Cover

Illustration

Illustration

Illustration

Illustration

Autor: Manuel J. Rico

Diseño y maquetación: Domi Vakero

Primera edición: Julio 2018

ISBN: 978-84-17649-54-8

Producción del ebook: booqlab.com

©2018 Ediciones Héroes de Papel, S.L.,

sobre la presente edición

P.I. PIBO. Avda. Camas, 1-3. Local 14. 41110 Bollullos de la Mitación (Sevilla)

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra:

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Dedicado a mi familia y amigos.

Illustration

 

Alicia: ¿Por favor, podría decirme por qué sonríe su gato de esa manera?

Duquesa: Es un gato de Cheshire. Por eso sonríe.

Alicia: No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.

Gato: Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.

Alicia: ¿Cómo sabes que yo estoy loca?

Gato: Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí.

Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas

La humanidad, como masa, es una bestia fatal sobre la que nunca puedes saber cuándo y dónde atacará.

Albert Einstein

Confías en tus tripas.

La política posverdad es posible gracias a dos amenazas: una pérdida de confianza en las instituciones que respaldan al Estado, y profundos cambios en el modo de informarse de la gente. El conocimiento llega al público de una forma muy diferente en la actualidad. El primer paso siempre consiste en ganarse la confianza del elector. El mundo occidental sufre una crisis económica, pero sobre todo de valores, sin precedentes; ello ayuda a interpretar por qué muchos prefieren a los llamados políticos «auténticos», que «llaman a las cosas por su nombre» (es decir, aquellos que dicen lo que sienten las personas), por encima de otro tipo de líderes.

The Economist. 10 de septiembre de 2016. «Art Of The Lie»

Illustration

 

Lo peculiar de mi obra, y lo que causará la admiración de los presentes es, que así como la Providencia ha hecho inclinar la balanza de casi todos los acontecimientos del mundo hacia una parte y los ha forzado a tomar un mismo rumbo, así también yo en esta historia expondré a los lectores bajo un solo punto de vista el mecanismo de que ella se ha servido para la consecución de todos sus designios. Esto es principalmente lo que me ha incitado y movido a escribir esta obra, como asimismo haber notado que ninguno en mis días había emprendido una historia universal, cosa que entonces hubiera estimulado mucho menos mi deseo. Veía yo al presente, historiadores que han escrito historias particulares y han sabido recoger varios sucesos acaecidos a un mismo tiempo; pero al mismo paso echaba de ver que ninguno, a lo menos que yo sepa, se hubiese tomado la molestia de emprender una serie universal y coordinada de hechos, cuándo y en qué principios se habían originado y cómo habían llegado a su conocimiento.

Polibio

 

Ángela despertó antes del alba. Una vez leyó que los viejos podían presentir la propia muerte.

Los murmullos del viento helado silbando por las rendijas parecían voces humanas, pero ella estaba segura de que sus sentidos no la engañaban. Alguien le acababa de susurrar su nombre al oído, y continuó hablándole.

Palabras tranquilizadoras pronunciadas en un idioma que solo ella entendía.

Habría esperado una revelación espiritual. Quizás mensajes sutiles, difíciles de descifrar para una mujer tan pragmática como ella. Sin esfuerzo comprendió, de forma natural, lo que la voz le transmitió. Supo que aquel día iba a ser el último de su vida.

Tomó una bocanada de aire y la saboreó con todo su ser. Contempló el techo desconchado de su habitación mientras ordenaba sus ideas. Le costó toda una vida aprender que necesitaba muy poco para ser feliz: su manta, un poco de calor y sus recuerdos.

Hacía mucho frío en aquella época del año. Solía preparar café cada mañana, se calzaba sus zapatillas de deporte y calentaba los músculos todo lo que la dejaban los años. Le gustaba el tacto del algodón y la ropa ligera sin sistemas electrónicos auxiliares, casi obligatoria durante su infancia. Pasear por Christiania, donde vivió gran parte de su vida, era lo mejor de su rutina diaria desde que se jubiló. Llegó a Dinamarca siendo una niña, pero no había perdido el acento andaluz ni había olvidado sus orígenes. Un regalo de sus padres.

No se veía a sí misma como una persona mayor, su espíritu siempre fue joven, pero cuando cumplió los noventa comenzó a aceptar lo inevitable. Su vida había sido tan plena que aquella nueva perspectiva no la inquietó.

La lata de café le pareció pesada entre los dedos. Sus muñecas crujían mientras diluía el azúcar y casi no podía elevar el codo derecho para llevarse la taza a los labios. Bebió pequeños sorbos, pues sus pulmones contenían el aliento justo para vivir.

Aquel día era especial. Debía despedirse del mundo.

Se sentó en una butaca que ella misma había fabricado poco después de instalarse con su familia en aquel rincón pintoresco de Copenhague. En ella había reído, llorado, amado y sufrido. Cuando era niña le gustaba estar allí, junto a su padre, mientras se mecía y escuchaba sus historias. Vio cambiar a la humanidad desde su humilde hogar, del que nunca se desligó por completo y al que volvió cuando falleció su marido, ya muy anciano. Al principio no entendió por qué la mirada de su padre también pasó de ser gris, teñida de rutina, a luminosa. Del hastío a la ilusión.

Tantos recuerdos colgados en las paredes. Viejos recortes de periódicos, soportes informáticos obsoletos y libros de apuntes de sus padres amontonados en las estanterías. Ella quiso dedicarse a la carpintería desde pequeña. No tenía las inclinaciones académicas de mamá y papá, pero se sentía en la gloria cuando fabricaba cosas con las manos. Contempló sus dedos, delgados y nudosos. La piel fina, las venas marcadas y manchas seniles por todas partes. Aquellos frágiles instrumentos habían cincelado, cortado y barnizado la práctica totalidad del mobiliario de la casa.

