Créditos

El mundo en que vivimos


V.1: abril de 2020

Título original: The Way We Live Now


© de la traducción, Claudia Casanova, 2014

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.



Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Ilustración de cubierta: The Dinner Party, de Ferenc Paczka - Bridgeman


Corrección: Ana Bustelo


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-82-6

THEMA: FBC

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


Cofinanciado por el programa Europa Creativa de la Unión Europea


4


El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.

EL MUNDO EN QUE VIVIMOS

Anthony Trollope

Traducción de Claudia Casanova

1

Sobre el autor

3

Anthony Trollope (1815-1882) nació en Londres en 1815, hijo de un abogado en bancarrota y de Frances Trollope, que, tras fracasar como regente de un bazar en Cincinnati, inició una carrera literaria que le reportó fama y prosperidad económica. Anthony se educó en Harrow, Sunbury y Winchester, donde se sintió a disgusto entre los miembros de la aristocracia, y nunca llegó a la universidad. En 1824 empezó a trabajar en el servicio de correos, donde permanecería hasta 1867. Tras siete años en Londres, fue trasladado a Irlanda, y de ahí a nuevos destinos en Reino Unido, Egipto y las Indias Occidentales.

En 1847 publicó su primera novela, The Macdermots of Ballycloran, y, en 1855, El custodio, la primera del ciclo ambientado en la mítica ciudad de Barchester (trasunto de Winchester) y en las intrigas políticas de su clero. Este ciclo lo consolidó como autor realista y le granjeó popularidad. En 1864 inició el ciclo de las novelas de Palliser, en el que retrataría los entresijos de la vida política y matrimonial de los parlamentarios londinenses. En 1868 se presentó como candidato liberal a las elecciones, pero no fue elegido. 

Entre sus admiradores están Antonia Fraser, Jonathan Raban, Ruth Rendell y Gore Vidal, además de Tolstói, Henry James, Browning y George Eliot. Su obra se caracteriza por su humor y su benevolencia en la crítica social y política, y muchas de sus novelas han sido adaptadas para la televisión o la radio. 

Entre sus últimas creaciones cabe destacar El mundo en que vivimos, una gran sátira del capitalismo considerada por la crítica su mejor novela.

El mundo en que vivimos

Una magistral novela contra la corrupción y la codicia



Augustus Melmotte, un banquero sin escrúpulos recién llegado a Londres, vende a sus inversores un producto sin valor y crea una burbuja que hace subir el precio de las acciones para acaparar beneficios. Esta historia, que podría pasar hoy, es la que se cuenta en esta novela de Anthony Trollope.

El mundo en que vivimos está ambientada en el Londres de finales del siglo xix y es una obra maestra, reconocida por la crítica como la mejor novela de Trollope. Su origen se encuentra en que el autor, tras regresar a Inglaterra de las colonias en 1872, quedó horrorizado por la inmoralidad y deshonestidad que encontró en su país. Indignado, se sentó a escribir esta obra, y nada escapó a la sátira de su pluma: ni los políticos, ni los banqueros, ni el mundillo literario, ni los apostadores, ni siquiera el sexo.

En un mundo de sobornos y venganzas en el que las herederas se ganan como fichas de casino, los personajes de Trollope personifican los vicios de su sociedad, que son también los de la nuestra.




«Trollope no escribía para la posteridad, sino para su tiempo y momento, pero ese es precisamente el tipo de escritores a los que la posteridad prefiere.»

Henry James


«La obra maestra de Trollope.»

The Observer


«Una historia de corrupción financiera que recuerda algunos escándalos recientes de la City.»

Daily Telegraph


«Su sutil descripción de las relaciones humanas y del amor, así como del esfuerzo que supone tomar decisiones, no tiene rival. Es tan gracioso, tan sensible y tan lúcido respecto a cómo la gente busca dinero, poder y reconocimiento social que debería leerlo todo el que tenga pulso.»

The Guardian

Contenido


Portada

Newsletter

Página de créditos

Sobre este libro



Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 23

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Capítulo 88

Capítulo 89

Capítulo 90

Capítulo 91

Capítulo 92

Capítulo 93

Capítulo 94

Capítulo 95

Capítulo 96

Capítulo 97

Capítulo 98

Capítulo 99

Capítulo 100


Notas de la traductora

Sobre el autor

Sobre la traductora

Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrute de la lectura.


Queremos invitarle a suscribirse a la newsletter de Ático de los Libros. Recibirá información sobre ofertas, promociones exlcusivas y será el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tiene que clicar en este botón.


boton_newsletter


Capítulo 1

Tres editores


Sirvan estas líneas para presentar lady Carbury al lector. De su carácter y hazañas dependerá en gran medida el interés que tengan las páginas que siguen; esa tarde, permanecía sentada frente a su escritorio, en la habitación de su casa en la calle Welbeck. Lady Carbury se pasaba muchas horas frente a ese escritorio, escribía numerosas cartas, y no solamente cartas. En ese entonces, se refería a sí misma como una mujer dedicada a la Literatura, y siempre deletreaba la palabra con L mayúscula. Es posible desentrañar la naturaleza de su devoción analizando las tres misivas que esa mañana la ocupaban, y que había escrito con su veloz letra manuscrita. Lady Carbury era veloz en todo, y sobre todo en el redactado de cartas. He aquí la primera misiva.

