Tras el paseo, los niños y yo bajamos a la playa y nos bañamos con cuidado de no ir demasiado lejos debido a los tiburones, de los que ya nos habían advertido. Nos desvestimos y cambiamos en unas tiendas que no eran muy diferentes de los tendederos, con un trozo de esterilla extendida por encima y en los que hacía un calor intenso. La playa es empinada y cuando alguien sale rápidamente de las profundidades, otros nadadores colocan un par de bidones (que se pegan detrás de la espalda y producen un efecto extraño) o meten a otro bañista al agua con ellos. Yo preferí la última opción, y todos disfrutamos de un agradable baño.

Los locales parecían casi anfibios en su hábitat y el barco estaba siempre rodeado por otras embarcaciones repletas de niños listos para bucear a cualquier profundidad para buscar monedas. Una docena de ellos farfullaba y se peleaba entre sí por una moneda en el agua. Bajaban del barco por una de sus amuras y subían a la superficie por la otra, casi antes de que diera tiempo de poder correr por la cubierta para ver cómo reaparecían.

El fuerte de Santiago, con su vieja fortaleza, próxima a nuestro fondeadero, ofrecía una curiosa vista y, además, el hecho de observar a nuestro barco avivado por la presencia de otras embarcaciones de mercancías cargadas de fruta y verdura resultaba hermoso. Nos detuvimos a unos 135 metros de tierra, cerca de la quinta del señor Danero.

En este acantilado sobresalían buganvillas, geranios, fucsias, aloes y otras flores que crecían majestuosas cerca de la orilla, allá donde conseguían encontrar un sitio en el que poder arraigar.

Después del té de las 5:00, subimos a Monte y atravesamos el bosque a caballo por un bello camino con multitud de geranios salvajes, hortensias, amarilis y fucsias. Desmontamos en un lugar espléndido con gran variedad de árboles y plantas, todos ellos traídos de diversas partes del mundo. Había camelias enormes, así como azaleas moradas, rojas y blancas y lirios, que crecían en abundancia.

Nuestro descenso de Monte, por medio de una forma de transporte comúnmente usada en la isla, resultó divertido. En la cima encontramos unos trineos elaborados al estilo de la cestería, concebidos para que cada uno sujetara a dos personas, todo bajo el mando de dos hombres atados entre sí. Nos subimos en esos rudimentarios transportes y nos bajaron por la colina a una velocidad vertiginosa. Poder deslizarnos de esa manera fue encantador y novedoso. Los hombres manejaban los trineos con gran habilidad, haciéndolos girar de la manera más espectacular por los ángulos escarpados en la carretera zigzagueante y usaban sus pies descalzos para frenar cuando era necesario. Los giros eran a veces tan abruptos que parecía imposible evitarlos, pero llegamos al pie del monte de forma segura. Los niños, especialmente, acabaron encantados con la experiencia, aunque todos la disfrutamos. El único peligro fue el riesgo de fuego por la fricción del acero en la carretera de gravilla.

Después de la visita al señor y la señora Blandy, que tenían una casa magníficamente situada, cenamos en el hotel. A continuación, nos sentamos en el encantador jardín semi tropical hasta la hora de regresar al barco a dormir.

Jueves 18 de julio

Nos despertamos de madrugada y fuimos a tierra poco después de las 6 para encontrarnos con unos amigos con los que habíamos planeado una excursión al Gran Corral con idea de desayunar allí, a un kilómetro y medio sobre el nivel del mar.

Enseguida vimos claro que el momento elegido para desembarcar era el ideal para darse un baño. De hecho, nos requirió mucho esfuerzo mantener alejada del barco a la gente de ambos sexos y de todas las edades que iban a darse su chapuzón mañanero. Era absurdo ver cómo toda la familia, desde el abuelo calvo y con gafas, al bebé que apenas podía andar, se metía al agua, muchos de ellos con ayuda de los poco elegantes bidones de los que ya he hablado.

Nos retrasamos algo con los caballos bajo la sombra de las higueras, pero una vez empezamos a movernos las once personas, el desfile fue formidable. Mientras avanzábamos ruidosamente por las calles pavimentadas, entre los viñedos y las tapias de los jardines, la curiosidad hizo levantar la persiana en más de una ocasión. Las vistas del camino mientras subíamos por una pendiente o descendíamos por un barranco profundo eran variadas, pero siempre preciosas. A medio camino nos detuvimos a descansar bajo un hermoso enrejado de viñas al lado de un arroyo rodeado de helechos. Tras dejar los viñedos y jardines atrás, paseamos por bosques de castaños sombríos bajo los cuales se extendía un terreno espléndido.

Poco después, dejamos la agradecida sombra y llegamos a la parte alta del camino, con el Gran Corral enfrente. Allí tuvimos que elegir si ascender una colina situada a nuestra izquierda o el Pico das Torrinhas a nuestra derecha. Elegimos la segunda opción ya que prometía mejores vistas aunque se encontraba más lejos, así que aprovechamos la presencia de un grupo de campesinos próximo a nosotros, y que de inmediato nos ayudaron en una pendiente empinada y de hierba resbaladiza entremezclada con grandes pedruscos. Desde arriba se veía un auténtico precipicio asomado al valle. Las vistas eran hermosas. Desde allí pudimos ver, entre los numerosos barrancos y las pequeñas estribaciones rocosas del valle, pequeños terrenos de cultivo. Sobre nuestras cabezas destacaban las crestas irregulares de los picos que ya habíamos visto desde el barco cuando avistamos por primera vez la isla.

