Buenos días. Soy Luis, un científico. No de los que tienen laboratorio, pero me gusta mirar la realidad y comprender por qué pasan las cosas. Como los físicos no somos psicólogos, no tenemos que entender las manías de las personas sino el comportamiento de los planetas, de las partículas o de las máquinas que hacen posibles los viajes espaciales. Entender por qué pasa algo en el universo resulta deslumbrante y divertido. ¿Y en un blog? ¿Por qué pasa algo en un blog?

Empecemos por el principio. Además de ser un científico, soy un abuelo. Y me gusta explicarles a mis nietos lo que se sabe sobre cómo funciona la realidad. No es que se sepa todo, ni mucho menos; sin embargo, ya se saben bastantes cosas. Mis nietos no parecen muy interesados. Más bien nada interesados. Lo último que dijo mi nieto, de quince años, fue: «¿Por qué no haces un blog?». Ese monosílabo no estaba dentro de mi vocabulario y todavía me suena bastante raro. Como una mezcla de los sonidos de las historietas, algo entre buf y plop. Pero sin saber lo que era un blog, sí entendí la indirecta: «No sigas contándome historias de agujeros negros y viajes interestelares, porque ahora me interesan más el fútbol, las carreras de coches y, misteriosamente, el imperio romano». Eso de «ahora» lo añado yo. Pues soy optimista por naturaleza y pienso que, dentro de unos años, sí que le interesará nuestro universo.

Como una cosa es ser abuelo y otra ser un hombre anticuado, puse cara de póquer y dije: «Lo pensaré». Mi nieta, que estaba presente en la conversación, no dijo nada; tiene once años y tampoco le interesa el universo, de momento, ni el fútbol. A ella le gustan los libros con enigmas, patinar y convencer a sus padres para que le compren una mascota. Ah, y de vez en cuando una cosa que llama «estar por» alguien. No sé quién está por no sé quién, me cuenta. Pero a mí los nombres se me olvidan porque ese «estar por» dura menos de una semana.

Cuando mis nietos se fueron, me puse a investigar, que es lo que hacemos los científicos. Averigüé que blog es una mezcla de dos palabras inglesas: web, es decir, red, y log, que puede referirse a un diario. El log book era el cuaderno de bitácora de los barcos. ¿Así que mi nieto me estaba proponiendo que escribiera un diario y que además lo dejara ahí puesto en la red, para que cualquiera lo pudiese mirar? Menuda insensatez: los diarios no son algo científico. Claro que, pensándolo despacio, podrían serlo. Un cuaderno de bitácora es bastante científico: no se escriben frases como «Hoy he mirado el mar y me he acordado de una canción», sino que se apuntan el rumbo, la velocidad, las maniobras y los accidentes, si los hay. Yo podría ir apuntando algunas de las cosas que sabemos sobre quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos a poder ir. Probar, experimentar, es algo que también hacemos los científicos. Así que ¿por qué no?

Llamé a mi nieto por teléfono y le dije que de acuerdo, que cómo se hacía. Se comprometió a montarlo él, para que yo solo tuviera que escribir lo que llamó posts. Y va y me dice:

–Pero mejor no te enrolles. Que no sean muy largas.

–¿Qué no sean muy largas el qué?

–Las entradas.

–¿Qué entradas? –a mí entradas me suena a tiques para ir al teatro o a un partido.

–Los posts –dijo.

Vaya, post. Eso sí que sabía lo que quería decir en inglés: correo. Así que lo del blog era como mandar una carta cada vez. La cosa no me hacía mucha gracia, volvía a sonarme a «querido diario» y todo eso. Pero ya me había lanzado, y además, yo iba a escribir lo que quisiera. Bueno, eso creía, porque entonces mi nieto añadió:

–Mejor preguntas y respuestas, en vez de todo seguido.

–¿Y por qué?

–Porque es menos cansado que leer una cosa larga.

Acabáramos. Tan contento estaba todo el mundo con esto de que en la red no había que gastar papel, pero ahora resulta que también había que ser breve. Bueno, la verdad es que a los científicos no nos gusta enrollarnos, así que aceptado.

–De acuerdo, preguntas y respuestas.

Y aquí empezó a complicarse la cosa:

–Lo quieres con comentarios, ¿no?

