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La pesadilla es solo

 

el comienzo

Si Ricky Desmond tan solo pudiera hacer entrar en razón a su madre, la convencería de que no pertenece al hospital psiquiátrico Brookline. Allí no hay ningún paciente como él: ni el hombre que cree que puede volar ni la mujer que asesinó a su esposo. Todo lo que Ricky hizo fue perder la cabeza un poco… y solo ocurrió una vez. Pero cuando el director Crawford lo selecciona para un programa muy especial –un programa que, según el propio director promete, no lo curará, sino que lo perfeccionará– Ricky se da cuenta de que tal vez no tenga tiempo para hacer entrar en razón a su madre.

Debe escapar ahora o puede ser demasiado tarde.

 

 

Escape del Asylum se sitúa mucho antes de que Dan, Abby y Jordan pusieran un pie en los pasillos de Brookline. Ahora, el hospicio es realmente un hospital, no una residencia para jóvenes universitarios.

 

Madeleine Roux vuelve cautivar a sus lectores y los lleva al límite de la locura, con una historia que los dejará sin aliento.

 

 

 

Para todo el equipo Asylum de HarperCollins y para los fans de la saga, los antiguos y los nuevos.

 

 

–No soy un ángel –afirmé–; y no seré uno hasta que muera: seré yo misma.

CHARLOTTE BRONTË, Jane Eyre

 

No soy como ninguno de cuantos he visto. Me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no soy mejor, al menos soy diferente.

JEAN-JACQUES ROUSSEAU

 

Prólogo

No había querido ser el primero. Incluso el silencio de su habitación parecía gritar; el sonido de una pisada que rozaba el suelo o el estridente clamor de sus propias dudas dentro de su cabeza se magnificaban hasta ensordecerlo. El director le había asegurado que ser el primero era algo bueno. Era un honor. Después de todo, el director había estado esperándolo –esperando a la persona correcta– durante tanto tiempo. ¿No sería Ricky un buen muchacho y cooperaría? Esto era especial. Ser el primero, ser el Paciente Cero, era un privilegio.

Y, sin embargo, él no quería ser el primero. Esa habitación era fría y solitaria. Y, de algún modo, Ricky sabía en su interior, en la fuente de su humanidad, que ser el Paciente Cero era malo. Muy malo.

Ser el Paciente Cero significaba perderse a sí mismo, no en la muerte, sino en algo mucho peor.

Capítulo 1

Brookline, 1968

Tres semanas antes

 

Lo llevaron en silencio a la pequeña habitación. Ricky ya había pasado antes por eso, solo que la última vez había sido en Victorwood, en los Hamptons, y había ido por voluntad propia. Este era su tercer “retiro”. Comenzaba a volverse molesto.

Bajó la cabeza y miró fijamente el suelo para brindar la actuación de su vida. ¿Estaba arrepentido? Ni siquiera un poco, pero quería salir de ese lugar. El Hospital Brookline. Podía ser un loquero, pero sonaba tan pretencioso y estúpido como los centros de retiro. No quería saber nada de esto.

–Necesito ver a mis padres –dijo. Hablar hizo que le sujetaran los brazos con más fuerza. Uno de los auxiliares sacó un bozal para que Ricky lo viera y su sorpresa no fue fingida–. Oigan, oigan, eso no es necesario. Solo quiero hablar con mi mamá. Tienen que entender, ha habido algún tipo de error. Si solo pudiera hablar con ella…

–Claro, chico. Seguro. Un error –el auxiliar soltó una risita. Era más alto y más fuerte que Ricky y resistirse era inútil–. No queremos lastimarte, Rick. Estamos tratando de ayudarte.

–Pero mi madre…

–Ya hemos oído eso antes. Miles de veces.

El auxiliar tenía una voz agradable. Suave. Amable. Siempre era así: voces dulces que decían cosas dulces pero ocultaban intenciones oscuras y malvadas. Esas voces querían cambiarlo. A veces, sentía la tentación de permitirles que lo hicieran.

–Necesito ver a mis padres –repitió con calma. Era difícil no sonar aterrado cuando lo estaban arrastrando a una celda en un lugar que no conocía. Una celda en un manicomio–. Por favor, solo déjenme hablar con ellos. Sé que suena ridículo, pero realmente creo que puedo hacerlos entender.

–Eso se acabó –dijo el auxiliar–. Ahora nosotros vamos a cuidar de ti. Tus padres vendrán a buscarte cuando te sientas mejor.

–El director Crawford es el mejor –añadió el otro hombre. Su voz era igual de cálida pero sus ojos eran fríos y miraban a Ricky sin verlo. Como si no estuviera ahí, o como si fuera una partícula de suciedad.

–Realmente es el mejor –repitió el auxiliar más alto de forma mecánica.

