Emilio Salgari


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Emilio Salgari (Verona, 1862 - Turín, 1911) nace en una familia de pequeños comerciantes. Desde muy joven quiso ser marino. Estudió en el Real Instituto Técnico Naval de Venecia, sin que alcanzara a obtener el título de capitán de gran cabotaje. Su experiencia como hombre de mar parece estar limitada a unos pocos viajes de entrenamiento en un navío escuela, y a uno como pasajero cuya travesía por el Adriático fue de tres meses, atracando en el puerto de Brindisi. No hay evidencia alguna de que realizase otros viajes, aunque el autor lo refiere en su autobiografía, afirmando que muchos de los personajes de sus obras están inspirados en las personas que conoció en su vida en el mar. Salgari se autodenominó «capitán» y llegó a firmar así algunas de sus obras.

En 1882 Salgari regresó a Verona, donde organizó una biblioteca ambulante y se dedicó al periodismo. La primera producción literaria de este escritor y periodista italiano la conforman relatos breves, pequeñas composiciones líricas y memorias. Se inició en la novela con I selvaggi della Papuasia (1883), publicada por entregas en el periódico milanés La Valigia. En el mismo año se lanza en el periódico veronés La Nuova Arena su primera novela Tay-See, publicada luego con el título La rosa del Dong-Giang. En octubre de ese año comenzó a publicarse El Tigre de la Malasia, primera versión de la novela inaugural del ciclo de Sandokán, que se editaría posteriormente bajo el título Los tigres de Mompracem. La primera novela en publicarse de forma independiente fue La favorita del Mahdi, en 1887.

Debido al gran éxito de sus obras, logró un puesto como redactor fijo en La Nuova Arena, puesto que desempeñó por 10 años. En esa época circuló un artículo del periodista Giuseppe Biasioli, en el cual se refirió al escritor como «mozo». El término ofendió tanto a Salgari que lo desafió a duelo. El resultado: Biasioli tuvo que ser hospitalizado y Salgari permaneció en la cárcel por seis meses.

En 1889 su padre se suicida, siendo este el primero de una cadena de suicidios familiares. En enero de 1892 contrajo matrimonio con la actriz de teatro Ida Peruzzi, el amor de su vida, con quien tuvo 4 hijos. En 1892 el escritor trasladó su residencia a Turín, donde trabajó para la editorial Speirani, especializada en novelas juveniles.

En 1898 el editor Donath convenció a Salgari para que se mudase a Génova. Allí conoció al más destacado ilustrador de su obra, Giuseppe «Pipein» Gamba. En 1900 regresó a Turín. La economía familiar se fue haciendo cada vez más complicada, a pesar del trabajo incansable de Salgari para mantener a su familia dignamente. En 1907 cesó su contrato con Donath y pasó a trabajar para la editorial Bemporad, para la cual escribiría, hasta su muerte en 1911, un total de diecinueve novelas. Su éxito entre el público juvenil fue creciendo, llegando algunas de sus novelas a alcanzar tiradas de cien mil ejemplares. Sin embargo, su desequilibrio emocional y la locura de su esposa, quien tuvo que ser internada en el psiquiátrico de Collegno, cerca de Turín, le condujeron al suicidio. Después de un intento fallido en 1909, finalmente se quitó la vida, el 25 de abril de 1911. Dejó escritas tres cartas, dirigidas respectivamente a sus hijos, a sus editores y a los directores de los periódicos de Turín.

A lo largo de su prolífica carrera como escritor, Salgari escribió, según su biógrafo Felice Pozzo, ochenta y cuatro novelas y un número de relatos cortos imposible de determinar. La mayor parte son novelas de aventuras ambientadas en lugares exóticos, aunque cultivó también la ciencia ficción, en su novela Las maravillas del 2000, (1907).

Algunas de las novelas de Salgari están relacionadas entre sí, protagonizadas por los mismos personajes, constituyendo extensos ciclos narrativos, como Piratas de Malasia, el de Piratas de las Antillas y el de Piratas de las Bermudas.

