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GÖTTERDÄMERUNG

Autora: Mariela González

Diseño y maquetación: Domi Vakero

Primera edición: Julio 2018

ISBN: 978-84-17649-49-4

Producción del ebook: booqlab.com

©2018 Ediciones Héroes de Papel, S.L., sobre la presente edición

P.I. PIBO. Avda. Camas, 1-3. Local 14. 41110 Bollullos de la Mitación (Sevilla)

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra:

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

 

 

 

 

Para Ursula, por enseñarme los nombres del viento.

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Aquel día me decidí por un borgoña, un Lamy-Pillot de 1788. Inspeccioné la tienda de Helmut varias veces (una sola vuelta no exigía más de cinco o seis pasos, después de todo), y opté por aceptar su recomendación. La insistencia del tendero era lo que me escamaba. La experiencia me decía que, si tanto interés tenía en deshacerse de aquel género, bien podía deberse a una procedencia poco lícita del mismo (o de las sustancias que contuviera en su interior).

—No se arrepentirá, herr Gustavo—afirmó, envolviendo la botella en papel, al tiempo que mostraba una vez más la dificultad que entrañaba para él pronunciar mi nombre—. Un vino excelente, que le recordará a sus raíces mediterráneas. Nada mejor para una íntima velada.

Sonreí por compromiso. No iba a molestarme en desmentir aquella suposición, aunque la velada que esperaba a aquella botella no tendría nada de íntima. Ni de halagüeña. Ni de velada, ya puestos.

Recorrí la calle de vuelta al hostal. Debían de ser las nueve de la mañana, minuto más, minuto menos. La hora perfecta, en la que el sol saludaba aquella buhardilla miserable enroscándose entre los barrotes del único ventanal como una bailarina voluptuosa. Cada mohoso rincón de la habitación se desperezaba, cada sombra cobraba un interés efímero que en realidad no tenía. Era un cochambroso agujero en un destartalado edificio de la calle más anodina de Heidelberg. Pero para mi amigo Viktor representaba la quintaesencia del aliento de las musas. Jamás se había planteado, en todos aquellos años, cambiar de alojamiento, y tampoco parecía que la casera fuese a quejarse de obtener un ingreso constante por una habitación que se caía a pedazos.

Lo encontré tal como esperaba, nada más abrir la puerta. Sobre el escritorio pegado a la pared de la derecha, hojas amarillentas arrugadas, un poema nonato desechado y perdido para siempre en el limbo de los versos. En el lienzo, frente a él, una pintura a medio hacer, formas abigarradas y oníricas, colores entremezclados sin coherencia, como espumarajos desordenados de su mente. Los símbolos claros del diletante que era: aunque se dedicaba sobre todo a la poesía, era un artista enardecido que saltaba de una disciplina a otra. Todavía en camisón, no se giró al escucharme entrar.

—Y aquí regresa el conquistador. Silencioso asesino de corazones, fresco como la brisa que le preludia cada mañana —me saludó. Supe entonces que el poema fracasado no debía de haberle importado tanto, si la verborrea retórica y exagerada escapaba con tanta facilidad de sus labios, y el remordimiento por la charla que habíamos de mantener se acrecentó en mí—. ¿Una noche desenfrenada y una partida fugaz, amigo mío? ¿Tendré que volver a ocultarte de la ira de algún padre que pretenda cobrar con puños el precio de la honra de su hija?

—Oh, no lo creo —respondí. Dejé el vino sobre la mesa e intenté mostrar el mismo entusiasmo que él, aunque no era fácil: nunca he conocido a nadie que se despierte con tanta vitalidad—. Pero fue una noche interesante, la verdad. Me encontré con unos viejos conocidos en la taberna y decidí unirme a una partida de dados. Después me invitaron a unas copas y… ¡Ah! —exclamé, dando una palmada, como si acabara de recordarlo—. No te vas a creer lo que sucedió. Curioso, ya verás.

Mis dotes de actuación cuentan con un ámbito muy limitado. Suelen tener buen efecto en el sector femenino, claro que entonces ayudan mi sonrisa radiante, mi cabello ensortijado, la cuidada perilla de buen caballero y puede que alguna dosis de embriaguez mental provocada por el Glamerye. Pero nada de eso funciona con Vik, a menos que te llames Erin, tengas la mirada de una mañana escocesa y una larga historia que ya os contaré en otro momento.

Así que mis palabras causaron el resultado opuesto al que deseaba. De pronto, Viktor dejó de mirar el lienzo y ladeó la cabeza. Su ojo azul se volvió despacio hacia mí. Casi pude notar el ojo derecho atravesar el parche y abrasarme. Las cejas rubias dibujaron el arco del creciente enfado en su rostro.

—Gustavo —habló, despacio—. No habrás vuelto a perder por ahí mi alma, ¿verdad?

En fin, a mí me costaba aprender la lección, pero os la dejaré clara a vosotros: jamás intentéis mentirle a alguien que tiene vuestro corazón incrustado en su cuerpo.

****

—«Accidente» —corregí—. La palabra clave es «accidente». Y la historia puede resultar hasta divertida, ya lo verás. Te la contaré mientras disfrutamos de este borgoña maravilloso que te he traído…

—¡Y encima vino! ¡Para desayunar! —Viktor alzó los brazos en una pose dramática: el pincel que sostenía en la mano derecha salió disparado a su espalda—. Tendría que haberlo supuesto nada más verte entrar. ¿Por qué, en nombre de todo lo sagrado, no puedes apostar con otra cosa? ¿Dinero de verdad? ¿Joyas? ¿Glamerye? ¿Pelo del culo de un centauro? ¿Por qué mi maldita alma?

—Primero, Viktor, deberías apuntar estos diálogos y volver a intentar terminar aquella obra de teatro. En serio. Segundo —la cara de mi compañero adquiría un tono que podía rivalizar con mi borgoña—, no tienes que alarmarte tanto. No está perdida. No como en aquel desafortunado incidente del trol y el puente, en el Rín. Cómo nos reímos, ¿eh? Pero aquello salió bien, ¿verdad? Y esta vez será más fácil de recuperar.

—Dime que no ha sido culpa del tarro —rogó Viktor, cerrando los ojos y estirando el cuello.

