1

Quisiera que la historia acabara como acaba aquel cuento: «Se abrió la puerta y entró la hija, con sus cabellos dorados y sus ojos rutilantes, y fue como si un ángel bajara del cielo. Se allegó hasta su padre y su madre, los abrazó y besó. Así fue, y todos lloraron de alegría».

No fue así. Gisela Tenenbaum no regresó, y lo que queda es un tejido de voces, por tramos apretado, por tramos agujereado y frágil. Tiene esa impronta de la verdad: así era ella, así vivíamos. Lo dicen sus padres, sus hermanas, sus amigos. Ellos, entre tanto, han envejecido, treinta años y más. Solo Gisi sigue tan joven como entonces, veintidós, y la mitad de su futuro es parte de nuestro pasado.

2

En 1977 el Viernes Santo cayó el 8 de abril. Fue el último día que, con toda certeza, Gisi vivió. Consta, en cualquier caso, que pasó la noche anterior en un apartamento pequeño y escasamente amoblado de la calle Italia en Godoy Cruz, un suburbio de Mendoza. La ciudad fue fundada en 1561 a ochocientos metros sobre el nivel del mar, arrasada tres siglos después por un terremoto y reconstruida luego con espléndidas avenidas bordeadas de plátanos y jacarandás, plazas y jardines floridos y un gran parque llamado, como muchos otros sitios de la zona, Libertador San Martín. El general y su ejército partieron de Mendoza en 1817 a liberar Chile y Perú del dominio colonial. Pese a ello, la ciudad no despierta asociaciones precisamente rebeldes. Los mendocinos tienen más bien fama de conservadores y reservados.

En el apartamento son tres: Gisela Tenenbaum, José Galamba, Ana María Moral. Son montoneros, dispersos y necesitados de ayuda; su cúpula se prepara para huir a Roma, no sin avizorar el inminente triunfo sobre la dictadura y exhortar a los compañeros que permanecen en el país a que no claudiquen, sino redoblen su entrega. Es posible que los tres intuyan la derrota, lo que ignoran es la dimensión de la catástrofe. Pero aunque supiesen cabalmente cuál es su situación no podrían dar marcha atrás, los militares vienen pisándoles los talones, solo les queda seguir, resistir, no fallarles a los compañeros. Además aún recuerdan la sensación de defender, fuertes y optimistas, una causa justa. Hace mucho que se conocen, juntos han pasado por trances de vida o muerte, se han dado ánimo y consuelo, no hay motivos para suponer que les agobie la convivencia en la estrecha vivienda (dos habitaciones con corredor, baño, una especie de lavadero). Ana María y José militan en la misma célula, Gisi pertenece a otra. Ella sale la mañana del 8 de abril de 1977 porque en el distrito de Las Heras, al norte de la ciudad, hay una reunión clandestina de su grupo y debe participar. Poco después, también los otros dos dejan el apartamento, ubicado en la planta baja. No bien salen del edificio advierten un comando paramilitar que se dispone a acordonar la calle: hombres vestidos de civil pero armados, en tres o cuatro vehículos, furgonetas, autos Ford Falcon. José y Ana María rozan sus manos como casualmente, luego echan a correr por la vereda: Ana María hacia la izquierda, José hacia la derecha. Los hombres han sido tomados por sorpresa, un instante están indecisos, quién persigue o le cierra el paso a quién. Hasta que salen tras ellos pasan seis, ocho segundos. José oye un silbido de disparos, a su lado estalla el parabrisas trasero de un coche estacionado, él baja a toda velocidad por la primera transversal, aventaja a una anciana, un carrito, un vendedor de frutas que desaparece como el rayo en la entrada de un edificio. Cambia de acera oculto tras un camión, otra vez una esquina, enfrente una parada de colectivo, justo arranca uno. José sube de un salto y se deja caer, respirando con agitación, en el asiento detrás del conductor.