Tras un paseo por algunas laderas cubiertas de pasto, llegamos a la cumbre del Pico de las Torrinhas. Las vistas que se extendían hacia la Câmara de Lobos y hacia la bahía y el pueblo de Funchal fueron una gran recompensa por todo el esfuerzo.

No nos llevó mucho tiempo volver a la agradable sombra de los castaños. Al llegar teníamos un hambre voraz. Por desgracia, el desayuno no había llegado. No teníamos más remedio que montar en nuestros caballos y bajar en su búsqueda. El señor Miles, del hotel, no había cumplido con su palabra. Nos prometió que mandaría provisiones sobre las 9 de la mañana y ya era mediodía cuando nos encontramos a los hombres que subían las canastas sobre sus cabezas. En ese momento no pudimos hacer otra cosa que montar un picnic en la terraza de la villa deshabitada del señor Veitch, bajo la sombra de camelias, fucsias, mirtos, magnolias y pimenteros, donde también pudimos disfrutar de las vistas del fértil valle extendido por debajo de nosotros y del mar azul que brillaba a lo lejos.

Miércoles 19 de julio

Estábamos tan cansados tras el esfuerzo del día anterior, que eran las 9 de la mañana cuando nos reunimos para nuestro baño matinal, que creo que disfrutamos todavía más desde que nos avisaron de los tiburones, o más bien de los rumores de tiburones.

Habíamos quedado para comer con el señor y la señora Blandy pero estaba tan agotada que no me dirigí a tierra hasta las 6 de la tarde. Entonces, me encaminé primero al cementerio inglés, expuesto de una forma bonita y bien conservado. Varios árboles pimenteros, entrelazados con buganvilias, daban sombra a los caminos, mientras que en otros lugares las verjas se hallaban cubiertas por multitudes de jazmines de Madagascar en flor. Algunas de las inscripciones de las tumbas resultaban conmovedoras y fue triste ver, como casi siempre pasa en sitios a los que recurren los enfermos, que gran cantidad de los que allí moraban habían perdido la vida en la flor de la juventud.

Después de haber visto y admirado el precioso jardín de la señora Foljambe, volvimos al barco para recibir a algunos amigos. Era una noche agradable y cuando nuestros invitados se fueron, partimos desde la bahía, donde una agradable brisa nos permitió navegar.

Jueves 20 de julio

Nuestro día se basó en preparar a nuestros fotógrafos, las publicaciones y otros asuntos de cara a nuestra visita a Tenerife. Sobre las 12, el viento soplaba suavemente e intentamos pescar sin éxito, aunque sí pudimos ver algunos peces voladores. Hacía calor y fue un alivio cuando a las 8 de la tarde encendimos las máquinas y el avance creó la sensación de una suave brisa.

Viernes 21 de julio

Nos levantamos pronto, ya que estábamos entusiasmados por captar la primera imagen del famoso Pico de Tenerife. Soplaba una brisa agradable del noreste. Esperábamos que fueran vientos alisios.

La mañana estuvo nublada y eran casi las 10:00 cuando vimos el Pico, mientras navegábamos en dirección a las nubes, a unas cincuenta millas de la costa. En cuanto nos acercamos, parecía menos perpendicular de lo que esperábamos o de lo que aparece en las imágenes. Las otras montañas, que se levantaban en el centro de la isla, eran tan elevadas que a pesar de que su cima tenía forma de cono, era difícil advertir a primera vista que el pico mide más de 3 700 metros.

Echamos el ancla a la sombra del Pico, en el puerto de Orotava en vez de en la capital, Santa Cruz, ya que es un lugar más alto y también está más cerca del pico que queríamos ascender.

El calor hizo que el resto del grupo se mostrara más perezoso, pero el Capitán Lecky y yo decidimos ir a tierra para ver al vicecónsul, el señor Goodgall, e intentar organizar nuestra expedición. Solo eran las dos de la tarde y hacía mucho calor mientras recorríamos las calles desiertas, aunque por suerte no teníamos que ir muy lejos. Cuando llegamos a la casa, el ambiente era agradable y fresco. El señor Goodall pidió un carruaje y envió también a un mensajero a las montañas para traer caballos y guías, algo difícil de obtener con tan poca antelación. Una vez organizados los detalles de la expedición, volvimos al barco para comer.

Me fui a la cama temprano pero pasadas las 10 de la noche me despertaron. Tras una cena ligera, desembarcamos y fuimos a recibir al vicecónsul, que llegaba a medianoche. Pero como aún no había caballos listos para partir, nos tumbamos en unas alfombrillas en el patio e intentamos dormir, ya que sabíamos que íbamos a necesitar de toda nuestra fuerza ante la marcha que nos esperaba.