Portada

TIERRA FIRME


CÓMO TENER SIEMPRE LA RAZÓN

Y OTRAS COLUMNAS SOBRE CIENCIA Y SOCIEDAD

MOISÉS WASSERMAN

CÓMO TENER SIEMPRE LA RAZÓN

Y OTRAS COLUMNAS SOBRE CIENCIA Y SOCIEDAD

Fondo de Cultura Económica

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 2018
[Primera edición el libro electrónico, 2020]

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

Contenido

Introducción

GENTES Y MAÑAS

El arte de tener siempre la razón

Un almuerzo en Purdue

Prohibido morirse, prohibido infectarse

Tenza

Sobre consensos y mínimos

Peleas de ecólogos y tecnólogos

Fuentes de ignorancia

En busca de preocupaciones

Balanzas de dos platillos

El experimento de Milgram

Hay que ser precavidos con la precaución

¿Ambientalismo extremo?

De progresista a reaccionario sin cambiar de ideas

Los tranvías y la ética

La insoportable levedad del internet

Porque así como digo una cosa pienso otra

Oliver Sacks: cronista de rarezas

Optimismo en contravía

¿Cuándo se inventaron los abuelos?

Lógica para el fiscal

El temor a la gente demasiado buena

El Reporte Belmont

Por campañas responsables

¿Quién votó por Trump?

Los Justos

De migrantes y ancestros

La fortaleza del «dizque»

Donaciones aceptables, donaciones inaceptables

Desgraciadas ocurrencias

Ospina y las moscas de cuatro patas

Que no cunda el pánico

Mr. Turnbull y sus predicciones

Peleando contra las soluciones

Ética para la JEP

CIENCIA, TECNOLOGÍA Y (POCO) DESARROLLO

Innovar de verdad

El derecho universal a disfrutar de la ciencia y sus beneficios

La doble hélice

Las regalías y el genio de la lámpara

Genes y memes

Ciencia y derechos humanos

¡Hay que revisar las regalías para ciencia!

Nobel al GPS del cerebro

El fomento al revés

La ciencia en el Plan Nacional de Desarrollo

La punta del iceberg y la casita en el aire

Competitividad es el lema

¿Consonantes o vocales?

La economía de la felicidad

Nobel a enfermedades huérfanas

El mayor avance en la ciencia fue…

La promoción de lo «novedoso nuevo»

Nueva guerra contra los genéricos

El pasto del vecino es más rojo

La innovación y el elogio del riesgo

Nobel al reciclaje

La ciencia también predice

Predecir el pasado

En defensa de las redes

El sesgo de negatividad

Dos tremendas bromas

Locomotora con motor de moto

Editando genes

Inteligencia artificial y ¿moral artificial?

INSTITUCIÓN Y FORMACIÓN

Las top de Taiwán

Escogiendo modelo

Igualdad de oportunidades

Educación superior: ¿política o ley?

Academia de Ciencias

Los institutos nacionales de investigación

¿Quo vadis, Colciencias?

El parto de los montes

Autonomía universitaria: por qué sí

Becas, gestos y políticas

La democracia universitaria

¿Qué mide el MIDE?

¿El fin de las ciencias sociales?

Gratuidad y privatización de la calidad

Erase una vez el INEA

La CIB al borde del precipicio

Maloka

Las regalías van mal

Los cien años del INS

Regalías sin ciencia

El documento Conpes que nunca fue

Llamado a los candidatos

Asesores científicos en política

Las cifras de la universidad

¿Educación pertinente?

La Universidad Nacional de Colombia: 150 años

La renuncia de Manuel Ancízar

VERDADES Y DENUNCIA DE LAS FALSEDADES

Estadística, en vos confiamos

Cultivos transgénicos: ni Frankenstein, ni demonio

Horóscopos

El cromosoma sintético

Indicadores complacientes

Mijo, tranquilo, cómase la mazorca

¿Hay comunicación entre la moral y la ciencia?

«Que inventen ellos»

Profetizando

¿Quién quiere un BMW?

El olvidado servidor público

Actualizar lo ancestral

¿Qué pasaría si…?

Sobre expertos, modas y tendencias

Natural, normal y diverso

Ganar el plebiscito sin perder la paz

El mundo sin nosotros

Fantasmas en el Capitolio

Cómo leer informes

Ideología de género, ¿realmente?

Hurgando en la sentencia contra Arias

De física y metafísica

Los malos argumentos

Trump versus Roe vs. Wade

Los horóscopos, otra vez

Teodicea, Leibniz y Durán

Jerusalén y la neohistoria de la Unesco

Ñungo vs. Moreno y Quintero

Conspiraciones, indignación y posverdad

Moral atea

El Museo de la Creación

¿De la minería abstente?

Milagros

Homeopatía: el agua con memoria

Consultas y democracia

Mandamientos de un laico

¿Enseñar ética?

Introducción

Este libro reúne algunas de las columnas que he venido escribiendo desde el 2012 para el periódico El Tiempo. Me han preguntado de dónde ha salido la inquietud y el talento (si lo hay) para escribirlas. La pregunta no es trivial. Soy químico, con doctorado en bioquímica, posdoctorado en microbiología y me he dedicado toda la vida a la investigación y la docencia en esos campos. La escritura ha sido, pues, parte de mi actividad profesional. Pero ha sido una escritura muy diferente a la presentada acá. Artículos científicos, tesis e informes. Todos muy técnicos, la inmensa mayoría en inglés, llenos de referencias a trabajos relacionados, en un idioma ininteligible para los no iniciados, repletos de tablas y gráficas que, si bien hacen mucho más claro el mensaje, interrumpen en el texto cualquier estructura semejante a un relato. Es decir, he escrito mucho profesionalmente, pero se trata de una escritura que tiene poco que ver con una columna periodística para el público general.