Logra escapar, está ileso, evita calles acordonadas, encuentra cobijo en alguna parte por unas horas, por una noche o dos. Después, con ayuda o sin ella, logra salir de la ciudad, se oculta en el monte. Dos meses más tarde hace llegar un mensaje a los padres de Gisi, pregunta si podrían ayudarlo. Willi y Helga lo recogen y llevan, en el baúl de su auto, a casa de ellos, donde en cualquier momento podría caer la policía. Días después le consiguen donde quedarse, una apartada fábrica de ladrillos, allí vive el hermano de un dirigente sindical llamado Daniel Romero. Al año siguiente los militares darán con su paradero y se lo llevarán junto con su empleador y el hermano de éste. Ninguno de ellos volverá a ser visto.

Ana María llega hasta la calle Joaquín V. González, en cuyo número 163 se alza la iglesia Nuestra Señora de Fátima. En su desesperación busca refugio allí, sube a toda carrera los escalones hacia la puerta, la salpica el hormigón que salta bajo una ráfaga de disparos, de pronto un golpe poderoso en su espalda, Ana María se tambalea y desploma más allá del umbral, ya dentro de la iglesia, donde el cura prepara la misa vespertina. En lugar de socorrer a la mujer herida que desde el piso de piedra le suplica que cierre la puerta, él sale y llama a los perseguidores con un gesto. Aguarda gran concurrencia de fieles este día, en el que murió Jesucristo y ha de morir Ana María, ya en el lugar de los hechos, ya durante su traslado, ya en una mazmorra, bajo el alias de Graciela Beatriz Luján, a causa de «anemia severa provocada por hemorragia aguda», según diagnóstico del médico militar Dr. Alcides Alberto Cichero, quien certifica que el deceso se produjo a las 20,30 horas.

Heidi, la hermana mayor de Gisi, ve por televisión entre las seis y las ocho de la noche el boletín informativo con los últimos éxitos de las fuerzas del orden: «Una mujer de presumiblemente veinticinco años de edad fue abatida por integrantes de los órganos de seguridad en un tiroteo que se produjo durante un allanamiento en el Departamento de Godoy Cruz. La vivienda habría servido como centro clandestino de operaciones de los sediciosos. En la misma se hallaron armas e impresos subversivos». La cámara hace un paneo sobre muebles destruidos y ropa desparramada por el suelo, Heidi mira fijo la pantalla, escucha la voz machacona del locutor, se resiste a la certeza de que ese sea el apartamento donde se ocultaba Gisi. Da aviso a sus padres.

3

Helga Markstein nació en domingo. En las memorias que escribió hace un par de años para sus nietos menciona, antes que nada, las circunstancias que rodearon su nacimiento. El caluroso día de verano en Stadlau, a las afueras de Viena, en la urbanización de Neu-Strassäcker, sobre la orilla izquierda del Danubio; las primeras contracciones de su madre aquella mañana del 29 de junio de 1930, la alegría y al mismo tiempo la decepción entre los parientes invitados a almorzar, porque ese mediodía Fanny Markstein, en vez de servirles escalopes, ensalada de papas y, de postre, cerezas en almíbar, estaba en un hospital municipal por segunda vez de parto, dando a luz a una beba rubia y de ojos azules. Así la había pedido Heinz, el hermano de Helga, y para su llegada había dejado noche tras noche un terrón de azúcar en la ventana, cebo para la cigüeña que en aquel entonces todavía traía la bendición de los hijos. El bloque de viviendas de paredes encaladas, con cocina y sala de estar en la planta baja, el dormitorio de los padres y dos cuartos para los hijos bajo el tejado, al final de una escalera empinada; en el fondo una huerta con frutales, arbustos, canteros con legumbres, en la que Helga jugaba con Peter, su primo del alma; el padre, prudente y comprensivo, que entre semana salía de casa muy temprano para regresar recién al anochecer y ser recibido con gran alboroto por la pequeña hija.