–¿Qué comentarios?

–Los de los blogs. Que la gente pueda poner lo que opina de lo que has escrito.

A ver, a ver, a ver. Esto es lo que pensé, pero no se lo dije. Primero me hice esta pregunta: ¿Qué clase de categoría científica es esa de «la gente»? Y lo segundo: de las cosas científicas no se opina. Tú dices que las manzanas caen hacia el suelo, pero a mí me gusta más que caigan hacia el cielo, ¿qué te parece? ¿Lo cambiamos? No, hombre, no: la ciencia no es un poema, aunque pueda ser poética. No dije nada porque los abuelos tenemos muchísima más paciencia de la que los nietos se imaginan. Por otro lado, cada vez estaba más claro que un blog era como un armario donde se cuelgan cosas. Pues esa es la palabra que usaban al hablar de ellos: colgar. Así imaginaba mi blog: un armario flotando en el ciberespacio, lleno de perchas de las que colgaban preguntas y respuestas sobre el origen del universo, la evolución o la inteligencia de las máquinas.

¿Quién iba a abrir ese armario y colgar además un comentario? Decidí que nadie. En primer lugar, porque no pensaba avisar a nadie de que el armario estaba ahí. Solo mis nietos, cuando crecieran un poco más, si necesitaban saber algo, a lo mejor lo abrían. Así que para no discutir ni parecer más excéntrico de lo que soy, dije esta vez con voz de póquer:

–Sí, claro, con comentarios.

El viernes, mi nieto me llamó para decirme:

–Ya lo tengo, ¿te doy la dirección?

–No, mejor cuando vengas me lo enseñas.

Vino y ahí estaba, es decir, aquí; la verdad es que con esto de la red, el aquí y el ahí se han confundido bastante. Claro que eso también pasa con los libros: cuando se lee una novela se está en el cuarto donde se lee, pero la mente viaja a lo que pasa dentro de las páginas.

¡Hummm!, no estaba mal el blog. Tenía un fondo de galaxias y un hueco para las cosas que yo quisiera escribir. Pero entonces apareció la abuela y dijo una frase insondable –insondable quiere decir que aun enviando la cuerda más larga a la que iría atada un peso de plomo para explorar las profundidades, no conseguiríamos saber lo que hay en ellas.

–Necesitas un gancho –dijo.

Y mi nieto, otro que tal baila.

–Sí, la abuela tiene razón.

En fin, otra vez tuve que pensarlo despacio y resultó que lo que la abuela proponía no era tan raro. Tenía el armario, que era el blog, tenía las entradas, que eran las prendas de ropa, pero necesitaba un gancho para colgarlas, una percha, vaya. Algo que conectara las cosas que pasan en el universo con el mundo actual. A eso es a lo que se referían. Yo no estaba de acuerdo, porque en el universo las cosas son como son y lo normal es que queramos saber cómo son, digo yo. Pero debo reconocer que, al menos estadísticamente, no es tan normal. No todo el mundo va por la vida queriendo saber lo que es un agujero negro o preguntándose si es verdad que la energía ni se crea ni se destruye.

–¿Qué tipo de gancho? –pregunté a ver qué pasaba.

¡Aja! Se quedaron los dos callados. Así que tuve que ser yo el que dijera:

–¿Serviría una noticia?

–No está mal –contestó mi nieto.

Decidimos que buscaríamos una noticia que tuviera que ver con los temas que me interesan: así quedaría claro que este blog estaba escrito en la actualidad y no en una burbuja de científicos que no se enteran de lo que pasa a su alrededor. A todo el mundo le pareció bien, excepto a mi nieta. No es que no le pareciera bien, sino que cuando lo decidimos ella estaba en otra habitación, y cuando se lo contamos dijo:

–Así que lo habéis decidido sin mí. Pues muy bien.

Mi nieta, para tener solo once años –«Estoy a punto de cumplir doce», diría ella ahora mismo–, tiene un extraño concepto de la democracia, a saber: si ella no ha votado, la decisión no ha sido democrática.

