Cubierta

Cortázar sin barba

Eduardo Montes-Bradley

con la colaboración de
David Gálvez Casellas y Carles Álvarez Garriga

Tercera edición corregida y aumentada

A Raquel, por ser la tercera edición.

But from whence, replied my father, have you concluded so soon, Dr. Slop, that the writer is of our church? —for aught I can see yet—, he may be of any church. —Because, answered Dr. Slop, if he was of ours, —he durst no more take such a licence, —than a bear by his beard: —If, in our communion, Sir, a man was to insult an apostle, —a saint, —or even the paring of a saint’s nail, —he would have his eyes scratched out.

LAURENCE STERNE

Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman

Nada que parezca capaz de acumular el tiempo y el trabajo de las personas debe tirarse a la basura, como nosotros lo hacemos constantemente con lo que creemos son nuestros desechos, pero que pueden conservar la memoria.

JOSÉ DONOSO

Pueblos, lo que ustedes quieren de mí es la muerte
Y no es bastante acosarme por mi nombre y mi circunstancia
Más: ustedes me fuerzan al delirio de sus banderas
Encontrándome entonces semejante como para sangrar el día de vuestros días
Y el día de vuestras mujeres
Con las cuales ustedes mismos se abanican

FREDI GUTHMANN

La gran respiración bailada

ÍNDICE

Prólogo a la tercera edición

Desbarbar a Cortázar

Biografías de solapa

El pecado original

Cartázar astral

El vecino socialista y su máquina de escribir

El mito de la diplomacia

El imperdonable crimen de Barkston Gardens

El discreto encanto de la burguesía

El campo y la ciudad

Aquel Cortázar, amigo de Las Heras

El casamiento de Laucha

A orillas del río Limmat

La cuna y las vanguardias

La importancia de llamarse Ofelia

Instrucciones para llamar desde un teléfono en Zürich según Albert Huber

Los archivos de Wilhem Tell

‘Good Bye, Happiness’

Un grito desgarrador

Cuando canta el gallo negro

Un niño que juega con lentes e interroga a los astros

El mito del lenguaje materno

Intermezzo

‘In Paradise Island’ con Julio y Ofelia

‘Del orden emana la fuerza’

Un hombre de palabra en África

Vampiros en Toulouse

Bolívar: isla de tres mujeres

El hijo del vampiro

Interdunlop

El mito del Cortázar falangista

Los vínculos sanguíneos

El cuento del tío que viene a cuento y otros cuentos de la otra orilla

El increíble hombre inmenguante

La caldera del diablo

Chivilcoy: la otra campana

El paraíso perdido

La condición de turista

La evidencia de un cuento

Una nación en armas

Grave problema argentino

Entre la espada y la pared

‘Comme il faut’

Dime con quién andas

Jesucristo entronizado

La bohemia ‘en province’

La «quilombificación» en Cuyo

Consideraciones al margen

Más violento que la naturaleza

Las mujeres del Zoltán

De casa al trabajo

De monstruos y laberintos

‘Das Hydra der Diktator’

‘A Ticket to Ride’

Plaza Lavalle

Mentor tiene cara de mujer

Posdata: tu padre ha muerto

Epílogo a la primera y segunda edición

Reconocimientos

Bibliografía

Índice de ilustraciones

Notas

PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN

Si la tercera fuese la vencida, uno debería conformarse con ésta. Sin embargo, algo me dice que habrá secuela, que la última palabra no fue dicha. Cortázar es un personaje en construcción y hoy leemos más acerca de la vida del santo, que acerca de aquello que el santo pudo haber escrito. Pienso que estamos frente al advenimiento de un nuevo género al que podríamos referirnos como «biografías, y otras consideraciones en torno a Julio Cortázar». Este género sería responsable de que su faena literaria, tan cuidadosamente forjada, haya cedido lugar al culto a la figura, también cuidadosamente fraguada. Podemos pensar en este fenómeno como en un homenaje, aunque la reverencia termine por eclipsar el hecho irrefutable de que cada día se lea más a Cortázar, y mucho menos a sus libros. La obra de Cortázar está desapareciendo, lo que nos queda no es mucho más que Cortázar.

EDUARDO MONTES-BRADLEY

Charlottesville, Virginia

DESBARBAR A CORTÁZAR Introito a cargo de los señores prologuistas David Gálvez Casellas y Carles Álvarez Garriga …que habrán de hacer del prólogo una rigurosa intervención

Figura 1. La mirada de Cortázar.

—Sí, pero fíjate en que desbarbar significa no sólo afeitar, o sea sacar los pelos, sino también cortar las hilachas de un papel, y que precisamente hay muchos pelos en la sopa Cortázar y mucha rebaba en los papeles a él dedicados. Por ello, el fígaro Montes-Bradley irritará a más de seis. No sé si te conté que me contó que, a la salida del estreno en el cine Cosmos de Buenos Aires de su Cortázar. Apuntes para un documental, un batallón de jovencitas quería lincharlo.

