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Todos los pájaros cantan


V.1: abril de 2020

Título original: All the Birds Singing


© Evie Wyld, 2013

© de la traducción, Joan Eloi Roca, 2017

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020


Diseño de cubierta: Nuria Zaragoza

Corrección: Unai Velasco


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-81-9

THEMA: FA

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


Cofinanciado por el programa Europa Creativa de la Unión Europea


3

Todos los pájaros cantan

Evie Wyld

Traducción de Joan Eloi Roca

1

Sobre la autora

2

Evie Wyld nació en Londres y creció a caballo entre Australia y el sur de Londres. Estudió Escritura creativa en la Universidad de Bath y en la Universidad de Goldsmiths. Su primera novela, After the Fire, a Still Small Voice, ganó los premios John Llewellyn Rhys y Betty Trask y estuvo nominada al Premio Orange para Nuevos Escritores, el Premio de la Commonwealth y el Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín. En 2013, apareció como una de las diez novelistas británicas jóvenes de la década en la prestigiosa revista Granta.

Su segunda novela, Todos los pájaros cantan, obtuvo el Premio Miles Franklin, el Premio Encore y el Premio de Literatura de la Unión Europea, y estuvo nominada al Premio de Novela Costa, al James Tait Black y al Premio Bailey's de Ficción. Actualmente compagina su faceta de escritora con la de dueña de una pequeña librería independiente de Peckham, en el sur de Londres.

Todos los pájaros cantan

Los secretos del pasado nunca nos abandonan


Jake es una mujer huraña que vive recluida en una vieja granja en una isla del Reino Unido junto a su perro y sus ovejas. Un día, estas empiezan a aparecer muertas. Nadie sabe qué está pasando, aunque Jake está convencida de que todo es obra de una bestia misteriosa que merodea por la isla. Poco a poco, el lector descubrirá todos los secretos de Jake, que se ha refugiado en la isla para escapar de su turbulento pasado en Australia, donde dejó atrás enemigos y fantasmas.

El misterio y la naturaleza palpitan en esta tensa narración sobre la búsqueda de la redención en una intriga magistralmente trabada. Evie Wyld es una de las mejores autoras jóvenes según la revista Granta.

Todos los pájaros cantan ha ganado los premios Miles Franklin, el Premio Encore y el Premio de Literatura de la Unión Europea, y ha sido finalista del Premio Costa, del Premio James Tait Black y del Premio Bailey's.



«Una novela que destila melancolía y suspense. Wyld demuestra una gran maestría. Destacan las escenas de humor negro y la veneración sin sentimentalismos de la autora hacia la naturaleza.»

The New Yorker


«Una obra atrevida y salvaje. Desde la primera frase de la perturbadora novela de Wyld, el lector se adentra en un mundo lleno de violencia y misterio psicológico. La amenaza está presente en cada una de las páginas.»

The Boston Globe


«Por una vez, el bombo publicitario que se ha hecho de una obra es equiparable al talento que destila. La escritura de Wyld procede de un lugar profundo y algo desconcertante.»

The Sunday Times

Contenido


Portada

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Resumen


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32


Sobre el traductor

Sobre el autor


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Capítulo 1


Otra oveja, destrozada y ensangrentada, con las vísceras todavía calientes y el vapor emergiendo de su interior como si fuera un pudin recién horneado. Unos cuervos de picos brillantes pasaron a mi lado, ufanos y emitiendo unos ásperos graznidos, y, cuando agité el bastón, echaron a volar hacia los árboles y me observaron con las alas desplegadas, cantando, si es que se le podía llamar así. Acerqué una bota a la cara de Perro para evitar que se llevara un pedazo de la oveja de recuerdo y permaneció junto a mí mientras arrastraba los restos del animal muerto fuera del prado, hasta la cabaña.

Esa mañana me levanté temprano, antes de que amaneciera, y salí fuera, hablando sola y contándole al perro todo lo que había que hacer, mientras los mirlos se desperezaban en el espino blanco. Como una loca que escucha su propia voz cuando el viento la empuja de nuevo hacia su garganta, ululando como había hecho cada mañana desde que me había instalado en la isla. Los árboles se agitaban en el bosquecillo y las ovejas balaban a mi espalda; los mismos árboles, el mismo viento y las mismas ovejas.

Con aquella, ya iban dos muertes en un mes. Empezó a llover y la repentina ráfaga de viento me arrojó un pedazo de mierda de oveja a la nuca con tanta fuerza que me dolió. Me subí el cuello y me protegí los ojos con la mano.

Criiicra, frío; criiiicra, frío.

—¿De qué os reís? —grité a los cuervos, y les lancé una piedra. 

Me limpié los ojos con el dorso de la mano y respiré profundamente para deshacerme del olor a sangre. Los cuervos se quedaron callados. Cuando me giré para mirarlos, vi que había cinco colocados en fila en la misma rama; me observaban en silencio. El viento me sacudió el pelo y me cegó. 

La tienda de la granja de Marling tenía un cartel torcido y descolorido al pie de la entrada en el que ponía «Conejillos de indias gratis». Nunca los había visto, y ya era demasiado tarde como para preguntar. La hija del dueño, de piel pálida, estaba allí, haciendo un crucigrama. Me miró y bajó la vista de nuevo como si se hubiera avergonzado.

