image

image

Image

Image

© 2019 Alexandra Santos / @ 2019, Sin Fronteras Grupo Editorial / ISBN: 978-958-5541-88-7 / Impresión en Colombia_ Abril 2019 / Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano. / Edición: Marcela Zaraza D. / Diseño & diagramación: parentesisdc.com / Fotografía de portada: Hernan Puentes @hernanpuentes / Editora Geminis S.A.S. // Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado - impresión, fotocopía, etc. -, sin el permiso previo del editor. / Sin Fronteras Grupo Editorial, apoya la protección de Copyright.

Image

Gracias a la conexión divina, sagrada y eterna. A mi hijo, mi eterna inspiración; a mis padres, que honro con mi corazón, y a cada una de las personas que han pasado por mi camino compartiéndome parte de su alma.

ÍNDICE

Capítulo 1 Image VÍNCULO

Capítulo 2 Image PASO A PASO

Capítulo 3 Image CAMBIANDO EL CHIP

Capítulo 4 Image CÓMO HABL A EL CUERPO

Capítulo 5 Image VIVIR EN BAL ANCE

Capítulo 6 Image LECCIONES DE AMOR

Capítulo 7 Image SE VALE TODO, DESDE EL AMOR

NOTAS AL PIE

Capítulo

Image

Vínculo

SE NOS HA OLVIDADO SER AUTÉNTICOS.

  Se nos ha olvidado esa huella única con la que fuimos enviados al mundo. Vivimos sumergidos en redes sociales, espiando la vida de los demás, soñando sueños ajenos y viviendo realidades que ni siquiera nos apasionan a nosotros mismos.

Pero, ¿Qué significa ser auténtico? Ser auténtico es simplemente ser yo mismo. Aceptarme desde mi esencia, mi vida, mi cuerpo, mi historia. Amarme tal cual soy. Y claro, perdonarme por esas cosas que creo hago mal.

Estamos tan preocupados por encajar que a veces olvidamos nuestros propios sueños y le damos un cheque en blanco a las personas con nuestra vida para que puedan hacer y decidir según su antojo. Cuantas personas han estudiado una carrera que ni siquiera les llamaba la atención por una simple razón: complacer a sus padres o peor aún, porque era el sueño de ellos; o cambiamos nuestra forma de vestirnos o vernos por gustarle a una persona, haciendo dietas innecesarias para llegar a tener el cuerpo de alguna celebridad, creyendo que por esa razón vamos a tener más éxito o amor en nuestras vidas.

Hemos feriado quienes somos para ganar afecto. Para entrar en un círculo social o hacer «amigos». El tema, es que de alguna manera todos hemos pasado por ahí. Hasta la persona más segura del mundo entero, la más adinerada o hermosa, y lo digo con plena seguridad. ¿Y saben por qué? Porque crecimos en una sociedad donde es absolutamente normal compararse. De hecho, nos lo enseñan a hacer desde que somos muy pequeños.

Sí, desde que estamos en el jardín de preescolar, o aun antes, nos han invitado a seguir el mismo camino, hacer las mismas actividades, mejor dicho, a ver la vida desde un mismo punto.

Recuerdo que cuando era niña me costaba adaptarme, con tan solo tres o cuatro años me señalaban de indisciplinada cuando quería jugar en lugar de quedarme sentada viendo a la profesora anotar una lección que poco me llamaba la atención. El diez perfecto se lo llevaba aquella niña o niño que se adaptara mejor al sistema, es decir que hiciera caso. Todos hacíamos el mismo dibujo, la misma fila y soñábamos con la misma carita feliz. Cuando te salías de esa pequeña línea nadie te explicaba el por qué, solo te hacían entender que estaba mal y punto. Perdí la cuenta de cuantas veces me castigaron mirando a la esquina del salón o incluso me sacaron de él por hacer una sencilla pregunta. Con el tiempo decidí, o más bien me rendí, y no me quedó más alternativa que unirme al grupo, al sistema y convertirme en una más.

Cuando tenía cinco o seis años, con dificultad me estaba adaptando a las reglas, pues después de varios regaños y enviadas a la esquina sin poder hablar, decidí simplemente estar callada y no volver a preguntar.