La extrañeza por esta actividad periodística de quienes conocen mi trabajo deriva, al menos en parte, de un estereotipo equivocado sobre los científicos. La gente a veces imagina que estamos metidos en el laboratorio y ni nos interesa, ni tenemos el tiempo de mirar el mundo que se ve desde la ventana. No es cierto en muchos casos. Gran parte de quienes trabajan en ciencia tienen la preocupación permanente por el impacto que su trabajo alcance en la sociedad. Los que educan estudiantes desde el pregrado hasta el doctorado se preguntan cómo prepararlos a conciencia. A pesar de que trabaje en las ciencias naturales, un investigador y profesor consciente no puede dejar de ser también un investigador social y en cierta forma un humanista. Conozco pocos que no sean buenos y dedicados lectores.

El problema de falta de tiempo es real y seguramente es una de las causas para que no haya más científicos escribiendo novelas, ensayos y columnas. Yo lo intenté a ratos durante mi vida profesional, cuando sucedía algo que me parecía importante o urgente que la gente supiera y que pasaba desapercibido en la prensa general. Hice algunas contribuciones al excelente fascículo semanal que eran las Lecturas Dominicales de El Tiempo. Entre ellas recuerdo como ejemplos la celebración por el cincuentenario de la doble hélice del ADN, en la que traté de explicar por qué la descripción química de una molécula era una extraordinaria revolución científica. Escribí una nota necrológica sobre Salvador Luria explicando el significado de su trabajo pionero en microbiología y genética. En otra ocasión analicé la sociedad compleja de los «topos desnudos», mamíferos que se comportan socialmente en forma parecida a las hormigas. Describí unas moléculas maravillosas, los «buckmunsterfullerenos», cuando se dio el premio Nobel por su descubrimiento y por la elucidación de su estructura (que por cierto se le deben a un químico y a un arquitecto —el nombre es en honor al arquitecto—). En alguna ocasión traté de explicar, usando la evolución, la necesidad de un sistema nacional de ciencia diverso y libre. Un artículo de ese tipo sobre las vacunas y los «anti-vaxxers», publicado en la revista El Malpensante, mereció (muy sorpresivamente para mí) un premio Simón Bolívar al periodismo analítico.

Durante el tiempo en el que desarrollé mi actividad profesional, asumí de vez en cuando responsabilidades de dirección y de liderazgo. Una primera fue la dirección general del Instituto Nacional de Salud y otra la rectoría de la Universidad Nacional de Colombia. En las dos ocasiones me encontré en medio de debates políticos que involucraban a la institución que dirigía y a sus funciones sociales. La participación en ellos era importante; más aún, era un deber. La forma que encontré más apropiada fue la de la columna periodística. Con ella podía aportar ideas y llegar a un público interesado más amplio que al que se llegaba en reuniones cerradas, a las que por lo general asistían quienes estaban de antemano de acuerdo con uno.

Es decir, en todas las ocasiones que acabo de describir, me tocó pasar de la escritura técnica y de un idioma rigurosamente preciso, a veces casi un dialecto de gremio para un grupo de colegas expertos, a un lenguaje sencillo y claro para cualquier lector y que ojalá fuera lo suficientemente interesante como para mantenerlo leyendo hasta el final de la columna.

Conservé algunos rasgos, que posiblemente son una deformación profesional, pero que yo me hago la ilusión de poder llamar estilo. Espero haber trasladado a este campo el principio del ahorro de palabras. Una idea debe expresarse con el mínimo de palabras que la hagan transparente y sin ambigüedades. (Eso lo dijo Einstein hace tiempo: «Todo debe simplificarse cuanto sea posible, pero no más que eso»). No fue difícil viniendo de donde vengo disminuir los adjetivos al máximo y tratar de limitar las conclusiones y los juicios a los permitidos por las reglas de la lógica y derivados de hechos demostrables. Además he tratado de mantenerme fiel a algunos principios. Uno es que si dan la oportunidad de expresarse hay que decir algo, no simplemente hilar palabras. Otro, que analizar y controvertir ideas es una tarea tan importante que no se debe malgastar esfuerzos insultando a quien las propone.

Las lecturas que he hecho a lo largo de la vida y las que hago hoy en libros generales, así como en revistas científicas, me sugieren temas que pueden ser interesantes, dar luz sobre un problema actual o, a veces, sobre un problema eterno pero siempre inquietante. La lectura del periódico me da algo de visión de actualidad. La lectura de los mensajes en las redes sociales me deja ver las percepciones de la gente. Trato de no dejarme envenenar. Espero mantenerme crítico ante lo que me parezca falso o incorrecto, sin dejarme seducir por la cómoda aprobación que acompaña a quien repite lo popularmente aceptado, aunque no sea cierto.

GENTES Y MAÑAS

El arte de tener siempre la razón

Schopenhauer es un filósofo interesante. Fue famoso por tener una personalidad desagradable y malhumorada, de un pesimismo abismal («este es el peor de los mundos posibles»), por sus afirmaciones misóginas y antisemitas, y por su gran desprecio (a veces no del todo injustificado) hacia otros filósofos contemporáneos. De Hegel decía que escribía palabras y dejaba a sus lectores la tarea de introducir algún significado en ellas. (Tal vez por eso sus clases estaban vacías y las de Hegel llenas: la gente tiende a estar de acuerdo consigo misma.) Pero sus escritos son muy claros, con un estilo ligero y atienden a problemas que se sienten aún hoy actuales.