—Hola —dije.

Se ruborizó y movió la cabeza de forma prácticamente imperceptible para saludarme. Vestía un grueso chándal de color verde y llevaba el pelo recogido en una coleta. Tenía los ojos ligeramente enrojecidos, como cuando alguien se pasa la noche llorando o bebiendo. 

Las patatas que vendían solían estar buenas, pero, cuando las cogí, noté que estaban blandas. Volví a dejarlas en su sitio y me dirigí hacia los tomates, pero tampoco tenían buena pinta. Miré por la ventana, en dirección al invernadero de la granja, y vi que todas las ventanas estaban rotas.

—Ey —le dije a la chica, que ya me miraba, con el extremo del lápiz en la boca, cuando me volví hacia ella—. ¿Qué le ha pasado a vuestro invernadero?

—Ha sido el viento —contestó, y se llevó el lápiz a un lado de la boca durante unos instantes—. Mi padre me ha dicho que dijese que ha sido cosa del viento. 

Reparé en los cristales que cubrían los exteriores del invernadero, donde normalmente se exhibían macetas de ciclámenes feos con un cartel que decía la joya de tu jardín de invierno. Ahora solo había tierra oscura y vidrios rotos.

—Vaya.

—Las cosas siempre se desmadran un poco el día de Nochevieja —añadió con una voz de anciana que nos sorprendió a las dos. 

La chica se ruborizó todavía más y volvió a concentrarse en su crucigrama. El hombre que habitualmente estaba al frente de la tienda estaba sentado en el invernadero con la cabeza entre las manos.

Tomé algunas naranjas, puerros y limones, y los llevé al mostrador. No me hacía falta nada; había ido a la granja más por realizar el trayecto en coche que por las provisiones. La chica se sacó el lápiz de la boca y empezó a contar las naranjas, pero se detuvo y volvió a comenzar varias veces. Olía a alcohol, enmascarado por demasiado perfume. Debía de tener resaca. Supuse que habría discutido con su padre. Dirigí la vista hacia el invernadero de nuevo y vi que el hombre seguía allí, en la misma posición, mientras el viento lo golpeaba. 

—¿Llevas nueve? —preguntó la chica, y, aunque no las había contado al meterlas en la cesta, dije que sí. Apretó algunos botones de la máquina registradora.

—Debe de ser difícil quedarse sin el invernadero —comenté, y advertí el pequeño moretón azul que tenía en la sien. No me miró.

—No es tan grave. El pedido del continente debería haber llegado ya, pero el ferry no saldrá hoy. 

—¿Ah, no?

—Hace demasiado mal tiempo —contestó, de nuevo con esa voz cansada que nos avergonzaba a las dos. 

—No sabía que eso pasara.

—Pues sí —dijo mientras colocaba mis naranjas en una bolsa y el resto de comida en otra—. Los barcos nuevos son demasiado grandes y no es seguro salir cuando hay mala mar. 

—¿Cuál es el pronóstico?

La chica me miró rápidamente y bajó la vista otra vez.

—No lo sé. Son cuatro libras con veinte. 

Contó lentamente el dinero que le di. Le llevó dos intentos devolverme bien el cambio. Me pregunté qué más habría oído de mí. Era hora de irme, pero no me moví.

—¿Qué les ha pasado a los conejillos de Indias?

La chica enrojeció de nuevo. 

—Ya no están. Se los dimos de comer a la serpiente de mi hermano. Había demasiados.

—Oh.

—Fue hace años —añadió con una sonrisa. 

—Claro —comenté.

La chica se llevó el lápiz a la boca una vez más y bajó la vista hacia su crucigrama. Me fijé en que, en realidad, solo estaba coloreando los cuadraditos blancos.

Ya en la camioneta, me di cuenta de que había olvidado la bolsa de las naranjas en la tienda. Miré por el espejo retrovisor hacia el invernadero destrozado y vi al hombre, esta vez en pie y con las manos en las caderas, observándome. Cerré la puerta del vehículo y me marché sin las naranjas.

Empezó a llover con fuerza, así que subí la calefacción y activé el limpiaparabrisas a toda potencia. Pasé por el lugar donde habitualmente me detenía para pasear a Perro, y este se quedó sentado en el asiento del pasajero y me miró extrañado. Cada vez que me volvía hacia él, levantaba las orejas, como si estuviéramos en mitad de una conversación y yo evitara mirarlo. 

—¿Qué? —dije—. Solo eres un perro.

Entonces, se giró y miró por la ventanilla.


