El abrazo de Vergara:
la derrota del Antiguo Régimen

El carlismo

El Abrazo de Vergara selló una dura guerra civil y permitió la consolidación definitiva del Estado liberal en España. Para entender ese conflicto debemos acudir a una parte de la crisis del Antiguo Régimen.

En 1789 se aprobó, aunque no se publicó, la Pragmática Sanción, que derogaba la Ley Sálica, introducida por los Borbones para la sucesión a la Corona. Esta ley impedía reinar a las mujeres. En 1830, Fernando VII publicó la Pragmática Sanción, lo que permitía la sucesión femenina de acuerdo con lo establecido en el régimen de las Partidas. En octubre de ese año nacía la primera hija de Fernando VII y María Cristina de Borbón, la futura reina Isabel II, pasando Carlos María Isidro, hermano del rey, al segundo lugar en el orden sucesorio.

La presión y protestas de los realistas llevaron a los sucesos de La Granja del verano de 1832. Los absolutistas, aprovechando la crisis de salud que estaba atravesando Fernando VII, lograron convencer al rey para que firmase la derogación de la Pragmática Sanción, lo que suponía que su hija no podría reinar. Pero al recuperarse, anuló el decreto, cambió el Gobierno por otro de signo moderado y dejó como heredera a su hija Isabel. El Gobierno de Cea Bermúdez optó por una tímida apertura hacia los liberales y destituyó a todos los elementos carlistas o muy absolutistas. También se otorgó una amnistía que permitió que muchos liberales exiliados regresasen a España.

En mayo de 1833, Carlos María Isidro y su familia se exiliaron en Portugal. Se vislumbraba una guerra civil. En septiembre de ese año moría el rey, y una niña de dos años era proclamada reina de España.

El carlismo fue un movimiento cuyos orígenes se sitúan en la época del Trienio Liberal con la Regencia de Urgel y la Guerra de los Agraviados en Cataluña, pero su desarrollo se producirá tras la crisis sucesoria y la muerte de Fernando VII.

El carlismo, como opción dinástica, apoyaba las pretensiones al trono de Carlos María Isidro frente a la línea sucesoria femenina representada por Isabel II.

En el plano ideológico, el carlismo abogaba por el mantenimiento de las estructuras del Antiguo Régimen. El ideario carlista era difuso y no plenamente estructurado como en el liberalismo. En todo caso, se defendía el absolutismo monárquico, la restauración del poder de la Iglesia y la defensa de un catolicismo excluyente. El carlismo suponía un evidente rechazo de las reformas liberales establecidas en las Cortes de Cádiz y en el Trienio Liberal. También hay que señalar una cierta idealización del mundo rural frente al urbano. El carlismo siempre tuvo más implantación en el campo que en las ciudades. La defensa de las instituciones y fueros tradicionales vascos, navarros y catalanes frente a las pretensiones liberales de uniformidad política y jurídica de España sería otra de sus características.

El carlismo tuvo una base social heterogénea. En primer lugar, destacó el apoyo de una parte considerable del clero, que percibía el liberalismo como el gran enemigo de la Iglesia y la religión. Después estaría la pequeña y mediana nobleza, especialmente la del norte de España y, por fin, amplios sectores del pequeño campesinado que veían amenazada su situación económica por las reformas liberales más encaminadas hacia el fortalecimiento de la gran propiedad y el fin de las tierras comunales.

En cuanto al ámbito geográfico, el carlismo arraigó en las zonas rurales de las tres provincias vascas, de Navarra, parte de Aragón, en la Cataluña interior y en el Maestrazgo.

El carlismo desencadenó tres conflictos armados, los dos primeros durante el reinado de Isabel II.

La guerra y el desenlace

La primera guerra carlista se dio entre 1833 y 1840, y fue la más violenta y dramática de todas ellas. Fue un conflicto donde abundaron los hechos de verdadero salvajismo detrás del campo de batalla. No solo fue una guerra civil, sino que también tuvo su proyección exterior: las potencias absolutistas (Austria, Rusia y Prusia) y el Papado, apoyaron de una forma u otra, más o menos abiertamente, al bando carlista; mientras que Inglaterra, Francia y Portugal secundaron la causa isabelina, materializándose en el Tratado de la Cuádruple Alianza (1834).

Los primeros brotes armados estallaron al día siguiente de la proclamación de Isabel como reina, a fines de septiembre de 1833. Hubo levantamientos en Talavera y Valencia, seguidos por otros en Castilla, Navarra y las provincias vascas, en forma de partidas rurales organizadas por Zumalacárregui, sin lugar a dudas, el mejor general carlista. En noviembre ya había guerra abierta en Euskadi y el norte de Cataluña. A estas zonas se sumaron partidas de guerrilleros en Aragón, el Maestrazgo, Galicia, Asturias y La Mancha. Esta fase de la guerra, de fuerte iniciativa carlista, finalizó con la muerte de Zumalacárregui en el asedio de Bilbao en julio de 1835.