Hace poco, inducido por la tristeza que producen argumentaciones que se leen en la prensa y en Twitter, releí uno de sus libros menos conocidos, que quedó inconcluso y que no publicó en vida. No sé siquiera si puede llamarse libro por su brevedad y formato. Se trata de El arte de tener siempre la razón: 38 maneras de ganar una discusión. El libro tiene el mismo tono sarcástico, con fondo serio, del título.

Plantea Schopenhauer que la «dialéctica controversial» o la «dialéctica erística» es el arte de disputar para que prevalezca la posición propia, independientemente de si es cierta o errada. Es la rama del conocimiento que trata sobre la obstinación natural del hombre en quien la egolatría innata se acompaña con locuacidad y deshonestidad. El interés por la verdad cede al de la vanidad. Lo que es verdadero se hace ver como falso y al contrario. Esa dialéctica es una esgrima intelectual a la que los hombres acuden cuando se dan cuenta de que no tienen la razón y tiene entre sus antecesores a Aristóteles con su afirmación de que la retórica y la dialéctica son el arte de lograr una apariencia de verdad.

La relación que Schopenhauer describe entre la lógica y la dialéctica nos recuerda hoy la diferencia entre un buen periodista y un publicista. El primero busca ilustrar a su público con verdad y se esfuerza en encontrarla con los instrumentos de su profesión; el segundo tiene como objetivo convencer, comprometido de antemano con un resultado.

Las 38 estrategias son actuales. Mencionaré algunas de ellas, pues no podría hacerlo con todas en este breve espacio:

La estrategia 1 dice: «Lleve la proposición más allá de sus límites para mostrarla absurda». (Argumentar, por ejemplo, que la aprobación del matrimonio entre homosexuales destruiría la familia.) La número 12 recomienda «escoger metáforas favorables a su proposición». De ese modo resulta fácil atacar a todos los miembros de un grupo político comparándolos con Alí Babá y los cuarenta ladrones. La estrategia 14 llama a «reclamar victoria aunque sea derrota». Recordemos por ejemplo las proclamas triunfalistas en la reciente marcha por la paz tanto de quienes la apoyaban como de quienes se oponían.

La estrategia 19 nos recomienda «generalizar un asunto y luego argumentar contra lo específico para contradecir lo general». En ciencia estamos acostumbrados a que nos echen en cara las consecuencias negativas de una tecnología para concluir que la ciencia es una amenaza para la humanidad.

Son muy usadas la recomendación 16, argumento ad hominem, lo que usted dice no es cierto porque en algún momento usted se equivocó o dijo algo diferente; o la 30, que recomienda «apelar a una autoridad superior», figura que en nuestras discusiones va desde la religión y los textos revelados hasta el concepto técnico de algún experto. Si todo falla, se puede apelar a la estrategia 26, «voltee la mesa», o a la 38, «sea rudo e insultante».

El último libro que encontré sobre estrategias de dialéctica erística es del año 2012 y lista ya 300 falacias muy útiles. No voy a revelar el título ni el autor porque la estrategia 22 de Schopenhauer me enseña a no reconocer nada que pueda beneficiar a un posible oponente.

Un almuerzo en Purdue

No es extraña la reunión de un profesor de pelo blanco y doce estudiantes en el modernísimo edificio de ingeniería a nombre de Neil Armstrong, egresado notable de la universidad de Purdue y primer hombre que pisó la Luna. Lo que sí es especial es que todos hablen castellano y sean colombianos. Uno de ellos, el presidente de la asociación, tiene la camiseta de la selección para ver el partido en pocas horas.

Esa era la escena: un amable almuerzo de trabajo con miembros de la asociación de estudiantes colombianos de Purdue. Hay 53 brillantes muchachos y muchachas colombianos haciendo doctorado en esa universidad pública, una de las mas reconocidas de Estados Unidos, localizada en mitad del Medio Oeste, zona rica en agricultura, pero también en industria, conocimiento y tecnología.

Provienen de varias universidades públicas y privadas de Colombia; sienten que llegaron bien preparados, que son recursivos, con buena capacidad de adaptación y que sus profesores los estiman por eso y por el compromiso con sus carreras académicas. Ninguno tiene dudas de su éxito en el doctorado; el porcentaje de deserción va a ser bajísimo, si no cero. Reconocen como ventajas de sus compañeros graduados de universidades americanas los magníficos laboratorios y estructuras tecnológicas y la flexibilidad de los programas (para mi satisfacción, dos de las jóvenes, provenientes de la Universidad Nacional, se mostraron complacidas con la reforma académica de hace unos años, conducente a ofrecer una flexibilidad parecida).

Apenas tres de los doce presentes tienen beca de Colciencias (la misma proporción que el resto del grupo). Los demás están becados por Purdue que solo exige como contraprestación tener éxito en los estudios y algunas horas al semestre de apoyo docente o de investigación. Todos manifestaron deseos de regresar. Solo los becados por Colombia tienen la obligación y alguna vinculación que hace más posible el retorno.