A mitad de camino de vuelta a casa, lo sentí de nuevo y aparqué junto a la entrada de un campo vacío. Perro contempló estoicamente el paisaje desde la ventana, quieto y calmado, y yo me presioné el puente de la nariz con el pulgar para intentar apaciguar el picor mientras me aferraba a la piel del pecho con las uñas de la otra mano en un intento por disipar el viejo dolor latente que sentía cada vez que perdía una oveja, como si me cayera una gota de sangre en el ojo. Lloré sin lágrimas, dando graznidos y con la boca abierta, y la camioneta se sacudió. Sentía que algo se apoderaba de mí, pero no salía. «Tienes que desahogarte, llora a gusto»; ese era el tipo de cosas que mi madre le decía a uno de los trillizos con la esperanza de evitar una escapada al hospital. Como la vez que Cleve se cayó de un árbol y lloró hasta desgañitarse, y más tarde nos enteramos de que se había roto el brazo. Pero, en ese momento, llorar no me servía de nada, porque me impedía respirar y me dolía. Me detuve cuando empezó a sangrarme la nariz y me limpié con la gamuza que utilizaba los días en que las ventanillas se empañaban por el frío; me calmé y continué el trayecto de vuelta a casa. En Military Road, cerca de la bocacalle que llevaba a mi hogar, unos adolescentes se magreaban en la parada del autobús. Cuando me vieron llegar, uno de los chicos fingió ponerse algo en la boca y otro se subió encima de él e hizo como que arrojaba un lazo. Las chicas se rieron y me ofrecieron un corte de mangas. Al girar, el chico del lazo se bajó los pantalones y me mostró su trasero blanco.


Dejé la cafetera encima del fuego con más fuerza de la necesaria. 

—Putos críos —le dije a Perro, pero estaba de espaldas y no me oyó.

Cerré la puerta de la nevera de un golpe y apoyé la frente contra ella. Acostumbrarme a la comodidad de aquel lugar había sido una estupidez. La nevera murmuró como si me diera la razón. Creer que no se echaría todo a perder había sido una estupidez. La sensación que me había invadido por primera vez al ver la casita, baja y blanca como un guijarro de piedra caliza a los pies negros de las colinas, la seguridad de que no hubiese nadie en los alrededores que pudiera observarme… Todo eso parecía formar parte de un pasado muy lejano. Busqué el mango del hacha junto a la nevera.

Tenía unas manchas marrones en la manga, donde la sangre de la oveja muerta se había quedado impregnada, así que me quité el jersey y froté la mancha con jabón en el baño de abajo. Olía como un macho cabrío, pero la idea de darme un baño con el frío que tenía no me atraía en absoluto, por lo que solo me eché un poco de agua en las axilas. Abrí y cerré las manos para entrar en calor; la derecha me dolía y crujía como cuando hay humedad y los huesos no han acabado de soldarse. 

Me pasé la mano por la piel de la cara y contemplé mi reflejo en el espejo. La última vez que me había cortado el flequillo me había excedido un par de centímetros y ahora parecía una loca. Vi una huella sangrienta debajo de mi oreja.

Me encendí un cigarrillo y lo sostuve entre los labios mientras apretaba las manos con los brazos extendidos para tensarlos. Inhalé y comprobé mi tono muscular; todavía lo conservaba, aunque no había esquilado desde hacía un par de meses. «Una mujer fuerte». Observé el humo que serpenteaba desde mi boca y se desvanecía en el aire frío. La cafetera empezó a silbar y me acerqué para retirarla del fogón. Aún tenía miedo de que explotara.

Desde la ventana de la cocina, advertí el resplandor de un parabrisas en el valle. Era Don, en su Land Rover. Tiré el cigarrillo al fregadero, abrí el grifo y, luego, salí al patio rápidamente a por la carretilla. Perro me mordisqueó la corva porque estaba corriendo. Ascendí sin aliento hasta lo alto del camino, mientras las ruedas de la carretilla chirriaban, y me quedé de pie, bloqueando la carretera. Don se detuvo y paró el motor. Midge permaneció en el asiento del pasajero pacientemente, observando a Perro con su larga lengua rosada colgando.

—Por Dios, haces que se me encojan los huevos —dijo Don mientras bajaba de la camioneta. Caía aguanieve, pero yo solo llevaba una camiseta. Me miró de arriba abajo y me encogí de hombros—. Tienes un aspecto horrible. ¿Es que no duermes?

—Estoy bien —contesté, y señalé la carretilla con la cabeza.

Don la miró.

—¿Qué tienes ahí?

—Otra hembra muerta. Supongo que fueron esos chavales.

Me miró. El vaho blanco que salía de nuestras bocas flotó entre nosotros. Sacudió la cabeza.

—¿Por qué harían algo así?

—¿Por qué la gente hace lo que hace? Estarán aburridos y serán unos mierdas.

Perro saltó hacia Midge, sentada en la camioneta, y le ladró mientras ella lo miraba fijamente. 

—No, no puedes echar la culpa de todo a los críos —dijo Don—. Aunque algunos sean unos condenados hijos de su madre.

—Vamos a ver, ¿qué ha pasado aquí? —preguntó a la oveja muerta, y se inclinó para observarla con más atención; tenía las manos en las caderas. 

Hacía mucho frío. Crucé los brazos sobre el pecho e intenté parecer cómoda. 

—La he encontrado esta mañana, cerca del bosque.

—¿Cerca del bosque?

Asentí.

Él sacudió la cabeza y rodeó la carretilla.

—Está bien muerta. 

—¿Ah, sí? ¿Eres veterinario?

Don entrecerró los ojos y clavó la vista en mí, y yo me aclaré la garganta.

