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Alejandro Magariños Cervantes

Caramurú

Créditos

ISBN rustica: 978-84-933439-8-9.

ISBN ebook: 978-84-9816-913-3

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

Advertencia 8

I. El rapto 9

II. Puñaladas 15

III. ¡¡¡Cien mil patacones!!! 22

IV. Lia Niser 31

V. El yacaré 40

VI. Amor virgen 48

VII. La guarida de Amaro 57

VIII. El Tubichá 65

IX. Añang 72

X. Vértigo 80

XI. El Cambueta 88

XII. Protector y protegido 98

XIII. Las carreras 106

XIV. La montonera 114

XV. ¡Todo por ella! 121

XVI. Venganza de un gaucho 128

XVII. La batalla de Ituzaingó 139

XVIII. Revelaciones 146

XIX. Epílogo 152

Libros a la carta 155

Brevísima presentación

Alejandro Magariños Cervantes (Montevideo, 1825-1897). Uruguay.

Publicó en Madrid, en 1848 Caramurú, la primera novela uruguaya de tono gauchesco.

Lóbrega y pavorosa noche extiende sus alas sobre el mundo, como una inmensa lápida mortuoria. No se descubre una sola estrella al través de su ennegrecido velo: la Luna, yace oculta bajo un pabellón de nubes, y solo lanza a intervalos un rayo de luz tibio y desmayado, que brilla y se apaga al punto, cual fuego fatuo que se levanta del seno de las tumbas. Do quiera la luz es absorbida por la sombra, y se diría que a la voz del genio de las tinieblas los astros huyen y se esconden espantados de tanta densa oscuridad.

Esta es una novela épica ambientada en Uruguay, testimonio de las guerras americanas del siglo XIX.

Caramurú significa en guaraní «cosa larga» y se aplica a la anguila. El personaje principal de esta novela tiene este apodo y es un hijo de indio y española, atrapado en sus conflictos de identidad y su afán épico de justicia. El relato es muy ágil y consigue convertir una historia de amor romántico en una trama llena de peripecias políticas.

Advertencia

Aunque esta no sea una novela histórica ni tenga las pretensiones de tal, sus personajes no pueden considerarse absolutamente como hijos de la imaginación.

Nos daremos por muy felices, no obstante, si a favor de una fábula que interese agradablemente al lector y excite sus nobles sentimientos, conseguimos bosquejar algunos rasgos del país, de la época y de los personajes que figuran en este libro.

A. Magariños Cervantes,

Madrid, 1848

I. El rapto

Lóbrega y pavorosa noche extiende sus alas sobre el mundo, como una inmensa lápida mortuoria. No se descubre una sola estrella al través de su ennegrecido velo: la Luna, yace oculta bajo un pabellón de nubes, y solo lanza a intervalos un rayo de luz tibio y desmayado, que brilla y se apaga al punto, cual fuego fatuo que se levanta del seno de las tumbas. Do quiera la luz es absorbida por la sombra, y se diría que a la voz del genio de las tinieblas los astros huyen y se esconden espantados de tanta densa oscuridad.

El pampero, ese viento terrible que, naciendo, en las nevadas cimas de los Andes donde no se ha estampado la planta del hombre, recorre los desiertos de la Pampa argentina, cruza el Plata, y va a espirar en los confines del Brasil o en las inmensidades del Atlántico, arrancando de raíz en su tránsito árboles que cuentan siglos, haciendo salir de madre, los ríos, y derribando cuanto intenta detenerle... el pampero brama ahora, abriéndose paso por entre el tupido ramaje de vírgenes bosques tan antiguos como el mundo, y se oye en lontananza, más profundo y violento a medida que se acerca, el grito que exhalan los corpulentos molles, los espinosos guariyús y férreos ñandúbays, al caer tronchados por su poderosa mano.

