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Respirar profundo.

Abrir los ojos.

Observar tu reflejo.

Aceptar tu historia.

Abrazar tu presente.

Soñar tu futuro.

Amarte para amar.

Creer para crear.

Soltar para vivir.

Siempre…

vera.romantica

vera.romantica

Para mis hijos, Miranda y Lorenzo,
porque el después de lo vivido es nuestro "aquí y ahora" y siempre nos da la oportunidad de ser felices.

Para Marcelo Peralta, el amor de mi vida,
porque no hay abismo que juntos no podamos convertir en pasado.

Los amo.

Somos nuestro propio demonio
y hacemos de este mundo
nuestro propio infierno.

Oscar Wilde

Los recuerdos se les derritieron en el alma del engaño. Bajo sus pies, el dolor ardía su fuerza y era más fuerte que la venganza. Sobre ese dolor caminaban hacia un destino incierto. La mentira los hería de muerte, de olvido y de sinsabores. Comenzaron a hundirse en el vacío que los acompañaría por mucho tiempo. Quizá los venciera el sarcasmo con que la injusticia se burlaba de ellos. Tal vez sus ojos sangraran para siempre las imágenes de la traición. Los brazos de la seguridad estaban cerrados. Se sentían grises y no podían soslayar la perfidia que había atravesado con su flecha el límite de sus resistencias. Caían de la montaña rusa de la vida intentando devorar el vértigo que les producía no saber dónde terminaba el abismo. Volver de allí era un desafío que no podían enfrentar en soledad.

Laura G. Miranda

Capítulo 1

Los Noriega

Su presente se sostenía por el delgado hilo de un conformismo atroz y el miedo a una autoridad que nunca debieron reconocer.

San Rafael, Mendoza, junio de 1993

El sol se escondía en el horizonte y una humedad gris y densa anunciaba una inminente lluvia. Lucio Noriega trabajaba en la bodega perteneciente a Esteban Madison, dedicada por cinco generaciones a la producción de vino.

Era un hombre introvertido y dominante, aferrado a estructuras añejas, reacio a las cuestiones que imponía el transcurso del tiempo en la sociedad. Se conformaba con su suerte. No tenía grandes ambiciones. Deseaba que cada una de sus hijas fueran amas de casa y que su hijo trabajara como él. Lucio creía que era un exceso que las mujeres estudiaran, así como también consideraba desagradecidos a los hijos varones que no continuaban el trabajo de su padre.

No se adaptaba a los cambios que no fueran consecuencia de sus propias decisiones. Noches atrás, su esposa, Salvadora, le había dicho que condenaba a los hijos de ambos a un retroceso al pretender condicionar sus destinos a la medida de sus deseos. Él, enfurecido, le había respondido que solo sobre su cadáver permitiría algo diferente.

La mujer había nacido para criar hijos y esperar a su hombre en la casa. Eso era exactamente lo que harían sus hijas. Luego, le había retirado la palabra y había dejado de amarla por las noches. Ese era el formato de su enojo, su esposa lo sabía bien. Desde que se casaron, cuando algo lo fastidiaba, manifestaba una indiferencia letal hacia ella hasta hacerla ceder. La mujer, sedienta de él, había sostenido su postura hasta que el deseo fue más fuerte. Entonces, la noche anterior, lo había acariciado vencida bajo las sábanas.

–Necesito que me hagas el amor –le había suplicado.

–Júrame que jamás inculcarás tus ideas a nuestros hijos o no volveré a tocarte –la había amenazado en la oscuridad de la habitación. Sus palabras sonaron en la penumbra perforando con su eco las ilusiones de su mujer. Hablaba en serio. Lucio no mentía.

–Lo juro –había respondido Salvadora sabiendo que debía cumplir.

De ese modo había satisfecho sus más bajas pasiones. Como era habitual, la obligó a darle más placer que el que él mismo le brindaba. Salvadora era sumisa y leal, solo sus ilusiones desamarraban las palabras de la cotidianidad de su vida, hasta que Lucio la sometía nuevamente. Era una mujer que necesitaba en forma permanente un abrazo que le diera seguridad y un lugar donde pertenecer. A veces, sentía que no se conocía. Y así vivía, en la búsqueda de razones y respuestas, de motivos y encuentros. Soñaba con tener amigas y acceder a una vida social prohibida por su esposo. Soñaba también con un pasado verdadero, aunque solo fuera para añorarlo.

Se había criado en un orfanato, ignorando su origen. Todavía no se había caído su ombligo cuando unas manos heladas la entregaron en ese lugar. Las monjas se habían compadecido de esa criatura inocente. Habían puesto la niña a disposición de un juez de menores al constatar que nadie reclamaba por ella y se ocuparon de realizar los trámites judiciales para darle el nombre que la supuesta tía había referido.

Nadie había solicitado su adopción tampoco, por lo que la mayoría de edad la encontró en el orfanato. Reiteradas veces el recuerdo del modo en que fue abandonada allí se reproducía en su mente con los diálogos textuales que las monjas le habían contado. Quedaba entonces sumida en las palabras de esa escena, ausente del presente.

–¿Cómo se llama? –había preguntado la hermana Ema mientras acariciaba con piedad a la bebé, aquella mañana en que la conocieron.

–Salvadora –había respondido la mujer sin pensarlo, mientras ocultaba la huella interna que las mentiras dibujan detrás del sonido de las palabras–. Salvadora Quinteros. Debe llevar el apellido de mi hermana fallecida. No sé quién es su padre.

–¿Dónde vive, señora? ¿Cuál es su nombre? –le había preguntado la hermana Milagros.

–No tengo casa. Me llamo… María es mi nombre. Debo irme ahora. Regresaré mañana –había dicho.

–Debemos saber dónde ubicarla, no podemos quedarnos con la niña sin más. Comprenda –agregó la religiosa.