Esa niña extrovertida y auténtica se iba apagando poco a poco al tiempo que aprendía a seguir un patrón que ella no entendía ni había escogido. Seguramente su familia tampoco, pero en algún momento ellos también renunciaron a preguntar y simplemente se adaptaron al molde para poder encajar y no recibir un castigo, porque con los años, preguntar por qué es más difícil, más duro y mayormente sancionado.

Recuerdo que cuando tenía cinco años, nos avisaron que se abrirían los telones del auditorio del colegio para darle paso al día de los talentos. Debo reconocer que desde pequeña ame estar en los escenarios. Me encantaba soñar y jugar a que yo era cantante y que el público aclamaba cada una de mis canciones. Se me llenaba la barriga de mariposas de tan solo pensar en ese momento en el que todo el colegio iba a estar reunido para ver mi show.

Lo planee por semanas, escuché distintas canciones, —las que veíamos en clase me parecían muy comunes—, yo quería algo único y distinto que sorprendiera a mis compañeros, sobre todo a los más grandes.

De pronto, en una reunión familiar, mi primo de quince años empezó a cantar una pegajosa y a la vez polémica canción. Los que nacieron en los ochenta la recordarán, se llamaba Pilar y decía así: «Pilar no tiene bicicleta, pero tiene un buen par de tetas… que nos las enseñe, que nos las enseñe»… para mí estaba más que claro que aquello se trataba de una grosería, una palabra prohibida, por lo que me llamaba más la atención. Y aunque me encantaba ser irreverente, los constantes regaños de mis padres, familiares y profesoras me llevaron a ir ocultando cada vez más esa parte de mí.

Sin embargo, ante el llamado inminente que me hacían en el día de los talentos, tenía que arriesgarme una vez más. Pero con gracia, sin ser grosera. Con miedo y nervios me inscribí a esa fecha tan esperada. Practiqué mi canción una y otra vez, pero con una adaptación inocente y la vez juguetona. Mi canción o la que muchos niños cantaban era así: «Pilar no tiene bicicleta, pero tiene un buen par de PECAS… que nos las enseñe».

Decidí no contarle ni a mi hermana (mi mayor confidente), para que fuera una sorpresa total para ella, mis primos que estudiaban en el mismo colegio y los demás alumnos de primaria.

Al llegar el tan esperado día, llamaron mi nombre. Recuerdo ser la única de mi curso en atreverse a pasar a la tarima, claro que éramos los más pequeños de todo el colegio.

8:30 a. m.: —A continuación: Alexandra Santos de transición, —dijo la rectora del colegio. Todos los mayores respondieron con un «Ahhhh» de ternura.

Mientras tanto, subía cada escalón del escenario con una fuerza más grande que yo y mi corta estatura. Mi corazón latía más fuerte que el de un colibrí, pero nada podía separarme de mi destino, de ese momento de gloria tan esperado que había imaginado una y otra vez.

Entonces, por fin tuve el micrófono en mis manos y empecé mi canción. En cuestión de segundos los rostros de mis maestras se transformaron. Parecía que estuviera cometiendo un pecado capital en pleno Vaticano. Los niños más grandes se reían, los pequeños no podían creer esa canción que yo me había atrevido a cantar. Sin poder terminar bien la segunda estrofa o aclarar que no iba a decir «tetas» sino «pecas», de pronto, de la nada, salieron profesoras, mi hermana y hasta la psicóloga que hasta el momento no conocía, a bajarme de la tarima. No podía entender el porqué, solo escuchaba un regaño tras otro sin parar. Y mi hermana amenazaba con contarle a mis papás acerca de ese acto de indisciplina imperdonable que había pasado en el colegio.

Lloré por horas. Ya no me importaban los regaños, ya estaba blindada contra ellos, pero me sentía pequeña, —diminuta, a decir verdad—, sin esperanza y humillada.

El tema con la humillación, es que nos hace sentir tan poca cosa, que es difícil levantarnos y dar a conocer de nuevo nuestros sueños o, como en mi caso, nuestra voz. Hoy, me pregunto por qué nunca fui capaz de ser cantante. Por años me escudé en que no había nacido con ese talento, es más, hice una y mil bromas al respecto. Me negué a cantar en público y como máximo me arriesgué a cantar en un coro de niños, donde mi voz solo era parte de un colectivo y se perdía en la nada. Lo mismo pasó con mis gustos, opiniones, puntos de vista y hasta con mis propias metas.