Jueves, calle Welbeck


Querido amigo:

Me he asegurado de que le lleguen mañana las primeras galeradas de mis dos nuevos volúmenes, o como muy tarde el sábado, de modo que si lo desea, pueda darle un empujón a su esforzada servidora de usted en el periódico de la semana que viene. Hágalo, por favor. Me refiero al empujón. Usted y yo tenemos tanto en común, ¡y hasta me he aventurado a creer que somos realmente amigos! No pretendo halagarle al decir que su ayuda significaría más para mí que ninguna otra, y que sus alabanzas serían un bálsamo para mi vanidad más allá de cualquier otro elogio que pudiera recibir. Estoy casi segura de que le gustarán mis Reinas criminales. El esbozo de Semíramis posee fuerza, aunque tuve que modificar un poco las cosas para subrayar su culpabilidad. Cleopatra, por supuesto, la he tomado prestada de Shakespeare. ¡Menuda descarada! No pude convertir a Julia en reina, pero era una personaje demasiado jugoso como para prescindir de él. En las dos o tres damas del imperio, se dará usted cuenta de lo mucho que domino mi Gibbon. ¡Pobre y querido Belisario! Hice lo que pude con Juana, pero no logré sentir pena por ella. Hoy en día, simplemente habría dado con sus huesos en Broadmore. Espero que no piense que he sido demasiado dura con Enrique VIII y su pecaminosa aunque desdichada Howard. Y Ana Bolena no me gusta nada. Me temo que he caído en la tentación de extenderme en demasía sobre la italiana Catalina, pero confieso que siempre fue mi favorita. ¡Qué mujer! ¡Un verdadero demonio! Es de lamentar que un segundo Dante no creara para ella un infierno especial. El resultado de sus enseñanzas se ve a las claras en la vida de nuestra María escocesa. Confío en que esté de acuerdo en mi opinión sobre la reina de los escoceses. ¡Culpable, siempre culpable! Adulterio, asesinato, traición: todo y más. Sin embargo, debemos ser compasivos a causa de su sangre real. Nació y se crió como una reina, se casó como una reina y estuvo rodeada de reinas: ¿cómo podía escapar de la culpa? No declaro inocente a Maria Antonieta, no me decido. No tendría el menor interés, y además hasta quizá sería una falsedad. La he acusado con amor, no obstante, y la reconvengo con un beso. Espero que el público británico no se enfade porque no tapo las vergüenzas de Carolina, especialmente teniendo en cuenta que estoy de acuerdo con ellos acerca de su lamentable marido.

Pero no quiero malgastar su tiempo enviándole otro libro, aunque me llena de satisfacción pensar que estoy escribiendo un texto que solamente usted leerá. Hágalo personalmente, como buen hombre que es, y con indulgencia, como el gran hombre que también es. O mejor dicho, como el amigo que le considero, léala con cariño.


Agradecida y entregada,

Matilda Carbury

Al fin y al cabo, ¿cuántas mujeres son capaces de elevarse más allá del miasma que denominamos amor, y convertirse en algo más que meros juguetes en manos de los hombres? De entre todas las pecadoras lujuriosas y de sangre real que me han ocupado, su mayor desliz fue consentir, en algún momento de sus vidas, ser juguetes sin ser esposas. Me he esforzado por mantenerme dentro de los límites de la propiedad, pero hoy en día en que las muchachas leen de todo, ¿por qué no iba una mujer madura como yo a escribir sobre lo que se le antoje?


Dicha carta estaba dirigida al señor Nicholas Broune, editor del diario Morning Breakfast Table, de elevado carácter moral, y como era la más larga también era considerada la más importante de las tres. El señor Broune era un hombre poderoso en su profesión, y le gustaban las señoras. En su carta, lady Carbury se había calificado de mujer de cierta edad, pero lo hacía convencida de que nadie más la consideraba bajo esa luz. Su edad no será un secreto para el lector, aunque no la había divulgado ni entre sus amigos más íntimos, entre los que se contaba el señor Broune. Tenía cuarenta y tres años, tan bien llevados, y tan bien dotada estaba dicha señora por la Naturaleza, que era imposible negar que aún era un mujer hermosa. Y no solamente empleaba su belleza para incrementar su influencia, como suele suceder con las mujeres a las que la fortuna sonríe en ese aspecto, sino que calculaba cuidadosamente cómo obtener ayuda material para vivir, fin muy necesario a sus ojos, adaptando con prudencia las cosas buenas con que la Providencia la había dotado a sus objetivos. No se enamoraba, no flirteaba voluntariamente, ni se comprometía; pero sonría y susurraba, intercambiaba confidencias, y miraba a los hombres como si existiera un misterioso lazo que los uniera con ella, si tan solo las misteriosas circunstancias lo permitieran. El fin de todo ello era inducir a los demás a hacer algo que impulsara a un editor a pagarle por sus indiferentes escritos, o que se enfrentara con menos severidad a sus textos, cuando los méritos de los mismos así lo exigieran. El señor Broune era, de entre todos sus amigos de círculos literarios, en quien más confiaba, y al señor Broune le gustaban las mujeres guapas. Quizá valga la pena ofrecer un breve resumen de la escena que tuvo lugar entre lady Carbury y su amigo, un mes antes de que tuviera lugar la redacción de la carta. Lady Carbury quería que este aceptara una serie de textos para el Morning Breakfast Table, y que los abonara a la tarifa de categoría 1, aunque sospechaba que el señor Broune no estaba muy convencido de los méritos de su labor. Lady Carbury era consciente de que sin un trato especial, era muy dudoso que obtuviera una remuneración de tarifa de categoría 2, o incluso de categoría 3. De modo que lo miró a los ojos, y posó su suave y blanda mano sobre la del señor Broune durante unos instantes. Un hombre enfrentado a esas circunstancias a menudo pasa por una situación embarazosa, sin saber si decantarse por una cosa o por la otra. El señor Broune, en un momento de entusiasmo, había rodeado la cintura de lady Carbury con sus brazos, y la había besado. Decir que lady Carbury se había ofendido, como tantas mujeres habrían reaccionado al ser tratadas así, no transmitiría la imagen justa de su carácter. Se trató de un pequeño incidente, que no causó daño alguno, a menos que fuera el de romper su relación con un valioso aliado. Su sentido del pudor no sufrió, pues ¿qué importaba? No la habían insultado imperdonablemente, ni había pasado nada malo. Bastaba con convencer al pobre y susceptible asno de que esas no eran maneras de comportarse.

