Pinochos: marionetas o niños de verdad
Las desventuras del deseo

Pinochos: marionetas o niños de verdad
Las desventuras del deseo

Esteban Levin

Levin, Esteban
Pinochos : marionetas o niños de verdad / Esteban Levin. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico, 2020.

Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-538-754-6

1. Infancia. 2. Terapia Lúdica. I. Título.

CDD 305.231

Colección Conjunciones

Corrección de estilo: Liliana Szwarcer

Diagramación: Ana Lía Dellacasa

Diseño de cubierta: Pablo Gastón Taborda

Ilustración de cubierta: es.123rf.com/profile_perysty

Los editores adhieren al enfoque que sostiene la necesidad de revisar y ajustar el lenguaje para evitar un uso sexista que invisibiliza tanto a las mujeres como a otros géneros. No obstante, a los fines de hacer más amable la lectura, dejan constancia de que, hasta encontrar una forma más satisfactoria, utilizarán el masculino para los plurales y para generalizar profesiones y ocupaciones, así como en todo otro caso que el texto lo requiera.

1ª edición, mayo de 2020

Se terminó de producir en el mes de mayo de 2020 en Prisma Gráfica Digital, Palestina 744, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

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ISBN edición digital (ePub): 978-987-538-754-6

ESTEBAN LEVIN. Licenciado en psicología, psicomotricista, psicoanalista, profesor de educación física, profesor invitado en universidades nacionales y extranjeras. Profesor Honorario del Instituto Universitario Gran Rosario. Autor de numerosos artículos en diversas publicaciones especializadas nacionales e internacionales, y de los libros: La clínica psicomotriz. El cuerpo en el lenguaje (Nueva Visión, 1991); La infancia en escena. Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor (Nueva Visión, 1995); La función del hijo. Espejos y laberintos de la infancia (Nueva Visión, 2000); La experiencia de ser niño. Plasticidad simbólica (Nueva Visión, 2010). La primera edición del libro Pinochos: ¿Marionetas o niños de verdad? fue presentada en Italia, Estados Unidos, Uruguay, Colombia y México. Todas las obras han sido traducidas y reeditadas al idioma portugués por la editorial Vozes. Ha reeditado con la editorial Noveduc el libro Discapacidad: clínica y educación. Los niños del otro espejo (2017) y ¿Hacia una infancia virtual? La imagen corporal sin cuerpo (2018) y editó Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor (2017) y Autismos y espectros al acecho. La experiencia infantil en peligro de extinción (2018).

Dedico este libro a mi muy querido hermano
Mariano quien, en el vaivén de su vida, nos dejó el
intenso vértigo que habita el deseo del porvenir.

Prólogo a la nueva edición, revisada y actualizada

¿Cómo es ser un niño de verdad?

Este es uno de los interrogantes fundamentales que se despliega en estas aventuras. Pinocho va en busca de su origen; lo apasiona saber; la intensidad lo lleva a saltar al vacío y tiene que partir constantemente. Para eso, quiebra una y otra vez la seguridad de la familiaridad: miente y corre sin parar, abandona a su padre Gepetto, se arroja a la aventura, desconoce el riesgo… El deseo se despega de la madera e, infiel, se dirige hacia el siguiente nacimiento.

¿Cuál es la sangre que lo habita?

Por amor, Pinocho escapa; como todos, tiene una deuda originaria que saldar. Al mismo tiempo, en cada desventura, se va dando cuenta de que se trata de una pretensión imposible. Los niños-pinochos necesitan olvidar para recordar; la infancia dramatiza la experiencia de construir el pasado y, al unísono, este los constituye. Cuando no pueden hacerlo, no logran separarse del cuerpo, del diagnóstico, de la dificultad y se alejan de crear gestos, recrear imágenes y de poder jugar con ellas plásticamente.

Muchos de los chicos que aparecen en estas aventuras soportan la tristeza de ser considerados la madera descarnada de un déficit, un trastorno o un pedazo de cuerpo. ¿Qué sentido tiene el desapego de un niño triste? ¿Cómo puede sostener y sustentar la sutileza de una promesa (ser el hijo deseado), cuando intempestivamente aparece la obscena astilla de un síndrome que cuestiona la genealogía?

Pinocho, como cualquier hijo/niño, es la promesa pero también la decepción, la incipiente posibilidad de tropiezo, de fracaso y luego de frustración, al no lograr cumplirla. Cada vez más se acorta el plazo; es un ideal que se actualiza en los gestos, las palabras y los pensamientos.

