El Príncipe

Nicolás Maquiavelo

(Traductor: Ninian Hill Thomson)

Derechos de autor

Aunque se han tomado todas las precauciones posibles en la preparación de este libro, el editor no asume ninguna responsabilidad por los errores u omisiones, ni por los daños resultantes del uso de la información aquí contenida.

El Príncipe

Escrito por Nicolás Maquiavelo

Primera edición. 20 de febrero de 2020.

Copyright © 2021 Zeuk Media LLC

Todos los derechos reservados.

©Zeuk Media

Si encuentra nuestro libro valioso, por favor considere una pequeña donación para ayudar a Zeuk Media a digitalizar más libros, continuar su presencia en línea, y ampliar la traducción de libros clásicos. Sus donaciones hacen posible nuestro apoyo y la continuación de nuestro trabajo. Puede donar aquí: Donar a Zeuk Media

Tabla de Contenido

Título

Derechos de Autor

Derechos de Autor

El Principe

©Zeuk Media | Si encuentra nuestro libro valioso, por favor considere una pequeña donación para ayudar a Zeuk Media a digitalizar más libros, continuar su presencia en línea y ampliar la traducción de libros clásicos. Sus donaciones hacen posible nuestro apoyo y la continuación de nuestro trabajo. Puede donar aquí: Donar a Zeuk Media

Dedicación: Al magnífico Lorenzo Di Piero De' Medici

Es costumbre que quienes buscan el favor de un Príncipe, se presenten ante él con aquellas cosas suyas que más valoran, o en las que perciben que se deleita principalmente. Así, vemos a menudo caballos, armaduras, telas de oro, piedras preciosas y otros regalos costosos, ofrecidos a los Príncipes como dignos de su grandeza. Deseando de la misma manera acercarme a vuestra Magnificencia con alguna muestra de mi devoción, no he encontrado entre mis posesiones ninguna que aprecie y valore tanto como el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, adquirido en el curso de una larga experiencia de los asuntos modernos y un continuo estudio de la antigüedad. Estos conocimientos, cuidadosa y pacientemente ponderados y tamizados por mí, y ahora reducidos a este pequeño libro, los envío a vuestra Magnificencia. Y aunque considero la obra indigna de vuestra grandeza, me atrevo a esperar que vuestra cortesía os disponga a aceptarla, considerando que no puedo ofreceros mejor regalo que el medio de dominar en muy poco tiempo todo lo que en el curso de tantos años, y a costa de tantas penalidades y peligros, he aprendido, y sé.

Esta obra no la he adornado ni ampliado con periodos redondos, lenguaje ampuloso y altisonante, ni con ningún otro de esos atractivos y alicientes extrínsecos con los que muchos autores acostumbran a adornar y embellecer sus escritos, pues es mi deseo que pase totalmente desapercibida, o que la verdad de su materia y la importancia de su asunto sean los únicos que la recomienden.

Tampoco quiero que se considere una presunción que una persona de muy baja y humilde condición se aventure a hablar y establecer reglas sobre el gobierno de los príncipes. Porque así como los que hacen mapas de los países se sitúan en las llanuras para estudiar el carácter de las montañas y de las tierras elevadas, y se colocan en lo alto de las montañas para tener una mejor visión de las llanuras, así también para entender al Pueblo un hombre debe ser un Príncipe, y para tener una clara noción de los Príncipes debe pertenecer al Pueblo.

Acepte, pues, Vuestra Magnificencia este pequeño regalo con el espíritu con que se lo ofrezco; en el que, si lo lee y estudia con diligencia, reconocerá mi extremo deseo de que alcance esa eminencia que la Fortuna y sus propios méritos le prometen. Si desde la cima de tu grandeza vuelves alguna vez tus ojos a estas humildes regiones, te darás cuenta de lo inmerecido que es para mí soportar la aguda e incesante malignidad de la Fortuna.

Nicolás Maquiavelo

Capítulo 1 De las diversas clases de príncipes y de las formas en que se adquieren

Todos los Estados y Gobiernos por los que los hombres son o han sido gobernados, han sido y son o Repúblicas o Principados. Los principados son hereditarios, en los que la soberanía se deriva a través de una antigua línea de antepasados, o son nuevos. Los nuevos principados son totalmente nuevos, como el de Milán para Francisco Sforza; o son como miembros unidos a las posesiones hereditarias del príncipe que los adquiere, como el Reino de Nápoles a los dominios del Rey de España. Los Estados así adquiridos, o bien han estado acostumbrados a vivir bajo un Príncipe, o bien han sido libres; y quien los adquiere lo hace por sus propias armas o por las de otros, y bien por buena fortuna o por mérito.

