Créditos

Las tribulaciones de Richard Feverel


V.1: abril de 2020


Título original: The Ordeal of Richard Feverel


© de la traducción, Claudia Casanova, 2015

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Fascination, de Francesco Didioni - Fine Art Photographic Library

Corrección: Francisco Solano

Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-94-9

THEMA: FBC

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


Cofinanciado por el programa Europa Creativa de la Unión Europea


3

Las tribulaciones de Richard Feverel

George Meredith

Traducción de Claudia Casanova

1

La tribulaciones de Richard Feverel

George Meredith, autor de la primera novela moderna



Tras perder a su mujer, sir Austin Feverel se queda a cargo de su hijo, Richard. Para evitar que cometa los mismos errores que cometieron sus padres, sir Austin diseña un sistema educativo con el cual Richard crecerá para ser el héroe de su época, un hombre de estado.

La base de este sistema consiste en que Richard no tendrá contacto con nadie del sexo femenino hasta que cumpla veintiún años. Todo parece desarrollarse con normalidad, pues Richard vive aislado en la abadía de Raynham. Pero, un día, el joven se enamora de la hija de la lechera, Lucy, y traiciona el sistema de su padre. Lo que no sabe es que sus problemas solo acaban de comenzar. ¿Se arrepentirá Richard y volverá a rogar el amor de su padre? ¿Aceptarán a Lucy en su seno los Feverel? ¿Qué peligros insospechados acechan al héroe en el despiadado mundo exterior?

Las tribulaciones de Richard Feverel es una novela irónica, ácida, divertida y feminista inédita en castellano hasta ahora. Una buena dosis de humor acompaña al lector mientras Meredith nos muestra las costumbres de la época. Se trata de una revisión crítica de las teorías ilustradas y del profundo efecto que tienen en los hijos la educación y la relación con sus padres. George Meredith fue uno de los escritores más representativos de la época victoriana.



«No intenta preservar la sobria realidad de Jane Austen y Trollope; ha destruido todas las escaleras que los demás hemos aprendido a utilizar. Todo tiene un propósito. Este desafío de lo normal crea una atmósfera fuera de lo común, con unas nuevas y originales percepciones sobre la vida humana. El autor consigue adentrarse en veinte mentes a la vez con éxito. Su fuerza reside en el vigor de su poder intelectual y en su intensidad lírica.»

Virginia Woolf


«¡Qué soltura! ¡Qué renacimiento! Anunciaba un nuevo despertar de la ficción.»

Arnold Bennett


«Meredith filtra el melodrama de la novela con su particular estilo, que, para aquellos que tengan un gusto cultivado, es sublime.»

The Guardian


«De lo mejor de Meredith, lleno de metáforas, prosa lírica y diálogos ingeniosos, se trata de una profunda exploración de la psicología de la razón.»

Enciclopedia Merriam-Webster de Literatura

Contenido


Portada

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Página de créditos

Sinopsis


Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVIII

Capítulo XXXIX

Capítulo XL

Capítulo XLI

Capítulo XLII

Capítulo XLIII

Capítulo XLIV

Capítulo XLV


Sobre el autor


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Capítulo I


Hace años se publicó un libro con el título Los escritos del peregrino. Consistía en una selección de originales aforismos de un caballero anónimo que tímidamente mostraba así al mundo su dolorido corazón.

No tenía la pretensión de ser novedoso. «La nueva forma de pensar de nuestra época ha emocionado a los muertos», escribió. Esta declaración parecía manifestar que la juventud lo había abandonado, y ya no envidiaba a los antiguos. De sus páginas se desprendía cierta melancolía por los días de vanidad intelectual, rememorando la etapa de nuestra vida en que las ideas nos alcanzan como abrazos de vírgenes que juran que son solo nuestras, y que no han visitado a nadie más. Y las creemos.

Sobre el bello sexo decía: «Creo que la mujer será la última posibilidad de la civilización del hombre». Esta monstruosa burla provocó cierto revuelo entre las damas.

Una aventurera acudió al Colegio de Armas,1 y allí confirmó que el grifo entre dos gavillas de trigo de la portadilla del libro era el escudo de armas de sir Austin Absworthy Bearne Feverel, un hombre rico y honorable, con una historia lamentable a sus espaldas, baronet de la abadía de Raynham, en cierto condado del oeste colindante con el Támesis. 

La historia del baronet no era nueva. Tenía una mujer y un amigo. Se casó por amor; su mujer era una belleza, su amigo se decía poeta. La mujer tenía su corazón, y el amigo, su confianza. Cuando, entre sus compañeros de escuela, se hizo amigo de Denzil Somers no fue por semejanza de carácter, sino por la intensa adoración que sentía por el genio, lo que le llevó a pasar por alto la falta de principios de su socio en aras de su prometedor talento. Denzil poseía un pequeño patrimonio que derrochó antes de terminar los estudios. En adelante, dependió por completo de su admirador, con el que vivía, desempeñando nominalmente la labor de alguacil de la finca, escribiendo poesía satírica y sentimental. Tenía propensión al vicio y ocasionalmente lo practicaba sin escándalo, de modo que, por supuesto, era un sentimental dado a la sátira, y se atribuía el derecho a criticar la época en que vivía y a quejarse de la naturaleza humana. Sus primeros poemas, publicados bajo el seudónimo de Diaper Sandoe, eran tan puros y exangües en sus pasajes amorosos, y a la vez tan mordaces en su tono moral, que ganaron multitud de adeptos entre los virtuosos del público inglés que compra libros. Las elecciones le inspiraron baladas a favor de los torys.2 Diaper poseía una indudable fluidez, pero trabajaba poco, a pesar de que sir Austin esperaba mucho de él.

