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La tragedia,

los griegos y nosotros

turner noema

La tragedia,

los griegos y nosotros

simon critchley

traducción de Daniel López González

Título:

La tragedia, los griegos y nosotros

© Simon Critchley, 2020

Edición original:

Tragedy, the Greeks, and Us, Profile Books, 2019

De esta edición:

© Turner Publicaciones SL, 2020

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: febrero de 2020

De la traducción:

© Daniel López González, 2020

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Máscaras de mármol de la Grecia antigua, 123RF

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial

ISBN: 978-84-17866-87-7

DL: M-3311-2020

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

Pero ni era de profundos pensamientos, ni nada.

Era un hombre corriente, ridículo.

Había tomado un nombre griego y como los griegos se había vestido.

Había aprendido más o menos a conducirse como los griegos;

y temblaba su alma no fuera a echar casualmente

a perder la excelente impresión que causaba

por hablar griego con tremendos barbarismos,

y fueran a burlarse de él los alejandrinos,

como tienen por costumbre, los muy siniestros.

Por eso a unas pocas palabras se ceñía,

prestando atención, temeroso, a los casos y al acento;

y no poco sufría con las conversaciones

que en su interior llevaba acumuladas.

c. cavafis, “soberano de libia occidental”1

1 CAVAFIS, C. P. (1991): Poesía completa, Pedro Bádenas de la Peña (trad.), Madrid, Alianza, p. 157.

índice

Primera parte. Introducción

i alimentando a los clásicos con nuestra propia sangre

ii la tragedia de la filosofía y el peligroso ‘quizá’

iii saber y no saber a la vez: cómo edipo hace realidad su destino

iv la ira, el dolor y la guerra

v gorgias: la tragedia es una argucia que hace más sabios a los crédulos que a los incrédulos

vi la justicia como conflicto (a causa del politeísmo)

vii la tragedia como forma dialéctica de la experiencia

Segunda parte. Tragedia

viii la tragedia como invención o la invención de la tragedia: doce tesis

ix una crítica de los griegos exóticos

x una lectura de Mito y tragedia en la grecia antigua de vernant y vidal-naquet

xi la ambigüedad moral en ‘los siete contra tebas’ y ‘las suplicantes’ de esquilo

xii la tragedia, el travestismo y lo ‘queer’

xiii polifonía

xiv ¡los dioses! la tragedia y los límites de las demandas de autonomía y autosuficiencia

xv una crítica de la psicología moral y del proyecto de la integración psíquica

xvi el problema de la generalización de lo trágico

xvii hegel bueno, hegel malo

xviii a vueltas con el teatro desde la filosofía

xix contra cierto estilo de filosofía

xx una introducción a los sofistas

xxi gorgianismo

xxii el no-ser

xxiii no tengo nada que decir y lo estoy diciendo

xxiv helena es inocente

xxv tragedia y sofística. el caso de las troyanas de eurípides

xxvi racionalidad y fuerza

xxvii el sofista de platón

xxviii fedro’, un éxito filosófico

xxiv gorgias’, un fracaso filosófico

Cuarta parte. Platón

xxx el estilo indirecto

xxxi la ciudad ideal

xxxii estar muerto no es algo tan terrible

xxxiii la economía moral de la ‘mímesis’

xxxiv formas políticas y exceso demoníaco

xxxv ¿qué es la ‘mímesis’?

xxxvi la filosofía como regulación del afecto

xxxvii el antídoto para combatir nuestro amor innato a la poesía

xxxviii las recompensas de la virtud o qué ocurre cuando morimos

Quinta parte. Aristóteles

xxxix ¿qué es la catarsis para aristóteles?

xl muy desoladora

xli recreación

xlii mímesis apraxeos’

xliii el nacimiento de la tragedia (y de la comedia)

xliv la felicidad y la infelicidad consisten en la acción

xlv ¿simple o doble?

xlvi eurípides, el más trágico de todos los poetas

xlvii lo monstruoso, o aristóteles y su rotulador

xlviii la anomalía de esclavos y mujeres

xlix irrupciones mecánicas

l la divinidad siempre encuentra el camino de lo inimaginable

li el error de reconocimiento en eurípides

lii el maquillaje corrido

liii el teatro del malestar de sófocles

liv la representación vulgar y la inferioridad de la épica

lv ¿es aristóteles ‘realmente’ más generoso con la tragedia que platón?

lvi el segundo libro de la ‘poética’: aristóteles sobre la comedia

lvii inconcebiblemente atormentado: contra la catarsis homeopática

lviii aristófanes se queda dormido

lix make atenas great again

Sexta parte. Conclusión

lx la maldición transgeneracional

lxi vitalidad

agradecimientos. por qué fue tan difícil escribir este libro (y gracias)

bibliografía

PRIMERA PARTE

INTRODUCCIÓN

i

ALIMENTANDO A LOS CLÁSICOS CON NUESTRA PROPIA SANGRE

La tragedia revela lo perecedero, lo frágil, lo pausado que hay en nosotros. En un mundo caracterizado por el ritmo frenético y por la aceleración constante de los flujos de información –que tan solo nos lleva a la amnesia y a la sed insaciable del futuro inmediato, presuntamente asegurado por el culto a los protésicos dioses de la tecnología–, la tragedia es un modo de echar el freno de mano.