Sin temblar ni ruborizarse, lady Carbury logró zafarse del abrazo, y luego le obsequió con un excelente discursito: 

—¡Señor Broune, qué tontería, qué locura, qué equivocación! ¿No le parece? ¡Dudo que quiera poner fin a la amistad que nos une!

—¿Poner fin a nuestra amistad? ¡Lady Carbury, eso no!

—Entonces, ¿por qué arriesgarla con un acto así? Piense en mi hijo y en mi hija, ambos ya crecidos. Piense en los sinsabores que he vivido, en cuánto he sufrido inmerecidamente. Nadie lo sabe tan bien como usted. Piense en mi reputación, ¡cuántas veces han intentado mancillarla, sin éxito! Dígame que lo siente, pues, y todo quedará olvidado.

Cuando un hombre besa a una mujer, no le apetece disculparse inmediatamente después. Eso equivaldría a afirmar que el beso no ha estado a la altura de sus expectativas. Así, el señor Broune no pudo satisfacer la petición de lady Carbury, quien a su vez quizás tampoco lo esperaba. Dijo él:

—Usted sabe que no querría ofenderla por nada en el mundo.

Y eso bastó. Lady Carbury volvió a mirarlo a los ojos, y ese día obtuvo la promesa de que se imprimirían sus artículos, con una generosa remuneración.

Cuando la entrevista terminó, lady Carbury pensó que había sido un éxito. Por supuesto que era de esperar que surgieran incidentes, cuando se tenía que luchar trabajosamente para salir adelante. La señora que se ve obligada a alquilar un carruaje que pasa por la calle se encontrará con barro y polvo, a diferencia de su vecina más pudiente, que posee un carruaje privado. Claro que habría preferido que el señor Broune no la besara, pero ¿qué importaba? Sin embargo, para el señor Broune el asunto era un poco más serio. «Demonios», se dijo al salir de la casa, «no hay manera de llegar a entenderlas, por mucha experiencia que uno tenga». A medida que se alejaba, casi pensó que lady Carbury había querido que la besara de nuevo, y a punto estuvo de enfadarse consigo mismo por no haberlo hecho. Después del incidente, la vio tres o cuatro veces más, pero tuvo buen cuidado de no repetir la ofensa.

Seguiremos ahora con las cartas restantes, ambas destinadas a los editores de otros tantos periódicos. La segunda estaba dirigida al señor Booker, del Literary Chronicle. El señor Booker era un esforzado profesor de literatura, no desprovisto de talento, ni de influencia, ni de conciencia. Pero, a causa de la naturaleza de sus esfuerzos, de los compromisos a los que se había visto obligado a adquirir, por parte de sus colegas autores por un lado, y las demandas de sus empleadores por el otro, únicamente preocupados por el beneficio económico, se había acomodado en un trabajo rutinario en el cual resultaba difícil ser escrupuloso, y casi imposible alimentar el lujo de una conciencia literaria. Ahora era un hombre calvo de sesenta años, con numerosas hijas, una de las cuales era viuda y tenía dos hijos, y los tres dependían de él económicamente. El señor Booker ganaba un sueldo de quinientas libras al año como editor del Literary Chronicle, diario que gracias a su energía se había convertido en una cabecera muy leída. También escribía para otras revistas literarias, y casi cada año publicaba un libro propio. Sobrevivía, y los que conocían su reputación, pero no le conocían a él, le consideraban un hombre de éxito. Siempre conservaba el ánimo, y en los círculos literarios lograba hacerse valer. Pero la presión de las circunstancias le obligaba a aceptar todo lo bueno que le salía al paso, y apenas podía permitirse ser independiente. Hay que aclarar, además, que los escrúpulos literarios no formaban parte ya de sus preocupaciones, desde hacía tiempo. La segunda carta, pues, rezaba así:

Calle Welbeck, 25 de febrero de 187—


Estimado señor Booker:

Le he pedido al señor Leadham [el cual era socio principal de la empresa editorial Leadham & Loiter] que le enviara un ejemplar anticipado de mi obra Reinas criminales. También he acordado con mi amigo el señor Broune que voy a reseñar su Nueva historia de una bañera en el Breakfast Table. De hecho, estoy en ello en estos momentos, y me estoy esforzando mucho. Si desea que haga mención de algún aspecto específico del protestantismo de la época, no dude en decírmelo. Igualmente, me agradaría mucho que hiciera usted mención de mi profunda investigación histórica, detalle que confío a su buen saber. No se retrase, se lo ruego, pues las ventas dependen en gran medida de que salgan reseñas tempranas. Solamente me pagan mediante regalías, que no cobro hasta alcanzar los primeros cuatrocientos ejemplares de venta. 