Siguió a tales palabras un incómodo silencio, que decidí romper al cabo de unos segundos del único modo posible. Descorché la botella y le di un largo trago. Si había algo en ella que pudiera matarme, mejor que fuera cuanto antes.

Y ahora es cuando os explico por qué tenía el alma de Viktor guardada en un tarro de judías.

Hay muchas posibilidades de que dos borrachos se encuentren en una noche cualquiera, en la parte de atrás de una taberna, para compartir ese incómodo e inevitable momento de intimidad masculina que acarrea el llevar demasiado líquido en la vejiga. En Heidelberg, en los tiempos que corren, también hay muchas posibilidades de que uno de ellos sea un poeta fracasado, aquejado de un amor imposible, cuyas dolorosas ascuas espera poder apagar con cerveza. Pero hay menos probabilidades de que el otro sea un trasgo de Galiza, escondido en su Sayo con la apariencia de un ser humano corriente (aunque no poco atractivo). Ese último soy yo, por si no había quedado claro.

Nos saludamos con un cabeceo y un gruñido, y nos concentramos cada uno en nuestra tarea, a una distancia prudencial. Yo no veía gran cosa aparte de riachuelos cambiantes que correteaban por la pared de ladrillo frente a mí. Debía de haberme bebido un barril entero aquella noche y había conseguido con ello la locuacidad y arrojo suficientes para hablar con una dama solitaria, todo un bellezón austriaco. Supongo que fue aquella maraña de pensamientos libidinosos lo que me impidió notar a tiempo el Glamerye a mis espaldas. No estoy orgulloso de aquel día, la verdad. No tuvo mucho mérito por mi parte entrar en alerta en el momento en que vi golpear aquella garra en la pared, a mi lado.

Me abroché los pantalones y me volví a toda prisa. Vik también había hecho lo mismo, aunque apenas me percaté por el rabillo del ojo. Recuerdo haberlo oído balbucear y sollozar, y verlo terminar aquello que había ido a hacer en su ropa en lugar de en la pared. No era para menos. No todos los días se pilla una borrachera que te haga ver lobisomes a tu espalda. Solo que aquellos dos eran de verdad.

Debo aclarar que tengo un serio problema con esta gente. Mi familia los esclavizó en su día, y por azares del destino parece que los atraigo con una frecuencia poco recomendable. Recordaba a aquellos dos de la partida de la tarde anterior en El Puente, aunque entonces no se habían diferenciado demasiado de cualquier burgués germano. Ahora, sin embargo, no se diferenciaban de ningún otro de su especie: pelaje gris, hocico perruno, ojos en los que no quedaba ni un atisbo de la racionalidad que demostraban cuando estaban en su forma humana. Tomó la palabra el más bajo de ellos, ese al que le debía dinero. En mi espeso cerebro se formaron retazos de la historia, brumosos recuerdos de lo acontecido. Sí, las cartas habían estado trucadas. No, no había sido tan hábil como para que no se dieran cuenta, aunque para cuando lo hicieron ya me había marchado. No, no iba a poder pagarles.

La diplomacia y la retórica no son las características que han llevado a los lobisomes a seguir perpetuándose a lo largo del tiempo, sino el instinto, la intimidación y unas zarpas como guadañas. Al contrario de lo que me había parecido, aquellos dos no eran de la clase de gente que se había asimilado por completo a la civilización. Intenté huir, claro; al darme cuenta de lo que iba a suceder pasé del estupor a un elegante dinamismo, y casi conseguí zafarme de la mano que intentó asirme por el cuello de la camisa. Pero el otro fue más rápido, se interpuso en mi camino de un salto. Lo siguiente que noté fue la espantosa cuchillada en mi pecho.

No había sido un zarpazo normal y corriente. Para cualquier fae, un ataque cargado de Glamerye es mucho más pernicioso que una espada mortal. Y aquel había sido el tipo de golpe que me habían asestado, sin duda conociendo qué clase de criatura era. El choque contra el suelo húmedo del callejón no fue tan terrible como notar mi espíritu, mi esencia, escapar a través de la herida. Mi corazón, una gema roja y lisa, quedó libre y se escapó de entre mis costillas.

Supongo que no lo vieron caer y tintinear entre las piedras. Tuve suerte por lo menos en eso. Al verme derrumbado, pensaron que me habían matado en el acto. Me quedé quieto, rogando en silencio para que no salieran de su error y se marchasen sin más. A los pocos segundos parecieron convencerse de ello; los escuché farfullar y dar la vuelta. En el silencio repentino, para mi sorpresa, también noté unos gemidos.

Volví la cabeza y descubrí a Viktor boca arriba, con el rostro vuelto hacia mí y en la misma situación lamentable que yo. Olí su sangre. Le habían asestado el golpe en un lateral de la cabeza y la cuenca de su ojo derecho era una masa destrozada. Sin duda, los lobisomes habían decidido que no merecía la pena dejar vivo a alguien que pudiera delatarles. Alargué la mano y agarré la piedra de mi corazón, sintiendo el pegajoso hálito del espíritu de aquel hombre mezclándose con el mío. Nuestras vidas escapaban juntas por momentos en ese asqueroso callejón, huyendo hacia el Éter. Supe que debía tomar una determinación antes de que llegase el final.

No podía devolver el corazón a mi pecho, pero sí evitar que se apagase. La llama de su interior titilaba cada vez más débil, como una luciérnaga asustada. Apreté los dientes, me arrastré hasta el cuerpo de Viktor y lo incrusté allí donde debía estar su ojo derecho. El calor provocó un breve estallido en el interior de la piedra. Sentí el Glamerye siendo llamado de vuelta a mi propio cuerpo y pude volver a respirar, pese a la herida. Ya me ocuparía de eso más tarde: no da buena impresión, ni en Heidelberg ni en ninguna parte, ir por ahí con el pecho abierto.

Claro que aquella solución desesperada garantizaría mi vida mientras aquel hombre siguiera existiendo. Desesperado, me esforcé por atrapar las hebras de su espíritu y detener su huida. No podía volver a introducirlas en su cuerpo, que ya albergaba mi esencia; tampoco en el mío, que no las toleraría. Mi mente, aún obtusa, solo encontró una salida.

Rebusqué en mis bolsillos, en el interior de mi chaqueta… y por suerte encontré el recipiente perfecto.