Y en verdad que no le falta espacio donde ejercer su saña; si pudieran nuestros lectores trasladarse con el pensamiento a las floridas riberas del Uruguay, sin duda les encantaría el bellísimo paisaje que presenta el lugar donde comienza nuestra historia, ora le contemplasen a la radiosa claridad del Sol, ora iluminado por el rocío de plata que vierte la Luna del cielo americano.

Figuraos una dilatada planicie cortada al horizonte por una cadena de montañas, e interrumpida apenas en el centro por una que otra pequeña eminencia, o sea cuchilla, como las llaman en el país: a la derecha, un gran río, y a la izquierda una selva impenetrable. Colocad en medio de aquel desierto, solitaria y aislada, a unos quinientos pasos del río y media legua de la selva, una gran casa de material edificada sobre una de las citadas cuchillas, y flanqueada por largos galpones de madera y de varios ranchos, o sean chozas de barro y paja, parecidas a las de algunos pueblos de la Mancha y de Castilla, y acaso os forméis una idea aproximada de la localidad adonde deseáramos conduciros; es decir, a una Estancia, a una posesión rural sita en la provincia de Paisandú, a seis leguas de la población de su nombre, villa y cabeza de departamento.

No cumple a nuestro objeto entrar ahora en detalles sobre lo que entendemos por estancia. En la serie de cuadros característicos y locales que nos proponemos reseñar, nos sobrarán ocasiones de describirla con la detención que merece. Entre tanto, conténtense nuestros lectores con la anterior ligera indicación, indispensable para la perfecta inteligencia de los hechos que vamos narrando.

A poca distancia de la casa de que hablábamos no ha mucho tiempo, elévase como avanzado centinela un ombú, árbol gigantesco, de enorme tronco y pobladas ramas, que brota espontáneamente en nuestras interminables soledades, aislado y sin compañeros, y que sirve de punto de reunión a los habitantes de la estancia, a los viajeros y a los gauchos estantes y transeúntes de la provincia.

Ahora bien; en esta noche tan lóbrega y tempestuosa, a favor del resplandor fugitivo que de vez en cuando vertía la Luna, hubiérase podido distinguir un hombre montado en un brioso corcel, que seguía a galope la estrecha senda que, conducía desde el río a la estancia.

A los primeros amagos, al rumor lejano que precede a la venida del pampero; el desconocido trató de guarecerse bajo el ombú.

El viento cada vez mayor, apenas le dio tiempo para echar pie a tierra y acostarse cuan largo era al pie del árbol acción que instintivamente imitó su caballo.

Entonces; a merced de los fugitivos resplandores de que hemos hecho mención, se dibujaban en la sombra los rasgos de su fisonomía y de su caprichoso traje.

Era un joven como de veintiocho años; alto, de tez morena y vigorosa musculatura. Cubría su espaciosa frente un sombrero portugués de copa redonda y ancha ala, adornado con algunas plumas de pavo real, entre las que se distinguía un ramito de flores silvestres ya marchito y atado en la cinta del sombrero con otra de seda. Abundantes cabellos negros, tersos y relucientes, flotaban sobre sus robustas espaldas, en agradable desorden: su larga y poblada barba, que le llegaba hasta el pecho, caía sobre la botonadura de plata de su poncho, especie de capa cerrada que se mete por la cabeza; sus ojos rasgados y brillantes, coronados por espesas cejas que se unían en forma de herradura, tenían una indefinible expresión de arrogancia y de orgullo, templada por cierto aire regio e imponente que subyugaba o predisponía a su favor. La nariz aguileña, la boca grande, pero muy delgados los labios, revelando la desdeñosa altivez del que se cree superior a cuanto le rodea.

Cuando el viento levantaba el halda de su poncho, distinguíase debajo de él una chaqueta de grana bordada con trencilla negra: un pañuelo de espumilla formaba el chiripá, liado por la cintura a guisa de saya, recogidas las puntas entre los muslos para poder montar a caballo, y sujeto al cuerpo por un tirador, especie de canana de piel de gamuza, de la cual pendía un enorme puñal de vaina y cabo de plata: anchos calzoncillos, de finísimo lienzo, adornados en los extremos con un gran fleco o crivao, resguardaban sus piernas, y descendiendo hasta los tobillos, ocultaban a medias unas espuelas de plata colosales, y las blanquecinas botas de potro formadas con la piel sobada de este animal. Dichas botas, partidas en la punta, dejaban al descubrimiento los dedos de los pies para asegurarse mejor en los estribos, de forma triangular y tan pequeños, que apenas daban cabida al dedo principal.