–Sí, entiendo, pero no puedo llevármela. Mi hermana vino a buscarme a punto de dar a luz. Vivo en un prostíbulo… Allí ocurrió el parto el mismo día de ayer y… Ella murió. El dueño fue claro: o me llevaba la niña o me quedaba sin trabajo ni lugar donde vivir. Pueden imaginar por qué estoy aquí. Vendré a verla, lo prometo; pero necesito que me ayuden y se hagan cargo ahora –suplicó.

–Está bien. Puede mudarse aquí y trabajar en el orfanato, si desea cambiar de vida –agregó la hermana Amparo.

–Mi vida no cambiará nunca. Les agradezco pero solo volveré a visitarla. Pueden criarla o darla en adopción, lo que quieran. Perdón, lo que sea mejor para ella –corrigió frente a la expresión de horror de las monjas.

La hermana Ema era muy intuitiva y desconfiada. Algo no le gustaba del asunto. La mujer no era honesta, y no se refería a su pureza. Evadiendo la respuesta, la joven había partido apresurada minutos después, sin siquiera besar a la pequeña, para jamás volver. Las otras monjas, distraídas con la niña que había comenzado a llorar, no la retuvieron.

–Esa joven nunca volverá –había sentenciado sor Ema.

Y había tenido razón. Los días, los meses y los años pasaron sin que nadie más que esas tres monjas se interesaran por la bebé.

Mucho tiempo había transcurrido desde ese suceso. Ni siquiera el destino había recordado la identidad de esa pequeña abandonada al olvido de sus orígenes, a la suerte de una congregación religiosa que tenía a su cargo un orfanato. Todas las hermanas cumplían con sus obligaciones espirituales y eran buenas con la niña. Sin embargo, nada podía suplir la necesidad de una madre.

Un diario en el que desahogaba sus emociones y sus carencias desde los tiempos del orfanato había sido aliado y cómplice de Salvadora. Desde que supo que a nadie en el mundo le importaba, a excepción de a esas monjas, buscó consuelo en las palabras que ella misma elegía para sanar su dolor. Escribir secretamente su desdicha aliviaba su continua sensación de abandono. La hermana Ema percibía su vacío, pero poco podía hacer para llenarlo más que darle cariño.

Salvadora solía imaginar su origen dándole forma de historias dramáticas en las cuales alguna circunstancia extrema justificaba su soledad. Adivinaba que el alejamiento de sus padres había sido un sacrificio para darle una vida mejor. Que su madre no había muerto en el parto sino que, presa del dolor, había preferido que le dijeran eso para que no la buscara; o quizá la había besado con devoción antes de partir prometiéndole que la cuidaría siempre desde la eternidad. Quería ponerle palabras a lo que no sabía, como si con ello mágicamente recobrara su pasado, como si fuera posible conocer la verdad a fuerza de sufrir las razones de su soledad. No dejaba de preguntarse por qué no tenía ni un familiar que la buscara. Al final, y frente a las múltiples suposiciones que la llevaban a una gran conclusión vacía, prefería pensar que sus padres estaban muertos, fatalmente muertos y que por ese motivo no habían regresado por ella.

Así, en medio de la nada que circundaba sus días y su desconsuelo, colaboraba con las tareas del orfanato. Luego, a sus veintitrés años, las monjas le habían conseguido trabajo en San Rafael, en una bodega. Los dueños realizaban donaciones y la directora había hablado con ellos por su caso, no deseaban que se convirtiera en religiosa sin conocer otras opciones. Viviría en una pensión. Salvadora había aceptado y recién llegada a su nueva vida conoció a Lucio en la bodega Madison, donde se desempeñó como empleada administrativa.

A los seis meses se habían casado y él le había dicho que la quería en el hogar. Por ese motivo había dejado su trabajo. Virgen y sin experiencia, relacionada toda su vida con la distancia y el abandono, estaba deslumbrada con ese hombre que la cuidaba y la quería solo para él. Había aceptado convencida de que eso era amor. Finalmente alguien iba a necesitarla en su vida. Se había aferrado a la primera sensación de reciprocidad afectiva con tanta intensidad, que sin darse cuenta había perdido su independencia. No había logrado quedar embarazada durante los primeros años del matrimonio, quizá estaba demasiado pendiente de ello. Pero era feliz junto a Lucio, quien no le exigía nada en ese sentido. Luego, quedó embarazada de su primera hija y sintió que el mundo estaba a sus pies. Dos embarazos más llegaron a su vida durante los años siguientes.

Su vida, con hijos y esposo, guardaba un espacio vacío: el de su pasado. Nunca quiso regresar a Tunuyán, al hogar Casa del Niño. Al principio, llamaba por teléfono pero luego dejó de hacerlo. Sentía culpa por eso pero el lugar le recordaba que no sabía quién era en realidad y no podía manejar ese sentimiento. Lucio tampoco quería que fuera allí.

Sus años habían transcurrido sin excesos ni grandes emociones. Solo sus hijos le habían brindado un sentido diferente a sus días. Amaba a los tres, pero en su interior sentía que Solana era quien iba a redimirla. Su hija mayor lograría todo lo que a ella le había sido negado. Estaba segura de eso.

Solana tenía doce años. Era una niña de una belleza poética. Su mirada profunda era más intensa que sus ojos azules. Su cabello lacio y rubio caía sobre sus hombros enmarcando un rostro suave y angelical.

Si bien aceptaba las órdenes sin cuestionamientos, atravesaba esa edad en la que definiría su carácter para siempre. Soñaba con abandonar el lugar en el que vivía, deseaba estudiar y conocer el mundo. No le interesaba convertirse en ama de casa. Tan solo con mirar a su madre confirmaba que era justamente eso lo que no quería para ella.

Salvadora era una buena mujer. Sí, lo era. Pero así como el destino le había arrebatado el pasado, ella había permitido que un hombre le robara el futuro condenándola al ostracismo de un matrimonio insoportable. Su presente se sostenía por el delgado hilo de un conformismo atroz y el miedo a una autoridad que nunca debió reconocer. Se había convertido en una esposa débil y sumisa. Guardaba en su mirada la intensidad de las heridas abiertas y las lágrimas derramadas en un lugar desierto de su alma. Para ella, el telón había caído sobre sus ilusiones; la vida había vencido sus intentos en cada pulseada perdida frente a la soledad, primero, y frente a Lucio Noriega, su esposo, después.