Pensó en la gente joven. Recién llegados a un mundo que ella misma no habría soñado al principio de su existencia, daban por hecho que la humanidad, toda la humanidad, se debía gobernar de modo lógico y solidario. No siempre fue así. La inexperiencia hacía que la gente fuera arrogante, egoísta, influenciable y torpe. Con razón creían que antes de mediados del siglo XXI los Homo sapiens eran solo un poco más evolucionados que cualquier otra especie animal. Bípedos, dotados de lenguaje y cierta capacidad intelectual, que vivían sobre sus propios excrementos —entonces todos pensaban que solo con perder de vista sus desperdicios estos ya desaparecían— y solucionaban sus problemas por la fuerza. En realidad eran peores que otras bestias, pues con frecuencia empleaban el cerebro para hacer mucho más daño que ningún otro habitante del planeta.

Su padre contribuyó al cambio. Por primera vez en la historia, un paradigma radicalmente opuesto a todo lo anterior triunfó sin necesidad de guerras ni otro tipo de conflictos. Las religiones dañinas, los nacionalismos enfermizos, el odio al vecino, la codicia desmedida... todos los cánceres de las sociedades primitivas que acababan en enfrentamientos sangrientos y miseria, simplemente se diluyeron como el azúcar.

Ángela se meció en la butaca y dejó que sus valiosos últimos minutos transcurriesen plácidamente. Percibió un tenue aroma a marihuana. Ahmed llegaba desde el supermercado con algunos encargos: leche —una botella que no acabaría—, pan, fruta, un poco de fiambre de carne cultivada y ensalada. El muchacho llamó a la puerta y aguardó a que su cliente y amiga llegase para abrirle.

Ahmed la encontró débil, le preguntó si necesitaba compañía o si quería que la visitase el médico, pero ella le respondió que su salud era de hierro. Mintió.

Intercambiaron unas palabras. El chico estaba contento como todos, porque aquella noche era «la del lanzamiento». Ángela sabía que aquel maravilloso acontecimiento se produjo gracias a la semilla que plantó su padre décadas atrás. Sonrió y se despidieron.

Era musulmán, como otros que décadas atrás fueron causa de tanto dolor. Occidente reaccionó con violencia desmedida y murió mucha gente. Cuando cambió el mundo se castigó a los que tenían las manos manchadas de sangre, sin importar su religión, a quienes saquearon poblados y a los ladrones de guante blanco que expoliaron países enteros. Los acaparadores que procuraron la miseria de millones fueron privados de sus bienes, acumulados a costa de hambre, explotación y mentiras, y aquellos que no renunciaron a la guerra acabaron apartados del mundo civilizado. Las religiones sin excepción, y todas las ideologías, estuvieron tan sujetas a los límites del respeto y la cordura como los individuos. Se impuso una especie de sensatez global. La consideración de «humano» implicaba acatar unas reglas de convivencia básicas; quienes no las aceptaban solo recibían el respeto que se debe a un ser viviente, pero eran apartados de la sociedad. La peor pena imaginable consistía en aislarles, y se reservaba para los seres vivientes que no merecían perdón por sus crímenes, en especial si no trabajaban para enmendarlos.

Ángela recordó la voz de su padre, los abrazos de su madre, las caricias de su marido, el perfume de sus hijos y los besos de sus nietos y biznietos. Había recibido tanto amor que solo podía estar agradecida a la vida. Se sintió rodeada por ellos, los vivos y los muertos. Todos acudieron a su mente, con sus manías, momentos especiales, confidencias y aventuras compartidas con ella, la abuelita, y se dejó llevar por sus recuerdos. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Les iba a echar de menos.

La abuelita no llegaría a la reunión familiar para ver «el lanzamiento».

Decidió salir a respirar el aire de Christiania. Pero no encontró el pomo de la puerta.

Sorprendida, reparó en que sus ojos no le respondían. Solo percibía imágenes turbias. Palpó la pared y necesitó reunir todas sus fuerzas para desplazarse, guiándose a tientas hasta la cama. Su corazón palpitaba cuando se sentó en el colchón. Guardaba las medicinas en un cajón. Tres pastillas acabaron con el dolor de su pecho, pero la dejaron amodorrada.

En la butaca estaba su padre con un libro entre las manos. Ella era una adolescente atolondrada y triste, porque el chico que le gustaba no le hacía caso. Le había conocido en los talleres de carpintería que se organizaban en Christiania, pero ella no hablaba bien el danés y él tampoco dominaba el inglés. Tenía la cabeza echa un lío y el cuerpo repleto de hormonas en ebullición. Quería apartarle de su mente, donde irrumpía como un ciclón a todas horas. Pero era tan guapo. Rubio, muy alto y con los ojos azules. Casi podía ver su pecho bajo la camisa, delgado y fibroso. Aquellas miradas descaradas que le dedicaba a su escote, y a su pelo moreno, la hacían estremecer.

—¡Todo apesta, papá, soy una desgraciada y me quiero morir! —Lloró desesperada. La Ángela anciana esbozó una sonrisa.

—¿Qué te ocurre, chiquilla?

—¿Por qué no nos vamos de aquí de una vez? ¡Estoy harta de estos jipis que hablan tan raro! ¡No quiero ver más a ninguno en toda mi vida!

Su padre cerró el libro que estudiaba, un grueso tratado de matemáticas aplicadas a la computación, se acercó y la abrazó.

—Creo que ya eres mayor para saber exactamente por qué es tan importante que estemos aquí.

Ante sus ojos, que ya solo veían trazos del mundo real, se dibujaron las imágenes de la historia que narraba su padre.

Illustration

 

Illustration

Sevilla, 15 de Noviembre de 1985
Barrio de El Cerezo. Calle Doctor Fedriani, Número 28bis, 2ºA

Gabriel se acurrucó bajo la cálida luz del flexo mientras estudiaba las interminables columnas de caracteres impresos en papel continuo. Hacía meses que leía con soltura el código máquina; el lenguaje ensamblador llegaba a irritarle por obvio. Bajó el volumen del televisor al mínimo imprescindible, hasta percibir como un susurro el sonido de carga de Abu Simbel Profanation, uno de sus juegos favoritos para descansar la mente entre sesiones de programación. Su ordenador dibujó en pantalla la máscara funeraria de un faraón.

Una manta echada sobre los hombros y su universo concentrado en aquel mundo pixelado, lógico y predecible, esculpido en números hexadecimales. Al otro lado de la ventana no había nada interesante. Solo niebla espesa y fogonazos de ambulancias que llegaban cada pocos minutos al hospital Macarena, situado a media manzana de su casa.