El ciclo Piratas de Malasia, el más extenso de Salgari con once novelas, tiene como protagonista al pirata Sandokán, llamado «el Tigre de la Malasia», un príncipe de Borneo desposeído de su trono por el colonialismo británico (en la misma época en que la narrativa de aventuras británica enaltece su política colonialista, Salgari hace protagonista de sus novelas a un resistente anticolonialista. Los británicos —y sobre todo el llamado «rajá blanco» de Sarawak, en Borneo, James Brooke, personaje que existió realmente— son los principales enemigos del héroe, quien cuenta con el apoyo de otros personajes, como su amigo fraterno, el portugués Yáñez, o Sambigliong). El ciclo mezcla dos líneas narrativas: la protagonizada por Sandokán y Yáñez, y otra, que comienza en la India, protagonizada por el indio Tremal-Naik y el mahrato Kammamuri (Los misterios de la jungla negra) en su lucha contra los malvados thugs, adoradores de la diosa Kali. Ambas líneas confluyen en la novela Los piratas de Malasia, convirtiéndose Tremal-Naik y Kammamuri en grandes amigos y seguidores incondicionales de Sandokán y Yáñez. El principal personaje femenino de la serie es la amada de Sandokán, la inglesa Lady Mariana Guillonk, llamada la «Perla de Labuán». Conforman este ciclo:

  • 1. Los misterios de la jungla negra (I misteri della jungla nera, 1895).

 

  • 2. Los tigres de la Malasia (189ó; también conocida como Los tigres de Mompracem).

 

  • 3. Sandokán, el Tigre de Malasia (también conocida como Los piratas de la Malasia, 1900).

 

  • 4. Los dos tigres (Le due tigri, 1904; también traducida como Los dos rivales).

 

  • 5. El rey del mar (Il re del mare, 190ó).

 

  • 6. A la conquista de un imperio (Alla conquista di un impero, 1907).

 

  • 7. La venganza de Sandokán (Sandokan alla riscossa, 1907).

 

  • 8. La reconquista de Mompracem (La riconquista del Mompracem, 1908).

 

  • 9. El falso brahmán (Il bramino dell’Assam, 1911).

 

  • 10. La caída de un imperio (La caduta di un impero, 1911).

 

  • 11. El desquite de Yáñez (La rivincita di Yanez, 1913).

 

 

A los ciclos Piratas de las Antillas y Piratas de las Bermudas pertenecen:

  • 1. El Corsario Negro (Il Corsaro Nero, 1898).

 

  • 2. La reina de los caribes (La regina dei Caraibi, 1901).

 

  • 3. La hija del Corsario Negro (La figlia del Corsaro Nero, 1905).

 

  • 4. El hijo del Corsario Rojo (Il figlio del Corsaro Rosso, 1908).

 

  • 5. Los últimos filibusteros (Gli ultimi filibustieri, 1908. También traducida como Los últimos piratas).

 

Otros títulos del autor:

  • 1. El Capitán Tormenta (Capitan Tempesta, 1905).

 

  • 2. El León de Damasco (Il leone di Damasco, 1910).

 

  • 3. La favorita del Mahdi (La favorita del Mahdi, 1887).

 

*Referencias tomadas de Biografías y Vidas. Y de la Web.

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Los fanáticos marroquíes


El Ramadán, la cuaresma de los musulmanes, que solamente dura treinta días, en vez de cuarenta como la nuestra, estaba a punto de concluir en Tafilete, ciudad perdida en los confines meridionales del Imperio marroquí, delante del inmenso mar de arenas del Sahara.

En espera del cañonazo que debía señalar el término del ayuno, después del cual comenzaba el descontrol nocturno, la población se había desparramado por las calles y las plazas, admirando a los santones que se lastimaban el rostro y el pecho, y que se traspasaban las mejillas con largas agujas de acero, quemándose también los brazos y las plantas de los pies.

Marruecos continúa siendo el país del fanatismo llevado al último extremo. Han progresado Turquía y Egipto; Trípoli y Argelia también han perdido mucho de su inmensa rigidez religiosa; pero Marruecos, de igual modo que Arabia, cuna del Islam, se mantiene tal cual era hace mil años.

No se ve en estos países fiesta alguna religiosa que transcurra sin sangre. Ya sea en el Maharem, que se celebra al principio del año, ya en el Ramadán o en el grande y pequeño Beiram, los adeptos a las diversas sectas, para ganar el Paraíso, se entregan a excesos que inspiran pavor a las gentes civilizadas.

Presa de una exaltación que se asemeja a la locura, los fanáticos corren las calles armados de puñales, de dagas y de cimitarras, y se hieren unos a otros, invocando sin cesar a Mahoma.

No es raro el caso de que, después de una carrera furiosa, algunos de ellos se encaramen en las murallas y se arrojen al vacío, estrellándose sobre las piedras de los fosos.