Al oír eso, Ricky comenzó a forcejear. Ya había escuchado eso antes acerca de otros médicos, otros “especialistas”. Era un código. Todo era un código; todo lo que decían esas personas en los “centros de retiro” y en los hospitales. Nunca decían lo que realmente pensaban, que era que Ricky no saldría de allí, no sería libre, hasta que se convirtiera en una persona completamente diferente. El auxiliar más alto y fuerte, que estaba a su derecha, maldijo en voz baja mientras se esforzaba por sujetar el brazo de Ricky y buscar algo que él no alcanzaba ver.

La habitación estaba fría, helada por la lluvia de primavera que caía afuera, y las luces eran demasiado brillantes, pálidas y descoloridas, como el resto del cuarto. Nunca se había sentido tan lejos del exterior. Quizás solo había poco más de un metro entre él y la pared y después algunos centímetros de ladrillo, pero era como si el aire libre estuviera detrás de un kilómetro y medio de hormigón.

–La elección es tuya –dijo el auxiliar y resopló–. Tú eliges cómo te tratamos, Rick.

Él sabía que eso no era verdad, así que forcejeó con más fuerza, lanzándose de un lado al otro mientras intentaba golpear a uno de los auxiliares con la frente y soltarse. Sus voces se volvieron distantes casi en el mismo momento en que la aguja le pinchó el brazo. Le dolió más que otras veces cuando le penetró la vena.

–Solo quiero verlos –decía Ricky mientras se desplomaba lentamente sobre el linóleo–. Puedo hacerlos entender.

–Claro que sí. Pero ahora deberías descansar. Tus padres volverán a visitarte antes de que te des cuenta.

Palabras de consuelo. Tonterías. Los detalles de la habitación se volvieron borrosos. La cama, la ventana y el escritorio se transformaron en masas amorfas iguales, todas de color gris blancuzco. Se abandonó completamente a la oscuridad. La sensación de entumecimiento que lo invadía era casi un alivio para el nudo de miedo y traición que le retorcía las tripas.

Mamá y Butch ya debían estar en la carretera de regreso a Boston. Ya se habían ido, se habían ido. Siempre había logrado liberarse de esas situaciones gracias a su labia, y sabía que podría hacerlo otra vez si tan solo tuviese un minuto a solas con su madre.

“Estará bien aquí, ¿no es así?”, había preguntado ella. El Cadillac subía tranquilamente por la colina hacia el hospital mientras la lluvia golpeaba las ventanillas de forma incesante y rítmica, como los diminutos tambores de unos soldaditos de juguete. “No se parece en nada a Victorwood… Quizás esto sea demasiado extremo”.

“¿Cuántas veces más, Kathy? Es un fenómeno. Es violento. Es un maldito…”.

“No lo digas”.

En ese momento le había parecido que se trataba de un sueño, pero ahora todavía más. Al principio había estado seguro de que solo lo estaban llevando de vuelta a Victorwood, un hogar para muchachos rebeldes como él. Los que trabajaban allí eran unos imbéciles, fáciles de manipular y ni bien se había cansado del lugar solo habían hecho falta unas cuantas llamadas llorosas para lograr que su madre apareciera corriendo por el impecable camino de entrada con los ojos llenos de lágrimas para tomarlo entre sus brazos. Pero esta vez no lo estaban llevando a Victorwood. En alguna parte habían girado y cambiado de rumbo. Eso de “La próxima vez habrá consecuencias reales” que a Butch tanto le gustaba decir finalmente se había hecho realidad.

Maldición. No debería haber permitido que lo atraparan con Martin de esa forma. Butch finalmente había cumplido sus amenazas. El largo viaje en auto hasta el hospital, hasta Brookline, tan enfadados, había sido castigo suficiente. Durante todo el trayecto Ricky pensó que en realidad no iban a hacerlo. No iban a internarlo de verdad.

Y ahora aquí estaba, perdiendo la consciencia, lejos de casa, mientras dos extraños lo arrojaban sobre un delgado colchón. Y sus últimos pensamientos lúcidos fueron: Lo hicieron. Esta vez realmente lo hicieron. Me encerraron y no van a volver.

Capítulo 2

Se quedó mirando el techo durante horas y horas con las manos firmemente entrelazadas sobre su estómago. Sentía la voz ronca de gritarles a los auxiliares y después, cuando eso no había funcionado, de tararear para intentar mantener a raya su ansiedad. Ahora se había quedado en silencio. Tenía las puntas de los dedos tan frías que temía que se le congelaran, se volvieran frágiles y se le quebraran.

