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EL ÚLTIMO BAILE DEL

LUSITANIA

 

EL ÚLTIMO BAILE DEL

LUSITANIA

Jose Luis Vélaz

 

Primera edición: Febrero 2020

© El último baile del Lusitania.

© Jose Luis Vélaz Negueruela.

Imagen de portada:

https://en.wikipedia.org/wiki/RMS_Lusitania#/media/File:Lusitania_by_Norman_Wilkinson,_1907.jpg

Edita: Ulzama ediciones.

Maquetación e impresión: Ulzama Digital.

ISBN: 978-84-121475-1-3

Depósito Legal: NA 152-2020

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

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El único medio de vencer en una guerra es evitarla.

George Marshall

 

 

Salvo concretas excepciones se ha respetado la grafía de los nombres de personas, poblaciones, calles y otros lugares en consonancia con los oficiales existentes en la época a la que se refiere la obra.

El último baile del Lusitania, es una obra de ficción. Documentada con hechos reales y dentro de un contexto histórico se entremezclan hechos y personajes auténticos con otros de ficción; si bien, el autor ha obrado en todo momento con libertad absoluta para modificar tanto a los personajes como los detalles históricos en función del relato de ficción, resultando por todo ello imaginarios, sin que los hechos narrados tengan que corresponder con la realidad.

 

PRIMERA PARTE

1

París, primavera 1914

Mientras con especial glamour la vedette cantaba en la pista una dulce melodía, Fran, el serio camarero del Gentleman en el corazón de París, con su consabida profesionalidad, comenzaba el ritual de un buen descorche: alzó la botella, secándola con un inmaculado trapo blanco, y con la mano izquierda que suavemente envolvía el cuello de la misma la mantuvo en un ángulo justo, cuarenta y cinco grados, con la etiqueta de Moët & Chandon hacia arriba, mientras la otra mano, tras tirar de la cinta para rasgar la cápsula, se deslizaba como si acariciara su contorno, hasta posarse delicadamente bajo su base, siempre manteniendo el susodicho ángulo; entonces ascendió la mano que enrollaba el gollete hasta desplazar por sí solo el capuchón y la bajó de nuevo por el cuello para sostener la botella con el pulgar sobre el tapón; así, con la otra mano, bajó la anilla del alambre dándole seis medias vueltas exactas y una vez abierto, sin quitarlo, la mano derecha volvió a la base desde donde con un preciso movimiento de muñeca giró la botella y el tapón quedó depositado sobre su palma izquierda, sin esfuerzo, sin derramarse una gota, sin estridencia, solo un susurro placentero y armonioso que parecía acompasar la música. Al cabo, con la mano que sostenía el recipiente bajo su base y la otra a la espalda —ambas cubiertas por finos guantes de blanco impoluto como la camisa, que contrastaban con la negrura del esmoquin y la pajarita—, vertió con igual destreza el dorado líquido espumoso sobre las dos copas que se hallaban dispuestas, junto a un sombrero y unos guantes negros de piel, en la mesita a la que se encontraba sentado, solo, un elegante y apuesto caballero. Por la efervescencia generada, Fran detuvo brevemente el servicio para que bajara la espuma, luego completó las copas y dejó la botella sobre la mesa. El caballero lanzó una mirada cómplice, de aprobación, al camarero y mientras levantaba su copa, el trasluz del brillante líquido fresco reflejado por las esferas luminosas, que revoloteaban por el techo, mostraba hilarantes burbujas que se arremolinaban con frenesí como si bailaran al son de la canción. Finalmente saboreó el champagne con refinado gusto.

Todo era una fiesta. París entera era una fiesta. Europa, que se encontraba en el cénit de la belle époque, era una fiesta: un paraíso terrenal recreado en un ambiente de lujo y hedonismo… al menos para unos, para la nueva burguesía que, ahora, se codeaba con la aristocracia, en especial industriales y comerciantes, en un continuado estado de opulencia; sin embargo, el optimismo exacerbado que se vivía creaba un clima de euforia que traspasaba otras capas de la sociedad, incitando al emprendimiento en la búsqueda de oportunidades que hicieran alcanzar una vida acomodada con los últimos avances del progreso.

La orquesta siguió interpretando suaves cadencias musicales cuando la vedette terminó de cantar y se dirigió a la mesita donde le esperaba la copa de champán servida por Fran. Besó al hombre apuesto y ambos levantaron sus copas para hacer un brindis: «Por la felicidad del futuro», dijo ella gozosa y él asintió. En una columna cercana un cartel anunciaba a la cantante con un primer plano de su rostro sonriente y debajo destacaba: ¡Lynda Harris, la última sensación del cabaret, recién llegada de Londres!

