Para Mercedes, porque es como la selva.

Y para Vera, mi nieta salvaje.

Y para todas las personas a las que he abrazado.

 

La historia del tigre blanco ocurrió hace tanto tiempo que hoy ya nadie habla de ella, y quienes aún la recuerdan aseguran que fue tan solo una leyenda más entre tantas otras que se fraguaron en lo más recóndito de la selva.

Pero no lo es.

No lo fue.

El tiempo empaña la memoria, y aquellos hechos tan increíbles terminaron mezclándose con las viejas historias sobre tigres que, siempre en voz baja y al refugio de la lumbre, se contaban durante las largas noches en los hogares de las aldeas.

Sin embargo, yo la recuerdo perfectamente y, aunque no me creas, te puedo prometer que todo sucedió tal y como lo vas a leer.

 

Por entonces, yo era solo un niño.

El más pequeño de una larga estirpe de pescadores de ribera.

Mis padres eran pescadores, como lo fueron también mis abuelos y los abuelos de mis abuelos, y así hasta que ya nadie recuerda más.

Vivíamos en medio del río, como habían vivido todos nuestros antepasados: en casas levantadas sobre el agua, junto a las cuales amarrábamos nuestras barcas.

Habían sido construidas a una prudente distancia de la orilla y se unían a esta mediante pasarelas y puentes colgantes, a pocos kilómetros de donde se situaba la aldea a la que se suponía que, por derecho y proximidad, pertenecíamos.

Para lo bueno y para lo malo.

O así debía ser.

En la otra orilla comenzaba la selva; el lugar prohibido donde, por encima del resto de los animales de la creación, reinaba el tigre desde el comienzo del mundo.

 

No todos los hermanos fuimos pescadores.

Duna, mi hermana, no lo fue.

En realidad, ninguna de las mujeres de la aldea era nada.

Quiero decir que ninguna era pescadora, ni barbera, ni comerciante... ni cualquier otra cosa que se pareciera a un oficio.

Las mujeres solo se ocupaban de sus tareas: trabajar los sufridos huertos, recolectar frutos y plantas, cuidar del ganado doméstico... Y de todas aquellas cosas destinadas para ellas.

Salvo mi hermana Duna, que se convirtió en cazadora.

Y eso estaba prohibido por la ley.

 

En los pueblos, la tradición era la ley, y esta dejaba muy claro que una mujer nunca podría ser cazadora.

Ninguna lo había sido nunca, y así debía ser para siempre.

Por eso, mi hermana siempre fue, para los cazadores y para todos los habitantes de la zona, una furtiva.

Una cazadora furtiva.

LA CAZADORA

A pesar de lo resbaladizo de la pendiente embarrada y de la trama impenetrable que formaban las raíces de los oscuros árboles, la muchacha se deslizó entre ellas con engañosa facilidad. Sin provocar ningún ruido, con el mismo sigilo que una serpiente al acecho, alcanzó el refugio donde esperaría la llegada del tigre.

Se había embadurnado con el limo del río para disimular su olor, y sus cenicientas ropas y su faz oscura hacían de ella una sombra más entre las sombras de la selva.

Más abajo, en el claro que se abría al final de la pendiente, los restos desmenuzados de un jabato, dejados allí intencionadamente, desprendían ya un fuerte hedor a podredumbre.

Debía tener paciencia.

El tigre terminaría apareciendo.

Estaba en su zona de caza. Lo sabía por las distintas marcas que los felinos dejan en los árboles y en el suelo para marcar su territorio y evitar así que otros tigres intrusos invadan su espacio vital.

El calor y la humedad eran insoportables.

Los mosquitos se cebaban con las partes de su cuerpo que quedaban al descubierto. Solo el barro que cubría su piel hacía tolerable aquel castigo.

Las tiras de tela que, anudadas a modo de turbante, cubrían parcialmente su cabeza no lograban impedir que las gotas de humedad resbalasen por su rostro.