Ellos, nuestros niños-pinochos, representan el linaje de los diferentes, excepcionales, anormales; son los que incumplen la promesa, cuestionan el ideal y defraudan la potencia indecorosa del progreso social esperado. Incluidos pero excluidos, pertenecen a la excepción del sistema, a la coartada siempre en el borde, en la frontera entre la angustia catastrófica por fragmentar cualquier espejo y el riesgo latente, imponderable, de la propia e inefable muerte.

Sin embargo, ni Pinocho ni los niños son la madera, el cuerpo o lo deficitario. ¿Cuál es su secreto? ¿Son un cuerpo?... ¿Lo representan?… ¿Existen en él?… ¿Dónde empieza y finaliza lo corporal?... Lo carnal, ¿envuelve al sujeto, a la identidad, el dolor, el ser? Tocar el cuerpo, ¿es tenerlo, poseerlo, imaginarlo, pensarlo, dramatizarlo? ¿Se acaricia un órgano, una marioneta, un deficiente, un diagnóstico, un pronóstico…?

La madera, la organicidad, lo diagnosticado, no se acaricia; de hacerlo, remitiría cruelmente a la cosa en sí misma, a la presencia del aroma mortal del anonimato: el sujeto queda excluido de él.

La caricia impalpable no va a la búsqueda de la temperatura y el contacto; no sabe ni conoce aquello que persigue; si lo supiera, no iría. Este desconocimiento es esencial: se fuga sin proyecto previo hacia un territorio sin cartografía ni contenido. La caricia es lo intocable del toque; no se tiene, se dona en el encuentro por el otro cuyo hallazgo inexistente, previamente, se halla en cada aventura.

¿Cómo nombrar la cruel densidad del aislamiento que sufren los niños-pinochos? ¿Acaso la soledad desolada no prefigura la voluptuosidad mortal de lo diferente? ¿Se puede integrar e incluir a un niño como un ser-cuerpo excepcional?

La infancia parte del desconocimiento y el no saber. Pinocho no entiende lo que es el dolor; en la primera noche de vida no solo se quema los pies sin registrarlo, sino que tampoco sabe qué es llorar. Los chicos, con el tiempo, se van dando cuenta de que los adultos también lloran y que incluso sus papás, que parecen muy seguros de sí mismos, no pueden evitarlo. De a poco, toman conciencia de la vulnerabilidad, comienzan a percibir la humanidad gestual del acto de llorar, no debido a un golpe, una lastimadura o un accidente carnal, sino por el dolor de existir siempre en relación al Otro y al deseo que lo invoca y convoca por fuera de lo corporal. Solo en este sentido los recuerdos duelen, alegran e historizan.

Los niños-pinochos representan la vitalidad móvil, paradojal e inverosímil de la experiencia infantil. Atraviesan la niñez entre la realidad y lo irreal, la seguridad y la incertidumbre, el placer y el dolor. En este contexto juegan; al hacerlo, inventan lo disparatado, el absurdo, el humor, la comicidad, la ironía, la mentira y la incongruencia propios de la creencia y la desventura, en donde despliegan y habitan lo sensible, sus afectos más intensos, rebeldes, arcaicos y originarios.

Cuando por cualquier motivo (miedos, síntomas, hechos traumáticos, pandemias que implican cuarentenas...), los pequeños no pueden poner en escena el cuerpo, el movimiento, lo corporal dramatiza la angustia y el encierro del sufrimiento. La experiencia se empobrece, opacándose hasta desligarse de la chispa infantil; la plasticidad estalla en sentido inverso, desliga y escinde peligrosamente la propia sensibilidad hasta perder la curiosidad. Frente a esto, buscamos relacionarnos con los chicos, recuperar lo infantil de la experiencia a través del acontecimiento que implica jugar, esencial para la puesta en juego de la plasticidad simbólica y la constitución de la subjetividad.

Los niños y Pinocho, frente al desamparo, encuentran una posible salida, no sin riesgo ni temor. Cuando pueden, intrépidos, se lanzan al campo de la ficción. Los chicos que aparecen en este libro sufren y no pueden jugar; para poder hacerlo, compartimos con ellos (como lo hacemos a través de las aventuras) la opacidad de la experiencia que producen, para poder, desde allí, establecer una relación, un “entredós” que nos permita descubrir el horizonte de la plasticidad lúdica. Entonces lo disparatado cobra vida a la par de la narración de Collodi, el autor de Pinocho. Hablamos con las cosas; los juguetes invitan a jugar; emerge la fantasía, el ritmo del lenguaje donde la materialidad, la imaginación y el símbolo transgreden y generan la potencia afectiva en un territorio temporal y espacial en el que pueden constituir y hacer uso de la imagen corporal. (1)

Como en todas las historias, en el encuentro con estos chicos es preciso atravesar desafíos: Pinocho es fiel reflejo de ellos.