Rudolf Markstein trabajaba en la sección contable de dos periódicos de izquierda liberal, Die Stunde y el Neuer Wiener Tag, y jamás ocultó sus ideas socialistas. El levantamiento obrero de febrero de 1934 lo sorprendió en la oficina, en el centro de Viena, y recién cuando amainaron los enfrentamientos, tras la derrota de sus compañeros, pudo irse a casa, donde habrían de detenerlo días después: un vecino envidioso había escondido un fusil bajo el compost de la familia Markstein con la intención de que la policía lo hallara en el registro domiciliario. Y así ocurrió. Regía entonces la ley marcial y por tenencia ilegal de armas correspondía la pena máxima, pero Rudolf Markstein contaba con buena reputación y con algunos amigos, incluso influyentes, que atestiguaron su inocencia. Hasta en la urbanización hubo disparos, Fanny Markstein se arrojó al suelo con los niños para que no les dieran las balas, perdidas o no, de los soldados, luego buscó refugio donde unos conocidos en una localidad más allá de los límites de la ciudad. Helga no sintió miedo, solo extrañaba a su padre. Estando él presente, nadie podía hacerles daño. Ya entonces él quería marcharse, emigrar con la familia a Australia, pero la madre se oponía.

Ahora sí se acabó la libertad, por mucho tiempo, y los nazis siguen creciendo, mira lo que está pasando en Alemania.

Anda, no será para tanto.

Cuando en marzo de 1938 las tropas alemanas invadieron Austria, los adultos pasaban mudos y abatidos pegados a la radio. Helga no sabía por qué tenían esas caras serias, pero comprendió que los acechaba un peligro. ¿Tendrán que irse nuestros papás a la guerra?, le preguntó a su prima. Susi negó con la cabeza, eso la dejó tranquila. Pero en junio, pocos días antes de su octavo cumpleaños, vinieron unos hombres y se llevaron a los hermanos Markstein. La noche siguiente llegaron, desde la calle, gritos y risotadas groseras, luego un resuello y un raspado contra la pared exterior de la casa. Un nazi borracho trepaba por la espaldera de hiedra, queriendo subir a la ventana del dormitorio, para darle su buen susto a la judía Markstein. Pero un travesaño cedió bajo su peso y se fue abajo, asido de dos zarcillos, y terminó en el huerto. Un vecino, alarmado por los gritos de socorro de la madre de Helga, corrió al intruso con una horquilla.

No hubo muchos en la urbanización que siguieran siendo serviciales y amables; la mayoría comenzó a evitar a la familia, los dejaron de saludar, o lamentaban a viva voz que Stadlau no estuviese todavía «limpio de judíos». El cartero les dejaba en la puerta del jardín correo proveniente de Dachau, más tarde de Buchenwald: Estoy bien, también de salud. Después, de un día para otro, los obligaron a abandonar la casa. Una tía abuela los acogió en su apartamento en el barrio de Döbling, cerca de Hohe Warte. A partir de septiembre, Helga y su primo fueron obligados a seguir las clases en una escuela primaria que las autoridades habían desocupado para destino exclusivo de niños judíos. Se hacinaban en grupos enormes, en condiciones que imposibilitaban el dictado regular de clases. Delante de la escuela solían merodear adolescentes nazis que aprovechaban cualquier oportunidad para propinar una paliza a alguno de los niños. Helga lo sabía y se cuidaba, pero una vez la cercaron, la sujetaron y empujaron contra una pared. Por suerte lo vio un hombre de overol azul que apartó a empellones a los muchachos y prometió darles cuatro bofetadas si no la dejaban inmediatamente en paz. A Helga le temblaban las rodillas cuando llegó a casa. Pero el incidente no la disuadió de salir a callejear con Peter cada vez que podían; admiraban las mansiones señoriales con sus fachadas ricamente ornamentadas, los muchos automóviles y vehículos tirados por caballos, y, en los escaparates de una juguetería, las máquinas de vapor, los juegos de armar, las casas de muñecas. Los adultos, entre tanto, hacían cola ante los consulados esperando conseguir una visa para todos, también para los dos hombres presos en el campo de concentración. Por fin, gracias a las gestiones de un pariente de Buenos Aires propietario de tierras en Bolivia, que acudió a las autoridades de ese último país, obtuvieron el «permiso de salida única» del Reich Alemán. En enero de 1939 el padre y el tío de Helga dejaron Buchenwald, y justo al año preciso de la ocupación de Austria por los alemanes, la familia Markstein tomaba a primera hora del amanecer, en la vienesa Estación del Oeste, el tren con destino a Hamburgo. Semanas después arribaron exhaustos y sin recursos a La Paz.