Basta esta descripción para conocer que es un gaucho el héroe de nuestra historia, porque solo ellos visten de esa manera.

¿Y qué es un gaucho? —preguntarán algunos de nuestros lectores, que probablemente no habrán oído en su vida pronunciar ese nombre.

Un gaucho es un hombre que se ha criado vagando de estancia en estancia, que vive y tiene todos los hábitos, inclinaciones e ideas de la vida nómada y salvaje, amalgamadas con las de la civilización. Espíritu indómito, audaz, lleno de ignorancia, preocupaciones, pero valiente hasta el heroísmo, carácter excéntrico y original que no conoce más leyes que su capricho, ni anhela más felicidad que su independencia; que desprecia al hombre de las ciudades y cifra su ventura en los azares, en los peligros, en las violentas emociones de su existencia errante y vagabunda. Eslabón que une al hombre civilizado con el salvaje, sin ser una cosa ni otra, como ha dicho perfectamente el señor Aguilar en una nota que puso al pie de un fragmento de una de nuestras leyendas, titulada Celiar.

Decíamos, pues, que el personaje, cuyo nombre ignoramos aún, se había guarecido bajo el ombú, buscando un refugio a los furores del pampero.

Allí permaneció largo rato, mientras el viento, bramando cada vez con más ímpetu, vino a estrellarse en las cimbradoras ramas del árbol protector, que se inclinaron hasta tocar el suelo, irgiéndose y humillándose alternativamente, no sin perder en las furiosas embestidas del huracán sus más lozanas hojas.

El gigante de los aires y el gigante de las selvas luchaban cuerpo a cuerpo como dos vigorosos atletas, hasta que, fatigado el primero, escapose de los brazos de su rival, y tendió su vuelo en otra dirección, lanzando un prolongado alarido, semejante al estruendo de las embravecidas olas, cuando se azotan contra un banco de piedra en medio del océano.

El gaucho alzó tranquilamente la cabeza, y, al través del ramaje, miró al firmamento. Un escuadrón de negras y apiñadas nubes volaba delante del pampero, dejando despejado el espacio por donde aquel cruzaba; volvían a relucir las estrellas, y la Luna asomaba su disco amarillento, ceñido de una aureola encarnada. De modo que la mitad del cielo ofrecía el aspecto de una plácida noche de verano, y la otra mitad el de la más fría y nebulosa noche de invierno.

Púsose de pie el desconocido, ató su caballo a las ramas del ombú, se levantó las espuelas para que no sonasen las cadenillas y la estrella de los espigones al rodar por la yerba doblose el poncho sobre los hombros, desenvainó el puñal, y paseando la vista en torno suyo, encaminose paso a paso a la casa, que, como hemos dicho, quedaba a poca distancia del ombú.

Detúvose delante de una ventana baja, defendida por anchos barrotes de madera, y apoyado contra el muro, remedó por dos veces el lúgubre acento del aguará, pequeño animal de nuestros bosques, que solo de noche hace oír su voz, triste y melancólica, como la postrer plegaria de un moribundo.

Nadie respondió a esta señal; pero, en cambio, un oído muy atento habría percibido a intervalos el casi imperceptible ruido de un pasador de hierro que alguna mano muy trémula descorría: luego la ventana se fue abriendo poco a poco, y una mujer, bella como la esperanza, graciosa como la primera imagen de amor que cruza por la frente de un adolescente, asomó tímida y ruborosa su infantil cabeza, y con voz entrecortada y apenas inteligible, murmuró:

—Todavía no...