La mujer lánguida y sin experiencia —cuyo marido goza de una excepcional estatura intelectual y moral—, pasada la admiración romántica por su noble porte, al ver que sus inquietos refinamientos no son correspondidos, se encuentra en una convivencia insana con un hombre grácil y desenvuelto en prosa y verso. En Raynham, donde lady Feverel se ocupaba de sus obligaciones, sintió celos del amigo de su marido; pero, poco a poco, lo fue tolerando. Con el tiempo, él empezó a tocar la guitarra en su habitación, y ellos hacían de Rizzio y María.3 «¡Pues no soy el primero en encontrar fatal el nombre de María!», dice uno de los poemas de amor que escribió Diaper.

Este era el esquema de la historia. Y el baronet lo completaba. Había entregado su alma a los dos. Había sido el noble amor de ella y el amigo perfecto de él. Los consideraba hermanos, los amaba, los había invitado a vivir una edad de oro en Raynham. De hecho, había prodigado las excelencias de su naturaleza, algo que no debe hacerse; como Timón,4 acabó en bancarrota, sumido en la amargura.

La infiel dama no venía de una familia excepcional; era huérfana de un almirante que la educó con su pequeña paga. Su conducta sorprendió al hombre cuyo apellido adoptó.

Después de cinco años de matrimonio y doce de amistad, sir Austin se quedó solo, sin nada que aliviara su corazón, salvo un bebé en la cuna. Perdonó al hombre; lo apartó al no considerarlo digno de su ira. A la mujer no la pudo perdonar; había pecado de la peor manera. La ingratitud hacia un benefactor es una transgresión que puede perdonarse, y él no era dado a aplastar al culpable enumerando las obras de las que el amigo se había beneficiado. Pero a la mujer la había convertido en su igual, y como tal la juzgaba. Ella había hecho que el bello rostro del mundo se volviera oscuro.

Frente a ese mundo, que ahora le parecía tan distinto, decidió comportarse como si nada hubiera sucedido, y aprendió a hacer de sus rasgos una máscara maleable. 

La señora Doria Forey, su hermana viuda, dijo que Austin se retiraría un tiempo de la carrera parlamentaria y renunciaría a las alegrías y ese tipo de cosas. Su opinión, fundada en la observación tanto en público como en privado, era que la mujer que había volado era una pluma en el corazón de su hermano, y que la vida reanudaba su curso. A veces los hombres corrientes no pueden soportar tanto peso. Hippias Feverel, uno de sus hermanos, creía que la desgracia le había mejorado (si una pérdida así puede llamarse desgracia), y dado que Hippias recibió alojamiento gratuito en Raynham y entró en posesión del ala de la abadía que ella había habitado, resulta provechoso saber su pensamiento. Si el baronet hubiera ofrecido dos o tres cenas espectaculares en el gran salón, habría engañado a todo el mundo, como había hecho con sus parientes y amigos. Pero estaba demasiado afectado; solo podía actuar de forma pasiva.

La niñera que cuidaba al bebé veía cada noche una figura solitaria con una lámpara sobre el pequeño, y tanto se acostumbró que nunca se despertó sobresaltada. Una noche la desveló el sonido de un sollozo. El baronet estaba de pie junto a la cuna con su larga capa negra y el gorro de viaje. Tapaba la luz de la lámpara con sus dedos, enrojecidos entre las sombras intermitentes proyectadas sobre la pared. Apenas podía creer lo que veía: el austero caballero, silencioso como un muerto, dejaba caer lágrima tras lágrima. Ella se quedó inmóvil, en un trance de terror y aflicción, contando las lágrimas que caían. El rostro oculto, el brillo y la caída de las pesadas gotas a la luz de la lámpara, la figura erguida y terrible, respirando con agitación a intervalos regulares, como un reloj, le daban tanta pena que el corazón de la niñera comenzó a latir deprisa. Sin poderlo evitar, la pobre chica gritó: «¡Oh, señor!» y comenzó a llorar. Sir Austin se volvió, iluminó su almohada con la lámpara, le dijo sin delicadeza que volviera a dormirse y abandonó la habitación a zancadas. La despidió con una indemnización al día siguiente.

Hace tiempo, cuando Richard tenía siete años, se despertó y vio a una joven inclinada sobre él. Lo contó al día siguiente, pero lo creyeron un sueño. Hasta que, en el transcurso del día, llevaron a casa a su tío Algernon desde el campo de cricket de Lobourne con una pierna rota. Entonces se recordó que había un fantasma en la familia; nadie creía en él, pero ningún pariente quería pasar una circunstancia que atestiguara su existencia, aunque poseer un fantasma otorga una distinción mayor que cualquier título.

Algernon Feverel perdió la pierna y dejó de ser un caballero de la Guardia Real. De los otros tíos del joven Richard, Cuthbert, el marino, pereció en una expedición contra un caudillo esclavista en Níger. Algunos trofeos del galante teniente decoraban el cobertizo de juegos del bebé en Raynham, y le legó su espada a Richard, quien le consideraba un héroe. El dandi Vivian, diplomático de profesión, dejó de ir de flor en flor al casarse con la mujer equivocada, como les sucede a muchos dandis, y lo borraron de la lista de invitados a la casa. Algernon normalmente residía en la casa de la ciudad que el baronet no usaba. Era un hombre desgraciado; ocupaba su tiempo en montar a caballo y jugar a las cartas, poseído (decían) por la absurda noción de que un hombre que ha perdido el norte al perder la pierna puede recuperarlo sustituyéndola por una botella. Al menos él y su hermano Hippias, cuando se reunían, no dejaban de probar si la bebida se aguanta mejor con una pierna o con dos. Aunque sir Austin era muy puritano en sus hábitos, era demasiado buen anfitrión para imponer su moral a sus invitados. Sus hermanos y otros parientes podían hacer lo que quisieran sin deshonrar el apellido familiar. Pero si lo hacían, debían marcharse de inmediato para no regresar jamás y no verían su rostro nunca más.