Sus ojos, oscuros como las piedras del río en que había nacido, se hundían más allá de la impenetrable barrera de cañas intentando atisbar el menor movimiento.

Permanecía quieta, completamente quieta.

Sus únicos movimientos eran el lento recorrido de su mirada por la selva y el parpadeo con el que intentaba librar sus ojos del permanente goteo del sudor.

 

Una sensación de peligro invadió la selva y puso en alerta todos sus sentidos de cazadora.

No se oyó nada; al contrario, el silencio se adueñó de todo: las aves callaron, los monos, que solían aullar descontrolados en las ramas más altas, se refugiaron en callado sigilo de aterrados supervivientes.

Incluso el aire se volvió insoportablemente denso.

Tal y como sucedía siempre que se aproximaba el momento decisivo, su instinto natural hizo que su corazón alejara el miedo de su cabeza y que se concentrara en lo que debía hacer.

Lentamente, con un suave ademán de pantera, colocó una flecha en posición y tensó el arco a media cuerda.

Sujetó otra segunda saeta entre sus dientes, por si no bastaba con la primera, y dejó el cuchillo fuera de la funda, al alcance de un pequeño gesto.

Con un tigre, todas las precauciones son pocas: si fallas, no tendrás la oportunidad de salir vivo.

Por eso, Duna acechaba a sus presas desde sitios escarpados donde, en caso de errar, a las fieras les resultaría difícil alcanzarla, y ella tendría, al menos, alguna posibilidad de salvar su piel.

Pero ni siquiera estas precauciones sirven de mucho frente a un tigre herido. Lo mejor es no anticiparse y esperar el momento preciso, de manera que el ataque sea irremisiblemente mortal.

 

Su adiestrada mirada de ojeadora descubrió al felino antes de que este saliera al claro.

Un imperceptible movimiento en el cañizo delató su presencia, si bien debía de llevar allí agazapado un tiempo considerable.

El animal miraba cauteloso los restos del jabato desde la espesura.

El hambre lo empujaba a abandonar la protección del ramaje, y su respiración agitada revelaba la ansiedad por calmarla; pero, antes de salir, debía asegurarse de que aquello no era una trampa.

No había rastro de olores extraños en el aire, solo el fuerte tufo de la carne putrefacta.

No se escuchaban ruidos.

Todo parecía normal.

Aun así, el tigre esperó pacientemente con el vientre pegado al suelo y sus extremidades recogidas y tensas como una ballesta. Dispuesto a saltar sobre cualquier posible enemigo.

 

Duna lo sabía.

Sabía que el tigre solo saldría a campo abierto cuando estuviera totalmente seguro de que no había ningún peligro.

Pero tardaba demasiado.

Lentamente, una poderosa cabeza rayada asomó entre las hierbas, y un rugido ronco y grave, como el ronroneo de un enorme gato, recorrió el claro durante un instante, dejando en el aire pegajoso un silencio letal.

Con unos breves pasos sigilosos, la fiera quedó al descubierto.

Las trazas de sol que atravesaban la selva y se estrellaban en el cuerpo de la fiera iluminaron su pelaje con un refulgente color anaranjado.

Era una hembra, una hermosa tigresa. Con las mamas abultadas.

«¡Maldita sea!», pensó la cazadora. «Una madre». Y templó un poco más el arco, apuntando al lugar donde hundiría la flecha: el cuello del felino.

La tigresa miró hacia atrás y, con un pequeño gruñido de llamada, hizo salir de la fronda al cachorro que la acompañaba.

Duna estuvo a punto de gritar en voz alta una blasfemia.

Pero se contuvo.

El menor ruido revelaría su presencia, y eso la situaría al otro lado; al fatídico lado en el que ella, la supuesta cazadora, se convertiría en una presa.

 

Por suerte, la tigresa actuó como solían hacer siempre los de su especie: se alejó de allí seguida de su retoño, llevando entre sus fauces el cadáver del jabato para devorarlo en la espesura, al abrigo de cualquier peligro para ella y su cría.