La ventana volvió a cerrarse lentamente, y transcurrieron dos horas mortales de angustia e incertidumbre para el desconocido. Por vez tercera, el doliente clamor del aguará fue a resonar en los oídos de la hermosa y a recordarle el cumplimiento de una promesa que acaso se olvidaba o se arrepentía de haber hecho.

Esta vez se abrió del todo la ventana, y se entabló a media voz el siguiente diálogo entre la dama y el galán:

—¡Valor alma mía!... Ha llegado el momento solemne...

—Todavía es temprano.

—No, que va a despuntar el alba.

La joven como si luchase con encontrados sentimientos, fijó irresoluta sus bellos ojos en los de su amante.

—Vamos, ¿qué dices? continuó este.

—¡Ay, tengo miedo!...

—¿Ahora te arrepientes? ¿Y de qué tienes miedo?

—No sé... pero me parece que no todos duermen... van a sorprendernos, Amaro; más vale que lo dejemos para mañana.

—¡Mañana! ¡Imposible, imposible! —repitió el gaucho con acento sombrío—; mañana vendrá tu padre a buscarte. Lia, es preciso que me sigas ahora mismo.

—Mira —repuso la niña medio turbada por el modo imperativo con que se le exigía una obediencia que no estaba acostumbrada a prestar a nadie—: mira, no he podido ganar al esclavo que debía favorecer mi evasión, y...

—¡y bien!... —exclamó Amaro, centelleándole los ojos de ira.

—No tengo por donde salir —contestó Lia humildemente, fascinada por aquella terrible mirada y dejando caer una lágrima sobre la mano de su amante, que tenía cogida entre las suyas.

-¿No es más que eso? —preguntó este trocando en alegría su enojo—; ¿si tuvieras por donde salir, me seguirías?...

—Sí —murmuró ella volviendo atrás la vista como para cerciorarse que nadie los observaba.

—¡Pues sal!

Al decir estas palabras apoyó el gaucho su hercúlea diestra, sobre un extremo de los barrotes de madera que hacían las veces de reja, y los clavos que lo sujetaban al marco saltaron cual menudas astillas.

Lia, más blanca que un cadáver, retrocedió al medio del aposento, y haciéndole una señal para que huyese, apagó la luz, e inmóvil, roto el aliento y desencajada la faz, esperó que se abriese la puerta que comunicaba a la habitación inmediata y acudiesen en tropel los que dormían en ella, despertados por aquel ruido extraño y alarmante en las altas horas de la noche.

Pero fuese efecto del letargo profundo en que yacían, o lo que parece más probable, que lo atribuyesen entre sueños a alguna ráfaga perdida del huracán que momentos antes se había desencadenado, nadie se levantó a inquirir su causa.

Después de algunos instantes, Lia, sacando fuerzas de flaqueza, se acercó de nuevo a la ventana, y tornó a suplicar a Amaro, que había permanecido tranquilo en su puesto, resuelto a partirle el corazón de una puñalada al primero que se acercase, que difiriese su fuga hasta el día siguiente.

Sardónica risa resbaló por los delgados labios del gaucho; sus dientes rechinaron de rabia e indignación, y en vez de poner un beso de despedida, como solía, en la pura frente que su amada le presentaba, frenético la cogió bruscamente de un brazo, y con resuelta y amenazadora voz, le dijo:

—¡Me sigues ahora mismo, o te mato!

Lia vio resplandecer a dos pulgadas de su pecho la acerada hoja del puñal que hasta entonces Amaro había tenido oculto bajo el poncho, y acobarda y trémula, inclinose llorando sobre el hombro de su amante, que la cogió velozmente por la cintura, y la arrancó de su hogar con la misma facilidad el vendaval la hoja seca de una rosa.

Lia perdió el conocimiento.

El raptor llevola en brazos desmayada hasta el pie del ombú, montó con ella a caballo, partió a galope hacia el monte cercano, y a poco se perdió entre su lóbrego ramaje.