—¡Juás! ¡Un remake de «Las ménades»! Supongo que la cara de fauno al relatarlo notificaba su felicidad por haber acertado en el escandalizativo pronóstico. De todos modos, sobrino, no me parece una buena estrategia empezar previniendo al ocasional lector acerca del delirio que se avecina. Ya lo hizo el bruselense en 62, o en Libro de Manuel y, la verdad, no me gustan los prólogos «galeatos», cultismo que, te recuerdo, se aplica a los vestíbulos bibliográficos significando que están cubiertos con casco o celada… A lo que iba: si vas a reciclar esta voluble charla en prólogo ficcional, como hizo también aquél en Territorios remontándose a una tradición en la que habría que citar desde La vida de Marian de Walter Scott hasta las palabras liminares de Gervasio Montenegro a los enigmas policiales de Bustos Domecq, sin olvidar el prefacio a la Lolita de Nabokov o los de los propios personajes de Raymond Queneau en la saga de Sally Mara, en vez de hescribir el hacadémico hensayo de un hespecialista en su hobra como debieras, justifica mejor lo que dijiste antes: que después de esta biografía ya nadie podrá volver sobre el período y, en especial, que este libro hubiera complacido al propio Cortázar.

—Bueno. Con la venia, empecemos por el final para terminar en el principio, aunque no siendo macedoniano el recorrido ha de ser arduo. Te acuerdas de Imagen de John Keats, claro; de cómo ahí Cortázar se paseaba del bracito del poeta inglés por el barrio de Flores, y de cómo esa informalidad contribuyó a la consternación de un señor del British Council «extraordinariamente parecido a una langosta» que leyó en diagonal algún capítulo del mecanoscrito original. Aquí pasa algo parecido. Montes-Bradley se permite acercarse tanto al personaje en épocas desiertas y remotas, aun sin haberlo conocido, que quien lee está casi seguro de que inventa o, si lo prefieres, de que crea a sus expensas. Si sumas ese hecho, que denunciarán muchos pusilánimes horrorizados por la confusión Vida-Literatura, a irreverencias tipo las continuas intervenciones del dúo sacapuntas, te encuentras con algo tan antisolemne como las entrevistas de Dalí. Algo que no hubiese disgustado al propio Cortázar.

—Puede que no, quién sabe. No estoy muy seguro de que él mismo se tomara tan a broma, pero en fin. Y, ¿en lo que atañe a la imposibilidad de que otro biógrafo vuelva sobre el período?

—Ese argumento cae en nuestro saco por su propio peso, y ahí está la maravilla del libro: que el discurso es un poco locatis pero está asentado sobre fierro. Ya apenas se escriben biografías como ésta. Ya ni los biógrafos son Richard Ellmann ni las fundaciones vacían sus huchas para financiar estudios como el presente. Porque, dime: ¿Quién es capaz de conseguir el árbol genealógico de los Cortázar-Arias de manos de la nieta del tío del biografiado?, ¿quién es capaz de hacerse en un plis con la receta del cóctel demaría?, ¿quién es capaz de indagar la identidad del tipo que acompaña a Cortázar en una fotografía que tiene más de cincuenta años, y averiguar además en qué lugar fue tomada, siendo que sólo se ve un balcón y, en él, una verja?, ¿quién logra determinar cosas de una importancia tan cabal como el número de teléfono del hotel de Zürich en el que se alojó Cortázar al año de edad? ¿Quién dispone, en suma, de una tal red de espionaje?

—Vale, vale. Ya me hice una idea.

—No, no: ¡Ahora sigo! ¿Quién, dicho todo esto y no siendo un cortazariano medular, podrá cometer desacato al canon, precisamente por no serlo?

—¿Desacato al canon? ¿Cortazariano medular? ¿De qué demonios hablas?

—Verás, tío, una de las mayores enfermedades que debe combatir el que trata con un biografiado como éste es la afección contraída por la picadura de la mosca tsétsé. No insinúo, entiéndeme bien, que el Don fuera cansador, al contrario, pero convengamos en que lo enmarcan páginas soporíferas. Recuerda las dos biografías oficiales. Recuerda con qué parsimonioso apresuramiento el primero recompuso mohosas notas para una clase o cómo el segundo, con su telegráfica prolijidad, a punto estuvo de reencarnarse en el Harry Belafonte de la anécdota.

—¿Harry Belafonte?

—Sí. Con un poco de seriedad en el método de citación a pie de página, uno dudaría si el autor intelectual de la obra era el que firmaba o el señor Ibídem.1 maneja fuentes tan variopintas que los escrúpulos del academicismo, vid el que acabo de encajarte ut infra, están de más.

—Bien, bien. Lo que no entiendo es el título. ¿Alguna arcana alusión a aquello de que cuando veas la barba de tu vecino afeitar pongas la tuya a remojar?