También en Tafilete, de igual manera que en otras ciudades de Marruecos, había sus santones y sus fanáticos, que aguardaban el fin del Ramadán para dar pruebas de su fervor religioso y ganar el Paraíso.

Un ruido ensordecedor de tamboriles y de gritos salvajes anunció la llegada de los fanáticos. Acababan de salir de la mezquita, y se preparaban a comenzar su carrera sangrienta a través de la calle.

Los pocos europeos que viven en la ciudad, traficando con las caravanas del desierto, huían por todas partes, mientras los hebreos atrancaban las puertas, trémulos de espanto.

Unos y otros estaban en peligro, porque si el europeo es un infiel, el judío es peor aún, y a quien cualquier fanático puede perseguir y asesinar impunemente.

A los primeros se los respeta más. Los segundos, como no tienen cónsules que los protejan, si tropiezan con ellos, pueden considerarse perdidos, porque nadie habrá de amparar su vida. Los gritos y el estrépito iban aumentando; la multitud se estrechaba contra los muros de las casas para dejar el paso franco a los fanáticos.

En la extremidad de la calle, montado en un caballo blanco, apareció el Mukadem, jefe de los hamandukas, una secta religiosa que facilita buen número de víctimas en todas las fiestas.

Iba majestuosamente envuelto en un amplio kaik blanquísimo, y hacía ondear sobre su enorme turbante el estandarte verde del Profeta, con su luna de plata. En torno suyo gritaban y saltaban, como los derviches girantes de Turquía, una veintena de aisanas, pertenecientes a la secta de los encantadores de serpientes.

Estaban casi desnudos, pues no llevaban otras prendas que un turbante en la cabeza y un pedazo de tela atado a la cintura.

Mientras algunos tocaban los tamboriles y sacaban de sus flautas notas agudas y estridentes, otros lanzaban grandes gritos invocando a su santo patrono Sidna-liser (el viejo ermitaño del desierto de Sans), agitando sobre sus cabezas las lefas, serpientes muy peligrosas y cuya mordedura es mortal.

Pero los aisanas no les temen, y se consideran a salvo de su veneno porque son devotos del santón; de modo que juegan con los reptiles, los irritan, y hasta llegan a masticarlos con sus dientes como si fueran sencillas anguilas.

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¿Y por qué no mueren? ¡Quién lo sabe! Es un misterio que nadie ha conseguido explicar. No obstante, basta una mordedura de aquellos reptiles para matar en el acto a un perro o a un carnero, y enviar al otro mundo, tras largos padecimientos, a cualquier ser humano que no pertenezca a la secta.

Pero aquí están los fanáticos y los santones. Son cerca de cincuenta, y todos están poseídos de un verdadero furor religioso.

Todos pertenecen a la secta de los hamandukas, la más fanática de cuantas existen en Marruecos.

Apenas van vestidos. Tienen la mirada torva, las facciones alteradas, espuma en la boca, y el cuerpo cubierto de heridas.

Rugen como bestias feroces, y saltan como si sus pies estuvieran en contacto con brasas ardientes. Van rodeados de infinitos admiradores, que los siguen en apretadas filas. Algunos de esos fanáticos se cortan el pecho con una espada corta adornada con cadenetas brillantes; otros, armados de agudas púas de acero, se traspasan las mejillas sin manifestar ningún dolor; y no faltan varios que devoran hojas erizadas de espinas de higueras chumbas.

De su garganta salen sin cesar gritos de:

—¡Alá! ¡Alá!

Pero no son gritos, son rugidos que parecen surgir de las fauces de tigres o leones.

La sangre corre en abundancia de las heridas, inundando sus vestidos y su cuerpo, y algunas veces salpica a los espectadores, que parecen felices por recibir algunas gotas.

Acaban de emprender la carrera, adelantándose a su jefe, y van seguidos por los aisanas y sus secuaces. Es una carrera loca, furiosa, que acabará, sin duda, trágicamente, porque los pobres alucinados han llegado ya al último límite del fanatismo.

Su vida pertenece ya a Mahoma, y el Paraíso los aguarda.

¡Ay del infiel a quien encontrasen en este momento! Pero todos los hebreos y europeos han huido, aunque no faltan los perros, los carneros y los asnos. Aquellos energúmenos se lanzan sobre estos pobres animales, y los lastiman con crueldad.

Luego los fanáticos emprenden una carrera desenfrenada hasta las murallas de la ciudad, rugiendo siempre como fieras e invocando a Alá. Ya habían atravesado la plaza del Bazar, cuando vieron a un hombre cruzar la calle.