Había sentido que el frío se instalaba desde el momento en que cruzaron las puertas del hospital; esa había sido su primera advertencia. El jardín que rodeaba Brookline era bonito y estaba bien cuidado. La sólida cerca negra era el único indicio de que la libre circulación dependía de la condición de paciente o padre. Había edificios de ladrillo dispuestos en forma de “U” junto del hospital. Resaltaban porque el tipo de construcción era completamente diferente al del hospital; eran edificios oscuros, antiguos y de estilo universitario. Jóvenes desaliñados, con chalecos de hilo y pantalones de pana caminaban sin prisa entre los edificios. Ricky descubriría más tarde que se trataba de estudiantes que se preparaban para irse durante las vacaciones de verano.

Junto a esos edificios, Brookline era de color blanco puro. Limpio. Incluso el césped estaba cortado a una altura perfectamente uniforme. Ricky recordaba que le había resultado artificial al pisarlo. Y había pacientes afuera, en el jardín, inclinados, cortando meticulosamente las flores marchitas y podando los setos mientras eran observados por auxiliares con uniformes almidonados.

Todo se veía inmaculado y perfecto, como salido de una fotografía, hasta que entrabas y el frío te golpeaba como una descarga eléctrica.

A pesar de sentirse sumamente somnoliento Ricky estaba seguro de que no lograría cerrar un ojo en ese lugar, ni siquiera si le inyectaban otra dosis de sedantes. A cada rato se quedaba dormido y luego despertaba de golpe, convencido de que había alguien escuchándolo a escondidas del otro lado de la puerta. Y un grito repentino había interrumpido su agitado sueño durante la noche. (Suponía que era de noche; era difícil saberlo ya que los postigos de su celda estaban cerrados).

Al incorporarse sintió las extremidades pesadas. Oyó el grito una vez más y luego otra, y eso terminó de despertarlo. Se levantó y caminó hasta la puerta arrastrando los pies. Se apretó contra la helada superficie. Fue deslizando la mano hacia abajo hasta apoyarla sobre la manija y se sorprendió cuando sintió que cedía sin esfuerzo. No podía ser. No era posible que le permitieran deambular solo por los pasillos de Brookline. Se había dado cuenta, por la enérgica bienvenida que le habían dado los auxiliares, que no se trataba de ese tipo de lugar. ¿Acaso habrían metido la pata y habrían olvidado encerrarlo? El pasillo estaba oscuro y silencioso, no había auxiliares ni enfermeras a la vista, ni otros pacientes. No había señales de vida de ningún tipo excepto por una vibración, como el latido de un corazón, que resonaba lenta y grave bajo sus pies. Quizás provenía de las tuberías o de una vieja caldera que retumbaba desde las profundidades, como una antigua bestia dormida. La base del edificio. Su núcleo. El corazón vivo y palpitante del manicomio.

Ricky caminó por el pasillo hacia la escalera; estaba descalzo y tenía los pies tan helados como el suelo. Una luz blanquecina envolvía todo e iluminaba los escalones mientras descendía lentamente hasta la planta baja. El corazón palpitante lo llamaba, constante, y él lo seguía. No se sentía exactamente a salvo. Se sentía más bien imprudente. ¿Qué podían hacer? ¿Echarlo? No era su culpa que esos idiotas hubiesen dejado su puerta abierta.

Además (y sabía que eso era extraño) el grave bum-bum-bum de los latidos del corazón del manicomio le daba coraje. Le resultaba casi reconfortante.

Recién al llegar al vestíbulo volvió a ponerse nervioso. Había estado sentado allí solo unas horas antes, viendo cómo Butch completaba el papeleo mientras su madre lloraba.

“¿No vas a extrañarme?”, había susurrado mientras miraba a su madre con ojos enormes de niño.

“Cariño…”. Casi la había convencido, su labio había comenzado a temblar mientras lo observaba.

“No, no esto otra vez”, había dicho Butch poniendo punto final al asunto.

Había roto el hechizo. Y Ricky lo odiaba por eso.

Ahora sentía que el temor y la incredulidad de ese momento regresaban con más fuerza y lo sacudían como una ola resuelta a ahogarlo. Corrió hacia las puertas que llevaban afuera pensando, en un instante de locura, que sería mejor intentar escapar que tratar de ponerse en contacto con su mamá por teléfono. Pero la suerte de antes se le había acabado: esas puertas definitivamente estaban cerradas.

El corazón (o la caldera, lo que demonios fuera que hacía todo ese ruido) lo llamaba con más insistencia, y Ricky lo siguió una vez más, pero a regañadientes esta vez. “Nowhere to Run” se le vino a la mente: la canción y la idea… Sin escapatoria. El sonido que emanaba del sótano era como la base de esa canción, que se elevaba y era estimulante, oscura y pegadiza.

Nowhere to run…

Estaba en una parte del manicomio que no conocía. Eso no era demasiado sorprendente. Ni siquiera había estado allí un día completo. Había dejado atrás el vestíbulo y más adelante había oficinas y depósitos a lo largo de un corredor estrecho que desaparecía en una enorme abertura oscura. Un arco. Un arco que conducía hacia abajo.