—El asunto de la barba de Cortázar es uno de esas minucias que demuestran cómo muchos se han ocupado del individuo con la pasión del erudito, valga el oxímoron, pero cómo, enceguecidos por la leyenda, han actuado cual evangelistas. Cronistas, escribas, copistas y evangelistas forman, según el recuento de Paul Valéry en un ensayo sobre (san) Flaubert, «le paradis des intermédiaires». Todos aluden al misterioso nacimiento de la barba, enigmático en un barbilampiño, pero nadie se atreve a especular. Sin pelos en la lengua, Cabrera Infante escribió a la muerte de Emir Rodríguez Monegal que el «más encarnizado perro de presa» del crítico uruguayo fue «uno que para disfrazarse del Che en París acudió a hormonas y barbas postizas y poder adoptar así el lenguaje marxista à la mode. París bien vale una máscara». Su hermana Ofelia también creía que por ahí hubo algún tratamiento médico y, de hecho, en El secreto de Cortázar Fernández Cicco registró declaraciones de varios otros que lo trataron de joven en cuya opinión «u hormonas o nada». En 1973, en una entrevista de El show del minuto, Hugo Guerrero Marthineitz dijo que una amiga «muy varonista» miró una fotografía tomada veinte años atrás y juzgó que con la barba se afeaba. «Bueno, habría que ver —respondió Cortázar—, si en el caso que yo me afeitara para complacer a su amiga, el resultado sería la misma cara que ella vio en la tapa del disco; porque esa foto ya tiene unos cuantos años…». La cara, me pregunto, ¿sería distinta por el tiempo transcurrido o porque el retratado era ya en esencia otro? De eso habla el libro: de transformaciones inexplicadas, de mutaciones irreversibles, de la cara nueva que le creció a Cortázar bajo la barba parisiense, de la otra que tenía en la Argentina y más atrás y que casi nadie se tomó la molestia de apreciar; también de poros y pelos vistos a través de una lente de aumento… Esto último, claro que metafóricamente, me trae a la memoria aquella visión asqueada de Gulliver en Brobdignac cuando, debido a un mero cambio de escala, contempla el pecho de una madre amamantando y lo halla nauseabundo y monstruoso.

—¡Ya te estás poniendo impúdico otra vez! Apaga la grabadora. Como escribió Blake en uno de los proverbios del infierno: «Enough, or too much!» Sobra y basta.

BIOGRAFÍAS DE SOLAPA

Figura 2. Alberto I de Bélgica, desafiante ante el káiser Guillermo II.

El día en que se inventaron las solapas de los libros nacieron las biografías de bolsillo. La solapa suele ser una columna donde se resumen ciertos (o inciertos) logros del autor: a cuántos idiomas fue traducida su obra, en qué universidad de los Estados Unidos enseñó algo mientras preparaba su próximo libro, si nació en tal o cual parte del planeta para terminar muriéndose en tal o cual otra: una pena porque ahora vamos a tener que repatriar el cadáver y enterrarlo en la Recoleta. Está claro que algunos se nos escapan y, como Borges o Ginastera —enterrados en el muy ginebrino Des Rois de Plainpalais—, consiguen eludir el asedio. En el caso de Cortázar, la cosa no es tan fácil. En principio pareciera estar bien sepultado en París y sin muchas ganas de soportar las exhumaciones patrióticas de otros próceres del Panteón Nacional. Y es que quizás allí, o mejor dicho en la solapa de sus libros, resida el meollo de la cuestión que tanto nos preocupa: la nacionalidad del sujeto. Donde debiera decir «nacido en Bruselas en 1914» suele decir «nacido accidentalmente en Bruselas en 1914», lo cual no deja de ser todo un detalle por parte de los editores responsables del accidente.

Siendo un viejo solapero, debo admitir que nunca antes de las ediciones de Cortázar había tenido la oportunidad de leer nada semejante. Su nacimiento emerge en las biografías apresuradas como un lugar de sombra que algunos buscan iluminar con la tenue y siempre divina luz de la argentinidad.

La idea de un nacimiento accidental extramuros (siendo los muros los límites naturales de la histeria nacionalista) está vinculada a las declaraciones que el mismo Cortázar hizo en repetidas oportunidades durante los últimos cuarenta años de su vida. He querido ocuparme del tema que viene a cuento en las siguientes y prescindibles líneas.

Advertencia: el lector que no esté interesado en los accidentes y en las pequeñas mezquindades nacionalistas está cordialmente invitado a pasar al capítulo siguiente.

La idea de un nacimiento azaroso es lo suficientemente descabellada como para convertirse en pretexto de uno de los relatos del autor al que bien podríamos titular «No quiso pero nació igual» o «¿Qué hace un bebé como yo en un lugar como éste?». Después de todo, Cortázar nació a los nueve meses como estaba previsto y en el mismo lugar en el que se encontraba su madre, lo cual facilita la labor de las parteras en cualquier lugar del mundo y también en Bélgica, donde tuvo lugar el contratiempo. ¿Acaso durante el alumbramiento el neonato se resbaló en manos de la comadrona? o ¿fue quizá que el hecho tuvo lugar en el Orient Express en el instante en que el caballo de hierro descarrilaba sobre las llanuras de Mongolia?

¿Qué significa «nacido accidentalmente en Bruselas»?

Veamos:

Julio José Cortázar Arias y su esposa residen en Bélgica desde agosto de 1913, es decir un año antes del accidente, con lo cual quedan despejadas las dudas respecto del lugar de gestación que, si bien pudo haber sido accidental, tuvo al menos una localización cierta. La pareja de argentinos residentes en la comuna de Ixelles2, en la periferia de Bruselas, permanecerá allí más de un año después del advenimiento del primogénito y a tiempo para la concepción de un segundo embarazo. Nada de accidental en que alguien nazca en el lugar en el que viven sus padres. ¿Entonces por qué tanto énfasis, tanto empeño?

En lo accidental pareciera ser que se busca conformar un Cortázar a imagen y semejanza del escritor que los argentinos queremos que sea, y los argentinos queremos que sea argentino, para lo cual se vuelve indispensable que haya nacido accidentalmente en Bruselas. Bélgica y el mundo son accidentes que no pueden, con todas sus sombras, oscurecer el brillo del ser nacional. Lo accidental apunta a destacar el carácter transitivo del paso de la familia Cortázar por Europa, lo cual resulta francamente absurdo a la luz de nuevos y reveladores argumentos.