La mujer de cabello ligeramente ondulado y color acanelado, de ojos rasgados, castaños, que las luces de colores hacían resplandecer, se acercaba cariñosamente al caballero. El vestido largo de lentejuelas que destellaban con el movimiento de los focos, muy ceñido sobre el corsé, dejaba los brazos descubiertos justo tras bordear los hombros, que unos largos guantes, sin embargo, cubrían casi por completo. Tras el brindis se apoyó sobre el hombre, abrazándolo con ternura, dejando entrever la fina y delgada figura de una espalda bonita.

—Te quiero, Mark.

Los últimos avances en cosmética favorecían la piel pálida, sonrosada, en la que destacaba el rojo intenso de unos labios carnosos, sin embargo no podían disimular una edad superior a la del hombre que abrazaba, quien mantenía un foulard largo negro, a modo de bufanda, cayendo por el cuello sobre el traje oscuro y una camisa blanca de cuello levantado y almidonado, con las puntas dobladas hacia fuera, donde sobresalía una elegante pajarita, también de color negro. La piel ligeramente bronceada y el pelo oscuro, engominado, contrastaban con unos brillantes ojos azules, muy claros, que al tenerlos enfrente parecían dos focos de luz que deslumbraban a quien los miraba; labios finos, nariz ligeramente aguileña, orejas perfectamente esculpidas y pegadas y frente serena, que en su conjunto, conformaban un rostro realmente atractivo, agradable, aun masculino. Era el resultado de un padre rubio, prusiano, de ilustre y noble abolengo, cercano al káiser Guillermo II, que casó con una bella española de tez morena, hija de una sirvienta de su progenitor, tras haber sucumbido a la enorme fascinación desplegada por la plebeya, de modo que la locura desatada por tanto amor hacia esa mujer, le había hecho priorizar y elegir casarse con ella perdiendo, en consecuencia, un título nobiliario y la acumulación de tierras y mayor riqueza que hubiera supuesto haber seguido la senda preparada por sus antecesores para que desposara con la condesa de Wrubertal, algo pactado entre ambas familias desde su más tierna adolescencia.

Mark Reber tenía treinta y cinco años, había entrado a trabajar poco después de terminar sus estudios de Economía en Berlín en el Deutsche Bank, donde comenzó a formarse en el campo de grandes inversores. De allí había partido a Londres, donde continuó varios años de especialización en inversiones en diferentes mercados bursátiles, de materias primas y cualesquiera otros en los que hubiera oportunidad de redoblar el capital, hasta que llegó a París, hacía cinco años, como subdirector de grandes inversiones en Société Générale, la entidad financiera donde le conocí al trabajar en ese mismo departamento. El hecho de tener la misma edad y parecidos gustos hizo que pronto entabláramos una gran amistad que he de decir, a pesar de todo lo que iba a ocurrir, siempre fue leal y sincera.

Me llamo Jean Rohan, soy natural de París aunque de una familia originaria del Val de Loire que por aquel entonces, ya emancipado, disfrutaba de mi soltería y de un buen apartamento en el centro de la ciudad. Era un buen conocedor de las mejores fiestas de París por lo que durante un tiempo fui guía de Mark Reber en nuestras correrías por todos los mejores ambientes de la belle époque parisina, aunque también, debo confesar, por los mejores antros nocturnos y si, del mismo modo, había estudiado Economía —en mi caso en la Soborna—, a diferencia de Mark, mi vida profesional siempre transcurrió en el banco de la Société Générale. En realidad nunca hubiera necesitado trabajar fuera de los negocios de mi padre, o dicho más exactamente, podría haber vivido, a costa de mi acaudalada familia, inmerso sin más en la candidez de ese mundo fantástico y soñador en plena utopía celestial para los sentidos, pero mi existencia nunca tuvo importancia, solo fui un gran observador, por lo que mi única razón en esta historia es la de contar la misma, en la que aunque apenas merecí un papel muy secundario, al menos registré los eventos tal como los conocí para que, ahora, pueda relatarlos.

A Mark Reber, su trabajo, las inversiones y en especial ganar dinero y hacérselo ganar a sus clientes, le apasionaba; sin embargo, a su vez, amaba también el arte. En sus ratos de ocio, que procuraba fueran bastantes, pintaba al óleo y gustaba de hacer poesía, jugar con las palabras, como él decía a sus amistades. Desde el primer momento supe que era un vividor, la imagen del bon vivant y eso atraía a los demás. El caso es que en razón a sus padres y a sus estancias profesionales hablaba perfectamente alemán, español, inglés y francés, con un sutil acento evocador provocado por tan rica mezcla que, tal como pude comprobar, agradaba a sus interlocutores. Su puesto en la Société Générale le había permitido relacionarse con grandes fortunas, pero a su vez, gustaba de reunirse y juntarse con eminentes literatos y pintores en el ambiente bohemio de las tascas y cafés de Montmartre. Y aunque le privaba rodearse de bonitas mujeres con las que compartía, a menudo, fiestas y lecho, seguía soltero manteniendo su espacio de intimidad en una casa grande, a la que muchas mujeres suspiraban por acudir.