Les preocupa la discontinuidad en la política de becas de Colciencias. Un grupo de 53 es grande, pero todos tenían la esperanza de que creciera con el convenio de cooperación firmado hace dos años entre Purdue y Colombia.

Personalmente, los agobia la incertidumbre sobre su futuro. No saben si van a tener, en Colombia, oportunidades laborales de acuerdo con su formación. Yo les hablé del recambio generacional en las universidades públicas, y ellos lo ven como una oportunidad, pero han tenido experiencias negativas. Concursos en los cuales resulta difícil participar viviendo en el exterior y perfiles de cargos construidos sin la versatilidad que sus maestros acá les reconocen a ellos. Uno de los presentes intentó inscribirse en una convocatoria y fue descalificado por la exigencia de tres años de experiencia dictando un curso que, con ese nombre, solo se dicta en la universidad convocante. Otro aducía que, con un PhD del segundo mejor laboratorio de nanotecnología del mundo, le resultaba grotesco convencer a otros, con hoja de vida bajo el brazo, de que era capaz de dictar un curso de física para primer semestre de ingeniería.

Muchas de sus preocupaciones son justas y las comparten otros jóvenes colombianos en el exterior. No tenemos en el país un programa para captar a esos talentos. La Red Caldas se extinguió hace años (requería persistencia en esfuerzos e inversiones). No tenemos una red de profesores e investigadores colombianos en el exterior, ni siquiera un directorio actualizado. No hay una red de estudiantes de posgrado. No hay en marcha esfuerzos para crear nuevos centros, institutos y universidades que los absorban y que con su aporte se conviertan en polos de desarrollo.

El país tiene en estos jóvenes inteligentes y esforzados un potencial extraordinario, pero no responde con una política nacional a la altura del reto que es atraerlos.

Prohibido morirse, prohibido infectarse

Hace unos años el alcalde de Cugnaux, un pueblito francés cercano a Toulouse, prohibió morirse. Un año después siguió su ejemplo el alcalde de Sarpourenx, otro pueblo al suroeste de Francia. La penalidad por infringir las ordenanzas contemplaba severas multas. Desconozco si fueron obedecidos y no ha muerto nadie en Cugnaux o Sarpourenx durante los cinco años que han transcurrido desde la expedición de la drástica medida. Tampoco sé si lograron que les otorgaran terrenos para ampliar sus cementerios, en los que no cabía un muerto más.

Como cabía esperar, varios alcaldes colombianos siguieron el ejemplo, entre ellos el de Baranoa, Atlántico. ¡Teníamos que estar en ese selecto grupo de prohibidores! No sorprendieron entonces los titulares recientes que decían que el Consejo de Estado había prohibido las infecciones hospitalarias. Tal vez los periodistas exageraron porque el Consejo se refirió a un caso particular; pero en el fondo la noticia era cierta, pues en sus consideraciones generales los magistrados dictaminaron que «las infecciones hospitalarias son previsibles, no constituyen caso fortuito y no deben presentarse en los pacientes, pues las entidades de salud cuentan con todos los elementos para prevenirlas y tratarlas adecuadamente».

Hay varias equivocaciones en esa afirmación. Posiblemente las infecciones son previsibles desde el punto de vista estadístico, pero no a nivel individual. El nivel de infecciones se puede prever aproximadamente, con ciertas condiciones técnicas y de manejo, pero la infección misma individual depende de muchos factores adicionales como la fortaleza inmunológica del paciente, la agresividad de las bacterias, la duración de las intervenciones, el ambiente cercano y más. Los sistemas hospitalarios americano y europeo (que no son malos ni atrasados) reportan un nivel de infección intrahospitalario de alrededor del 5 por ciento. Eso no quiere decir que los pacientes estén 5 por ciento infectados, sino que de cada cien cinco se enferman. El reporte de Colombia es del 2 por ciento (no sé si se usa el mismo método de medición o si hay subregistro). Aunque menor que el de los países desarrollados, no es ni puede ser cero. Si los magistrados partieran del viejo y querido principio de que «la realidad también existe», estos hechos generarían dudas sobre la previsibilidad del evento y la capacidad de las entidades para prevenirlo.

Otro error grande, derivado del anterior, es considerar como responsable de la infección al médico o a la institución. La responsabilidad de estos actores está en el procedimiento, no en los resultados (que, como mencioné, dependen de circunstancias a veces no controlables). Es decir, el médico tiene que actuar correctamente según los conocimientos y las normas actuales. Si no lo hace así, será culpable de mala práctica. Pero no puede atribuírsele responsabilidad si cumple con esas condiciones y el paciente se infecta. Es importante entender que ese profesional actúa con base en los conocimientos y en la tecnología disponibles en el momento. Hace doscientos años tal vez habría traído al barbero para hacer una sangría, dentro de cien seguramente las intervenciones no serán invasivas; tal vez haya vacunas o remedios contra todo, o ambientes totalmente asépticos.

Entiendo que las sentencias no consideran consecuencias derivadas de ellas, pero esta —en lugar de medicina preventiva— va a impulsar una «medicina prevenida», en la que se trate de reducir más el riesgo de las demandas que el de las infecciones. Temo también que, como en el caso de los muertos desobedientes, los magistrados se encontrarán acá con bacterias que, además de a los antibióticos, son resistentes a las sentencias.