La tragedia ralentiza las cosas y nos confronta con lo que no sabemos de nosotros mismos: una fuerza desconocida que tiene consecuencias violentas en nosotros día a día e incluso minuto a minuto. Tal es la a menudo terrorífica presencia de un pasado que intentamos negar pero que siempre termina venciéndonos, aunque solo sea por nuestra condición de mortales. Podemos llegar a pensar que hemos superado el pasado, pero el pasado no nos ha superado a nosotros. Con sus repentinos giros de la fortuna y su furioso reconocimiento de la verdad de nuestros orígenes, la tragedia nos enfrenta con lo que no sabemos de nosotros, pero que, a fin de cuentas, determina lo que somos. La tragedia raja las vestiduras de nuestro ser, nos recuerda todas las engañifas y trampas para bobos que el pasado nos tiende y en las que nosotros tropezamos ciegamente, inmersos como estamos en una imparable huida hacia delante. Es lo que los antiguos denominaron “destino” y requiere de nuestra complicidad para llevarse a término.

No obstante, un estudio detallado de la tragedia no tiene por qué conducirnos a cierto sentido desesperado de la vida o a una suerte de resignación moral (como pensó Schopenhauer). Más bien, en mi opinión, nos proporciona un profundo sentido del yo en su intrínseca dependencia de los otros. Se trata de exponer la vulnerabilidad del yo con respecto a las conocidas y familiares relaciones de parentesco (aunque algunas veces parezca que, como en el caso de Edipo, no sepamos quiénes son nuestros padres; o tal vez sí, pero no tenemos ni idea de quiénes son realmente). Uno de los rasgos más enigmáticos y sobresalientes de la tragedia es su constante negociación con el otro, especialmente con el otro como enemigo, como extranjero, como bárbaro. La obra trágica más antigua que se conserva, Los persas de Esquilo (472 a. C.), representa a los vencidos no desde el triunfalismo sino desde la compasión, y advierte a los atenienses de la posible humillación que podrían padecer si repitieran la hybris (‘la desmesura’) con que los persas invadieron Grecia y profanaron los altares de los dioses del enemigo. Desgraciadamente, los atenienses no prestaron atención a la advertencia de Esquilo y su breve hegemonía imperial en las décadas intermedias del siglo v a. C. acabó con una humillante derrota en la guerra del Peloponeso. Quizá se pueda sacar de todo esto alguna moraleja que aplicar a nuestros días, en que los imperios saben que su apogeo ha terminado y vivimos en un estado de guerra constante. La primera norma de la guerra es la compasión con el enemigo. Esto se ve con claridad en las tragedias de Eurípides, en especial en aquellas que versan sobre el final sangriento de la guerra de Troya, como es el caso de Las troyanas y Hécuba.

Como afirmó Aristóteles con perspicacia y cierta ligereza un siglo después del apogeo del drama griego en la segunda mitad del siglo v a. C., la tragedia consiste en la imitación de la acción, mímesis praxeos. Pero ¿qué entendemos exactamente por “acción”? La respuesta a esta pregunta no es nada evidente. En todas y cada una de las obras de los tres grandes escritores trágicos (Esquilo, Sófocles y Eurípides) nos encontramos con personajes totalmente desorientados por la situación en la que están inmersos. No saben cómo actuar. Son seres humanos obligados, de una forma u otra, a transitar un camino de sufrimiento que los obliga a hacerse preguntas de difícil respuesta: ¿Qué va a pasar conmigo?, ¿cómo elegir el curso de acción adecuado? La abrumadora experiencia de la que la tragedia se hace eco es la de la desorientación, expresada en una pregunta desconcertante y recurrente: ¿Qué debo hacer?

La tragedia no tiene nada que ver con el cultivo metafísico de la bíos theoretikós, la vida contemplativa que, al parecer, es el fruto de la práctica de la filosofía según la Ética de Aristóteles, pero que también se encuentra en Epicuro y en otras escuelas helenísticas. Tampoco puede relacionarse con la aspiración a una vida como la de los dioses o vida divina (ho bíos theois) que, como veremos, también fue una promesa recurrente desde Platón en adelante. Nada de esto: la tragedia es pensamiento en acción, pensamiento sobre la acción, en aras de la acción misma, aunque esta suele tener lugar fuera del escenario y, por lo general, suelen ser relatada a los espectadores de manera indirecta por medio del personaje del mensajero. Este enfoque toma la forma de un cuestionamiento radical: ¿Cómo actuar?, ¿qué debo hacer? La tragedia, en tanto que mímesis praxeos, pone en tela de juicio la acción que se representa al presentarla escindida y partida por la mitad. La experiencia de la tragedia no nos invita a la acción ciega e impulsiva ni al retraimiento y a la vida solitaria de la contemplación; más bien nos hace conscientes de la dificultad y la incertidumbre que caracterizan a nuestras acciones, insertas en un mundo determinado por la ambigüedad y en el que la razón parece estar en ambas caras de la moneda. Hegel estaba en lo cierto al insistir en que la tragedia es la colisión entre dos posturas contrarias pero igualmente razonadas acerca de lo justo. En una situación así, en la que los dos bandos tienen parte de razón, ¿qué demonios podemos hacer?