No podía creerlo.

Las rutinas de detección de colisiones de aquel juego estaban salpicadas de fragmentos de código sin sentido. Instrucciones inútiles o no ejecutables emborronaban el código continuamente. Se sucedían callejones sin salida, bucles absurdos y subrutinas mal sincronizadas. Un programa de calidad debía escribirse ahorrando memoria y ajustado al reloj del ordenador. La arquitectura de ocho bits era tan endeble que cualquier fallo acababa estropeando la acción. El autor era un genio, pero aquel programa parecía diseñado por aficionados. Pese a tantos y tan evidentes defectos habían vendido decenas de miles de copias. Bastó una portada colorida, épica, adornada con capturas de pantalla de otros sistemas más potentes y textos sugerentes, para generar beneficios millonarios. Gabriel detestaba hablar solo, pero no consiguió contenerse.

—Matt Statham, tú no eres un patán. ¿Qué significa esto?

Su padre nunca empleó palabras groseras delante de él. Cuando empezó a oírlas en boca de su madre comprendió que algo no marchaba bien en casa. Él murió muy joven. El único adulto de quien habría deseado aprenderlo todo en su vida desapareció una noche, y nadie le explicó por qué. Ni siquiera le permitieron asistir al funeral.

Sin haber llegado a la adolescencia sus dos últimos cumpleaños habían sido un tormento pues, desde que su padre falleció, decidió que no iba convertirse jamás en uno de aquellos seres arrogantes, estúpidos y adictos a los cigarrillos. Para Gabriel el tiempo era un enemigo que le empujaba hacia una forma odiosa de vivir, de la que escaparía con todos los recursos que su viva inteligencia fuese capaz de imaginar. Una íntima sensación de triunfo le hacía estremecer con cada problema que resolvía, cada algoritmo que comprendía o habilidad que adquiría, pues todo aquel conocimiento le acercaba a su verdadero objetivo.

La pantalla del televisor no permitía ver el código completo. Resultaba incómoda para detectar los fallos, pero los listados en papel eran un lujo que casi nunca se podía permitir. Demasiado costosos para su precaria economía infantil. Pocas copisterías en Sevilla disponían de impresora y la única que él conocía estaba situada lejos de su casa. No era sencillo sisar del bolso de su madre las monedas justas para no recibir una bofetada, y además ahorrar en un tiempo razonable para ir a las recreativas de vez en cuando, o tomar el autobús hasta la copistería de los ingenieros.

Sus párpados eran cada vez más pesados.

Comenzó a bostezar.

Su vista se nublaba, pero se resistía con toda el alma a cerrar los ojos. Le había ocurrido tantas veces que ya no necesitaba desviar conscientemente la atención hacia los listados. Sabía qué le obligaba a mantenerse despierto. Notaba oleadas de angustia en la cabeza y el estómago, como una serpiente constrictora que le retorcía las entrañas hasta exprimirle los músculos del vientre.

La carga del juego concluyó. Gabriel notó que sus pensamientos se desenfocaban, desfilando como imágenes desordenadas, absurdas, en su cabeza.

Era el momento de una partida. Esquivó hábilmente la gota de la primera pantalla empleando un truco que a otros les costó horas descubrir, pero que él intuyó en la segunda partida. Su mente amenazaba con naufragar, peleando contra otros pensamientos que nada tenían que ver con aquel adictivo juego.

Minutos después de comenzar, una idea resplandeció. Los dedos manipulaban con soltura el teclado controlando al protagonista de Abu Simbel Profanation, pero en su cabeza flotaban libres fragmentos de otro programa. La obra de Matt Statham adoptaba formas, colores e incluso sabores imposibles que diferenciaban rutinas con distintas misiones, fluyendo sin esfuerzo. Todo cobraba vida en su subconsciente, se desenredaba de forma natural mientras una fracción minúscula de su atención controlaba las evoluciones del grotesco personaje de movimientos robóticos.

No era tonto. Sabía cómo acababa la gente que tenía esas marcas en los brazos. Su padre le advirtió, y él mismo pudo comprobarlo, a la vista del destino de algunos chicos demacrados que frecuentaban su casa. Era solo cuestión de tiempo. Cuando el gusano que le mordía la boca del estómago apretaba sus mandíbulas, él hablaba solo. Y lo odiaba.

—Esto lo puede hacer una subrutina de la ROM.

Apartó su ordenador, un Speccy maltrecho por cientos de horas de uso, y garabateó sobre el papel. Aquel maravilloso ingenio se convirtió en el centro de su vida desde que llegó a casa meses antes del fallecimiento de su padre, importado desde Inglaterra. Repasó el resultado y volvió a escribir algunas anotaciones hasta que quedó satisfecho.

—¿Ves? Te ahorras un montón de memoria.

Solucionado el problema, se sintió relajado y lúcido. Dobló una sección de papel y examinó nuevamente el código a vista de pájaro mientras el protagonista del juego perdía una tras otra todas las vidas hasta volver a la pantalla de menú. Pero ya no le importaba.

Aquel listado escondía algo más, podía sentirlo. Lo tenía delante de las narices, pero no conseguía verlo y ello le exasperaba. Se debatió entre la emoción, pensando que por fin estaba a punto de descubrirlo, y la frustración, cuando la idea se le escurría como agua entre los dedos. Tenía las mejillas enrojecidas y su corazón se salía del pecho.

Tachó una serie de instrucciones que no iban a ejecutarse, pues el código las aislaba en un bloque sin acceso. Estaba tan enfadado que tuvo que contar hasta diez para no hacer trizas el valioso papel de impresora. Lo llegó a arrugar con sus dedos crispados, dejando algunas marcas de uñas y arrancando trozos de las tiras laterales, perforadas para encajar con la rueda de arrastre de una impresora matricial.

—Matt, no tiene sentido. ¿Qué pretendes decirme?

Paco, el dueño de la copistería de los ingenieros, ya sabía lo que buscaba aquel niño gordito que aparecía de vez en cuando por su establecimiento. Un estudiante había conseguido el listado en código máquina de Stygia, el primer juego de Matt Statham. Gabriel sabía que Matt diseñó Stygia a los quince años, y soñaba con emularle. Paco le regaló una copia de aquel tesoro.