La segunda etapa de la guerra discurrió entre julio de 1835 y octubre de 1837. Destacaron las expediciones del general Cabrera, pero la acción más espectacular de esta fase fue la Expedición Real, encabezada por Carlos María Isidro, Carlos V para los carlistas. Su objetivo era imponer un pacto a la regente María Cristiana en un momento de debilidad ante la sublevación de La Granja. Las tropas carlistas llegaron a las puertas de Madrid en septiembre de 1837, pero Espartero obligó a los carlistas a retirarse. Este hecho marcó un punto de inflexión en la guerra.

De octubre de 1837 a agosto de 1839 tuvo lugar la tercera etapa de la guerra, que acabó con el triunfo de las tropas gubernamentales. En el seno del carlismo surgió una división entre los más conservadores, conocidos como apostólicos, destacándose entre ellos el obispo de León; y los moderados, con el general Maroto como principal líder, partidarios de negociar y llegar a un acuerdo honroso con el enemigo. Esta fue la postura que terminó por triunfar, lo que permitió firmar el Convenio de Vergara el 29 de agosto de 1839, entre los generales Espartero y Maroto. En él se prometía el mantenimiento de los fueros vascos y el reconocimiento de los oficiales del Ejército carlista. Espartero, posteriormente en el poder, lo incumpliría.

El rechazo de este acuerdo por parte del sector apostólico y del propio don Carlos, prolongó la guerra en Cataluña y Aragón hasta que las tropas del general Cabrera fueron derrotadas en Morella en junio de 1840.

La segunda guerra carlista (1846-1849) no tuvo ni el impacto ni la violencia de la primera, pero terminó por prolongarse de forma intermitente y como guerrilla hasta 1860. El principal escenario estuvo localizado en el campo catalán. En esta ocasión, el pretendiente era Carlos VI, hijo de Carlos María Isidro.

El carlismo no desapareció. Se planteó otra guerra en pleno Sexenio Democrático, liquidada al comienzo de la Restauración y, posteriormente, se convirtió en una corriente política con variaciones, ramificaciones y adecuaciones a los nuevos tiempos.

El conflicto carlista, casi permanente durante la primera mitad del reinado de Isabel II, tuvo importantes repercusiones, comenzando por su alto coste en vidas humanas. Supuso la definitiva inclinación de la Monarquía española hacia el liberalismo. El agrupamiento de los absolutistas en torno a la causa carlista convirtió a los liberales en el único apoyo al trono de Isabel II. Las guerras carlistas convirtieron a los militares en elementos fundamentales para la defensa del sistema liberal. Los generales, conscientes de su importancia, se acomodaron al frente de los partidos y se erigieron en árbitros de la política, utilizando, además, el recurso del pronunciamiento.

La guerra fue una losa económica. Estas dificultades condicionaron la orientación de ciertas reformas, como las desamortizaciones.

En relación con la cuestión foral, conviene señalar que en 1834 Canga Argüelles había establecido que las provincias vascas y Navarra serían consideradas como «provincias exentas», llamadas así por las peculiaridades de su sistema fiscal. El Convenio de Vergara, como hemos visto, respetó los fueros y este especial sistema fiscal, pero para terminar con ciertas ambigüedades, en 1841 se estableció la denominada Ley «paccionada». Se establecía que las diputaciones forales asumirían las funciones de las diputaciones provinciales, creadas por la nueva estructura administrativa del Estado liberal. Pero la ambigüedad entre el respeto al foralismo y a las instituciones vascas y navarra y el centralismo acusado del liberalismo no terminó por resolver esta complicada situación. Se mantuvo una especie de status quo sin sanción constitucional hasta los intentos centralizadores de Cánovas del Castillo.

La modernización socioeconómica de España y sus límites

El problema agrario

La agricultura fue la actividad económica principal durante todo el siglo XIX. Al finalizar el mismo, las dos terceras partes de la población activa todavía trabajaban en el campo. La agricultura generaba más de la mitad de la renta nacional y los productos agrícolas eran predominantes en las exportaciones.

La cuestión fundamental en relación con la agricultura tiene que ver con las desamortizaciones, ya que afectaron a la quinta parte de todo el territorio nacional y a la mitad de la tierra cultivable. Por desamortización se entiende la expropiación por parte del Estado de las tierras eclesiásticas y municipales para su posterior venta en subastas públicas. Hubo precedentes a finales del siglo XVIII, pero el verdadero proceso desamortizador se produjo en dos fases del siglo XX: la desamortización eclesiástica de Mendizábal y la de Madoz, más vinculada a las propiedades municipales.

Disueltas las órdenes religiosas no dedicadas a la enseñanza o al cuidado de enfermos se declararon sus bienes como nacionales y se vendieron en pública subasta. Los objetivos de esta primera desamortización tuvieron que ver con la necesidad de sanear la maltrecha Hacienda, financiar la guerra carlista y convertir a los nuevos propietarios en adeptos a la causa liberal. Primó la finalidad fiscal sobre la de reforma social y se desaprovechó la oportunidad de repartir las tierras entre los campesinos y completar una verdadera reforma agraria.