Cuando llegué al Gentleman seguían en su mesita predilecta, acaramelados, así que tuve que convencerlos para que se animaran para continuar la velada por otros lugares, pero Lynda debía seguir actuando en el café-concert, así que poco después, cuando ella se despidió para entrar en el camerino y dimos con la última gota de la botella de champán, agarré de la mano a Mark para levantarlo de su cómoda butaca. Al dirigirnos hacia la salida Fran nos hizo una mueca de despedida, al fondo se comenzaba a escuchar la voz susurrante de Lynda cantando un bello y melódico vals acompañada del piano y un saxofón y algunas parejas salían a bailar a la pista entre las mesas pobladas de gente guapa y elegante. En la puerta se hallaba aparcado mi nuevo y flamante automóvil, un Lion-Peugeot V4C3 de cuatro cilindros y su color rojo destacaba brillante a la luz de las farolas. La noche era joven. Sin fin. El Folies Bergere, el Moulin Rouge y otros tantos cabarés nos esperaban con desenfrenados bailes de cancán; también las bellas y distinguidas damas estilizadas por el corsé, bajo finos modelos de encaje, adornadas con plumas y bordados y tocadas, graciosamente, con fastuosos y distintos sombreros para cada momento.

Eran años de vida y alegría donde el champán culminaba la dicha ante el jolgorio, la música y el deseo. La guerra franco prusiana terminada en 1871 era historia y se había olvidado. La paz se habría instalado permanentemente. La revolución industrial había culminado. Los imperios europeos se habían repartido las colonias del mundo lo que suponía enormes fuentes de materias primas y mano de obra para el desarrollo de la tecnología recién descubierta. El teléfono, el telégrafo, el desarrollo del ferrocarril, el buque a vapor agilizaban las comunicaciones; la prensa que ocupaba ya un lugar privilegiado era cada vez más influyente en los ciudadanos. La humanidad se aprovechaba de los nuevos y grandes descubrimientos e inventos que aparecían por doquier. La electricidad y el petróleo habían cambiado las costumbres. Y en ese bienestar, muy generalizado, una nueva guerra era, por tanto, inconcebible. Por otro lado los grandes imperios europeos, a pesar de sus diferencias, se hallaban unidos por lazos familiares entre sus reyes, emperadores y demás herederos al trono, en particular descendientes de la reina Victoria y, concretamente, el propio káiser Guillermo II de Alemania, el rey Jorge V del Reino Unido —de Gran Bretaña e Irlanda, de sus dominios de ultramar y emperador de la India— y el zar Nicolás II de Rusia, eran primos carnales. Estos, como el resto de casas reales y mandatarios del mundo, unos años antes, en 1910, habían desfilado unidos —en su orden protocolario—, a lomos de sus majestuosos caballos en el funeral del rey Eduardo VII en Londres como The Times había difundido, en una escenificación ante el pueblo sin precedentes. El emperador de Alemania, Guillermo II, que había llegado a bordo de su yate, Hohenzollern, escoltado por cuatro destructores ingleses había fondeado en el Támesis, desde donde arribó en tren hasta la estación Victoria de Londres en la que el nuevo rey Jorge V lo esperaba. Luego el káiser, en la ceremonia sobre un caballo gris, luciría el uniforme escarlata de mariscal de campo británico y tras pasar unos días en la antigua residencia de su madre, en el castillo de Windsor, dejaría escrito: «Me siento orgulloso de considerar este lugar mi hogar y de pertenecer a esta familia real», a pesar de que cierto tiempo antes había dicho de su tío Eduardo, ahora en cuerpo presente, que era un ser diabólico, conspirador del bloqueo de Alemania. Entre tan magnos dignatarios también se encontraba allí, cubierto por un radiante casco de plumas verdes, sobre su hermosa cabalgadura, el archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del anciano emperador Francisco José, que posteriormente tendría un fatal destino, también para la humanidad.

La noche loca parisina de aquel viernes interminable, como todas las que vivíamos entonces, eran mezcla de diversión, cancán, desenfreno, frenesí y champán. Eran años sí, de alegría y pasión desmesurada por lo que nos daba la vida, donde el progreso y el bienestar parecían no tener fin; nada en ese momento nos hacía percibir que eso fuera a cambiar, a pesar, incluso, de que desde hacía tan solo dos años uno de los mayores símbolos de esa grandeza, el RMS Titanic, considerado entonces indestructible, se hallaba sumergido para siempre en la soledad del silencio de las profundidades del océano.