Statham se hizo millonario poco después de publicar Stygia, cuando programó Crazy Miner. Compró un castillo que decoró a su gusto, con máquinas arcade y todo tipo de computadores profesionales para trabajar a placer. Gabriel solo deseaba poseer una habitación en la que nadie más que él pudiese entrar, un frigorífico pequeño, cama, váter y su ordenador.

Masticó dos bocados de la cena que había preparado cuatro horas antes. El pan comenzaba a endurecerse.

—El código está forzado. Es la única explicación. Eres un genio pero... —Tosió al tragar. Las porciones de salchichón eran demasiado gruesas— ... repites los mismos errores todo el tiempo. No creo que sea casualidad, tío. No me lo creo.

Tenía un casete con más de diez juegos grabados en cada cara. Stygia era el tercero de la cara B pero, como ocurría a menudo, no se le podía sacar demasiado partido a un programa pirata. Sin instrucciones, sin portada a color, su imaginación podía llegar solo hasta cierto punto. Su intuición de jugador experto y horas martilleando el teclado consiguieron romper los secretos que encerraban algunos juegos. Pero Stygia escondía algo en su código, lo presentía, y necesitaba una pista para saber de qué se trataba.

Buscó en la penumbra. Una revista MicroZX cuidadosamente archivada. En el artículo que comentaba el juego, como recordaba, no decían nada sobre su código. Los programadores solían ser muy imaginativos cuando querían deslizar una broma, o «huevo de pascua», en sus trabajos y detectarlos era cuestión de intuición y perseverancia. Se sintió como el protagonista de El nombre de la rosa, su novela favorita. Un leve descuido y la tinta invisible del pergamino desvelaría los secretos de la abadía, solo al alcance de un detective increíblemente sagaz. Esta vez el sabueso no era un monje erudito, sagaz y sabio a partes iguales, asistido por su aprendiz en una antigua biblioteca repleta de códices. Gabriel era solo un niño desvelado en su dormitorio, de un piso cualquiera, en un barrio humilde de Sevilla. Pero confiaba ciegamente en su instinto e inteligencia. Era todo lo que tenía.

La música que acompañaba al menú del Abu Simbel Profanation era un zumbido discordante que luchaba sin éxito por simular tres canales de sonido.

La portada de Stygia, ampliada en el póster central, mostraba una magnífica ilustración iluminada con aerógrafo donde aparecía un guerrero griego atravesando la laguna Estigia. La muerte acechaba y un monstruo de tres cabezas se cernía sobre la gabarra, gobernada por el barquero Caronte. Gabriel contempló de nuevo la apretada columna de números y letras impresa en papel continuo. Salvajemente compleja y seductora para él. Orden de línea, caracteres del cero al nueve y letras de la A a la F. Cada diez bytes o pares de dígitos, un número a modo de índice aseguraba que los veinte caracteres previos eran correctos. Repasando decenas de veces todo el conjunto comenzó a sentirlo: un ritmo oculto tras los errores.

Lo intuyó, como hizo fray Guillermo en aquella abadía dejada de la mano de Dios, y de forma inconsciente reprodujo la cadencia con los dedos, dando golpecitos en la mesa. Los bucles se insertaban en algunas partes del código, esparcidos aparentemente al azar. Tac, tac, tacatac... ritmos dibujados en su mente, que le hacían evocar sabores y caricias, mientras la luz del flexo se atenuaba y a la vez se concentraba en aquel enigma.

Un sonido metálico le devolvió a la realidad. Como un disparo que aniquiló la maravillosa concentración que disfrutaba. Su sangre se heló en las venas. Alguien trataba de introducir una llave en la cerradura de casa. Arrastraba el metal por la embocadura una, dos, tres, cuatro veces, sin éxito. Gabriel corrió hacia la puerta y acercó una silla para alcanzar la mirilla. Reconoció la maraña de pelos que luchaba por no chocar contra el marco, mientras los dedos temblorosos no atinaban a sujetar las llaves para abrir la puerta.

Descorrió el cerrojo debatiéndose entre el alivio, pues su madre al fin había vuelto, y el temor por el estado en que la iba a encontrar. Ella se estremecía, incapaz de mantenerse en pie. Olor a perfume barato, mezclado con tabaco rancio y maquillaje sudado. Su piel era viscosa y fría, pero el niño era fuerte y consiguió sujetarla.

—Llévame al cuarto de baño —balbuceó. El aliento era fétido.

—Sí... sí, ya he cenado, ¿sabes? —Gabriel creyó que debía decir algo en aquel momento, pero se sintió estúpido tan pronto las palabras escaparon de su boca.

Ella no vivía en su mundo.

—Qué bueno eres, mi niñ... —Las náuseas le retorcieron el estómago. Tuvo que contener con todas sus fuerzas el contenido de las tripas, que luchaba por escapar.

Casi se le escurrió entre los dedos, que se aferraron a los brazos de la mujer hasta que gimió de dolor. Logró arrastrarla hasta el inodoro, y a este permaneció abrazada mientras las arcadas y los vómitos no le permitieron levantar la cabeza. Gabriel le apartó el pelo del rostro, al principio tratando de esquivar el líquido pestilente y medio cuajado que salía del estómago de su madre. No pudo evitar empaparse los dedos, que pronto comenzaron a escocerle.

Ella solo tenía una marca en el brazo izquierdo, y no había regueros de sangre seca entre la muñeca y el codo. Otras veces había sido peor. En una ocasión llegó a casa llorando, con la falda desgarrada, arañazos en las piernas y los labios sangrando. Estuvo dos días sin salir de su dormitorio, sin comer ni beber.

Gabriel la miraba con ojos perdidos. Su pensamiento permanecía en blanco, como ingrávido en una continua caída libre. Era un robot que actuaba empujado por energía eléctrica, gobernado por su unidad central de proceso, por su CPU, y cumpliendo su programa. No había emociones. Su código las aniquilaba tan pronto afloraban en la conciencia. Ya no sentía el dolor de sus músculos, sobrecargados por el esfuerzo de sostener un cuerpo algo más pesado que el suyo, ni el escozor de sus manos empapadas en ácido estomacal. Ignoró la irritación de sus fosas nasales, saturadas de hedor a acetona.