Así que bajó, hacia profundidades cada vez más frías, sintiendo las ásperas piedras de las paredes y el olor a tierra mojada y llena de gusanos que provenía del sótano. Las escaleras parecían no tener fin y ese constante bum-bum-bum sonaba cada vez más fuerte y retumbaba hasta convertirse en parte de él mismo, entrelazado con su temor y con la estructura misma del hospital. Las tuberías traquetearon y rechinaron, y los repentinos golpes que provenían de su interior hicieron que Ricky se preguntara si no reventarían en cualquier momento.

Buscaba. Se dio cuenta de que estaba buscando, desesperado por encontrar; no un teléfono ni una salida, sino el origen del latido.

Ricky siguió el sonido hasta un pasillo alto. El techo estaba tan arriba que para el caso podría haber estado el cielo. Algo le arañó la espalda, pero cuando se dio vuelta para mirar no había nada. Entonces se dio cuenta de que debía estar soñando, cuando lo que parecían ser uñas humanas lo lastimaron a través de la camisa y le quemaron la piel, pero sin embargo no había nada allí. Estaba solo en el pasillo.

Apretó los dientes de dolor y siguió adelante hacia el latido. Pasó junto a puertas sin aberturas cerradas con llave que bordeaban el pasillo. En su pesadilla sabía que estaban cerradas con llave, pero de todas formas intentó abrir cada una de ellas. De repente, tuvo la certeza de que los alaridos que había oído antes provenían de ese pasillo. Que alguien detrás de la última puerta de la derecha había estado gritando tan fuerte que lo había escuchado desde su habitación y el latido lo había estado guiando directo a la fuente.

¿Y cuando llegó a la última puerta de la derecha? Estaba abierta, igual que la de su habitación. Otro descuido, sin duda. Tenía que entrar, tenía que escapar de las garras que le arañaban la espalda y encontrar el latido que retumbaba en sus oídos. Se había convertido en el latido de su propio corazón; ahora era su propio miedo palpitante.

Se detuvo frente a la puerta y se asomó para ver dentro. Las uñas que lo herían estaban en su interior ahora, despedazándole el estómago y subiendo por su garganta. No había gritos ni latido, solo silencio. Entonces la vio. Una niña pequeña de pie en la habitación vacía, con un camisón andrajoso y mugriento. Giraba lentamente en círculos, una y otra vez, pero desde todos los ángulos lo único que Ricky podía ver era cabello largo y sucio.

No había un rostro debajo del cabello pero, de alguna forma, Ricky sentía los ojos de la niña. Estaban ahí, observaban, medían… Ricky ya era parte de ese lugar. Había sido visto.

Capítulo 3

En la mañana ya se sentía mejor, más como él mismo. “Nowhere to Run” seguía en su mente cuando se levantó. Decidió que se había tratado solo de un sueño causado por la ansiedad. Era imposible que realmente hubiese abandonado su habitación en medio de la noche.

Solo para estar seguro, se revisó las plantas de los pies. Estaban limpias. Se sintió más aliviado de lo que quería admitir.

Tendría que retomar el Plan A: encontrar un teléfono.

Sus padres, o al menos su madre, volverían a buscarlo, y pronto. Su mamá no podía vivir sin su pequeño Osito. Volvería a buscarlo, con o sin Butch, porque era demasiado débil y frágil como para no hacerlo. No era un insulto, era solo la verdad. Ella no podía vivir sin él, no podía ocuparse de las decisiones cotidianas ni de las responsabilidades más importantes, no podía ocuparse de nada.

Maldición. Casi la había convencido en el vestíbulo, pero Butch había tenido que arruinarlo. Esa era la razón por la que ella se había casado con él después de que el verdadero padre de Ricky desapareciera. Después de un año, un tribunal le concedió el divorcio por “abandono”, y para ese entonces Butch ya era parte de sus vidas, como si hubiese estado esperando ansioso para tomar el lugar de su padre. Su madre no podía estar sola. No podía hacerse responsable de nada. Ricky no sabía si odiaba a su madre, pero definitivamente no le caía bien.

Aun así, a pesar del dicho, la sangre podía no tirar, en su opinión, pero al final sería lo que lo ayudaría a obtener su libertad.

Pronto estaría de regreso en Boston, en su cuarto, rodeado de sus posters de John y Paul, su ropa y sus cosas, sus libros y sus tarjetas de béisbol. Era probable que incluso consiguiera que le devolvieran el Chevrolet Biscayne, su verdadero pasaje a la libertad, del cual casi no había podido disfrutar antes de que comenzara su seguidilla de extravagantes “castigos”.