La desamortización de Madoz incluyó tierras de la Iglesia aún no vendidas, pero la parte más importante fue la de las de propiedad municipal. Además de desamortizar para pagar la deuda pública se quería usar el capital obtenido para desarrollar infraestructuras, especialmente para financiar la red de ferrocarriles.

La opinión tradicional dice que las desamortizaciones acentuaron la estructura latifundista de la propiedad, pero no hay suficientes datos para seguir afirmando esto. Cabe suponer que al ser ventas en subasta fueron compradas por compradores con dinero y no por campesinos pobres, pero eso no significa que fueran tan poco numerosos, por lo que no tendría que haberse extendido más la estructura latifundista. A lo sumo hubo cambio de propietarios, aunque sí aumentó la superficie cultivada.

La agricultura española se caracterizó por unos bajos rendimientos. Siguió predominando la trilogía mediterránea -trigo, vid y olivo- aunque aumentó el cultivo de leguminosas. Las desamortizaciones no posibilitaron que se produjera un aumento de la producción agrícola. El crecimiento de esta producción fue muy lento durante el siglo XIX, y no se evitaron las crisis de subsistencias. Estaríamos ante una agricultura que no vivió la revolución agrícola. El estancamiento fue fruto de la protección arancelaria. Los aranceles del trigo se mantuvieron altos para proteger al sector. Al no tener que competir, esta agricultura proporcionaba beneficios a los grandes propietarios a pesar de los bajos rendimientos. Las tierras se infrautilizaron. En todo caso, si hubo un sector mucho más productivo: el hortofrutícola mediterráneo, pero representó un pequeño porcentaje del total.

En conclusión, España no vivió una revolución en la agricultura y, por tanto, tampoco industrial. Los excedentes agrícolas fueron insuficientes para garantizar crecimiento demográfico; en consecuencia, se produjeron frecuentes hambrunas, al igual que en el pasado. La demanda campesina de bienes industriales fue muy reducida, tanto de bienes de consumo como de producción. Y, por fin, la transferencia de población de la agricultura a la industria no constituyó un verdadero éxodo rural. No había presión demográfica sobre el campo y el escaso desarrollo industrial no demandó mano de obra.

La limitada Revolución Industrial

En España se intentó impulsar un proceso de revolución industrial con el objetivo de transformar la vieja estructura agraria en otra nueva industrial, pero el resultado final fue muy parcial.

Cataluña fue la única región que se industrializó a partir de capital autóctono con empresas de tamaño medio. El sector más dinámico fue el algodonero gracias a la posición de ventaja de la que se partía por la buena situación en el siglo anterior. Es de destacar la iniciativa empresarial de una burguesía que supo modernizar sus industrias con nuevas máquinas y técnicas. La protección arancelaria fue fundamental, pues permitió después de la pérdida del mercado colonial orientarse hacia el mercado nacional sin sufrir la competencia inglesa.

Por su parte, el desarrollo de la siderurgia no fue tan importante al no contar España con grandes yacimientos de hierro, ni con carbón de coque. Además, la demanda de los productos siderúrgicos no fue suficiente para rentabilizar las elevadas inversiones iniciales. El desarrollo accidentado de esta industria explica los cambios de localización de la misma durante el siglo XIX. Existe una etapa andaluza hasta los años sesenta en torno a Málaga sobre la explotación de hierro de la zona, pero como no había carbón mineral se usaba el vegetal más caro. Su apogeo se relaciona con las guerras carlistas que impedían la explotación en el norte. Entre los años sesenta y ochenta se produce una etapa asturiana en torno a las cuencas carboníferas de Mieres y Langreo, pero no era carbón de gran calidad. Por fin, llegaría la etapa vizcaína que inició un crecimiento sostenido desde la Restauración, con grandes empresas que se fusionaron en torno a 1902 para formar los Altos Hornos de Vizcaya. La clave del éxito estaba en el eje Bilbao-Cardiff. Bilbao exportaba hierro y compraba el carbón galés, más caro, pero de gran calidad, más rentable que el asturiano.

España era rica en reservas de hierro, plomo, cobre, mercurio y cinc, y contaba con la ventaja de que los yacimientos estaban cerca de las zonas portuarias, circunstancia que facilitaba el transporte. Pero la explotación de la riqueza minera solamente alcanzó su apogeo en el último cuarto de siglo, gracias a los cambios que se produjeron en esta cuestión a partir de 1868. En ese año se aprobó la Ley de Bases sobre minas, que simplificaba la adjudicación de concesiones y ofrecía seguridades a los concesionarios. Pero, además, se produjo un gran incremento de la demanda internacional de productos mineros. En ese contexto, España se convirtió en exportadora de materias primas: plomo, mercurio, cobre y hierro, constituyendo un capítulo fundamental de su balanza comercial.

desventaja desde el punto de vista energético respecto a los países industrializados, porque el carbón español era escaso, de mala calidad y su extracción era muy costosa, por lo que se hacía necesario importarlo.