Solana pensaba que su madre era una mujer hermosa, escondida bajo el yugo de un hombre tirano. No podía cambiar esa historia pero decididamente no la repetiría.

Alondra tenía once años. Su cabello rubio y ondulado caía graciosamente sobre su espalda. Sus ojos eran azules como los de su hermana, pero su mirada era fría. Por ellos asomaban señales de maldad. Aun así era objetivamente una beldad. Era tenaz al momento de obtener lo que deseaba. Para ella, todo valía sin medir consecuencias. Ese rasgo inherente a su personalidad había sido evidente desde pequeña y se profundizaba intensamente en la etapa de la preadolescencia. Era la consentida de su padre. En medio de besos y zalamerías dolosas conseguía siempre lo que se le antojaba. Muchas veces sus hermanos eran castigados por hechos que eran su exclusiva responsabilidad. Era manipuladora y mentirosa. Enredaba a su padre hábilmente. Era falsa y sus discursos siempre escondían un ardid pero Lucio estaba ciego cuando de Alondra se trataba.

Salvadora había criado a sus dos hijas por igual, con el mismo amor y la misma dedicación, pero la menor de ellas no había sido permeable a ninguno de los valores que tanto le había enseñado.

Wenceslao, llamado así por decisión de Lucio, tenía nueve años. Toda la familia le decía Wen. Era un niño muy sensible pero ocultaba ese rasgo. Por mandato paterno, no debía llorar: "¡Sea hombre!", le decía su padre; lo demás era "mariconear". Rubio y de ojos negros como Lucio, era físicamente diferente a sus hermanas. Crecía sabiendo que su padre tenía decidido su futuro y le tenía tanto temor a él como a ese macabro porvenir que había diseñado para su vida de modo obligatorio. Era cariñoso y apegado a su madre cuando Lucio no podía verlo. Adoraba a su hermana mayor y lamentaba tener que convivir con Alondra. Se devoraba su dolor, crecía amontonando ilusiones mudas que unas contra otras se golpeaban en el intento de ser liberadas.

Hasta ese momento, dados sus escasos años, solo disfrutaba de la amistad que lo unía, desde que tenía memoria, a Beltrán Madison Uribe, un niño que habían adoptado los dueños de la bodega. Lo único que sabía era que los padres biológicos habían muerto. Beltrán era un Madison más.

A Wenceslao le encantaban los aviones, pero callaba su sueño de ser piloto algún día. La única vez que lo había dicho, su padre, con una mirada amenazante, le había presionado con fuerza el brazo hasta marcarlo mientras le decía que debía olvidarse de eso pues su obligación era trabajar junto a él. Salvadora le había dado consuelo asegurando que faltaba mucho todavía para tomar esas decisiones y Wen había optado por hacerle caso abrigando su deseo en silencio.

Los Madison fueron la huella indeleble de un apellido que marcó la crianza de los niños Noriega. Desde lejos eran observadores del fatal opuesto de sus realidades. Mientras que ellos crecían con dos mudas de ropa, un padre inflexible y una madre sumisa; los "chicos Madi", como solían referirse a ellos, tenían todo lo que deseaban. Eran dueños de una vida perfecta. Practicaban deportes, viajaban por el mundo e invitaban amigos a su casa a divertirse y a disfrutar de sus posesiones. Vestían prendas de marca y, además, eran lindos. Wenceslao solía pensar que no era justo que lo tuvieran todo, al menos debían ser medianamente feos para que él pudiera creer que Dios equilibraba sus designios, pero no era así. A su modo, todos ellos llamaban la atención desde una belleza excesiva.

Sumida siempre en un silencio neutral y reflexivo, Solana había sido testigo de la manera en que, frente a sus ojos, Octavio Madison se había convertido en el adolescente más hermoso y sensual que ella hubiera visto jamás. Para su pena, él ignoraba la presencia de ella en el mundo. Nunca la había mirado a los ojos ni siquiera como un acto reflejo, como una actitud involuntaria, como se mira a un desconocido al pasar. En las ocasiones en que el destino los había ubicado a pocos pasos, ella sentía que su corazón iba explotar a fuerza de latir desmesuradamente y que él iba a darse cuenta. Pero no ocurría nada. Octavio Madison nunca había registrado su existencia ni la de ningún miembro de su familia.

Diferente era Beltrán Madison Uribe. A él le gustaba caminar sin rumbo, una suerte de paseos de alma en los que se encontraba a sí mismo. Fue en uno de esos paseos que había llegado a la casa de los Noriega. Un niño jugaba en la puerta con un avión de papel imitando sonidos y vuelos con destinos imaginarios. Beltrán lo observó largo rato haciendo un gran esfuerzo por comprender la simpleza de su diversión y la alegría de su rostro. Solo tenía una hoja sucia doblada en los laterales y la lanzaba como si con ese gesto dirigiera un vuelo de primera clase. Observaba absorto ascender la imaginaria nave de papel mientras imitaba la voz del piloto hablándoles a los pasajeros. Les informaba el tiempo aproximado de vuelo y las condiciones del clima. ¿Cómo alguien podía ser feliz con tan poco?, se preguntaba azorado. Si así era, él debía conocerlo y saber cómo lo lograba.

Se habían hecho secretamente amigos dado que Wenceslao Noriega tenía expresa prohibición de su padre de vincularse con los patrones y el mismo Beltrán tenía igual límite respecto de extraños.