Un grito feroz sale de sus labios:

—¡Muera el kafir!

El vestido negro que llevaba, color despreciado por los marroquíes, que solo aman los colores blancos o brillantes, había revelado a aquellos exaltados que se encontraban delante de un infiel; o peor aún, de un judío: es decir, alguien a quien podían matar sin que la autoridad pudiese impedirlo.

El pobre hombre, que no había tenido tiempo de esconderse en su casa, al verse descubierto se había arrojado a un lado, amparándose bajo la bóveda de un portón.

Era un joven de veinticinco años, alto y de agradable figura. Al ver reunida en torno suyo toda la turba de fanáticos, había sacado del cinturón una pistola y un puñal, y colocándose resueltamente en actitud defensiva, gritó:

—¡Al que se acerque, lo mato!

Semejante amenaza en sus labios era cosa tan inaudita, que los propios fanáticos se detuvieron.

El hebreo en Marruecos no puede defenderse: debe dejarse matar por el primer musulmán que lo encuentre durante una fiesta religiosa.

Saben que si se defienden han de ser condenados a muerte por las autoridades marroquíes.

No obstante, aquel joven parecía resuelto a realizar su amenaza; es decir, a morir matando.

La vacilación de los exaltados no duró muchos minutos.

—¡Muera el kafir! —repitieron.

La multitud se le acercaba, y animaba a los fanáticos gritando:

—¡Mátenlo! ¡Mahoma lo agradecerá! ¡¡Mátenlo!!

El joven, aun cuando se consideraba perdido, no bajaba el brazo armado con la pistola, y parecía dispuesto a hacer fuego sobre sus enemigos.

Sus ojos negros, llenos de fulgor, relampagueaban con siniestro brillo; pero su rostro blanquísimo había palidecido terriblemente.

—¡Atrás! —repitió con voz angustiada.

Los fanáticos, alentados por el populacho, habían empuñado las cimitarras y se preparaban a arrojarse sobre él, cuando otros dos hombres vestidos de blanco, como los europeos que residen en Marruecos y en los países cálidos, se abalanzaron sobre los exaltados, gritando:

—¡Alto!

Uno de ellos tendría treinta años, de regular estatura, ojos vivos e impecable afeitada. El otro, en cambio, de unos pocos años más, era un verdadero gigante, con un torso enorme y brazos hercúleos, capaz de hacer frente a un pelotón de adversarios. Su cabello negrísimo, así como su barbado rostro, le daban un aspecto formidable. Vestía, igual que su compañero, un traje blanco.

Al ver a aquellos dos hombres, los fanáticos se detuvieron por segunda vez: ya no se trataba solo de matar a un judío.

Aquellos dos desconocidos eran dos europeos, quizás dos ingleses, dos franceses o dos italianos; dos hombres, en suma, que podían pedir ayuda al Gobernador, y hasta hacer que fuesen a Tánger un par de acorazados para imponer condiciones al propio emperador de Marruecos.

—¡Retírense! —había gritado en tono amenazador uno de los fanáticos—. ¡El judío es nuestro!

El joven europeo, en vez de responder, sacó rápidamente del bolsillo un revólver y apuntó con él a los marroquíes.

—¡Rocco, prepárate! —dijo volviéndose hacía su compañero.

—¡Estoy pronto a aplastarlos! ¡Para ello sobran mis puños, marqués!

La multitud, que llegaba con el ímpetu de un torrente, rugía a voz en grito:

—¡Mueran los infieles!

—¡Sí, mueran! —vociferaban los alucinados.

Y al decir esto se precipitaron hacia adelante blandiendo las cimitarras, disponiéndose a atacar al hebreo.

—¡Atrás, canallas! —gritó con voz más amenazadora el compañero del gigante, colocándose delante del hombre—. ¡Nadie va a tocarlo!

—¡Mueran los perros de Europa! —rugieron los fanáticos.

—¿No quieren dejarle en paz? —replicó furioso—. ¡Ya verán!

Se oyó un tiro de revólver, y un marroquí, el primero de la turba, cayó con un disparo en la cabeza.

En el mismo instante el coloso se abalanzó en medio del gentío, y de dos puñetazos formidables derribó a otros dos hombres.

—¡Bravo, Rocco! —exclamó el joven de los bigotes negros—. ¡Tú superas a mi revólver!

—¡Todavía no he comenzado, señor marqués!