2

El potentado americano

El lunes amaneció radiante. Mark Reber no sé cómo podía hacerlo, el caso es que después de esas noches locas, a las mañanas siguientes, se mostraba lúcido y con un aspecto inmejorable. A media mañana, cuando desde mi puesto analizando determinadas cifras fundamentales del seguimiento de unas acciones escuché el revuelo que transgredía el silencio de la sala, levanté la vista, no sin cierta dificultad, y vi que la plana mayor del banco acompañaba a un elegante caballero, charlando animosamente en lo que supuse se trataba de una visita enseñándole determinadas dependencias, lo cual solía ocurrir, solo y exclusivamente, cuando se trataba de una gran fortuna andante, a la que querían ganar como cliente especial; pero cuál vino a ser mi sorpresa cuando pude observar que tras pararse, a instancias del visitante, ante un enorme lienzo recién adquirido a Claude Monet, para cambiar el discurso de las finanzas por el artístico, a veces muy unidos, en una técnica también utilizada a menudo para relajar la conversación con el cliente; pues hasta el más mínimo detalle estaba estudiado y siempre concluía con el ágape en uno de los mejores restaurantes de París, se dirigieron directamente al despacho de Mark.

—Mark Reber es el jefe del Departamento de Grandes Inversiones. Un experto que, aunque joven, tiene una gran experiencia internacional en los mercados más importantes —señaló nuestro presidente.

—Sí, me gustaría conversar un poco con él, ahora.

—Señor Reber, este es el señor Dykinson. John Dykinson —ambos se saludaron con la debida cortesía—. Acaba de llegar procedente de los Estados Unidos para hacer unos negocios por Europa y nos ha honrado con su grata presencia. Le hemos hablado de los últimos éxitos de este departamento para hacer crecer, de forma excelente, la rentabilidad del capital y está muy interesado en poder hablar con usted, así que les dejamos. Cuando terminen, Reber, llame a mi secretaria para que venga a acompañar al señor Dykinson hasta mi despacho. Hemos reservado un almuerzo para la una de la tarde.

—Excelente señor Dykinson, ¿en qué puedo ayudarle?

El señor Dykinson dejó el elegante bastón de roble y marfil que portaba, junto a su sombrero, sobre un sillón confidente frente al escritorio de Mark, se quitó el gabán y se sentó en el contiguo. Lucía un traje de sastre, gris claro, con la americana cruzada, y una camisa de seda cuyos puños se cerraban con unos selectos gemelos de oro. Su edad se acercaba a los setenta, sin embargo lucía un aspecto envidiable, alto y delgado, con el pelo plateado y la tez rojiza, parecía el vivo retrato que siempre habíamos visto de un antiguo oficial de caballería yanqui. Todo en él, sus maneras, su interlocución, su saber estar, era distinguido y además era de esa clase de persona que solo con mirarlo unos instantes sabes que ha vivido una existencia única. Hijo de un comerciante irlandés que había emigrado, como tantos otros, en busca de un futuro esperanzador a los Estados Unidos; había logrado una enorme fortuna y, como ocurre también, de forma generalizada a este tipo de personas, necesitaba seguir acrecentando la misma, pues en el fondo es la manera de demostrarse a sí mismos que son capaces de ello. El dinero debe ser capaz de hacer más dinero. A lo largo de su vida había trabajado e invertido en múltiples sectores: minería, transformación industrial, distribución, prensa… y hacía unos años había entrado de lleno, por su gran demanda, a pesar de estos tiempos hermosos de paz, en la producción y venta de material armamentístico, sector en el que los últimos avances e investigaciones llevaban, cada poco tiempo, a idear nuevas máquinas, cada vez más sofisticadas, para matar. Había llegado acompañado de su joven esposa, treinta y ocho años menor que él, y de un pequeño séquito de tres asistentes y se hospedaban en el Hotel Ritz, frente a la plaza Vendóme.

Tras una breve presentación el señor Dykinson expuso el motivo de su viaje a Europa:

—En el fondo, como usted sabe muy bien, al final todo consiste en comprar y vender. Ni más ni menos. Claro, la fórmula del éxito es saber qué comprar, qué producir, para luego venderlo a buen precio. Hay que ofrecer lo que otros quieran comprar. Con eso se tiene asegurado el éxito.

—O sea ha venido para comprar y vender.

—Exacto.

—Y si ya sabe qué y dónde comprar y también sabe a quién vender. ¿En qué puedo ayudarle yo?

—Quiero comprar acciones, empresas.

—¿Invertir en el mercado secundario bursátil?

—En este viaje quiero ampliar mis proveedores de ciertas materias primas. Mis fábricas últimamente devoran con gran rapidez elementos que nos son muy necesarios. Por otro lado estoy en contacto con ciertos clientes… digámoslo, un tanto especiales; cada vez quieren mayor sofisticación y eficacia, pero pagan bien, por lo tanto hay que cuidar estos negocios.