Ricky ya podía imaginárselo: las ventanillas bajas, la música alta, la brisa de primavera que transportaba el glorioso aroma de hamburguesas y salchichas cocinándose en docenas de parrillas suburbanas… Su mamá al menos lo había dejado comerse una última hamburguesa ayer, antes de llegar al hospital, pero Butch se había rehusado a poner cualquier otra cosa que no fueran los resultados del béisbol en la radio.

Oyó un golpecito tímido en la puerta. Se incorporó y luego se sentó con las piernas a un lado de la cama mientras se pasaba ambas manos por el cabello despeinado. La puerta se abrió y una enfermera pelirroja con rostro amable entró en la habitación.

–¿Hola? No estoy interrumpiendo nada, ¿o sí?

Ricky resopló mientras se ponía de pie y se apoyaba contra la cama.

–¿Ese es el tipo de bromas que hacen por aquí?

No era necesariamente bonita. Más bien inofensiva. Pulcra. Y casi tan angulosa como una grulla de origami. Se quedó mirándolo, claramente desconcertada.

–Oh. No. No era una broma –dijo mientras sostenía su tabla sujetapapeles firmemente contra su pecho–. Soy la enfermera Ash y supervisaré sus cuidados aquí en Brookline.

Ash. Enfermera Ash. Ajá. Como ceniza en inglés. Un nombre apropiadamente macabro para este encantador calabozo.

Lo observó con una expresión impasible y se encogió de hombros. Luego bajó la mirada hacia sus notas.

–No me quejaré si tomarse todo esto con humor lo ayuda –dijo en un tono casi despreocupado–. Vamos a tener que conocernos y prefiero que mis pacientes estén de buen humor, si es posible. Dispuestos a cooperar, al menos.

–A la orden –respondió Ricky con un saludo militar.

En general tenía que lidiar con terapeutas conservadores que lo observaban con furia por detrás de sus lentes, pero quizás podría divertirse un poco con esta chica. Tenían casi la misma edad. Era sorprendentemente joven para ser enfermera. Si Ricky jugaba bien sus cartas podría hacerse una amiga, y una amiga podría ayudarlo a hacer una llamada a su madre.

–¿Y cómo maneja el Gran Buque Loquero, capitana? ¿Con mano dura o relajada?

Coquetear un poco nunca estaba de más al tratar de hacer amigos, aunque esa estrategia hubiera fracasado con los psicólogos viejos y anticuados que lo trataban generalmente.

–Sé que esto debe ser difícil para usted dado que…

La enfermera Ash escudriñó sus notas, que incluían el papeleo que había completado Butch. Dejó sin terminar la frase y Ricky pudo identificar casi con exactitud el momento en el que la enfermera encontraba las razones precisas por las que él estaba allí. Después de su nombre (Carrick Andrew Desmond, a pesar de que nadie lo llamaba Carrick excepto su abuela y Butch cuando estaba enfadado), su edad, su peso y su fecha de nacimiento, aparecería el eufemismo que Butch hubiera escogido esa vez para describir su problema.

Las últimas dos veces también había mencionado “arrebatos violentos” en los formularios. Pero eso había ocurrido una sola vez y, en realidad, Butch se merecía que le lanzara un tenedor a la cabeza por las cosas que le estaba diciendo.

–Dado que me atraparon en la cama con el chico de al lado. Bien, el joven de al lado, en realidad. No soy tan pervertido.

–No creo que sea un pervertido en lo más mínimo, señor Desmond –respondió ella rotundamente. Ajá. Eso era nuevo–. No me gustan ese tipo de palabras. Solo sirven para humillar. Y el tratamiento no tiene nada que ver con la humillación.

Quizás esa enfermera era diferente de verdad. Lo dudaba, pero todo era posible.

–Me sorprende, enfermera Ash. Pero de la mejor manera.

Ella sonrió y eso la hizo verse casi bonita.

–Por favor, hágame saber si tiene algún problema para instalarse. Adaptarse a la vida aquí puede ser… –la enfermera se mordió el labio, titubeando–, complicado.

–Oh, confíe en mí, no es nada que no pueda manejar. Fui engendrado por carceleros.

Eso quizás era una exageración.

Cuando se disponía a irse, ella frunció el ceño y mientras negaba con la cabeza agregó:

–Me temo que la vida debe haber sido muy injusta con usted.

Pero eso era quedarse corto.

–Me temo que es muy injusta con todos. Usted puede no pensar que soy un pervertido pero, por desgracia, usted no es la que manda aquí. No es la que tiene las llaves.

–Volveré a verlo pronto –dijo ella, mientras se apresuraba hacia la puerta.

Pareció darse vuelta demasiado rápido, quizás para ocultar que se había ruborizado.

Ricky ya se estaba sintiendo mejor, incluso presumido, cuando el grito familiar de una niña perforó el silencio. Oyó que la puerta se cerraba y su sonrisa se desvaneció. Ese no era solo el grito de alguien preso de la locura. Era un alarido de dolor.