Tenza

Tenza es un pueblito boyacense poco visitado. Queda en medio del valle de su nombre. No estoy seguro por qué lo llaman valle. Imagino que los geógrafos debieron decidir entre valle estrecho o cañón amplio. Se entra por Machetá en Cundinamarca (obligatorio probar las arepas a la laja) y se llega serpenteando a Guateque en Boyacá, la tierra del presidente Enrique Olaya Herrera. A muy pocos kilómetros está Sutatenza, donde nació en 1947 la red de escuelas radiofónicas de Radio Sutatenza, un avance profético de la educación a distancia, que hoy está tan de moda, al menos en los discursos.

Más adelante se llega a Tenza y —para quien no la conoce— a una sorpresa. Un pueblo colonial campesino, de casas blancas, muchas construidas en tapia pisada y en bareque, con puertas y ventanas verdes y tejas de barro cocido, en medio de un paisaje de montañas apiladas y cielo muy azul. Tenza fue fundada casi un año antes que Bogotá, pero no debe tener más de seis mil habitantes. Su parque central es uno de los más hermosos de Boyacá, lo que equivale a decir de Colombia.

El Bolívar no está en el centro del parque. Vigila desde la esquina noroccidental a un obelisco central en el que están grabados en piedra algo más de cincuenta nombres de héroes de la campaña libertadora. Fue una revelación descubrir que los héroes míticos de quienes nos hablaron en las clases de historia tenían los mismos nombres y apellidos del tendero, del carpintero, del electricista y de la maestra. Muchos años después leí en Bogotá, en el monumento a los Héroes Caídos en Combate, la frase: «Los nombres de estos valientes los conoce Dios». Una excusa débil por no conocerlos nosotros; los tenzanos sí saben quiénes fueron.

Diagonal a la plaza hay una viga en el andén, donde se sientan los vecinos a conversar y ver pasar. En una época se sentaban los clientes de la tienda de María de los Ángeles Ávila, quien fuera fusilada en ese mismo lugar el año de 1817 por auxiliar a los patriotas de Casanare. Más adelante otra placa señala el lugar en el que la familia Buitrago Roa le ofreció un baile de gala al Libertador.

Estuve visitando este pueblo ocasionalmente por cerca de treinta años, alojándome en un agradable hotel construido por la Corporación Nacional de Turismo y mantenido con tesón. Ahora decidí ponerme serio y pasar allá temporadas largas y frecuentes. Por serio me tocó cambiar mi pequeño carro urbano por un campero, pues el acceso a Tenza es singularmente difícil. Es un caso clásico en el que las carreteras, testimonio de abandono, no comunican sino que aíslan.

Con todo, el mayor atractivo es la gente. Un pueblo de artesanos (que tejen hermosos canastos) y campesinos. El interés por el estudio es sorprendente y los ejemplos de tenzanos exitosos son innumerables. El colegio público, dirigido por religiosas, debe estar haciendo las cosas bien: se encuentra uno con la señora que va a vender una parcela para que su hija estudie filología, la administradora de la droguería con dos hijas ingenieras y una veterinaria, el artesano con un hijo psicólogo, el cerrajero con dos hijos químicos, la secretaria del colegio con hija médica y más. Muchos de esos jóvenes se van, hay pocos horizontes profesionales para ellos en el pueblo. Algunos se quedan o vuelven; el alcalde es ingeniero de petróleos y tiene un secretario de cultura muy joven que es abogado e historiador. En la calle se puede conversar con quien fuera párroco de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia en Tunja, dedicado en su jubilación a estudios de historia.

En Tenza predomina el grupo de los esforzados sobre el de los indignados. Tal vez cuando en la gran ciudad nos pase la moda imperante, vuelvan a ser apreciadas, como allá, la modestia, la tranquilidad y el respeto al otro.

Sobre consensos y mínimos

Algunas «verdades» se establecen y son aceptadas por la gente de forma acrítica. Cada vez son más frecuentes las opiniones sin información, opiniones preconstituidas, que se defienden contra la información misma y que subsisten a pesar de las evidencias en contra. Es sorprendente encontrar a académicos ilustres haciendo maromas intelectuales para construir (a posteriori) una justificación a posiciones asumidas automáticamente.

Una de esas posiciones automáticas, políticamente correctas y de moda, sobre todo en estos tiempos de gran actividad proselitista, se refiere a la necesidad de que la sociedad decida siempre por consensos. El Gobierno y el Congreso justifican el fracaso de las reformas de la educación superior, salud y justicia por la ausencia de consensos. Se estableció el mito de que si no hay consenso no hay democracia.

Si ingenuamente nos preguntáramos el por qué de esas afirmaciones, no encontraríamos una buena respuesta. Por el contrario, el filósofo político Giovanni Sartori afirmaba que la democracia es maximizada y enriquecida por el conflicto entendido como disenso.

Los consensos en su esencia apuntan a acuerdos sobre mínimos, sobre aquellas premisas en las cuales se puede lograr la aprobación de grupos diversos que tienen, por otro lado, serios y grandes desacuerdos. En tanto más diversas y complejas sean esas sociedades y sus problemas, más insignificante será el mínimo sobre el cual se logre consensuar.

Imaginemos un intento de consenso en la sociedad francesa del siglo XVIII, antes de la revolución. Del lema «libertad, igualdad y fraternidad» el grupo monárquico hubiera rechazado como inadmisible ese asunto de la igualdad, mientras que la libertad de los jacobinos no hubiera incluido a los nobles candidatos a la guillotina. Tal vez se hubieran tranzado unos y otros por aceptar la fraternidad. Al fin y al cabo todos eran «hijos de Dios». Me temo que un movimiento con el lema de «fraternidad» no hubiera tenido el impacto que tuvo la Revolución Francesa en la construcción de las repúblicas y democracias americanas.