Sinceramente,

Matilda Carbury


Alfred Booker

Literary Chronicle, Office, Strand

Al señor Booker no le escandalizó en absoluto recibir dicha nota. Se rió para sus adentros, con una risita agradablemente reticente, mientras pensaba en lady Carbury escribiendo sobre sus opiniones acerca del protestantismo. También pensó en los numerosos errores históricos en los que la aguda dama sin duda había incurrido, habida cuenta de que escribía sobre asuntos de los que, el señor Booker estaba convencido, lo ignoraba todo. Sin embargo, no le pasó por alto que una reseña favorable de su concienzuda obra, titulada Nueva historia de una bañera, en el Breakfast Table, no sería nada desdeñable, aun si llegara de la mano de una charlatana literaria, y por lo tanto no tendría el menor escrúpulo en devolver el favor cubriendo a su vez la obra de lady Carbury de alabanzas en el Literary Chronicle. Probablemente no afirmaría que el libro fuera certero, pero sería capaz de declarar que se trataba de una lectura deliciosa, que las características femeninas de las reinas estaban dibujadas con maestría, y que el libro sin duda encontraría un lugar en las estanterías de todas las bibliotecas privadas respetables. El señor Booker era muy hábil en sus reseñas, y sabía perfectamente cómo redactar una breve nota de un libro como el de las Reinas criminales de lady Carbury, sin perder mucho tiempo leyéndolo. Incluso era capaz de hacerlo sin menoscabar el libro, de modo que la utilidad de la reseña de cara a las ventas no se viera mermada. Y sin embargo, el señor Booker era un hombre honrado, y se había significado con firmeza frente a ciertas malas prácticas del mundo de la literatura. Denostaba con vehemencia consciente las reseñas artificialmente largas, o las demasiado escuetas, y la francesa costumbre de deambular alrededor de unas pocas palabras por toda la página. Se le consideraba, más bien, un Arístides de los críticos literarios. Pero debido a sus circunstancias, tampoco podía oponerse completamente a las prácticas de su tiempo. «¡Mal! ¡Por supuesto que está mal!», le había dicho a un joven amigo que trabajaba en el periódico. «¿Es que alguien lo duda? ¡Hay tantas cosas malas en lo que hacemos cada día! Pero si nos propusiéramos reformar todos nuestros errores de golpe, nunca lograríamos nada bueno. No soy lo bastante fuerte como para transformar el mundo yo solo, y dudo que tú puedas». Así era el señor Booker. 

Luego estaba la carta número 3, dirigida al señor Ferdinand Alf. El señor Alf dirigía y era supuestamente el principal dueño del Evening Pulpit, rotativo que durante los dos últimos años se había convertido en «una buena cabecera», como les gustaba decir a los hombres que estaban en los círculos de la prensa. El Evening Pulpit proporcionaba, o esa era la intención, información diaria a sus lectores de todo lo que los líderes de la metrópolis habían dicho o hecho hasta las dos de ese mismo día, y profetizaba con maravillosa precisión lo que se haría y diría en las siguientes doce horas. El diario desarrollaba dicha tarea con un asombroso aire de omnisciencia, y a menudo adornado con una ignorancia a duras penas superada por su arrogancia. Pero escribían bien. Si bien los hechos eran falsos, estaban bien contados. Los argumentos no tenían lógica alguna, pero eran convincentes. El espíritu que presidía el diario poseía el don, en cualquier caso, de saber qué quería su público, y cómo abordar los temas para la lectura fuera amena. El Literary Chronicle del señor Booker no se atrevía a posicionarse ideológicamente, mientras que el Breakfast Table era decididamente conservador. El Evening Pulpit hablaba mucho de política, pero se ceñía fielmente a su lema: «Nullius addictus jurare in verba magistri». En consecuencia, en todo momento el diario ejercía el valioso privilegio de atacar lo que hacía uno y otro bando. Un periódico que desee prosperar jamás debe perder el espacio de sus columnas y agotar a sus lectores elogiando nada. Las alabanzas son invariablemente aburridas, un hecho que el señor Alf había descubierto y utilizado en provecho de su empresa. 

El señor Alf también había comprobado otra gran verdad. Los ataques procedentes de los que habitualmente elogian a los demás se consideraban personalmente ofensivos, y las personas que ofenden a veces convierten el mundo en un lugar demasiado incómodo para ellos mismos. Pero en cambio, la censura de los que siempre hallan defectos en las acciones del prójimo se convierte en un hecho tan habitual, que pronto deja de ser objeto de alarma. El dibujante de caricaturas que solamente se dedica a eso raras veces debe responder de sus actos, sino que se le permite tomarse las libertades artísticas que le plazcan con el rostro o el cuerpo de una persona. Es su oficio, y su función, transformar todo lo que toca en algo deleznable y cómico. Pero si un artista publicara una serie de retratos de los cuales solamente dos de entre una docena fueran horrendos, sin duda se ganaría dos enemigos, si no más. El señor Alf nunca hacía enemigos, porque no elogiaba a nadie, y por lo que se podía deducir de la posición de su periódico, nada le satisfacía. 