—Esos chavales… —dije. 

Se colocó la gorra hacia atrás y me miró fijamente.

—Anoche lo pasamos bien. Tendrías que haber venido al pub, como te dije.

«Otra vez…», pensé.

—No es un lugar para mí, Don.

Me imaginaba a los hombres que habría en aquel lugar, reclinados sobre la barra y hablando en voz baja hasta que pasara una mujer y levantasen la vista. Como los tres hombres que se habían presentado la primera semana, silbando una tonadilla burlona. Don no era así. La primera vez que una hembra tuvo un parto de nalgas, lo llamé, y él vino, cosió con calma los órganos desplazados de la oveja y salvó a sus tres crías. Luego, procedió a servirme una copa y dijo con ligereza: «Todo el mundo tiene que aprender de una forma u otra».

Aun así, seguía intentándolo. 

—Tres años. No has ido al pub ni una sola vez en tres años.

Eso no era cierto. Había entrado en una ocasión, pero a Don le gustaba decir lo contrario, tanto que ni me escuchaba cuando yo protestaba.

—Apareces de la nada con el brazo en cabestrillo, con aspecto de lesbiana, de hippie o de Dios sabe qué, y te instalas aquí. No hay mucha gente como tú en el pueblo. Si no tienes cuidado, pronto empezarán a contar historias sobre ti para ahuyentar a los chiquillos.

Cambié el peso de una pierna a otra mientras el frío me atravesaba la mandíbula. 

—Criar ovejas ya es de por sí lo bastante duro y solitario como para que además decidas vivir como una ermitaña. 

Parpadeé y hubo una larga pausa. Perro lloriqueó. Él también lo había oído mil veces. 

—¿Vas a decirme qué mató a mis ovejas?

Aquello fue todo lo que pude decir.

Don suspiró y volvió a mirar al animal. A la luz de la mañana parecía tener unos cien años; las manchas de envejecimiento de sus mejillas tenían un aspecto lívido. 

—Los visones pueden destrozar una oveja muerta. También los zorros. —Levantó la cabeza del animal para mirarle los ojos—. Se los han arrancado. Quizá la matara un animal y luego todos los demás se turnaron para comérsela. —Volvió a levantar los restos de la oveja un poco más y echó un vistazo por debajo, donde sus costillas formaban una cueva. Frunció el ceño—. Pero nunca he visto nada capaz de desollar un animal así. 

Me palpé el bolsillo de los pantalones, donde guardaba los cigarrillos, y luego acaricié la cabeza grasienta de Perro. Un cuervo graznó. Caaacriii; otro caaacriii. Midge se irguió en el asiento y todos miramos en dirección a la valla y a los árboles oscuros que había allí. 

—Di a esos chavales, o a cualquiera que le interese, que, si veo a alguien cerca de mis ovejas, le descerrajaré un tiro.

Giré la carretilla y emprendí el camino de regreso a mi casa por la colina. 

—Vale, feliz Año Nuevo a ti también —dijo Don. 

Capítulo 2


Nos falta una semana para terminar el trabajo en Boodarie. Estoy en la ducha al lado del cobertizo del tractor, observando la araña de espalda roja del tamaño de un pulgar que lleva desde siempre instalada en lo alto del teléfono de la ducha. No se ha movido en absoluto, salvo para levantar una pata cuando he abierto el grifo, como si el agua estuviera demasiado fría para ella.

Ha sido un día largo y caluroso; estamos a finales de marzo. Bajo la capa del tejado de uralita, el aire en la cabaña de esquilado es denso y unas moscas hinchadas revolotean en el interior. No me queda mucho champú, pero, aun así, me echo un buen chorro y noto que la espuma desciende por las curvas y recovecos de mi cuerpo; el agua fría me calma la parte inferior de la espalda, donde las cicatrices me arden y palpitan con el sudor. Por encima de mí, más allá de la araña, el cielo se oscurece rápidamente. En el campo, la noche llega pronto, no como en la ciudad, donde puedes pasarte toda la noche trabajando y no darte cuenta de si es de día o de noche, salvo por el descenso en el ritmo de llegada de los clientes. Las primeras estrellas son como agujas brillantes y, en la vieja bahía de Moreton, la higuera que cuelga sobre el cobertizo del tractor deja caer sus semillas sobre el tejado mientras duermo, y un verdugo y una cacatúa blanca se las tienen; sus quejidos teñidos de sangre llegan hasta mí. Un zorro volador pasa al ras y, de repente, el olor del lugar cambia al llegar la noche. Alguien se mueve más allá del biombo de paja que oculta la ducha. Detengo las manos, que se quedan quietas, enterradas en mi pelo, y agudizo el oído. 

—¿Greg? —digo, pero nadie responde. Cierro el grifo y presto atención. La araña de espalda roja baja una pata—. ¿Greg? 

Todavía tengo mucha espuma en el pelo y se me mete por los oídos. Pienso en la posibilidad de que me encuentren aquí, sola, me secuestren y me abandonen atada para que me pudra entre los altos pastos secos. De pronto, me llega un aroma a grasa y a huevos fritos. Alguien está rodeando la ducha silenciosamente. Podría ser cualquiera del equipo, o Alan, que se está quedando sordo, en busca de cinta aislante, queroseno, baterías o trapos. Pero no es él, porque, enseguida, percibo un cambio en el aire. 