4

Helga y Willi vieron a Gisi por última vez el 3 de abril de 1977, Domingo de Ramos, que pasaron juntos en El Challao, un concurrido lugar de excursiones al pie de la montaña, a unos ocho kilómetros de la ciudad. Hacia las siete de la tarde regresaron a Mendoza y dejaron a Gisi cerca del apartamento de Godoy Cruz. Antes de bajar del auto, ella y su madre combinaron para verse el domingo siguiente. Solían encontrarse en una parada sobre el transitado Paso de los Andes esquina con Armani. Allí Helga hacía como si esperara un colectivo, minutos después llegaba Gisi y pasaba frente a ella, y ella luego la seguía, por lo general hasta una confitería donde conversar tranquilas y sin peligro de ser escuchadas. Pero el Domingo de Pascua Helga esperó en vano a su hija, y lo mismo una semana más tarde. Para entonces sabía que los militares habían sido informados sobre el lugar y la hora de la reunión en Las Heras, que habían acechado a los diez o doce montoneros, los habían reducido, uno a uno o conjuntamente, y se los habían llevado.

No obstante, Helga y Willi creían que, por esas cosas del azar, Gisi se había salvado, y no les faltaban motivos. En primer lugar, notaban que su casa en la calle Coronel Díaz seguía siendo vigilada. Ya antes habían advertido, noche tras noche y a veces también de día, la presencia de un auto estacionado al otro lado de la calle, con dos hombres en los asientos delanteros que, al parecer, tenían a Gisi en el punto de mira. Si ella efectivamente hubiese caído, ya no habría razón para que siguieran espiando la casa.

En segundo lugar, hacia fin de mes un ex compañero de clase de Gisi, alumno como ella de la Escuela Técnica Química, fue al consultorio de Willi para, según afirmó, aligerar su conciencia.

Yo sabía lo que iba a pasar. Que iban a agarrar a Gisi. Pero no hice nada para impedirlo.

Willi no supo muy bien cómo reaccionar ante la inesperada confesión y solo hizo un vago gesto con la mano, como restándole importancia. Pero en realidad hubiese querido preguntarle unas cuantas cosas. ¿Quién te dijo que Gisi estaba en peligro? ¿Cómo la habrías podido ayudar? ¿Y por qué me das a entender que habría estado en tus manos ayudarla? Quizá el muchacho quería sondearlo. Quizá esperaba que Willi dijera no tienes nada que reprocharte, nuestra hija se encuentra bien. Entonces, el muchacho habría tenido razones para suponer que Gisi todavía estaba en contacto con ellos. Quién sabe si no lo mandó alguien con el propósito de dar con la prófuga.

Había todavía un tercer indicio de que Gisi aún no había sido capturada. Días antes o después de la visita del ex compañero de clase, otro joven, también un conocido o compañero de estudios, detuvo a Willi por la calle.

Guillermo, imagínese, anteayer vi a Gisela, sí, en uno de los viñedos de las afueras.

¿Estás seguro?

Totalmente.

¿Hablaste con ella?