Algernon Feverel era un hombre sencillo; sintió, tras su desgracia, como quizá antes había pensado vagamente, que su carrera residía en sus piernas y había sido irremisiblemente truncada. Enseñó al chico a boxear y disparar, y el arte de la esgrima; supervisó el rumbo de su vigor animal con una vivacidad algo melancólica. Algernon dedicó las energías restantes de su mente a censurar el uso de la bola rápida en el cricket. Predicaba por todo el condado, escribiendo complicados ensayos literarios en periódicos deportivos sobre la decadencia del cricket. Algernon fue testigo y relató la primera pelea de Richard con el joven Tom Blaize de la granja Belthorpe, tres años mayor que él.

Se creía que Hippias Feverel iba a ser el genio de la familia. Tuvo la mala suerte de tener mucho apetito y un estómago débil. Como nadie está preparado para la batalla de la vida si se halla en perpetua lucha con su cena, Hippias renunció a la carrera de abogado y, víctima de una constante indigestión, compiló un voluminoso tratado sobre la mitología de las hadas en Europa. Tuvo poca relación con la esperanza de Raynham, más allá de consignar sus travesuras juveniles.

Una dama venerable, conocida como la tía abuela Grantley, cuyo dinero le correspondía al heredero, ocupaba con Hippias la parte de atrás de la casa y compartía sus veladas con él. Apenas se les veía hasta la hora de la cena, que les llevaba todo el día preparar y, probablemente, toda la noche recordar, pues la señora del siglo xviii era una admirable gorrona que dejaba a un lado la vejez si había un buen plato sobre la mesa.

La señora Doria Forey era la mayor de las tres hermanas del baronet, una mujer rubicunda y afable con buenos dientes, un perfecto cabello rubio y ondulado, una nariz normanda y reputación de entender a los hombres, lo que significaba, en lo relativo a esas criaturas, que poseía el arte de manejarlos. Se había casado con el ambicioso hijo menor de una buena familia que falleció antes de llevar a cabo sus propósitos. Al tratar de encontrar una solución para el futuro de Clare, su pequeña y única hija, sondeó una posibilidad. La amplitud de miras, la profunda determinación, la resuelta perseverancia de su sexo, si hay que mantener una hija y derrocar a un hombre, la indujeron a invitarse a sí misma a Raynham, donde se estableció con su hija.

Las otras dos mujeres Feverel eran la esposa del coronel Wentworth y la viuda del señor Justice Harley, que destacaban por ser madres de hijos de cierta distinción.

La historia de Austin Wentworth tiene ese carácter desdichado que, para ser comprendida con justicia, obliga a contarla abiertamente, algo que nadie quiere intentar.

Por una falta cometida en su juventud y, según él, redimida noblemente, fue condenado a someterse al juicio del mundo; no por la falta, sino por la expiación.

—Se casó con la criada de su madre —susurró la señora Doria, con la mirada inundada de terror, y sintió un escalofrío al pensar en los jóvenes con simpatías republicanas que suponía que él albergaba. 

«La compensación por la injusticia —se dice en Los escritos del peregrino— estriba en rodearnos de las personas más valiosas en esa oscura tribulación». 

La buena amiga del baronet, la señora Blandish, y unos pocos hombres y mujeres sinceros tenían a Austin Wentworth en alta estima.

No vivía con su mujer, y sir Austin, pensando en el futuro de nuestra especie, le reprochaba ser estéril para la posteridad, mientras los villanos se propagaban.

La principal característica del segundo sobrino, Adrian Harley, era su sagacidad. Se trataba, esencialmente, de un joven sabio, tanto por su consejo como por su acción.

«En la acción —se observa en Los escritos del peregrino—, la sabiduría está en la mayoría». 

Adrian tenía instinto para estar con la mayoría, y, como el mundo lo veía invariablemente en sus filas, su apelación de joven sabio era admitida sin ironía.

El joven sabio tenía a su favor el mundo, pero ningún amigo. Tampoco deseaba los problemáticos apéndices del éxito. Procuraba ser requerido por gente que podía servirle, y temido por los que podían perjudicarle. No se complicaba la vida para imponer su criterio ni se arriesgaba a expensas de un plan. Realizaba su trabajo con la misma naturalidad con la que comía pan. Adrian era epicúreo, pero Epicuro lo habría echado a latigazos de su jardín: un epicúreo de nociones modernas. Satisfacer el apetito sin arriesgar el carácter era un problema para el joven sabio. No tenía amigos, salvo Gibbon y Horacio, y la sociedad de estos refinados aristócratas literarios le ayudó a aceptar la humanidad como era: una suprema procesión irónica, con la risa de fondo de los dioses. ¿Por qué no podían reírse también los mortales? Adrian se reía en su cómodo rincón. Poseía los atributos de un dios pagano. Utilizaba a los hombres: vivía una vida elegante, lujosa y feliz a su costa. Se hallaba en una eminente autocomplacencia, como tendido sobre una suave nube, bañándose en la luz del sol. Ni Júpiter ni Apolo elegían las doncellas de la tierra con un ojo más fiero y frío, ni las perseguían abrigados de la más sagrada impunidad. Y disfrutaba de su reputación de virtuoso como algo adicional. Se dice que la fruta robada es más dulce, pero las recompensas no merecidas son aún más exquisitas.

Lo curioso era que Adrian no fingía. No pedía al mundo que aprobase su proceder. La naturaleza y él no intentaban engañar más que con la máscara que llevan todos los hombres. Y, aun así, el mundo le proclamaba un hombre bueno, además de sabio, y el agradable polo opuesto de su deshonrado primo Austin.

En pocas palabras, Adrian Harley dominaba la filosofía a la edad de veintiún años. A muchos les habría gustado decirlo con el doble de años, cuando cargan a sus espaldas un peso que Adrian no cargaba. La señora Doria estaba en lo cierto sobre su corazón. Un accidente (al nacer, probablemente, o antes) le había desplazado ese órgano y trasladado al estómago, donde era más liviano, qué digo liviano, ingrávido, y le animaba a seguir con alegría. Desde ese trono, el corazón no miraba sino lo que le producía placer. Esa región mostraba una suave protuberancia en la persona del joven sabio, y llevaba ante él, por así decirlo, la bandera de sus principios filosóficos. Era encantador después de cenar con hombres y mujeres, y deliciosamente sarcástico, quizá demasiado poco escrupuloso en su tono moral, pero su reputación le protegía de la crítica y su conducta se atribuía, por lo general, a su carácter amable y generoso.