Duna nunca había matado a una madre acompañada de su cría.

Perpetuar la especie era un rito sagrado.

Matar a las hembras en periodo de crianza suponía matar también a los cachorros, pues no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir sin su madre, y esto acabaría con más tigres de los necesarios.

No todos los cazadores tenían estos escrúpulos: algunos, incluso, capturaban los pequeños tigres para venderlos después a implacables traficantes.

Para Duna, aquello no era ni natural ni bueno.

Quizás se debiera a su condición de mujer, a su ancestral instinto de madre.

Quizás.

Pero era una regla que se había impuesto y que nunca había quebrantado.

 

La muchacha se durmió allí mismo, en la improvisada guarida.

Dejaría pasar un tiempo prudencial antes de moverse.

Cualquier mínimo ruido revelaría su clandestina presencia a la tigresa en caso de que, por casualidad, esta estuviese cerca.

Así que, pese al calor y la frustración, se relajó. Intentó acomodarse y pensar en aquellas cosas que aún le aportaban felicidad en la soledad de su vida de cazadora.

El río y la amenaza del tigre eran los dos peligros que la habían acompañado durante su infancia.

La suya y la de todos sus hermanos.

Ahogarse en el río era un riesgo que eludían aprendiendo a nadar desde muy pequeños, pero el miedo al demonio rayado permanecía siempre incrustado en el ánimo de todos ellos.

Mientras existiera el tigre, su amenaza sería una cruenta realidad.

Ni siquiera evitar la selva era una garantía.

A menudo, los felinos atacaban en las tierras de labor o en los caminos que unían unas aldeas con otras. Y siempre existieron tigres asesinos, comedores de carne humana que, en la mitad de la noche, buscaban a los hombres incluso en sus propias chozas.

Pero el espíritu de Duna era tan fuerte que, siendo aún muy niña, desterró de su alma aquellos miedos atávicos que se transmitían de generación en generación.

Y así creció, nadando en el río y mirando la frondosidad de la selva sin temor.

El recuerdo de los juegos en el agua y del agradable olor de los baños jabonosos que le procuraba su madre le hacían ahora sonreír. Y el perfume de las telas, su maravilloso tacto y los vivos colores.

Los echaba tanto de menos… No solo a su madre, a toda su familia.

Cuando los recuerdos empezaron a hacerle daño, los alejó con un solo pensamiento: «¡Ya es hora!».

Y se incorporó estirando sus entumecidos músculos gatunos.

Abandonó la guarida trepando con inusitada destreza y, en silencio, se perdió entre las sombras de la selva.

Como una sombra más.

DUNA

El caudal de nuestro río variaba cada año, cada temporada y cada estación, y con ello, su profundidad.

En la época de lluvias, las aguas se desbordaban indomables y arrastraban en su ímpetu viejos árboles arrancados de sus márgenes, huertos enteros y casas orilladas, que desaparecían completamente engullidas por las turbulentas aguas.

Después, con la calma, en la temporada de pesca, todos estos restos formaban invisibles trampas en el lecho del río donde, con insistencia, se enredaban nuestras redes.

Éramos los muchachos quienes buceábamos, sumergiéndonos en la profundidad del río, para liberar las redes y recuperarlas.

Con frecuencia resultaba una tarea difícil, y en ocasiones arriesgada.

Más de uno quedó atrapado entre las redes y perdió su vida en las oscuras aguas.

Era el tributo que, a su manera, se cobraba el río… ¡Vidas!

La selva también cobraba su tributo en vidas.

Y su mayor servidor, su principal recaudador, era el tigre.

Todos teníamos miedo al tigre. Más que miedo.

¡Pavor!

Aparte de las leyendas, que habíamos escuchado desde niños, estaba la realidad. Cada año moría alguien en la comarca por el ataque de un tigre.

Daba igual que fueran niños o viejos, agricultores o cazadores.