Los consensos sobre principios fundamentales por lo general no son posibles ni deseables. ¿Cómo lograr un consenso útil entre posiciones antagónicas sobre la posesión de los medios de producción o sobre el papel de la religión en el Estado? El único consenso absolutamente indispensable es uno operativo, sobre las reglas de juego, y que define que las decisiones, en una sociedad democrática, se toman por mayoría y se aceptan por todos. Las democracias se han instalado históricamente sobre sociedades con culturas políticas e intereses diversos. Los consensos amplios y los apoyos unánimes o del 99 por ciento solo se dan en las dictaduras o en sociedades aburridoramente homogéneas, que yo no conozco ni imagino.

Se ha hecho muy popular la creencia de que la democracia participativa se basa en consensos. No creo que sea así. La participación debe basarse en la capacidad de expresar ideas y propuestas y de argumentar por ellas, con la certeza de que serán escuchadas con atención y juzgadas por su solidez, por su justicia, por la verdad que encierran y por su capacidad de resolver problemas. La tarea de las minorías es convertirse en mayorías o convencerlas, con razones, de la bondad de sus propuestas. La de las mayorías es tener éxito para lograr continuidad en el apoyo de la gente, y eso se logra respetando a las minorías y recogiendo sus buenas ideas.

No pretendo decir que nunca se debe llegar a acuerdos. Lo que sostengo es que en una sociedad ilustrada y democrática con frecuencia es mucho más productivo un disenso que se resuelve con una amplia discusión y por la decisión de la mayoría, que un consenso inane sobre mínimos.

Peleas de ecólogos y tecnólogos

Hace años que algunos defensores de la ecología y otros de la tecnología vienen enfrascados en una feroz pugna. Recientemente la revista Edge le preguntó a algunos futurólogos cuáles eran los problemas que más les preocupaban. Paul Saffo, profesor de Stanford, se refirió a esa pelea llamándola, irrespetuosamente, la pelea de los druidas contra los ingenieros. En su descripción los druidas sueñan con el pasado y quieren regresar a él; los ingenieros corren desbocados hacia un futuro incierto. Los druidas cuando manejan solo usan el freno; los ingenieros, el acelerador. Obviamente, mientras los unos corren el riesgo de quedarse quietos, los otros pueden estrellarse.

El problema detrás de esa pelea es el más grave que enfrentamos: en el año 2050 el mundo estará habitado por 9 500 millones de personas. Del año 500 a. C. al 1500, en dos mil años, la población de humanos pasó de 200 a 450 millones. De 1950 a 2050, en cien años, habrá crecido en 7 000 millones. Además, nos hemos hecho «acompañar» por 1 800 millones de vacas y 18 000 millones de pollos, entre otros. Los humanos modernos consumimos más alimentos que los antiguos; en China, en treinta años, se pasó de un consumo de dos mil kilocalorías diarias por persona a tres mil. El impacto en la tierra para mantener esa población creciendo y comiendo más ha sido inmenso.

¿A quién echarle la culpa? Posiblemente a la naturaleza que creó al hombre con la urgencia de multiplicarse y comer, y a su tecnología que hizo que eso fuera posible. El hombre, como cualquier animal, vivió durante miles de años en un equilibrio de presa-predador con otras especies. El equilibrio se rompió con dos hechos derivados del desarrollo de su inteligencia: pudo escapar de los predadores y ser más eficiente cazando sus presas, y además domesticó plantas y animales que lo hicieron independiente de la caza. Con eso, paradójicamente, se convirtió en el depredador mayor.

La tecnología moderna le permitió romper otras fronteras. A principios del siglo XX un granjero americano alimentaba a 8 personas, hoy con menos esfuerzo alimenta a 150. No parece posible echar reversa como quisieran algunos. Para mantener la población prevista para el 2050, con las agriculturas tradicionales, necesitaríamos unos 2,5 planetas totalmente sembrados, y si le agregamos ganadería necesitaríamos 13. Pero si bien no es posible retroceder, tampoco podemos «consumir» el planeta.

La única forma de evitar la deforestación, la invasión de páramos y el avance de la frontera agrícola es aumentando la eficiencia de los cultivos actuales y habilitando zonas desérticas. La contaminación por abonos se podrá evitar con plantas que capten el nitrógeno de la atmósfera; la contaminación con plaguicidas, con plantas resistentes a las plagas. La producción de gases invernadero se disminuirá con energía alternativa no contaminante (así como la producción de los gases que generaron el hueco de ozono se resolvió con nuevos gases, no prohibiendo las neveras). La transformación de residuos y el aprovechamiento de recursos debe lograr nuevas dimensiones. No hay que asustarse, por ejemplo, ante la perspectiva de fábricas de hamburguesas cuya carne provenga de cultivos celulares y no de vacas, con inmenso ahorro de tierras y de agua.

El caso del ecólogo y del tecnólogo no es el de dos luchadores a campo abierto, sino el de dos náufragos que comparten la misma lancha. Si nadie piensa en una reducción súbita de la población (espero que no se considere), la salida es más tecnología responsable. Tecnología dirigida a resolver las necesidades de la humanidad, pero limitando y recuperando los daños que en su crecimiento desaforado le ha generado al medio ambiente.