II. Puñaladas

Al anochecer del siguiente día en que acaecieron los sucesos narrados en el capítulo anterior, se encaminaba el personaje, que por ahora conocemos con el nombre de Amaro, al vecino pueblo de Paysandú.

A una bala de cañón del pueblo, había, allá por los años de 1823, una pulpería, o lo que es lo mismo, un ventorrillo o taberna sui generis, donde se expendía detestable vino, aguardiente, miel, tortas, flores de maíz, tasajo ahumado y otros comestibles.

A pesar de la mala calidad de sus artículos de consumo, ninguna pulpería en todo el departamento gozaba de una popularidad tan envidiable. Allí se reunían por la mañana y al caer la tarde, a echar un trago, todos los gauchos de diez leguas a la redonda. Hablaban de las próximas carreras, hacían apuestas, se concertaban para una batida de tigres o de guanacos (venados), improvisaban los palladores (cantores) tocando la guitarra, y si había en la reunión algún forastero, se le obligaba a contar sus trabajos, fatigas y peregrinaciones por media América enterita, errante de pago en pago y de tapera (cala derribada en medio del campo) en galpón, perseguido por la Tierra y por el cielo, pensando solo en sus aparceros y en su china (querida).

Con las indicaciones que hemos hecho sobre el carácter de los gauchos, fácil es suponer cuán frecuentes serían las disputas, y el resultado que tendrían. A la menor palabra indiscreta, a la menor alusión que lastimara su nimia susceptibilidad, los puñales salían a relucir y no volvían a la vaina sino teñidos con la sangre de uno de los contendientes. Los espectadores, tranquilos o impasibles, se levantaban de los cráneos de caballo que les servían de asiento, y formando un ancho círculo en torno de los dos combatientes, les dejaban acuchillarse a su sabor hasta que corría la sangre. Entonces se interponían y les obligaban a darse las manos, a menos que alguno hubiese muerto, lo que rara vez acontecía, porque existen ciertas reglas de nobleza entre aquella gente desalmada, que les veda matar a su contrario por causas triviales. Les basta únicamente con señalarlo, marcarlo en la jeta, como ellos dicen, para que aprenda en adelante, a que pingo echa el pial.

Amaro, que se dirigía al pueblo, tenía forzosamente que pasar por delante de la pulpería, en cuya tranquera se veían atados más de cuarenta caballos; tal vez estaba muy lejos a su pensamiento el detenerse, pero oyó al acercarse ciertas palabras de una conversación muy interesante para él; contuvo el galope de su alazán, escuchó un momento, y confirmándose en sus dudas, apeose, se caló el sombrero hasta las cejas, y entró en la pulpería.

La discusión versaba sobre el rapto verificado la noche antes. Un hombre de faz torva, cejijunto, de mirar oblicuo y voz áspera e imperativa, apoyado negligentemente sobre el mostrador, con un vaso de aguardiente en la mano y un enorme cigarro en la boca, se dirigía, medio ebrio y con aire de perdonavidas a un grupo que le rodeaba y parecía escucharle con marcadas muestras de deferencia.

—¡Ay juna! —decía el valentón, a quien en vez de su nombre patronímico daban el de Enchalecador, aludiendo sin duda al oficio que desempeñaba en el ejército del célebre Artigas, caudillo americano, que acostumbraba a hacer coser a sus prisioneros españoles dentro de la piel de un novillo recién muerto, dejándoles solamente fuera la cabeza y exponiéndolos encima de una cuchilla a los ardientes rayos del Sol, hasta que morían de hambre y de sed: suplicio atroz que el implacable guerrillero llamaba enchalecar, y a los que, lo practicaban enchalecadores:

—¡Ay juna! —decía el valentón—: han de saber ustedes que anoche, ¡vive el diablo!... han robado de la estancia de la Cruz alta, ¡vaya un lance! a aquella niña, ¡hide p!... que vino de Montevideo... ¡ja, ja, ja! hace tres meses, enferma... ¡crach!... a tomar las aguas del Uruguay...