Cada uno, a su manera y en cada momento, corría el riesgo de encontrarse frente a un tigre.

Los muchachos solíamos hablar de ello, y los que alardeaban de valentía se prometían a sí mismos que un día, cuando fueran mayores, cazarían uno y se convertirían así en envidiados héroes.

Todos sabíamos que aquello era tan imposible como encontrar un tesoro en el fondo del río.

Sabíamos perfectamente que ninguno de nosotros cazaría nunca un tigre, pero nada nos impedía alardear de ello.

Nos hacía sentir mayores.

Importantes.

Duna solía formar parte de estos corrillos, pero no decía nada.

Jamás manifestó miedo, ni tampoco alardeó de valentía.

Siempre nos pareció normal, porque era una chica y, aunque buceara junto a nosotros, pronto tendría que dejarlo: se convertiría en mujer, se casaría y tendría hijos.

Como les ocurría a todas las jóvenes cuando dejaban atrás la niñez.

Un día, el azar quiso que su destino se truncara de tal manera que ninguno de nosotros lo hubiera podido imaginar.

Sucedió durante un amanecer, cuando echábamos las redes al río con la primera luz del alba.

Duna navegaba en la barca que estaba más cerca de la orilla de la selva, en un extremo. Allí era donde se encontraba la mejor pesca, escondida entre los raizales de la ribera más agreste. El lugar más cercano a los dominios del tigre.

Asel era un muchacho algo mayor que Duna, uno de nuestros primos.

Debéis saber que, cuando hablo de mi familia, me refiero a toda mi familia, incluidos los dos hermanos de mi padre, sus mujeres y todos sus hijos. Entre todos gobernábamos las cuatro barcas y, por así decirlo, formábamos la misma empresa.

Tengo que decir que Asel era un buen nadador y un buen pescador. Pero su atrevimiento no conocía límites.

Aquella mañana, desde la embarcación, divisó unas huellas en el barro de la orilla.

–¡Son de tigre! –gritó.

Y, sin pensárselo, se lanzó al agua. Con unas rápidas y decididas brazadas alcanzó la orilla, que apenas distaba unos cuatro o cinco metros de nuestra barca.

–¡Mirad esto! ¡Mirad! –gritó de nuevo llamando nuestra atención.

Ni siquiera tuvimos tiempo de advertirle de que aquello era peligroso.

El tigre saltó sobre él desde la espesura, tan silencioso como un fantasma.

Solo rugió cuando sus fauces se cerraron sobre la cadera de mi primo.

Nos quedamos inmóviles.

Petrificados.

Ninguno de nosotros había visto antes un tigre vivo.

Salvo los cazadores, la mayoría de las personas que ven un tigre vivo no llegan a contarlo.

La impresión, al verlo tan cerca zarandeando a Asel de aquella forma tan violenta, nos sobrecogió de puro terror.

La única que se movió fue Duna.

En lugar de quedarse paralizada como nosotros, gritó como poseída y se hizo con uno de los ligeros arpones de caña que utilizábamos para ensartar a los peces más grandes.

Lo lanzó con arrojo y alcanzó a la fiera en su zarpa derecha, atravesando su garra de lado a lado. El tigre, que sangraba enfurecido, soltó repentinamente a Asel, y tras desembarazarse del arpón, se giró hacia Duna y se enfrentó a su inesperado enemigo con un rugido que nos heló la sangre.

Duna tomó una de las varas largas que se utilizaban con las redes y, de forma temeraria, golpeó el agua con fuerza una y otra vez, gritando fuera de sí.

Los varazos restallaban sobre la superficie del río como latigazos y mantenían al tigre a distancia, disuadiéndolo de saltar a la barca desde donde lo hostigaba mi hermana.

Sorprendido por los gritos y rabioso por el dolor de la zarpa desgarrada, el animal debió de pensar que aquella joven era mucho más que un simple humano. Porque los tigres, como los hombres, también creen en los demonios.