Personalmente, el señor Alf era un hombre notable. Nadie sabía de su origen o de su anterior profesión. Supuestamente, era un judío alemán, y algunas damas afirmaban que se detectaba un ligerísimo acento extranjero cuando hablaba. Sin embargo, se aceptaba que conocía Inglaterra como solamente un oriundo de ese país podía conocerla. Durante el último par de años, se había abierto camino, como suele decirse, y lo había hecho con no poco acierto. Le habían prohibido la entrada en tres o cuatro clubes privados, pero también le habían aceptado en otros dos o tres; y la manera en que había aprendido a hablar de los establecimientos que le habían rechazado estaba calculada para alimentar en la mente de sus interlocutores la sospecha de que dichas sociedades eran instituciones anticuadas, imbéciles y moribundas. Jamás se cansaba de implicar que no conocer al señor Alf, no tener buena relación con él o no comprender que, sin importar cómo y dónde había nacido, el señor Alf era una conexión socialmente respetable e interesante, constituía un craso error y sumía al que lo cometía en la más abyecta oscuridad. Y como no se cansaba de insistir en ello, o insinuarlo sutilmente, las damas y caballeros que le rodeaban empezaron a creerlo, y finalmente el señor Alf se convirtió en un hombre destacado en los círculos políticos, literarios y modernos. 

Era un hombre atractivo, de unos cuarenta años, pero se comportaba como si fuera más joven. De estatura inferior a la media, con una mata de pelo oscuro con mechas grises, si no fuera por el arte en el tinte de su peluquero, de facciones cinceladas, ostentaba una sonrisa permanente, cuya placidez se veía mermada por la dura severidad de sus ojos. Vestía con cuidada sencillez, y al mismo tiempo era atildado. No estaba casado, poseía una casita cerca de la plaza Berkeley en la que celebraba notables fiestas y veladas, era dueño de cuatro o cinco cotos de caza en Northamptonshire, y se decía que ganaba unas seis mil libras al año con el Evening Pulpit, y que gastaba la mitad de sus ingresos. También mantenía una relación íntima, a su manera, con lady Carbury, cuya diligencia en el uso y disfrute de sus útiles amistades seguía incólume. Su carta al señor Alf rezaba como sigue:

Querido señor Alf:

Debe decirme quién escribió la reseña sobre el último poemario de Fitzgerald Barker. Sé que no lo hará. En mi vida he visto una pieza tan notable. Imagino que el pobre hombre no osará levantar la cabeza, como mínimo antes del próximo otoño; lo cierto es que se lo merecía. No tengo la menor paciencia con las pretensiones de los supuestos poetas que logran, medrando y utilizando la influencia de sus amistades, colocar sus volúmenes en todas las bibliotecas respetables de la ciudad. No conozco a nadie que esté tan predispuesto a dicha práctica como Fitzgerald Barker, pero tampoco conozco a nadie que esté dispuesto a llegar al extremo de leer su poesía.

¿No es sorprendente la forma en que algunos hombres siguen acrecentando su reputación de autores populares sin añadir una sola palabra digna de mención a la literatura de su nación? Lo consiguen mediante la asidua e incansable práctica de hincharse de importancia. Exagerar acerca de los demás y de uno mismo se ha convertido en dos nuevas ramas de una profesión moderna. ¡Ay de mí! Ojalá encontrara un aula en donde recibir lecciones para que una humilde escriba como yo se hiciera con una milésima parte de dicha habilidad. Aunque confieso que odio ese tipo de comportamiento desde lo más profundo de mi alma, y admiro la coherencia con la que el Pulpit se ha opuesto a la misma, me encuentro tan necesitada de apoyo para mis pequeños esfuerzos literarios, y lucho tan denodadamente por convertir mi pasión en una profesión remunerada, que creo que si me ofrecieran la oportunidad, me guardaría el honor en el bolsillo, dejaría a un lado los nobles sentimientos que me dicen que las alabanzas no deben comprarse ni con dinero ni con amistad, y me adentraría en los infiernos de la bajeza, para un día poder regodearme en el orgullo de haber alcanzado el éxito con mi trabajo, y poder así alimentar a mis hijos.

Pero aún no ha llegado ese momento, aún no desciendo a las profundidades inicuas; y por lo tanto, aún me atrevo a decirle que espero con profundo interés, y sin preocupación alguna, ver publicada una reseña de mis Reinas criminales en el Pulpit. Me aventuro a afirmar, aunque lo haya escrito yo, que el libro posee una importancia en sí mismo, y que logrará atraer alguna que otra mención. No dudo en absoluto de que todos los defectos de mi texto serán señalados, y que la presunción de una dama escritora no pasará sin castigo, pero creo que su crítico literario podrá certificar que los esbozos poseen vida propia y que los retratos están bien perfilados. Pero tampoco espero que me diga que más me vale quedarme en mi casa y dedicarme a mis labores, como le dijo usted el otro día a la pobre y desgraciada señora Effington Stubbs.

Hace ya tres semanas que no le veo. Los martes por la noche organizo una velada íntima para mis amigos; le ruego que asista, a la próxima o la de la semana que viene. Y también le ruego que crea que sin importar la severidad editorial o crítica de su diario, le recibiré con mi mejor sonrisa.


Sinceramente suya,

Matilda Carbury

Lady Carbury, después de terminar su tercera carta, se recostó en su silla y por un instante o dos cerró los ojos, como si se dispusiera a descansar. Pero pronto recordó que la actividad de su vida no le permitía ningún momento de reposo y por lo tanto, tomó de nuevo la pluma y empezó a redactar más cartas.


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que haya disfrutado de la lectura.