Así era Adrian Harley, uno de los intelectuales favoritos de sir Austin, elegido para supervisar la educación de su hijo en Raynham. Adrian estaba destinado a la iglesia. No llegó a ordenarse. Él y el baronet mantuvieron un día una conversación, y desde entonces Adrian se convirtió en residente de la abadía. Su padre murió en el primer semestre de universidad de su prometedor hijo, legándole nada más que su aspecto legal, y Adrian se convirtió en estipendiario del hogar de su tío.

El compañero de juegos ocasional de Richard, y el único de su edad que tuvo cerca, era Ripton Thompson, el hijo del abogado de sir Austin, un chico sin carácter.

Necesitaba un compañero, pues Richard no iba a ir a la escuela ni a la universidad. Sir Austin consideraba corruptas las escuelas, y mantenía que a los jóvenes se los protegía mejor de la serpiente con el control parental, al menos hasta que Eva se sentara a su lado, una situación que, según sir Austin, podía y debía demorarse. A tal fin, diseñó un completo sistema para educar a su hijo. Ahora veremos cómo funcionó.

Capítulo II


Octubre lucía espléndido en el decimocuarto cumpleaños de Richard. Los cobrizos hayedos y los dorados abedules resplandecían bajo un sol brillante. Las nubes flotaban sobre el horizonte, acumuladas hacia el oeste, donde el viento dormía. Prometía ser un gran día para Raynham, como luego se demostró, aunque no de la forma esperada.

Ya levantaban en el valle junto al río las casetas de arquería y las tiendas de cricket, adonde acudían, en barcas y carretas, los muchachos de Bursley y Lobourne, gritando exultantes por un día de cerveza y honor, deseosos de arrebatarse unos a otros los frescos laureles, enfrentándose como viriles británicos en juegos y deportes. Por todo el parque se escuchaban gritos de alegría. Sir Austin Feverel, un tory de tomo y lomo, nada partidario de regular la caza, podía ser popular cuando quería; algo que nunca sería sir Miles Papworth, del otro lado del río, un avaricioso whig,1 terror de los cazadores furtivos. La mitad del pueblo de Lobourne paseaba por las avenidas del parque. Violinistas y gitanos clamaban a las puertas que les dejaran pasar; vestidos de blanco y gris, coronados con sombreros de ala generosa, y con una capa escarlata en recuerdo de los viejos tiempos, se esparcían por los amplios campos.

En esos momentos, la estrella de la fiesta se escondía lejos, eclipsándose junto a su reluctante servidor Ripton, que no paraba de preguntar qué debían hacer y adónde iban, y qué hora era, sugiriendo que los chicos de Lobourne les estarían llamando y que sir Austin requeriría su presencia, sin lograr que prestara atención a sus penas y protestas, pues el padre de Richard había pedido a su hijo que se sometiera a un examen médico, como un patán que se alista al ejército, y él se había enfurecido.

Se escapó a la carrera, huyendo del vergonzoso acto que le exigían. Luego transmitió sus pensamientos a Ripton, que le dijo que eran de niña, un comentario ofensivo que Richard se guardó; después tomó prestadas un par de escopetas del cobertizo de los alguaciles. Ripton disparó con muy mala puntería y Richard lo llamó idiota. Sintiendo que las circunstancias conspiraban para que lo pareciera, Ripton alzó la cabeza y replicó en tono desafiante:

—¡No soy idiota!

Esta furiosa respuesta, tan impertinente, irritó a Richard, al que aún le dolía haber perdido las aves por la mala puntería de Ripton, y se consideraba agraviado. Así que impuso otra vez el abusivo epíteto con mayor énfasis.

—No me llames así, lo sea o no —dijo Ripton, mordiéndose los labios con rabia.

Se volvía un asunto personal. Richard alzó las cejas y lo miró un instante, retándole. Después le informó de que, desde luego, iba a llamarlo así, y no debía objetar a que se lo llamase veinte veces.

—¡Hazlo y verás! —respondió Ripton, removiéndose en el sitio y respirando con rapidez.

Con una solemnidad de la que solo los niños y otros bárbaros son capaces, Richard repitió el calificativo hasta llegar a veinte, insistiendo en el epíteto y evitando que la progresión se hiciera monótona, mientras Ripton, por decirlo así asentía con la cabeza a la precisión de su camarada, dejando constancia de su humillación. El perro que se encontraba con ellos contemplaba la escena meneando la cola.

Veinte veces repitió Richard, intencionadamente, la ofensiva palabra.

En el solemne número veinte del pecado capital de Ripton, este dio un revés a la boca de Richard y se retiró precipitadamente, tal vez arrepintiéndose, pues era un muchacho de buen corazón y, como Richard se inclinó por el golpe, pensó que había ido demasiado lejos. No conocía al joven caballero que trataba. Richard era extremadamente frío.

—¿Luchamos aquí? —dijo.

—Donde quieras —respondió Ripton.

—Mejor dentro del bosque. Para que no nos interrumpan.

Richard abrió camino con una cortés reserva que enfrió el ardor guerrero de Ripton. En la linde del bosque, Richard se quitó la chaqueta y el chaleco y los arrojó sobre la hierba. Bastante sereno, esperó a que Ripton hiciera lo mismo. Este estaba azorado e inquieto; era mayor y más fornido, pero no tan ágil ni estaba tan en forma. Los dioses, únicos testigos de la disputa, apostaron contra él. Richard se había colocado la escarapela de los Feverel y ardía en su mirada un fuego que pedía una pelea que lo aplacara. Sus cejas, ligeramente levantadas, convergían sobre la robusta nariz; sus grandes ojos grises, las fosas nasales, los pies firmemente plantados en el suelo, y un aire caballeroso de calma y alerta conformaban la viva imagen de un joven combatiente. 