—¿Greg?

Estoy a menos de ciento cincuenta kilómetros de la casa de Otto, lo más cerca que he estado desde que me marché. Durante los últimos siete meses, he viajado por todo el país y he borrado cualquier rastro. «He borrado cualquier rastro», repito en silencio.

Un fragmento del biombo a mi derecha se oscurece y, a través de un agujero en la madera, veo un ojo. Doy un paso atrás, incapaz de emitir ni un sonido.

—Sé quién eres —dice el ojo—. A mí no me engañas. Sé quién eres y lo que has hecho —añade. Tiene una voz ronca y empalagosa, y huele a huevos podridos, lanolina, whisky y lugares mugrientos.

«He borrado cualquier rastro que pudiera haber dejado; han pasado siete meses y he borrado cualquier rastro», me digo, pero el corazón me late deprisa y me obligo a levantar la mano y a apoyarla en la pared para tranquilizarme. La araña reacciona, da un pequeño giro y vuelve a quedarse quieta. El ojo parpadea y pienso en clavarle la uña, pero no me atrevo a tocarlo, y no tengo ningún objeto puntiagudo con que perforarlo. El ojo sigue parpadeando; tiene el iris de un azul lechoso.

—Sé quién eres —repite. 

De pronto, desaparece y la sombra se aleja. El corazón me martillea el pecho. Miro por el agujero de la madera y veo que Clare se tambalea en dirección a la cabaña. Ha estado fuera toda la semana y ha descubierto algo.

Salgo disparada de la ducha sin enjuagarme el jabón y rodeo el cobertizo hasta llegar a mi dormitorio. Me pongo unas bragas, unos pantalones cortos y una camiseta, y guardo todo lo demás en la mochila. «Si estás tan segura de que no te encontrará», me dice mi cabeza, «¿por qué estás lista para largarte? ¿Por qué todas tus pertenencias caben en una mochila?». Es cierto, lo llevo todo en la mochila, excepto mi esquiladora, que he dejado en un banco cerca de la mesa de la lana, para afilarla por la mañana. Y el caparazón de una cigarra que Greg me dio el mes pasado, cuando me pidió que me fuera a la Costa de Oro con él una vez hubiéramos terminado la temporada. La sostengo en la palma de la mano y noto cómo vibra a causa de la fuerza de mi pulso. 

«Un mes en el agua. Pescaremos, nadaremos, beberemos cerveza… Nos relajaremos antes del siguiente trabajo», dijo. 

Vuelvo a colocar el caparazón en la estantería y voy a buscar a Greg al comedor. 

Casi todo el mundo está allí, esperando la hora de la cena, y miro las mesas en busca de Clare, pero no lo veo. Me siento al lado de Greg, que está charlando con Connor sobre motores de barcos, y trato de indicarle que quiero hablar con él poniéndole la mano en el hombro. Me aprieta el muslo por debajo de la mesa, pero no se gira. Está demasiado concentrado en la conversación.

—… corroído, se rompió y se cayó en la sentina —dice.

Connor da un trago a su lata de cerveza y responde: 

—Sí, pasa eso. La gente se olvida… —De repente, eleva el tono de voz, que refleja incredulidad—… de que el agua es la enemiga del motor.

—Así es —contesta Greg, y me muevo a su lado. No quiero que nadie se dé cuenta de que hay un problema.

—¿Estás bien? —pregunta, distraído por mi inquietud.

—Tengo que hablar contigo —digo en voz baja.

Greg me mira un instante, apura su bebida y me pasa el brazo por la espalda.

—¿Podemos hablar en privado?

—Ya van a sacar la cena. 

—Lo sé, pero…

—Susúrramelo. 

Me inclino hacia él. Supongo que la gente cree que estamos compartiendo un momento íntimo, y a nadie le importa lo más mínimo. Alguien deja un bistec gris delante de mí y bandejas de patatas hervidas pasan de mano en mano.

Tengo la boca seca.

—¿Has visto a Clare?

—He visto su camión, así que habrá vuelto ya. ¿Por qué? ¿Qué te debe?

—Nada. Es solo que… Mira, ¿por qué no nos vamos a la costa?

Me mira desesperado, como si no tuviera la menor idea de lo que les pasa por la cabeza a las mujeres. 

—Sí, eso te lo propuse yo. ¿Qué te pasa? ¿Te ha dado una embolia o qué? 

Se sirve seis patatas enormes, me pasa la bandeja y yo se la entrego a Stuart, que está a mi izquierda.

—Quiero decir ahora mismo. ¿Por qué no nos subimos a la camioneta y nos largamos?

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Nada. Es solo que quiero irme ya. 

Greg me mira, confundido.

—Bueno, yo también, pero tenemos que terminar el trabajo.

—¿Por qué?