Con los niños es necesario encontrar y consolidar puertas relacionales, detalles, variaciones que abran y provoquen acontecimientos, quiebres en el tiempo que rompan con el encierro defensivo de ellos y marquen un antes y un después de la realización.

En las narraciones se recurre a el hada azul, a varitas y polvos mágicos, a hechizos, a lámparas maravillosas, a encantamientos más o menos diabólicos; en nuestra práctica profesional apelamos a la ficción para salir del círculo reproductivo del sufrimiento, para romper la incredulidad y constituir la creencia, para apostar sin tapujos a lo impensado de un pensamiento por venir.

De esta manera re-creamos junto al niño la complicidad e intensidad de una nueva desventura, donde no todo está dicho ni prefigurado de antemano. A partir de ella descubrimos la natalidad de una nueva experiencia –imprevisible, originaria– tanto de la plasticidad neuronal como de la simbólica, donde nuestros niños-pinochos toman el cuerpo, la palabra y la imaginación escénica para ser y pensar como otros que les permiten ser ellos, no como una madera ni como un órgano, sino sujetos deseantes en la ficción del tiempo venidero.

E.L. Junio de 2020

1- Recuerdo en este instante, mientras escribo el Prólogo, uno de los ritmos infantiles de la primera infancia: “En la casa de Pinocho, todos cuentan hasta ocho, pin uno, pin dos, pin tres, pin cuatro, pin cinco, pin seis, pin siete, pin ocho”. Un juego corporal, rítmico y sensual, que nos permitía, sin darnos cuenta, apropiarnos del lenguaje y poner en escena la imagen del cuerpo a través del juego.

Introducción

Los círculos perfectos de los dibujantes y los geómetras no interesan al niño. Los círculos imperfectos del niño no interesan al adulto. Los llama garabatos, no ve lo principal, el impulso, el gesto, el recorrido, el descubrimiento, la reproducción exaltante del acontecimiento circular en el que una mano débil, inexperta, se afianza.

Henri Michaux

En este escrito, procuraremos conservar la originalidad rebelde y creativa del texto que tomamos como base. Por esa razón, nuestro análisis saldrá de los cánones semiológicos y normativos del análisis textual y evitará, por sobre todas las cosas, convertirse en un estudio comparativo y metodológico. Precisamente, es el saber sensible de estas aventuras lo que queremos destacar como experiencia infantil que nos permita pensar los enigmas actuales de la infancia. En la medida de lo posible, buscaremos las líneas de fuga, de ruptura, en las que el texto nos convoque a pensar lo impensado.

La lectura de Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi, produjo en mí la intensidad y la fuerza de una experiencia que es la que deseo transmitir en lo que sigue. En cada capítulo del texto original encontré otra historia que se multiplica en interrogantes, ideas y reflexiones que comparto con ustedes.

¿Cuáles son los misteriosos secretos de este cuento devenido leyenda? ¿Por qué cautiva a los niños? Pinocho, ¿puede ayudar a comprender la actual experiencia infantil? Los diagnósticos, pronósticos, síntomas y malestares de la niñez, ¿pueden ser repensados al leer la historia del títere-muñeco-marioneta?

Desde que vino al mundo, Pinocho nunca coincidió con el cuerpo de madera, por eso en sus desventuras siempre nos remite a otras escenas en las que se juegan fantasías, travesuras, miedos, verdades y dolores. Estos escenarios se realizan en la experiencia infantil que debe atravesar y vivir durante la infancia. Cuando no puede hacerlo, en nuestra práctica con los niños, a través del cuerpo, las palabras, los gestos, damos lugar a que otra escena se constituya, nos rebelamos a la fijeza y la inmovilidad sufriente, sin artificios y ficciones.

Al leer y dialogar con Pinocho, él nos ubica en una espiral donde somos otro con cada una de las situaciones a las que nos convoca. Cuando intentamos relacionarnos con un niño, cambiamos de voz, de actitud corporal y nos transformamos en títeres, garabatos, palabras; le abrimos un espacio para que pueda separarse del cuerpo-carnal del malestar y construir otra aventura, a veces como personaje y otras como parte del cuento, del dibujo devenido gesto. El encuentro con él conforma una espacialidad cómplice, íntima e indeterminada. Estas instancias permiten estructurar un sujeto y enlazar lo corporal en un mundo que, como el de Pinocho, se presenta por primera y única vez.