Ripton estaba fuera de sí y luchaba como un colegial, es decir, se lanzaba de cabeza y golpeaba agitando los brazos, como un molino. Era un chico basto. Cuando conseguía golpear, hacía daño, pero estaba a merced de la técnica. Viéndole coger carrerilla, parpadeando muy rápido, resoplando y girando los brazos a gran velocidad mientras recibía un golpe, se percibía que luchaba a la desesperada, y lo sabía, pues la alternativa a la que se enfrentaba, si se rendía, era padecer la calumnia que ya había sufrido veinte veces. Prefería morir antes que ceder, y seguía dando vueltas como un molino hasta caer al suelo. ¡Pobrecillo! Caía a menudo. El gallardo muchacho peleaba para guardar las apariencias, y quedó en el suelo. Los dioses solo favorecen a un bando. El príncipe Turno era un joven noble que se enfrentó a Palante.2 Ripton era un chico excepcional, pero no tenía técnica. ¡No pudo probar que no era idiota! Si se piensa bien, Ripton eligió la única salida posible y encontraríamos gran dificultad en probar la falsedad del epíteto. Ripton recibió una y otra vez el puño infalible de Richard; y, si era verdad, como explicó jadeando, que necesitaba tantos golpes como un huevo para ser batido, una afortunada interrupción lo salvó de parecerse a esa sustancia. Los chicos oyeron que los llamaban desde lejos, y vieron acercarse al señor Morton, de Poer Hall, y a Austin Wentworth.

Firmaron una tregua, recogieron las chaquetas, se echaron las escopetas al hombro, y trotaron en armonía adentrándose en el bosque, dejando atrás media docena de campos y una plantación de alerces.

Al detenerse a recuperar aliento, se estudiaron los rostros. El de Ripton estaba lleno de cardenales, una pintura de guerra natural que le hacía parecer más feroz de lo que él creía. Sin embargo, volvió a la carga, impávido, en el nuevo territorio, y Richard, cuya ira se había aplacado, no pudo resistirse a preguntarle si de verdad no había tenido ya suficiente.

—¡Nunca! —gritó el noble enemigo. 

—Mira —dijo Richard, invocando el sentido común—, estoy cansado de tumbarte. Diré que no eres idiota si me das la mano.

Ripton se lo pensó un momento y lo consultó con su honor, que le instó a que aprovechara la oportunidad. 

Extendió la mano.

—¡Está bien! 

Los chicos se dieron la mano y volvieron a ser amigos. Ripton había conseguido lo que quería, y Richard había salido, sin duda, mejor parado. Así que estaban empatados. Ambos podían clamar victoria en beneficio de su amistad.

Ripton se lavó la cara y alivió su nariz en un arroyo. Ya estaba listo para seguir a su amigo adonde fuera. Continuaron buscando aves que abatir. Las aves de las tierras de Raynham eran particularmente astutas, y eludían ser el blanco de los jóvenes tiradores, así que extendieron su expedición a tierras vecinales en busca de una raza más estúpida, felizmente ignorantes de la ley contra la violación de la propiedad privada. Tampoco advirtieron que cazaban ilegalmente en tierras del notorio granjero Blaize, el comerciante del escudo de los Papworth, que no admiraba el grifo entre dos haces de trigo y estaba destinado cruzarse con el destino de Richard. El granjero Blaize odiaba a los cazadores furtivos, especialmente a los jóvenes, que lo hacían por insolencia. Al oír los audaces disparos en su territorio, fue a echar un vistazo y, observando el tamaño de los intrusos, juró que les enseñaría a esos señoritos un par de cosas, por muy lores que fueran.

Richard había derribado un bello faisán, y lo celebraba exultante, cuando la portentosa figura del granjero se cernió sobre ellos con un latigazo. Su saludo fue irónico.

—¿Están teniendo buena caza, señoritos?

—¡Acabo de hacerme con un ave espléndida! —le informó Richard, radiante.

—¡Ah! —El granjero Blaize dio un latigazo de advertencia—. Déjenme que le eche un vistazo.

—Se dice por favor —intervino Ripton, que no era ciego a la gente de dudoso aspecto.

El granjero Blaize alzó la barbilla y sonrió con malicia.

—¿Por favor a ustedes? Vamos a ver, amigo mío, creo que no les importa lo que se les ponga por delante. Parecen dos cazadores furtivos, sí señor. ¡Y eso es lo que son! —cambió de tono para ir al grano—. ¡Esa ave es mía! ¡Quítenle las manos de encima y lárguense, pequeños sinvergüenzas! ¡Sé quiénes son! —y comenzó a despotricar contra los Feverel.

Richard abrió los ojos.

—¡Si quieren que los muela a latigazos, quédense donde están! —continuó el granjero—. ¡Giles Blaize no aguanta tonterías!

—Entonces nos quedamos —dijo Richard.

—¡Muy bien! ¡Que así sea! ¡Si es lo que quieren, se lo daré, hombrecitos!

Como medida previsora, el granjero Blaize cogió el ala del ave que los chicos agarraban desesperadamente, y se la llevó entera.

—¡Si quieren jugar —gritó el granjero—, aquí tienen el látigo que merecen! ¡Yo no aguanto sandeces! —y lanzó el látigo con destreza.

Los chicos intentaban lidiar con él, pero los mantenía a distancia y los azotó sin piedad. ¡Qué negra corría la sangre! Los chicos se retorcían de dolor. El látigo era una serpiente implacable que se enroscaba y les mordía una y otra vez, clavándose con saña en sus venas. Sentían más que dolor al retorcerse; también debían soportar la vergüenza y la deshonra; pero el dolor era intenso, pues el granjero, que había manejado el látigo toda la vida, no lo consideró suficiente hasta que le faltó el aliento y las mejillas se le enrojecieron por el esfuerzo. Se detuvo para coger lo que quedaba del faisán.