—Podría delegar en otras personas…

—No —cortó tajante—. Para que funcione todo bien, lo esencial siempre ha de llevarlo uno mismo. Yo, cómo le explicaría, hago la labor de presentación, luego mis directores generales correspondientes hacen otras labores más técnicas y complementarias. Además, si le soy sincero, esto para mí es como un deporte que me permite mantenerme en forma, y claro, quiero aprovechar mi estancia en esta capital para disfrutar de sus magníficos placeres mundanos.

—Me hablaba de acciones, de empresas…

—En efecto. Mis negocios, en este momento, me procuran una enorme tesorería, un cash flow que no logramos absorber a pesar de diversas adquisiciones en América, pues estas siguen, a su vez, aportando aún más. Y, ya sabe usted, no conviene tener al dinero ocioso, debe trabajar para uno, debe atraer más dinero como el imán hace con el metal. Los bancos nos ofrecen buenos intereses porque luego ese dinero lo venden, a su vez, a los que lo necesitan. Por eso quiero que me aconseje para invertir esa tesorería excedente y que dé rápidamente sus frutos.

—¿Está interesado en algún sector o mercado concreto?

—Yo conozco los míos, que son en los que trabajo. Esto está al margen, invéntese alguna cosa. Tome mi tarjeta. Llámeme si se le ocurre algo. Estaré un par de semanas en París.

Dykinson se levantó para coger sus cosas, pero Mark Reber le detuvo.

—Si me deja una cantidad importante ahora mismo para que se la coloque, al final de esta semana probablemente se la habré duplicado.

El señor Dykinson se quedó quieto, de pie. Le pareció una afirmación demasiado contundente y arriesgada para un joven directivo de una entidad financiera. Lo miró desafiante, primero con un semblante serio, luego sonriente:

—Qué le parece, para empezar, cien mil dólares americanos. ¿Es para usted una cantidad importante?

—Lo es.

—Si duplica esa cantidad para el fin de esta semana, habrá ganado mi confianza. Si me hace perder esa cuantía, a mí no me supondrá nada, pero usted vería peligrar con toda seguridad su puesto.

—Entonces..., yo que usted, apostaría aún más.

Dykinson se quedó mirando. No acostumbraba a perder en el juego.

—Trescientos mil. En una hora estarán en una cuenta especial en esta entidad solo para que usted cumpla su propósito. El viernes a las nueve de la mañana me presentaré para ver el resultado.

Reber llamó a la secretaria personal del presidente para que bajara a acompañar al señor Dykinson. Iba a comer con los máximos mandatarios de la institución.

3

Dos generales, un camino

Cuando llegó al fin del camino entre las grandes coníferas y robledales, la estilizada y larga figura del general británico Henry Wilson dejó la bicicleta apoyada sobre una roca, se secó la frente del sudor por el esfuerzo y abrió la mochila que llevaba a la espalda sacando una libreta donde se dispuso a tomar apuntes. Se encontraba ágil, hacía muchos años que había superado las secuelas de la herida de gravedad que había sufrido, en su juventud, en la guerra de Birmania. En los últimos cinco años llevaba recorriendo, varias veces al año, los antiguos campos de batalla de 1870 y los que probablemente lo serían en caso de que estallara un nuevo conflicto, Lorena y las Ardenas. Igualmente conocía como la palma de su mano, pues llevaba todos esos años recorriéndolas, las fronteras de Francia con Bélgica y Alemania, desde Valenciennes a Belfort. Tras dejar sus reflexiones anotadas en la libreta, miró hacia arriba del peñasco donde un suboficial inglés lo esperaba apoyado sobre un vehículo, que lo llevaría al hostal donde se alojaba en esos días, con el fin de asearse antes de asistir a un almuerzo con su amigo el general francés nacido en Tarbes, Ferdinand Foch. Hacían una curiosa pareja pero habían coincidido desde su primer encuentro, años atrás, cuando el primero era director de la Academia del Estado Mayor del Ejército británico, con anterioridad a su cargo como jefe de Operaciones Militares y el segundo hubiera publicado sus dos tratados sobre los principios y el desarrollo de la guerra. Mientras Wilson se afeitaba en la habitación del hostal recordaba con precisión la conversación que había mantenido con su amigo el general Foch en uno de sus primeros encuentros entre Londres y París, que ahora le resonaba en la cabeza:

—¿Cuál cree que podría ser la unidad británica más pequeña que pudiera ser de ayuda para ustedes? —le había preguntado Wilson.

—Un solo soldado inglés… y procuraremos que lo maten —había contestado Foch sin dudarlo un momento.

También él quería ver al Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda comprometido con la guerra en una alianza con Francia. Era un sentimiento recíproco. Más tarde, mientras degustaba con su amigo unos sabrosos platos de caza con un buen vino francés en un pequeño restaurante de la montaña cercano a la frontera de Lorena, con la franqueza con la que siempre se habían hablado, Wilson dijo:

—Cada vez creo con mayor seguridad que la guerra con Alemania es inevitable… e inminente.