Soy un tipo de campo. Siempre he sido muy aficionado a las judías.

****

—Me estaban desplumando. Tenía que recuperar al menos una parte del dinero. Entre otras cosas porque tenía que devolverte lo que me prestaste hace unos días para comprar papel, ¿recuerdas?

—Claro.

Si las palabras pudieran congelar, creo que Viktor me habría convertido en un digno habitante de Jötunheim en aquel momento. Estaba sentado sobre el camastro de abajo de nuestra litera, con las piernas y los brazos cruzados, y me miraba con aparente tranquilidad. Pero yo sabía que las palabras bullían en su cerebro: las réplicas se entrelazaban, los argumentos airados chocaban como piedras haciendo saltar chispas, pugnando por saltar a la lengua. Mi amigo llevaba algún tiempo practicando ejercicios de autocontrol y una especie de meditaciones raras venidas del Este. Pero lo debía de estar pasando mal conteniendo la diatriba.

—Así que me miré de arriba abajo —proseguí, con la misma naturalidad—y pensé: ¿qué es lo único que tengo de valor ahora mismo, lo único con lo que puedo jugármelo todo a una última tirada? ¡La chaqueta!

—Mi chaqueta. Por si fuera poco, la chaqueta que te llevaste anoche era mía.

—Ajá... vaya. Eso añade todavía más casualidad a la historia. Pero, en fin, estaba seguro de que iba a ganar esa última mano. Tenía un presentimiento. Lástima que no siempre acierte.

—Y te llevaste mi alma dentro de mi chaqueta.

—En el bolsillo interior, ese que tiene doble fondo. Pero, oye, sabes por qué siempre me llevo el tarro a todos lados, por qué me hice responsable y me esforcé en sellarlo con Glamerye y todo eso. Es para... —Me detuve y me mordí la lengua, pero ya no me quedaba más remedio que concluir la frase—. Es para que esté a salvo.

—A salvo. Viktor repitió las sílabas mordisqueándolas una a una. Durante unos segundos se quedó quieto, y ya iba a acercarme a darle unos golpecitos, temiendo que hubiera entrado en una especie de catatonia, cuando se movió de repente, descruzando las extremidades. No pude evitar sobresaltarme.

—Bueno, Gus, voy a intentar tomármelo con calma. Con filosofía. Estoy inmerso en una racha creativa y no voy a dejar que vuelvas a estropeármela.

El veneno en aquellas palabras, debo reconocerlo, me provocó una punzada de arrepentimiento.

—Confío en que sepas cómo encontrar al tipo que tiene la chaqueta, que sea sencillo y que todo esté arreglado antes del mediodía.

—Por supuesto que sé cómo encontrarlo. Sé dónde está ahora mismo.

Aquella iba a ser, quizás, la parte más difícil de todo mi discurso. Tragué saliva, me balanceé sobre los talones. Al final opté por esbozar la más luminosa de mis sonrisas.

—Es... Diemisser, el bibliotecario de la universidad.

****

Bajamos en silencio las escaleras. En silencio también descendimos por la calle, con el sonido de la ciudad que se despertaba: el agua de los cubos derramándose por los balcones, los lecheros proclamando su mercancía fresca, los estudiantes que se afanaban por llegar temprano a clase. Tan solo nuestros zapatos hablaban, resonando sobre el empedrado en una extraña música sin coordinación.

Aquel silencio se me clavaba más que cualquier palabra afilada, más que cualquier reproche que hubiera podido proferir mi compañero. Era casi una jugarreta del destino, una metáfora amarga y malintencionada: que tuviera que ir a recuperar su alma al lugar que había devorado sus sueños y esperanzas. Sabía que aquello lo enfurecía más que el extravío en sí.

—Maldita sea, Vik—tuve que decirle al fin, al cabo de un rato, a aquella espalda que avanzaba presurosa frente a mí—. Te juro que si hubiera sabido quién era ese hombre no habría jugado contra él. No habría apostado la chaqueta... si hubiera recordado que el tarro estaba dentro, ¿vale? Se me olvidó. Lo siento.

No hubo respuesta. Quizás me ignoraba, o quizás se había recluido en aquel pozo sin fondo de su mente, su refugio inaccesible. Ni siquiera la íntima conexión que compartíamos me permitía llegar hasta él en esos momentos.

Después de ascender algunas callejuelas todavía solitarias llegamos a la plaza y hallamos ante nosotros el imponente edificio de la universidad. Era un coloso, el guardián de la ciudad, cuya presencia se sentía allá donde fueses, sobresaliendo entre los edificios. Jóvenes inquietos y profesores avinagrados desaparecían bajo los umbrales de sus múltiples bocas. El conocimiento exudaba de las paredes blancas y las ventanas, se filtraba en el mismo aire de Heidelberg, embargándolo todo con el aroma del progreso. Su florecimiento se había iniciado dieciséis años atrás, gracias al gran duque de Baden, después de una prolongada decadencia. 1803 había marcado el resurgir del academicismo en Heidelberg; poco a poco, la ciudad iba adquiriendo protagonismo indiscutible como el corazón que bombeaba conocimiento a los estados de la recién creada Confederación Germánica.

Para Viktor, en cambio, era la imagen de su fracaso más amargo.

—Bueno... —empecé a decir, cuando nos detuvimos un instante—. Quédate aquí si quieres. No creo que tarde mucho...

—Ni hablar —respondió él, contra todo pronóstico—. Vamos los dos.

Comenzó a andar hacia la puerta de la biblioteca, el edificio anexo, como si el suelo le quemara. Lo seguí hasta situarme a su lado. Él se caló el ala del sombrero hasta que su rostro se volvió anodino en la sombra. Le preocupaba que alguien lo reconociera, algún antiguo profesor tal vez, pero nadie se fijó en nosotros mientras recorríamos la plaza y entrábamos por el portón. Subimos hasta la sala de lectura, siempre con aquel ronroneo constante en los pasillos, el murmullo de los estudiantes que compartían impresiones, confidencias o cotilleos. De tanto en tanto, alguno de los vigilantes voluntarios chistaba una advertencia para que bajaran la voz, lo cual sucedía durante un par de minutos. En un lateral, al final de la sala, estaba el escritorio de Janus Diemisser. Parapetado tras grandes torres de estanterías, camuflado allí donde las lámparas del techo no alumbraban, siempre huraño en el cumplimiento de sus tareas. Recordé entonces lo que el tipo había confesado la noche anterior, durante la partida: cuando le llegara la hora, deseaba que fueran aquellas estanterías las que lo mandasen al otro barrio. Sepultándolo sin más. No imaginaba mayor felicidad que desaparecer entre aquellas toneladas de palabras y de sabiduría que constituían su día a día.