La vida de Pinocho potencia la experiencia del pensamiento. Atraviesa lugares: el artesanal taller de carpintería, la modesta casa de Gepetto, la euforia del teatro de títeres, la voraz furia del ogro Comefuegos, el inhóspito y peligroso bosque, la persecución y la muerte bajo la rama del gran árbol. Las peripecias lo llevan al territorio intrigante del Hada, al majestuoso campo de los milagros y al increíble País de los Juguetes, pero no puede descansar; se enfrenta a la oscura cueva de Pescador Verde, cae en el tenebroso cuerpo del gran tiburón y nada en el desolador océano.

El cuerpo de Pinocho delata lo que no quiere decir; le crece la nariz, tiembla la madera, se le cierra la boca, se queman las piernas, muere y revive. Goza, sufre, se arriesga, transgrede, aprende, actúa, representa. Entonces descubre, asombrado, que su cuerpo, más allá de él, habla. No lo puede dominar y necesita del otro (Gepetto, Hada, Grillo, amigos, ogros). Solo puede separarse de lo corporal si se refleja en los espejos que le devuelven la imagen de un sujeto, sin la cual sería únicamente un pedazo de leño y coincidiría con él. Los pequeños nos transmiten ese saber: para apropiarse del cuerpo, es preciso separarse de él, dividirse y mirarse en el deseo del otro.

Pinocho es una marioneta, pero no tiene hilos que sustenten sus movimientos. Es un títere, pero no tiene guante que le dé movilidad, ritmo, vida. Es un muñeco, pero nadie le presta la voz, los gestos, la musicalidad. Es un niño que difiere del resto: proviene de un árbol y su cuerpo es duro, de madera. En este sentido, la ambigüedad, la vulnerabilidad y la metamorfosis nominan las aventuras.

Los niños –pinochos– se rebelan y sublevan a las certezas del desarrollo y a los diagnósticos predeterminados. Se mueven; inquietos, apasionados, nunca están en la misma posición. La condición infantil corporal los torna más vulnerables al otro y a lo otro; sin embargo, al jugar se protegen, piensan y, como es de mentira, crean otra escena. Se dan cuenta de que la fantasía puede ser real y, al mismo tiempo, lo real la limita hasta hacerla existir como escenario subjetivo. Damos lugar a lo imposible para que la escena propia de la niñez sea posible. En esta singular travesía, ¿seremos capaces de crear con ellos el espacio infantil, para que advenga la desventura del deseo?

Nos preocupa Juan, que no siente el dolor. Sin él, ¿cuál es el límite del cuerpo? ¿Podemos orientar a los papás de Ariel y Martín, desahuciados por el supuesto pronóstico de sus hijos? Claudia, Ana, Fernando y Pedro difieren del resto: están integrados pero excluidos. ¿Existe un lugar para ellos? Pablo, Tomás y Valentina sufren. Intranquilos, se mueven. ¿Pueden sobrevivir al funesto diagnóstico? ¿Son objetos o sujetos? Clara, Tobías y Marcos están atrapados en su cuerpo; ¿cómo liberarlos? Sol no puede separarse de una imagen… ¿le ofrecemos otro espejo en el que reflejarse? Luis, tenso, inestable, no puede parar de correr; ¿adónde se dirige? Alejandro sufre, golpea todas las cosas que encuentra. ¿Podremos relacionarnos con él? Los gestos de Sofía demandan ser mirados sin estigmas que la definan y clasifiquen; ¿es posible hacerlo? ¿Qué esconden y requieren las manchitas de Agustín? Juan Pablo no alcanza a comprender las convulsiones que constantemente padece… ¿cómo puede soportarlas? ¿A quién nombra Domingo Faustino: ¿a un síndrome, un déficit? Graciela no habla, hace ruido; el sonido monótono ensordece, rebota, repite siempre el mismo intervalo sin eco. ¿Se podrá transformar en musicalidad? Federico y Pinocho se despiden… ¿será el próximo destino ser un niño de verdad?

Capítulo 1

De cómo Maese Cereza encuentra un leño que habla

Ariel descubre el sutil valor de la demanda

Las aventuras de Pinocho comienzan así: “Había una vez... ‘¡Un rey!’, dirán enseguida mis pequeños lectores. No, muchachos, se han equivocado. Había una vez un pedazo de madera”. (1) Estas frases enuncian, en un primer momento, un supuesto ideal: “había una vez un rey”. Seguidamente, suspende nuestro saber expectante y lo defrauda, niega y confronta con una realidad no esperada. Lo verosímil se va a construir a partir de “había una vez un pedazo de madera” (lo inverosímil). He allí el comienzo, el anticipo, no solo del cuento en tanto singularidad, sino (y fundamentalmente) como originalidad.