—Siempre lo hemos sabido, por eso nos estamos preparando —añadió Foch, tras limpiarse con la servilleta los grandes bigotes que le cubrían parte de la boca.

Luego salieron a caminar un poco por los alrededores, el día era espléndido e invitaba al sosiego de los caminos rústicos donde la naturaleza mostraba con todo su candor la explosión de vida de la primavera. Al fondo de la senda perfilada por hermosos árboles en flor las siluetas de los dos hombres recortadas resultaban curiosas, uno alto y flaco, el otro bajo y orondo, pero su conversación era tan profunda como grave.

—Siempre hemos intuido la posibilidad de la guerra pero cada vez la siento más inevitable. Alemania quiere un poder mayor en el mundo, llegó tarde al reparto de las colonias y está calando entre la población el discurso de la guerra necesaria para lograr su reconocimiento y una posición predominante en el planeta —dijo Wilson.

—Tampoco consiente el káiser la supremacía británica en el mar. Llevan años queriendo revertir ese sentimiento incrementando su fuerza naval —añadió Foch.

—Lo cual nos preocupa mucho. En el Almirantazgo conocen el incremento de sus nuevos y peligrosos submarinos y el ensanche del canal de Kiel, lo que permitirá a su flota de guerra llegar fácilmente al mar del Norte.

—En cualquier caso debe ser algo rápido.

—¿Cómo?

—La guerra. Si finalmente ocurre… debe ser una ofensiva potente, rápida y dura para conseguir los objetivos y que nuestros soldados vuelvan pronto del frente.

—Claro.

4

El gran especulador

A las nueve y cinco de la mañana del viernes, el señor Dykinson, tal como había prometido, se presentó en el despacho de Mark Reber. Esperó un momento, con rostro serio, las noticias del asesor financiero, ya que aunque su perspicacia solía serle fiel a la hora de augurar acontecimientos, no era capaz en ese momento de interpretar el semblante de Mark. Estaba claro, pensó, ambos eran jugadores. Jugadores de la vida, como gustaba llamarse a sí mismo Dykinson. Un rostro imperturbable de emociones. Ni muestras de euforia o alegría ni de decepción o compasión de un joven que iba a perder su puesto de trabajo.

—¿Y bien?

Mark Reber, manteniendo el gesto mesurado, cogió un documento poniéndolo a su alcance.

—Aquí tiene. Han sido ingresados en su estimable cuenta 613.524 dólares tras deducir nuestra comisión. Hemos podido superar mi estimación inicial.

—Inaudito. Si le soy sincero no creía que fuera posible en este lapso de tiempo un incremento semejante.

—No siempre es posible, desde luego.

—¿Puedo saber cómo lo ha hecho?

—Como usted mismo dijo, todo consiste en saber comprar y vender en el momento oportuno. El mismo lunes un 80% de su capital lo utilicé en adquirir acciones de Ferrisital, proveedora del acero laminado para los carriles de las vías férreas. La carrera por el ferrocarril, la necesidad urgente de Rusia y la enorme liquidez del mercado global actual me inducían a pensar que estábamos ante una buena operación en cuanto se supiera del enorme contrato que acababan de firmar. Era cuestión de horas para que en la bolsa sus títulos se dispararan al alza en unos días, como así ha sucedido. El 20% restante lo invertí en acciones de Industrias Bersetti, que habían caído bruscamente en los días anteriores debido a la muerte de su presidente a manos de su amante. Conozco a su hijo, el sucesor en la presidencia, mejor gestor que su padre. Desde el viernes sabía que había firmado un fabuloso contrato para la construcción de unos modernos buques para Turquía. Era arriesgado por el tiempo escaso que tenía, pero las acciones se hallaban a precio de saldo y era cuestión de una adquisición masiva por ciertos bancos de inversión para que se disparara el valor, y eso ocurrió el mismo martes y ayer se había triplicado su valor. Hoy sigue subiendo, pero esa ganancia se la dejamos a otros. El mismo miércoles vendí la mitad de las acciones Ferrisital, manteniendo el resto y esa tesorería la utilicé para la compra al contado de una importante partida de trigo en Argentina, con unas condiciones excelentes, género que previamente lo tenía ya apalabrado y totalmente vendido por el doble de su precio en Alemania, debido a la urgencia de sus malas cosechas del pasado año. Voilà. Ha sido una mezcla de intuición, conocimiento y… suerte, claro está.

—Creo que haremos muchos negocios juntos. Por de pronto, quisiera invitarle a la fiesta que mañana a la noche daré en el Hotel Ritz. Espero que venga gente muy importante de esta capital y que nos conozcamos mejor… ¡Ah! Por supuesto, la invitación se extiende a su esposa…, o novia —dijo el señor Dykinson mientras firmaba una tarjeta de invitación para la fiesta.

—Estoy libre y sin compromiso —dijo Reber, abriendo las manos con la palma hacia arriba—, no obstante me gustaría poder asistir con mi compañero del departamento, Jean Rohan, un buen amigo.