Capítulo 2 De los príncipes hereditarios

De las Repúblicas no hablaré ahora, ya que en otra parte he hablado de ellas extensamente. Aquí trataré exclusivamente de los Príncipes, y, completando el esquema antes trazado, procederé a examinar cómo han de gobernarse y mantenerse tales Estados.

Digo, pues, que los Estados hereditarios, acostumbrados a la familia de su Príncipe, se mantienen con mucha menos dificultad que los nuevos Estados, ya que lo único que se requiere es que el Príncipe no se aparte de los usos de sus antepasados, confiando por lo demás en que se ocupen de los acontecimientos según vayan surgiendo. De modo que si un Príncipe hereditario es de dirección media, se mantendrá siempre en su Principado, a no ser que se le prive de él por alguna fuerza extraordinaria e irresistible; y aun cuando se le prive, lo recuperará, si algún percance, por mínimo que sea, alcanza al usurpador. Tenemos en Italia un ejemplo de ello en el duque de Ferrara, que nunca habría podido resistir los ataques de los venecianos en 1484, ni los del papa Julio en 1510, si su autoridad en ese Estado no se hubiera consolidado con el tiempo. Porque como un Príncipe de nacimiento tiene menos ocasiones y menos necesidad de ofender, debería ser más querido, y naturalmente será popular entre sus súbditos, a menos que los vicios escandalosos lo hagan odioso. Además, la misma antigüedad y permanencia de su gobierno borrará los recuerdos y las causas que conducen a la innovación. Porque un cambio siempre deja una cola de milano en la que encaja otro.

Capítulo 3 De los principados mixtos

Pero en los nuevos principados abundan las dificultades. Y, en primer lugar, si el Principado no es totalmente nuevo, sino que se une a los antiguos dominios del Príncipe, de modo que forme con ellos lo que puede llamarse un Principado mixto, los cambios vendrán de una causa común a todos los nuevos Estados, a saber, que los hombres, pensando en mejorar su condición, están siempre dispuestos a cambiar de amos, y con esta expectativa tomarán las armas contra cualquier gobernante; con lo cual se engañan a sí mismos, y descubren después por experiencia que están peor que antes. Esto también resulta natural y necesariamente de la circunstancia de que el Príncipe no puede evitar ofender a sus nuevos súbditos, ya sea con respecto a las tropas que les acantona, o de alguna otra de las innumerables molestias que conlleva una nueva adquisición. Y de este modo puedes encontrar que tienes enemigos en todos aquellos a los que has perjudicado al tomar el Principado, y sin embargo no puedes conservar la amistad de aquellos que te ayudaron a ganarlo, ya que no puedes recompensarles como ellos esperan, ni tampoco, estando obligado con ellos, utilizar remedios violentos contra ellos. Porque, por muy fuerte que seas con respecto a tu ejército, es esencial que al entrar en una nueva provincia tengas la buena voluntad de sus habitantes.

De ahí que ocurriera que Luis XII de Francia, ganando rápidamente la posesión de Milán, la perdiera con la misma rapidez; y que en la ocasión de su primera captura, Lodovico Sforza sólo pudiera con sus propias fuerzas arrebatársela. Pues el mismo pueblo que había abierto las puertas al rey francés, al verse engañado en sus expectativas y esperanzas de futuros beneficios, no pudo soportar la insolencia de su nuevo gobernante. Es cierto que cuando un Estado se rebela y es sometido de nuevo, no se pierde después tan fácilmente. Porque el Príncipe, utilizando la rebelión como pretexto, no tendrá escrúpulos en asegurarse castigando a los culpables, llevando a juicio a los sospechosos, y reforzando de otro modo su posición en los puntos en que era débil. De modo que si para recuperar Milán de los franceses bastó en la primera ocasión que un duque Lodovico levantara las alarmas en las fronteras para arrancársela por segunda vez, fue necesario que todo el mundo se pusiera en su contra, y que sus ejércitos fueran destruidos y expulsados de Italia. Y esto por las razones antes mencionadas. Y sin embargo, por segunda vez, Milán se perdió para el Rey. Las causas generales de su primera pérdida se han mostrado. Queda por señalar las causas de la segunda, y señalar los remedios que el rey francés tenía, o que podrían haber sido utilizados por otro en circunstancias similares para mantener su conquista con más éxito que él.