—Quédese su bestia —gritó Richard.

—Dinero, muchachos, con intereses —rugió el granjero, dando un nuevo latigazo.

Aunque rendirse era vergonzoso, no quedaba otra opción. Decidieron abandonar el campo de batalla.

—Mire, gañán —Richard agitó su pistola en el aire, con la voz ronca por el enfado—, le habría disparado de estar cargada. ¡Como le vea cuando la tenga cargada, dispararé! 

Esa amenaza poco inglesa exasperó al granjero Blaize, y se apresuró a perseguirles con los últimos latigazos mientras ellos escapaban hacia territorio neutral con el rabo entre las piernas. Al llegar a los setos, parlamentaron un momento; el granjero preguntó si estaban satisfechos y tenían suficiente, porque, si querían otro reparto de lo mismo, podían volver a la granja Belthorpe. Los chicos, mientras tanto, explotaron en amenazas de venganza, y el granjero les dio la espalda con desdén. Ripton había amontonado un puñado de piedras para la escaramuza. Richard se las tiró al suelo, y dijo:

—¡No, los caballeros no tiran piedras! Eso es propio de la plebe.

—¡Solo una pequeña! —suplicó Ripton, con la vista clavada en el claro blanco del granjero, obcecado por la repentina revelación de las ventajas del armamento ligero frente al pesado.

—No —se impuso Richard—, nada de piedras, eso es de… —Y se alejó caminando enérgicamente.

Ripton le siguió con un suspiro. La magnanimidad de su líder estaba más allá de sí mismo. Una buena andanada de pedradas sobre el granjero habría aliviado al joven Ripton, pero no habría consolado a Richard Feverel de la ignominia a la que había sido sometido. A Ripton la vara le era familiar, un monstruo al que no temía por conocerlo bien. La horrible sensación de vergüenza; el odio a sí mismo y al universo; la sed de venganza, la impotencia, como si el espíritu se impregnara de negrura, que le advienen a un joven sensible a ser condenado, por primera vez, a probar esa amargura carnal y sufrirla como una profanación, Ripton hacía tiempo que la había superado y olvidado. Estaba curtido en recibir palos, y observaba el mundo con ecuanimidad; no era imprudente ante el castigo, como algunos chicos, pero tampoco insensible al deshonor, como el amigo y camarada a su lado.

A Richard se le había envenenado la sangre. La fiebre de la vergüenza se había apoderado de él. No permitía lanzar piedras porque reprobaba esa costumbre. Meras consideraciones de caballerosidad habían favorecido al granjero Blaize, pero estratagemas poco caballerosas se agitaban en su cerebro, y eran rechazadas por resultar impracticables para un joven como él. Solo se daría por satisfecho con una venganza de gran alcance, equivalente a la humillación recibida. Debía hacer, sin demora, algo atroz. Se le ocurrió matar todas sus reses, o incluso matarlo a él, retándole a un combate al estilo de los caballeros. Pero el granjero era un cobarde y rehusaría. Entonces él, Richard Feverel, lo despertaría de su sueño y lo provocaría, lo instaría a luchar con pólvora y detonaciones en su propio dormitorio, en la cobarde medianoche, donde tal vez temblara, pero no podría negarse.

—¡Señor! —dijo el sencillo Ripton, mientras esos ilusos planes cruzaban el cerebro de su camarada, deseando su realización inmediata y desvaneciéndose en la oscuridad por la incierta posibilidad de realización—. ¡Ojalá me hubieras dejado bajarle los humos, Ricky! ¡Nunca fallo! Me gustaría haberle dado al menos una vez. ¡Deberíamos haber ganado esa batalla! —Y un nuevo pensamiento llevó las ideas de Ripton a la normalidad—. Me pregunto si mi nariz está tan mal como dijo. ¿Puedo verme en algún sitio?

A estas declamaciones, Richard hacía oídos sordos, caminando con fatiga, pero sin detenerse, con la vista fija en un punto.

Después de pasar innumerables setos, saltar vallas, sortear acequias, atravesar arboledas, ensuciarse, ajarse las ropas y andar hasta el agotamiento, Ripton despertó de sus pensamientos sobre el granjero Blaize y olvidó los moratones de su nariz ante el hambre acuciante que se apoderó de él. Se sentía desfallecer por la falta de alimento. Se aventuró a preguntar a su líder adónde iban. Raynham no se veía. Habían avanzado un buen trecho por el valle y estaban a unas pocas millas de Lobourne, en un paisaje de estanques ácidos, riachuelos amarillos y fétidos pastos: un páramo desolado. Se veían vacas solitarias, el humo de una cabaña de barro, turba apilada sobre un carro, un burro ignorante de la crueldad que lo rodeaba, gansos junto a una pileta, cotorreando en un silencio como del principio de los tiempos; en suma, nada que pudiera saciar el hambre de un chico desnutrido. Ripton estaba desesperado.

—¿Adónde vas? —inquirió con su último aliento y se detuvo, decidido a no dar un paso más.

Richard rompió su silencio para responder:

—A cualquier parte.

—¡A cualquier parte! —Ripton repitió la mohína expresión de Richard—. Pero ¿no estás muerto de hambre? —resolló con vehemencia, queriendo mostrar el vacío de su estómago.

—No —fue la breve respuesta de Richard.

—¡No tienes hambre! —Ripton mostró su incredulidad con ímpetu—. Pero ¡si no has comido nada desde el desayuno! ¡Que no tiene hambre! Pues yo declaro que me estoy muriendo de inanición. ¡Hasta podría comer pan duro y queso!

Richard se burló con desprecio, pero no por los motivos que habían impulsado una manifestación similar al filósofo.

—¡Vamos! —exigió Ripton—. Dime cuándo vamos a parar.