La mujer intentó ponerse en pie, pero fue incapaz. Su hijo consiguió levantarla, conteniendo la repugnancia que le producía el vómito esparcido por el pecho y los brazos. Demasiado ebria para articular palabra, pero consciente de la imagen lamentable que ofrecía al niño. Sus fuerzas apenas alcanzaron para llegar a la cama y desplomarse. Gabriel le quitó los zapatos, unas sandalias de tacón con restos de barro adheridos, y la arropó con todo el cariño que su CPU pudo proporcionar. Apagó la luz y se dirigió hacia su habitación, donde le esperaban el ordenador, su MicroZX y el listado de Stygia.

¿Lágrimas? No. Algo de sudor, o quizás de vómito, en su rostro. Se secó la cara con la manga del pijama y se dispuso a continuar con el trabajo.

Estaba cerca de algo mucho más interesante que su madre empeñada en aniquilar su infancia.

Se aferró al papel continuo y reexaminó el código con todas sus energías hasta que notó que el color volvía a su mente. No lloró. Se concentró en el ritmo. Un mensaje que Matt Statham había diseñado para que él lo descifrase.

Gabriel probó todo tipo de combinaciones sin descanso, hasta la desesperación. El fantasma del fracaso le aterraba más que cualquier cosa en el mundo. ¿Cómo iba a solucionar aquel rompecabezas para genios? Sabía que Matt Statham era como él: un hijo de la desventura. Un superviviente que aprendió a programar de forma autodidacta, sin más ayuda que un puñado de revistas y libros fotocopiados. Se repetía a sí mismo como un mantra que entender, aprender y memorizar dependían del esfuerzo, no del dinero.

Pero sabía que se engañaba a sí mismo. Un ordenador con más capacidad, un módem y una conexión telefónica propia le habrían ayudado a progresar más rápido. Estudiar de aquel modo era una tortura. Quería saber más y comenzaba a sentirse incapaz de calmar su sed, encerrado en su minúsculo universo.

Otra ambulancia a toda velocidad en dirección al hospital Macarena. Por el día se las podía oír desde que pasaban a la altura del cementerio de San Fernando, pero a aquellas horas el tráfico era prácticamente nulo y los conductores atenuaban las sirenas. Luchó con todas sus fuerzas contra el sopor, pero era un enemigo poderoso que le vencía tanto más rápido cuanto más se defendía. Como un oscuro pantano de arenas movedizas. Se hundía sin remedio.

El monstruo de tres cabezas cobró vida. Se agitaba amenazante ante el guerrero que navegaba valientemente por la laguna Estigia esquivando sus dentelladas. La espada hacía saltar chispas al rozar furiosa contra el esmalte de los colmillos. La criatura mitológica colosal lanzaba sus ataques desplegando todo el poder de sus fauces, pero el bizarro soldado era un competidor formidable, capaz de mantener a raya a la bestia a base de piruetas imponentes y estocadas certeras. En un momento todo a su alrededor eran dientes y mandíbulas, que dejaban unas marcas antinaturales, demasiado regulares, en la barca del guerrero. El ritmo palpitaba. Sus párpados cada vez eran más pesados. Tembló de frío y se acurrucó en la manta.

Nunca se lo dijo a nadie. Temía que le llamasen raro. Gabriel tenía tendencia a soñar con los problemas que le preocupaban y en ocasiones llegaba a solucionarlos durante la noche. Ya era un niño gordito, al que elegían entre los últimos cuando se formaban equipos para jugar al fútbol en el recreo. Soñar con cómo organizar el aparcamiento del barrio, en qué lugar disponer los muebles del dormitorio para tener más espacio, o en modos de ordenar la despensa para meter más latas, no era demasiado normal a su juicio. Mantenerse al margen y hablar poco había sido una estrategia de supervivencia muy productiva en el colegio. Los demás chicos le rehuían, y no era solo por sus rarezas.

Ante él las letras del alfabeto bailaban al lado de la columna de lenguaje máquina, tratando de encajar sin éxito. Pero el secreto, si existía, continuaba sin revelarse.

El monstruo de Stygia se abalanzó sobre el código. Las tres cabezas lo mordieron, dejando marcas profundas allá donde coincidían los colmillos y algunos dientes prominentes. Las cabezas le miraron con seis ojos saltones, por un instante afables, sin el menor rastro de fiereza. Asintieron. Entonces el monstruo saltó hacia atrás con una grácil pirueta, inaudita para su tamaño colosal. Ahí estaba el ritmo, escondido en el código forzado.

Gabriel, aturdido, contempló unos segundos los agujeros y su evidente regularidad. Por primera vez percibió el orden deliberadamente oculto tras aquella sopa de letras y números.

—Pam, pam, patapam, pam... —señaló los caracteres que coincidían con las marcas.

Estaba en cuclillas ante un inmenso lago en el cual en vez de agua había pergaminos, y el código extrañamente perforado por los dientes del monstruo fluía formando corrientes y ondas. En su mano una vela, y su luz comenzó a ser cada vez más intensa hasta que llegó a iluminar todo aquel universo de sus sueños. La realidad se revelaba con una nitidez increíble.

Recordó el modo en que se escribían los números hexadecimales y de inmediato una hilera de caracteres apareció ante sus ojos, desfilando como guerreros en formación. Algunas marcas estaban situadas justo entre dos dígitos, y el primero de ambos en esos casos era un 1 o un 2; el siguiente era un número entre el 6 y el 9, si el primero era un 1; o entre el 0 y el 5, si el primero era un 2. Recitó las 26 letras del alfabeto inglés del final hacia atrás.

—No puede ser tan fácil. El 25 es la Z, el 24 la Y... 16 es Q...

El alfabeto se ordenó, con la misma disciplina que los caracteres del sistema hexadecimal, y formaron una clave de correspondencias. Gabriel contempló extasiado el resultado, enfadado consigo mismo por no haber reparado antes en lo que ahora le resultaba evidente.

—Matt es inglés. Los ingleses no usan la eñe.