Nos plantamos frente a él y Viktor se quitó el sombrero por vez primera. Diemisser levantó la nariz de comadreja del libro de registros que leía. Primero me miró a mí y ensayó un gesto burlón; después dirigió la vista hacia mi compañero y su sonrisa se agrió. No le di la oportunidad de hablar.

—Qué tal, Janus —saludé, jovial—. Te acordarás de mí, espero, si es que el alcohol ya se te ha evaporado de la sesera. Buena partida la de anoche.

—Bastante buena para mí, ya lo creo —me replicó—. ¿A qué habéis venido, herr Gustavo? Veo que todavía calzáis zapatos, ¿queréis acaso apostar con ellos?

—Os los daría gustoso —intenté que la sonrisa no se borrase de mi cara—, siempre que accedierais a hacer un trueque. El caso es que necesito recuperar algo que perdí anoche. La chaqueta.

—¡Vaya! —El bibliotecario se echó hacia atrás, cruzando los dedos sobre la barriga—. No esperaba esto de vos. Pensaba que tendríais mejor perder.

—Perdí, sí. Vamos a saltarnos la parte del sarcasmo, ¿de acuerdo? Es necesario que esa chaqueta vuelva conmigo. Seguro que tienes alguna mejor.

—No sé qué deciros... —El tipo apoyó la mejilla en la mano derecha y miró al techo, fingiendo que reflexionaba—. Es una buena chaqueta, la verdad. Es de Viena, por lo que dice el bordado del cuello. Y ahora que viene el frío...

El golpe en la mesa nos sobresaltó a ambos. Viktor apoyó las dos palmas sobre la reluciente superficie, entrecerró el ojo izquierdo al descubierto. Tuve que reprimir un gemido; noté el pinchazo de su ira a través de mi corazón, bajo el parche que le cubría la cuenca derecha.

—Había algo dentro. Lo sabes. Una lata de judías —espetó al bibliotecario, en un tono que hizo que se girasen varias cabezas en la sala y en la balaustrada sobre nosotros—. Dime dónde demonios la tienes, y por tu bien espero que no la hayas tirado.

—Maldito chiflado... —Janus gruñó, miró la mesa con preocupación por si había quedado algún arañazo—. No, no sé nada de una lata. Antes he mentido. La chaqueta es una basura, así que la metí en un saco con otro montón de ropa vieja y me deshice de todo ello esta mañana. —Hizo una pausa, contempló nuestras caras aterradas y sonrió con maldad; se olía que algo iba mal y disfrutaba, sin duda—. Lo dejé en la tienda de Sigmund Bocchier. Paga una mierda, pero menos da una piedra.

»¿Qué más queréis? —añadió, después de otro breve silencio. Ni Viktor ni yo nos movimos, intentando asegurarnos de que no nos engañaba—. Ya os lo he dicho, podéis largaros a por esa chaqueta piojosa. ¿O es que acaso vas a hacer algo más, DeRoot? —Se inclinó hacia delante, esta vez dirigiéndose solo a mi compañero—. ¿Vas a enfadarte y montar otra de las tuyas? Inténtalo. Puedo chasquear los dedos y en menos de un minuto tendrás aquí a diez profesores dispuestos a darte una paliza.

Temí que Viktor enfureciera, aunque desde luego no en los términos que Diemisser esperaba. Pero me dije a mí mismo que lo apoyaría si ello sucedía. Sin embargo, mi amigo no respondió a la provocación. Antes bien, pareció relajarse. Retrocedió, volvió a calarse el sombrero y se tocó el ala a modo de despedida.

—Gracias, Janus, por la información. Y por la advertencia, claro. La visión de diez carcamales golpeándome con sus birretes para echarme, mientras intentan no morir de un infarto mientras lo hacen, es demasiado para mí. Creo que me iré por mi propio pie. Vamos, Gus.

****

Debo reconocer que al principio aquella especie de simbiosis me resultaba muy desagradable. Pronto me di cuenta de que sentía la esencia, las emociones, la vida de Viktor como si fuera un pequeño parásito alojado en mi mente. Era como tener dos cabezas. Si se enfadaba, si estaba triste, si se preocupaba en exceso (algo a lo que era proclive), todo aquello me sacudía como el embate de una ola y ofuscaba mis propios sentidos. Escuchaba lo mismo que él. Mi barriga se llenaba cuando la suya lo hacía. En las primeras horas, aquel torbellino me puso muy nervioso. Llegué a arrepentirme de haber sobrevivido a los lobisomes si debía pagar semejante precio y acabar desquiciado.

Para él, en cambio, una vez superada la conmoción inicial (saber que tu alma está en un tarro no es como darte cuenta de que se te está cayendo el pelo), la situación resultó más beneficiosa. Llevar dentro de sí mi corazón le proporcionaba una nueva visión del mundo, mucho más desarrollada que la del resto de seres humanos. Amplificada. Su ojo izquierdo seguía viéndolo todo con normalidad, pero el derecho presentaba ahora todo un caleidoscopio de sensaciones, de planos y capas que hasta entonces no había podido entrever. Se colocó un parche para ocultarlo de la gente, pero no por ello perdía tales facultades. Era una ventana privilegiada a mi dimensión, al mundo por el cual transita el pueblo feérico. Podía ver incluso más allá del Sayo, esos disfraces humanos que muchos de nosotros empleamos para deambular por las ciudades de los mortales. La presencia del Glamerye, la materia de nuestro espíritu, resultaba tan real y tangible como la tierra que pisaban sus pies.

Todo esto resultaba más emocionante, claro está, para alguien como él, cuya alma pertenecía por entero al arte.