Aunque estos sean otros y pertenezcan a otro mundo.

O a otro infierno.

Y, soltando un gruñido de frustración, el animal se internó en la selva de un solo salto. Desapareció de nuestra vista de la misma sorprendente manera que había aparecido, pero dejó tras de sí un mundo nuevo: un mundo de miedo, asombro y valentía.

Así sería el mundo de Duna desde aquel día.

Y para siempre.

 

Asel se abrazó a Duna, que fue la primera en llegar junto él. Después llegaron su padre y el mío. Los muchachos, aturdidos aún por lo que habíamos presenciado, no nos atrevimos a abandonar la seguridad de nuestras barcas.

Cuando lo subieron a cubierta, mi primo se agitaba violentamente y no paraba de gritar blasfemias mientras se desangraba por la herida.

Aquel día renunciamos a la pesca.

Regresamos de inmediato a casa con Asel. Las mujeres de la familia intentaron remediar el daño producido por la bestia con ungüentos y plantas, cuidados en los que eran auténticas expertas y que sabiamente transmitían de generación en generación.

Nuestro primo no murió en aquel ataque.

Sobrevivió.

Se convirtió en una de las pocas personas que podían contar que habían seguido con vida después del ataque de un demonio rayado.

Pero, desde entonces, odió y temió a los tigres.

En la misma medida.

Asel siempre le estuvo agradecido a Duna por salvarle y, años después, se lo demostraría con creces.

LA BODA

–Deberías dejarla en casa; o mejor, ¡cásala! Ya es casi una mujer. Es mayor para andar faenando con los hombres y jugando con los muchachos.

Eso dijo el padre de mi padre aquella noche cuando se reunieron los adultos de la familia.

–Solo es una niña…

–Tu madre, a su edad, ya estaba prometida conmigo.

–Sí, lo sé. Pero no me gusta la idea.

Mi padre no estaba convencido de que aquello fuera lo más correcto.

Ni siquiera pensaba que fuera bueno para Duna.

–¿No eres capaz de verlo en sus ojos? Su mirada no es como la de las demás mujeres. No lo es. Es la mirada de la selva. Lleva el demonio de la selva dentro.

Duna y yo escuchábamos la conversación de los mayores sin que nadie se diera cuenta de nuestra presencia.

Mi imprudente hermana me había convencido para seguirla por los tejados de las casas, haciéndome trepar tras ella, hasta que nos situamos encima de la vivienda de Asel, donde se celebraba la asamblea familiar en la que solo participaban los adultos.

Nadie se dio cuenta de nuestra presencia allí.

Ninguno podía imaginar que Duna estaba escuchando lo que decían de ella.

Mi hermana no pronunció ni una palabra, y yo tampoco me atreví a comentarle nada.

Su mirada era oscura y su gesto duro.

Volvimos gateando por los tejados hasta nuestra casa, sin hacer el menor ruido.

Duna se revolvió en su hamaca y se durmió sin más.

Al menos, eso creí entonces.

¡Qué poco sabía yo sobre los sentimientos de mi hermana!

 

Un mes después de aquella conversación, y a pesar de lo que pensaba mi padre, mi hermana estaba prometida con el hijo mayor de un próspero comerciante de pescado.

Un hombre con fortuna, pero diez años mayor que ella.

–Si me prometes en matrimonio sin mi consentimiento, bajaré al fondo del río y me quedaré allí. No subiré.

Esa fue la amenaza que le hizo Duna a mi padre el día que este le dijo que iba a casarla.

Pero no la cumplió.

Nunca supimos por qué.

Incomprensiblemente para nosotros, que la conocíamos bien, Duna dejó que se hicieran las presentaciones de rigor y que se acordaran las condiciones de la dote que mi familia debía aportar.

Parecía aceptarlo todo con resignación. Sin embargo, una semana antes de la celebración, Duna desapareció.

Como lo hacía desde niña: sin dejar la menor señal.