Illustration

De inmediato, los caracteres marcados en la columna mordida por el monstruo se elevaron desde una de las ondas en el lago de pergaminos y, tras emparejarse con el código alfabético que acababa de deducir, el mensaje resplandeció.

Eran palabras en inglés.

—Te tengo Matt.

Gabriel despertó sobresaltado por la alarma de su reloj. Sus sueños habían sido tan lúcidos que, por un momento, no supo dónde se encontraba.

Era de día, se estaba orinando y tenía hambre, pero no pudo esperar un minuto para aplicar el código que había descubierto. Solo necesitó diez segundos para obtener los primeros resultados sin necesidad de escribir nada. Cerrar los ojos era suficiente. En ocasiones su memoria resultaba tan nítida como una fotografía.

Su inglés era precario, pero algunas expresiones le eran familiares gracias a horas estudiando el material sin traducir con el que había aprendido a programar. Statham había esparcido por todo el listado palabras sueltas y algunas frases. Gabriel arqueó las cejas y estalló en carcajadas cuando tradujo con un diccionario las expresiones que no conocía: «Hi asshole», «Up yours», «Holy shit», «Motherfucker», «Where the fuck is your brain», «Do not give me any shit»... al principio del programa había un pequeño texto que, traducido, decía:

Hola, tonto del culo, estarás contento. Has pasado un buen rato descifrando esta mierda que se me ha ocurrido y lo has conseguido. Puedes darte por contento, porque era difícil de cojones. En realidad se trata de una gilipollez, así que has perdido el tiempo como un imbécil. Ahora vete al cuarto de baño y te haces una...

Rio con ganas. Se vistió, excitado por su descubrimiento. Mamá todavía respiraba, y no quería pasar un instante más de lo necesario en su habitación apestosa. Era suficiente. Se marchó a clase sin desayunar; tenía que ver a su amigo Martín para decírselo.

Martín y Gabriel no solían hablar de ordenadores cuando estaban en el colegio. Era su secreto.

—Gabriel Mercer Simón.

—Presente —respondió, mientras se sentaba apresuradamente en el pupitre. Arrastró unos centímetros; no pudo evitar el estrépito.

—Por poco llegas tarde otra vez. Quédate después de clase, me gustaría hablar contigo, por favor.

Doña Pilar Pérez, su profesora de matemáticas, conocía la situación familiar de Gabriel y procuraba hablar con el niño cada vez que llegaba tarde y con ojeras.

En aquella ocasión no se sonrojó. Cuando la lista llegó a su amigo, le hizo una discreta señal. Tenía algo bueno entre manos y Martín lo captó de inmediato.

—Martín Jordán Rey.

—Presente. —Casi olvidó responder, distraído por Gabriel.

Solo pudo adelantarle algunas pistas sobre su descubrimiento durante el recreo. Martín hervía de curiosidad, pero su amigo era muy bueno contando historias a medias y ocultando misterios. Se había organizado un partido de fútbol y no podían permitirse faltar. Dos chicos que pasaban horas juntos entretenidos con juegos matemáticos debían compensar continuamente aquella rareza para no caer más en la jerarquía del colegio.

El padre de Martín era taxista. Él y su familia vivían en un barrio cercano al Guadalquivir que los chicos conocían como «Maca Tres». Pese a las protestas de su padre, el abuelo Isaac le había regalado un ordenador cuando nadie en el barrio sabía siquiera para qué servían aquellos caros aparatos. Su habitación era el lugar donde ambos amigos ponían en común sus progresos.

Gabriel no sabía con certeza a qué se dedicó su padre, aunque en casa siempre disfrutaron de comodidades fuera del alcance de sus vecinos, a excepción de un breve periodo después de su fallecimiento.

Martín aprendió a no preguntarle, porque Gabriel tampoco conocía las respuestas. Solo sabía que nadie se acercaba a su amigo por temor a algo relacionado con su familia. No le acosaban, ni jamás recibió una paliza o insultos por ser estudioso. Nunca se rieron de él por jugar mal al fútbol. Los demás compañeros simplemente se apartaban a su paso. Era muy inteligente, con muchas rarezas, pero un amigo genial. Martín, pese a su corta edad, entendía que el chaval no tenía la culpa de lo que quiera que fuesen sus padres, y no era justo dejarle de lado. Gabriel era consciente de todo y solo tenía su cariño para pagarle.

—Os vais a volver idiotas con ese condenado trasto. Además la pantalla os freirá los huevos, ya veréis. ¡Salid un rato a la calle, como hacíamos los chavales en mis tiempos! —Tal era el saludo habitual en casa de Martín, cuando ambos se encerraban para programar.

Habían comenzado a dar forma a un juego en BASIC, pero Gabriel cada vez manejaba mejor el código máquina y lo estaban reescribiendo.

—Deja a los muchachos en paz. Que se diviertan y aprendan. Ya verás cómo dentro de poco pueden hasta trabajar con ese aparato. —El abuelo Isaac les defendía. Era la única razón por la que ambos solían gozar de cierta tranquilidad en la habitación de Martín. La salud del anciano empeoraba en invierno. Entonces su padre se permitía echarles a la calle sin oposición, y sutilmente les proponía que jugasen al fútbol o formasen una pandilla con otros chicos. Le horrorizaba la idea de verles siempre juntos sin otros amigos alrededor.

Existía un lugar alternativo para celebrar sus reuniones, que reservaban para ocasiones extraordinarias, cuando les echaban de casa o si el ordenador no era necesario. La azotea del bloque tenía una habitación donde la señora de la limpieza guardaba su carro y algunos vecinos dejaban trastos. Los mensajes ocultos de Matt Statham eran un hallazgo que merecía una reunión especial.

—He descubierto algo alucinante, tío. ¿Por dónde empiezo?

—Prueba por el principio. —Martín siempre hacía la misma broma a su amigo, repitiendo una frase a la que su padre era muy aficionado.

—El código es raro, ¿ves? —Gabriel olvidaba a veces que Martín no leía tan rápido como él, ni podía entender ciertas sutilezas que para él eran obvias. Descifrar por completo el código crudo era una habilidad al alcance de pocos, y Martín solo lo conseguía a medias cuando Gabriel le anotaba suficientes pistas.