Al pasar los años, se me olvidó un poco quién era yo. Dejé de lado a esa niña que se sentía capaz de todo, que le gustaba ser irreverente, divertida, que se reía a carcajadas hasta quedar sin aire, que lloraba apasionadamente por lo que le dolía.

¿A cuántos les ha pasado lo mismo? Que dejaron ese ser auténtico de lado, a ese niño interior que no le temía a nada atrás, sin voz, y todo porque alguien decidió decirnos que estábamos mal, y nosotros al no saber que había otra opción simplemente les creímos.

Y al igual que muchos de ustedes, sin darme cuenta me empecé a esforzar por encajar, ser igual, verme igual y pensar de la misma manera. No saben el daño que este sistema educativo le hizo a mi creatividad y sobretodo individualidad. Tanto así que deje de esforzarme por ser la mejor, porque de alguna manera eso me iba a poner en el ojo público y podía correr el riesgo de ser diferente. Que mayor distorsión.

Después de unos buenos años, golpes y aprendizajes he emprendido una nueva lucha: redescubrir a esa niña inquieta, guerrera, preguntona y con ganas de devorarse el mundo. Hoy, a mis 36 años, sigo en la lucha contra esas creencias que permití que la gente dejara marcadas en mí. Me duele haber dejado tantos años atrás mi esencia, me duele pensar cuántos dejaron también parte de su interior en el camino.

Algunos se negaron a ser parte del juego, a ser una ficha más. Hoy, aplaudo y de pie a aquellos que no perdieron la batalla y que hacen parte de la historia: Steve Jobs, Oprah Winfrey y hasta el mismo genio de la creatividad Walt Disney, ellos son un claro ejemplo de que se triunfa cuando no se permite que el miedo venza al espíritu.

Si todavía tienen dudas de cómo encontrar ese ser único que son, es porque están mirando en el lugar equivocado una vez más: afuera. Así que paren, respiren y escuchen ese instinto, esa voz que callamos por mirar al celular, trabajar en exceso o ver serie tras serie de televisión. Esa es la voz que sí debemos escuchar, y que nos liberará de ser uno más.

LA CONFESIÓN

No me creo libre, mucho menos el mejor ejemplo de la autenticidad, pero algo sí les digo y con toda la certeza: mi vida ha sido un camino de aprendizajes que me han llevado a creer cada día más en mí, en lo que siento, en lo que soy.

Por eso, a través de estas páginas, abriré mi corazón para compartirles las vivencias de una mujer que muchas veces se sintió perdida en la búsqueda de su verdadero ser.

Les confieso que más de una vez me he hecho daño, me he faltado al respeto, me he herido, y todo por agradar a los demás. He llegado a tal punto que no quiero estar en mi piel, en mis zapatos. Crecí sintiéndome incómoda por como yo era, de donde yo venía. Estaba buscando en vidas ajenas esa respuesta que solo podía encontrar en mí; en mi vida, en aquello que me había negado a sentir tantas veces, en esas experiencias que quería ocultar, en esa genética que me narraba con mis curvas una historia familiar, en mi pecho que vibraba y yo decidía ignorar. No me daba cuenta de que la magia estaba ahí, en ser normal, en ser yo misma.

Siempre creí que esto era algo que vivía y sentía yo sola, que algo en mí estaba roto, que los demás estaban tan seguros y tan felices con su cuerpo, su vida y su esencia que por eso decidí en algún momento y de manera errada tratar de convertirme en una de esas personas. Trataba de tener su cuerpo y para alcanzarlo me sometí a tantas dietas que le hice un daño irreversible a mi propio cuerpo, me alejaba de mi familia si me cuestionaban o simplemente no se ajustaban a ese libreto perfecto que la sociedad creó a través de sus estereotipos. Me alejé de mis pasiones por perseguir sueños ajenos, entregué parte de mi vida y de mis sueños a cambio de ilusiones de una sociedad que vive de espejismos.