Alondra sabía de esos encuentros y amenazaba a su hermano con hacérselo saber a su padre si no le realizaba las tareas escolares o domésticas. El pobre Wenceslao accedía con tal de evitar enfrentamientos con su progenitor. Alondra no tardó en sentirse atraída por el joven Beltrán, un moreno de cuerpo fuerte y rasgos varoniles, mirada de color miel y manos seductoras. En las puertas de una adolescencia precoz que alteraba sus hormonas, Alondra fantaseaba con Beltrán. Una tarde, luego de mirarlo por largo rato, se había atrevido a acercarse y a besarlo en la boca sin más, dejándolo sorprendido y excitado, sin poder entender por qué, cuando había querido ir por más, ella le había dado una bofetada y había huido como la víctima que, claramente, no había sido. Wen se había disculpado con su amigo, dado que se sentía muy avergonzado por lo que había hecho su hermana.

Capítulo 2

Los Madison

Su presente se sostenía por el delgado hilo que unía su vida segura y los sucesos que por imprevisibles no podían evitar.

Sin duda alguna, la familia Madison era una prueba evidente de que la vida era más generosa con algunos que con otros. Cuando Esteban nació, sus padres vieron realizado su amor y se convirtieron en una pareja más fortalecida aún, si ello era posible.

Esteban fue un hijo feliz y sin preocupaciones. Sin embargo, a la hora del amor, sus debilidades eran evidentes, se enamoraba con facilidad de mujeres equivocadas que buscaban en él su fortuna, y no su corazón. Se brindaba rápidamente, les hacía regalos costosos y eso le había generado una fama inconveniente al momento de hallar sinceridad.

Luego de varios desaciertos amorosos, su amigo, Roberto Uribe, más experimentado en materia de mujeres, logró que entendiera que debía divertirse sin involucrar sus sentimientos, que debía aprender mucho sobre cómo actuar con una chica antes de reconocer a la indicada. Lo llevó a una casa de citas. A pesar de su resistencia inicial, Esteban venció los prejuicios y condicionamientos sociales y quizá ese fue el principio de un giro feroz en su actitud frente al sexo opuesto. Se volvió un amante irresistible, pues aprendió, de cada prostituta que llevó a su cama, todos los detalles que harían estallar de placer a quien eligiera para casarse. Fue un plan trazado sobre el mapa de una vida sostenida por el delgado límite que separa el miedo de los sueños y el peligro de la osadía. Se había jurado que la mujer que tuviera a su lado podría vivir sin su dinero pero no sin su cuerpo. El desafío era muy difícil, puesto que cualquier dama sucumbía ante su posición económica y social.

Cualquiera, pero no Victoria Lynch, al menos no al principio. Él la deseaba y era con ella con quien se uniría en matrimonio, con ella o con nadie.

Victoria era una joven rodeada de misterio. Hija única de Bautista Lynch quien, ya pasados los sesenta y cinco años, la había concebido con Oriana Nizza, una veinteañera que había decidido seducirlo para asegurarse su futuro económico. Una joven de origen pobre que estaba sola en el mundo y solo contaba con su lindo cuerpo y actitud para superarse.

Bautista había gozado con Oriana pensando que bien valía la pena mantenerle los gustos a cambio de un placer intenso e inesperado. Ella era apasionada, hábil en los métodos de seducción, fingía todo lo necesario del modo más vehemente mientras su plan progresaba a la par de un engaño feroz. Cuando le dijo que estaba embarazada y le exigió que se casaran, él se había asegurado de que fuera cierto y había confirmado su paternidad al verificar que la concepción había ocurrido durante un viaje en el que la joven no había tenido espacio para engañarlo. Siendo suyo el bebé, accedió. Era un buen hombre.

Oriana había detestado el embarazo desde el inicio y había sido hostil con el padre de su hija desde la confirmación de su estado de gravidez. El objetivo estaba cumplido y ya no debía acostarse con él para logar sus fines, como tampoco fingir un interés que no tenía.

Ni siquiera había dado a luz junto a su esposo, puesto que en las vísperas del parto había viajado a casa de su íntima amiga, Erika, en un pueblo cercano a San Rafael, para que la acompañara en ese momento. Lo había llamado al llegar para decirle que era su deseo que él no estuviese allí, que necesitaba estar tranquila.

Oriana y Erika eran amigas desde la infancia y como era habitual, se habían unido como tantas otras personas por afinidad, en este caso la perfidia, el egoísmo, la comodidad y el deseo de vivir bien y sin sacrificio. Erika era hija única de una madre soltera que limpiaba casas. Nada le había hecho faltar pero había sido imposible conformarla y mucho menos persuadirla de estudiar o trabajar. Ella también había optado por la vida fácil, se había casado con un hombre viudo que podía mantenerla y hacerla vivir una vida placentera. Oriana Nizza y Erika Bloon eran muy parecidas. No conocían los límites, ni la moral. Todo tenía un precio, solo había que decidir cómo pagarlo.

A su regreso con la niña, Oriana no le había puesto ni nombre. Entonces, fue Bautista quien decidió llamarla Victoria. La madre se negó a amamantar a la bebé y se mantuvo al margen dejando todo en manos del padre y la niñera contratada. Bautista y Victoria generaron un vínculo profundo y sincero. Ninguno de los dos deseaba compartir momentos con Oriana. Ella era arrogante y siempre estaba de mal humor o alegaba dolor de cabeza para evitar compartir almuerzos, cenas o salidas. Hasta dormía en una confortable habitación separada.

Bautista Lynch advertía que el comportamiento de su esposa sugería que mantenía encuentros con otro hombre, pero prefirió vivir dedicado a la pequeña. Oriana había sido un cuerpo joven que se le había entregado cuando no lo esperaba y había gozado de ello. Una bella mujer cuando ya era mayor, y lo había aprovechado. Jamás había creído que ella lo amara, y no le importaba. Tampoco él sentía algo profundo por ella.

Luego del nacimiento, su única preocupación era esa hija que llegó sin ser buscada por él. Lo desvelaba el hecho de pensar qué pasaría con ella si algo le ocurriera, era una pequeña inocente en quien se reconocía. Bautista estaba seguro de que Oriana había buscado el embarazo para garantizarse una vida sin trabajar. Sin embargo, no había podido prevenirlo pues no lo sospechó a tiempo. No la había creído capaz de tanto.