 

Cuando éramos pequeños, mi hermana desaparecía con cierta frecuencia.

Le gustaba esconderse durante interminables horas, lo que ponía muy nerviosa a nuestra madre, que siempre se preocupaba en cuanto alguno de nosotros se alejaba de su vista, aunque fuera solo por unos momentos.

Mi abuelo nos contó una vez, y como queriendo olvidarlo, que una hermana de mi madre desapareció en la selva.

Desapareció sin más.

Nunca supieron qué sucedió: si se perdió en la selva, si se ahogó en el río o si la devoró alguna fiera.

Encontraron la cesta de juncos, donde atesoraba las bayas que recolectaba, tirada junto al camino que iba de la aldea a nuestras casas.

No era un lugar peligroso.

No tenía por qué serlo.

Pero nadie volvió a verla nunca.

Por eso mi madre no dejaba de vigilarnos ni un instante. Nos había prohibido andar solos por los caminos y alejarnos de nuestra orilla.

Claro que Duna nunca entendió de prohibiciones.

Después de esas ausencias, reaparecía como si tal cosa. Sin dar explicaciones de dónde había estado.

Con ello se ganaba severos castigos de mi madre, pero jamás le importó.

Los aceptaba sin la menor protesta, como había hecho con los preparativos de la boda.

Y de nuevo, otra vez, desapareció.

Sin decir nada.

Sin el menor rastro.

Como cuando era una niña.

Solo que esta vez no era un juego infantil.

 

Nuestra familia no era rica.

Nuestra única riqueza consistía en nuestras barcas de pesca, así que la dote de mi hermana se acordó sobre el producto que generaría una de nuestras barcas durante un año. Casi un tercio de todo lo que pescásemos durante el año siguiente serviría para pagar la dote a la familia del esposo. Que Duna hubiera desaparecido no significaba que el trato quedase sin valor, pues solo si aparecía su cadáver se anularía el acuerdo.

Pero el cuerpo de mi hermana no apareció.

La buscamos incansablemente por el río: nos sumergimos infinitas veces sin hallar el más mínimo rastro, e incluso echamos las redes con más lastre para dragar el fondo. Lo único que conseguimos fue perder una de ellas.

Al quinto día de inútiles búsquedas nos rendimos.

La dimos por muerta.

Equivocadamente.

LA HUIDA

La noche de la marcha de Duna, la luna se ocultaba tras los nubarrones que atenazaban las tinieblas.

Duna se había sometido pacientemente a los preparativos de la boda, pero ella no quería casarse. Y si un día lo hacía, sería con la persona que ella misma eligiera.

Esta decisión la empujó a preparar una cuidadosa huida.

Apenas envolvió unas ropas, que sustrajo a sus primos y que nadie echaría de menos, junto a algunos alimentos acumulados furtivamente. Formó un hato, se lo echó a la espalda y cruzó en silencio el balanceante puente de envejecidos maderos que la separaba de la orilla.

Sus huellas quedaron desleídas en el barrizal que se había formado con la insistente llovizna de los últimos días. Sin dejar rastro alguno, subió hasta el lugar, aguas arriba, donde ocultaba una pequeña balsa de cañas que ella misma había construido en secreto.

No dudó ni un instante.

Ayudada por el impulso de un tosco remo, Duna cruzó el río y llegó a la orilla opuesta, el lugar secreto donde comenzaba la selva. El territorio donde el hombre no era más que una desvalida criatura.

Allí se internó, como una sombra más entre las sombras de la noche.

 

Nadie pudo ver cómo se le desgarraba el corazón, y nadie escuchó su desconsolado llanto aquella primera noche que pasó bajo la lluvia, en mitad de la selva.

Solo esperaba que un tigre la devorase y así terminar con todo aquello.

Pero eso no sucedió.

El alba la encontró sumergida en un profundo sueño, del que ni los primeros rayos de sol, que llegaban al suelo tamizados por el tapiz vegetal de los árboles, consiguieron arrancarla.