—Por supuesto. Estaré encantado de recibirles. No todo es dinero, es más importante saber vivir la vida: buenas comidas, buenas mujeres, buenos coches, buena música y mejores fiestas.

—Parece que coincidimos en muchas cosas.

5

La gran fiesta del Ritz

Al día siguiente, sábado, a primera hora de la tarde, pasé por la taberna Au Lapin Agile de Montmartre para recoger a Mark, estaba allí discutiendo con un grupo de conocidos pintores cubistas con los que, en más de una ocasión, se reunía y de paso gustaba de invitarles a unas copas; vestía un traje informal pero a la moda con un gran foulard de lana fina, azul marino, rodeando dos veces su cuello. Como aún era temprano dimos una vuelta por L’Éléphant Goulu, cuya planta superior se utilizaba como music hall con espectáculos variados, y en sus sótanos, aparte de contar con una barra destinada a la coctelería, disponía de espacios para jugar a las cartas, una sala espléndida de buenas mesas de billar y otra para la ruleta y distintos juegos de azar. Muchas veces íbamos allí para pasar la tarde antes de una fiesta. Echábamos una partida al póquer o bien, como en esta ocasión, jugábamos a la ruleta, apostábamos el mismo importe y al final el que ganaba más de los dos le pagaba al otro la consumición, el caso es que, esta vez, a mí me fue mal desde el principio, pero Mark había logrado duplicar la apuesta inicial al cabo de unas tiradas, luego acabó perdiéndolo todo. Eso sí, teníamos claro, en cualquier caso, de no excedernos nunca, pasara lo que pasara, de la cuantía establecida como importe inicial.

—Esto va a ser señal de buen augurio para esta noche —dijo Mark al perder el último franco.

No era la primera vez que ocurría, por supuesto, pero Mark siempre ponía buena cara. Así que volvimos a cambiarnos para la velada y a las nueve de la noche entrábamos en el Ritz.

Desde la entrada se señalaba el salón donde se acogía la fiesta del matrimonio Dykinson, si bien, previamente, un control de seguridad privado solo permitía el acceso a personas con estricta invitación. Los camareros pasaban entre los invitados ofreciendo cócteles de bienvenida, pero Mark prefirió tomar algo sin alcohol, pues quería tener la mente despejada…, la noche sería larga. A la cena nos encontramos más de doscientos comensales. Luego al baile, al café y las copas posteriores se añadirían otros tantos. Los hombres vestidos de esmoquin, frac y algún chaqué, además de los imprescindibles complementos; las señoras lucidas con artísticos y magníficos vestidos hechos, en exclusiva, por los mejores modistos de la capital llegados de todas las partes del globo. Allí estaba reunido el Tout-Paris. A la soirée se daban cita varios ministros del Gobierno, entre ellos el ministro de Economía y el de la Guerra, también militares del Alto Mando, como el jefe del Estado Mayor y algún otro general que no conocía, asimismo estaban presentes los embajadores en Francia del Reino Unido y Rusia, así como presidentes y consejeros delegados de las más importantes entidades financieras como la nuestra, de la prensa, de importantes empresas, y no faltaban tampoco personalidades de la literatura, el arte y el espectáculo. La música comenzó a sonar a cargo de una excelente orquesta. Poco después algunas voces nos hicieron girar la cabeza. Aparecía el señor Dykinson al que todo el mundo quería saludar, quizás por ello Mark se apartó hacia un lado pues prefería hacerlo sin ese primer alboroto, sin embargo observé cómo mi amigo miraba con especial atención a la mujer que con un vestido largo verde, bellísima y reluciente, iba a la vera del magnate americano obnubilando a los hombres a su paso y logrando suscitar, a pesar de ello, gestos de reconocimiento tanto en las propias damas, allí presentes, de la alta sociedad parisina como en aquellas otras cortesanas, que también las había. Tenía el porte de una princesa terrenal, pero la mirada y la gracia de su sonrisa eran angelicales y el señor Dykinson la mostraba con el orgullo de ser su posesión más valiosa. Cuando este, finalmente, llegó hasta donde nos encontrábamos se detuvo ante Mark.

—Mi nuevo socio. Encantado de tenerlo entre mis invitados. ¡Ah, querida! Te presento al señor Mark Reber, un hombre con gran futuro… y sabes que no me equivoco en estos vaticinios. Mi esposa Evelyn —presentó, y Mark, de forma galante, inclinándose, tomó la mano derecha de la esposa aproximándosela a la boca en ademán de besarla. La mujer sonrió.