Fuentes de ignorancia

Hace años, cuando leí por primera vez Conjeturas y refutaciones, de Karl Popper, me extrañó el título de su primer capítulo: «Sobre las fuentes del conocimiento y de la ignorancia». Se entiende que haya fuentes para el conocimiento, pero siendo la ignorancia ausencia de conocimiento, ¿cómo concebir la fuente de una ausencia? Las explicaciones de Popper son magistrales y convincentes. Yo simplificaré planteando que la principal fuente de la ignorancia es la certeza. Certeza de unas supuestas verdades, provenientes de alguna autoridad, y por ello irrefutables.

Esas certezas tienen varios orígenes. Un primer grupo se deriva de creencias religiosas y de los libros que las sustentan. Es cierto que para muchas personas la religión es una experiencia espiritual y los textos son relatos simbólicos. Pero para la mayoría, para miles de millones de personas en el mundo, su propia religión es una verdad incontrovertible que durante toda la historia de la humanidad ha sido defendida con guerras, con ejecución de herejes y con prohibición de nuevas ideas.

Otro grupo de certezas se deriva de diversos mitos. Unos, que yo llamaría de gran calibre, refuerzan sentimientos íntimos, comunes a casi todos los humanos y que posiblemente están impresos por la evolución en su naturaleza. Ejemplos de esto son el horror al incesto y al canibalismo, el amor a los niños y el respeto a los ancianos. Por eso tal vez los mitos que los refuerzan son dramáticos, como el de Edipo que se arranca los ojos después de haber cometido incesto con su madre, o el horroroso de Cronos comiéndose a sus hijos.

Hay otros mitos, también de alto calibre, que se derivan de la perplejidad y el temor ante fenómenos físicos y biológicos que no se entienden. Estos, muy cercanos a las religiones, inventan cosmogonías y cosmologías que, sabemos con seguridad, están indefectiblemente equivocadas. Dan respuestas al temor a la muerte, con consuelos y con amenazas. Los hopi buenos llegan a una gran pradera con caza abundante; los malos, al «país de dos corazones», que es un desierto.

La ciencia moderna —que se basa en la duda sistemática y el irrespeto a la autoridad— es un conjunto de hipótesis y teorías, confrontadas con pruebas rigurosas, en una búsqueda que nunca terminará. Algunas de ellas tienen tal fortaleza que podemos asumirlas como hechos: el universo es muy extenso y tiene unos 14 000 millones de años, la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol, el hombre no fue creado de arena como dice la Biblia, ni la mujer de una costilla; tampoco de dos árboles, como dicen los eddas de los noruegos, ni de tallas de madera, como creen los sioux. Somos el fruto de la evolución de la vida en la Tierra que se ha dado durante unos cinco mil millones de años.

Fuente importante y cotidiana de la ignorancia son algunos mitos que yo llamaría light. Estos son las supersticiones y creencias populares, que nunca son confrontadas con la realidad y que determinan el comportamiento de mucha gente. Nadie que crea que es mala suerte pasar debajo de una escalera lo va a hacer tantas veces como para tener una demostración estadísticamente válida. Quien cree que «si el río suena, piedras lleva», será un muy mal juez y un horrible político.

John F. Kennedy dijo en alguna ocasión que «el gran enemigo de la verdad no es la mentira deliberada y deshonesta sino el mito, persuasivo, persistente e irreal. La creencia en mitos permite el confort de la opinión sin la incomodidad del pensamiento». Creo que tenía toda la razón. El lema tan repetido de que vivimos en una sociedad del conocimiento quiere decir también que las decisiones que se toman con base en el conocimiento son mejores que las que se toman por pura ignorancia.

En busca de preocupaciones

Mi padre era un pesimista serio y profesional. No como esos jóvenes aficionados que se pasean hoy por Twitter con mensajes mediocremente sombríos. Él sabía que las cosas estaban mal y que empeoraban. A veces lo sorprendíamos pensando que algo muy malo debía estar pasando porque no pasaba nada. Eran épocas en las que las preocupaciones podían agotarse, al menos por momentos.

Hoy los pesimistas la tienen más fácil. Hay una inagotable información sobre oportunidades para preocuparse. Una excelente la proporciona la revista virtual Edge. Escriben en ella intelectuales de primera línea. Cada año responden a una pregunta clave. La del año 2013 fue: ¿De qué debemos preocuparnos?

Inicia el psicólogo evolutivo Steven Pinker planteando que la mayoría de los temores en los humanos surge ante lo desconocido. Pero hay desconocidos conocidos y desconocidos que no conocemos. Sugiere ocuparse de los primeros, ya que de los otros poco podemos aportar sin saber cuáles son. Consciente de que él no puede con todos, decide escoger algunos. Como ya hay mucha gente preocupada por el cambio climático, por los drones en la guerra y por posibles accidentes o actos de terrorismo nuclear, decide preocuparse por asuntos más psicológicos como el espantoso efecto que en la humanidad tienen los líderes narcisistas, el excluyente grupismo tribu-religión, la certeza moralista de algunos desalmados y las ideologías utópicas.

El arqueólogo Timothy Taylor se preocupa por el Armagedón, pero desde un punto de vista diferente al que podría adivinar el lector. Relata cómo un domingo unos misioneros de alguna secta proselitista le preguntaron si era optimista. A su entusiasta afirmación, respondieron con sincera conmiseración y algo de desprecio. ¿No había escuchado que se viene el juicio final? Entonces entendió que hay que preocuparse por el Armagedón, pero no como preludio del fin del mundo, sino como signo del florecimiento creciente de ideas insensatas, a pesar del acceso, sin precedentes, que tiene hoy la gente al conocimiento científico. La ignorancia es fácil, la ciencia es demandante, no hay que subestimar a los enemigos de la ciencia. Como ejemplo, menciona al conocido y cruel Boko Haram (que traduce «los libros están prohibidos»).