Queremos invitarle a suscribirse a la newsletter de Ático de los Libros. Recibirá información sobre ofertas, promociones exlcusivas y será el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tiene que clicar en este botón.


boton_newsletter


Capítulo 2

La familia Carbury


El lector habrá deducido ya ciertos rasgos del carácter y la situación de lady Carbury, a través de las cartas proporcionadas en el anterior capítulo, pero es menester añadir más datos. Afirma ser objeto de terribles calumnias, pero al mismo tiempo salta a la vista que no siempre se puede confiar en las declaraciones que hace sobre su persona. Dice también que el propósito de su labor literaria es atender las necesidades de su progenie, y que es el noble objetivo que la impulsa a seguir una carrera en el campo de la Literatura. Pese a lo detestablemente falsas que resultan las cartas a los editores, al sistema absoluta y abominablemente rastrero que emplea para alcanzar el éxito de su obra, tan lejos del honor y la honestidad como la han llevado su servilismo y disposición a arrastrarse para tal fin, hay que reconocer que sus afirmaciones son esencialmente verdaderas. La habían maltratado. La habían calumniado. Era leal para con sus hijos, a los que adoraba, y estaba dispuesta a arrancarse las uñas trabajando si con ello lograba protegerlos y darles una vida mejor.

Lady Carbury era la viuda de sir Patrick Carbury, que antaño había sido un famoso soldado en India, donde había destacado por su valor, y en el interín había ganado su título. En su madurez, se había casado con una mujer joven, y al descubrir demasiado tarde su error, alternativamente la había tratado mal y la había mimado excesivamente; ambos extremos, en abundancia. Entre los defectos de lady Carbury nunca se había manifestado, ni incipientemente, ni siquiera en espíritu, la tentación de ser infiel a su marido. Cuando era una muchacha encantadora, de dieciocho años y sin un centavo, había aceptado casarse con un hombre de cuarenta y cuatro que tenía a su disposición una pequeña fortuna. Al tomar esa decisión, había abandonado toda esperanza de conocer el amor que los poetas describen y que los jóvenes desean experimentar. Cuando se casó, sir Patrick tenía la cara arrebolada, era robusto, calvo, muy dado a la cólera, generoso con su dinero, de temperamento desconfiado, e inteligente. Sabía cómo gobernar a los hombres. Sabía leer y comprender un libro. No era mezquino, y contaba con cualidades atractivas. Era un hombre al que se podía querer, pero no estaba hecho para el amor. La joven lady Carbury comprendió cuál era su posición, y decidió cumplir con su deber desde el primer día. Antes de caminar hacia el altar, ya había decidido que jamás se permitiría flirtear después de casarse, y así había sido. Durante quince años, las cosas habían ido razonablemente bien; es decir, que lady Carbury había soportado su vida con entereza y hasta cierta satisfacción. Cada tres o cuatro años viajaban a Inglaterra, y cada vez sir Patrick obtenía un cargo mejor. A lo largo de quince años, aunque había sido apasionado, imperioso y a menudo cruel, jamás había sido celoso. Habían sido padres de una niña y un niño, y los habían mimado en exceso; la madre, según sus propias palabras, trataba de educarlos en las mejores condiciones. Sin embargo, puesto que desde el principio de su vida la habían educado en el engaño, también en su vida de casada lo había puesto en práctica. Su madre había dejado a su padre, y lady Carbury había vivido una infancia nómada, de un protector a otro, a veces en peligro de desear importarle a alguien, hasta que la dificultad de su posición la había convertido en la persona que hoy era: dura, incrédula y poco fiable. Pero era lista, y se había hecho con modales y buena educación durante esa infancia; y también era atractiva.

Su ambición se había concentrado en casarse y ser dueña de su propio dinero, cumplir con su deber, vivir en una casa grande y que los demás la respetasen. Así, durante los primeros quince años de su vida de casada había tenido éxito, en medio de grandes dificultades. Sonreía a los cinco minutos de escuchar malas palabras, y cuando su esposo la golpeaba, se esforzaba denodadamente por ocultárselo al mundo entero. En el último tramo de su vida, sir Patrick se dio excesivamente a la bebida. Lady Carbury se esforzó primero por apartarle de ese camino, y luego simplemente ocultaba los efectos perniciosos de la afición de su marido. Y en el interín, mentía, manipulaba y vivía inmersa en la mendacidad. Finalmente, cuando ya no se sentía una mujer joven, se permitió establecer amistades para su propio disfrute, y entre dichas relaciones había un hombre. Si la fidelidad de una esposa es compatible con una amistad íntima, si para una mujer el matrimonio no exige el rechazo total de las relaciones con los demás hombres, excepto con su marido, entonces lady Carbury fue una esposa fiel. Pero sir Carbury se volvió celoso, dijo cosas que ni siquiera lady Carbury pudo soportar, hizo otras que la empujaron más allá del cálculo prudente que había presidido su vida, y por fin le dejó. Aun así, lo hizo tan precavidamente que, a cada paso que daba, podía demostrar cuán inocente era. Esa etapa de su vida importa poco a nuestra historia, excepto que al lector debe quedarle claro un hecho esencial: lady Carbury fue víctima de una calumnia. Durante un mes o dos, los amigos de su esposo no cejaron, arrastrando su reputación por los suelos, e incluso el propio sir Patrick se unió al coro. Pero gradualmente, la verdad salió a relucir, y tras un año de separación, volvió a convivir bajo el mismo techo con él, y fue la señora de la casa hasta la muerte de su marido. Le acompañó de regreso a la patria, pero durante el breve período en que se mantuvo alejada de él, sir Patrick se convirtió en un inválido cansado y moribundo. El escándalo la persiguió hasta Inglaterra, y había gente que jamás se cansaba de recordar que durante su vida de casada, lady Carbury se había separado de su marido, y que este la había aceptado graciosamente de nuevo, cuando volvió arrepentida, porque tenía un corazón de oro. 

Sir Patrick dejó una herencia moderada; no era ninguna fortuna. A su hijo, ahora sir Felix Carbury, le legó mil libras al año, y la misma cantidad para su viuda, con la provisión de que después de la muerte de esta, la cantidad se dividiría entre los dos vástagos que dejaría atrás. Así pues, el joven, que ya se había alistado en el ejército cuando su padre falleció, y que no tenía la menor necesidad de mantener una residencia pues de hecho pasaba largas temporadas en casa de su propia madre, poseía el mismo nivel de ingresos que el de su madre y hermana, con el que estas tenían que además pagar los gastos de un techo sobre sus cabezas. Lady Carbury, cuando quedó viuda a los cuarenta años, no tenía la menor intención de vivir el resto de su vida en la estrechez habitualmente asociada a la viudedad. Hasta ahora se había esforzado por cumplir con su deber, sabedora de que al hacerlo aceptaba lo bueno y lo malo de dicha posición. Sin duda, hasta ahora había experimentado el lado menos feliz de su deber: castigada, vigilada, pegada e insultada por un anciano colérico hasta que se vio obligada a huir de su propia casa. Luego, tuvo que humillarse para que la acogiera de vuelta, como un favor, con la seguridad de que su nombre quedaría manchado para siempre, injustamente, y que su marido le reprocharía su escapada constantemente, hasta el último día. Y finalmente, durante uno o dos años, vivió convertida en la enfermera de un libertino moribundo: había pagado un alto precio por las cosas buenas que había disfrutado hasta entonces. Ahora, después de las penas, llegaba la tranquilidad, su recompensa, su libertad, su oportunidad de ser feliz. Pensó mucho en sí misma y tomó una o dos decisiones. El tiempo del amor había pasado de largo, y no pretendía perseguirlo. Tampoco volvería a casarse por conveniencia. Pero sí tendría amigos, amigos de verdad, que pudieran ayudarla, y a los que ella también prestaría su apoyo. Se labraría una carrera, un futuro profesional, para cultivar una actividad interesante. Viviría en Londres, y allí se haría un nombre, en alguno de los múltiples círculos de la gran ciudad. Más por accidente que por elección, había terminado en el mundillo literario, pero durante los últimos dos años, había confirmado y corroborado el accidente debido a su deseo de ganar dinero. Desde el principio fue consciente de que tendría que administrar su renta, no solo porque presentía que con mil libras al año, su hija y ella no podrían vivir, sino también a causa de su hijo. No quería lujos, solamente una residencia situada en un barrio respetable de la ciudad. Su hija era una muchacha prudente y por ese lado estaba tranquila. Podía confiar en Henrietta. Pero su hijo, Felix, no era tan de fiar, y sin embargo sentía una extrema debilidad por él. 

En el momento de dar comienzo nuestra historia, al redactar las tres cartas de las que hemos sido testigos, lady Carbury precisaba dinero. Sir Felix tenía ya veinticinco años, llevaba cuatro en un regimiento de lo más aceptable, pero había vendido su comisión. Para no faltar a la verdad, también había malgastado todo lo que su padre le había dejado. Y su madre lo sabía, y por ende sabía que la pequeña renta reservada para ella y su hija tenía que mantener también al barón. Ignoraba, no obstante, la cuantía total de las deudas de su hijo, cifra que él también ignoraba. Un caballero con título, con una comisión militar en la Guardia Real, y del que se sabe que ha obtenido una herencia de su padre, puede endeudarse sin dificultad durante mucho tiempo, y hasta alcanzar cifras muy elevadas. Sir Felix había hecho abundante uso de ese feliz privilegio, y su vida se había echado a perder en todos los sentidos. Se había convertido en una carga tal para su madre, y para su hermana también, que vivía de susto en vergüenza. Pero ellas no se lo habían recriminado, en ningún momento. Henrietta había aprendido, tras observar la conducta de su padre y de su madre, que todos los vicios en un hombre y en un hijo merecen el perdón, y que a las mujeres, y especialmente a las hijas, se les exigen todas las virtudes. La lección había llegado tan temprana a su vida, que la había aprendido sin el menor reparo o sentido de la injusticia. Lamentaba la mala conducta de su hermano, puesto que le causaba sinsabor a él; pero la perdonaba de buena fe en cuanto a los inconvenientes que le causaba a ella. Le parecía natural que todos sus intereses quedaran supeditados a los deseos de Felix, y cuando sus pequeñas comodidades desaparecieron, y tuvo que recortar los modestos gastos en los que incurría, porque el hermano que había malgastado toda su herencia ahora devoraba también la de su madre, jamás se quejó. Henrietta había aprendido la lección: los caballeros de su clase siempre malgastaban el dinero, el suyo y el de los demás. 

Los sentimientos de la madre eran menos nobles, o mejor dicho, estaban más abiertos a la censura. El niño, que de pequeño era hermoso como una estrella, siempre había sido su preferido, el único ser en el que se recreaba su corazón. Incluso durante su locura y despilfarro, nunca había aventurado una palabra de reproche para evitar su ruina. Lo había mimado de niño, y de mayor siguió haciendo lo mismo. Estaba casi orgullosa de sus vicios, y le encantaba escuchar sus hazañas, que si bien no eran pecaminosas, rozaban la ruina por lo extravagantes. Le había dado tanta libertad que incluso en su presencia, Felix no se avergonzaba de su propio egoísmo, ni parecía consciente de la forma injusta en que afectaba la vida de su familia. 