No hubo oportunidad, él iba acompañado y no quiso ponerlos en peligro ni a ella ni a sí mismo.

Pero era Gisela, ¡la reconocí enseguida!

Willi y Helga conocían al muchacho como persona seria y de confianza que, sin duda alguna, no tenía intención de engañarlos. Pero cabe pensar que se equivocó. O que Gisi fue capturada recién después, a comienzos de mayo. En cualquier caso, no hubo más señales de vida de su hija, quien habría hecho todo lo posible por mandar un mensaje a sus padres, en esto nunca les había fallado. Hoy Helga está convencida de que Gisi cayó en manos de los militares el 8 de abril, cuando la reunión de su grupo, o, a más tardar, a comienzos de mayo. Pero en aquel entonces tanto ella como Willi abrigaban la esperanza de volver a verla. Por eso vacilaron mucho antes de interponer en el juzgado un recurso de hábeas corpus denunciando la desaparición de su hija, recurso que, por supuesto, fue desestimado. Hasta ese momento creían que, de hallarse Gisi aún en libertad, al denunciarla como desaparecida solo la perjudicarían.

Una vez, todavía en el año 1977, una conocida les contó que la había visto en Maipú, en una farmacia. Que Gisela entró, presentó una receta, recibió el medicamento y volvió a salir.

Así fue, se lo juro por lo más sagrado.

Otra vez, cinco o seis años más tarde, se les acercó, muy agitada, una enfermera que trabajaba con ellos en un proyecto asistencial en una villa miseria en Rivadavia. Abrazó a Helga y le dijo en susurros: Les tengo una gran noticia, no lo van a creer. Y era que había escuchado en el Hospital Central de Mendoza a dos médicos que conversaban sobre los muchos desaparecidos de la dictadura y la dolorosa incertidumbre en que vivían sus familias; entonces ella les había dicho tengo dos buenos amigos, la hija de ellos también está desaparecida, a lo cual uno de los médicos le preguntó cómo se llaman, y ella respondió Tenenbaum. Ah, claro, dijo él, por supuesto, los padres de Gisela.

Diles que no se preocupen. Gisela está a salvo.

Qué, ¿está viva?

Claro. Primero estuvo oculta en el sur, después la llevaron a Cuba, yo mismo ayudé a sacarla del país, y ahora está en Suiza. En cuanto le sea posible, se va a poner en contacto con sus padres.

Cuando, tras mucho buscar al médico y una serie de evasivas de su parte –que no tenía tiempo, que justo estaba con mucho trabajo, no, mañana tampoco podía ser, y después salía de viaje por algunas semanas–, Helga lo tuvo enfrente para pedirle explicaciones, el hombre negó haber dicho nada sobre Gisi. Que él ni la conocía, que eran puros inventos de Margarita, la enfermera. Helga insistió, entonces se puso grosero.

Déjeme en paz, salga inmediatamente de acá, o la mando internar en el psiquiátrico. Usted está loca.

La acusación no la tomó por sorpresa, al fin y al cabo durante el régimen militar trataron de locas a las mujeres que exigían que se esclareciera el destino de sus hijos desaparecidos. Helga no se movió de su sitio, lo miró fijo a los ojos y le preguntó si no le daba vergüenza andar largando mentiras. Él le aguantó la mirada unos segundos, se dio media vuelta sin decir nada y salió corriendo.

Y la verdad es que desde entonces abandonamos toda esperanza, dice Helga, y Willi, sentado a su lado, guarda silencio.