El hombre murió de un infarto cuando Victoria tenía apenas siete años, pero ella lo recordaba como un padre cariñoso con quien compartía juegos, meriendas y paseos. La pérdida había sido un duro golpe para la pequeña, quien se preservó como pudo. Su madre era sinónimo de separación y distancia. No la cuestionaba en nada, no la castigaba, no existía para ella. Había crecido triste, la mayor parte del tiempo sumida en una lejanía que todo lo aceptaba. Oriana Nizza, ocurrida su viudez, sin demoras contrajo matrimonio con un hombre de su edad dedicado a las finanzas, Igor Vanhawer, su amante desde tiempo atrás. Igor era el típico modelo de mantenido, siempre grandes negocios lo involucraban pero nunca lograban concretarse. Sus proyectos gigantes eran arena en el viento, puras palabras que Oriana sostenía con el dinero heredado. Finalmente estaba siendo víctima de sus propios ardides. Igor la superaba en engaños y deslealtades. Oriana se había enamorado de él y toleraba todo. Por suerte, las sociedades que Bautista había dejado funcionaban y daban ganancias que ella recibía de sus socios mensualmente sin preguntar.

Nunca fue una madre amorosa. Consideraba la maternidad como un eslabón insoslayable de un plan diseñado para vivir cómodamente a cualquier precio.

Victoria rechazaba al nuevo esposo de su madre. Le parecía un parásito, un tipo desagradable y sin dignidad. Nada más alejado de la figura de su padre. Ajena al amor en cualquiera de sus formas desde la muerte de Bautista pero emparentada siempre con la buena vida, Victoria creció sin aspiraciones ni deseos y con el dolor de la separación dibujado en un rincón de su alma. Recordaba que siempre huía de Oriana y de Igor. No estaba cómoda con ellos. Se sentía observada por el esposo de su madre; seguramente él presentía su rechazo pues ella no lo disimulaba. Se dormía poniendo llave a la puerta de su habitación por temor a que Igor ingresara por la noche. Los años pasaron para la niña sin que el escenario de su vida se modificara.

Con el tiempo, Victoria se convirtió en una bella joven de cabello negro ondulado y claros ojos verdes. Su cuerpo de formas redondeadas y atractivas más su actitud sugerente pero altiva le habían posibilitado entablar algunas relaciones, pero ningún hombre había provocado en ella una sensación diferente. Más de lo mismo, solía pensar antes de dejarlos.

Tampoco hallaba atracción alguna en Esteban Madison. Le parecía un hombre fuerte, y nada más. Era caprichosa y no sabía lo que quería en ninguno de los órdenes de su vida. Frente a la ausencia de exigencia alguna por parte de su madre, quien solo pretendía que no la molestara, su vida transcurría sumergida la mayoría del tiempo en distracciones efímeras rodeada de soledad.

En una fiesta en casa de los Madison, Esteban decidió seducirla. Le encantaba y la conquistaría sin importar cuánto le costara.

–Déjame darte un beso y te prometo que me pedirás otro –la había abordado, Esteban, con un piropo encantador.

–Eso jamás ocurrirá. Tengo en ti el mismo interés que siento por repetir mis peores momentos –le había respondido ella simple y arrogante.

–Te aseguro que nada tengo en común con tus peores momentos, al contrario, te daré momentos que necesitarás repetir –había agregado con tono seductor. Antes de que Victoria pudiera reaccionar, había apoyado firmemente la mano sobre su cintura para acercarla a su cuerpo y la había besado en los labios con maestría demostrándole quién controlaba la situación. Venció la resistencia de ella atropellando de placer su lengua y desapareció antes de que pudiera evitar corresponderlo.

Así, sin pedir permiso y con ese gesto de seducción, había logrado generar en ella un interés que la superó, un poco por curiosidad y otro poco por rebelde apatía. Ella mandaba, ¿quién era él para controlar su boca? Por otro lado, ese sabor mentolado y fresco mezclado con el olor propio de la piel de un hombre, que además usaba un perfume fuerte, se le había instalado en sus sentidos.

Esteban se ocupó de seducirla evitándola en la reunión siguiente que compartieron para invitarla a salir a los pocos días. Ella lo rechazó primero y así estuvieron en idas y vueltas, marcando territorio, hasta que finalmente ella aceptó un noviazgo breve y un matrimonio después. No amaba a Esteban, no al principio; él, en cambio, se había enamorado de ella. En dos meses era la señora Madison oficialmente y continuaba sin ser feliz. Solo era una mujer sexualmente satisfecha y por allí había venido su decisión. Le gustaba acostarse con Esteban, no era virgen y podía reconocer el placer. Además, la encantaba saber que él se moría por ella.

El matrimonio atravesó una fuerte crisis cuando Esteban le confesó que una mujer de mala vida, con quien solía acostarse antes de iniciar con ella una relación, le había hecho saber que tendría un hijo de él. La mujer no lo quería y le había pedido dinero o abortaría. Esteban, había decidido que si realmente era el padre, deseaba hacerse cargo. Victoria enfureció como nunca, se negó rotundamente a conocer a ese niño. Sostenía que no quería vínculo alguno con el hijo de una puta que él había metido en su cama sin recaudos. No había querido ni siquiera conocer su nombre al principio, después lo supo. Para ella igual sería siempre "la puta". La situación la enfurecía y le despertaba unos celos feroces. Además, ni siquiera había certezas de que fuera hijo de su esposo, aunque había dicho que se ocuparía de eso luego del nacimiento.