En principio deberíamos aclarar que don Julio padre no era ni por asomo un diplomático de paso por la Legación Argentina en el reino de Alberto I. La idea de un padre diplomático forma parte de la mise en scène familiar y tiene tan poco asidero en el campo de lo real como puede tenerlo el supuesto acento francés del eterno cronopio. Julio José y María Herminia Descotte habían emigrado en busca de nuevos horizontes y con la esperanza de no regresar jamás a Buenos Aires. Nada de padre diplomático ni nada que se le parezca. Pero ¿cómo explicar entonces el paso por Europa sin dar a conocer otros aspectos que podían avergonzar la memoria familiar? Fácil: inventando, como en todas las biografías que merecen la pena ser inventadas. Y de invenciones, la biografía de Cortázar tiene algunas de maravillosas, como aquella del padre diplomático o la del acento francés que tanto nos complace a los rioplatenses a la hora de elegir la fotografía en la que se lo ve junto al Sena para poner en el portarretratos que tenemos sur bibliothèque.

Aceptar que Julio José Cortázar y su esposa se instalaron en Bruselas para quedarse es el primer paso en la dirección correcta para entender el nacimiento del escritor como resultado de una vida poco accidental. ¿Acaso fue accidental el nacimiento de Conrad en Polonia? Dudoso. De ser así, los alemanes y los ingleses se hubieran preocupado por Conrad del modo que los argentinos nos ocupamos de Cortázar (prueba de que no es así son las solapas de los libros de Conrad, en las que no consta que haya nacido accidentalmente en Polonia y el hecho de que yo siga escribiendo sobre el tema mientras usted aún no se ha decidido a pasar al capítulo siguiente). Gardel debió haber nacido accidentalmente en Toulouse (o en Tacuarembó, que para el caso da igual) para morir mucho más accidentalmente en Medellín, donde a los colombianos no parece preocuparles que fuera argentino aunque todos sepamos que no es así. Camus nació en Argelia, pero era tan francés como el foiegras y en la solapa de sus libros puede leerse «nació en Argelia» sin mayores explicaciones del tipo «nació accidentalmente». ¡Hay cuestiones que son francamente imperdonables! Habiendo un país tan lindo como el nuestro, ¿a quién se le ocurre —a menos que se trate de un accidente— nacer en un lugar tan poco argentino como Bruselas justo cuando a los alemanes se les ocurre cuestionarse la falta de espacio físico? Quizá valga la pena recordar la escasa trascendencia que tuvo el nada accidental nacimiento de Alfonsina Storni en Suiza o el nacimiento del supuestamente chileno Ariel Dorfman en Buenos Aires.

El tema de lo accidental en Cortázar no termina ni se resuelve en la solapa de sus libros. En un intento por argentinizarlo, las mismas solapas que hablan de lo accidental de su nacimiento señalan que el escritor adopta la nacionalidad argentina de sus padres, lo cual es lisa y llanamente otra de las mentiras con las que se busca fundir en bronce al autor. Resulta cuando menos absurdo que haya dependido de una determinación personal teniendo en cuenta que fue anotado (si es que fue anotado: no existen los registros consulares) como argentino en la legación de Bruselas sin su consentimiento, algo entendible teniendo en cuenta los escasos cincuenta y un días de vida del infante belga. Pero lo cierto es que la única vez en la vida en que Cortázar tiene la posibilidad de optar por una ciudadanía lo hace por la que gentilmente podríamos llamar de su segunda patria. El pasaporte que Francia le otorga no es el resultado del capricho de sus padres; es la conclusión de un arduo y penoso proceso que requiere, ante todo, de su voluntad y esfuerzo. Allí no intervinieron factores externos que condicionaban a terceros, vencidos ante la probabilidad de un vástago sin patria. Para obtener el pasaporte francés, Cortázar, ya adulto, debió solicitar la ciudadanía, cumplir con los requisitos formales, esperar años para que finalmente le concedieran lo que deseaba.

Tres años después de su naturalización, muere tan europeo como el día en que vio la luz por primera vez bajo el tronar de los obuses del káiser Guillermo II. Su muerte estuvo marcada por el justo reconocimiento del país que supo apreciar sus esfuerzos, reconocimiento que la Argentina le negó sistemáticamente hasta el día de hoy a pesar de reclamar para sí el derecho de hacer de su biografía lo que se le dé la realísima gana en nombre de la cultura «nacional y popular». La paradoja (quizá no tanto) reside en que todo esto hace de Cortázar uno de los escritores más argentinos. ¿Acaso eso que llaman argentinidad3 no está vinculado al haber nacido en Bruselas para finalmente acabar sepultado en Montparnasse o en cualquier otro barrio de lápidas grises de Southampton, México, Ginebra o Moscú? ¿Qué significa haber escrito algunas de las páginas más destacadas de la literatura argentina del siglo XX? ¿Haber residido la mitad de la vida en París y manifestado hasta el cansancio que se sentía y se consideraba a sí mismo argentino mientras hacía la cola en inmigraciones para obtener la ciudadanía francesa como un métèque cualquiera? Miles de argentinos recorren hoy las embajadas de los países de sus antepasados en busca de una identidad que les permita dejar de ser aquello que los asfixia, hambrea y ningunea, convirtiéndose así en la quintaesencia de la argentinidad que los nacionalistas, cruz en ristre, buscan clavar a la tierra. En la familia de Cortázar también hubo siempre historias, secretos a voces que ahora pueden convertirse en algo que realmente sí ocurrió. ¿Qué hacían en Europa los padres del escritor? ¿Por qué regresaron?