Parte del encanto de adentrarse en el mundo antiguo y abordar asuntos tan aparentemente remotos como la tragedia ática (usaré los adjetivos “ática”, “ateniense” y “griega” para referirme al mismo fenómeno) reside en lo poco que sabemos con certeza y lo poco que llegaremos a saber. Una de las tantas cosas de las que no sabemos nada, quizá una de la más importantes y enigmáticas, son las expectativas de los espectadores que asistían a las representaciones de las obras trágicas. No tenemos ni idea acerca de qué esperaban de ellas. El término griego antiguo para referirse al espectador era theorós, del que se derivará la palabra theoria, teoría. La theoria está relacionada con el verbo “ver”, theorein, que es aquello que tiene lugar en un teatro (theatron) y con el que se nombra el acto de ver en calidad de espectador. De ahí que, si la tragedia es la imitación de la acción, de la praxis, y aunque la naturaleza de esta acción nos resulte enigmática, dicha praxis se contemple desde una perspectiva teórica. Puede decirse que la cuestión de la teoría y la práctica, o la brecha entre teoría y práctica, se abre por primera vez en el teatro y en tanto que teatro. El teatro siempre es teórico, y la teoría no es más que un teatro del que formamos parte en calidad de espectadores de un drama en desarrollo, el nuestro. En el teatro, la acción o praxis humana se pone cuestión teóricamente o, dicho al revés, la praxis en el teatro se cuestiona y se divide internamente por la theoria. El teatro es entendido a modo de lugar vacío en el que se cuestionan los espacios reales que habitamos y en el que se subvierten las divisiones que constituyen el espacio político y social.

Ahora bien, exceptuando un fragmento de ese gran sofista que fue Gorgias, y que analizaremos un poco más adelante (Gorgias es uno de los héroes de este libro), y de Las ranas de Aristófanes, donde se desarrolla una discusión imaginaria entre Eurípides y Esquilo para determinar quién de los dos era el mejor de los poetas trágicos (estudiaremos esta obra en la quinta parte), los únicos informes elaborados por espectadores directos de obras trágicas son los de Platón y Aristóteles, dos autores que, cada uno a su manera, tenían algunas cuentas que ajustar con la tragedia. En el caso de Platón, confiar en sus afirmaciones sería como formarse una opinión acerca de los vikingos según los informes de los monjes cristianos cuyos monasterios saquearon. Aristóteles parece ser más benevolente, pero se sabe que las apariencias engañan. Aunque disponemos de unos cuantos trabajos históricos, filológicos y arqueológicos excelentes e importantes, no tenemos mucha idea de cómo la tragedia era vista por los propios espectadores y de lo que pensaba la audiencia. No tenemos críticas online ni blogs ni tweets. Ni siquiera sabemos quiénes asistían a las representaciones. Por ejemplo, no tenemos certeza alguna de si alguna mujer asistía a los festivales en que se representaban un buen número de obras trágicas, a pesar de la abundancia de personajes femeninos en ellas.1 No obstante, en mi opinión, este déficit epistemológico o carencia de conocimiento, lejos de ser un problema, es una virtud.

La tragedia, para mí, es una invitación al escepticismo, entendido como el criterio de una cierta orientación moral en el mundo; orientación que, paradójicamente, surge de una desorientación radical, de no saber qué hacer. Espero saber desarrollar estas ideas a lo largo de los próximos capítulos.

En una conferencia impartida en Oxford en 1908, Wilamowitz (el azote de Nietzsche, quien cuestionara con saña los dudosos fundamentos filológicos de El nacimiento de la tragedia) dijo:

La tradición tan solo nos ha legado ruinas. Cuanto más detalladamente las analizamos y examinamos, con mayor claridad nos damos cuenta de lo ruinosas que son; no puede reconstruirse un todo a partir de ellas. La tradición está muerta y de ahí que nuestra tarea consista en revivir una vida que ya fue. Sabemos que los espectros no pueden volver a hablar hasta que no hayan bebido sangre y que los espíritus que evocamos demandan la sangre de nuestros corazones. Nosotros, amablemente, se la ofreceremos.2

Lo irónico de este asunto es que Nietzsche dijo exactamente lo mismo: es concretamente nuestra sangre la que permite que los antiguos nos sigan interpelando. Sin pretender subirme al carro del apabullante éxito actual de las series y películas de vampiros, es cierto que los antiguos necesitan de una buena dosis de sangre verdadera3 para dirigirnos la palabra. Una vez revividos, nos daremos cuenta de que cuando los antiguos nos hablan, no lo hacen simplemente acerca de sí mismos. Nos hablan de nosotros. Ahora bien, ¿quién es ese “nosotros” que puede sentirse aludido e interpelado por estos textos antiguos, por estas ruinas? Tanto la belleza como la extrañeza de esta idea radican en que este “nosotros” no tiene por qué existir necesariamente. Somos nosotros, es cierto, pero con una forma distinta, como si fuésemos alienígenas. Somos nosotros, sí, pero ya no como nos veíamos antes, sino zarandeados de arriba abajo.

Otro modo de expresarlo pasa por decir que el “nosotros” que encontramos en la tragedia es invitacional, una invitación a considerar de otro modo lo que somos o lo que podríamos ser. Tomo esta idea de Vergüenza y necesidad de Bernard Williams, una obra sobre la que volveremos en el próximo capítulo. Esta noción también ha sido desarrollada de una forma bastante peculiar por Raymond Geuss en el capítulo final epónimo de su obra A World Without Why [Un mundo sin porqué]. Geuss considera la invitación como una forma de proceder, casi como un método. La invitación consistiría en prestar atención a dos o más cosas colocadas conjuntamente, pero sin necesidad de preguntarnos por qué son así o cuál es su causa. Por ejemplo, una pila de cadáveres en una zanja en Irak es colocada junto con la imagen del primer ministro de Reino Unido hablando empalagosamente en la Cámara de los Comunes.4 En este caso la idea de invitación puede producir una inesperada yuxtaposición o disyunción que nos invita a pensar. A mi modo de ver, la tragedia mueve a su audiencia a dirigir la atención hacia este tipo de disyunciones entre dos o más demandas de verdad, de justicia o de lo que sea, sin que exista –al menos a primera vista– un suelo común entre ellas o la posibilidad de una reconciliación de estos fenómenos en una unidad superior.