—Pero Matt Statham es un genio, si es raro será porque él quiere, supongo.

—Es raro porque ha escondido un mensaje y ¿sabes cómo?

Extendió parte del listado impreso en el suelo. Hacía frío. Pulsó el interruptor de la resistencia doble en una pequeña estufa que trajeron de casa. Las columnas anotadas a lápiz, con flechas y llamadas por todas partes, parecían un tupido garabato dibujado por decenas de hormigas empapadas en tinta. Martín estaba habituándose a los trucos que había inventado su amigo para explicarle qué era qué en los listados del código máquina.

—Al principio no lo entendía, pero los fallos siguen una especie de ritmo, ¿ves?

Comenzó a dar golpecitos en el suelo con un bolígrafo. Arrastró el cojín donde estaba sentado, al lado de su amigo. Demasiado cerca. Tan excitado que no percibió el gesto de incomodidad de éste.

—Tú sí que eres raro... espera. —Martín se acercó al listado—. Sí, es cierto, aquí hay unas cuantas instrucciones que no vienen a cuento. Aquí también, y aquí...

—Eso es. No tiene sentido, y Matt no puede fallar con algo tan tonto. Aquí se repite otra vez. Y después de un trozo perfecto, de nuevo ves errores.

Martín examinó otras partes del programa. Oscurecía pronto y la humedad calaba los huesos en aquella época, pero la azotea resultaba acogedora cuando conseguían una estufa. La luz de una linterna era suficiente cuando el tubo fluorescente del techo estaba agotado y parpadeaba, como aquel día. Sacó un mazo de folios de la carpeta azul donde anotaba sus apuntes sobre programación. Gabriel esperó pacientemente mientras su amigo consultaba las páginas de teoría, subrayadas con todo tipo de aclaraciones, y recorría con la mirada los segmentos de papel.

—Esta parte la puede hacer la ROM. Gasta demasiada memoria para nada. Y esta otra... no sé cómo demonios se puede ejecutar. Yo creo que queda aislada.

—¿Y el ritmo?

—Eso es demasiado, tío. Sí, se repiten algunos fallos pero...

—Fíjate —abrió su revista MicroZX por una página marcada: la portada de Stygia, con las dentaduras de los monstruos señaladas con rotulador.

«Gabriel ha encontrado algo cojonudo. Muy gordo, seguro», pensó Martín. Su amigo jamás habría ensuciado una de aquellas preciadas revistas de no andar tras algo importante.

—El código repite letras y números siguiendo un patrón. Por eso pensé que significaban algo, entonces me fijé en los dientes del monstruo. Si haces marcas donde corresponden los colmillos aquí, aquí, un poco más adelante y aquí... —señaló con un lápiz los puntos según la cadencia de la dentadura del monstruo—. ¿Ves?, tiene dientes afilados por todas partes, no solo donde deberían estar sus colmillos. Luego traduces con este alfabeto, muy fácil de deducir, y fíjate lo que se lee —tomó un folio en blanco y buscó un bolígrafo—. En realidad es una forma muy sencilla de esconder mensajes. Si eres listo se puede ocultar un texto de muchas maneras dentro de un programa. La que ha elegido Matt no me parece muy buena, porque le ha obligado a cambiar demasiado el código. La dentadura es pequeña y ha tenido que repetir un patrón. Un ritmo. Por eso le he cazado.

—¿Cómo que el alfabeto es muy fácil de deducir?

Escribió la correspondencia entre números y letras que había soñado. Para Gabriel era obvia, pero Martín empezaba a pensar que a su amigo le faltaba un tornillo. Pacientemente le explicó el truco que le sirvió para deducirla y, pese a que Martín comprendió, continuaba siendo escéptico sobre su utilidad. Cuando él mismo comenzó a deducir el sencillo texto, que pudo traducir sobre la marcha, se dio cuenta de la genialidad de Gabriel. Solo podía competir con su amigo en la habilidad para entender el inglés.

«Vete al baño y te haces una...». No pudieron contener la risa.

—Pero hay más. He estado pensando en el último juego de Matt Statham. ¿Te acuerdas de él?

Jet Speed Wilson. Estaba roto. No se podía acabar. Bueno, quiero decir que el primer JSW tenía fallos en el código, pero lo parchearon y volvieron a venderlo. Hasta les devolvieron el dinero a los que se quejaron en Inglaterra. El que nos pasaron en el barrio funciona sin errores.

—Seguro que Matt había programado el juego de esa forma por alguna razón. Si estaba roto es porque también había forzado el código.

—¿Crees que hay algún mensaje escondido en Jet Speed Wilson?

—Me apuesto mi Speccy a que sí. Y debe ser algo más gordo. Stygia fue solo un experimento para Matt, él mismo lo ha dicho en una entrevista. Firmó un contrato por millones cuando salió de Bug Bit. Ya había escrito Crazy Miner, y era perfecto. Sería una tontería mandar a las tiendas un juego roto solo para decirnos que nos vayamos al baño. A lo mejor está algo loco, pero no creo que sea un tonto. ¿Tú qué opinas?

—Creo que Matt Statham es un tío muy raro, Gabriel. ¿Imaginas lo que tuvo que pensar para mandarnos al baño a hacernos una...?

Eran suficientemente mayores para entender la broma. No podían evitar reír solo con recordar la frase oculta.

—Debemos conseguir el código de Jet Speed Wilson —dijo Martín.

—¿Guardas la ZX donde hablan de JSW?

—Claro que sí, y verás algo mejor. Espera un momento. —Martín se incorporó de un salto y desapareció por la puerta. Bajó los escalones de tres en tres hasta llegar su piso. Pasó a toda velocidad por delante de su madre, que se afanaba en planchar el puño arrugado y rebelde de una camisa barata.

Cinco minutos después los dos amigos repasaban el artículo sobre Jet Speed Wilson de MicroZX y un fanzine fotocopiado, titulado Program bytes 48Kb. Martín lo acababa de conseguir gracias a un amigo de su padre, también taxista, aficionado a los ordenadores. El fanzine dedicaba menos espacio a JSW que la revista, y casi no reproducía imágenes, pero se recreaba en el comentario de los fallos que corrompían el código de su primera versión.