Aurora Bernárdez, primera esposa del escritor, es de las que cree que todo esto no interesa. Es un punto de vista entendible. Aurora también cree que a Cortázar no le importaba ninguna de «esas cosas de las que usted se ocupa», como suele decirme afectuosamente cada vez que conversamos. Pero, ¿cómo pudo haberle interesado aquello que quizá desconocía? A decir de José Donoso en Conjeturas sobre la memoria de mi tribu: «Ni los jaguares latinoamericanos ni los tigres de papel asiáticos tienen memoria; ésta es una facultad que confiere la civilización». También considera el chileno que «son pocas familias —de las instituciones mejor ni hablar— que conservan los talismanes de la memoria tribal, que servirán a los expertos, después, para reconstruir y estudiar la verdad del pasado». Va aún más lejos. «De estos mensajes recibidos —y a su vez enviados— nace la continuidad de la cultura, lo específicamente eterno que identifica al ser humano como tal. Porque, ¿qué otra cosa es, al fin y al cabo, la Ilíada, sino el contenido de un morral repleto con los desechos de la memoria de un bardo itinerante?».

La edición que conservo de Los premios tiene un trasatlántico como ilustración en la portada. No hay vez que mire aquel vapor alejándose en el papel que no me pregunte qué hubiera sido del escritor si uno de sus abuelos no hubiese naufragado. La muerte en alta mar de Luis Descotte Jourdan condiciona el regreso del grupo familiar al Río de la Plata, circunstancia que el escritor iba a revertir ni bien se le presentara la oportunidad. El problema de la extranjería en Cortázar no se agota en lo accidental de su belgicanidad o en la solapa de sus libros, que como toda solapa se presta al estallido de símbolos y escarapelas. El problema viene de lejos y huele a fronteras y mitos familiares.

EL PECADO ORIGINAL

Figura 3. Panfleto distribuido por los aliados.

Dicen que era un hombre quedo, hosco y de mal carácter. Que vestía con modestia casi siempre un mismo traje azul. Que tenía un aspecto delicado y paso cansino. Un amigo lo había sorprendido hacia finales de los años cuarenta cruzando la Plaza de Mayo en un día de lluvia. «Parecía no importarle el agua. Iba como contándose historias». Así fue como lo recordaba quien entonces no había querido interrumpir la comunión de Cortázar con el aguacero. Aquella misma persona confesó en una sobremesa en el Café Tortoni: «Le cuento lo que sé y nada más, pero sería mejor que no mencionara la fuente. Cortázar era un caballero y no le haría nada bien a su memoria que lo asocien con un crápula como yo». Empezamos mal, pensé: si llegaba a generalizarse la tendencia acabaría por quedarme sin pies de página. No creo que una biografía pueda sobrevivir sin las debidas referencias y citas, quizás ésta se sobreponga al hombre de sombrero y bastón nacarado con empuñadura de plata que una tarde de junio me contó que desde la galería de la catedral de Buenos Aires vio cómo Julio José Cortázar cruzaba la plaza para finalmente perderse entre la multitud de paraguas negros en la calle San Martín.

El salteño había resultado ser un tipo de mala suerte, un portepoisse, un yetatore, un pájaro de mal agüero a quien nada habría de salir bien. Su poca fortuna fue tal que, al año de llegar a Ixelles con su familia, las tropas alemanas invaden el reino echando por tierra todos sus planes. La mufa lo perseguía. Ni escaramuzas ni enredos, el padre de nuestro protagonista parecía desatar golpes de estado, guerras mundiales, naufragios y terremotos con la fuerza de un destino que no habría de abandonarlo hasta el día de su muerte. (De hecho, el día de su muerte —14 de julio de 1957— coincidió con el hundimiento del buque soviético Eshghabad en el mar Caspio. ¡Doscientas setenta víctimas!)

Julio José Cortázar había llegado a Europa a mediados de agosto de 1913 con la promesa de una vida nueva junto a su mujer, y con la suegra a cuestas; lejos de los mares del sur, lejos de Buenos Aires, lejos de los rumores y los chismes de la burguesía porteña. Un año más tarde las tropas del káiser avanzaban sobre Luxemburgo, desde donde Guillermo II lanzó un ultimátum al rey de los belgas. Comenzaba el siglo a revelarse y Bélgica iba a ser uno de sus escenarios iniciales.

Ixelles había sido uno de los primeros barrios de Bruselas en adoptar trazados urbanos, en vivir los cambios que hacen de un rincón de campo algo más parecido a una ciudad. A mediados del siglo XIX esa transformación fue atrayendo a un número considerable de artesanos. Luego llegarían los artistas y escritores que no pueden pagar los alquileres de la capital. Florecen entonces los cabarets y los cafés con mesas y sombrillas invadiendo las veredas, con lo que Ixelles acabaría por ganarse el rótulo «Montparnasse de Bruselas». Baudelaire, Verlaine y Emile Verhaeren son caras familiares para los vecinos.