El escritor Matt Ridley declara su gran preocupación por la superstición moderna y por la cantidad de tiempo y energía que las personas racionales tienen que invertir refutando falsas razones de preocupación. Le preocupan, además de las ideologías anticientíficas, la gente que genera en los demás preocupaciones injustificadas.

Internet es, por supuesto, un tema recurrente. El filósofo Daniel C. Dennett comenta que hace veinte años le preocupaba mucho. Pensaba que podía ser un peligro para la independencia, un disruptor u homogenizador cultural, un factor que aumentara la brecha en el acceso al conocimiento entre ricos y pobres. Hoy reconoce que se equivocó y que por el contrario internet y las redes derivadas de él son un factor democratizador en la sociedad moderna. Pero ahora le surgió la preocupación contraria: ¿qué pasaría si un ataque terrorista nos dejara sin internet por unas dos semanas? Los hospitales dejarían de funcionar, aviones, buses y trenes se paralizarían, el dinero se esfumaría de las cuentas en los bancos, en fin, catástrofe mundial.

Así más de 150 artículos diferentes. Un último grupo se preocupa mucho porque la gente se preocupa en exceso. Me recordaron al pediatra de mi hijo. Cuando, como padres primíparos, lo llamábamos en pánico para describirle síntomas reales o imaginarios, nos contestaba con su fuerte acento mexicano: «De eso no nos vamos a preocupar; nos preocuparemos cuando nos dé diarrea».

Balanzas de dos platillos

Cuando estudiaba química en la universidad, usábamos unas bellísimas balanzas de dos platillos. Eran aparatos muy simples en su concepción, pero sofisticados y delicados en su construcción. Con las de uso corriente lográbamos una precisión de cuatro decimales, es decir, de una décima de miligramo. Para pesar en ella se usaban unos contrapesos estándar, bien calibrados, que había que poner en uno de los dos platillos hasta que se lograba el equilibrio con el objeto que se pesaba en el otro. Aparecieron después nuevas balanzas de un solo platillo, con sensibilidades parecidas y a veces mejores, que en lugar del contrapeso usan resortes mecánicos, ópticos, electromagnéticos o de cualquier otra clase, pero no visibles, ocultos en el aparato.

Añoro las balanzas de dos platillos. No pretendo que haya una relación de causa-efecto entre su traslado al museo y el fortalecimiento de los dogmatismos y fundamentalismos en nuestra sociedad. Sin embargo, hay una analogía y algo de simbólico en ese cambio de dos platillos en equilibrio por un platillo único.

Para quienes son sensibles a las implicaciones éticas que tienen los actos de individuos y de grupos, esa nostalgia mía debe tener sentido. La ética aplicada, la que deberíamos usar cotidianamente, es esencialmente una ética de dos platillos. En la vida diaria rara vez se acude a reflexiones filosóficas fundamentales, pero sí se enfrentan dilemas con frecuencia. Hay que decidir por la más correcta entre dos soluciones posibles a un problema.

Sin embargo, pareciera que se impone, acá y en todo el mundo, la práctica de tomar decisiones usando balanzas de un solo platillo. Las reflexiones éticas, que podrían enriquecer y orientar las decisiones en la sociedad, son reemplazadas por declaraciones grandilocuentes unilaterales. El diálogo social dejó de serlo y se reemplaza en muchos ámbitos (una miradita al Congreso) por discursos que en el mejor de los casos solo oye quien los pronuncia. Son totalmente inútiles; no convencen a los unos porque ya piensan así, ni a los otros, que creen firmemente lo contrario. Un ejemplo es el proceso de reconciliación en el que estamos incursos. No cualquier duda sobre él hace a las personas enemigas de la paz, así como las certezas no las hacen amigas del terrorismo.

No solo caemos en esa visión en problemas políticos, sino que la extendemos a la vida privada. Lo que llaman moral (que en su uso cotidiano pareciera tener que ver siempre con el sexo) se maneja todavía en nuestra sociedad con base en lo que dice un libro escrito hace mucho tiempo, y en una sociedad diferente a la nuestra. Esa visión «monoplatillar» ha producido mucha infelicidad, ha inducido al suicidio y al crimen (como vimos recientemente con el joven Sergio Urrego, acosado en su colegio por homosexual). En otros lugares vemos cómo se cortan cabezas que sobresalen por encima de una cota, o que apuntan en dirección diferente a la que dice otro libro (y no me refiero a la reina de corazones de Alicia en el País de las Maravillas).

Un corolario de la ética de un platillo es la convicción (incluso en gente buena) de que las decisiones tienen un costo ético, pero las abstenciones no. Así les resulta fácil hacer llamados, por ejemplo, a abstenerse de vacunar por alguna duda (que nunca podrá dejar de existir). No les parece que eso implique responsabilidad de su parte en graves consecuencias futuras. Como si los responsables fueran los que deciden, mientras que los que se abstienen quedan libres de culpa.

No creo que el regreso a las balanzas de dos platillos disminuya la intolerancia en el mundo. Pero no estaría mal usarlas como símbolo de ecuanimidad, de equilibrio y de disposición a escuchar las razones del otro.