Discutieron durante un buen rato ambos artículos hasta llegar a sus propias conclusiones.

Jet Speed Wilson era el tercer juego comercial creado por Matt Statham. El programa se lanzó justo después de que su autor fuera contratado por Soft Projects. Bug Bit, la anterior compañía que le empleó, no consiguió igualar la oferta desorbitada de su competencia y se quedó sin uno de sus programadores más prometedores. Tras el éxito arrollador de su anterior juego, Crazy Miner, y el contrato millonario, las presiones sobre el joven creador fueron abrumadoras. JSW, como era conocido entre los aficionados, despertó expectativas desaforadas desde que se hizo público su estreno inminente. Miles de jóvenes dedicaron noches en vela a la colosal tarea de completar todas las pantallas, hasta llegar a la conclusión de que no era posible acabar el juego. Finalmente Soft Projects tuvo que rectificar gran parte de su código con la colaboración de otros programadores, y Matt Statham cayó en desgracia. Finalmente, según el fanzine, desapareció de la escena pública después de haber pasado un tiempo en una comuna jipi en Holanda.

La peculiaridad de JSW era su sistema de protección contra piratas, que hacía imposible comenzar el juego sin introducir una clave de colores y números al principio. El casete original se vendía junto a una tarjeta con el código de colores y su correspondencia numérica.

La revista reproducía una imagen pequeña y borrosa del novedoso ingenio. Debatieron el asunto. Martín y Gabriel intuyeron lo mismo: Matt había escondido algo en el programa, y para encontrarlo necesitaban el código del JSW original con su tarjeta de claves. Ya habían descubierto el alfabeto que el genial programador adolescente utilizó para insertar su broma en Stygia. Quizás les serviría, o quizás no, pero debían tenerlo en cuenta.

Existía la posibilidad de que Crazy Miner ocultase otro mensaje pero, por otra parte, se trataba de un programa cuyo código sin fisuras era ejemplo de programación magistral. Algunos cursos de lenguaje máquina incluían fragmentos de Crazy Miner como ejercicios para programadores. La indudable capacidad de Matt Statham para escribir código a un nivel que rozaba la perfección, solo aumentaba sus sospechas. Ambos coincidieron en que si JSW contenía fallos solo podía ser por una buena razón, y su sistema de protección planteaba un reto irresistible.

No era fácil conseguir juegos sin gastar mucho dinero, en especial si estos debían ser primeras ediciones originales. Más complicado aún resultaba acceder a listados en código máquina, cuando se trataba de programas comerciales como Crazy Miner o JSW. Martín propuso recurrir a Fidel, un vendedor de juegos pirata asiduo del tradicional mercadillo de La Alameda que se celebraba los domingos en el centro de Sevilla. Gabriel le conocía desde la época en que su padre vivía. Debían encargarle un desensamblador profesional para el Speccy, o que pudiese ejecutarse en el PC de su negocio, y el juego original sin parcheo. Joyas al alcance de pocos aficionados. Los escasos desensambladores comerciales eran lentos y caros, incluso si se trataba de copias ilegales.

Animados por la perspectiva de cazar las nuevas bromas de Matt Statham, trataron de deducir más pistas repasando con atención ambos artículos. Pero lo que leían no auguraba una búsqueda sencilla.

El primer JSW estuvo a la venta muy poco tiempo hasta que se detectaron sus fallos. No obstante la prensa británica los comentó extensamente. Según el fanzine ni siquiera existía certeza de que alguna copia sin corregir hubiese llegado a España. El artículo en Program bytes 48Kb estaba firmado por un conocido experto que se hacía llamar Vruíz. Explicaba que los canales oficiales, empleados por las empresas distribuidoras y grandes almacenes, solían esperar a conocer las cifras de ventas de los nuevos títulos para iniciar la importación. JSW planteó problemas poco después de su estreno. Su comercialización a gran escala en España se retrasó hasta que se solucionaron los fallos del código. Al final Vruíz explicaba que, en ocasiones, los piratas conseguían establecer contactos con Reino Unido para traer juegos recién estrenados. Otras veces eran jugadores con gran poder adquisitivo los que encargaban los programas directamente en origen. No era fácil adelantarse a los sellos oficiales. De ese modo podían verse en los mercadillos copias de juegos que todavía no habían llegado a las tiendas.

Lo cierto era que hasta aquel momento Gabriel y Martín solo habían tenido acceso a copias pirata con la versión remozada de JSW.

Había oscurecido y la madre de Martín no tardaría en llamarle para ir a cenar. Gabriel quería ahorrarse el dolor de rechazar una cena deliciosa en un hogar encantador para evitar los gritos histéricos de su madre. Reunió con cuidado los esquemas que trazaron, algunas propuestas para ocultar bromas en sus propios programas y el alfabeto de correspondencias que empleó Statham. La carpeta de Martín tenía sitio para más folios, de modo que decidieron dejar en ella toda la información sobre aquella emocionante aventura.

Se marcharon a casa aquel día con el firme propósito de superar los desafíos que Matt Statham, sin duda, había introducido en el código de JSW.

Fue la última reunión en la azotea de Martín. Dos semanas después, sin novedad en la búsqueda, la madre de Gabriel murió a consecuencia de una sobredosis. Los servicios sociales le enviaron a Madrid, donde el niño tenía familiares que le reclamaron. Los dos amigos no pudieron despedirse y sus caminos se separaron.

 

Si aquellos que me han precedido en poner luz en hechos y acciones históricas hubieran omitido hacer el elogio de la historia, tal vez me vería en la precisión de inclinar a todos a la elección y estudio de estos comentarios, en el supuesto de que no hay profesión más apta para la instrucción del hombre que el conocimiento de las cosas pretéritas.

Polibio

 

Ángela despertó del sueño inducido por los fármacos para su dolencia cardíaca. Recordaba lo que pensó cuando su padre le contó aquella historia. Era muy joven y por primera vez reparó en que había otras personas con problemas en el mundo. Algunos mucho peores que los suyos. Sus padres a veces la sacaban de quicio, pero la querían.