Nada más lejano a la realidad que un cuerpo 90-60-90, que una familia perfecta, que una vida sonriendo y sin preocupaciones. En ese momento yo no lo sabía, o simplemente no lo quería ver. Por eso, enterré mi esencia y le abrí la puerta al mundo para que tomara decisiones por mí y construyera un libreto de lo que mi vida debería ser a partir de simplemente querer ser aceptada por los demás.

Y sí, hoy lo reconozco, tenía miedo al rechazo. De chiquita lo sentí y no me gusto, creo que a nadie le gusta, y entendí que este mundo funciona con una regla básica, lo diferente se discrimina y lo parecido se acepta. Como hija menor y sobrina menor de un buen grupo de primos lo aprendí, y en el colegio lo corroboré.

A ningún líder le gusta que le cambien las reglas, que se salgan de los patrones o que llegue alguien nuevo, porque puede ser atractivo en algún punto para los demás. Y esto no solo funciona en la política o en la vida adulta. En la infancia también.

Si uno no pasa la prueba de niño, en la adolescencia llega con más fuerza y, adivinen qué, yo no la pasé y seguí repitiendo patrones casi de manera inconsciente o más bien automática. Seguí tratando de agradar a los demás, estando de acuerdo con cada una de sus opiniones, riéndome cuando todos lo hacían, mejor dicho, siguiendo al montón. Nunca me ha gustado criticar, pero criticaba para ser parte de un colectivo que lo que no entiende lo juzga. Esto pasa sin darnos cuenta, como si estuviéramos dormidos. Muchas veces lo estamos, así creamos que nos levantamos todas las mañanas para ir a estudiar o trabajar y empezar el día. Cumplir una rutina no es estar despierto, ganar dinero, ir a un trabajo o incluso conquistar al chico más guapo, tampoco. Si no estás conectado con tu interior lamento decirte que aún sigues dormido. Cuando andamos en automático por la vida diaria esto pasa, es inevitable. Es importante parar, hacer consciencia y ahí sí, continuar.

Un día, cansada de buscar esa esquiva felicidad, decidí parar y tratar de entender por qué mi pecho se seguía sintiendo vacío. Por qué a pesar de tener esa vida que yo había acordado con la sociedad, no podía sonreír desde mi corazón. Y es que podemos ser infieles a un novio, a una amiga, a tu familia, pero nunca a ti mismo y eso me estaba pasando a mí, y para entenderlo necesitaba abrazar mi pasado, sí revisarlo, sentirlo y sanarlo.

Después de mi poco aclamado acto frente al colegio en mi debut como cantante, mi vida siguió casi en silencio. Mis palabras no salían para crear, solo para afirmar. Y como parte de un sueño ajeno, terminé deseando modelar.

Se imaginarán este escenario: Una niña insegura tratando de entrar al mundo de la moda. Cada comentario que me daba una persona yo lo tomaba como una verdad absoluta: «Eres bajita, muy negrita» (porque me lo dijeron), y el clásico de todos los tiempos: «¡Estás gorda!».

El resultado: sentirme rota. Lo que ahora tengo claro es que esas personas estaban más rotas por dentro que yo.

¿Qué estaba pasando en mí?

A partir de una experiencia yo estaba construyendo una Creencia.

Para tenerlo más claro, una creencia es aquello que no cuestionamos, simplemente damos por sentado que es cierto. Les voy a dar un ejemplo: si yo les pregunto ¿saldrá el sol mañana?, ¿ustedes qué responden? Sí, cierto. Porque lo creen, punto. No lo dudan ni un segundo. O si les pregunto a los creyentes: ¿Dios existe? Seguro responderán que sí sin parpadear. Eso precisamente es una creencia instalada en nuestra mente.

Y eso mismo me estaba pasando a mí con mi cuerpo, con lo que yo era. Le estaba dando autorización a los demás de implantarme creencias, ¿y qué creen que eran? Eres: fea, eres gorda (dándole una connotación absolutamente absurda a tener un peso diferente a un estándar de belleza) y claro, yo no me cuestionaba, simplemente las aceptaba y empezaba a manifestarlas en mi día a día. Mirarme al espejo resultaba casi insoportable, me miraba a los ojos y me sentía vacía, incluso abandonada, y hasta llegué a culpar a Dios por mi supuesta mala suerte de ser simplemente yo. En conclusión, no me sentía suficiente.