Mi pretensión al reflexionar sobre la tragedia y sobre lo que denominaré “la filosofía de la tragedia” es hacer extensiva esta invitación al lector, animándolo a ser parte de este “nosotros”, un nosotros que la tragedia antigua se encarga de desafiar y poner en tela de juicio. Dicho de otro modo: cada generación tiene que reinventar a los clásicos. Creo que es responsabilidad de cada generación implicarse en esta reinvención. Y esta actitud es la opuesta a cualquier conservadurismo cultural en cualesquiera de sus diversas formas. Si no aceptamos esta invitación, corremos el riesgo de permanecer estupefactos ante el presente y de arremeter sin freno alguno contra el futuro. La ventaja es que dicha estupefacción puede eludirse fácilmente con algo tan sencillo como la lectura de los clásicos. Gran parte de las obras trágicas no son demasiado extensas, lo que constituye una de las razones por las que me gusta tanto leer obras de teatro. Además, y a riesgo de sonar pretencioso, considero esta lectura como la responsabilidad ineludible de cada generación: ir al encuentro de un pasado profundo y desconocido que nos diga algo acerca del presente y que nos contenga, aunque sea momentáneamente, frente el empuje irresistible del futuro. Si una de las cristalizaciones de la ideología en nuestras sociedades pasa por el rechazo del pasado mediante la producción incesante de novedades, entonces puede decirse que la tragedia nos proporciona un recurso duradero y eficaz para una crítica de esta ideología; crítica que, como mínimo, abre a la imaginación un abanico alternativo de posibilidades humanas. Pero lo primero que tenemos que hacer es echar el freno de mano: STOP!

1 GOLDHILL, Simon (1997): “The Audience of Athenian Tragedy”, en P. E. EASTERLING (ed.), The Cambridge Companion to Greek Tragedy, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 62-66.

2 VON WILAMOWITZ-MOELLENDORFF, Ulrich (1908): Greek Historical Writtings and Apollo, Gilbert Murray (trad.), Oxford, Clarendon Press, p. 25.

3 N. del T.: El autor hace referencia a True Blood, una serie de ficción norteamericana bastante conocida y exitosa.

4 GEUSS, Raymond (2014): A World Without Why, Princeton, Princeton University Press, p. 234.

ii

LA TRAGEDIA DE LA FILOSOFÍA Y EL PELIGROSO ‘QUIZÁ’

La “filosofía de la tragedia” es lo opuesto a la “tragedia de la filosofía”. La idea que subyace aquí es que la filosofía, en cuanto invención discursiva iniciada con la República y extendida a lo largo de los siglos hasta llegar a la actualidad, se basa en la marginación de la tragedia y la exclusión de todo un ámbito de experiencias que podemos caracterizar como trágicas, en particular la emoción del dolor y el fenómeno de la lamentación, dos de los componentes esenciales de un sinfín de tragedias desde Los persas de Esquilo en adelante. Sugiero que la exclusión de la tragedia es, en sí misma, trágica, y ahí podemos decir que radica la tragedia de la filosofía. Defiendo, además, la tragedia frente a la filosofía o, quizá mejor, sostengo que la tragedia constituye por sí misma una visión filosófica que pone en tela de juicio la autoridad de la filosofía al darle voz a todo lo contradictorio, lo opresor, lo precario y lo limitado que hay en nosotros. La filosofía, partiendo de Platón, se compromete con la idea y el ideal de una vida psíquica que no se contradice a sí misma. La tragedia, en cambio, no comparte este compromiso. Yo tampoco lo comparto. La tragedia tiene que ver con aquello que Anne Carson llama “ese olor a panceta chamuscada de la pura contradicción”.1 Uno de los ejes sobre los que gira este libro es la crítica a la idea misma de la psicología moral y su correspondiente moralización de la psique, una noción decisiva que opera en el seno mismo de la filosofía, y no solo en ella, sino también y especialmente en el cristianismo.

La tragedia pone el acento en el sufrimiento que padecemos tanto nosotros como los demás y en cómo podríamos ser conscientes del mismo y hacernos cargo de él. El sufrimiento se entiende como un pathos que tenemos que soportar; la pasión trágica es algo que padecemos y que tan solo superamos parcialmente mediante la acción (quiero enfatizar la palabra “parcialmente”; la capacidad de actuar en la tragedia es siempre parcial). Interpretando la tragedia, podemos llegar a apreciar tanto la precariedad de nuestra existencia como aquello que Judith Butler ha denominado grievability (llorabilidad, ‘sentimiento de dolor y pena’).2 En el corazón de la tragedia nos topamos con el exceso de dolor y pasión asociado al duelo y a la lamentación. Se pueden encontrar al menos trece nombres distintos en la Grecia ática para referirse a estas pasiones y probablemente haya algunos más. Nuestra falta de vocabulario en relación con el fenómeno de la muerte dice mucho acerca de quiénes somos y cuánto nos hemos empobrecido a nosotros mismos.