Greg mastica el bistec mientras contesta:

—¿Por qué? Pues porque esta gente son mis compañeros, y no voy a dejarlos tirados. Además, si nos vamos antes de tiempo, no nos darán la bonificación, y solo nos falta una semana. No es mucho. —Traga y alarga el brazo para hacerse con uno de los panecillos que hay en el centro de la mesa. Entonces, grita—: Sid, ¿aún es pan del que hiciste con aquella harina de mierda?

Sid no contesta, y Greg se encoge de hombros y lo utiliza para rebañar el plato.

—Confía en mí. Tenemos que irnos ahora mismo —digo. 

Greg deja el pan en la mesa.

—¿Por qué «tenemos» que irnos ahora mismo? ¿Qué ha pasado? ¿Has atracado un banco?

Abro la boca para contestar, pero soy incapaz de decir nada. No puedo contarle nada.

—¿Ves? —añade, y toma de nuevo el tenedor—. No hay ningún problema. Todo es muy sencillo. Hace muchísimo calor, eso es todo. En menos que canta un gallo, estaremos en la costa.

Entonces, aparece otra bandeja llena de salchichas. Cuando se la paso a Stuart, este me mira extrañado.

—¿No te apetecen?

—¿Cómo?

—¿Es que estás a dieta?

Lo ignoro, pero Greg también se percata y pide que le pasen de nuevo la bandeja. 

—Espera, espera. Si ella no quiere, ya me como yo su ración —dice, y coge dos más.

—¿Por qué te quedas tú su parte? —pregunta Stuart.

—Porque está conmigo. 

—¿Qué? Eso no es justo.

—Tiene razón —dice Denis desde el otro extremo de la mesa—. Está con él, y eso quiere decir que le toca su ración.

Ojalá me hubiera servido las salchichas. 

Solo tengo hasta el final de la cena para convencerlo.

Greg se ha comido mi bistec y, en ese momento, llegan a la mesa dos enormes fuentes de macedonia de frutas en almíbar, con unas brillantes cerezas rojas y pálidos trocitos de melón. 

Alguien ruge:

—¿Dónde está el helado? 

Sid saca un par de bloques de helado, de ese que se corta con un cuchillo pastelero y es amarillo brillante como el queso. Connor se sirve un trozo de unos cinco centímetros y lo pone sobre la macedonia de frutas. 

—Me encanta que el helado se mezcle con el almíbar —dice en voz alta para quien quiera escucharlo, y luego toma las cerezas una a una entre el dedo índice y el pulgar, sosteniendo el meñique en alto, y las coloca en fila junto al plato—. Pero no soporto estas mierdas. 

Clare aparece en el umbral de la puerta, contra el oscuro cielo nocturno. Las luces fluorescentes de la cabaña le confieren un halo fantasmagórico, como si resplandeciera. Se apoya en el quicio de la puerta y recorre la larga mesa con la mirada. Espero a que sus ojos se posen en mí y, cuando lo hacen, atisbo una mirada de placer en su rostro. Estoy atrapada. La pierna de Greg bombea sangre junto a la mía. Connor rebaña su plato con la cuchara y Steve, a su lado, arroja una de las cerezas rojas sobre el regazo de Stuart. Este le hace un corte de mangas sin ni siquiera levantar la mirada de su cuenco. Alan está en la cabecera de la mesa, leyendo un periódico, sin interesarse por lo que ocurre a su alrededor. Bebe cerveza. Y, entretanto, Clare mantiene la vista fija en mí y yo sé que estoy perdida, que ha llegado el fin. Entra en la sala y se acerca lentamente, pero no se detiene a mi lado. Trato de no girar el cuello para seguirlo con la mirada; intento no anticipar su siguiente movimiento. Coloca una mano en el hombro de Greg y se inclina hacia él, y me quedo rígida, esperando el momento. Greg levanta la mirada y Clare le entrega una barrita de chocolate, arrancándole una sonrisa.

—Eres un buen hombre —dice Greg—. Ahora no tendré que conformarme con esta mierda —añade, y señala la macedonia de frutas.

Acto seguido, rasga el envoltorio púrpura de la barrita. Clare permanece de pie, sin decir nada, y me mira fijamente. Greg le da un mordisco a la barrita de chocolate y me ofrece la mitad. Cuando se gira y no me ve, la arrojo bajo la mesa y la aplastó con el pie. 


Recojo mi esquiladora de la cabaña, sin pensar en lo que ocurrirá a continuación. Huele bien, a sudor, estiércol, lanolina y aguarrás. No imagino alejarme de ese olor. Una comadreja rasca el tejado de hojalata. Regreso lentamente a mi dormitorio y permanezco un momento de pie en la oscuridad, desde donde veo la cálida franja de luz que llega desde el comedor, y hasta diviso el perfil de Greg, que se ríe mientras bebe cerveza y se limpia la boca con el dorso de la mano. Me muerdo la punta de la lengua al tiempo que me devano los sesos pensando en un plan de última hora para acabar con esto. No se me ocurre nada, así que me doy la vuelta y continúo mi camino al dormitorio. 

Clare está tumbado en mi cama con las botas puestas, fumándose un cigarrillo. Me detengo en el umbral, pero ya me ha oído llegar y está listo, con una amplia sonrisa en la cara. Me quedo quieta y me pregunto si tengo tiempo de volverme, de regresar a la cabaña y ocultarme bajo la lana. 