Digo, pues, que aquellos Estados que al ser adquiridos se unen a los antiguos dominios del Príncipe que los adquiere, o son de la misma Provincia y lengua que los pueblos de estos dominios, o no lo son. Cuando lo son, hay una gran facilidad para retenerlos, especialmente cuando no han sido acostumbrados a vivir en libertad. Para retenerlos con seguridad basta con haber desarraigado la línea del Príncipe reinante; porque si en otros aspectos se mantiene la antigua condición de las cosas, y no hay discordancia en sus costumbres, los hombres viven pacíficamente unos con otros, como vemos que ha sucedido en Bretaña, Borgoña, Gascuña y Normandía, que han estado tanto tiempo unidas a Francia. Porque aunque haya alguna pequeña diferencia en sus lenguas, sus costumbres son similares, y pueden convivir fácilmente. Por lo tanto, el que adquiere un Estado de este tipo, si quiere conservarlo, debe velar por dos cosas: en primer lugar, que se destruya la sangre de la antigua línea de príncipes; en segundo lugar, que no se haga ningún cambio respecto a las leyes o los impuestos; porque de esta manera el Estado recién adquirido se incorpora rápidamente al hereditario.

Pero cuando se adquieren Estados en un país que difiere en idioma, usos y leyes, las dificultades se multiplican, y se necesita gran fortuna, así como dirección, para superarlas. Uno de los mejores y más eficaces métodos para tratar con tal Estado, es que el Príncipe que lo adquiere vaya y habite allí en persona, ya que esto tenderá a hacer su tenencia más segura y duradera. Este camino ha sido seguido por el Turco con respecto a Grecia, quien, si además de todas sus otras precauciones para asegurar esa Provincia, no hubiera venido él mismo a vivir en ella, nunca podría haber mantenido su dominio. Porque cuando se está en el lugar, los desórdenes se detectan en sus comienzos y los remedios pueden aplicarse fácilmente; pero cuando se está a distancia, no se oye hablar de ellos hasta que han cobrado fuerza y el caso ya no tiene cura. Además, la provincia en la que establecéis vuestra residencia no es saqueada por vuestros oficiales; el pueblo se complace en tener un recurso fácil a su Príncipe; y tiene más razones, si está bien dispuesto, para amarlo, si es desafecto, para temerlo. Un enemigo extranjero que deseara atacar ese Estado sería cauteloso en la forma en que lo hiciera. En resumen, donde el Príncipe reside en persona, será extremadamente difícil derrocarlo.

Otro excelente recurso es enviar colonias a uno o dos lugares, para que éstas se conviertan, por así decirlo, en las llaves de la provincia; porque o bien se hace esto, o bien se mantiene una fuerza numerosa de hombres de armas y soldados de a pie. Un Príncipe no necesita gastar mucho en colonias. Puede enviarlas y mantenerlas con poco o ningún coste para él, y las únicas personas a las que ofende son aquellas a las que priva de sus campos y casas para dárselos a los nuevos habitantes. Los perjudicados de este modo no forman más que una pequeña parte de la comunidad, y permaneciendo dispersos y pobres nunca pueden llegar a ser peligrosos. Todos los demás, al no ser molestados, se tranquilizan fácilmente, y al mismo tiempo temen dar un paso en falso, no sea que compartan la suerte de los que han sido privados de sus posesiones. En pocas palabras, estas colonias cuestan menos que los soldados, son más fieles y ofenden menos, mientras que los ofendidos, siendo, como he dicho, pobres y dispersos, no pueden hacer daño. Y nótese aquí que los hombres, o son tratados amablemente, o son totalmente aplastados, ya que pueden vengarse de las heridas más ligeras, pero no de las más graves. Por lo tanto, el daño que hagamos a un hombre debe ser de un tipo que no deje temor a las represalias.

Pero si en lugar de colonias se envían tropas, el costo es enormemente mayor, y todos los ingresos del país se gastan en su custodia; de modo que la ganancia se convierte en pérdida, y se da una ofensa mucho más profunda; ya que al cambiar los cuarteles de sus soldados de un lugar a otro todo el país sufre penurias, que como todos sienten, todos se convierten en enemigos; y los enemigos que permanecen, aunque vencidos, en sus propios hogares, tienen poder para hacer daño. Por lo tanto, este modo de defensa es en todos los sentidos tan desventajoso como útil es el de la colonización.

El príncipe que se establece en una provincia cuyas leyes y lengua difieren de las de su propio pueblo, debe también hacerse jefe y protector de sus vecinos más débiles, y procurar debilitar a los más fuertes, y debe procurar que por ningún accidente encuentre entrada en ella ningún otro extraño tan poderoso como él. Porque siempre ocurrirá que alguna persona de este tipo sea llamada por los descontentos de la provincia, ya sea por ambición o por miedo; como vemos antiguamente a los romanos introducidos en Grecia por los etolios, y en todos los demás países en los que entraron, invitados allí por sus habitantes. Y el curso habitual de las cosas es que tan pronto como un formidable extranjero entra en una provincia, todas las potencias más débiles se ponen de su lado, movidas por la mala voluntad que tienen hacia quien hasta ahora las ha mantenido en sujeción. De modo que, con respecto a estas potencias menores, no se necesita ningún problema para ganárselas, ya que de inmediato, juntas y por su propia voluntad, se unen al gobierno del extranjero. El nuevo Príncipe, por lo tanto, sólo tiene que ver que no aumenten demasiado en fuerza, y con sus propias fuerzas, ayudado por su buena voluntad, puede someter fácilmente a cualquiera que sea poderoso, para permanecer supremo en la Provincia. El que no maneje bien este asunto, perderá pronto lo que haya ganado, y mientras lo conserve encontrará en él un sinfín de problemas y molestias.