Ahora bien, son precisamente las emociones del dolor y de la lamentación las que Sócrates quiere excluir de la educación y de la vida del filósofo y sobre todo de la ciudad filosóficamente bien ordenada, del régimen o politeia descrito por Platón en la República. Un régimen que es, a la vez, tanto físico como político, o que al menos se basa en una supuesta analogía entre estos dos ámbitos; la ciudad y el alma son dos espejos que se reflejan el uno al otro. La filosofía es, según esta visión, un marco que permite la regulación de la intensidad del afecto (y en particular del dolor) en lo relativo a la construcción del alma. Mi extenso relato acerca de este asunto, que tan solo dejo apuntado aquí pero que desarrollaré con detalle en la cuarta parte, sigue el rastro de la exclusión de los poetas trágicos por parte de Platón en los libros II, III y X de la República y cuestiona la motivación metafísica y moral de dicha exclusión. La educada ferocidad con que Platón condena la tragedia esconde una preocupación más profunda acerca de la naturaleza de esa perspectiva filosófica alternativa que la tragedia parece representar, así como su vinculación con aquello que, de manera muy simplificada, se denominó “sofística”. Hay mucho que decir a este respecto; la distinción aparentemente clara entre filosofía y sofística es una de las cosas que quiero cuestionar en este libro, con la pretensión de recuperar la fuerza persuasiva y el poder de cierta sofística en contraposición a las afirmaciones de Sócrates, así como también en contra de la recuperación contemporánea del platonismo por parte de filósofos como Alain Badiou. Dicho crudamente: la tragedia de la filosofía es la sofística.

Lo que quiero proponer aquí puede enunciarse del siguiente modo: ¿Qué ocurriría si tomáramos en serio la forma de pensar que encontramos en la tragedia, es decir, la experiencia de la parcialidad de la capacidad de obrar, de los límites de la autonomía, del profundo afecto traumático, del reconocimiento del conflicto agonístico, de la confusión en lo relativo a cuestiones de género, de la complejidad política y de la ambigüedad moral que la propia tragedia presenta? ¿Cómo afectaría semejante cambio a nuestra forma de comprendernos y a la manera en la que entendemos el pensamiento mismo? ¿Podría considerarse la tragedia de la filosofía como una alternativa a la filosofía de la tragedia? ¿Puede que fuera esto lo que Nietzsche quiso dar a entender cuando se describió a sí mismo como un “filósofo trágico” y apostó por los filósofos del peligroso “quizá”?3 Dicho de una forma un tanto rebuscada: puede sostenerse que Nietzsche puso el foco en la tragedia para defender una forma específica de filosofar que fue aniquilada, paradójicamente, por la propia filosofía. Mi intención no es otra que la de situarme al lado de Nietzsche en su defensa de una filosofía trágica.

1 CARSON, Anne (2001): The Beauty of the Husband, Nueva York, Vintage Books, p. 134.

2 BUTLER, Judith (2009): Frames of War: When Is Life Grievable?, Londres, Verso Books.

3 NIETZSCHE, Friedrich (2005): Más allá del bien y del mal. Preludio a una filosofía del futuro, Carlos García Gual (trad.), Madrid, Alianza, p. 24.

iii

SABER Y NO SABER A LA VEZ: CÓMO EDIPO HACE REALIDAD SU DESTINO

Comenzaremos tomando como punto de partida la más famosa de las tragedias atenienses, considerada, desde los tiempos de la Poética de Aristóteles, como la obra trágica por excelencia: Edipo Rey (Oidipous Tyrannos, traducida también como Edipo tirano). En esta soberbia pieza teatral –infernal, irrefrenable, en la que cada sentencia, cada palabra, bulle y burbujea con dolorosa ironía y ambigüedad– el rey acaba siendo un tirano, un monstruo, una enfermedad para la misma ciudad que lo eligió soberano. Pero no adelantemos acontecimientos y comencemos por el principio.

Solemos pensar que la tragedia es una desgracia que recae sobre una persona (un accidente, una enfermedad fatal), o bien so­bre una comunidad o sistema político (un desastre natural, como un tsunami o un ataque terrorista como el 11S), y que escapa a nuestro control. Pero si entendemos lo trágico tan solo como una desgracia, dejamos de lado gran parte de su significado. Lo que vemos repetidamente en las treinta y una tragedias griegas que se conservan no tiene nada que ver con una desgracia que ocurre sin que podamos hacer nada al respecto. Al contrario, lo que estas tragedias ponen de relieve es la forma en que, apenas sin saberlo, somos partícipes de las calamidades que nos suceden.

La tragedia requiere de cierto grado de implicación por nuestra parte en el desastre que nos destruye. No se trata simplemente de una jugada malévola del destino o una oscura profecía proveniente de la inescrutable –aunque no por ello menos cuestionable– voluntad de los dioses. La tragedia precisa de nuestra connivencia con ese destino. Dicho de otro modo: la tragedia precisa de cierta dosis de libertad. Es así como podemos entender correctamente a Edipo. Con implacable ironía (nótese, por ejemplo, que las dos primeras sílabas del nombre Edipo, que significa ‘tobillo inflamado’, también pueden traducirse como ‘lo sé’, oida),1 vemos cómo Edipo pasa de tener una imagen bastante parcial de sí mismo (parafraseando: “Yo soy Edipo, al que todos llaman el Grande. Resuelvo cualquier tipo de enigmas; ¿cuál es el problema, ciudadanos?”) a conocer una verdad profunda sobre sí mismo, verdad de la que, al parecer, no tenía ni la más remota idea: es un parricida y el perpetrador de un incesto. De acuerdo con esta lectura, que Aristóteles respalda, la tragedia de Edipo consiste en una anagnórisis que le permite pasar de la ignorancia más absoluta al conocimiento de la verdad sobre sí mismo.2

Pero las cosas son un poco más complejas, ya que hay una historia de fondo que no podemos perder de vista. Edipo se dirige a Tebas y resuelve el enigma de la esfinge después de negarse a regresar a la que, según creía, era su ciudad natal, Corinto.3 Se negó a volver porque había escuchado la profecía que sobre él vaticinó el oráculo de Delfos, a saber, que asesinaría a su padre y tendría sexo con su madre.