Lo que no me daba cuenta es que primero debía ser «suficiente» para mí, es decir, amarme tal cual era para que los demás pudieran ver eso en mí. Hoy no los culpo, yo solita les di la autorización para que implantaran sus propias heridas en mí. Era mi responsabilidad aceptar o rechazar y yo di vía libre. Además, ¿cómo podía pedir a los demás que vieran algo en mí que simplemente yo no tenía? Imposible. Primero me tocaba descubrirlo, vivirlo y aceptarlo, y ahí si iba a empezar la transformación.

Cada uno tiene su propia lucha, a mí me tocó esta, pero hay muchos de ustedes que seguro les tocó batallar contra «ser el mejor». Una programación que empieza desde que somos bebés.

Quién gateó o caminó primero. Quién está más alto, más gordo, más lindo… y así crecemos, comparándonos, sin un referente claro y objetivo. Y al final, con las comparaciones, siempre habrá un ganador y un perdedor, una persona que queda arriba y la otra abajo, una «superior» y otra «inferior».

Comparación que al final les hace daño a los dos. Al «perdedor» porque se va a sentir menos, con menos oportunidades, de mala suerte, inferior, víctima. Y a quien «gana» le crea una falsa imagen de superioridad que la vida misma tarde o temprano le va a bajar.

Nos han enseñado a ganar, a ser los mejores, pero no hay una carga más fuerte que «ser el mejor». Es un trabajo incansable, que lleva a las personas a siempre estar compitiendo; donde su capacidad de soportar la frustración es casi nula, siempre ven a las personas alrededor suyo como rivales y además no saben perder. Si hay algo que es seguro en la vida es que en algún aspecto lo haremos, ya sea en un juego de fútbol, en el trabajo o en el amor.

He conocido muchas personas que crecieron con la consigna de: «debes ser el mejor» y su vida se ha convertido en una constante carga, una lucha sin fin.

Muchos padres le repitieron esto a sus hijos creyendo que esto les iba a representar una ventaja y podía garantizarles el éxito. Todo lo contrario, porque en algún campo va a haber alguien «mejor» que los derrote y para ellos —que no están programados para perder— una caída puede significar una derrota de la cual les cuesta mucho levantarse. Recuerden, es mucho más fácil aprender a ganar que a perder.

Ganadores o perdedores, al final todos somos lo mismo. Todo llevamos de todo un poco, y eso es lo que nos hace crecer. Pero más allá de estar encima del podio o debajo de él, está el poder sentirnos cómodos en nuestra propia piel, desde lo que somos.

Aquí viene una nueva confesión: yo también he perdido el rumbo de quién soy. He vivido mi vida desde la búsqueda de la aceptación de los otros. La más importante: de mi mamá. Sí, sin darme cuenta y de manera casi inconsciente empecé a escribir mi historia de vida basada en los sueños de mi madre. Ella no lo hizo a propósito, seguramente yo tampoco, pero lo hice, seguramente para agradarle más, buscando amor, o tratando de cumplir esos sueños que ella no alcanzó.

Explicaciones hay muchas, yo solo sé que esa fue la decisión que tomé y viví por muchos años. Pero ella no ha sido la única encargada de escribir el libreto de mi vida, ese libreto que me esmeré por años en representar de la mejor manera. En esta obra también participaron mis amigos, algunos no tan amigos que creía que lo eran, personajes que yo decía detestar pero que en el fondo admiraba, novios y, por supuesto, la televisión.

Para los millenials que estén leyendo este libro y otras generaciones aún más jóvenes, les digo que nosotros no crecimos con un celular que nos mostraba la vida de las personas que, a pesar de ser también ficción, creemos que hacen parte de la realidad. No. Crecimos viendo televisión, series y novelas de las cuales estaba 100% segura que hacían parte de la ficción, que eran el reflejo de la imaginación de alguien. Y, aun así, me dejé influenciar por estas.

Quería ser como uno de esos personajes de la serie Beverly Hills 90210, un lugar tan lejano a mi cultura, a mi vida y a mi historia… empezando porque la mayoría de ellas eran rubias y yo soy bien morena; hablaban otro idioma, su cuerpo se veía diferente. Claramente su realidad era totalmente opuesta a la mía, pero aun así quería olvidar quién era yo para imitarlas.