Con el paso de los días aprendimos mucho sobre la cadena que nos unía. Yo, a separar sus emociones de las mías, aislándolas tras una puerta de mi mente, de manera que no me volvieran loco. Por otro lado, él siguió experimentando, sondeando su nueva perspectiva del mundo como un ciego que tantease con el bastón por un terreno pedregoso. Gracias a su renovada visión adquirió capacidades sinestésicas que lo transportaban a una especie de éxtasis cuando componía, escribía o pintaba. Después nos dimos cuenta de que podíamos compartir recuerdos. Y fue entonces cuando decidió ser del todo sincero conmigo y me lo enseñó.

Lo que había sucedido en la universidad, ocho años atrás.

El destino no es idiota. No había querido que el hombre que estuviera meando a mi lado aquella noche fuera un pobre diablo o un vagabundo. No, Viktor DeRoot era un tipo listo, un estudioso. Provenía de una familia de latifundistas holandeses establecidos en la lejana Albión, pero no había querido seguir sus pasos, heredar las tierras y convertirse en un viejo gordo cuya mayor emoción fuera contar monedas encima de su panza. Había dejado el hogar atrás siguiendo la senda de los versos y los libros, decidido a que algún día su nombre estuviera en la portada de uno de ellos. Llegó a Heidelberg con diecisiete años y se unió a una de las asociaciones de estudiantes que proliferaban como setas en aquella época de renacimiento cultural. Nunca había tenido demasiado éxito con sus poemas, aparte de haber publicado en alguna que otra gaceta literaria de poca monta. Sabía que en Heidelberg podría desarrollar sus inquietudes mejor que en cualquier otro lugar y se esforzó como el que más en sus estudios en la universidad. Entabló las amistades necesarias, conoció a la gente adecuada, y con veintiún años ya estaba trabajando como asistente de profesor. Era un cabrón precoz, sí.

Las nuevas teorías artísticas, las ideas de Goethe y Herder, estaban en pleno apogeo cuando él se incorporó al seminario de Literatura. Y las asimiló entusiasmado. Al fin y al cabo, eran muy parecidas a lo que había sentido desde su adolescencia, cuando las palabras eran sus más íntimas amigas: sabía que detrás de la poesía había algo más, la capacidad de elevar los espíritus y los sentidos más allá de lo mundano. La universidad de Heidelberg, imbuida por la filosofía de los nuevos tiempos, estudiaba el uso de los poemas como medio para manipular el espíritu humano, moldearlo y explotar sus potencialidades ocultas. La composición de los versos, la cadencia, los estilos de rima, las aliteraciones... El ritmo y la estructura, en esencia, podían crear un patrón que provocase diversos efectos, y no hablo en términos abstractos. En otros lugares, en otras universidades, se había conseguido provocar estados reales de alegría, tristeza, ansiedad o sumisión. Se habían mejorado capacidades físicas específicas: fuerza, agilidad, percepción visual. Incluso decían que en Londres se habían inducido sueños premonitorios con la ayuda de los poemas de Blake. Algunos todavía lo ven como magia burda, pero es el signo de nuestra época: la unión entre el arte y la lógica, convertidas en el gran instrumento del hombre. Igual que el pueblo feérico y el mortal han fusionado sus mundos en uno a través de los invisibles Senderos que los unen, transitables para quien tenga los medios adecuados. Por supuesto, esa nueva realidad también influye, claro. Desde el Tiempo de la Unificación, el mundo humano se ha inundado del Glamerye de los fae, y el arte lo ha absorbido como una esponja, alcanzando nuevos límites.

Viktor había querido ir todavía más allá de todo eso.

Llevaba un par de años como asistente, devorando libros y estudios, cuando se atrevió a mostrar a los demás una nueva teoría de su propia cosecha: la idea de que la poesía pudiera manipular no solo el espíritu humano sino también el feérico. Incluso los más progresistas menearon la cabeza ante semejante atrevimiento. La esencia de los fae era muy distinta, le dijeron. El Glamerye no funcionaba igual que la sangre o el cerebro; sus rudimentos eran aún algo inexplorado, incognoscible. Nada les aseguraba que la ciencia de los versos tuviese el mismo efecto en ellos. Y, desde luego, a Viktor le iba a resultar muy difícil encontrar a ningún sujeto, ya fuera trasgo, silfo, sumpall o gnomo, con quien experimentar.

Aquel último punto era el que más preocupaba a mi amigo. Lo comprobó por sí mismo cuando intentó contratar a trasgos para sus experimentos, en los barrios bajos; se llevó unos cuantos insultos e incluso alguna paliza como respuesta. De nada le servirían sus apuntes y sus notas si no podía aplicarlas. De manera que empezó a trabajar día y noche en la composición de un poema que condensara todo aquello que quería demostrar. Se esforzó por conseguir un efecto de llamada que atravesara la misma realidad: si podía atraer a un ser feérico de otro plano recitando aquellos versos, ante la presencia de sus colegas, no les quedaría más remedio que admitir que llevaba razón. Y muchos se adscribirían a su causa.

Cinceló las palabras en forma de estacas, trazó los quiasmos como un lazo, suturó cada verso como un pescador que no quiere dejar el menor resquicio en su red. Hasta que llegó el gran día.

En el estrado, delante del seminario en pleno, declamó como nunca lo había hecho, con toda la fuerza de su deseo. Había pensado en atraer a un individuo pequeño que no se sintiera demasiado molesto por el atrevimiento; un silfo de campo, de los que vivían en el tejado de la universidad. Una leve manifestación le valdría: quizás una ráfaga de viento o un frío inusitado en la sala. Algo así podría servirle como punto de partida para mitigar la incredulidad.

El poema terminó. Y entonces, tanto Viktor como sus compañeros se dieron cuenta de que llevaba razón. A un nivel que jamás hubieran imaginado. No fue un pequeño silfo, que quizás solo habría gruñido y mentado a sus madres por lo bajo al ser arrastrado allí. Lo que se materializó ante ellos fue nada menos que un ifrit de dos metros de altura, una de esas criaturas orientales a las que tanto les gusta viajar. Y bastante cabreado. Un segundo después, toda la sala estaba en llamas.

Un fuego feérico no es un fuego normal. Se extendió enseguida por los pasillos, como una lengua ávida. Entró en las aulas y sorprendió a numerosos estudiantes y profesores en mitad de las clases. La evacuación no fue tan veloz como habría sido necesario y decenas de personas quedaron atrapadas entre el humo y las llamas. Y ya os podéis imaginar el destino que corrieron muchos de los libros contenidos en los seminarios.