Edipo conoce su maldición. Es, por supuesto, entonces, a su regreso del oráculo, cuando se topa con un anciano que a primera vista se parece bastante a él. Yocasta, de pasada, pero rozando lo cómico, recordará más adelante este detalle (742). El anciano se niega a cederle el paso en un cruce de caminos y Edipo, en lo que viene siendo uno de los ejemplos más antiguos de malas pulgas en la carretera, decide asesinarlo. Uno puede suponer que, habida cuenta de las malas noticias provenientes del oráculo y no teniendo muy clara cuál era la identidad de su padre (recordemos que fue tachado de bastardo por un borracho en un banquete en Corinto, hecho que le despertó alguna que otra duda al respecto), Edipo tendría que haber sido más precavido a la hora de asesinar a un señor mayor que él y con el que compartía cierto parecido físico.

Una de las lecciones de la tragedia, por tanto, es que conspiramos con nuestro propio destino. Es decir, que el destino requiere de nuestra libertad para, efectivamente, recaer sobre nosotros. La contradicción fundamental de la tragedia consiste en que, de manera simultánea, sabemos y no sabemos al mismo tiempo, cosa que acaba por destruirnos. En este libro, daremos una y mil vueltas en torno a esta idea, muy difícil de comprender y casi inadmisible: ¿Cómo podemos saber y no saber a la vez?

Esta es la compleja función que realiza la profecía en la tragedia. En el caso de Edipo, nos encontramos con alguien que, creyéndose en posesión de un innegable sentido de la libertad, acaba por ser aniquilado y destruido por la fuerza del destino. Pero lo que resulta determinante en el caso de Edipo es que su sino no está completamente determinado de manera causal por el destino o por la necesidad. Para nada; el destino, para su realización, precisa de la complicidad parcialmente consciente de Edipo. Los personajes de la tragedia no son robots o muñecos preprogramados por el destino. En la transición de un autoconocimiento ilusorio y una libertad supuestamente indiscutible a la revelación de la cruda verdad ante sus ojos, la tragedia otorga un lugar decisivo a la experiencia de una capacidad de obrar que es parcial y en muchos casos dolorosa. Muestra los límites de nuestra supuesta autosuficiencia y de aquello que podríamos definir como nuestra autonomía. Revela nuestra heteronomía, nuestra profunda dependencia. La tragedia pone de manifiesto la compleja relación entre la libertad y la necesidad que define a nuestro ser. Nuestra libertad se encuentra constantemente comprometida por aquello que nos mantiene atados a las redes del pasado, a las determinaciones de nuestro pasado y futuro previamente establecidas por el destino. La tragedia pone sobre la mesa lo que determina nuestro ser y nos obliga a retraernos a un pasado que obviamos constantemente en nuestra sed por un futuro a corto plazo. Tal es el peso del pasado que acaba por enredar al protagonista trágico (y a nosotros mismos) en su propia red. Tal y como dice Rita Felski, “el peso de lo que fue con anterioridad persigue ineluctablemente a todo lo que está por venir”.4 Renegar del pasado equivale a ser destruido por él; esta es la enseñanza de la tragedia.

En la tragedia, el tiempo está desarticulado, revirtiéndose la concepción lineal del mismo, en cuanto transcurso teleológico del pasado al futuro. El pasado no es el pasado, el futuro se pliega sobre sí mismo y el presente es golpeado con injerencias del pasado y del futuro, que terminan por desestabilizarlo. El tiempo se flexiona y se retuerce. Su guion somos tú y yo, como dijo David Bowie.5 La tragedia es la forma artística para los tiempos intermedios, aquellos que se encuentran entre un mundo antiguo que está agotándose y un mundo nuevo listo para acontecer. Esta concepción es válida tanto para la tragedia griega como para la isabelina, y quizá también para la tragedia de nuestros tiempos. En la tragedia el tiempo siempre está desmembrado. Su conjunción es una disyunción.

La tragedia tiene una suerte de estructura de bumerán, donde la acción que realizamos en el mundo se vuelve contra nosotros drásticamente, a toda velocidad. Edipo, el descifrador de enigmas, se convierte él mismo en un enigma. En las tragedias de Sófocles se representa como alguien que reflexiona sin parar acerca de la corrupción que está destruyendo el orden político, envenenando los bienes de la ciudad y causando la muerte de muchos niños. Pero no acierta a darse cuenta de que, en realidad, la corrupción es él.

Lo cierto es que Edipo intuye algo de lo que está ocurriendo, pero se niega a verlo y a escuchar lo que se le advierte una y otra vez. Al comienzo de la obra, el ciego Tiresias le dice en su cara que él es la corrupción que hay que erradicar. Pero Edipo hace oídos sordos a las palabras de Tiresias. Esta es una de las formas de entender la descripción de “tirano” en el título griego original de Sófocles: Oidipous Tyrannos. El tirano no escucha lo que se le dice, no ve lo que tiene frente a sus ojos.

Pero también nosotros somos, en cierta forma, tiranos. Miramos y no vemos nada. Alguien nos habla, pero no escuchamos. Y así seguimos hacia delante, instalados en nuestra autojustificación narcisista e ilimitada, añadiendo actualizaciones a Facebook y subiendo fotos a Instagram. La tragedia aborda muchos asuntos, pero se centra especialmente en la forma en la que efectivamente vemos y oímos. Desde nuestra ceguera puede que lleguemos a vislumbrar, a desbloquear nuestros oídos y a parar por un momento la repetición incesante de nuestra propia cantinela: Yo, yo, yo, todo es para mí (¿en serio?).