—¡Despacio, amigo mío! ¡No hay que apresurarse!

Ante tan inesperada resistencia, los moros se habían detenido y miraban con espanto a aquel coloso, que tan soberbio uso hacía de sus puños, y que parecía dispuesto a continuar la faena.

El hebreo aprovechó aquel instante de respiro para acercarse a ellos.

—¡Señores —les dijo en un italiano impecable—, gracias por su ayuda; pero si en algo estiman la vida, huyan! ¡El asombro de la multitud durará poco!

—Nos iríamos con mucho gusto —respondió el compañero del coloso— si encontrásemos una casa. No tenemos hospedaje; ¿no es verdad, Rocco?

—No, señor marqués: todavía no hemos encontrado uno.

—¡Vengan conmigo, señores! —dijo el hebreo.

—¿Está lejos tu casa?

—En el barrio judío.

—¡Vamos!

—¡Y pronto! —dijo Rocco—. ¡La multitud se arma y se prepara a darnos caza!

El coloso decía la verdad: los marroquíes, pasado el primer momento de estupor, se disponían a volver al ataque.

Algunos hombres habían invadido las casas vecinas, y salieron de ellas armados de espingardas, cimitarras, yataganes y cuchillos.

—¡El negocio presenta mal cariz! —dijo el marqués—. ¡En retirada! Precedidos por el hebreo, el cual corría como un gamo, se lanzaron hacia la plaza del mercado, siendo saludados por algunos tiros que, por fortuna, no les hicieron blanco.

Los fanáticos y sus admiradores se arrojaron sobre sus pasos, gritando desaforadamente:

—¡Muera el kafir!

—¡Córtenle la cabeza!

—¡Venganza! ¡Venganza!

Pero si los marroquíes corrían, el marqués y sus acompañantes volaban.

Sin embargo, su posición era de momento en momento más peligrosa; hasta el punto de que el propio marqués comenzaba a dudar de que pudieran salvarse del furor de sus perseguidores.

Estos aumentaban sin parar, pues de las callejuelas próximas salían nuevos perseguidores moros, árabes y negros armados.

La noticia de que dos extranjeros habían asesinado a tres aisanas debía haberse propagado con la rapidez del relámpago, pues la población entera de Tafilete los corría con ánimo de hacer justicia.

—¡No creí que iba a desencadenar una tormenta así! —dijo el marqués, sin cesar de correr—. ¡Si no llegan los soldados del Gobernador, mi misión va a concluir aquí!

Ya habían atravesado la plaza y estaban por desembocar en una calle lateral, cuando vieron que les cerraba el paso una banda de moros armados con cimitarras y algunas espingardas.

Aquella banda debía haber dado vuelta al mercado para atraparlos entre dos fuegos.

—¡Rocco! —dijo el marqués, deteniéndose—. ¡Vamos a caer en sus manos!

—¡La calle está cortada, señores! —replicó el hebreo con angustia—. ¡Lo siento por ambos! ¡Su generosa ayuda los ha perdido!

—¡Todavía no! —respondió el marqués—. ¡Aún tengo cinco balas, y Rocco tiene seis más!

—¡Señor marqués —dijo el coloso—, tratemos de resguardarnos en algún sitio!

—¿En dónde?

—Allí abajo veo un café.

—¡Nos sitiarán!

—¡Pues resistiremos hasta que llegue la guardia!

—El Gobernador no dejará que nos asesinen: somos europeos,

—¡Pronto! ¡No perdamos el tiempo! ¡Se preparan para fusilarnos!

Dos disparos resonaron en la plaza, y una bala atravesó el casco del coloso.

—¡Unas líneas más abajo y me dan el pasaporte para el otro mundo! —dijo este último riéndose.

En la extremidad de la plaza surgía aislado un pequeño edificio cuadrado, coronado por una terraza, con las paredes blanquísimas y sin ventanas.

Delante de la puerta había una especie de jaulas de mimbres que servían de sillas a los consumidores de café.

Los tres fugitivos se lanzaron en aquella dirección, llegando a la puerta en el instante mismo en que el propietario, un viejo árabe, atraído por aquel vocerío, se preparaba a salir.

—¡Adentro! —le gritó el marqués en árabe—. ¡Y toma!

Le arrojó un puñado de monedas, lo empujó contra el muro, y se precipitó en el interior del café, seguido por Rocco y el hebreo, mientras el populacho, cada vez más enfurecido, seguía rugiendo:

—¡Mueran los kafires!

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