Solo se despertó cuando un rugido poderoso resonó en la espesura.

Los monos enmudecieron en sus ramas, los antílopes huyeron despavoridos y todos los habitantes de la selva supieron que el tigre, aquella mañana, había comenzado su caza.

Duna también lo supo y, a diferencia de la noche anterior, ya no estaba dispuesta a dejarse comer.

Su instinto de supervivencia la alertó y su mente privilegiada calculó con rapidez las posibilidades que tenía de ponerse a salvo.

Quizás ninguna.

Solo contaba con un cuchillo y con el remo que había utilizado para cruzar el río.

Pensó en regresar a la orilla, pero ni siquiera estaba segura de recordar con certeza en qué lugar había dejado la barca.

Posiblemente se la hubiese llevado la corriente. Además, los tigres son extraordinarios nadadores; en el agua estaría perdida.

Su olor a hombre debía de inundar toda la jungla.

Le sería imposible esconderse.

Pero Duna sabía que, igual que el tigre es atraído por el olor del hombre, también lo teme, y reconoce cuándo está frente a una presa o frente a otro cazador.

Y en eso tenía que convertirse ella: en una cazadora.

Debía hacerlo si quería conservar su vida.

Se desvistió y envolvió con sus ropas un crecido arbusto para darle la apariencia de una figura humana.

Desnuda, buscó el lugar más infestado de restos y detritus vegetales y se revolcó por el barro.

A continuación, trepó a un árbol y, con un bejuco, ató el cuchillo a la parte más fina del remo formando una tosca lanza.

Aquel fue su primer acecho.

Después vinieron muchos más.

Después se convirtió en una letal cazadora.

 

Duna era muy ágil. Tanto, que era la mejor saltando al río desde los árboles.

Era un juego peligroso. Los chicos elegían árboles altos y lo suficientemente apartados de la orilla como para que fuera imposible saltar al agua desde sus ramas. Para eso estaban las lianas, que lo hacían posible y arriesgado a la vez.

Los muchachos se columpiaban en las lianas y se soltaban cuando calculaban que la caída al agua sería segura. El cálculo no siempre era exacto.

Pero Duna era la mejor. Ni una sola vez se soltó antes de tiempo.

Nunca.

Y ahora debía ser más precisa que nunca.

 

El tigre salió de la nada y atacó con ímpetu la falsa figura humana que había preparado la muchacha.

No tuvo tiempo de girarse ni de darse cuenta de que había caído en una trampa.

Una cuchillada de fuego se hundió en su cuello.

Tardó solo unos segundos en desplomarse.

Ni siquiera vio a la muchacha desnuda que cayó sobre él como si volara, colgada de una liana y empuñando en la otra mano una improvisada arma mortal.

Duna rodó descontroladamente por el suelo. La liana no había resistido la embestida contra el tigre, y el impacto contra doscientos cincuenta kilos de músculos rayados había dejado aturdida a la muchacha.

Se volvió jadeante y dolorida, buscando al tigre.

Su cuerpo cubierto de barro y sudor, su boca abierta en una extraña mueca que mostraba sus dientes blancos, y aquellos ojos de expresión despavorida, le conferían un aspecto salvaje.

Eso fue lo último que vio el tigre.

¡Un demonio!

Duna esperaba encontrarse con el animal frente a frente y tener que luchar a muerte por su vida.

No se imaginaba el feroz efecto de su ataque.

Cuando vio a la fiera allí tirada, con la hoja de acero sobresaliéndole del cuello y desangrándose sin remedio, se postró de rodillas y lloró.

Lloró de miedo y de alegría por saberse viva.

Después, mientras desollaba al tigre, rezó.

Rezó a todos sus dioses con todas las oraciones que sabía, y pidió todas las bendiciones que pudo recordar para su familia.

Así fue su primera caza, y así se convirtió en Duna la cazadora.