La discusión por este tema fue desgastante. Esteban, seguro de ser el padre, utilizó sus mejores palabras y, seduciendo a Victoria de manera perfecta, le propuso inventar un embarazo y hacer pasar al niño por el hijo de ambos. Logró hacerle entender que más allá de la madre, ese bebé era suyo también. Ella no quería eso, quería hijos propios. Él era un manipulador muy hábil y le aseguraba que por supuesto también los tendrían. Tanto insistió, que logró convencerla. La cama que compartían fue el escenario donde Victoria por fin aceptó la simulación. Acordaron anunciar un embarazo reciente que aún no denotaba cambios físicos, y viajar a Europa para que nadie pudiera ser testigo de la farsa. Cuando la madre del niño hubiera cumplido los siete meses de gestación, viajaría a Barcelona donde ocurriría el nacimiento y se realizaría el ADN. Comprobada la paternidad se inscribiría al bebé como hijo del matrimonio, ya que en esa ciudad Esteban tenía los contactos necesarios para eso. La madre del niño cobraría una suma importante al llegar y otra, al entregar el hijo. Eso aseguraría que cumpliera con lo pactado.

Todo sucedió conforme lo planearon. Al nacer el bebé, Esteban se encargó inmediatamente de hacer el examen de ADN que confirmó su paternidad y de inscribir el nacimiento. Entregó su hijo a Victoria, quien lo recibió emocionada y supo, al verlo, que lo amaría como si fuera su sangre. No quiso conocer a la mujer que lo había gestado, sentía un profundo rechazo hacia ella. De ese modo, Octavio llegó a su vida como su primogénito junto al secreto que jamás debía develar.

Poco tiempo después del regreso de Europa, un íntimo amigo de Esteban murió en un escandaloso episodio, dejando huérfano a su hijo recién nacido.

Roberto Uribe, su leal amigo desde la juventud, había fallecido en una pelea en un prostíbulo. Había resultado herido con un disparo en el pecho que le había provocado la muerte horas después. Su hijo, Beltrán, era apenas un bebé en ese momento, fruto de la unión con Gina Malón, una joven maestra con quien se había casado muy enamorado un año antes y que había fallecido al dar a luz.

Roberto no había podido aceptar la desgracia, amaba al bebé pero se hallaba extraviado en la peor desolación. Su esposa era su mundo y ya no estaba a su lado. Había vuelto a frecuentar El Templo y otros prostíbulos, siempre caros y con cierto nivel. Su estado de angustia, la bebida y la codicia habían desencadenado una discusión que lo había llevado al final de su vida.

Así, ocurrido el deceso de su amigo, Esteban se había hecho cargo del niño como si fuera un hijo y lo había criado junto a Octavio, su primogénito. Ambos eran muy diferentes en algunos aspectos, pero tenían en común un entrañable afecto. Eran hermanos del alma.

Victoria había estado de acuerdo y se había encariñado de inmediato con el pequeño. Dado que no existía familia materna o paterna que se interesara en él, el matrimonio había iniciado los trámites de adopción. No deseaban que nadie pudiera quitárselo. Además, estaban seguros de que ellos eran la mejor opción para el niño. Aproximadamente un año después, se convirtieron legalmente en los padres adoptivos de Beltrán Uribe y, en consecuencia, Octavio era su hermano. Decidieron, por respeto a su amigo Roberto, que el menor conservara su apellido, solo que debió quedar en segundo lugar según dicta la ley. El juez de la causa aceptó los argumentos y así lo permitió.

Victoria estaba muy ocupada con ambos niños. Octavio y Beltrán se habían convertido en su mundo. Se había enamorado de Esteban como nunca se creyó capaz.

Cuando ya no pensaba en tener hijos propios y los varones habían cumplido sus doce años, un embarazo la sorprendió y coronó esa dimensión de amor. Su hija Sara se anunciaba inundando su existencia de una sensación de plenitud desconocida e indescriptible.

Sara nació en el año 1992 y la felicidad llevaba el nombre de Victoria, quien no aparentaba sus flamantes cuarenta años. Se reconocía en algunos rasgos físicos y en parte del carácter que su hija mostraba. Era evidente que la pequeña era hija de ambos, tenía lo mejor y lo peor de los dos. Era una niña astuta y brillante. Era físicamente parecida a su medio hermano Octavio. De Victoria, tenía los ojos verdes, la nariz y una personalidad que la definía, lo que podía afirmarse desde pequeña. Victoria cambió aún más con la maternidad y su vida en pareja con Esteban pudo más que cualquier discusión. Ambos lograron una meridiana armonía. Eran un matrimonio que se sostenía en el amor y las diferencias. No todo era fácil, pero juntos era todo posible.

Beltrán Uribe era para ella un hijo más. El pequeño nunca había querido conocer con detalles su pasado. Era feliz y reflexivo. Creció siendo parte de la familia, disfrutando la vida y manifestando en palabras y acciones su gratitud hacia esos seres que eran todo para él. Amaba a sus hermanos y su expresión no mostraba heridas abiertas.

Octavio era encantador. Cariñoso con su hermana, generoso y confidente con Beltrán. Adoraba a su madre. Para él, Victoria era sinónimo de todo lo bueno que la vida le había dado. Su cabello era castaño oscuro y grueso. Lo usaba bien corto y en su rostro, de piel mate, brillaban como aguas marinas sus ojos de un celeste tan intenso que parecía turquesa. Esteban reconocía en ellos a los de su verdadera madre. El profundo vínculo que se generó entre Victoria y Octavio le dio gran tranquilidad pues al comienzo temía que su esposa nunca lo aceptara del todo. Afortunadamente el niño era un sol. Imposible no caer preso de sus encantos.

Octavio no discutía. Nunca lo hacía. Las veces que por alguna razón su madre o su padre lo cuestionaban, él se iba alejando del sonido de la afrenta hasta desaparecer y dejarlos hablando solos. Su vida era demasiado valiosa para perder momentos en peleas. Si Victoria lo perseguía hambrienta de una respuesta que le posibilitara desahogar su enojo, él seguía con lo que estaba haciendo, ignorando portazos y amenazas. Victoria comprendió que debía aceptar la personalidad de su hijo y evitar enfrentamientos. Esteban, en el fondo lo consentía y solo decía: "Déjalo. Es un buen chico. No quiere discutir”.