—¿Y no se sabe quien ha sido el robador? —preguntó una de los circunstantes.

—¡Ca! —respondió otro, reforzando su exclamación con una doble interjección que la pluma se resiste a trazar.

—¡Pues sepa usted, so bruto —continuó el orador—, que a mí nada se me escapa, ¡mal rayo! y ando a la pista de ese tunante morao, y ruin!

—¿Le conocéis acaso?...

—Sí —contestó el enchalecador—; ¡buena alhaja! Y sé... ¡voto va! donde se oculta.

Al oír estas palabras, Amaro, que hacía dos minutos que había entrado y colocádose a su espalda en un grasiento banquillo con honores de mesa, se estremeció y perdió el color, no sabemos si de ira o de temor de verse descubierto.

—Vamos, aparcero —exclamaron algunos de los interlocutores—; eso lo decís por alabaros. ¿Cómo en tan poco tiempo habéis podido averiguarlo?

—¿Cómo? ¡Bah! ¿Os habéis olvidado, sonsos, que yo tengo quien me lo cuente todo?

Los gauchos se miraron unos a otros con ojos espantados: el enchalecador tenía en la comarca fama de brujo, y más de una vieja aseguraba haberle visto en las altas horas de la noche hablando con el diablo en la puerta del cementerio.

Demás está decir que él, como todos los embaucadores de profesión, sabía explotar hábilmente esta creencia popular, a la que prestaba todos los visos de la realidad la manera cómo se manejaba para saber los sucesos antes que nadie; lo cual, a fuerza de repetir una y otra vez, había impresionado de tal modo la imaginación crédula y supersticiosa de sus iguales, que no había uno solo que no le tuviese por adivino y hechicero.

—Sí, debe saberlo —murmuró uno de ellos al oído de su compañero—; tiene pacto con el diablo.

—Pues harías bien en contárnoslo —dijo este último en voz alta—; así nos proporcionaréis ocasión de ganar la magnífica recompensa que ha ofrecido el comandante de Paysandú, que según parece es pariente de la pueblera, al que descubra su paradero, porque en cuanto al raptor, se ignora todavía quién es.

—¡Oigalé! Eso es lo que tú quisieras, ñandú, para engordar a mis costillas, ¡ay mi cielo! tienes todavía la leche sobre los labios para engañar, ¡tararira rira rira! a un reyuno tan maestrazo como yo...

—Pero, en fin —repuso otro—, decinos al menos el nombre del robador.

—Así como así —continuó el interpelado—, presentando el vaso al pulpero para que se lo de aguardiente llenase por la décima o duodécima vez, poco importa, ¡Satanás! que os lo diga, porque ninguno de vosotros, ¡quia! es capaz de atravesar el caballo para cortarle el paso si le encontrase en su camino... ¡Pafs!

—¿Pues quién es? —preguntaron todos llenos de admiración.

—¿No recordáis aquel alarife, ¡buen mandria! que vino, ¡puñalaa!... de... de... ¿qué sé yo?... ¡de los infiernos!... Naide sabe qué burro lo ha pario, diantre, ni qué viento lo trajo por acá!...

—¿Calibar?... —exclamaron todos con vivísimo interés, que al punto se trocó en manifiesta incredulidad—: ¡eh! no puede ser, hace más de quince días que partió para la Rioja.

Calibar no era otro que Amaro; ya explicaremos en lugar oportuno su verdadero nombre y el origen de la creencia de que no se hallaba entonces en Paysandú.

—¡Ira de Dios! —gritó el perdonavidas, descargando un fiero puñetazo sobre el mostrador, echando mano al puñal y sacudiendo su cerdosa y encrespada cabellera—: ¡repito que ha sido él, Calibar, ¡traidorazo!... el robador de esa hembra! ¡Yo, yo le he visto, mal rayo!... yo le he visto con estos ojos que se han de comer la tierra..., ¡ach! ¿Y quién es el quiebra que se atreve a dudar de la veracidad de mis palabras?...