La consecuencia de todo lo cual fue que la afición literaria que había empezado en parte por placer, y en parte porque constituía un pasaporte hacia la buena sociedad, se había convertido en un trabajo que rendía provecho económico. Así que cuando lady Carbury escribía a sus amigos, los editores de periódicos, y les hablaba de sus esfuerzos, les decía la verdad. Le llegaban rumores del éxito de tal o cual escritor o bien, aún más cerca de su situación, de aquella u otra autora, que se ganaba el estipendio escribiendo. Y se le antojaba que, dentro de unos límites moderados, quizá podía albergar esperanzas para el suyo propio. ¿Por qué no soñar con añadir mil libras más a sus ingresos anuales, para que Felix pudiera llevar de nuevo la vida de un caballero, y casarse tal vez con una heredera, que en los planes de lady Carbury para el futuro, solucionaría todos sus problemas? ¿Quién era tan guapo como su hijo? ¿Qué caballero era más agradable y atractivo? ¿Quién poseía la misma audacia, la principal característica necesaria para la obtención de la mano de una heredera?

Y entonces, su esposa tendría el título de lady Carbury. Si tan solo lograban ganar lo bastante como para superar la marea del mal momento económico en el que se encontraban atrapados, todo acabaría bien. 

El mayor y más esencial obstáculo para el éxito del plan era, probablemente, la convicción de lady Carbury de que alcanzaría su objetivo no tanto escribiendo buenos libros, como logrando convencer a un determinado número de personas para que dijeran que sus libros eran buenos. Trabajaba mucho en su escritura, al menos lo bastante como para producir un buen número de páginas a un ritmo más que notable; y por naturaleza, era una mujer lista. Poseía un estilo fácil, rápido de entender, agudo, y ya dominaba la técnica de extender una idea delgada hasta convertirla en una vasta extensión de letras. No abrigaba la ambición de escribir un buen libro, sino que se dedicaba ansiosamente a pergeñar un libro que los críticos literarios calificaran de bueno. Si el señor Broune, en privado, le hubiera dicho que su libro era una porquería pero al mismo tiempo publicado una reseña elogiosa en el Breakfast Table, es dudoso que la opinión del editor hubiera herido la vanidad de la dama. Era una mujer falsa, de pies a cabeza, pero con muchas y buenas intenciones, pese a lo mendaz de su persona. 

¿Quién sabe, en lo que se refiere a sir Felix, si se había convertido en lo que era después de mucho empeño, o había nacido con tendencia al vicio? Es más que probable que no fuera mejor persona si le hubieran apartado de sus padres y sometido a un régimen moral más duro, de la mano de maestros dotados de una brillante ética. Y aun así, también resulta increíble que la educación, o la falta de ella, fueran responsables de un corazón tan absolutamente privado de sentir compasión por los demás, como el suyo. Ni siquiera era capaz de sentir nada ante su propia desgracia, a menos que afectaran a las comodidades de las que disfrutaba en ese preciso momento. Era como si le faltara la suficiente imaginación como para comprender que vendrían tiempos más míseros y empobrecidos, aunque el futuro estuviera solamente a un mes, una semana o una única noche de distancia. Le gustaba que le trataran con amabilidad, que le alabaran y le trataran con deferencia, que le alimentaran y le acariciaran; y a los que lo hacían, los consideraba sus amigos. En esto, poseía el mismo instinto que los caballos, sin llegar a la simpatía exuberante de los perros. Pero no se puede decir que amara a nadie hasta el punto de negarse el más breve instante de gratificación personal. Su corazón era una piedra. Era guapo, ingenioso e inteligente. Tenía la tez oscura, con ese tono oliváceo, que da a los jóvenes aspecto de pertenecer a una alcurnia aristocrática. Su pelo, que jamás se había dejado largo, era casi negro, suave y sedoso sin llegar al tacto grasiento tan habitual en los que gozan de esa textura en sus melenas. Sus ojos eran grandes, marrones, y perfectamente delineados por el arco de sus cejas también perfectas. Pero quizá lo más glorioso de su rostro se debía más al acabado de sus facciones, a la fina simetría de su nariz y su boca que al resto de sus rasgos. Llevaba un bigote en el labio superior, tan cincelado y fino como sus cejas, pero no tenía barba. La forma de su barbilla también era perfecta, aunque carecía de la suavidad y la dulzura de expresión que transmiten los hoyuelos y que indican un corazón amable. Medía casi un metro ochenta, y su figura era tan excelente como su faz. Los hombres admitían y las mujeres proclamaban vigorosamente que no había existido un caballero más guapo que Felix Carbury. También se daba por sabido que nunca se había mostrado consciente de su propia belleza. Se daba aires por un puñado de motivos: por su dinero, pobre tonto, mientras lo tuvo; por su título, por su comisión militar, hasta que tuvo que venderla; y especialmente, por la superioridad de su intelecto. Pero era lo bastante listo como para vestirse de simplicidad, y evitar la apariencia de que le preocupaba su figura exterior. Por el momento, el reducido mundo de sus amigos y conocidos no había descubierto lo superficial de sus afectos, o más bien, cuán poco afecto sentía por nada ni nadie. Su actitud y su aspecto, junto a cierta agudeza, le habían protegido hasta de los vicios de su propia vida. En un instante, sin embargo, en un único momento de debilidad, había perjudicado su buen nombre más que las locuras de los tres últimos años. Se había peleado con un oficial de su compañía, agrediéndole, y cuando el corazón de un hombre debía haber mostrado una conducta honorable, primero había amenazado y luego se había comportado como un timorato. De eso hacía ya un año, y había dejado atrás el incidente, pero algunos hombres aún recordaban que llegada la hora de la verdad, Felix Carbury había agachado la cabeza, y en definitiva había demostrado ser un cobarde.