El juicio se celebró un mes después, aunque por suerte las amistades de Viktor evitaron un mal mayor: consiguieron que su pena se redujera a ser recluido en la cárcel de estudiantes durante seis meses. Todo fue catalogado de «accidente», como si hubiera sido una explosión en el laboratorio de química. La universidad le fue vetada de por vida, eso sí. Se tardó cerca de un año en reconstruir todo lo que había sido dañado (la generosidad del duque de Baden fue un tanto menor en aquella ocasión) y en recuperar los libros consumidos por las llamas. Por supuesto, las habladurías se extendieron con celeridad por toda la ciudad. Había nacido Viktor el Loco, un chiflado pirómano que no era de fiar y al que más valía evitar en todo momento, ya fuera en las aulas, en las tabernas o en las tertulias literarias.

Cuando el recuerdo de mi amigo terminó de mostrarse en mi mente aquel día, tardé un buen rato en reaccionar. El sabor de la hiel impregnaba mi paladar. Me sentía desdichado, confuso, calcinado por un fuego cuyos rescoldos no se apagarían jamás. Eran los sentimientos que Viktor había traspasado a mi alma. Nunca hubiera imaginado que los seres humanos pudieran sentir el dolor con tanta intensidad.

No habíamos vuelto a sacar el tema hasta entonces, cuando Janus Diemisser se había quedado con su alma por error. Y volví a sentir las llamas quemándome las entrañas mientras abandonábamos la universidad.

****

Sigmund Bocchier limpiaba los cristales de su establecimiento a conciencia, y desde luego estaba haciendo un buen trabajo, porque vio nuestro reflejo en ellos en cuanto giramos la esquina.

—¡Gustavo Trasaño! —me saludó, alegre. Era uno de los pocos que pronunciaba sin problema mi apellido ibérico, con aquella eñe traicionera para los germanos—. ¡Y su amigo el poeta! ¿A qué debo el honor? —Se giró y nos miró de arriba abajo; supe que estaba evaluando nuestro aspecto. En cuanto traspasáramos el umbral de El Perchero Real nos aconsejaría sobre el cambio de vestimenta que más nos convenía.

—Sigmund, amigo mío. —Me adelanté y le estreché la mano. Hablé sin preámbulos—. Estamos buscando una chaqueta que...

—¡Perfecto! ¡Tengo lo que mejor te viene! —me interrumpió al momento—. Me ha llegado nuevo género de Francia, justo lo que llevan los escritores de prestigio, ¿eh? —Me guiñó un ojo y yo le sonreí, respondiendo a su complicidad sin demasiado entusiasmo. Había otra media docena de personas que sabían que yo era Gustav Busch, seudónimo con el que publicaba mis poemas y cuentos en la gaceta local, pero a Bocchier le gustaba fingir que era un secreto compartido. Se sentía orgulloso de ello y lo demostraba utilizando un epíteto tan generoso como «escritor de prestigio».

—No, verás... Es algo concreto, que te han traído hoy. En un saco.

—¿Ropa usada? —Bocchier arrugó la nariz—. Oye, si las cosas no van bien, puedes extenderme un pagaré. Hay confianza, hombre.

—Es para mí —intervino entonces Viktor. Suspiró—. Qué demonios, es mía. Es una larga historia, pero este botarate perdió ayer mi chaqueta con algo dentro. Algo importante que debo recuperar.

El vendedor lo miró y entendió por su expresión que no debía seguir preguntando. No tenía la misma confianza con Viktor que conmigo, pero lo respetaba, más de lo que se podía decir de otros sastres de la zona. Si le hubiéramos explicado el percal lo habría entendido sin problemas. Al fin y al cabo, es uno de los míos, un trasgo que se siente más cómodo en las ciudades que en los montes. Pero a Vik le gusta mantener su intimidad y no contar a cualquiera que su alma está metida en un recipiente que apesta a judías. Es comprensible si ya tienes fama de estar pirado.

Nos indicó con un gesto que entrásemos en El Perchero Real. Nos golpeó el característico olor a cuero, a telas de procedencias difíciles de identificar y que evocaban las tierras lejanas de Catay o las Indias. El maremagno de sombreros en las estanterías, de bastones, de chalecos y abrigos colgando de las paredes hacía pensar en aquella tienda como una ciudad reducida, con habitantes invisibles que cobraban vida durante la noche y se marchaban dejando todo desordenado durante el día. En un rincón más allá del mostrador se encontraba la zona de segunda mano: un baúl abierto de par en par de donde sobresalían en desorden las mangas y las perneras de pantalón. En el suelo, a su lado, vimos un saco gris.

—Supongo que os referiréis a lo que me trajo Diemisser esta mañana, en cuanto abrí. Esta ropa vieja no tiene mucha salida, pero la suelo dejar aquí un par de semanas. Si no se vende, la llevo al hospicio. Veamos... —Se agachó, rebuscó en el saco y no tardó en sacar la chaqueta de Viktor—. Es la única que hay, de modo que debe de ser la que buscáis.

—Oh, sí. Por favor —suplicó mi amigo, extendiendo las manos—, dejadme comprobar los bolsillos.

Bocchier palpó el pecho, introdujo la mano en los bolsillos interiores. Se quedó quieto unos instantes. Y después se puso la chaqueta.

Tengo que justificar este gesto, y es que se trató de un acto reflejo, inevitable para él. De entre todo el pueblo feérico, los trasgos somos los más miméticos. Algunos, como yo, disfrutamos vagando de aquí para allá, divirtiéndonos con las posibilidades que ofrece la civilización humana. Pero hay otros que han convertido las ciudades en su ecosistema. Del mismo modo que siempre ha habido trasgos de bosque, como mi familia, de montaña, de valle o de cueva (los más raros, y es que a los gnomos no les gusta compartir los territorios), hay muchos que se vinculan a las tabernas, a las fábricas, a las granjas. Y algunos, los más comunes, a objetos cotidianos como la ropa. Es el caso de mi amigo Sigmund.

El tendero cerró los ojos, degustando las hebras de esencia en la chaqueta como un niño que sorbiera un plato de sopa. Inspiró, entrelazó su Glamerye con la historia contenida en aquella prenda. Viktor sabía lo que estaba haciendo, de modo que fue educado y no se quejó, aunque lo vi apretar los puños contra los muslos. Pero no pudimos evitar sorprendernos cuando Bocchier habló.

—Así que la dejaste. Tuviste que escoger y elegiste al arte antes que a ella —murmuró el trasgo. Tarareó algo con los dientes apretados, se balanceó—. Ella te culpó durante mucho tiempo y tú lo sentiste. Envió esa culpa hacia ti, a través del aire, de los pensamientos. Y después se hizo tuya, se enredó en tu ser. Pero ya fue demasiado tarde cuando quisiste recuperarla.

Tragué saliva y miré a mi amigo. Bajaba la mirada hacia sus zapatos, pero no replicó ni interrumpió aquella suerte de trance, a pesar de lo que significaba.

—Has intentado odiarla —siguió Bocchier, aún con los ojos cerrados —. Te has esforzado. No es tan fácil. Ella se ha marchado con otro, ha triunfado en lo que tú no pudiste. Te ha dado todo para que la odies, pero no puedes. Porque sigues escribiendo su nombre detrás de cada verso que sale de tu pluma. Y así será durante mucho tiempo…

—Basta, Sigmund. Gracias —decidí intervenir. Me aproximé, le tiré de la manga, provocándole un sobresalto y despertándolo —. Está claro que es su chaqueta, sí.

Se la quitó, con una sonrisa de disculpa dirigida a ambos, y me la entregó. Palpé el bolsillo y saqué la lata. Aliviados, comprobamos que no presentaba ni un rasguño. Aunque algo me llamó la atención: la tapa estaba un tanto menos apretada de lo normal. Probablemente Diemisser no había dicho la verdad; seguro que la había encontrado y había tratado de abrirla, sin éxito. Me encargué en su día de sellarla para que no pudiera ser abierta por manos mundanas, ni siquiera a martillazos. Os lo he dicho: me preocupo por mi amigo, aunque a veces tenga estos problemillas de memoria cuando juego a las cartas.

Pero algo sí me quedaba claro, a la vista de aquello. Bocchier no se había vinculado a los residuos de Viktor en su chaqueta, sino a su propia alma.

****

Viktor sacó su pipa y la bolsita de hierba que le había regalado su amigo el poeta oriental. Yo no recordaba el nombre, ni de la hierba ni del tipo. Zhang o Ziang, o alguna otra palabra de ortografía imposible. Un olor extraño y salvaje, a sal y a arena, se elevó de la cazoleta cuando dio la primera calada. Un perro arrugó la nariz y gruñó al pasar por nuestro lado.

—Sigmund Bocchier es otro de tus compañeros de borracheras —me habló al fin. La tienda había desaparecido ya tras nosotros; habíamos girado la esquina y tomado una callejuela encharcada y silenciosa, de vuelta a nuestra habitación—. No cabe la posibilidad de que le hayas hablado… bueno, de que le hayas contado sobre mis cosas, ¿cierto? Y de que hayáis decidido gastarme una broma pesada.

—Sé que a veces soy un poco cretino. Pero puedes estar seguro de que nunca te haría una jugarreta en la que estuviera implicada tu alma… o Erin.

Mi compañero asintió con la cabeza. No dijo nada, mirando el cielo entre los tejados, las nubes perezosas que se desgajaban del horizonte.

—¿Crees en el destino, Gus? —soltó de pronto—. ¿Crees que el mundo es un mosaico compuesto por alguna gran mente y nosotros no hacemos más que movernos entre las teselas? ¿Que nuestro único papel es el de intentar no pisar en falso y destrozar el dibujo?

—Creo en el desayuno —respondí —. Sobre todo, a esta hora. ¿Vamos a ir a tomarnos algo?

—Oh, vamos. Después de la que has liado, lo menos que me debes es un poco de filosofía barata. —Viktor sonrió, exhalando una bocanada de aquella hierba marina—. No son ni las diez de la mañana y sin previo aviso el pasado ha venido a mí a darme dos bofetadas. Si creyera en el destino, bien parecería que está intentando darme un tirón de orejas. Recordarme quién soy. Pero no entiendo el motivo.

—Bueno, Vik, tú sabes tanto como yo. Lo ves a diario con ese ojo derecho tuyo. O algo parecido. La realidad no es un mosaico inmovible, donde cada pieza tiene un único lugar, sino un tapiz sin tejer. Tenemos todas las hebras delante para elegir y entrelazar las que deseemos. Las agujas son nuestro albedrío.

—Que tengamos lo mismo delante no significa que veamos lo mismo, recuérdalo. Entonces no crees que haya un tejedor supremo, una fuerza superior por encima de nuestras voluntades. Qué triste. —Vik me miró con fingida decepción.

—¿Quién podría creer eso, en estos tiempos que corren? —repuse—. Desde que los dioses dejaron de ser ideales metafísicos en un panteón lejano y se convirtieron en algo mucho más espeluznante y terrible. En políticos.

—Ah, touché —se rio mi compañero—. En todo caso, si lo que ha sucedido esta mañana es una señal…—Se encogió de hombros—. Bueno, a lo mejor debería estar atento a lo que quiere mostrarme.

No dijimos nada más en un buen trecho, hasta llegar casi a la altura de nuestro hostal. Sabía que Viktor se había sumido, como tantas otras veces, en la contemplación del dibujo que ansiaba recrear en su tapiz. Por mi parte, el estómago empezaba a acusar la lejanía de mi última comida. Unos metros adelante, el viejo Günther estaba abriendo la puerta de su taberna. Decidí que poner un plato de beicon delante de mi amigo sería un buen método para terminar de saldar mi deuda de aquella mañana. Me dispuse a ofrecérselo, pero entonces me di cuenta de que había salido de su ensoñación y aminorado la marcha. Seguí su mirada, ceñuda de repente.

En la puerta del hostal esperaba un hombre vestido con chaqueta púrpura y un elegante sombrero de copa. Se apoyaba en un bastón dorado con la cabeza de un zorro en el mango. Sacó el reloj de su bolsillo, lo miró, y al cerrar la tapa se percató de nuestra presencia. Nos miró y sonrió, estrechando sus ojos taimados al hacerlo, lanzando hacia nosotros aquella perspicacia sobrehumana. Lo reconocimos al momento.

Le gustaba adoptar toda clase de formas. En ocasiones había sido un noble prusiano. Otras, un extraño alquimista danés, dueño de un espectáculo ambulante. Desde hace algún tiempo se había mantenido en un único papel, el de Alto Magistrado del káiser Odín en territorio germano; un cargo creado ex profeso con el que viajaba de aquí para allá garantizando el cumplimiento de las leyes.

La única forma de no equivocarse con su identidad era llamándole Loki.

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-¿Os habéis preguntado cómo fue la primera vez que el hombre vio llover?

»Hoy en día, si os pilla una tormenta repentina en medio de la calle, siempre podéis buscar un portal bajo el que esconderos hasta que escampe, en caso de que no os dé tiempo a llegar a casa. O meteros en alguna taberna, en una tienda... En todo caso, no deja de ser una incomodidad menor, ¿verdad? Una tontería que quizás solo os retrase a la hora de ir a clase o hacer un recado. ¿Estoy en lo cierto?

Al menos doce cabezas infantiles asintieron al escuchar a Enzo, que sabía cuándo dejar aquellas pequeñas pausas para permitir su participación. Se escuchó algún tímido «sí», alguna risa de un crío más pequeño. Tenía frente a él un público vacilante todavía, pero era normal. Acababa de comenzar su historia y estaba en ese momento en que debía dejar las migas de pan. Ya llegaría el gran efecto. Vaya si llegaría. No había escogido al azar aquella esquina de la plaza Romerberg, el centro neurálgico de Frankfurt, para su sesión de aquel día: sabía que su voz se amplificaría al declamar, que sus palabras rebotarían de piedra en piedra, ascendiendo por el campanario, encendiendo los corazones y los ánimos. Tal vez impresionando a los padres que habían dejado allí a sus críos, que se mostrarían generosos con las monedas como agradecimiento por el rato de libertad.

—Tuvo que ser tremendo aquello, ¿eh? La primera lluvia. El primer rayo. Como si el cielo se estuviera cayendo sobre las cabezas de esos pobres, indefensos humanos que no conocían nada del mundo —prosiguió —. Y después de eso, la primera nevada. El suelo temblando por vez primera, en algún momento. La naturaleza debió de parecerles a los padres de los padres de nuestros padres un enemigo terrible, procedente de una fuerza más allá de su comprensión. No es de extrañar, por tanto, que se inventaran a los dioses para darle explicación.

Esta vez hubo alguna reacción diferente, como Enzo había previsto. Nada que no hubiera pasado antes. Uno de los chicos mayores que escuchaban al final de la concurrencia, quizás de diez u once años, bufó enseguida al escuchar su última frase. Se detuvo un par de segundos, esperando que interrumpiera, pero no lo hizo. Sin embargo, había mordido el anzuelo. Dejaría que lo sacudiera un poco más, que se creyera dueño de aquella mosca que atrapaba … y después tiraría.

—El arma más poderosa que hemos tenido nunca como especie ha sido nuestra imaginación. Gracias a ella se nos ocurrió que, aunque no poseyéramos dientes o garras, tal vez podríamos construir trampas para atrapar a otros animales. Y que quizás si nos vestíamos con las pieles de los desdichados que cazábamos no pasaríamos tanto frío. Ella nos enseñó a diseñar techos sobre nuestras cabezas para resguardarnos de esa lluvia inmisericorde, y nos hizo plantearnos que podíamos rezar a algún ser todopoderoso para que alejara semejante castigo de nosotros. Todas esas plegarias, dirigidas a los causantes de los fenómenos naturales, acabaron por convertirse en una suerte de energía colectiva. Las historias que se contaban al amor de la lumbre en los tiempos pretéritos cobraron entidad: los dioses adquirieron nombres y rostros, y poblaron los cielos sobre nuestras cabezas, el inframundo bajo nuestros pies. Todo gracias a la fe de los que creyeron en ellos.

El chaval mayor del fondo, de nuevo, expresó su desagrado con un resoplido. Se rio, dio un codazo a un muchacho que venía con él, una versión suya en miniatura, de ojos mucho más grandes e inseguridad manifiesta. La admiración con que este le miraba movió al pequeño escéptico a hablar.

—Yo ya he escuchado tonterías de estas —replicó, ufano, levantando la voz todo lo que podía. El resto de la audiencia se giró hacia él—. Mi padre dice que no hagamos caso a los herejes como tú. Hay mucha gente que dice que los dioses son una invención de los seres humanos. Si es así, ¿cómo viven con nosotros, respirando, comiendo, durmiendo? ¿Cómo nos gobiernan ahora desde la tierra y no desde sus palacios en el cielo?

Aquello era una buena pregunta, estaba claro. Los niños más jóvenes no entendían bien qué pasaba, pero se volvieron a Enzo, expectantes, esperando que replicara. Las palabras del chaval, no obstante, habían atraído otra clase de orejas a su alrededor. Adultos que pasaban por allí se pararon a escuchar, curiosos. Ahora sí, Enzo podía comenzar con el verdadero golpe de efecto, con el auténtico mensaje. Era un cuentacuentos, pero también un historiador con conciencia y propósito, y se debía a su misión. Notó cómo la sangre se le encendía.

—He ahí el dilema. La entelequia que marca nuestra existencia. El gran tema en torno al que orbita toda nuestra filosofía moderna —exclamó, sin importarle que el chico entendiera o no tales términos—. Nuestra fe creó a los dioses, a lo largo y ancho del mundo… pero ellos acabaron convirtiéndose en seres de carne y hueso, reales como nosotros mismos. ¿Y quién nos dice que no pasó lo mismo con nosotros? ¿Que no fuimos, en realidad, el sueño de una raza diferente? ¿La explicación de lo incognoscible a través de una mente que nunca alcanzaremos a descubrir?

Algunos de los curiosos que se habían detenido menearon la cabeza y continuaron su camino. Entre los niños se extendió una expresión de desconcierto; no todos la mostraron, constató satisfecho Enzo, pues hubo quien arrugó el ceño, pensativo. Había plantado la semilla. El chico que había intervenido quedó mudo, a pesar de la mirada fija de su hermano, quien esperaba que volviese a replicar. Bueno, había que reconducir el hilo, se dijo el cuentacuentos. Regresar a lo mundano. Al quid de la cuestión.