Desde la invasión y hasta la ocupación plena a finales de setiembre de 1914, proliferan rumores que narran las atrocidades perpetradas por las tropas alemanas, habladurías con las que se pretende atemorizar a quienes tuvieran edad de merecer un plomo entre las cejas. Sólo así pudo el monarca sumar almas a la heroica y estéril defensa. La propaganda dio el resultado esperado y al promediar agosto los que no estaban de uniforme con un fusil entre las manos y barro hasta las rodillas a la espera de ser rociados con gas mostaza, sobrevivían en algún sótano aprendiendo alemán con la ayuda de un farol a querosén. Más allá de las exageraciones de la propaganda, los invasores no venían a comprar acuarelas o contratar violoncelistas para un cuarteto de cuerdas a orillas del Rin.

En la misma medida en que avanzan los Franz y los Fritz, se intensifican los focos de lucha entre el invasor y la improvisada resistencia.

Los días previos al nacimiento de Julio Florencio se multiplican las viñetas: familias en las calles atestadas de vecinos dispuestos a marcharse con lo puesto; una pareja que intenta cargar sus pocos muebles sobre una carreta tirada por un caballo que tampoco tiene interés en quedarse; tres hermanos encerrados en un sótano a la espera del Séptimo de Caballería; un matrimonio de judíos recién casados cambiando sus escasos bienes por oro que les servirá al llegar a Francia. Los que compran no temen, la guerra es un buen negocio. También los hay que ni compran ni venden, los que van a ninguna parte y no encuentran sótano donde esconderse. Resulta absurdo en pleno mes de agosto ver salir humo de chimeneas donde arden papeles, libros, documentos, fotos. Imagen harto conocida.

CARTÁZAR ASTRAL4 Segunda intromisión de los señores prologuistas

—Fíjate, escéptico sobrino, en la precisión del autor a la hora de fijar el nacimiento. Es un dato muy importante, pues según la carta astral que preparó la supuesta Marcella Da Col para el especial de la revista La Maga, número 5, de noviembre de 1994, Cortázar era Virgo con ascendente Sagitario. Su regente, escucha, escucha bien, fue Mercurio (la inteligencia), un planeta que, bien aspectado, describe plenamente las tendencias de quien posee estas características astrológicas. Es una persona de gran capacidad intelectual, elocuente, de espíritu analítico, simpático, ingenioso y joven pese a la edad cronológica. Su metal es el mercurio, sus colores el gris y el azul y su día, el miércoles. Nota bien, aletargado sobrino, la lógica casualidad en línea: Mercurio (planeta), mercurio (metal), miércoles (día de Mercurio). No hay que ser precisamente Holmes para deducir la pragmática profesionalidad y solvencia de la señora Da Col. En fin… en el capítulo del yo íntimo, el Sol en Virgo lo hace modesto y humilde. El Sol en la octava casa lo llevó a anhelar experiencias intensas y a sentirse atraído por aspectos de la vida insondables o tabúes. Tendía a ver las cosas solamente desde su perspectiva, debido a la conjunción del Sol con Mercurio. El Sol sextil en Plutón le otorgaba enormes recursos y fuerza espirituales. Con la Luna en Escorpio, sus odios y amores fueron intensos. Era un amigo leal y protector o un enemigo impresionante. Tenía el mal hábito de guardar pasadas heridas, rencores y culpas y no compartir tales sentimientos. Contradictoriamente, la luna cuadratura Júpiter lo hacía alegre y expresivo. Llegaba a los demás de manera cálida, abierta y amistosa. Marte en Libra: le preocupaba el concepto de justicia y equidad. Marte en novena casa: convicciones apasionadas. Peleó por ellas y se dispuso a dedicar mucha de su energía para defender sus creencias. A tal punto que eso le impidió ser receptivo frente a quien se le oponía filosóficamente. Saturno en Cáncer: temía llegar a ser emocionalmente dependiente y podía distanciarse o negar su necesidad de intimidad para no volverse vulnerable al rechazo o a los abandonos. Saturno en séptima casa: a menudo sintió que el matrimonio era demasiado restrictivo y limitante. Urano en segunda casa: rechazó ser poseído por sus posesiones. Neptuno en octava casa: es característico el miedo nebuloso hacia lo fantasmal, el plano astral o la muerte. Plutón en séptima casa: se sentía imposibilitado de mantener relaciones livianas o superficiales; todas sus experiencias debían ser inevitablemente intensas y profundas.

—Bárbaro, ahora me acuerdo que el propio astralizado dijo, en carta a Graciela de Sola y también riéndose como nosotros: «Signo astrológico, Virgo; por consiguiente, asténico, tendencias intelectuales, mi planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde)».

EL VECINO SOCIALISTA Y SU MÁQUINA DE ESCRIBIR

Desde la ventana de la sala del 116 de la Avenue Louis Lepoutre puede verse la ventana del otro. Quizá no hayan sido más que dos los argentinos en Ixelles. La mala suerte de Julio José Cortázar quiso que el otro compartiera su misma calle. El destello de una vela descubre la posición del vecino frente a su máquina de escribir. Cortázar puede verlo con tan sólo apartar las cortinas. El otro escribe hasta muy altas horas de la madrugada y el martilleo de las teclas llega hasta el cuarto en el que María Herminia teje y espera el alumbramiento en compañía de su madre. Cortázar prefiere pasar la noche en la sala, con las ventanas abiertas, cerca del gabinete donde guarda una botella de sherry de las que ya no pueden conseguirse sino en el mercado negro.

El vecino es socialista y el socialismo, fuente de todas las pesadillas de don Julio. Mirá que venir a juntarse tan lejos de Buenos Aires y tener que soportar su máquina de escribir. Cortázar prefiere la pluma que le ha regalado su padre, ¿acaso para escribir también hacen falta máquinas? El otro sabe que Cortázar lo vigila y no le importa. El salteño es para el escritor la figura trasnochada de un conservador incapaz de entender el presente, no mucho más que eso, y el presente se escribe con máquinas. La mañana del 26 de agosto va a sorprender al conservador dormido en su sillón junto a la botella de jerez y al socialista fumando junto a la ventana. El otro tiene horarios diferentes y gato. Cortázar nunca hubiera tenido un gato.

Se habían conocido en un asado de la Legación Argentina el 25 de mayo. «Un tipo insoportable —pensó Cortázar—: con sus chistes de mal gusto y sus ocurrencias pampeanas». Verlo mancharse la camisa con el aceite de las empanadas y escucharlo cantar la internacional a capella con unas cuantas copas de bon vin encima hizo que el martilleo posterior multiplicara el desprecio que sentía por los tipos como él.

Cerca del mediodía, sobre la hora sin sombra, Cortázar volverá a su puesto de vigía junto a la ventana pasando revista a la desolación: una mujer que espera, un hombre de barba tocando el violín en una de las cuatro esquinas como si nada estuviera pasando, soldados que van a ninguna parte, tanques que cruzan la bocacalle. «Hoy puede ser un gran día», piensa, y deja caer la cortina corriendo un velo entre la desolación con música de violín y la dulce espera. En su cuarto, Victoria Gabel, la madre, y María Herminia, la hija, cuentan contracciones.

Victoria habla el idioma del invasor y puede hacerse entender por los soldados que golpean la puerta. Algunos la suponen esposa de su yerno y padres ambos de una María Herminia a quien imaginan un marido en el frente. Pero lo que imaginen los vecinos no tiene importancia. Ya no se oye el repiquetear de la máquina siniestra del socialista, sólo el repentino estallido de una granada, el tartamudeo de una ráfaga de metralla, el estruendo de los obuses, órdenes impartidas en la sombra, la sirena ronca de una ambulancia abriéndose camino entre las barricadas.

Alrededor de las dos de la tarde las contracciones y los dolores se hacen insoportables. El doctor no aparece y Victoria acude en busca de una vecina que se había ofrecido días antes a darles una mano a las mujeres. Por momentos las quejas de María Herminia cesan o parecen confundirse con la sirena o apagarse con los estruendos. Cortázar, firme en su puesto de vigía, puede ver a los soldados entrar en la panadería de enfrente y salir cargados con bolsas de arpillera llenas de papeles y revistas. Otros suben escaleras; golpeando puertas, las derriban. Por la vereda de enfrente pasa el doctor que debió haber atendido a su mujer llevando un niño de cinco o seis años sobre el manubrio de su bicicleta. Las tropas entran al edificio de cuatro plantas donde vive el socialista. Del cuarto salen mujeres con paños embebidos en sangre y regresan con ollas humeantes que van dejando un rastro de agua tibia sobre el parqué que llega hasta la cocina.

Las hormiguitas alemanas suben apresuradas y junto a cada ventana se reproduce un argumento distinto. Se escucha un disparo que viene del tercer piso; del cuarto, alguien que sale por la ventana y se desliza sobre la cornisa hasta dar la vuelta a la esquina, en la cual se sienta y puede ver desde allí al violinista barbudo sonreírle como si nada estuviera pasando. A todo esto el socialista no pareciera estar viviendo en el mismo hormiguero. Acaba de despertarse y, sentado junto a la ventana, fuma y lee (¿qué lee el socialista en Ixelles?). Tres soldados golpean a su puerta y el escritor abandona el sillón de paño verde. Cortázar alcanza a distinguir perfectamente sus caras. El más robusto pedirá que lo acompañe y con él bajará las escaleras hasta la calle donde los espera un carro tirado por un percherón negro con manchas blancas en la cara. Los otros dos soldados se turnan arrojando por la ventana libros, papeles sueltos (apuntes y borradores de los artículos y relatos aparecidos en La Nación5), un mecanoscrito con el título El capitán Vergara escrito a mano, que cae a los pies de la bestia. Vuelan también retratos de familia, vuela un colchón verde y blanco y también la máquina de escribir con la que Roberto Payró no volvería a perturbar más la tranquilidad del salteño.

Cortázar, ya de espaldas a la tragedia, escucha el llanto de su heredero junto a la madre. Victoria es quien abre la puerta invitándolo a pasar y anunciándole, con medido orgullo, que acaba de ser padre de un saludable kleinen Jungen. Así nacía Julio Florencio, hijo de María Herminia Descotte y Julio José Cortázar. Eran las tres y cuarto de la tarde del 26 de agosto de 1914.

