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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Lois Greiman

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un encuentro caótico, n.º 969 - enero 2020

Título original: From Caviar to Chaos

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1348-103-6

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

–¿Cecil? –preguntó Daniel.

–¿Hmm?

–¿Es…?

–Soy Cecil MacCormick. ¿Quién es? –gritó el anciano por el auricular.

–Soy Daniel –calló a la espera de que lo reconociera. Pero al parecer el crepúsculo se había establecido para siempre en la pequeña ciudad de Oakes, Iowa–. Daniel MacCormick –silencio–. ¿Tu sobrino? –no había pretendido que sonara como una pregunta.

–¿Danny? ¿Eres Danny? ¿El hijo de Willy?

–Sí –¿cuántos sobrinos llamados Danny creía que tenía?

–¡Danny! Hace mucho que no sé nada de ti. El otro día me preguntaba cómo le estaría yendo a ese Danny en… ¿dónde diablos estás?

Daniel apretó los dientes. La paciencia no era su mejor virtud.

–En Nueva York.

–Nueva York, ¿eh? ¿Llueve allí?

Miró distraído hacia la ventana sur del apartamento y obtuvo de recompensa una vista clara de Central Park. Cuando Melissa se marchó nueve meses atrás, se llevó las cortinas con ella. Con cierta irritación comprendió que las echaba de menos más que a ella. Su terapeuta, su ex terapeuta, le aconsejaría que analizara el significado de semejante revelación. Pero no quería analizar nada, ya que dudaba que reflejara algo positivo de su carácter. En ese momento, pocas cosas lo hacían. La falta de sueño no era algo agradable. El bloqueo de escritor resultaba peor.

–No, no llueve.

–Es una pena. Papá solía decir que la lluvia de primavera era tan buena como la mierda de cerdo para el campo. Pero Willy pensaba…

–Escucha, Cecil, he de preguntarte algo.

–¿Sí?

–¿La casona sigue en venta?

Durante un momento reinó el silencio en la línea.

–¿La casa de Willy? ¿En la ciudad?

Desde luego. Era la única casa que había sido suya alguna vez. Eso había sido cuestión de disputa entre los padres de Daniel a lo largo de todo su matrimonio. Hasta que su madre se marchó.

Era algo extraño para un niño despertar una brillante mañana y descubrir que su madre ya no estaba… que su mundo había cambiado de forma irrevocable y permanente. Era como si descubrieras que el mundo en realidad no era redondo, sino plano.

Durante años le había sorprendido que su padre no vendiera la casa y se trasladara al campo. William MacCormick era granjero hasta la médula de los huesos. Pero padre e hijo se habían quedado a vivir en la casa de dos plantas en el linde de la ciudad. En retrospectiva, Daniel se dio cuenta de que William había esperado que regresara. Pero él siempre había sabido que jamás volvería.

–Sí. Su casa de la ciudad. ¿Sigue en venta?

–Desde hace dos años. Desde que Willy murió. Los negocios inmobiliarios no van viento en popa por aquí, en particular desde que cerró la fábrica. Y con los precios tan bajos del grano….

–Sí. Bueno, escucha –Daniel lo cortó en medio de otro soliloquio–. He de irme, pero te llamaré pronto.

Cortó antes de que se pronunciara otra palabra, luego se quedó mirando el auricular con cierta sorpresa. Era verdad. Estaba loco. No podía haber otra explicación para los planes que había trazado.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Sonó el timbre. Oscar soltó su habitual gruñido. De inmediato se oyeron dos ladridos agudos. El sonido se transmitió con claridad desde la puerta abierta del garaje hasta la cocina.

En el salón despacho sonó el teléfono.

Jessica Sorenson limpió el biberón bajo el grifo, luego se secó las manos con rapidez.

El timbre sonó una segunda vez.

–Adelante –gritó mientras colocaba la tetilla de goma.

Oscar gruñó de nuevo.

–¿Quieres algo? –preguntó Mosquito, asomando la cabeza por la puerta de la cocina. Su pelo, de color indefinido, pero memorable por su estilo único y fortuito, se le erizaba como los pinchos de un puerco espín.

–¿Puedes contestar el teléfono? –gritó Jessie.

Se oyeron dos ladridos seguidos de unos pocos graznidos irreconocibles.

–¿Eh?

–El teléfono –gritó, y se dirigió hacia la puerta. Había sido un día caótico. ¿No era típico de la señora Conrad empeorarlo más? Los últimos seis meses había estado llegando sin avisar todos los lunes y miércoles por la noche.

–Contestaré el teléfono –gritó Mosquito, y para eterna gratitud de Jessie solo tropezó una vez al trotar por el despacho.