—¡Yo! —contestó a su espalda una voz varonil y resuelta.

Volviose rápidamente el enchalecador cual autómata tocado por un invisible resorte, y se encontró solo, frente a frente con el personaje que acababa de nombrar, porque sus demás compañeros retrocedieron a una prudente distancia apenas, le vieron apoyar la mano sobre el pomo de su montante.

Amaro se había echado atrás el sombrero, y sus negras pupilas, brillantes como dos brasas encendidas, chispeaban con el resplandor rojizo y fascinante de los ojos del surucucú; un ligero temblor nervioso hacía vacilar su mano y entreabría sus labios como para dejar salir el aliento de fuego que se escapaba de sus pulmones abrasados, y a una palidez mortal sucedíase alternativamente el carmín de la ira, que coloreaba su tez morena, y derramaba un barniz satánico sobre su imponente y avasalladora fisonomía...

Solo el enchalecador, entre todos los que allí estaban, le miró con rostro sereno, y acabando tranquilamente de apurar su vaso, le puso con mucha flema sobre el mostrador, añadiendo enseguida con la misma calma:

—Voy a matarte.

—Lo mismo iba a decirte —respondió Amaro con insultante menosprecio—; veamos si eres tan valiente en obras como en palabras, defiéndete bien, porque es preciso que uno de los dos no salga de aquí sino para ir al campo santo.

Ambos contrarios se sacaron el poncho y se lo arrollaron en el brazo izquierdo; las dos puntas de sus pies se tocaron, y al mismo tiempo brillaron en el aire como dos relámpagos, describiendo círculos y espirales, dos largas hojas de acero tan afiladas como navajas de afeitar.

Diestros ambos, y animados por el mismo ardiente deseo de exterminarse, engendrado en el matón por la envidia y mengua que empezó a sufrir su fama de valiente desde la llegada de su rival, y en éste por la necesidad de enterrar en la tumba su secreto, puesto que por su desgracia aquel hombre había llegado a sorprenderlo, lucharon por espacio de media hora con igual maestría y fortuna. En vano era inclinarse, amagar al brazo y tirar al pecho, hacer falsos ataques a un punto reiteradas veces, y caer de repente sobre otro con la velocidad del rayo; en vano clavar una rodilla en tierra para herir al contrario por debajo, o retroceder intencionalmente, girar como una rueda, serpear como un buscapié, cambiar a cada momento de posición como una ardilla... ¡en vano!... En vano dejar correr el puñal a lo largo de la hoja buscando los dedos o la muñeca. En vano asestarse sin parar quince o veinte golpes seguidos para fatigar la vista del contrario, y deslumbrarlo en las rápidas evoluciones del acero más veloz que el pensamiento... ¡todo era inútil!... Siempre el hierro rechazaba al hierro, despidiendo azuladas chispas, siempre el poncho recibía el golpe mortal, y el tajo no llegaba a la piel, gracias a la celeridad y presencia de ánimo de los combatientes. Parecía que tenían una armadura oculta, o que una mano invisible, en el momento crítico, desviaba las certeras y al parecer inevitables puñaladas que uno y otro se dirigían...

Una circunstancia casual vino a decidir la lucha cuando menos se esperaba, ya por el igual valor y destreza de los gauchos, ya por la llegada de varios celadores que acudieron del pueblo, prevenidos sin duda por alguno: la hoja del puñal del enchalecador saltó en el mismo instante que Amaro le asestaba un golpe al corazón; el desgraciado arrojó el mango de su arma inutilizada, y se llevó las dos manos juntas al pecho como para resguardarse, pero el hierro de su enemigo iba dirigido con tal fuerza, que le atravesó ambas palmas y asomó por la espalda.

—¡Me ha muerto! ¡Voto al!... —fueron las únicas palabras que pronunció al caer sin vida, partido el corazón en dos pedazos.

Amaro, blandiendo el puñal ensangrentado, tendió la vista en torno suyo, y divisó a los celadores que, defendían la puerta con sus sables desenvainados.