5

Bolivia no ofrecía mucho para que los refugiados se sintieran como en casa. Era un país pobre con una docena de propietarios mineros inmensamente ricos, dos millones y medio de indios obligados a trabajar sus tierras ancestrales en calidad de siervos y un millón y medio de cholos obsesionados por distinguirse de estos últimos en la vestimenta, las costumbres y la reputación. Por necesidad o por recelo, ambos grupos mayoritarios evitaban mezclarse y no mostraban interés alguno en tratar con los inmigrantes europeos. Además, aparte de la dificultad para comunicarse en español, los recién llegados tenían en su mayoría profesiones u oficios prescindibles en La Paz. Pese a ello, con el tiempo casi todos alcanzaron un mediano pasar. No así la familia de Helga. Los Markstein no conseguían sacudirse la precariedad económica, pese a ser gente trabajadora y creativa, capaz de adaptarse a situaciones nuevas y habilidosa para muchos menesteres, salvo para hacer dinero. Primero arrendaron un terreno en las afueras de La Paz donde cultivaron verduras, pero lo que ganaban no alcanzaba para el sustento. Después, probaron suerte con la finca Elma, un parador para excursionistas. El restaurante estaba sobre una colina, lo rodeaba un paisaje de arena y piedra, cuatro eucaliptos mustios y cactos polvorientos.

Todas las mujeres de la familia, no solo la madre de Helga, eran excelentes cocineras y servían raciones abundantes, y así no tardaron en hacer clientela entre los exiliados de la Federación de Austríacos Libres, quienes llegaron a celebrar allí una fiesta con atracciones al estilo del Prater vienés, como un mago que sacaba conejitos de la galera, una vidente con velo que sabía responder a todas las preguntas, una comedieta titulada El asesino sádico y canciones de la patria lejana, que todos entonaron a coro antes de que una pequeña banda aportase la música para el baile. Los domingos era necesario que los niños de la familia colaboraran sirviendo las mesas, lavando platos y apostándose en la puerta para impedir que alguien se marchara sin pagar. Dado que los precios apenas cubrían los costos, al poco tiempo no tuvieron más remedio que dejar el negocio. La madre de Helga alquiló una habitación en el centro de La Paz, donde los fines de semana ayudaba en la cocina de un restaurante. Rudolf Markstein consiguió empleo como supervisor de mozos en el selecto Hotel Sucre, y Heinz, quien había empezado a aprender el oficio de electricista en cuanto llegó a Bolivia, entró a trabajar en una empresa de exportaciones sin mayor entusiasmo, porque lo suyo eran la literatura y la historia y, con toda su alma, hubiera querido ir a la universidad. Pero para eso no había dinero. Helga asistía a una escuela primaria que los exiliados alemanes y austríacos fundaron para sus hijos porque las escuelas públicas eran sucias y malas, y las privadas, caras. Mucho no aprendió; los maestros, salvo pocas excepciones, no tenían la menor experiencia pedagógica, y los alumnos eran en su mayoría niños inquietos y más o menos perturbados por lo vivido antes y después de la expulsión de su país. En las aulas el jaleo era continuo y, en realidad, nadie se ocupaba de ellos.

A los doce años Helga comenzó a aprender el oficio de sombrerera. Deseaba aliviar cuanto antes el bolsillo de sus padres. Todo lo que le enseñó su patrón, un inmigrante alemán por demás tacaño, fue a enderezar con un martillo los alfileres chuecos. Cierta vez a ella se le rompió un vaso, él perdió los estribos y empezó a insultarla, entonces Helga, sin decir palabra, se marchó para siempre. Después el hombre intentó hacerla cambiar de opinión, pero para entonces ella había conseguido otro trabajo. De noche asistía a un curso de secretariado que incluía contabilidad, dactilografía y correspondencia comercial. Una chica del barrio que había vivido unos años en Gran Bretaña le enseñó nociones básicas de inglés, que ella profundizó con asiduas lecturas y consultas del diccionario. En especial le gustaron entonces las novelas de John Steinbeck.

Trabajaba ya como secretaria de una empresa importadora cuando por La Paz se propagó la noticia de que la Segunda Guerra Mundial había acabado. ¡Alemania había sido derrotada! Salió como todos los empleados corriendo a la calle, donde se abrazaron, radiantes de alegría.

6