Hay una preciosa expresión griega que ha sido rescatada por Anne Carson: “La vergüenza se encuentra en los párpados”.6 El tirano (y podríamos dar una lista de ejemplos recientes) no siente vergüenza alguna. Pero tampoco nosotros la sentimos. Somos pequeños tiranos desvergonzados, en especial en nuestra relación con los que consideramos nuestros familiares y nuestros hijos. Pienso en Walter White, el protagonista de Breaking Bad, insistiendo hasta casi el final del último capítulo de esta larga serie en que todo lo que hizo, absolutamente todo, fue por su familia y no por él mismo. En esto consisten la tiranía y la perversión. Finalmente, su mujer consigue convencerlo de que, quizá, también se convirtió a sí mismo en el rey de las metanfetaminas de Nuevo México, en el Heisenberg del sur de Estados Unidos, porque disfrutaba haciéndolo. Es un paso. Al menos, Walter White termina por reconocer ese deseo, un deseo perverso.

La tragedia griega proporciona un sinfín de lecciones acerca de la vergüenza. Puede ser que, como ocurre con Edipo, aprender estas lecciones y comprenderlas completamente nos lleve a sacarnos los ojos, por vergüenza. El mundo político está colmado de vergüenza fingida, de falsa modestia y de apologías lloronas muy bien calculadas: “Lo siento, no sabes cuánto lo siento”. Pero la vergüenza de verdad es una cosa muy distinta.

1 N. del T.: Recordemos que Layo, rey de Tebas y padre de Edipo, abandonó a su hijo al nacer en el monte Cicerón tras perforar y atar sus tobillos.

2 N. del T.: Traducimos recognition por ‘anagnórisis’ en todos aquellos casos en los que se hace referencia al descubrimiento por parte de algún personaje de rasgos decisivos de su identidad que permanecían ocultos para sí mismo. Se trata de un recurso narrativo habitual en la tragedia y de gran importancia para Aristóteles, como se verá en la quinta parte.

3 N. del T.: Pólibo, rey de Corinto, rescató a Edipo del lugar en que había sido abandonado por sus padres y lo adoptó como su hijo. De ahí que Edipo considerara que Corinto era su ciudad natal.

4 FELSKI, Rita (2008): “Introduction”, en Rita FELSKI (ed.), Rethinking Tragedy, Baltimore, Johns Hopkins University Press, p. 2.

5 N. del T.: Critchley se refiere, probablemente, a una de las estrofas de “Time”, un conocido tema de David Bowie: “Time, he’s waiting in the wings / He speaks of senseless things / His script is you and me, boys”.

6 EURÍPIDES (2006): Grief Lessons: Four Plays by Euripides, Anne Carson (trad.), Nueva York, The New York Review of Books, p. 311.

iv

LA IRA, EL DOLOR Y LA GUERRA

En Grief Lessons [Lecciones del dolor], una extraordinaria y atrevida traducción de algunas obras de Eurípides, Anne Carson escribe: “¿Por qué existe la tragedia? Porque estás lleno de ira. ¿Y por qué estás lleno de ira? Porque estás lleno de dolor”.1 Esta afirmación es absolutamente cierta. Antígona grita de dolor ante la negativa de Creonte, rey de la ciudad, a dar sepultura a su hermano Polinices de acuerdo con los rituales fúnebres oficiales. Clitemnestra explota de rabia ante Agamenón debido al dolor que siente por su hija Ifigenia, sacrificada como si de un potrillo se tratara para que los vientos fuesen favorables a las embarcaciones griegas en su camino a Troya. Hécuba estalla de ira ante el asesinato de su hija Políxena, solo para descubrir más tarde que el resto de sus hijos también han sido masacrados. El lamento de Hécuba parecer no tener consuelo alguno, en su próxima vida, le dicen, se reencarnará en un perro.2

Podríamos añadir algunas preguntas más a la lista de interrogantes de Carson. La tragedia es la rabia que sigue al dolor, pero ¿por qué estamos llenos de dolor? Porque estamos llenos de guerra, porque la gente es asesinada en todas partes. Podemos definir la tragedia como la rabia que, como queja, surge del dolor que provoca la guerra. Vivimos en un mundo cuyo marco es el conflicto bélico y en el que la justicia parece estar dividida sin remedio entre propuestas y contrapropuestas, derecha e izquierda, conservadores y progresistas, creyentes y no creyentes, defensores de la libertad y terroristas, etcétera. Cada uno de los polos de estas dicotomías cree a pies juntillas en la corrección de su posición y en lo erróneo (o como suele decirse habitualmente, en el mal) de la posición contraria. Creencias de este tipo terminan por legitimar la violencia, una violencia destructiva que desata a su vez, como respuesta, una contraviolencia igual o mayor. Da la impresión de que estamos inmersos en un ciclo sin fin de venganza sanguinaria, atrapados en un círculo vicioso de lamento y rabia causado por tantas guerras.

Así es como parece dirimirse en numerosas ocasiones la política internacional de nuestros días. Y por ello, en mi opinión, resulta tan oportuna una reflexión acerca de la tragedia griega; una reflexión de este tipo puede, como mínimo, iluminar nuestra difícil situación y decirnos algo acerca de nuestro presente.