Para los padres, el nacimiento de un hijo remite al propio ideal a partir del cual se proyecta y anticipa en él. El nacimiento de Pinocho no es el del rey ideal, sino el del pedazo de madera, uno como esos que se utilizan en invierno para encender el fuego y calentar el ambiente. Produce asombro y perplejidad lo que no es, la lectura inesperada del rey que es puro supuesto o, quizá, como muchas veces ocurre en la infancia, está presente en la ausencia y se transforma a su vez en un ideal mayor. La clínica de la primera infancia nos contrapone diariamente con ese hijo-ideal-rey que no nació y se confronta con el hijo-real, el de “madera”, el que nunca logra alcanzar a su doble, aquel rey que no “había una vez” pero que, por eso mismo, está.

Cuando trabajamos con niños que tienen problemas en el desarrollo y la estructuración psíquica, muchas veces nos inquieta el efecto dramático del niño-rey que se desea alcanzar en el imaginario parental y social. Este doble ideal, inaccesible e imposible de representar, adquiere el estatuto de un competidor frente al cual está en una posición de inferioridad y en calidad de perdedor. En esta zona, el trabajo con los padres se transforma en uno de los ejes centrales del tratamiento con el niño, ya que se trata de ubicar al “rey” en otro lugar, para que pase a ser su hijo, pese a la problemática que, por distintas razones, porte.

La historia de Pinocho y su padre, Gepetto, está marcada por el doble (2), aquel que no es, pero quiere ser: un niño de verdad, hecho de carne y hueso, que se transforma desde el inicio en el rey que no había una vez. Probablemente los padres depositen sobre las espaldas de sus hijos un pequeño-gran rey ideal inexistente, con el cual el niño debe convivir diariamente; él lo percibe y siente, lo ama y odia, pero nunca lo representa del todo. Es un rey invisible, clandestino, ya que existe donde no había una vez y hasta allí nunca se puede llegar.

El viejo carpintero llamado Maese Cereza (“a causa de la punta de su nariz que siempre estaba brillante y violácea, como una cereza madura”) iba a cortar en trozos un pedazo de madera cuando oyó una vocecita suave, proveniente del leño, que decía: “¡No me golpees tan fuerte!”. Esas fueron las primeras palabras de Pinocho, que todavía no era más que un simple pedazo de madera destinado a ser la pata de una mesita, que nunca fue. Esta misteriosa vocecita, que lloraba y reía como un niño que aún no lo era, causó perplejidad y miedo en Maese Cereza, quien se detuvo aterrorizado, sin saber qué hacer. “¿Estaré imaginando?” –pensó. “¿Cómo es posible que hable algo que no puede hablar?”.

El poder de la vocecita suave y vigorosa de los niños se mezcla con el imaginario del otro, del que lo recibe, cuida y escucha como si fuera su propia voz. La voz del bebé solo puede escucharse a través de la propia. La escucha aquel que está dispuesto a dar sentido al ruido de una llamada, a realizar del grito una palabra, de un movimiento, un gesto.

El pequeño penetra en el imaginario del Otro a través de una presencia que causa asombro; de miradas imaginarias, de voces escuchadas, de gestos realizados, del deseo contenido en cada reflejo que funciona como demanda de amor. Pinocho, que todavía no es, llora y se ríe como un bebé que recibe la respuesta del Otro, lo refleja en la humanidad de una imagen que se mueve y habla.

Nos alarma cuando esta transformación mutua no se produce; cuando los espejos, las voces y los gestos no se entrelazan y bifurcan, como si Maese Cereza (o, posteriormente, Gepetto) no registrase el llamado del pedazo de madera, no lo viera ni lo imaginara y ni siquiera se dejara impactar por esa vocecita débil y suave. Sin sorpresa por lo inesperado del encuentro, la madera seguiría siendo madera o, a lo sumo, la pata de una mesa. Siguiendo la imagen, en el caso del bebé, su cuerpo sería un organismo, a lo sumo un cuerpo con patologías o un diagnóstico, cuyo destino y pronóstico se escriben en un manual.

Un leño habla; es extraño, se lo puede escuchar, mirar, sondear lo que dice, tratar de comprender qué le pasa, por qué quiere hablar, qué comunica con una vocecita apenas audible, o se lo puede considerar un problema, una voz que trastorna e interrumpe el normal desenvolvimiento cotidiano.

¿Recibir a un niño, un leño o un diagnóstico?

A la mamá de Ariel, de dos años, le informan drásticamente: “Su hijo es un TGD (Transtorno General del Desarrollo) no especificado; aunque a veces sonríe y parece estar alegre por las conductas, es un TGD”. La vocecita, la gestualidad, la expresión y la alegría se aplastan, se pierden y aparece la dureza de la madera. El leño, que no cumple su función, al hablar y quejarse del dolor no sirve para nada. Ni siquiera para ser la pata de una mesa, de una cama, ni como leña. Es un problema, un trastorno.