Capítulo 4

El desayuno era a las siete. El almuerzo, a las doce del mediodía. Predecible. Reglamentado. Cuando Ricky le preguntó a la enfermera de rostro anguloso que lo escoltaba al almuerzo qué había de comer, ella negó con la cabeza y dijo con una risita forzada:

–Sopa y pan, señor Desmond, sopa y pan. Ya aprenderá.

No era tan amable ni se ruborizaba con tanta facilidad como la enfermera Ash.

El desayuno había estado compuesto de avena blanda y huevos (no estaban exactamente revueltos y tenía la sospecha de que no eran exactamente reales, sino más bien en polvo). Nada con lo que pudieran atragantarse. Suponía que esa era la misma razón por la que les tocaba sopa y pan para el almuerzo.

Comió en silencio y atento mientras echaba un vistazo al “comedor”, que parecía ser un gran salón multiuso con un pasillo cerrado que llevaba a la cocina y un arco de medio punto que daba al pasillo principal del hospital y que también podía cerrarse si era necesario. Blanco. Todo era blanco y estaba cáusticamente limpio. Estaba tan limpio que podrían haber comido en el suelo, pero afortunadamente no lo habían obligado a hacerlo.

La lluvia golpeaba las paredes; la oía a lo lejos, como un recordatorio de que la vida continuaba mientras la suya quedaba postergada en Brookline.

La sopa que caía de su cuchara tenía el color de sangre diluida. En algún momento seguramente había parecido una sustanciosa sopa de vegetales, pero la habían aguado y reconstituido hasta convertirla en un caldo tibio con gusto a tomate y algún que otro trozo de apio. Ricky dejó su cuchara y observó cómo entraban algunos otros pacientes al comedor. Los traían por turnos. La mesa de Ricky ya estaba completa y ahora el banco que estaba justo detrás de él se estaba llenando.

Era como el comedor de la escuela, solo que allí no había grupitos exclusivos que escogían sus propias pequeñas esferas sociales. Ni siquiera hablaban. Los otros pacientes comían tan rápido que parecía como si fuese la última vez que iban a comer y Ricky se apresuró a terminar su sopa, suponiendo que debían saber algo que él no sabía. Había enfermeras en ambos extremos de las largas mesas blancas. Todas ellas tenían la misma expresión en sus rostros mientras sus ojos recorrían el comedor.

En la mesa que estaba frente a la de Ricky había una mujer mayor sentada codo a codo con una chica de cabello corto que parecía querer mirar por encima de su hombro, quizás para captar la atención de Ricky. Pero cada vez que comenzaba a darse vuelta, primero echaba un vistazo a las enfermeras y cambiaba de opinión.

Ricky bebió hasta la última gota de sopa de su plato y se metió la mitad del pan rancio en la boca. Las enfermeras comenzaron a caminar entre los bancos mientras tocaban suavemente el hombro de cada uno de los pacientes. Esa era la señal para indicar que debían retirarse. Un enorme gigantón de espaldas anchas que estaba sentado en el mismo banco que Ricky vaciló mientras se tomaba un segundo más para terminar su sopa.

Dennis.

La enfermera aplaudió una vez y Ricky vio con la boca abierta cómo el gigante se apresuraba a levantarse del banco con la cabeza gacha, como un niño al que lo habían atrapado con las manos en la masa. Fuera lo que fuese que las enfermeras hicieran para mantener a raya a los pacientes, evidentemente funcionaba.

Cuando dejó de llover los llevaron afuera para el “horario de trabajo”.

De pie sobre el césped, Ricky observó el cielo gris mientras escuchaba canciones en su mente. Otis, Stevie, Smokey… Todos los discos que ponía cuando estaba solo en casa. Sus padres odiaban sus gustos musicales, en especial Butch.

Ricky arrugó la nariz cuando vio aparecer en el jardín a la enfermera Ash con una cesta llena de guantes de jardinería. Sí, eso le sonaba correcto. La tareas domésticas solían recaer con más fuerza sobre los hombros de Ricky cuando Butch regresaba temprano del trabajo y lo atrapaba escuchando lo último de Smokey Robinson a todo volumen. Y en el equipo de alta fidelidad de Butch, por si fuera poco.

“No toleraré ese maldito ruido en mi casa, merezco un poco de paz y tranquilidad cuando regreso de trabajar”.

“Oh, Butch, realmente no creo que a mamá le agrade ese tipo de vocabulario en esta casa…”.

“Afuera, Carrick. ¡Ahora!”.

La enfermera Ash no le gritó mientras le entregaba un par de guantes. Seguía viéndose tan aseada y minuciosa como el resto de las enfermeras, pero Ricky notó que su cabello estaba un poco más revuelto bajo la cofia de papel, no estaba sujeto con broches ni rizado o enroscado en un perfecto rodete.