—¿A que no sabes dónde he estado? —pregunta mientras baja los pies de la cama y se pone en pie—. Venga, entra de una vez, cariño. Pareces una prostituta. —Su sonrisa se ensancha todavía más, si es que eso es posible. Expulsa una bocanada de humo y la niebla se instala entre los dos—. ¿Así que planeas irte? —dice, como si fuera un personaje de televisión. 

Da una patada a mi mochila con delicadeza. Su voz refleja agitación. 

—Fue Ben quien me contó lo de los carteles y me dijo que tus fotos estaban por todas partes allí abajo. ¿Lo sabías? Tuve que ir y comprobarlo, claro. Pero sí, eres tú. 

De repente, saca un pedazo de papel doblado, arrugado más bien, de su bolsillo trasero. Lo abre lentamente mientras se ríe entre dientes para sí y lo levanta para mostrármelo. Soy yo, es cierto; es una foto en blanco y negro. En ella, estoy sentada encima de mi edredón estampado de ponis rosas, posando con una sonrisa para la cámara. Tengo un osito de peluche en el regazo y lo sostengo, aunque no se me ven las manos, ni tampoco se ve el oso, ni el edredón, ni al anciano que sacó la foto, ni el perro que me vigila fuera. Solo se ve mi rostro sonriente ante la cámara. Encima de la foto, pone perdida en letras grandes y, en la parte de abajo, veo «nieta… un peligro para su integridad física», pero no termino de leer porque todo se vuelve negro. 

—Llamé al número de teléfono, Jake, ¿y sabes qué me dijeron?

—No sé de qué hablas. No es mi abuelo.

—Oh, eso ya lo sé. Ese pobre viejo, «Otto»… Tuvimos una larga charla. Fui a verlo a su granja. Aquello no es más que un redil de ovejas muertas. No paraba de decir que mataste a su perro y le robaste cuando lo único que trataba de hacer por ti era sacarte de la calle. Dijo que te llevaste todo lo que tenía, incluso su camioneta. El pobre desgraciado ni siquiera tenía medios para ir a la ciudad después de lo que le hiciste. Menos mal que los de la beneficencia le subían comida una vez a la semana hasta que arregló su vieja camioneta. También vi lo que le hiciste a esa, la destrozaste.

—No, solo…

—Lo vi todo. El pobre viejo lloró al hablar de su perro.

—Yo solo…

—Chist… —me indica Clare en voz alta. 

Se levanta de la cama en un movimiento fluido, se acerca a mí lentamente y me agarra de los antebrazos, que cuelgan sin fuerza a mis costados. Me coloca frente a la mesa de trabajo y se inclina sobre mí. Tiene el pene erecto.

—Puede que a ellos los hayas engañado, pero a mí no.

Empiezo a salivar. Miro la puerta. ¿Qué pasaría si Greg llegara ahora?

—Tal y como lo veo, tienes dos opciones. Puedes convencerme para que mantenga la boca cerrada… —El aliento de Clare me llega a un lado de la cara como si fuera chocolate caliente. Susurra de tal modo que parece que vaya a gritar en cualquier momento—. Puedes enseñarme eso que todo el mundo disfrutó en Hedland… —El corazón me da un vuelco. Una parte estúpida de mí piensa: «Quizá no diría nada», pero pronto la acalla mi lado inteligente, el que sabe que no solucionaría las cosas, que no puedo permanecer aquí—. No pido mucho, solo un poco de afecto; eso es todo. No está bien tirarse a la chica de un compañero. Solo una mamada. —Y me imagino exactamente lo que sucedería: me penetraría hasta el fondo de la garganta y me agarraría el pelo con la mano. Pienso en las cosas que me diría mientras lo hace. Luego, todo sería peor; se desharía de mí de una manera u otra y, además, trataría de quedar bien—. O bien —prosigue, y me acaricia con un dedo la curva exterior de un pecho—, le digo al viejo Otto dónde puede encontrarte y, de paso, aviso también a la policía. —Empieza a desabrocharme los pantalones, me saca la camiseta y mete la mano dentro; sus dedos avanzan como gusanos para colarse en mis bragas—. Ni siquiera tendré que contárselo a Greg. Ya lo harán ellos por mí. 

Uno de sus dedos encuentra mi sexo y, como un mecanismo de feria, algo salta dentro de mí y le pego un puñetazo en la mandíbula con la mano derecha. Clare se viene abajo y empieza a sangrar en el suelo. Queda fuera de combate.

No puedo abrocharme el pantalón porque me he herido la mano al golpearlo. Tengo el puño dolorido, rojo e hinchado, y noto como me palpita. 

Me voy sin mirarlo, pero lo oigo moverse en el suelo polvoriento y emitir un gemido húmedo. Estoy casi segura de que le he roto la mandíbula. 

Capítulo 3


Nos falta una semana para terminar el trabajo en Boodarie. Estoy en la ducha al lado del cobertizo del tractor, observando la araña de espalda roja del tamaño de un pulgar que lleva desde siempre instalada en lo alto del teléfono de la ducha. No se ha movido en absoluto, salvo para levantar una pata cuando he abierto el grifo, como si el agua estuviera demasiado fría para ella.