Richard iba a replicar, pero encontró un rostro descompuesto que lo desarmó. La nariz del muchacho, aunque no de la tonalidad que temía, amarilleaba. Regañarle habría sido cruel. Richard alzó la vista, observó el lugar, y exclamó:

—¡Aquí!

Se dejó caer sobre un campo marchito, y Richard se quedó atónito ante su movimiento, que le produjo una perplejidad aún mayor.

Capítulo III


Entre los jóvenes hay códigos de honor no escritos que no se enseñan formalmente, pero que entienden por instinto, y por ellos se rigen los más leales y francos. Debemos recordar que son una progenie aún no civilizada, así que no seguir al líder allí donde decide marchar, o echarse atrás en una expedición por un final dudoso y las molestias del momento, abandonar a un camarada en el camino, son hechos de los que un joven de buena naturaleza no será culpable, por mucho que advierta sus dolorosas consecuencias. Cualquier dolor es preferible a soportar que la propia conciencia denuncie su cobardía. A algunos osados no les perturba su conciencia, y los ojos y bocas de sus compañeros tienen que suplir la falta. Lo hacen con una persistencia peor que la voz interior, y el resultado, si el período de prueba no es severo, es el mismo. El líder puede confiar en la fidelidad de su hueste: sus camaradas han jurado servirle. El señor Ripton Thompson era leal por naturaleza. La idea de abandonar a su amigo no se le pasó por la cabeza, aunque estaba desesperado, y el comportamiento de Richard era el de un loco. Anunció con impaciencia que llegarían tarde a cenar. Su amigo no se conmovió. Parecía que la cena no le importaba. Seguía tumbado, arrancando briznas de hierba y dando palmaditas al perro en el hocico, como si no concibiera el hambre. Ripton se incorporó y volvió a tenderse media docena de veces, y finalmente se echó junto a su taciturno amigo, aceptando su destino.

Ahora bien, tuvo la suerte de que empezara a llover y que dos extraños aparecieran por el camino buscando cobijo tras el seto donde los jóvenes descansaban. Uno era hojalatero itinerante; encendió una pipa y abrió un paraguas parduzco. El otro era un joven y fornido campesino, sin pipa y sin paraguas. Se saludaron asintiendo con la cabeza, y los dos enumeraron los beneficios del cambiante clima, que había afectado a su experiencia al cumplirse su profecía. Ambos habían anticipado que llovería antes del anochecer y, por tanto, la habían recibido con satisfacción. Mantenían una cháchara monótona en armonía con el suave zumbido del aire. Después de hablar del tiempo, siguieron con la bendición que representaba el tabaco; que era el mejor amigo del pobre, un compañero, un consuelo, un refugio en la noche, el primer pensamiento de la mañana.

—¡Mejor que una esposa! —soltó el hojalatero con una risotada—. La pipa no te dice lo que tienes que hacer. No es una arpía.

—¡Así es! —respondió el otro—. La pipa no se va con la pasta un sábado por la noche.

—Toma —dijo el hojalatero. Le pasó, entusiasmado, una pieza de arcilla mugrienta. El campesino la llenó con tabaco del bolsillo del hojalatero y siguió con sus elogios.

—¡Un penique al día y listo! ¿Mejor que una mujer? —rio.

—Y puedes deshacerte de ella cuando quieras —añadió el hojalatero.

—¡Así es! —intervino el campesino—. Y no queremos. Al menos, en este caso. O sea, en el de la pipa.

—Y sin arrepentimientos —continuó el hojalatero, entendiéndole perfectamente.

—Desde luego que no —el campesino entrecerró un ojo—, y la pipa no se come la mitad de los víveres.

El honesto agricultor gesticuló para expresar que ese era el factor decisivo, a lo que el hojalatero le dio la razón, y habiendo, por así decirlo, zanjado el asunto con las cosas buenas que podían ser dichas, los dos fumaron en silencio bajo la lluvia.

Ripton se consolaba observándolos a través de la zarza. Vio que el hojalatero acariciaba una gata blanca, llamándola como si fuera su parienta, pidiéndole opinión o confirmación, y pensó que era muy curioso. El campesino estaba tumbado a lo largo, con las botas mojándose con la lluvia y la cabeza entre los cacharros del hojalatero, fumando con profunda contemplación. Los minutos parecían ocupados en las alternancias de las nubes de humo de sus bocas.

El hojalatero reanudó el coloquio.

—¡Son malos tiempos! —dijo.

—¡Desde luego! —confirmó su compañero.

—Pero luego las cosas salen bien —siguió el hojalatero—. ¿Para qué desanimarse? He visto que todo acaba bien. Ahora viajo. Sigo mi ritmo. La suerte quiso que fuera el otro día a Newcastle.

—¿Para qué? —dijo el campesino.

—¿Para qué? —repitió el hojalatero—. ¿Me preguntas por qué fui? Se ve bastante mundo en mi oficio. No fui en vano. En cualquier caso, estoy de vuelta. Londres es mi sitio, me dije, y así veo un poco el mar, y me subí a un barco minero. Acabé tan destrozado como san Pablo.

—¿Y ese quién es? —preguntó el otro.

—Léete la Biblia —dijo el hojalatero—. Nos sacudieron y nos zarandearon. ¡No es igual jugar en tierra que en el mar, ya te digo! ¡Creí que nos íbamos a hundir esa misma noche! Me puse a rezar como un condenado; Dios está por encima del diablo, y aquí estoy, ya ves.

El campesino apoyó la cabeza sobre el codo y le miró con indiferencia.

—¡Menuda religión! Ese no siempre gana, o no estaría aquí dejándome el pellejo sin tener nada que hacer y, lo que es peor, nada que comer. Mira, la suerte es la suerte, y la mala suerte su contrario. A Rick se le quemó el pajar el otro día. La siguiente noche se le quemó el granero. ¿Qué había hecho para merecerlo? Ahora se ha quedado sin trabajo. Creo que Dios no ganó al diablo en esa ocasión; si no, no entiendo lo que pasó.