Maese Cereza considera que ese pedazo de madera es inútil y quiere sacárselo de encima lo antes posible. Para los diagnosticadores de turno, los pinochos, como Ariel, son “un TGD no especificado”. Con esa etiqueta es un discapacitado, sin otra identidad que el propio (impropio) diagnóstico, a partir del cual se establecen y juzgan las conductas, acciones y experiencias que él hace.

Luego del diagnóstico recibido, los padres, muy angustiados, deciden realizar otra consulta. En la sala de dos años, Ariel no logra relacionarse con otros niños, permanece solitario, no habla, no sigue la consigna correspondiente ni las actividades propuestas para todo el grupo. No se aproxima a otros; se aísla en las acciones que realiza; mueve algunos autos; saca un objeto de la caja, lo vuelve a colocar, camina y, fundamentalmente, deambula sin rumbo fijo, se mueve por toda la sala; inquieto, no para. Despliega un movimiento sensoriomotor sin representación ni escena, no deja de hacer siempre lo mismo, sin variantes ni diferencias.

Cuando la docente procura detener el movimiento de deambular o se opone a lo que él está haciendo, la reacción de Ariel es violenta; comienza a golpearse la cabeza sin control y con tanta fuerza que finalmente se lo deja deambular o mover los objetos que en esos momentos sostenía. “A veces responde al nombre y otras, no. También puede sonreír sin motivo aparente”, concluye, preocupada, la maestra.

¿Por qué Ariel no puede detenerse o responder al llamado del otro? Aislarse en la acción sensoriomotriz, ¿es una postura defensiva? ¿De qué modo podría encontrar una orientación al constante deambular? A los pinochos, ¿es posible diagnosticarlos como TGD?

Cuando hablo con los padres de Ariel para concretar la primera entrevista diagnóstica, les aclaro que ese primer encuentro es solo con ellos, sin su hijo, justamente para poder pensar juntos en el desarrollo y los acontecimientos históricos de la vida del niño. Pese a esta aclaración, llegan a la primera consulta con Ariel. La mamá lo explica de este modo: “No teníamos con quién dejarlo, además estaba un poco afiebrado, nada grave, pero por eso decidimos traerlo”.

Noto que Ariel está tenso, crispado; casi no me mira, se mueve en bloque sin agilidad, con una torpeza incipiente que da cuenta de la gran hipertonía corporal. Entra al consultorio junto a sus padres, tensionado. Le muestro los juguetes, los diferentes espacios y le explico que voy a hablar un poco con sus papás, que ellos me van a contar lo que les preocupa de él, para ver si puedo ayudarlo. Ariel, indiferente, se queda en un salón donde hay unos autitos que empieza a mover sin sonido ni gestualidad. Simplemente, los mueve sucesivamente, de un lado para el otro.

Los papás y yo vamos al escritorio; allí, comienzan a relatarme puntualmente el desarrollo psicomotriz del niño. Mientras escribo algunos de los datos que me proporcionan, empiezo a pensar en Ariel. ¿Qué está haciendo? Han pasado diez minutos y no se lo escucha. Está en la otra sala, con las puertas abiertas, y en ningún momento ha llamado a sus padres o se desplazó para ver dónde estamos. Ni siquiera grita o hace algún sonido que exprese su presencia o dé cuenta de una demanda. Preocupado, no dejo de pensar en él; me pregunto cómo un niño de dos años, que por primera vez llega a un sitio totalmente desconocido, permanece en el mismo lugar, indiferente, aislado y ensimismado en un hacer sin demanda, sin expresar miedos ni deseo de dirigirse a sus padres o a cualquier otro.

Les comunico a los padres que quiero ver qué está haciendo Ariel en el otro cuarto. La madre afirma: “Igual, no te preocupes, va a estar jugando con los autitos. Él puede estar mucho, mucho tiempo así, se entretiene solo”. Dejo el escritorio y me dirijo a la sala; los padres me siguen y observo a Ariel, profundamente solo, moviendo un autito; realiza permanentemente la misma acción sensoriomotora: va para un lado y vuelve con el mismo auto, una y otra vez, sin detenerse.

¿Cuándo entrar en esa continua y solitaria acción? ¿De qué manera intervenir frente a la desolación en la que se encuentra? ¿Cómo generar una demanda a partir de la experiencia que produce Ariel?