–¿Qué se supone que debo hacer con esto? –preguntó Ricky irónicamente.

–Supongo que ponértelos en las manos –respondió la enfermera Ash, con la misma ironía.

Ricky sonrió con suficiencia.

–Sí, esa parte la entendí, pero…

Ricky señaló con la cabeza a los demás pacientes, quienes habían tomado los guantes e inmediatamente se habían alejado hacia sitios predeterminados para comenzar a trabajar.

–Todos los días después del almuerzo tenemos jardinería supervisada. No podemos darles nada demasiado afilado, por supuesto, pero el director Crawford cree que este tipo de ejercicio es bueno para ustedes. ¿Por qué no vas con Kay? Va a quitar las flores marchitas de las azaleas.

–Estupendo –respondió Ricky entre dientes. Y, antes de que la enfermera Ash pudiera pasar a otro paciente, agregó–: Oiga, ¿cree que… hay alguna forma de que pueda interceder por mí con el director? Realmente necesito hablar con mi madre. Si solo pudiera hacer una llamada, significaría mucho para mí.

En lugar de rechazar su pedido rotundamente, la enfermera le entregó un par de guantes al paciente que estaba después de él.

Cuando Ricky se había resignado a que lo ignorara, le preguntó:

–¿Sucede algo?

Su risotada fue tan fuerte que sobresaltó a todos los que estaban en el jardín. Las miradas se centraron en él mientras se aclaraba la garganta e inclinaba la cabeza, intentando librarse de su atención.

–No pertenezco aquí –dijo, en voz más baja–. Míreme. ¿Acaso no se da cuenta? No soy… una de estas personas. Un loco.

La enfermera suspiró.

–Orden, rutina, disciplina y sí, ocasionalmente, la medicación adecuada. Eso es lo que hacemos aquí. Eso es lo que mantiene sanos a nuestros pacientes. Es lo que evita que se hagan daño a sí mismos –hizo una pausa y luego agregó con elocuencia–: O a otras personas.

Claro. Entonces quizás sí había sido ese incidente lo que había hecho que terminara en Brookline. Quizás no tenía nada, o solo un poco, que ver con él y Martin.

–Fue una sola vez –susurró.

–Tu padrastro terminó con la muñeca rota –señaló ella–. Intenta comportarte, Ricky. Es por tu bien. Orden, disciplina…

–Sí, ya lo entendí.

Se puso los guantes de un tirón y giró ligeramente para observar el camino que estaba más allá de la reja de hierro forjado. Una fila de arbustos, que al parecer eran azaleas, crecían a lo largo de la reja y delineaban los límites de su prisión con verde y rosado. Había un auxiliar con expresión severa que se veía muy fuerte vigilando la puerta de la reja, y la chica que la enfermera Ash había señalado estaba arrodillada junto a uno de los arbustos. La neblina de la mañana, que ya debía haberse disipado, flotaba como una corona de humo alrededor de la reja; un fantasma desplegado por todo el jardín.

Ricky se dirigió hacia donde estaba la chica pero sin apartar su mirada de la puerta de la reja. Por un momento consideró arremeter contra el guardia, pero entre el sedante, los huevos y la sopa de tomate aguada no tenía demasiada energía como para taclear a nadie.

–Puedes dejar de mirar la calle –comentó la chica cuando Ricky llegó hasta donde estaba ella. No se había dado cuenta de que lo estaba observando porque su mirada seguía posada en las azaleas–. Nadie vendrá a buscarnos.

»No todavía, al menos.

El jardín tenía una pendiente que bajaba hacia donde estaban la chica y los arbustos. Cuando Ricky se arrodilló junto a ella comprendió quién era: la que había intentado llamar su atención durante el almuerzo. Era negra y tenía el cabello corto e irregular y había partes de su cabeza que no tenían pelo, pero eso no atenuaba el hecho de que era una hermosura. Alta y esbelta, se las arreglaba para verse elegante incluso vestida con la camisa y los pantalones holgados como costales que le habían dado.

Ricky apoyó las rodillas en el lodo y comenzó a arrancar flores, a pesar de que no había ninguna que estuviese claramente marchita.

–¿Qué le sucedió a tu cabello?

–Me obligan a llevarlo corto así que, en lugar de eso, a veces me lo arranco –dijo bajito, triste. Tenía una voz dulce y suave, como si hubiese alguien durmiendo cerca. Ricky había conocido a algunos neoyorkinos en Victorwood y Hillcrest, y detectó una inflexión similar en el acento de la chica, aunque no podía estar seguro–. El orden y la disciplina no son realmente mi estilo. No te había visto por aquí antes.

–Soy nuevo –respondió él. Dejó de arrancar flores y la miró de frente–. Mi nombre es Rick, o Ricky. Carrick, en realidad, pero solo cuando estoy en problemas.