El hojalatero carraspeó y dijo que había sido una desgracia.

—¡Una maldita desgracia, ya te digo! —gritó el campesino—. Pues mira, aquí tienes otra desgracia. Yo trabajaba para el granjero Blaize de Belthorpe antes de irme con el granjero Bollop. El granjero Blaize echó en falta parte del grano. Dice que nosotros se lo robamos. Yo no se lo robaba. ¿Y qué hace? Nos echa a patadas, a mí y a otro, para que nos muramos de hambre en la calle. Le da todo igual. Dios no ganó al diablo en esa ocasión, creo yo. ¡No hubo manera, por lo que veo!

El granjero sacudió la cabeza y dijo que también eso había sido una desgracia.

—Y no tiene remedio —añadió el campesino—. Las cosas están mal y ya está. Pero te digo una cosa, amigo. El mal necesita ser vengado —asintió y guiñó el ojo con misterio—. Creo que el mal tiene un precio, como lo tiene el trabajo honrado. Al granjero Bollop no le guardo rencor; al granjero Blaize, sí. Y me gustaría quemarle el pajar una noche seca de viento —el campesino entrecerró un ojo, con maldad—. Se merece que el viento se lo lleve todo, amigo; el granjero Blaize merece gritar y llorar al Señor, y lo hará. Tengo que darle donde más le duele.

El hojalatero exhaló una rápida sucesión de nubes de humo y dijo que eso sería ponerse del lado del diablo en una desgracia. El campesino respondió agitadamente que, si el granjero Blaize estaba al otro lado, él también debería estar allí.

Un joven caballero pensaba lo mismo. La esperanza de Raynham había escuchado a medias la conversación a sus espaldas, donde un campesino y un hojalatero habían postulado una de las teorías metafísicas más antiguas que influyen en la vida cotidiana. Se puso en pie y, apartando las hojas del arbusto, preguntó a uno de ellos cuál era el camino más rápido a Bursley. El hojalatero, bajo el paraguas marrón, encendía un fuego para preparar té. Sacaron una barra de pan en la que se clavaron los hambrientos ojos de Ripton, que les observaba entre la zarza. El campesino informó que Bursley estaba al menos a tres millas de allí, y a unas ocho de Lobourne.

—Le doy media corona por esa barra de pan, amigo —dijo Richard al hojalatero.

—Es una ganga —dijo el hojalatero, dirigiéndose a la gata—, ¿eh, vieja?

La gata respondió dando la espalda al perro.

Richard lanzó la media corona y Ripton, que había conseguido liberar sus piernas de la zarza y estaba lleno de púas, como un erizo, agarró el pan.

—Estos señoritos están hambrientos —dijo el hojalatero a su compañero—. ¡Vamos! Les seguiremos hasta Bursley y hablaremos con ellos con un par de cervezas.

El campesino no opuso resistencia; al rato, seguían a los dos jóvenes por el camino hacia Bursley, y un brillante rayo cayó a lo lejos, desde el extremo oeste de la nube.

Capítulo IV


Habían buscado a los chicos desaparecidos por todo Raynham, y sir Austin estaba preocupado. Nadie los había visto, salvo Austin Wentworth y el señor Morton. El baronet recompuso la fuga de los chicos mientras granizaba, y lo atribuyó a un acto de rebeldía. En la cena, brindó por la salud de su joven heredero en un ominoso silencio. Adrian Harley se levantó para proponer el brindis. Su discurso fue una buena muestra de oratoria: se deleitó, siguiendo el modelo de Cicerón, que personificaba los objetos, invocando la servilleta y la silla vacía de Richard, deseando que siguiera los pasos de un padre sin par y defendiera dignamente el honor de los Feverel. Austin Wentworth, a quien la muerte de un soldado le obligó a ocupar el lugar de su padre en el brindis, se identificó con el discurso y se tranquilizó con la grandilocuencia. Pero la respuesta, esto es, el agradecimiento que el joven Richard debería haber declarado no se produjo. La compañía de sus honorables amigos, tíos, tías y primos lejanos, se mostró encantada de dispersarse y buscar entretenimiento en la música y el té. Sir Austin se esforzó en ser hospitalario y estar alegre, y les pidió que bailaran. Si les hubiera pedido que rieran, también habrían obedecido con cordialidad.

—¡Qué triste! —dijo la señora Doria Forey al sacerdote de Lobourne, mientras el autómata enamorado caminaba a su lado con rigidez profesional.

—El que no sufre, difícilmente puede estar de acuerdo —respondió el cura, disfrutando de su atención.

—¡Ah, qué bueno es usted! —exclamó la dama—. Mire a mi Clare. En el cumpleaños de su primo solo quiere bailar con él. ¿Qué podemos hacer para animarla?

—Por desgracia, señora, no se puede hacer lo mismo por todos —suspiró el clérigo, y adonde fuera que ella vagara en su discurso él la traía de vuelta con hilos de seda para que contemplase su alma enamorada.

Era allí la única persona satisfecha. Todos los demás tenían designios para el joven heredero. La señora Attenbury, de Longford House, había traído a su reluciente espécimen en edad casadera, la señorita Juliana Jaye, para una primera presentación, creyendo que el muchacho había alcanzado la edad de valorar y languidecer por unos ojos negros y una boca bonita. Juliana tuvo que emparejarse con el gallardo Papworth, y su madre estuvo bajo el hechizo de las galanterías de sir Miles, que le hablaba de tierras y motores a vapor hasta que la dama se hartó y recurrió a la impertinencia para defenderse. La señora Blandish, la deliciosa viuda, sentada en un rincón con Adrian, disfrutaba de sus sarcasmos sobre los asistentes. A las diez de la noche el decadente espectáculo terminó y los salones quedaron a oscuras, y oscuros eran los pronósticos de los decepcionados invitados por el futuro de la esperanza de Raynham.