El maître d’hótel pasaba pidiendo a todos los invitados se acercaran a las mesas dispuestas para la cena que el protocolo se había encargado de distribuir con el nombre de los convidados. El gran salón de enormes lámparas, muebles de noble madera y maravillosos cuadros firmados por las más afamadas paletas de la época, revestía un encanto sensual y glamuroso que fascinaba los sentidos embriagados por el mismo aroma perfumado que flotaba por el ambiente: notas de ámbar, esencias de musco, fragancias de iris mezcladas con determinadas porciones de anís y claveles, mientras afuera, en la place Vendôme, las imponentes joyerías abrían sus puertas ante tan ilustres clientes mostrando sus mejores diamantes.

La cena al mando de Antoine Radin, discípulo y mano derecha del gran cocinero y socio de César Ritz, Auguste Escoffier, de quien el propio káiser Guillermo II había dicho: «Yo soy el emperador de Alemania, pero usted es el emperador de los cocineros», era otro deleite cautivador de los sentidos. Demasiados para una sola noche. Dykinson, que amaba degustar afrodisíacas ostras salpicadas con unas gotas de limón entre el hielo y el champán mientras escuchaba óperas de Verdi y de Rossini, había hecho traer las mejores del momento, de la Bretaña y La Rochelle, para esa velada.

Tras los postres el señor Dykinson se levantó para decir unas palabras por las que elogiaba al país y en especial a su capital París, pidió un brindis por Francia; después, tras mirar a los embajadores del Reino Unido y de Rusia, lo pidió por sus respectivos imperios y finalmente por América, para terminar brindando por el futuro de la humanidad, que «ya —dijo— no tiene marcha atrás pues el progreso se ha afianzado para siempre entre nosotros». Todos brindamos, bebimos y aplaudimos. Junto a él, en la mesa que presidía el acto, su amada esposa, radiante, siempre bella y sonriente. Tanta belleza y tan cerca, de un rostro tan hermoso, irradiaba tal sensación que el collar de finas piedras preciosas que lucía en su estilizado cuello desnudo hasta la parte superior de los hombros apenas se apreciaba. Mi amigo solo tenía ojos para ella hasta el punto que me dijo susurrándome al oído:

—Es la mujer más atractiva que he visto en mi vida.

Con los cafés empezaron a llegar otros invitados. La orquesta se dispuso a interpretar dulces melodías, luego una cantante con unas coristas se añadieron al espectáculo. El baile había comenzado. Las parejas invitadas no tardaron en animarse a salir a la sala destinada para ello apartándose de la misma los que en ese momento la ocupaban charlando con una copa en la mano. Mark y yo, apoyados contra la barra, observábamos los movimientos. De pronto nuestra atención se centró en el matrimonio Dykinson al que las personas, en ese momento danzantes, les hacían sitio para ocupar la parte central de la pista. Hacían una buena pareja a pesar de la gran diferencia de edad. Los dos tan distinguidos y elegantes. Tras los primeros compases las parejas comenzaron a intercambiarse en la pista de baile. El señor Dykinson, sin embargo, pronto salió de la pista dejando a su señora en otras manos. Cuando se acercó a la barra se aproximó a Mark para decirle:

—Me gustaría tomar café con usted… el próximo martes ¿puede ser?

—Encantado.

—Si le parece nos vemos aquí mismo, en el salón del bar, junto al restaurant, a las tres de la tarde.

—De acuerdo. Aquí estaré.

—¿No bailan? Ustedes son jóvenes. Seguro que hay damas que están deseando hacerlo.

A partir de ese momento y durante el resto de la velada fue llamativa la atención que el señor Dykinson, aunque platicaba con unos y con otros, destinó a los generales del Alto Mando del Ejército francés, a quienes, de forma reservada, les dedicó la mayor parte del tiempo. También destacaría, de esa forma, el tiempo que ocupó con el embajador del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda.

Poco después, sin mayor explicación, Mark sacaba a bailar a una señora que junto con otra se hallaban sentadas, con caras aburridas, mientras sus maridos hablaban, en la barra, de negocios. Yo hice lo propio, un poco más tarde, con la otra señora. Así pude contemplar, desde la cercanía, cómo Mark se iba acercando a Evelyn, aprovechando cada ocasión, con los cambios de pareja, hasta que por fin lo logró, precisamente cuando comenzaba un precioso vals cuya melodía enternecía los más adustos corazones.

—Es una lástima que nunca antes hubiera estado en esta ciudad.

—¿Y cómo lo sabe? —preguntó ella, sonriente.

—En otro caso yo hubiera hecho lo imposible por habernos conocido.

—Disculpe. ¿Cómo era su nombre?

—Mark Reber.

—Han sido tantas presentaciones que…

—No se preocupe. Lo entiendo perfectamente. ¿Van a quedarse mucho tiempo?

—Depende de mi marido. Dos o tres semanas. Después vamos a Londres y luego a España, antes de regresar a nuestro país.

—Le deseo que tenga una muy grata estancia entre nosotros.

—Gracias. Es muy amable —dijo ella cuando ya estaba en manos de otro, con el cambio de pareja.