La amplitud de la demanda

Lentamente, me siento frente al niño. Al acercarme, percibo que registra mi presencia, pero se mantiene en la misma posición indiferente. Comparto el estremecimiento inmóvil del silencio y decido intervenir; tomo un autito, lo saludo como si fuera un títere y le pregunto si quiere pasear conmigo. El autito cobra vida a través del tono de voz que invento en ese instante y responde: “Sí, vamos”. A continuación, hago el sonido del auto y lo llevo a recorrer mi cuerpo, por las piernas, los brazos, la cabeza, las manos. En ese momento, Ariel levanta sus ojos. “Hola –digo, contento–. ¿Querés que mi amigo el auto vaya a jugar por tu cuerpo?”. El silencio se mantiene. Sutilmente, mueve una pierna e interpreto que sí. Entonces con el auto y el sonido (“rum, rum”) recorro la pierna, el pie, el brazo, la mano, el pelo de Ariel. Coloco el auto dentro la manga de su pulóver y refuerzo el sonido (“RUM, RUM, RUM”).

El niño esboza una sonrisa y continuamos el camino por su cuerpo. Se va componiendo la escena; en cierto momento el auto se cae, lo vuelvo agarrar; Ariel intenta hacer lo mismo, pero no lo logra. Bruscamente, cambia la gestualidad; de modo intempestivo el rostro se tensa, se crispa y cierra el puño. Me mira, ofuscado, y sin mediación, violentamente, empieza a golpearse la cabeza y a tirarse del pelo. Los miro a los padres, que me señalan la escena temida y parecen decirme: “Eso, eso es lo que hace, ese es el problema; se pega, da patadas... ¿Y ahora qué vas a hacer?”. Ante esta situación reacciono, salgo de la perplejidad, armo un espejo gestual, tensiono los brazos y las manos y, al igual que él, comienzo a pegarme. Ariel lo registra y se detiene. Inesperadamente, para de golpearse. Toma aire, aspira, flexiona los brazos, se carga de tensión, el rostro crispado toma color, me mira, y grita: “AH, AH, AH, AH”. Vuelvo a espejarlo, busco una salida y realizo el mismo grito que él, donde resuena el eco del “AH, AH, AH”,

A continuación, frente a mi reacción, detiene sus gritos, se tira al suelo, mira para abajo y empieza a patalear. Ante esta nueva actitud, miro a los padres. Ellos, con rigidez, me devuelven la mirada, siento que dicen “Ahora arreglátelas, a ver qué podés hacer en esta situación”. Perplejo, ante esta actitud decido hacer de cuenta que lloro. Realizo el gesto y exclamo: “Ariel, ¡no quiero que te pegues! Si te golpeas me duele, no me gusta que te lastimes, que estés así frente a lo que no te gusta. No te pegues”. Ariel se detiene. En ese instante de silencio, poco a poco, se acerca y, como sigo haciendo que estoy llorando, me mira; lentamente se aproxima sobre mi rostro y hace el gesto de secarme una lágrima. Sorprendido y conmovido le agradezco, dejo de llorar y tomo los autos, hablo con ellos para que vengan a jugar. Vamos al escritorio junto con sus papás y seguimos la escena.

El resto de la entrevista transcurre en el escritorio con los autos y una camioneta con forma de elefante, que lleva pelotitas para la mamá, el papá y Esteban. La gran tensión ha disminuido. Ariel, relajado, comienza a mirarnos de otro modo y la acción sensoriomotriz da paso a una rudimentaria escena y una gestualidad en la cual están en juego los autos, las pelotas, el papá, la mamá, el dar y recibir, la plasticidad y la experiencia que juntos empezamos a transitar.

El comienzo de la gestualidad

El gesto de Ariel, al acariciar mi rostro, secándome una lágrima (3), da lugar al espacio del “entre dos”, donde se inaugura un tiempo originario, intenso, cualitativamente diferente, que cuestiona cualquier diagnóstico-pronóstico taxativo. La infancia y los pinochos no preexisten a la experiencia, ella deviene acontecimiento y se resignifica en otra escena.

A la sesión siguiente, Ariel llega contento, quiere entrar; inquieto, toca la puerta del consultorio, mira, sonríe, le respondo sonriendo, pero me escondo detrás de la puerta. Él me busca con la mirada. Entonces aparezco, lo saludo y rápidamente vuelvo a esconderme. Surge un juego de saludos y escondidas, de estar y salir. Cuando no estoy, golpea la puerta, busca con la mirada, cambia la postura, hasta que aparezco y lo festeja con sonrisas. Juego a aparecer y desaparecer, la presencia y la ausencia. Es la segunda sesión, y ya hay un reconocimiento, un espejo sensible que el gesto inauguró. La lágrima, como el leño, habla. ¿Podrán ser escuchados y mirados como una demanda?