Eso la hizo sonreír.

–Kay. Supongo que a ambos nos gustan los nombres cortos y dulces.

–¿Y por qué estás aquí? ¿Por arrancarte el cabello?

–No, ese es mi único pequeño acto de rebeldía. Intento no llamar demasiado la atención –dijo mientras se limpiaba la frente con el dorso de la mano. Hizo una pausa en su trabajo y, cuando se apoyó sobre sus talones, Ricky notó que era incluso más alta que él, varios centímetros–. Quizás ya lo notaste, pero si te atrapan hablando demasiado o sin permiso, te castigan. Sin embargo, nos las arreglamos.

Señaló a la derecha de Ricky, donde la enfermera Ash estaba supervisando a un paciente mayor que parecía estar solo contemplando los canteros de tulipanes más que trabajando. Tenía importantes cicatrices en una mitad del cuello. Ya estaban curadas pero todavía se veían rosadas y desfiguradas.

–Ese es Sloane. Está convencido de que puede volar. Intentó saltar de algunos techos hasta que sus hijos se cansaron de despegarlo del pavimento. Hasta donde yo sé, ha estado aquí desde siempre. Y esa es Angela –indicó Kay, y señaló a una mujer de mediana edad que se estaba ocupando de los narcisos en la cima de la colina. Para Ricky, no se veía loca, solo aburrida–. Descuartizó a su esposo e intentó servírselo a la madrastra de él.

Ricky volvió a mirar a Angela, esta vez con los ojos como platos.

–¿En serio?

Kay asintió.

–Él la golpeó durante años. La policía no hacía nada porque era uno de ellos. Me da náuseas de solo pensarlo.

–Dios mío, eso es horrible. ¿No debería estar en prisión?

–Quizás el juez le tuvo piedad. No conozco toda su historia –explicó Kay con aire despreocupado.

–Todavía faltas tú…

–Y –respondió Kay.

–Ajá, pero yo pregunté primero –replicó Ricky mientras disfrutaba del jueguito.

–No tenía por qué darte toda esa información. Es difícil obtener respuestas aquí, ¿sabes? Es difícil siquiera hablar sin meterse en problemas. Me llevó un mes sacarle tan solo una palabra a Angela durante el horario de trabajo.

Entonces Ricky tenía suerte de que ella siquiera le estuviese hablando, y de manera casi amistosa. Apartó la mirada, se encogió de hombros y dijo:

–Es justo. Me gustan los chicos. Bueno, también me gustan las chicas. No tengo preferencias en realidad, y supongo que ese es el problema.

–Para tus padres –dijo Kay con su tono suave.

–Para prácticamente todo el mundo –Ricky la observó por un momento antes de decir lentamente–: Pero no para ti.

–No. No para mí –ella apretó la mandíbula y juntos miraron cómo la enfermera Ash finalmente apartaba a Sloane de la reja y lo instaba a subir la pequeña colina hacia la entrada de Brookline. Todavía no podía descifrar de dónde exactamente era el acento de Kay. Sonaba como si lo hubiera refinado, fuera de donde fuese–. ¿Eso es todo? ¿Hiciste algo más?

–En realidad, no –mintió Ricky.

Kay no necesitaba saber acerca de la única vez en que había perdido los estribos ni sobre la muñeca fracturada de su padrastro.

–Intentaron meter a mi tía en un hospital de California por eso. Yo casi terminé ahí también. Gracias a Dios, regresamos a Nueva York antes de que se les ocurriera hacerlo. En ese lugar pasan cosas terribles. Ni siquiera quisieron contármelo todo, dijeron que era demasiado para la mente de alguien tan joven. Es una lástima que no creyeran que traerme aquí era demasiado. Supongo que no se escuchan cuentos de terror acerca de este lugar.

Ricky se estremeció. Los “centros de retiro” que sus padres habían probado eran horribles a su manera. De todos modos, ocasionalmente había disfrutado de engañar al personal y encontrar formas de eludir las normas. Era como un juego. Todavía creía que Brookline también podía ser un juego, una vez que le encontrara la vuelta.

–Entonces, ¿eres como yo? –preguntó él mientras intentaba no pensar demasiado en cuánto tiempo estaría en el hospital. No creía poder soportar estar allí un mes.

Kay rio, mirándolo de reojo.

–Creo que no lo diría de esa manera.

–Entonces ¿qué? ¿Quieres que adivine?

–No te obligaría a hacer eso –Kay se mordió el labio; lo tenía áspero y lastimado, como si recurriera mucho a mordérselo–. Y debería tenerte piedad, dado que me has estado hablando como si fuese una dama.

–Porque… lo eres –parpadeó Ricky.

Ella rio por lo bajo mientras ponía los ojos en blanco.