Observé cómo Don descendía con el coche por el valle, iluminado por los últimos rayos de sol, y me quedé de pie en la nieve, con la carretilla y con Perro resguardado tras mis piernas, hasta que desapareció por la cresta de la colina al otro lado, donde vivía. Mis botas crujían a cada paso que daba por el sendero que llevaba a la cabaña. A veces me daba cuenta de lo fuera de lugar que estaba, del modo en que me ardía la piel por el frío y de cómo me picaban el interior de la nariz y la garganta. El olor a lana mojada y a excrementos de oveja humedecidos por la lluvia era completamente distinto  al olor seco y polvoriento de los rebaños que campaban a sus anchas en los enormes terrenos rojizos de mi hogar. Aquí, la tierra parecía observarme como si fuera consciente de que era extranjera y contuviese el aliento al verme pasar. Una vez le pregunté a mi madre: «¿Qué tipo de australianos somos? ¿De los que vinieron en barcos? ¿O nos trajo alguien después?». Me observó, momentáneamente distraída mientras trataba de meter los traseros blancos de los trillizos en sus calzoncillos, y, tras resoplar y apartarse un mechón de pelo de la cara, dijo: «Yo llevo aquí desde siempre, cariño», y se colocó uno de los bebés sobre las rodillas para evitar que se moviera. Nunca más volví a hacerle aquella pregunta. 

Intentaba no mirar demasiado hacia los árboles, oscuros incluso de buena mañana, pero por el rabillo del ojo vi que algo parpadeaba y empecé a pensar que los árboles estaban ardiendo, pero no era nada, solo un leve movimiento a causa del viento. Las ovejas tosían y balaban. Guardé la carretilla en la cabaña y cerré la puerta. Los dientes me castañetearon al entrar en la casa. Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Perro se subió a mi lado; estaba húmedo. 

Llevaba más de un mes sin llamar. La última vez no había nadie en casa y dejé que sonara mientras pensaba en el teléfono del salón y en el modo en que el sonido hacía que las urracas salieran disparadas del porche y se instalaran de nuevo en un santiamén. Recordé la forma en que el aire se movía con el ruido, el olor a ropa olvidada en la lavadora demasiado tiempo, a los calcetines y calzoncillos de tres chavales, y a la freidora que ya no estaba pero cuyo olor pegajoso todavía impregnaba las paredes. Y me acordé también del olor de los cigarrillos de mamá, que debíamos fingir que no existían, aplastados en la puerta; y del aroma a azúcar y eucalipto, y del aliento abrasador de los árboles, que se colaban por alguna ventana abierta. 

Marqué el código para ocultar mi número y tecleé la larga secuencia que me sabía de memoria. Me llevó de los tonos y los silencios de la conexión telefónica hasta mi casa. Allí apenas acababa de amanecer, pero mi madre solía levantarse temprano; siempre lo había hecho. Sonaron dos tonos y acaricié el brazo del sofá para escuchar su voz. 

—¿Hola, 635? —dijo, y esperó—. ¿Hola, hola?

Oí un suspiro hueco, como un jadeo. Hacía una semana que había sido su cumpleaños. Tenía setenta y dos años.

—¡Iris! —gritó—. Está volviendo a hacerlo. 

Tenía la voz ronca; quizá tuviese un resfriado o fuera alergia. 

Entonces oí la voz apagada de mi hermana, quizá procedente del piso de arriba. 

—¡Cuelga el teléfono de una vez, mamá, por el amor de Dios!

—Bueno, pero ¿qué le pasa al teléfono? —insistió mi madre.

Iris estaba más cerca ahora; había bajado las escaleras y entrado en la sala.

—¿Y yo qué coño sé? —Oí cómo le arrancaba el aparato a mi madre de las manos y lo sostenía entre sus dedos, llenos de anillos—. ¿Hola? ¿Hola? —Su voz sonaba aguda; se notaba que era la mayor. Escuchó mi silencio—. No sé, mamá, igual algún pervertido te ha echado el ojo. 

En el tiempo en que las ondas tardaron en llegar hasta mi receptor, alcancé a oír el principio del canto de un verdugo negro —quicooo, quicooo— y, luego, la línea se cortó. De vuelta a mi salón, con la estufa eléctrica y el olor a polvo quemado, terminé de silbar su canción. Pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, piii. Perro levantó las orejas al oírme, aunque no se trataba de un sonido extraño para él. Empecé a hacer una serie de flexiones, pero, cuando llevaba la mitad, me detuve y miré fijamente al techo. 

Preparé café y me bebí una taza mirando a la pared. Al cabo de un rato, ordené los documentos que tenía en la mesa de la cocina y los revisé. Cuando hube terminado, dejé salir a Perro para que hiciera pis, pero me quedé en el umbral de la puerta; solo llevaba unos calcetines. Guardé los papeles y me acurruqué en el sofá con un libro en el regazo, sin abrir. El viento se movía entre los árboles, se deslizaba por la chimenea y llegaba hasta el salón, donde removía las páginas de un periódico.