Proponemos no relacionarnos nunca con un diagnóstico, un estadio evolutivo, una patología o un síndrome. Lo hacemos con un sujeto, un niño a partir del propio deseo de vincularnos con él, con la sutil gestualidad de procurar una demanda en aquellos niños que por su problemática no pueden hacerlo. Dejarnos desbordar por la sorpresa y la perplejidad (como ocurrió en la escena que acabamos de relatar con Ariel) confirma lo esencial del deseo de donar al niño la posibilidad de generar una experiencia infantil diferente. Se trata de un gesto de desprendimiento, imprevisible, a pura pérdida, sin esperar un resultado, en el que la plasticidad simbólica impulsa nuevas redes y entretejidos que pueden transformarse en acontecimientos esenciales para el desarrollo y la estructuración del sujeto más allá del diagnóstico invalidante, la organicidad o cualquier déficit.

Mientras tanto, Maese Cereza cepilla y pule el trozo de madera; la vocecita exclama “¡Basta ya! ¡Me estás haciendo cosquillas!”. El pobre carpintero, sorprendido, cae al suelo. Por primera vez, escucha la demanda de un leño, pero, al hacerlo, se “muere” de miedo. Ariel, en cambio, revive en cada encuentro en que se ubica como sujeto. Entonces lo corporal se anuda y se hace verbo. Al mismo tiempo, lo verbal tiene la función, la misión de tornarse carnal, cuerpo.

1- Carlo Collodi, que se llamó realmente Carlo Lorenzini, comenzó a publicar Las aventuras de Pinocho el 7 de julio de 1881, Aparecieron en el semanario Giornalle dei Bambini, que dirigía por su amigo Ferdinando Martini. Al redactar las primeras páginas, se las envió junto con estas líneas: “Te envío ésta bambinata –niñería–. Haz lo que te plazca, pero si lo imprimes, págame bien para tener la alegría de continuarla”. Al cumplirse cien años del nacimiento de Pinocho, Ítalo Calvino comenta la extraña sensación que produce el imaginar a un Pinocho centenario, porque “resulta natural pensar que Pinocho haya existido siempre: No nos imaginamos un mundo sin Pinocho”. Más allá de cualquier metodología, destaca que el gran ausente es el escritor, Carlo Collodi, “como si el libro hubiera nacido por sí mismo, igual que su héroe de un pedazo de madera”, sin que su padre Gepetto pudiera anticiparlo más allá del deseo de ser padre. Pinocho resiste el tiempo, los cambios, los nuevos paradigmas y nos invita a imaginar y fantasear junto a él. El autor (que escribió el texto en fascículos para cada número del semanario, con un ritmo discontinuo y diversas interrupciones) queda superado por su criatura, que perdura en la historia como emblema infantil abierto a la aventura. Los fascículos se denominaban Storia di un Burattino; esta última palabra significa “títere, muñeco, marioneta, guiñol. Y también chocarrero, persona ligera”. Es todos estos significados y ninguno de ellos, por eso se lo puede emparentar con un autómata, un robot, un Golem, un salvaje, sin poder nunca abarcarlo del todo, ya que Pinocho busca denodadamente ser un niño verdadero, de carne y hueso. Claro que, para que ello ocurra, necesariamente tendrá que perder lo esencial: la madera que, al hablar, le dio el lugar de origen. Él es audaz, travieso, curioso, mentiroso, sensible y locuaz. Esta característica plural e inalcanzable abre las perspectivas del análisis, del desglose y el diálogo inconcluso con el texto, tal como lo expresa Manganelli (2002). Inspirada en estas reflexiones y pensamientos surgió la idea de este libro, entrelazado con los niños, pinochos actuales que no dejan de interrogarnos y demandarnos.

2- Sobre la temática del doble como pliegue entre el adentro, el afuera y el otro, véase Deleuze (2007, pp. 232-233).

3- Podríamos realizar una inquietante pregunta, que Martin Heidegger deja entrever desde la filosofía: una lágrima, ¿está dentro o fuera del cuerpo? ¿Es orgánica o psíquica? ¿Es agua, efecto del órgano lagrimal, o representa a un sujeto? ¿Qué le falta y qué le sobra a la lágrima para ser llanto, demanda y deseo de ser tocada? El toque gestual de una lágrima nos remite al interrogante que introduce Derrida (“Cuando nuestros ojos se tocan, ¿es de día o de noche?”), que alude a lo imposible e impalpable del cruce entre miradas y toques. Véanse: Derrida (2006) y Heidegger (2007).

Capítulo 2

Maese Cereza le regala el trozo de madera a Gepetto, quien quiere fabricar un muñeco ideal

Los papás de Martín, desahuciados y angustiados por el supuesto diagnóstico, están apesadumbrados, desorientados. ¿cómo recuperar el espejo donde reconocerse en su hijo?