La historia de la tragedia griega es la historia de la guerra, desde los conflictos persas a comienzos del siglo v a. C. hasta las guerras del Peloponeso, que se prolongaron hasta el final de ese mismo siglo; desde la hegemonía imperial ateniense hasta su disolución y humillación a manos de Esparta. En el año 472 a. C. Los persas de Esquilo aborda las secuelas de la batalla de Salamina, del 480 a. C. Para los atenienses, esta guerra fue tan decisiva como el 11S lo fue para nosotros. Más de la mitad de las tragedias que conservamos fueron escritas después de ese punto de inflexión que representan las guerras del Peloponeso, que comenzaron en el 431 a. C. Edipo Rey se llevó a escena por primera vez en el año 429 a. C., justo dos años después del comienzo de la guerra, durante una época de plagas que, según algunas estimaciones, acabó con la vida de un cuarto de la población ateniense. La plaga que opera como telón de fondo de la obra de Sófocles no es, para nada, un dato insignificante, sino todo lo contrario: un acontecimiento bastante real. Esta plaga acabó con la vida de Pericles, el líder político indiscutible de Atenas, en el otoño de ese mismo año. No hay duda de que el marco de la tragedia es la guerra y especialmente sus devastadores efectos en la vida humana.

La tragedia griega, y en particular aquellas obras que se centran casi obsesivamente en las consecuencias de la guerra de Troya (la deliciosa desmesura de Eurípides es el mejor ejemplo de ello), versa en gran medida acerca de las desdichas de combatientes veteranos, pero no solo eso, sino que, además, era representada en el escenario por combatientes de verdad. Los intérpretes de estas obras no eran actores noveles, recientemente graduados en interpretación y con cierto interés abstracto por el compromiso social, sino soldados de carne y hueso que sabían de veras lo que era el combate. La tragedia se representaba ante una audiencia que, o bien había participado directamente en la guerra, o bien estuvo indirectamente vinculada a ella. Todos los presentes, público y actores, estaban traumatizados de un modo u otro por la guerra; todos ellos padecieron sus efectos. La guerra era la vida de la ciudad y su orgullo, como sostuvo Pericles. Pero también era su caída y su perdición.

No obstante, en las obras trágicas de la Antigüedad no encontramos figuras como las de, digamos, John Wayne, un fanfarrón individualista que se presenta a sí mismo como el único resquicio de bondad en un mundo echado a perder por completo. En la tragedia griega, por el contrario, el héroe no es la solución al problema, sino el problema mismo. El héroe es la causa de la plaga que está acabando con la ciudad. Esta es una de las razones por la que la tragedia más conocida de Sófocles se titula Edipo tirano. El rey es un tirano que corrompe la ciudad y la única resolución del drama pasa por la expulsión de Edipo al exilio. Esta es la gran virtud –y a la vez el gran realismo– de la tragedia griega, en oposición a la idealización de la violencia, la empatía carente de sentido y el sentimentalismo barato de gran parte de la ficción bélica contemporánea. La tragedia fue un drama representado por veteranos de guerra ante una audiencia también de veteranos; lo que se escenificaba allí era un mundo sin héroes y sin líderes tiránicos, sin nadie que engañara a la gente y la incitara a ir a la guerra.

¿Cómo podríamos responder al estado de guerra constante de nuestros días? Podría decirse que la respuesta más fácil, y también la más noble, es hacer un llamado a la paz. No obstante, como sostuvo Raymond Williams en su notable trabajo de 1966, Tragedia moderna, “hablar de paz allí donde no la hay equivale a no decir nada”.3 Parece entonces que lo adecuado sería decir sí a la guerra, pero esto sería demasiado categórico. El peligro del pacifismo ingenuo es que resulta vacío y autocomplaciente, se basta y se sobra consigo mismo. No obstante, la alternativa no puede ser la justificación de la guerra, sino el intento por comprender la trágica dialéctica de nuestra situación política, con especial énfasis en los momentos revolucionarios.

Williams va un poco más allá: “Esperamos que los que han sido brutalmente explotados, o los que son intolerablemente pobres, se contengan y sean pacientes con su pobreza, ya que si actuasen para poner fin a su condición sus acciones nos afectarán también a nosotros, amenazando nuestra convivencia e incluso nuestras propias vidas”.4 Por regla general, queremos que la violencia se acabe, pero tan solo porque resulta un incordio para nosotros y para nuestras vidas tan queridas. No solo obviamos la parte que nos toca en lo relativo a la violencia y la guerra, sino que, además, solemos negarla ingenuamente.

La virtud de la tragedia griega es que hace que esta negativa sea más difícil de llevar a cabo al confrontarnos con una situación de rabia causada por el dolor y el desorden. La ventaja de dirigir nuestra mirada a los eventos sanguinarios de nuestro mundo contemporáneo a la luz de la tragedia pasa por exponernos a nosotros a una situación desordenada que no es solo su desorden, sino también el nuestro. Se trata también de nuestra guerra, nuestra rabia y nuestro (negado) dolor. Ver los acontecimientos políticos trágicamente nos fuerza a aceptar siempre nuestra complicidad en el desastre que se está produciendo. Somos el público en el teatro de la guerra, pero también somos en parte los responsables de dicha guerra. Así, la tragedia puede capacitarnos para comprender la situación de guerra, de violencia y de dolor sin limitarnos tan solo a su condena o a proferir palabras bonitas pero vacías de contenido sobre la paz. Más difícil sería imaginar la solución de dichas situaciones, pero una visión trágica del mundo bien puede ser un punto de partida para esa aspiración.

1 CARSON, Anne (2006): “Tragedy: A Curious Art Form”, en EURÍPIDES (2006), op. cit., p. 7.

2 Para una defensa de la actualidad de los griegos antiguos que toma como punto de partida el tema de la ira, véase KATZ ANHALT, Emily (2017): Why Violent Times Need Ancient Greek Myths, New Haven, Yale University Press, pp. 149-183. Este capítulo final del libro de Katz es una discusión acerca de la Hécuba de Eurípides.

3 WILLIAMS, Raymond (1966): Modern Tragedy, Londres, Vintage Books, p. 105.

4 Ibíd. Traducción propia.