El timbre sonó otra vez, seguido de unos golpes persistentes. Con el biberón en la mano, Jessie giró el pomo, para descubrir que estaba cerrada con llave. «Menos mal», pensó. Xena se había vuelto tan hábil en el arte de la fuga como Pearl, y lo último que necesitaba Jessie era una jauría de animales hambrientos de flores atacando de nuevo las azaleas de Loman.

Descorrió el cerrojo y abrió.

–Lo siento, señora Con… –comenzó, pero se detuvo en media de la frase y enarcó las cejas.

De pie entre los limoncillos de la abuela había un hombre de aspecto poco decoroso. Tenía el pelo negro peinado hacia atrás, que dejaba ver una frente alta y pálida, pómulos marcados y barba de dos días. Era delgado, se hallaba vestido todo de negro y llevaba los ojos ocultos detrás de gafas de sol.

Las gafas la pusieron nerviosa. Podría haber adivinado sus intenciones mucho mejor sin ellas. Tanto en la gente como en los animales, los ojos siempre contaban la historia. Si pudiera echarles un vistazo, sabría si darle la bienvenida o partirle el biberón en la cabeza.

–¿Sí? –preguntó mientras limpiaba el resto del agua de la botella del biberón.

–¿Qué haces aquí? –las cejas oscuras se fruncieron por encima de la montura de alambre–. Pensaba que la casa seguía en venta.

Ella se obligó a no retroceder. Pero algo en la voz perturbó su paz mental.

–Lo está, pero…

–Entonces, ¿qué diablos pasa?

Jessica irguió la espalda con cierto esfuerzo. No se había matado los últimos diez años para dejar que la asustara un tipo que parecía el mensajero de Satanás.

–¿Quién es usted? –preguntó con tono firme–. ¿Qué quiere?

–¿Qué quiero? –se quitó las gafas y la miró con ojos centelleantes. Eran de un intenso color negro, pero la parte blanca se veía surcada por venitas rojas–. Quiero saber qué diablos haces en mi casa, Sorenson.

–¿MacCormick? –jadeó, paralizada, pero incluso al pronunciarlo supo que estaba equivocada. Danny MacCormick llevaba más de una década sin aparecer por Oakes.

–¿Qué diablos haces aquí? –repitió él.

–¿Danny MacCormick?

–¡Santo Dios, Sorenson! –exclamó irritado–. ¿Quién creías que era?

–No lo sé –rio, aliviada y nerviosa. No se parecía en nada al Danny que había sido su compañero de escuela durante doce años. En su lugar estaba ese hombre duro y cínico. Cierto es que Danny siempre había sido mordaz e ingenioso, con opinión sobre todo, desde la estupidez de ponerse calcetines iguales hasta las almas corruptas del hombre moderno. Aun así, bajo todo aquello siempre se había percibido la sombra de la ternura. Pero ese hombre…

–¿Qué ha sido de la hospitalidad de las ciudades pequeñas? –preguntó él, mirando hacia la calle alineada de olmos–. ¿Vas a dejarme pasar o seguir aquí de pie como el idiota del pueblo?

La pregunta la devolvió a la realidad.

–Tienes un aspecto horrible –comentó sin sentir necesidad alguna de ser más cortés que él–. ¿Para qué has venido?

–No para escuchar tu evaluación sobre mi aspecto personal –afirmó, dando un paso como si quisiera entrar.

–¿Quién es usted? –preguntó Mosquito, apareciendo junto al codo de ella. Danny no respondió y lo miró a los ojos–. ¿Estás bien, Jess? –continuó el muchacho con preocupación, con la vista clavada en el hombre del porche.

–Claro –Danny y ella nunca habían sido amigos. Más como adversarios enconados. No obstante, jamás la había asustado–. Estoy bien. Mosquito, este es…

–Un viejo amigo de Jessie –cortó él con tono tajante.

–Yo soy Nathan –indicó Mosquito tras un momento de silencio–, pero la gente me llama Mosquito.

–Muy típico de Iowa.

–Sí –convino; el tono de voz no hizo nada para ocultar su desconfianza, pero Jessie no podía culparlo. Siempre había sido un buen juez del carácter–. ¿Quieres que me quede por aquí, Jess?

–Yo… No. Necesito que recojas el pienso.

–Sí, pero… ¿Estás segura?

–La tienda de forrajes cierra a las seis –le recordó.

–De acuerdo –pasó despacio junto a MacCormick y bajó los escalones del porche, echándole un último vistazo antes de subirse al viejo Buick de su padre y alejarse.

–¿Es tu hijo? –inquirió Danny.

–¿Quién? –lo miró sorprendida.

–Mosquito.

–Claro que no. ¡Cielos, MacCormick! Sigues tan raro como siempre. ¿Qué fue de tu capacidad de observación? ¿No eres un periodista famoso? ¿No oíste que me llamó Jess?

MacCormick se encogió de hombros, y con ese simple gesto le recordó que el tiempo que lo había conocido él había llamado William a su propio padre. Siempre había sido un pato extraño en un estanque pequeño.

–¿Solo tienes el bebé, entonces?

–¿Qué? –él señaló el olvidado biberón en su mano.

–¿Estás tú y el bebé o el padre fue lo bastante necio como para quedarse también?

–No hay padre –dijo y, poniéndose en cuclillas, introdujo la tetilla en la boca del cordero–. Solo el bebé y yo. El padre nos dejó por una oveja –sonrió en su dirección–. No se puede confiar en esas rubias platino –él no rio; entrecerró los ojos y pasó a su lado.

–¿Qué intentas conseguir, Sorenson? –abrió la puerta, entró y escudriñó el interior… las ventanas atestadas de parras, el caos de hierbas en las macetas, las flores exóticas, el aloe y… a Xena, de pie sobre sus patas traseras para mirar por la ventana. Guardó silencio un momento–. ¿Por qué hay una comadreja en mi salón?

–No es una… ¡Tu salón! –se obligó a reír–. No es tu salón, MacCormick. Es de Cecil.

–No por mucho tiempo.

Jessica sintió que palidecía. Desde una habitación contigua un cerdo gruñó.

–¿De qué hablas?

–Va a vender la casa.

–Jamás lo haría –indicó con poca convicción–. Tenemos un acuerdo.

–¿Un acuerdo? ¿Que establece qué? –se volvió con la velocidad de una víbora negra–. ¿Que puedes convertir la casa de mis padres en un corral?

–Escucha, MacCormick. Esto no tiene nada que ver contigo.

–Tiene que ver todo conmigo –bajó la vista a la gastada camisa de franela, a los pantalones vaqueros cortos. Recorrió sus piernas, bronceadas pero con cientos de rasguños menores, y se posó en el cordero que meneaba el rabo cerca de sus pies descalzos–. Quiero que tú y tu apestosa colección de animales os larguéis de mi casa.

El sonido de la puerta de una camioneta al cerrarse sobresaltó a Jessica. Se puso de pie, salió al porche y bajó los escalones.

–Cecil. No vas a vender, ¿verdad?

–¿Vender qué? –preguntó con tono hosco y sorprendido.

–La casa –apretó con fuerza el biberón e intentó calmarse–. No vas a vender la casa.

–Dijiste que estaba en venta –indicó MacCormick detrás de ella.

–¿Danny? –Cecil alzó la vista y lo miró fijamente–. Danny, ¿eres tú?

–Dijiste que estaba en venta –repitió con más énfasis.

–Tienes aspecto de haber sido arrollado por un camión de ganado, muchacho. ¿Qué te ha pasado?

–Encontré un comprador para la casa –explicó MacCormick.

–¿Para la casa de Willy?

–No puedes venderla, Cecil –aseveró Jessie–. Creo…

–¡Claro que va a venderla! –espetó él–. No tienes más sentido común que cuando eras niña.

–Y tú no tienes…

–¿Te está dando problemas?

–¡Abuela! –Jessie se sobresaltó y se volvió hacia su abuela. Para una mujer de más de ochenta años, tenía la costumbre de moverse con sigilo casi sobrenatural, y el hecho de que tuviera una mano escondida a la espalda no mitigó en nada el pánico de Jessie–. Pensé que estabas ocupada con los baños de cicuta.

–Lo vi aparecer –indicó con gesto seco a Cecil–. Menos mal, o también te estafará como hizo conmigo.

–¡Jamás te estafé! –negó el anciano con el rostro encendido.

–¡Y un cuerno! –soltó la abuela.

–¡Y un cuerno tú! No he hecho nada malo. ¡Para empezar, la yegua era mía!

–Era mía, y maldita sea que tú lo sabías.

–El juez dijo otra cosa.

–Pues eso es lo que digo yo y tengo ayuda –la abuela sacó una pistola de la espalda.

Daniel soltó un juramento y retrocedió.

–¡Abuela!

–¡Suelta eso antes de que te vueles la cabeza! –gritó Cecil.

–¡No es mi cabeza la que pienso volar! –replicó, alzando el arma a la altura del pecho.

–¡Abuela! –Jessie elevó el cañón hacia el cielo–. ¡No puedes dispararle a Cecil!

–¿Quieres apostar?

–¡Nos deja vivir en su casa!

–No quiero vivir en su maldita casa.

Cecil se puso aún más colorado y las venas le sobresalieron del cuello.

–Si no te gusta, puedes…

–¡No! Nos encanta la casa. De verdad. ¿No es así, abuela? –la miró desesperada en busca de confirmación, pero fue un gesto estéril. La abuela preferiría ir desnuda por la ciudad a lomos de un toro bravo antes que ceder ante un MacCormick–. Yo estoy agradecida –continuó, tratando de llenar el silencio al mirar a Cecil–. ¡En serio!

–Lo sé, cariño –gruñó él, suavizando la expresión del ceño–. Pero…

–Pero no importa –intervino MacCormick, observando la pistola antes de encarar a Jessica–. Porque va a venderla.

–¿Sí? –inquirió Cecil.

–¿Sí? –musitó Jessie.

–¡Y un cuerno! –espetó la abuela, apuntando otra vez al anciano–. Dijiste que mi chica podía vivir aquí hasta que pudiera comprarse su propia casa, y no vas a retractarte otra vez de tu palabra.

–Nunca dije que lo haría. ¡Guarda eso! –ordenó Cecil.

–¿Por qué debería hacerlo?

–Porque si me disparas, meterían tu lamentable cuerpo en la cárcel. Entonces vendría a llevarme esos capones de los que tan orgullosa estás…

–No regresarías, porque te habrían metido dos metros bajo tierra…

–Pagaré un alquiler –murmuró Jessie.

–¡No tienes por qué pagar ningún alquiler! –soltó la abuela.

–¿No paga? –preguntó Daniel con incredulidad. ¿Qué pasaba ahí? Cierto es que jamás había querido la casa… encantado se la había dejado a Cecil. Pero eso fue antes de que su musa lo hubiera abandonado en el yermo de la mediocridad.

–No es que no me haya ofrecido a pagar –se defendió ella.

–No te preocupes por eso –la consoló el anciano.

–¡Será mejor que sí se preocupe por eso! –la cabeza de Daniel palpitaba como un tambor africano–. Porque… –maldita sea, ¿porque qué? Lo último que quería era manifestar sus problemas en voz alta, y menos ahí, adonde había jurado no volver–. Porque el comprador viene mañana.

–¡Mañana! –exclamó Jessie al unísono con los demás.

–Eso es –afirmó Daniel en la súbita quietud–. Prepara los papeles, Cecil. Me ocuparé de que se firmen esta noche.

–¡Esta noche! No puedo hacer eso, Danny. Como intenté explicarte por teléfono, dejo que la muchacha…

–La casa está en venta, ¿verdad?

–Sí, pero…

–Entonces véndela –la fatiga y la frustración podían con él–. Sorenson es más inteligente de lo que parece. Podrá encontrar otro sitio donde vivir.

–¿Dónde?

–No me importa. Simplemente sácala de mi casa.

–¿Tu casa? –Cecil lo miró con los ojos entornados.

–Quiero decir… tu casa.

–¿A quién conoces que está tan interesado en comprar de repente esta casa? ––preguntó ella con esos ojos azules como el cielo.

–No es asunto tuyo –repuso Daniel–. Si yo fuera tú, me preocuparía por…

–¡Pero sí es asunto mío! –exclamó Cecil, mirándolo con el ceño fruncido–. No pienso dejar que ningún traficante comunista viva en mi casa.

–¿Traficante comunista? –¿en qué siglo vivían ahí?

–Y tampoco a ninguno de esos tipos raros. Puede que eso sea corriente de donde vienes tú, pero no…

–No habrá nadie así, ni raro ni de otro tipo –garantizó Daniel.

–Entonces, ¿quién es?

Daniel frunció más el ceño, esperando aún que la intimidación funcionara donde había fallado la lógica.

–Que no te inquiete quién es –insistió con gesto indiferente–. Yo los avalo.

–¿Los? ¿Cuántos son? –preguntó Cecil con suspicacia.

Daniel experimentó una creciente frustración y pánico. Cuatro meses atrás habría conseguido inventar un escenario completo, hasta el tamaño del sombrero que llevaba el comprador. Pero entonces todavía tenía el don. Las palabras aún eran sus amigas y sabía con absoluta certeza que el paso de periodista galardonado a novelista de éxito no sería más difícil que un juego de niños.

–Tres –eligió al azar.

–¡Tres! ¿Hombres o mujeres?

Daniel titubeó, paralizándose como un teclado atascado. ¡Maldición! Tendría que haber dicho uno.

–Mujeres.

–¡Tres mujeresl! –exclamó Cecil con su rostro rubicundo–. ¿Son lesbianas o…?

–Una mujer –corrigió deprisa Daniel–. Una mujer… y sus dos hijas.

–¿Pequeñas? –Cecil suavizó la voz–. ¿Cuántos años tienen? ¿Y dónde está su padre? No me importa lo que digáis vosotros, jóvenes radicales. Una mujer necesita a un hombre para que la cuide cuando…

–¡Soy yo! –soltó Daniel con frustración y pasión.

Tres pares de ojos lo miraron con incredulidad.

–¿Tú eres el padre? –musitó Cecil.

–¡No! –se mesó el pelo–. Soy yo quien va a comprar la casa.