Al tratar con los países de los que tomaron posesión, los romanos siguieron diligentemente los métodos que he descrito. Plantaron colonias, conciliaron a las potencias más débiles sin aumentar su fuerza, humillaron a los grandes y nunca permitieron que un formidable extranjero adquiriera influencia. Un solo ejemplo bastará para demostrarlo. En Grecia, los romanos tomaron a su servicio a los aquios y a los etolios; la monarquía macedonia fue humillada; Antíoco fue expulsado. Pero los servicios de los acaianos y los etolios nunca obtuvieron para ellos ninguna adición a su poder; ninguna persuasión por parte de Filipo pudo inducir a los romanos a ser sus amigos con la condición de ahorrarle la humillación; ni todo el poder de Antíoco pudo hacer que consintieran en ejercer cualquier autoridad dentro de esa provincia. Y al actuar así, los romanos hicieron lo que deben hacer todos los gobernantes sabios, que tienen que considerar no sólo las dificultades presentes, sino también las futuras, contra las que deben emplear toda la diligencia posible; porque éstas, si se prevén cuando aún son remotas, admiten un fácil remedio, pero si se espera su llegada, ya son irremediables, pues el trastorno se ha vuelto irremediable; comprendiendo lo que los médicos nos dicen de la fiebre aguda, que al principio es fácil de curar, pero difícil de reconocer; mientras que, después de un tiempo, al no haber sido detectada y tratada al principio, se vuelve fácil de reconocer pero imposible de curar.

Y lo mismo ocurre con los asuntos del Estado. Porque los desórdenes de un Estado que se descubren cuando aún están incipientes, lo que sólo puede hacer un gobernante sagaz, pueden ser fácilmente tratados; pero cuando, por no ser observados, se dejan crecer hasta que son evidentes para todos, ya no hay remedio. Los romanos, por lo tanto, previendo los males cuando aún estaban lejos, siempre previeron contra ellos, y nunca permitieron que siguieran su curso para evitar la guerra; ya que sabían que la guerra no se evita, sino que sólo se pospone para ventaja de la otra parte. Por lo tanto, eligieron hacer la guerra con Filipo y Antíoco en Grecia, para no tener que hacerla con ellos en Italia, aunque por un tiempo hubieran podido escapar de ambos. Esto no lo deseaban, ni se les recomendó nunca la máxima de dejar al Tiempo, que los sabios de nuestros días tienen siempre en sus labios. Lo que buscaban disfrutar eran los frutos de su propio valor y previsión. Porque el Tiempo, impulsando todas las cosas que le preceden, puede traer consigo tanto el mal como el bien.

Pero volvamos ahora a Francia y examinemos si ha seguido alguno de esos métodos que he mencionado. Hablaré de Luis y no de Carlos, porque al haber tenido el primero más tiempo la posesión de Italia, se ve más claramente su manera de actuar. Veréis, pues, que ha hecho todo lo contrario de lo que debería haber hecho para conservar un Estado extranjero.

El rey Luis fue introducido en Italia por la ambición de los venecianos, que esperaban con su llegada ganar para ellos la mitad del Estado de Lombardía. No voy a culpar a esta venida, ni a la parte tomada por el Rey, porque, deseando ganar un pie en Italia, donde no tenía amigos, sino que, por el contrario, debido a la conducta de Carlos, todas las puertas estaban cerradas contra él, se vio obligado a aceptar las amistades que pudo conseguir. Y sus designios podrían haber triunfado fácilmente si no hubiera cometido errores en otros aspectos de su conducta.

Con la recuperación de Lombardía, Luis recuperó de inmediato el crédito que Carlos había perdido. Génova se sometió; los florentinos llegaron a un acuerdo; el marqués de Mantua, el duque de Ferrara, los Bentivogli, la condesa de Forli, los señores de Faenza, Pesaro, Rimini, Camerino y Piombino, los ciudadanos de Lucca, Pisa y Siena, todos se presentaron ofreciendo su amistad. Los venecianos, que para obtener la posesión de un par de ciudades en Lombardía habían hecho al rey francés dueño de dos tercios de Italia, tenían ahora motivos para arrepentirse del temerario juego que habían hecho.