A pesar de esas peleas en las que él no participaba, la devoción con que trataba a su madre había sido suficiente para que Victoria lo uniera a su ser como un hijo propio. Tanto fue así que un día abordó a su esposo diciéndole:

–Esteban, sabes bien que nunca me ha interesado la puta con quien engendraste a Octavio –los celos no le permitían referirse a ella sin descalificarla–, pero debes asegurarte de que, así como se deshizo de él al nacer, jamás regrese a buscarlo, porque si intenta acercársele, la mato –sus palabras firmes y la expresión de su rostro le indicaron a Esteban que hablaba en serio.

–No vendrá. Solo quería dinero y ya se lo di. Así que despreocúpate.

–Volverá por más, los chantajes no tienen límites. Temo que un día le cuente la verdad. Me da miedo pensar que eso pase y él se sienta traicionado por nosotros con razón, por ocultarle su origen. Quizá deberíamos contarle… –dijo pensativa.

–Si regresa, yo sabré qué hacer. No es momento de revelar a Octavio su historia. Nunca lo será. ¿Cuál sería la ventaja de hacerle saber que su madre fue una puta que lo vendió?

–La verdad es siempre una ventaja, Esteban. Octavio es mi hijo, tan hijo como Sara. Por favor, no permitas que nadie se interponga, soy tan capaz de matar como de morir por cualquiera de ellos –dijo en un tono que mezclaba angustia y miedo con amor.

Esteban, absolutamente enternecido por el modo en que su esposa amaba a sus hijos, la tranquilizó:

–Nadie jamás interferirá entre ustedes. Octavio Madison Lynch es nuestro hijo, esa es la única verdad y no existe quien pueda desvirtuar esa certeza. Te amo –dijo y la besó. Las caricias sumadas a la profundidad del intenso momento los llevaron a hacer el amor una vez más. Victoria era rehén de esa pasión y protagonista de esa desmesurada entrega. Confiaba en su esposo y él en ella.

La pareja se había afianzado con ese secreto. Victoria había vencido el egoísmo de sentirse el centro del mundo y había ubicado a su familia en el centro de sus sentimientos y emociones. Ocupaban su corazón y su razón, su pasado y su presente. Sus sueños y su futuro. No había nada en la faz de la tierra que no fuera capaz de hacer por ellos. Había encontrado el sentido real a su vida.

Su madre y Vanhawer casi no la visitaban y la indiferencia de Oriana continuaba siendo una constante. Ahora, que tenía sus propios hijos, los cuestionamientos no cesaban. ¿Cómo podía una madre alejarse de una hija? Pensaba en Sara, era imposible vivir sin estar pendiente de ella. No existía en el universo una razón que pudiera justificar esa actitud. ¿Por qué Oriana era distante no solo con ella sino también con sus nietos? Era cierto que su madre rechazaba los signos de la edad y luchaba contra el tiempo. La intervención quirúrgica en torno a sus ojos para quitar arrugas y el modo de vestirse lo demostraban, pero no podía ser esa la causa de no querer ser abuela, tampoco había querido ser madre.

La distancia que Oriana imponía era algo que no podía entender y aunque lo ocultara y pretendiera lo contrario, le dolía. Siempre le había dolido, era la tristeza que sangraba silenciosa desde que podía recordar, peor aún desde la muerte de su padre. La separación en cualquiera de sus formas era algo que no sabía manejar. Tenía la huella del dolor que haberse separado de su padre le había causado, tenía la herida abierta de la separación impuesta por su madre y tal vez por eso, el concepto mismo le lastimaba la existencia. Separar era sinónimo de dolor para ella.

Desde la llegada de Octavio y de Beltrán, profundizado con Sara, el espejo devolvía a Victoria la estampa de una mujer plena, feliz, enamorada. Se había convertido en lo que deseaba ser, aun sin haberlo sabido nunca.

Solo un rencor quedaba escondido en su alma y era contra su madre. No podía comprender ni mucho menos perdonar su desinterés. Aunque ella no supiera la razón, tenía que existir una explicación. Quizá no le perdonaba su desprecio hacia Igor. Su memoria la traicionaba. Algo latía en su cabeza y no estaba segura de querer saberlo. Siempre había sentido rechazo por Vanhawer, estaba segura de que había sido amante de Oriana aún en vida de su padre. De modo que las pocas veces que pensaba ir a buscar respuestas, la detenía saber que debería encontrar al esposo también, un ser que le era repulsivo.

En cambio, lamentaba mucho la falta de su padre. Bautista hubiera sido un gran abuelo de haber tenido la oportunidad de continuar viviendo. Una foto de él la ayudaba a mantener su rostro con la familiaridad de aquellos días, la misma foto que les había mostrado a sus hijos.

Los abuelos paternos, Héctor y Susana, estaban muy presentes en la vida familiar. Se reunían con frecuencia y siempre estaban pendientes de sus nietos. Les gustaba mucho viajar y al regresar, la mayoría de los regalos eran para ellos.

La bodega era una empresa familiar muy bien posicionada en el mercado. La casa era muy cómoda, acorde al buen pasar económico de la familia. Si bien no eran ricos, vivían sin privarse de nada. No había sirvientes a excepción de Lupita, quien era incondicional con todos. Lupita había querido a Victoria desde la que la había visto por primera vez. Esteban la había elegido y, para la leal mujer, eso era suficiente.

Capítulo 3

No digas de ningún sentimiento que es pequeño o indigno. No vivimos de otra cosa que de nuestros pobres, hermosos y magníficos sentimientos, y cada uno de ellos contra el que cometemos una injusticia es una estrella que apagamos.

Hermann Hesse

San Rafael, Mendoza, diciembre 1998

Los años transcurrieron en los mismos escenarios. Los Madison, la cara feliz de la moneda de la vida; y los Noriega, el otro lado, la cruz, la que al salir al azar implica esfuerzo y paga. No fue fácil para Solana tolerar en silencio las imposiciones de su padre, que cada vez se le hacían más difíciles de comprender. Mientras ella maduraba y afirmaba sus convicciones respecto de su futuro, sentía que Lucio Noriega retrocedía en el tiempo. La relación con su hermana era insoportable; con su hermano, en cambio, se había afianzado al límite de un amor que los rescataba recíprocamente de todo aquello que ambos detestaban de la familia que en suerte les había tocado. Solana deseaba estudiar para convertirse en profesional. Había optado por no decirle a su padre nada de eso para lograr una convivencia armoniosa dado que sabía cómo reaccionaría. Prudentemente había decidido callar hasta que llegara el momento, solo Wen conocía sus proyectos y la apoyaba. Con su madre no hablaba para no correr el riesgo de que se lo contara a su padre y precipitara los acontecimientos.

Con sus dieciocho años cumplidos en vísperas de las fiestas navideñas, habiendo concluido sus estudios secundarios, Solana eligió una sobremesa para manifestar sus deseos. Decidió, así, cortar el eslabón de la cadena que la sujetaba a un presente en el que su padre pretendía pisar su destino.

–Quisiera hablar con ustedes sobre mi futuro… –comenzó a decir Solana. Era formal en extremo porque sabía que eso predisponía bien a su padre. Sabía que en un hogar normal la charla hubiera comenzado con un “Quiero ser médica”, pero no era su caso.

–¡Bien! Infiero que deseas iniciar un noviazgo, me parece correcto –interrumpió Lucio.

–No, papá, nada de eso. No conocí a nadie, no estoy enamorada, ni me interesa eso por ahora. Lo que quiero es estudiar Medicina. Deseo ayudar a traer vida al mundo y atender a las mujeres en los temas de salud relacionados con los embarazos –miró a su alrededor para medir el efecto que sus palabras habían producido en sus interlocutores y la foto de la escena familiar se grabó en su memoria para siempre junto al salvaje episodio que ocurrió como consecuencia.

Fue esa quizá la oportunidad en que más violento vio a su padre y más sumisa a su madre. La indignación en su máxima expresión le recorrió todos los sentidos. Salvadora, su madre, miraba para abajo como si entre sus zapatos se hallara un manual escrito por Lucio Noriega que indicara qué debía hacer o decir con exactitud. Alondra, sentada a la derecha de su padre, la observaba con la misma expresión de furia que él aunque por diferentes razones, y Lucio, ruborizado de ira y con un latido en su sien que podía advertirse desde lejos, dio un puñetazo a la mesa cuyo estruendo movió de lugar los platos unos centímetros.

–¿Qué dices? ¿Te volviste loca? Los médicos son hombres y tú no lo eres. Además, tampoco eres capaz de semejante proeza –gritó descalificándola.

–No es cierto, papá. Tuve excelentes calificaciones, solo que nunca te interesaste en eso. Mis profesores creen que la decisión que tomé es muy buena y… –antes de que pudiera terminar la frase, una bofetada veloz como un rayo y dura como una roca se estampó en su mejilla ladeando su rostro. Sentía dolor físico, su alma sangraba injusticia, quería estudiar y recibía un golpe brutal en respuesta. Sintió que su padre era una bestia–. Mamá, por favor, dile… –suplicó. Pero Salvadora no sostenía la mirada en alto, continuaba escondida detrás de su cobardía, como si Lucio Noriega dirigiera sus convicciones. Wenceslao se había puesto de pie e intentaba apartarla de su padre.

–Tú, niño inservible, sal de aquí antes de que te pegue.

Wenceslao era un adolescente fuerte, que no le había perdido el miedo a su padre, pero que amaba a su hermana mayor con devoción. Además, defendía el sueño de ella como haría con el suyo cuando llegara el momento de convertirse en piloto de avión.

–Eres una ingrata, no tienes necesidad alguna de dar a papá un disgusto. Bien sabes que debemos casarnos vírgenes y traerle nietos, no diplomas –vociferó su hermana generando con su vil discurso más indignación en sus hermanos, si es que eso era posible. Salvadora lloraba en silencio y, sin levantar la vista, permanecía inmóvil en su asiento. Rezaba mentalmente para que sus hijos tuvieran la fuerza de sostener sus ideales, pedía a Dios con desesperación que les diera el valor que ella misma no tenía. Por un instante pensó en apoyarlos, pero al observar la mirada de Lucio, el terror le recorrió el cuerpo, le sudaban las manos y detuvo su llanto por temor a la reacción de su esposo. Se le paralizaron las plegarias. Odió la dependencia y el miedo que la unían a él. Recordó las veces que le había hecho jurar que jamás inculcaría esas ideas en sus hijos. La angustia de pensar que si lo contradecía sería sometida a su implacable indiferencia pudo más que la voluntad de ayudar a sus hijos.

Solana apoyó la mano sobre su mejilla ardiendo donde los dedos de su padre habían dejado una marca. Meditaba, al ritmo de su acelerado corazón, qué podía hacer.

–¡Cállate, Alondra! Eres una mentirosa. Un ser bajo y miserable. ¡Cállate! No me obligues a quitarte la máscara –respondió Wen levantando la voz–. Y tú, papá, tienes que saber que no soy un inservible. Solo tú crees que no tenemos potencial, pero te equivocas. O quizá tengas miedo de que logremos ser mejores que tú, exitosos e inteligentes, ¿es eso? ¿Por fin Lucio Noriega confiesa sus miedos? –gritó Wen con tono provocador.

–¡Cállate, imbécil, no le contestes! –gritó Alondra enfurecida.

Es hermoso

–Nunca será equilibrado el reparto, Dios no es para nada justo. Dios no sabe de equidad. Vamos, Solana, sé adónde podemos ir –dijo Wen al ver hacia donde se dirigía la mirada de su hermana. Con una mano sostenía la maleta y pasó la otra por detrás del hombro de Solana acercándola a su cuerpo para hacerla caminar.

Ella lo siguió pero sus ideas oscilaban confundidas prendadas del rostro más bello que había conocido en su vida. No la sorprendió que aun en momentos extremos como ese, el nombre de Octavio Madison Lynch abriera las puertas de una fantasía imposible que desplazaba la realidad de ese lugar por breves instantes.