Después de aquella breve charla, nos fuimos a comer los cuatro juntos y dejamos de hablar del blog. La verdad es que prefería que se olvidaran del asunto para hacerlo a mi aire. Me metería en el cuarto del ordenador y empezaría a escribir las cosas que siempre había querido contarles a mis nietos. Las dejaría colgadas en internet, en un armario llamado blog que solo ellos conocerían y que a lo mejor dentro de unos años decidían abrir. Esa era mi intención y eso es lo que he hecho. Solo que poco a poco empezaron a llegar los famosos comentarios. No es que hubiera muchos, porque mi armario estaba bastante bien escondido en la inmensidad del universo virtual. Pero algún cosmonauta despistado empezó a aparecer por ahí.

Yo seguí como si la cosa no fuera conmigo. Decían frases muy poco científicas, aunque a veces tenían gracia. Algunos comentaristas hablaban entre ellos y eso me parecía muy bien, porque así a mí me dejaban tranquilo. Sin embargo, otras veces me hacían preguntas.

Muy pronto apareció una marciana deliciosamente impertinente y se convirtió en una de mis comentaristas más asiduas. «¿Marciana?», me preguntaréis. Yo, un científico, he dicho «marciana». Lo he dicho, sí, pero solo porque era un nick, otro monosílabo de esos que tanto gustan en internet. Significa sobrenombre, apodo; pero apodo ¿de quién?

Ahí está el problema: Galáctico, Eli2000 y los demás cosmonautas que aparecieron, igual que «marciana» –o, para ser exacto, «La marciana surfista»–, podían ser cualquiera. Incluso una marciana surfista real, si hubiera gente –que no la hay– en Marte, y si hubiera olas en Marte y tablas de surf –que tampoco las hay–. También podría ser un perro, si los perros teclearan, o una profesora de informática, o un grupo de cinco personas, o incluso yo mismo, si me hubiera dado por ahí. Que, desde luego, no me ha dado.

La marciana deliciosamente impertinente se empeñó en sacarme un poco de mis casillas hasta que le respondiera. Yo soy un científico, yo cuento las cosas como son. Si me hacen una pregunta sobre algo que no se ha entendido, de acuerdo. Pero no puedo ponerme a investigar cosas de las que no se sabe nada, ni hacer un blog dentro de otro blog. Las cosas llevan su tiempo. Y además, se empieza con preguntitas graciosas y se termina pidiendo una opinión. La opinión no pertenece al mundo de la física.

En la televisión hay personas opinando a todas horas, pero no tengo noticia de que ninguna de ellas haya arreglado nada. Ya no digo el país; al menos podían haber arreglado un enchufe estropeado o una farola fundida. Mi nieto insistía en que les contestara, y yo que ni hablar; entonces me dijo que por lo menos les saludara. Eso lo acepté, pues no tengo nada en contra de la buena educación. Pero claro, si saludas, ¿cómo no vas a contestar? De manera que empecé a contestar y ahí se fue liando la cosa.

Las películas y las historias y hasta los blogs se parecen un poco al universo: tienen un principio, un medio... y no está tan claro que, de momento, tengan un final, sino más bien un «hasta aquí». Igual que el universo, que expandiéndose y expandiéndose, ha llegado a crear este tiempo en que leéis lo que yo –y algunas y algunos que se incorporaron al blog– hemos escrito.

Ya me despido y os dejo con el blog. Aunque quiero deciros una cosa más: cuando por la noche miréis las estrellas, podéis pensar que son pegatinas luminosas que alguien ha puesto en un techo más grande que el techo de vuestro cuarto. Esta imagen se basa en el aspecto que tiene lo que nos rodea. Podéis quedaros solo con el aspecto. Pero también podéis seguir averiguando.

Porque saber cómo son las estrellas de verdad no os impide imaginar metáforas, comparar las estrellas con pegatinas o con lágrimas o con copos de nieve. No os quita nada y, en cambio, os entrega un secreto. Ya que a nadie que no sepa cómo son las estrellas, por mucho que las mire, se le va a ocurrir pensar en gigantescas bolas de fuego del tamaño de cientos de miles de planetas como el nuestro, y a veces muchísimo más grandes, que brillan a distancias de vértigo. Es una comparación bastante más fantástica que las otras; y es que a menudo pensamos que las locuras, las fantasías, las metáforas se incuban en la imaginación, y olvidamos que la verdad puede ser increíblemente extraordinaria.