Dejemos claro que una cosa es la admiración y otra muy distinta es negarnos quienes somos para querer aparentar otra realidad. Y eso es lo que yo quería cada segundo de mi vida.

Creía que todos los que me rodeaban vivían felices con su cuerpo, con sus vidas. Siempre veía lo que tenían los demás con admiración y lo mío no me gustaba, incluido mi cuerpo. Me gustaba el pelo rubio y yo lo tenía negro, las piernas bien delgadas y las mías siempre se veían gruesas en el espejo, los ojos claros… mejor dicho todo lo opuesto a mí. La casa de mi amiga era más linda, sus padres más comprensivos y yo simplemente sentía que era de malas porque no había nacido en otro cuerpo, en otra vida. Recortaba fotos de modelos y les ponía mi cara… claro que, como se imaginarán, esa imagen tampoco me gustaba mucho. Pensaba: «si tuviera la nariz más respingada, menos cachetes, los ojos más abiertos…».

Sí, eso no es querer estar en su cuerpo, en su vida. Sé que muchos de los que están leyendo este libro también han pasado por ahí y si no lo quieren reconocer, acá les dejo una lista clara de los síntomas de la falta de aceptación:

Te cuesta verte al espejo desnudo sin criticarte.

No te gusta cómo te ves en la mayoría de fotos o simplemente no dejas que te tomen fotografías.

Siempre te estás comparando con la talla de tus amigas o amigos, con su peso, y sí, también con su vida.

¿Dijeron que sí a alguna de esta lista? Bienvenidos a mi mundo. Esto no está bien ni mal. Simplemente nos quita paz y alegría es por eso que quiero invitarlos a transformarlo, porque se puede.

PLAN DE TRANSFORMACIÓN

Chopra utiliza una palabra que en español hace referencia a hacer consciencia, pero amo la palabra en inglés por que resume esto y mucho más: awarness. Significa estar realmente despiertos, conectados con quienes somos, con nuestra esencia, amando y respetando quiénes somos, dejando atrás el drama y los estados de conciencia basados en el ego.

Estar despiertos, hace la diferencia. Y parte de ese despertar es entender que no somos perfectos y está bien no serlo. Por eso, los invito a abrazar cada emoción: rabia, tristeza, miedo, lo que sientan, pues cada emoción trae un aprendizaje.

EJERCICIO DE AUTODESCUBRIMIENTO/ TAREA:

PASO 1

No es un ejercicio cómodo y mucho menos fácil de hacer. Se necesita tiempo, humildad y honestidad, e incluso a veces con estos elementos no es suficiente para sentirnos preparados para hacerlo. Pero no se preocupen que, si este es el caso, la vida misma se encargará de moverlos tan fuerte de su zona de comodidad que no encontrarán más remedio que autoexplorarse o seguir chocando hasta aprender la lección.

La vida es una unión mágicamente misteriosa de acontecimientos, misiones, amor, entendimiento, sabiduría y esperanza, por nombrar algunos. Algunas veces nos da pistas de cómo se comporta y cuando creemos entenderla nos da a vuelta para enseñarnos un poco de humildad.

Y aunque nos quejemos, luchemos y hasta tratemos de crear algoritmos para controlarla, hay un plan divino que nos rige. Es como aquella fábula que narra cómo las almas antes de llegar a este plano escogen su destino para trascender. No sé a ciencia cierta si esto es falso o verdadero, solo sé que vinimos para aprender.

Volviendo al ejercicio, el primer paso es parar. Sí, detenerse de este mundo loco, del día a día, de la rutina, de tratar de agradar a todos y de ser esa persona que hace sonreír y les cae bien a todos.

Una vez des el paso, ve a un lugar escondido, lejos de lo que conoces, de tu zona de comodidad. ¿Qué es la zona de comodidad? Es el espacio en el que estamos tan cómodos que no queremos ni siquiera mirar afuera, un lugar donde no existe el riesgo, ni el miedo. Pero tampoco existe la emoción ni la pasión, es como estar dormidos y ya.

Es bueno para algunos y pueden vivir así el resto de la vida y está bien. Generalmente, son personas que se esfuerzan por llegar a la perfección y a cualquier precio, les importa mucho aparentar y hacen lo que sea porque la sociedad crea que son perfectos.

Nota: