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Autor: Pedro D. Verdugo

Diseño y maquetación: Domi Vakero

Primera edición: Noviembre 2018

ISBN: 978-84-17649-55-5

Producción del ebook: booqlab.com

©2018 Ediciones Héroes de Papel, S.L., sobre la presente edición

P.I. PIBO. Avda. Camas, 1-3. Local 14. 41110 Bollullos de la Mitación (Sevilla)

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra:

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para ti, devoradora compulsiva de toda clase de
literatura. Te marchaste demasiado pronto y sin avisar,
pero allá donde estés espero que puedas ser feliz y que te
sientas orgullosa de nosotros.

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27 de julio de 2016, 02:40

Barrio de La Verneda, Barcelona

Saqué el llavero del bolsillo con mucho cuidado, tratando de evitar ruidos molestos que pudieran afectar al descanso de mis quisquillosos vecinos. Por desgracia, unas monedas salieron despedidas y armaron un pequeño escándalo al bailar sin rumbo por todo el rellano.

Al recogerlas me di cuenta de que estaba empapado en sudor. Giré la llave en la cerradura, haciendo que la puerta se abriera tras un chasquido y que mis dos compañeras de piso acudieran a recibirme entre grandes muestras de alegría. Al parecer, aquel par de moscas había decidido pasar allí el verano. Aparte de hacerme compañía se dedicaban a revolotear el día entero entre la habitación, la cocina y la sala de estar, persiguiéndose una a otra y viceversa. Yo aún no tenía muy claro si comprar un insecticida o ponerles nombre.

Aquella noche, en realidad, las jodidas moscas eran la menor de mis preocupaciones. Al entrar en mi casa, el espejo del recibidor me devolvió una versión descafeinada del hombre que un día me había propuesto ser. Ahí estaba yo, Héctor Gálvez Salgado, cuarenta y un años, de profesión sargento de los Mossos d’Esquadra y de estado civil muy soltero. A pesar de ir hecho un pincel, mi rostro reflejaba cansancio y hastío.

Quizás lo mejor era analizar la situación en perspectiva, con calma pero sin perder de vista el detalle de lo que me había sucedido en las últimas seis o siete horas. Necesitaba un trago y me dirigí a la cocina donde, en algún armario, debía guardar una botella de ginebra barata.

PRIMERA PARTE

«Nadie es profeta en su tierra»

(Anónimo)

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1

26 de julio de 2016, 19:25

Barrio de San Jerónimo, Sevilla

El intenso calor que suele torturar en verano a la ciudad parece haberse tomado una pequeña tregua a última hora de la tarde. Aun así, la sensación de bochorno en la calle, cercana a los treinta y cinco grados, sigue siendo agobiante.

En la salita de estar del humilde piso que comparte con su madre, Jesús mira la televisión tumbado en el sofá, aunque hace rato que no le presta atención. Ella se balancea en su mecedora, hipnotizada por las continuas polémicas entre los tertulianos del programa más visto de las tardes. Las aspas de un viejo ventilador no consiguen refrescar el ambiente, y pequeñas gotas de sudor caen por la frente del chico a intervalos irregulares. Se seca la cara con un pañuelo y lo vuelve a guardar en el bolsillo de su pantalón corto del Real Betis Balompié, la única prenda que ha llevado encima en las últimas cuarenta y ocho horas, dos días enteros en los que no se ha movido de casa. Sabe que la pensión de viudedad no da para mucho más y que debería salir a buscar trabajo, pero fuera hace demasiado calor y tiene claro que su escasa formación y experiencia le impiden aspirar por el momento a un puesto interesante.

El muchacho sale de su letargo cuando el reloj de pared está a punto de marcar las siete y media. De un salto felino se levanta del sofá y se dirige a su habitación, donde tiene un ordenador portátil destartalado que enciende nada más entrar. Tras una tediosa espera de un par de minutos, el sistema operativo arranca. Una vez accede a internet, con el botón del ratón hace doble clic en el icono de YouTube, el más conocido de los portales de vídeos de la red.

Luego selecciona de entre sus favoritos el canal de Alteregox, el youtuber de videojuegos con más seguidores en el país y uno de los más famosos a nivel mundial en lengua castellana. Jesús lo sigue desde hace unos tres años, y le encanta la manera alocada que tiene de narrar sus partidas, con sus comentarios ácidos y repletos de tacos e insultos. Cuando se pone a hablar de actualidad o de política ya no le hace tanta gracia.

Sin embargo, Alteregox no va a jugar una de sus partidas hoy, sino que ha prometido anunciar algo «muy gordo» que provocará un escándalo del que gente bastante importante de su sector saldrá salpicada. Está por verse si la revelación cumple con las expectativas generadas.

Tan pronto como se abre la página del canal, Jesús selecciona el vídeo en cuya descripción se puede leer la etiqueta «EN DIRECTO AHORA». Salvando en breves microsegundos una distancia de casi mil kilómetros, un primer plano del rostro de Alteregox se materializa en la pantalla del portátil en Sevilla. A diferencia de otras ocasiones, no se muestra relajado y sonriente, sino que una sombra de preocupación parece atravesar su mirada justo antes de desviarla brevemente hacia la puerta de la habitación, situada a su izquierda. En el estudio destaca una gran mesa con ordenadores, monitores, cámaras, micrófonos y otros accesorios tecnológicos. El youtuber se remueve inquieto en su silla ergonómica y se recoloca el flequillo. Carraspea un poco, mira a la cámara, sonríe de manera forzada y se dispone a iniciar su monólogo.

«Buenas tardes, amigos, conocidos y otras gentes de mal vivir. ¿Qué tal estáis hoy? Mucho calor, ¿verdad? Bueno, es lo que tiene el verano en este bendito y puñetero país. Yo estoy bien, aunque un poco liadillo debido a ciertos acontecimientos de los que seguro estáis ansiosos por conocer más detalles».

Jesús sonríe. Por supuesto, él está allí para enterarse de esa gran noticia que el youtuber ha conseguido mantener en secreto durante el último mes, a pesar de los rumores y de las presiones de seguidores y amigos.

Alteregox sigue con su presentación, en un tono trascendente e impostado.

«Por desgracia, la rutina diaria hace que, a veces, se nos olviden las cosas más importantes de la vida. Creo que, de vez en cuando, es necesario detenerse un momento y pensar en cómo manejamos nuestras relaciones personales. Queramos o no, esta es una sociedad que nos obliga a estar en contacto con otras personas. Ahora preguntaos: ¿Quiénes son vuestros amigos en realidad? ¿Tenéis muchos? ¿Confiáis en ellos? Seguro que sí, todo el mundo necesita alguien en quien apoyarse cuando vienen mal dadas. Y también es muy posible que alguna vez os hayáis sentido traicionados por una persona por la que hubierais puesto la mano en el fuego, ¿verdad? Pues eso es lo que me ha pasado a mí en estas últimas semanas. Alguien que presumía de ser mi amigo ha intentado clavarme un puñal por la espalda, y hoy vais a saber de quién hablo».

«El tema se pone interesante», piensa Jesús. Tras unos minutos dándole vueltas al asunto, Alteregox intenta mantener el aplomo, aunque es obvio que cada vez está más emocionado e indignado con los hechos que le han llevado a confesarse esa tarde ante sus seguidores.

«Muy a mi pesar, considero que hasta aquí hemos llegado y que no puedo ni debo aguantar más esta situación. Es más, necesito que todo el mundo se entere de cuál es el problema y de quiénes son los responsables, y que cada uno pueda decidir con libertad y según su conciencia de qué lado quiere estar. Por lo tanto, os he de decir que…».

En ese preciso instante suena un crujido seco y por la esquina de la pantalla aparece un individuo vestido con una sudadera oscura. Mediante un rápido movimiento consigue rodear el cuello de Alteregox con su brazo derecho, tratando de estrangularlo. El chico se resiste, patalea y golpea con su puño en el rostro invisible del atacante, escondido bajo la capucha. Este lo aferra del pelo con la mano izquierda y con brusquedad le da un estirón hacia atrás, silla incluida. El cuello y la cabeza del youtuber se vencen con violencia antes de que caiga de espaldas contra el suelo. Uno de los pies del muchacho se ha enganchado con el cable del cargador de un ordenador portátil que estaba en la mesa, que cae también con gran estrépito.

La cámara fija del estudio no deja de grabar. Fuera de encuadre se siguen escuchando golpes y gritos guturales. La silla ergonómica, impulsada por sus ruedas, vuelve a escena por un segundo, ya sin ocupante, e impacta en la pared de la izquierda. El tipo de la sudadera reaparece. Se ve tan grande como un oso en la pequeña pantalla del ordenador de Jesús, y con una de sus zarpas agarra del brazo a Alteregox, que aún seguía en el suelo. Con la otra toma la silla y lo empuja hasta sentarlo de nuevo en ella. El youtuber tiene aún fuerzas para llegar a coger un lápiz afilado que reposaba en la mesa y hundirlo en la mano izquierda de su agresor, que aúlla indignado:

«¡Hijo de la gran chingada!».

El encapuchado sigue gritando cuando una segunda figura aparece por sorpresa en pantalla y propina un puñetazo en el rostro a Alteregox, que queda algo aturdido en la silla. En ese momento el primer agresor, herido e irritado, sujeta de nuevo al chico por el cabello, le vuelve a estirar de la cabeza hacia atrás y lo degüella con una navaja afilada. Entre los dos agresores no permiten que el youtuber se libere a pesar de sus movimientos espasmódicos, cada vez más erráticos. Los borbotones de su sangre salpican la mesa, el parqué y el mobiliario. Poco a poco deja de luchar y su actividad se ralentiza. Uno de los intrusos cae en la cuenta de que aún están siendo grabados por la cámara, decide que el espectáculo ha concluido y se abalanza para apagarla.

Después, el silencio absoluto y un fundido en negro en el ordenador de Jesús, que ha asistido atónito a los acontecimientos capturados en primer plano por la propia cámara del youtuber asesinado. Unas imágenes que llegan a todos los rincones de los cinco continentes medio segundo más tarde gracias a los nodos interconectados de las redes de la información.

El chico sevillano no sabe qué pensar, aunque no es el único desconcertado por lo que ha contemplado.

A lo largo de todo el planeta, miles de personas se hacen las mismas preguntas que él en esos precisos instantes.

2

26 de julio, 21:55

Restaurante La Cucanya, Barcelona

Nada más entrar tuve la certeza de que aquel restaurante era perfecto para la ocasión: pocas mesas, iluminación discreta y servicio silencioso. Llegados al segundo plato mis expectativas incluso habían mejorado. Marisa parecía encontrarse muy cómoda. Yo también estaba disfrutando de la cena, aunque debía reprimir el impulso de mis ojos por seguir los movimientos ondulantes del colgante en forma de corazón dorado que bailaba sobre su bien dotado busto.

Ella era divertida y espontánea, todo un torbellino de energía. Debía tener más o menos mi edad, reía a carcajadas, no rehuía el contacto visual directo e insistía en probar cada uno de mis platos. Lucía un peinado a lo afro, rizado y voluminoso, y un recargado maquillaje que intentaba minimizar los efectos del tiempo en su rostro. De hecho, tendía a cerrar los ojos al reír, lo que le provocaba unas arruguitas alrededor que ya formaban parte de su encanto. El corte de su vestido negro, sin mangas y con escote en V, permitía imaginarme una bonita figura. Quizás lo que no me acababa de convencer eran sus labios, demasiado finos para mi gusto, sus dientes, de un tono amarillento —supuse que a causa del tabaco—, y los dedos de las manos, menos esbeltos de lo que cabría esperar en una dama.

Pero no me iba a poner exquisito, yo tampoco era precisamente un galán de cine clásico. A pesar de ello, había que reconocer que mi presencia había mejorado mucho en el último año y medio. O al menos eso sostenían mi madre y mis hermanas. Cuando me comentaron que mi incipiente calvicie me hacía parecer mayor, tomé la decisión de raparme el pelo al cero cada domingo. Además, desde hacía diez meses acudía con regularidad al gimnasio, para mantener la forma física necesaria para mi trabajo en los Mossos d’Esquadra y, a la vez, moldear mi cuerpo para poder sentirme más seguro de mí mismo.

Aquella noche iba a por todas. Para la ocasión había seleccionado los zapatos italianos que compré en un outlet de moda abarrotado de turistas rusos, unos vaqueros entallados de color azul claro, una americana gris que me había prestado un colega del gimnasio —y que, a decir verdad, me quedaba un poco grande— y una camisa blanca de manga larga, con un curioso estampado de labios rojos en posición de besar. Aquel cuadro era el resultado de mi decisión de dar carpetazo a un triste pasado amoroso repleto de sinsabores. La primera medida que tomé tras aquella epifanía fue la de no volver a cerrarme puertas ni a renunciar a determinadas oportunidades por ser demasiado escrupuloso o porque, como había pasado en algunas ocasiones, me superase el miedo al fracaso. Descarté la estúpida idea de que había alguien por ahí que encajaba conmigo a la perfección, así que decidí no perder más tiempo en buscar a mi media naranja y traté de probar otras clases de frutas.

Primero lo intenté en el gimnasio pero, para mi gusto, las chicas de allí acabaron siendo o demasiado sofisticadas o demasiado camioneras, sin punto medio. Una cosa era ser escrupuloso y otra comerme a disgusto una macedonia en dudoso estado.

Alguien me sugirió entonces probar con Meetic, una página web de contactos online. Basándose en las respuestas de una encuesta personal, el sistema me proponía una serie de candidatas que podían responder a lo que buscaba. Conseguí un par de citas, tan solo para comprobar con decepción que lo que ellos llamaban «algoritmo del test de afinidad» no parecía funcionar demasiado bien.

El siguiente intento cabía en la palma de mi mano. Tinder, la aplicación para ligar del móvil, me daba la opción de entablar amistad con mujeres cercanas a mi posición geográfica mediante el simple movimiento de un dedo. En un principio acogí la propuesta con cierto escepticismo, aunque acabé aceptando el reto. Me prometí que, si no me sonreía la suerte, desistiría de volver a enredarme en unos procesos de conquista online que nunca daban resultados positivos. Para mi sorpresa, Marisa me dio muy buena impresión desde nuestra primera charla. Y más aún tras concertar la cita que nos había llevado, aquella calurosa noche de julio, al pequeño restaurante de la calle Caspe de Barcelona. De todas maneras, quería mantener la cautela. Mi pasado de decepciones no me permitía considerarla como candidata a ser la próxima mujer de mi vida. Quizás hubiera sexo esa noche, pero estaba seguro de que el amor con mayúsculas, ese que todo el mundo sueña con vivir algún día, debería esperar. Ella pareció leerme la mente.

—Un euro por tus pensamientos.

—¿Cómo? —contesté algo despistado.

—Me pregunto si estás pensando en el postre o, más bien, a dónde me vas a llevar luego —añadió con picardía, sonriendo y llevándose la copa a los labios sin dejar de mirarme, en un gesto sensual y coqueto.

Volví a sonreírle. Me complacía que no perdiera el tiempo en rodeos y que las perspectivas de un buen revolcón fueran mejorando poco a poco. Noté una tensión creciente en la entrepierna y cierta sequedad en el paladar, así que tomé un sorbo de vino para aliviarme.

—Pensaba que al salir de aquí podríamos ir a un bar que conozco, y luego tomar una última copa en mi…

La propuesta fue interrumpida por los primeros acordes del «Lady Writer» de los Dire Straits, el tono de mi teléfono móvil. Era el número de Poveda, un cabo de mi equipo en la Comisaría General de Investigación Criminal, la CGIC. Molesto, rechacé la llamada y me guardé el aparato en el bolsillo.

Menos de un minuto después, el maldito móvil volvía a sonar.

—Perdona, será solo un segundo —acerté a disculparme antes de salir a la calle algo contrariado, descolgar la llamada y responder con indisimulado disgusto—. Poveda, ¿qué coño pasa? ¿Es que no te acuerdas de que no estoy de servicio esta noche?

—Gálvez, disculpa que te moleste, pero tenemos una emergencia cerca de donde te encuentras. Altadill quiere que un sargento de Investigación Criminal se presente allí cagando leches, y Maestre y Escardó están ocupados en otros asuntos.

Error del día: no le tendría que haber comentado a mi jefe, Pere Altadill, que hoy cenaría por el centro de Barcelona. A esas alturas la tensión en mis pantalones había desaparecido.

—Joder, esto solo me puede estar pasando a mí. Dime, ¿qué sucede?

—Pues al parecer esta tarde le han cortado el cuello a un youtuber mientras emitía un vídeo en directo, desde su habitación, para todo el mundo.

—¿Un youtuber?

—Sí, uno de esos chavales que suben vídeos a internet jugando a videojuegos o hablando de moda, deporte, películas y del resto de cosas que interesan a la juventud.

—Te veo muy puesto en el tema, Poveda.

—Mientras venía para aquí he hablado con mi hijo. Estaba acojonado: tiene quince años, es seguidor de ese chico y lo ha visto todo desde su ordenador.

—¿Quién es el muerto?

—Su apodo es Alteregox, aunque en realidad se llama David de la Red. Veinticuatro años. Uno de los youtubers más famosos y seguidos del país.

Tuve que apelar a toda mi profesionalidad para no enviar a la mierda a Poveda, a Altadill, a internet y a todo el puñetero mundo, que parecía haberse confabulado una vez más para arruinar mi vida sexual.

—De acuerdo, voy para allá. Pero esto no va a quedar así. Estaba cenando y tenía planes para esta noche.

—Lo siento, Gálvez. Son órdenes de Altadill.

—No hace falta que te disculpes, Poveda. Solo me estaba desahogando, sé de qué va esto. Venga, pásame la dirección.

Tras apuntar en una pequeña libreta mi siguiente destino y colgar, volví a entrar en el restaurante. Supongo que mi cara reflejaba con exactitud los cambios en mi estado anímico. Marisa me miró con preocupación.

—¿Qué pasa?

—Malas noticias. Verás, sé que al empezar a hablar por Tinder te dije que era funcionario público. Y no te mentí: soy Mosso d’Esquadra. Y deberás perdonarme, pero ahora mismo tengo que irme a atender un asunto urgente. Lo siento de veras.

Marisa me fulminó con la mirada, como si no se creyera mis excusas.

—Tú te lo pierdes. Que sepas que me ponen mucho los uniformes —me soltó en tono de venganza.

—Espero que podamos quedar otro día. Muy pronto. Te llamaré, te lo prometo.

—Ya, seguro. Bueno, vete ya, no vaya a ser que se desate el apocalipsis y se acabe el mundo por llegar tarde a tu misión.

No pude decir nada más. Intenté besarla brevemente en los labios, pero ella movió la cabeza en el último momento para despedirme con los servicios mínimos: un casto beso en la mejilla. Salí del restaurante con un buen cabreo encima. Paré el primer taxi que pasó, me subí y le di la dirección al conductor, un tipo de aspecto melancólico:

—A la calle Esteve Terrades, 37, por favor.

Mientras el coche callejeaba rumbo a la parte alta de la ciudad, me percaté de que me había marchado del restaurante sin pagar ni siquiera mi parte de la cena. Ahora sí que ya podía despedirme de quedar de nuevo con Marisa. Así era mi vida, en especial desde mi promoción a sargento. Cuando parecía conocer a alguien interesante, la casualidad, la mala suerte o el trabajo se cruzaban en mi camino. Esa noche no había sido una excepción. En un giro cruel del destino, el mismo teléfono móvil que me había dado la oportunidad de conocer a Marisa me la había arrebatado poco después por culpa de la llamada de Poveda.

Un poco más adelante, ya superado el disgusto y el calentón, me concentré en el asunto que me llevaba hasta el barrio de Vallcarca i els Penitents.

Un asesinato retransmitido por internet, en directo y para todo el planeta.

Pensé que el mundo del crimen estaba entrando en una nueva dimensión.

Me equivocaba, y durante aquel trayecto en taxi no fui consciente de dónde estaba a punto de meterme. Hacía ya bastante tiempo que cierto tipo de delincuentes campaba a sus anchas por las redes digitales, sacando partido de sus fortalezas y explotando sus debilidades para prosperar en sus oscuros negocios.

3

26 de julio, 22:35

Zona alta de Barcelona

Unos minutos más tarde me encontraba ante el portal del número 37 de la calle Esteve Terrades, en uno de los vecindarios más exclusivos de Barcelona. Un buen número de niños y adolescentes de ambos sexos se agolpaban tras unas cintas de la Policía, haciendo fotos con sus móviles al edificio, a los agentes y a ellos mismos. Los miré en la distancia. Algunos parecían al borde de un ataque de histeria. Otros reían o lloraban, sin parar de parlotear y de moverse. Me dirigí a las dos unidades aparcadas sobre la acera, cuyas intermitentes luces azules iluminaban la fachada del bloque en contraste con la oscuridad de la noche.

Poveda me estaba esperando. Por desgracia, a su lado se encontraban Maroto, otro sargento de los mossos, y Valls, un veterano cabo del equipo de este, dos bravucones con los cuales debo reconocer que no me llevaba demasiado bien. El recibimiento no fue todo lo formal que cabría esperar dadas las circunstancias.

—Hombre, Kojak, bonita camisa.

Cada empresa o colectivo que se precie no puede dejar de contar con el típico tocapelotas especialista en poner motes a sus compañeros. Maroto era el que me había tocado aguantar a mí. Aunque la referencia al calvo teniente protagonista de una serie de televisión era bastante antigua, ese era el sobrenombre que me había asignado desde que empecé a raparme la cabeza. Al menos tenía más sentido que el apodo anterior, Pikachu. A pesar de la mirada de odio que le dediqué por respuesta, él siguió con la guasa.

—No te sulfures, compañero. Pensábamos que no ibas a llegar nunca. ¿Quizás te hemos fastidiado la cita? ¿Esta vez era una mujer de verdad o llevaba sorpresa como la del gimnasio?

—Maroto, no me toques los huevos que hoy no estoy de humor. No sé cuántas veces tendré que repetiros que nunca llegué a salir con aquella muchacha.

—Ya, ya… Por cierto, una pregunta de gramática: ¿A ti qué verbo te motiva más, dar o tomar?

Aquellos dos idiotas rieron como hienas mientras yo trataba de contenerme y Poveda me miraba con preocupación. Decidí que era mejor dejar la discusión para un momento en que no estuviéramos de servicio.

—Mirad, guasones, parece que os hacen mucha gracia mis aventuras, pero tenemos trabajo y ahora mismo estoy un poco cabreado. ¿Por qué no me hacéis un favor y os vais a tomar por culo un rato? Poveda, vamos para arriba a ver qué nos encontramos.

—No se enfade usted, sargento amor —contestó Maroto con sarcasmo, inventando sin pretenderlo un nuevo apodo—. Mejor límpiate el careto antes de subir, parece que uno de los morritos de la camisa se ha escapado y te ha dejado un besito en la cara.

Poveda me acercó un clínex. Me froté con él la mandíbula derecha para eliminar los restos de carmín de los labios de Marisa. Unos labios que no iba a catar ni aquella noche ni, probablemente, nunca. Nos alejamos un poco.

—Gracias, Poveda. ¿Qué pintan esos dos aquí?

—Además de ir a preguntar a los vecinos si han oído o visto algo, han venido para controlar los accesos y contener a los chavales que se están acercado.

—Más vale que hubieran llamado a una ambulancia, a alguno de esos niñatos le va a dar una lipotimia. Ya se las arreglarán como puedan, vamos al tajo. ¿Tenemos acceso al lugar de los hechos?

—El padre del chico atacado ha sido el primero en llegar al piso y nos ha abierto la puerta.

—¿Ha entrado en el piso antes que nosotros? —pregunté a Poveda algo desconcertado.

—Así es. ¿Cómo pretendías evitarlo?

—No me gusta. Puede haber contaminado el escenario. O algo peor.

—¿Como qué? —preguntó Poveda.

—Como que esté implicado en el asesinato —respondí—. Cosas más raras se han visto. ¿Cómo es que ha llegado tan rápido? ¿Tiene coartada?

—Dice que estaba de visita en casa de su exmujer, muy cerca de aquí, y que lo han avisado por teléfono.

—En cualquier caso, mal asunto. Entrar en el piso y descubrir el pastel no debe haber sido nada agradable.

—Te va a sorprender esto, pero la casa está vacía y sin rastro alguno de violencia.

—¿Qué quieres decir? —miré sorprendido a mi compañero.

—El cuerpo del chico ha desaparecido, y ni siquiera hay pruebas de que haya habido una pelea o de que le hayan rebanado el cuello a una persona hace apenas un par de horas. Todo está como si hubiera bajado un momento a comprar tabaco.

—Joder. Extraño, como mínimo. ¿Has conseguido algo más de información sobre él?

—Llevaba más de cinco años subiendo vídeos a YouTube: partidas de videojuegos, opiniones y críticas sobre nuevos lanzamientos, e inocentadas de cámara oculta. En los últimos meses se había atrevido a comentar temas de actualidad, a defender o atacar las actividades de ciertas empresas y a emitir opiniones políticas y de sociedad, convirtiéndose en lo que llaman un influencer.

—¿Un influencer? —Ese concepto me parecía algo marciano en sí mismo.

—Como un líder de opinión para adolescentes y jóvenes —aclaró el cabo—. En ciertos foros de internet se comenta que durante este tiempo ha amasado una considerable fortuna. Otras versiones cuentan que no es oro todo lo que reluce y que tanto él como el resto de youtubers que conforman la supuesta élite nacional viven en realidad con menos lujos de los que alardean.

—Interesante. Vamos arriba, quiero verlo todo.

Justo antes de entrar en el refinado vestíbulo del edificio un fotógrafo de prensa nos sacó unas fotos con flash, dejándome grogui por un instante. Le di un leve empujón para apartarlo, y ya entonces intuí que el caso tenía pinta de llegar a ser bastante mediático.

Lo primero que se veía al entrar al portal era un pequeño escritorio para el portero, tras el cual se ocultaba una silla de oficina. Poveda comentó que esa noche no había nadie de servicio. Usamos el ascensor para llegar a la tercera planta. La puerta del tercero primera estaba abierta de par en par. Observamos cómo dentro del piso un buen número de compañeros se afanaban en comprobar y buscar pistas en las diferentes estancias.

Un hombre de unos cincuenta y pocos años se movía inquieto y con cara de preocupación por el amplio recibidor. Poveda me confirmó que se trataba del padre de Alteregox. Le encargué que contactara con la central por si tenían información de interés sobre aquel hombre, y me acerqué a él.

—Buenas noches, soy Héctor Gálvez, sargento de los Mossos d’Esquadra. Siento lo de su hijo.

—Sargento Gálvez, mi nombre es Alfons de la Red, aunque supongo que ya lo sabe —dijo ofreciéndome la mano—. Y, por favor, no me dé el pésame todavía. Necesito mantener una mínima esperanza de que esto no sea lo que parece.

—¿A qué se refiere, señor De la Red?

—No puedo estar seguro, por supuesto, pero quiero pensar que todo este asunto no es más que un montaje.

—¿Un montaje?

—Sí, una representación teatral organizada por mi hijo para obtener visitas a su canal.

—¿En qué se basa para afirmar algo así? Miles de personas han visto, y perdone que sea tan explícito, como le cortaban el cuello en directo. ¿Le había comentado su hijo algo al respecto?

—No, David no solía hablarme de sus planes profesionales. Pero si revisa la habitación donde grababa los vídeos, se dará cuenta de que no hay señales de pelea, ni rastros de sangre ni de nada que se le parezca. Aparte, debería saber que mi hijo tiene un largo historial de publicación de vídeos con bromas.

—¿Bromas? ¿Qué clase de bromas?

—Por ejemplo, una vez grabó una escena con cámara oculta en una oficina bancaria donde estuvo troleando al empleado hasta que consiguió hablar con uno de los máximos directivos del banco en la región. Casi consiguió que le otorgaran una hipoteca a interés reducido.

—Perdone, ¿ha dicho «estuvo troleando»?

—Un trol provoca, engatusa o enreda a alguien en redes sociales, normalmente con objetivos de chanza, graba todo y luego lo sube a su canal para compartirlo con sus seguidores y echar unas risas. Sin mala intención y sin hacer daño o nada ilegal.

Durante un segundo miré con severidad a De la Red. Parecía convencido de lo que me estaba explicando.

—¿Sabe si su hijo tenía enemigos? Quizás alguien con quien se había metido estaba molesto y quería vengarse de él.

—No que yo sepa. Al menos no para llegar a ese extremo. Por internet los mensajes pueden ser algo agresivos, pero no creo que nadie intentara matar a David por una de sus bromas. Sería algo fuera de toda lógica, ¿no le parece?

—En estos últimos tiempos la gente ha desarrollado una capacidad especial para ofenderse por muy poco —razoné—. Le sorprendería la cantidad de crímenes absurdos que nos vemos obligados a investigar.

Y usted, ¿qué tal se llevaba con su hijo? ¿Habían discutido en las últimas semanas? ¿Se veían muy a menudo?

Alfons de la Red me devolvió el tono de mi mirada anterior. Tuve la impresión de que la conversación le empezaba a incomodar.

—Mire, sargento. Al contrario de lo que usted pueda pensar, mi hijo no es alguien que haya desperdiciado su vida jugando a la consola y fumando porros. Es ingeniero de Telecomunicaciones y, como puede comprobar, se gana muy bien la vida. Es cariñoso con sus padres y sus hermanas, tiene muchos amigos y disfruta de lo bueno de la vida como cualquier chaval de su edad. Dicho esto, como padre e hijo pertenecíamos a diferentes generaciones y teníamos nuestras diferencias. Pero nada grave.

—¿Desde cuándo era independiente? Este es un bonito nido, aunque el precio del metro cuadrado en la zona debe estar por las nubes.

—David se mudó a este piso hace unos dos años y medio, cuando empezó a conseguir patrocinadores para sus canales de vídeo y a ganar dinero.

—¿Algún problema familiar destacable?

—Su madre y yo estamos divorciados. Ella se quedó la casa familiar, no muy lejos de aquí, donde vive con nuestras otras dos hijas, más pequeñas que David. Yo tengo un piso por el centro, cerca de plaza Catalunya.

—Que usted sepa, ¿tenía David novia o amigas especiales?

—En eso también era bastante discreto. Supongo que las tendría, pero tampoco me hablaba de ellas.

—Está bien, señor De la Red. Ahora voy a comprobar la sala desde donde su hijo grababa los vídeos. No se aleje demasiado, por si tenemos más preguntas.

—Me pongo a su disposición para lo que haga falta —se ofreció aquel hombre menudo e inquieto—. Lo único importante es que encuentren a David sano y salvo lo antes posible.

Me reuní con Poveda en el pasillo que comunicaba la sala de estar y el despacho que David «Alteregox» de la Red usaba como estudio de grabación.

—¿Qué más has conseguido sobre el padre?

—Alfons de la Red, cincuenta y siete años, empresario de hostelería de la ciudad. Disfrutó de su momento de gloria en tiempos del primer tripartit, hará más o menos una década. Por aquel entonces se le cayó la «o» del nombre.

—¿Qué quieres decir? —pregunté extrañado.

—Antes de todo aquello se hacía llamar Alfonso pero, por lo visto, sonaba poco catalán para hacer negocios con ciertos círculos de poder —aclaró mi compañero con ironía.

—Te capto, sigue.

—El señor De la Red convirtió un negocio de dos panaderías de barrio en un pequeño imperio de la restauración, con bares, restaurantes y locales de copas. Aunque rumores de la época lo sitúan como beneficiario de diversas tramas de corrupción y blanqueo de dinero, nunca se pudo demostrar nada en su contra. Con el paso de los años y el cambio de orientación política del Govern, ha ido perdiendo influencia, y prácticamente ya no queda nada de aquel imperio. Según parece, en la actualidad vive de rentas.

—Habrá que investigar su situación económica. Me ha dicho que vive por el centro y ya sabes que un piso por allí no puede ser barato. Además, supongo que le pasa una pensión a su ex y a las niñas. No me extrañaría que tuviese problemas financieros. ¿Qué opinas de él?

—Me parece que está preocupado de verdad, y no soy capaz de imaginar por qué motivos podría desear la desaparición de su hijo —se justificó Poveda.

—Bien, en principio estoy de acuerdo contigo. Dejémosle por ahora a un lado, pero el señor De la Red tendrá que explicarnos con más detalle su situación y, más importante aún, aclarar cómo es que ha llegado tan pronto aquí y en qué circunstancias. ¿Qué más hemos encontrado en la investigación preliminar del piso?

—La puerta de entrada no está forzada ni hay ventanas rotas. Así que es posible que David conociera a sus agresores y que los dejara pasar.

—O que abriera alguien que tuviera una copia de la llave, como el padre o algún otro familiar. Habrá que hablar con la madre también, no descartemos ninguna hipótesis. —Miré a Poveda con cara de preocupación.

Nos dirigimos al despacho. En aquella amplia estancia un nutrido grupo de agentes de la DPC, la División de Policía Científica, tomaba muestras y analizaba huellas, ataviados con guantes de látex y protecciones en el calzado para no contaminar el escenario. Nos colocamos unos protectores similares. Lo primero que se veía al entrar era una gran mesa, sobre la cual se encontraban el teclado, el ratón y el gran monitor de un equipo Apple iMac, además de otros dispositivos útiles para la grabación de los vídeos. Al lado de la mesa grande, una más pequeña repleta de cables y otros aparatos, de entre los cuales destacaba un ordenador portátil. La silla de trabajo, parecida al asiento de un bólido de Fórmula 1, estaba en un rincón, con el respaldo enfrentado a la pared. Las paredes albergaban cajoneras y estanterías. Una de ellas se encontraba repleta de carátulas de videojuegos alineadas, y en la de su lado había varios contenedores de plástico transparente con accesorios de consolas y figuras de personajes de videojuegos. En una más pequeña había algunos libros. En las zonas de la pared que no estaban ocupadas por estanterías o muebles habían clavado con chinchetas varios pósteres de videojuegos para consolas de última generación. Solo me sonaban el FIFA 16 y el Call of Duty, supongo que de oír a mis sobrinos hablar de ellos. Eso sí, me asaltó la extraña impresión de que cada libro, cada videojuego, cada figura, cada aparato y cada artilugio tecnológico se encontraban en el lugar exacto que les correspondía, en una perfección casi geométrica. Dado que había otros agentes revoloteando por los alrededores, me dirigí a Poveda de usted, pasando del tuteo anterior a una fórmula más adecuada para el momento.

—¿Y dice que es aquí donde se ha producido el ataque? Tiene razón, no veo restos de pelea, ni de sangre, ni objetos rotos producto del forcejeo. Diría incluso que esta habitación está demasiado ordenada y limpia para ser un despacho en el que se trabaja habitualmente.

—Sargento Gálvez, fíjese incluso en el ordenador portátil que hay en la mesa pequeña. En las imágenes del vídeo se ve con claridad cómo se caía al suelo durante el forcejeo. Ahora parece intacto.

—Eso no es nada concluyente. Quizás no se rompió al caer, o incluso podría ser otro truquito. De cualquier manera, alguien lo volvió a colocar encima de la mesa. Que lo clasifiquen como posible prueba, por si acaso.

Tras dar un par de vueltas a la sala y revisar el estado de las operaciones, me convencí de que lo más conveniente era permitir a mis compañeros acabar el trabajo y esperar a sus conclusiones. La versión del padre de David de que todo había sido un montaje podía tener sentido. No obstante, sin saber identificar con exactitud el qué, algo no me acababa de cuadrar del todo.

Poca cosa más podía hacer ya por allí y volví sobre mis pasos hacia la salida. Alfons de la Red no se encontraba en el comedor, donde le había ordenado que me esperase. Escamado, abrí con cuidado un par de puertas contiguas al pasillo. La primera daba a un lavabo. La segunda era la del dormitorio de David. Allí sorprendí al padre del chico sentado en la cama, rodeado de papeles y con lo que parecían fotos de su hijo en la mano. El cajón de la mesita de noche se encontraba abierto. De la Red se sobresaltó al oír cómo la puerta se movía. Al descubrir mi expresión de disgusto, se levantó de un salto, como empujado por un resorte invisible en el colchón.

—Sargento, ¿ya ha acabado en la otra habitación? —preguntó sorprendido.

—Creo que no es aquí donde le he dicho que me esperara —me quejé—. ¿Y el agente que debía custodiarlo?

—Ha tenido que salir a ayudar abajo, al parecer los fans se estaban descontrolando. Lo siento, como comprenderá yo también estoy un poco nervioso y no podía quedarme quieto en el sofá.

—¿Qué es eso? —Le señalé las fotos y los papeles.

—Puede que haya encontrado una pista —dijo, mientras de manera apresurada procedía a recoger las imágenes y las hojas de papel y me las ofrecía—. Solo son facturas y fotos viejas —añadió—. ¿Cree que las podrían necesitar?

—Nunca está de más. Pero ¿de qué pista me está hablando?

De la Red se había quedado con uno de los retratos en la mano y me lo enseñó.

—Estaba seguro de que la guardaba por aquí. Fíjese, sargento, el verano pasado David se compró un deportivo clásico, un Ford Mustang HardTop de 1967 color azul metalizado. Precioso, ¿verdad?

En la foto pude ver a un sonriente Alteregox sentado en el asiento del conductor de un coche que no tenía pinta de ser barato. Llevaba unas gafas de sol de aviador y una gorra del revés.

—Sí, en esta imagen su hijo parece muy animado.

—Aunque consumía más que un cohete espacial, David adoraba este coche. Siempre dejaba las llaves en un bol a la entrada del piso. Pero el llavero no está hoy en su lugar.

—¿A dónde quiere ir a parar?

—Verá, cuando se va de viaje sin el coche, mi hijo me pide que me pase por aquí para echarle un vistazo de tanto en cuanto. Ya sabe, un vecino lo puede rayar sin querer tratando de aparcar, o alguien que sepa que el dueño está fuera puede entrar con malas intenciones. Pero esta vez no me ha comentado nada. Si el coche está en el garaje me empezaré a preocupar de verdad, porque no tendría sentido que faltasen David y las llaves pero que el vehículo siguiera aquí abajo.

—Bajemos a comprobarlo para salir de dudas —propuse.

Utilizamos de nuevo el ascensor para bajar al parking subterráneo. Yo seguía calculando mentalmente cuánto podía costar un piso en aquella zona y un coche deportivo clásico de importación. Desde luego, baratos no eran. O bien ese mozalbete se ganaba muy bien la vida como youtuber, o bien tenía a todo el mundo engañado, su padre incluido, y se dedicaba a otras actividades menos legales y más lucrativas y peligrosas.

El deportivo, tal y como dictaba mi lógica interior, no se encontraba en su plaza. Una pequeña llama de esperanza se iluminó en el rostro de Alfons de la Red.

—¿Lo ve, sargento Gálvez? Estoy convencido de que David ha montado una obra de teatro y se ha escapado con su coche a dar un paseo mientras se ríe del mundo entero. Él es capaz de eso y de mucho más. Quédese también la foto del Mustang por si la puede usar como pista.

Esta me la guardé en el bolsillo de la camisa, separada del resto. Tuve que esforzarme para sonreír con prudencia a aquel esperanzado padre, a pesar de que mi propia intuición me decía que aquel caso no iba a tener una resolución tan simple y feliz.

4

27 de julio, 3:15

Piso de Héctor Gálvez, barrio de La Verneda (Barcelona)

De vuelta a casa el sueño se me había escapado de los párpados, por lo que pude pensar con tranquilidad en todo lo que me había pasado en las últimas horas y reflexionar sobre mi agobio mental. Tal vez podía excusarme en el cansancio de una jornada de trabajo con doble turno. O en el fracaso de mi cita con Marisa. Podía ser también por el hecho de no tener ni la más remota idea de cómo meterle mano al asunto del youtuber. En cualquier caso, no podía descartar que fuera a causa de las chanzas de Maroto. Desde hacía demasiado tiempo tenía la sensación de que el resto de compañeros no me respetaban como me merecía, aunque fuera solo por la obligación de mi rango. Además, con él tenía pendiente cierto tema que tarde o temprano debía solucionar.

Tras trincarme ese gin-tonic que nunca llegué a ofrecer a Marisa, llegué a la conclusión de que, con total probabilidad, mi estado anímico era una combinación de todos los factores anteriores. Me consoló el hecho de que ella no hubiera tenido que pasar por el mal trago de visitar mi cueva y tener que conocer a las dos moscas okupas. En el fondo era un conformista radical, y puede que ese fuera mi principal problema.

Y no quería admitirlo pero, en especial, me sentía afectado por el éxito de aquel jovenzuelo que, sin cumplir aún los veinticinco años, era ya propietario de un bonito piso en uno de los mejores barrios de Barcelona y de un deportivo clásico con el que yo ni siquiera hubiera podido soñar. Todo a cambio de jugar mucho a la consola y de grabarse diciendo tonterías. Nunca había sentido una especial envidia por el éxito de los demás, pero el contraste de las posesiones del youtuber con mis propios progresos en la vida me había atizado una dura patada en el culo, obligándome a abandonar mi zona de confort. ¿Sería esa la famosa crisis de los cuarenta? Contemplé en penumbras el insulso mobiliario de mi piso, sin duda alguna carente del estilo moderno y elegante que sí había percibido en el hogar de David de la Red.

En realidad, creo que los hechos del día solo habían contribuido a potenciar las preocupaciones que me rondaban por la cabeza desde hacía tiempo. A pesar de mi promoción, no estaba pasando por un buen momento personal. Quizás había llegado a mi límite de competencia y el nuevo puesto me requería una dedicación, una concentración y un carácter que yo no llevaba de fábrica. Podía contar con los dedos de una mano a mis amigos de verdad, y había llegado a la conclusión de que iba a pasar por este mundo bajo la sombra de la mediocridad y sin dejar huella alguna. Ni siquiera un legado genético en forma de descendencia.

Otro de los factores que no me permitían descansar era que todavía no había podido superar las secuelas psicológicas que el caso d’Antoni había dejado en mí. Fue aquel un asunto de notorio dominio público sucedido durante los meses de noviembre y diciembre de 2014, cuando un reconocido escritor, Olivier d’Antoni, fue asesinado en su propia mansión de Barcelona en el transcurso de una cena con otros autores. De manera casi involuntaria, fui uno de los protagonistas de la investigación, que acabó con la detención de un pez gordo de la sociedad barcelonesa como responsable intelectual. En una decisión muy desafortunada, el juez dejó en libertad provisional al magnate, lo que fue aprovechado por este para escaparse sin dejar rastro alguno.

En estos días se cumplían ya dieciocho meses de aquellos hechos y seguía sin saberse nada del prófugo. Y esa era otra de las preocupaciones que me atormentaban la cabeza: que el responsable de la muerte de varias personas estuviera en libertad me comía la moral y me indignaba a partes iguales. No podría considerarme un Policía de verdad hasta conseguir que aquel cabrón se pudriera en chirona o bajo tierra, lo mismo me daba. Cuando eso pasara, Maroto, Valls y todos los idiotas que pensaban que mi ascenso había sido producto de la casualidad tendrían que pedirme perdón y reconocer que yo también era un buen Policía.

Debo confesar, no obstante, que el caso del escritor asesinado no solo me dejó recuerdos amargos. Por ejemplo, me brindó la oportunidad de trabajar con Agustín Torres, un inspector de los mossos curtido en mil batallas que me enseñó valiosas lecciones sobre el oficio. Y no cabe duda de que conocí a gente interesante: personas como Álex Alsina, un loco de amor idealista que, de manera un tanto accidental, fue clave en la resolución del caso. Gracias a él pude refinar un poco mis modales de chico de barrio y aprendí algunas nociones de cómo comportarme en sociedad, aunque nuestros caminos se habían separado y hacía ya algún tiempo que no sabíamos nada el uno del otro.

Pero, sobre todo, estaba orgulloso de haber superado mis propios límites en la lucha por el bienestar de Rosa, otra de las personas involucradas en aquel caso, amiga mía desde la adolescencia y de la que debo confesar que estuve muy enamorado. De hecho, quizás todavía lo estaba. El corazón me dio un vuelco, como si intentara recordarme que mi relación con Rosa se encontraba en un punto muerto. Ella estaba saliendo con un doctor del hospital donde trabaja como enfermera, y todo indicaba que se había olvidado de mí de manera definitiva.

Fatigado en lo físico y extenuado en lo anímico, cerca de las cuatro de la mañana caí rendido en el catre, agobiado por unos pensamientos deprimentes que continuaron martilleando sin piedad mi cerebro adormilado por el cansancio y el alcohol, esta vez transformados en sueños a medio camino entre la culpa y la pesadilla.

5

27 de julio, 10:10

Comisaría Central de los Mossos d’Esquadra. Complejo Central Egara, Sabadell

A pesar de la mala noche que había pasado, acudí puntual a mi puesto de trabajo en la sede central de los mossos. Como no había decidido por dónde empezar a investigar, opté por organizar primero el caos de mi mesa de trabajo. En un panel de corcho de la pared clavé con una chincheta la foto de David de la Red en su coche, tal y como hacía el investigador protagonista en las películas americanas. Ahora tan solo tenía que obtener el resto de las pistas, colocarlas en el panel y unirlas entre sí con un hilo rojo.

Pasadas las diez, mi cuerpo me advirtió que necesitaba una dosis extra de cafeína para acabar de ponerme en marcha. De camino a la máquina decidí pasarme por la mesa de Poveda. Lo encontré hablando por teléfono, pero me hizo una señal para que no me marchara, justo antes de colgar.

—Es Altadill. Dice que pases a verlo inmediatamente. Quiere saber cómo vas a enfocar el caso del youtuber y creo que tiene algunas sugerencias.

—Ahora mismo lo que menos me apetece es hablar con él. Tendrá mil teorías y querrá opinar de todo.

—En todo caso es nuestro jefe y hay que hacerle caso. Tampoco es tan diferente del resto.

—No le llega a la suela de los zapatos a Agustín Torres —contesté contrariado.

—Puede, pero Torres ya no está entre nosotros, Héctor.

—Joder, Poveda, dicho así parece que se haya muerto.

—Jubilado, muerto… ¿En esta situación no son sinónimos?

Poveda, siempre tan directo, esta vez había conseguido sorprenderme.

—En realidad venía a invitarte a un café y a charlar del caso.

Ya en la sala de descanso saqué de la máquina dos vasitos de plástico rebosantes de un engrudo negro y humeante. Con un poco de fortuna aquello lograría anestesiarme tanto la lengua que me anularía por completo el sentido del gusto. Tras el primer sorbo, seguí consultando a Poveda.

—Así que, en resumen, en el estudio de grabación de David de la Red no hay fluidos biológicos recientes y las únicas huellas dactilares encontradas son las suyas.

—En realidad —contestó él—, los reactivos químicos sí que han detectado pequeños restos de sangre en la silla. Los están analizando pero, por la escasa cantidad encontrada, podrían corresponder incluso a una hemorragia nasal o a un corte poco profundo. Ni siquiera sabemos aún si esa sangre es de él.

—A pesar de que en el vídeo vimos cómo le cortaban el cuello y cómo el chico clavaba un lápiz en la mano a uno de los agresores.

—Sí, pero como sabes, este caso no va a llegar muy lejos si no encontramos pronto el cadáver.

—He revisado las imagenes varias veces —añadí—. Dos atacantes encapuchados, una navaja. Pero no hay manera de sacar nada más en claro. ¿Crees que podría ser un montaje?

—¿Un montaje? ¿Te refieres a que el ataque, los golpes y la sangre podrían ser falsos? —Poveda parecía sorprendido por mi planteamiento.

—No es tan descabellado, piénsalo bien. El chaval es un experto en nuevas tecnologías y edición de vídeo, y un artista de las bromas pesadas. No sería la primera vez en mi carrera que una situación en apariencia real acaba resultando ser una farsa.

—A ver, una cosa es dar un susto a un tío que pase por la calle, grabarlo y compartirlo en internet. ¿Pero simular tu propio asesinato en un vídeo en directo no es demasiado enrevesado? Si David de la Red ha preparado un montaje así de complicado es porque esperaba sacar algún beneficio. O bien pretendía esfumarse, o bien debería haber dado ya la cara para apuntarse el tanto.

—Ten en cuenta que apenas han pasado trece o catorce horas desde la emisión del vídeo en directo. No podemos descartar ninguna posibilidad. ¿Por casualidad has descubierto algo más del chico? —le pregunté.