A partir de ahora habrá dos Julios en la casa, lo cual debe haber enorgullecido tanto al padre como complicado las relaciones domésticas al punto que suele complicarla la presencia de dos personas con el mismo nombre viviendo bajo un mismo techo. Como suele suceder en estos casos, y para remediar el conflicto creado por el deseo de perpetuarse, los padres del recién nacido convinieron en llamar al niño Cocó. Desde entonces y por muchos años Julio Florencio Cortázar fue Cocó, lo cual permitió al padre seguir siendo Julio hasta el momento de su muerte. Resulta curioso que en estos casos (que como es sabido son muy frecuentes) la aparición en escena del hijo «con marca registrada» no se da hasta la desaparición del padre, con lo cual la idea original de perpetuarse en el hijo por el nombre se va completamente al garete, a menos que el hijo responda al mote infantil aún después de la muerte de su padre. Esto último explica que haya tantos grandulones pintando canas que responden a sobrenombres tan cursis como Memo, Titi, Poli, Kuki, Toto, Pichi, Pocho, Nene, Quito, Beto, Tito, Picho, Bebe o Mempo. En el caso que nos interesa, el muchacho no gozará plenamente de los atributos de su firma hasta la muerte simbólica de su progenitor; entre tanto, será Cocó, Florencio, «el belgicano», Julio F., Julio Denis, Julio Florencio y vaya uno a saber cuántas otras intrigantes fórmulas antes de poder consolidar definitivamente su nombre con el rotundo Julio Cortázar y una tupida barba.

Pero, ¿qué hace aquella familia de argentinos en Bruselas en agosto de 1914, cuando la guerra ya es un hecho? Se ha dicho que el nacimiento del escritor en Bélgica había sido accidental (no accidentado) y que su padre era diplomático, o algo parecido, en la Legación Argentina.

Pues bien, he aquí uno de los descubrimientos más interesantes en lo que hace a la mitología cortazariana…

EL MITO DE LA DIPLOMACIA

Julio Florencio Cortázar no tuvo que encargarle a nadie una relación de sus antepasados. De hecho, le importó poco y nada saber que pudo haberlos tenido. Sin embargo, heredó de su madre la noción de ser hijo de uno de los funcionarios de la legación argentina en Bruselas o, cuando menos, de un representante en una supuesta comisión de compras del Ministerio de Obras Públicas.

En la única declaración formal que le conocemos, María Herminia Descotte informa acerca de la época inmediatamente ulterior a su boda y de su posterior radicación en Bélgica (años 1912 y 1913, respectivamente): «Lo habían [a Julio José Cortázar] nombrado secretario técnico de una comisión de compras del Ministerio de Obras Públicas que encabezaba el ingeniero Slater, su padrino, un compañero de toda la vida».6 A continuación, refiriéndose esta vez a 1914: «Mi marido se marchó a Buenos Aires a gestionar un consulado […]. Razones políticas impidieron que mi esposo lograra ese consulado: él era conservador y el poder lo detentaban los radicales».7

La fábula del padre diplomático carece de rigor, tanto como los frutos de los árboles de muchos intendentes radicales de provincia.

En un bar en Montevideo, hace ya muchos años, conocí a un mexicano que había pasado casi toda una vida recorriendo enclaves de provincia para venderles un pasado a los caudillos radicales de La Pampa o Buenos Aires. Su estrategia era astuta. Al llegar a un pueblo se instalaba en la mejor pensión y buscaba encontrase «por casualidad» con el intendente en la sede del club social o en cualquier otra parte. En cuanto tuviera la oportunidad, el mexicano se presentaría como don Hidalgo Cáceres de la Fuente y al referirse al apellido del funcionario buscaría enredarlo con algunas de las ramas más prestigiosas de la oligarquía terrateniente. «Por lo general el pobrecito mordía el anzuelo», dijo el genealogista aquella vez en Montevideo. A partir del encuentro los dos hombres quedaban en volver a verse y casi siempre el funcionario terminaba por encargarle al mexicano un árbol cuyos frutos fueran los nombres de gloriosos antepasados con brillantes actuaciones en las luchas por la independencia. Decenas de familias pampeanas viven hoy de los recuerdos fabricados por el ingenioso Hidalgo.

Es difícil creer que un dato que vinculara a Cortázar con la diplomacia hubiese pasado inadvertido en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores de la Cancillería de la República Argentina, donde cada papel, cada designación y cada incidente tienen un valor muy particular para su celoso guardián, el ministro Carlos Dellepiane. La respuesta allí fue contundente: «Nunca hubo ningún Cortázar afectado al Ministerio». La respuesta en Obras Públicas no fue más alentadora. Tampoco existen datos en Bélgica que puedan corroborar lo que siempre se ha dicho.

¿Habría sido el padre un agente tan secreto que ni siquiera él mismo sabía que era agente, con lo cual esta historia acabaría por convertirse en otra mucho más interesante? Es de dudar. Cocó vivió convencido de aquello que le contara su madre y si alguna vez pudo llegar a sospechar que algo no era exactamente como se lo habían contado, no dudó en callar. De sus círculos de relaciones más íntimas no hay quien pueda evocar un dejo de preocupación por parte de Cortázar respecto de su padre. Preguntar por él seguramente hubiera requerido explicar algunos detalles relativos a temas familiares que pareciera mejor no tocar, o, como bien me dijo Aurora Bernárdez, «¿a quién le importa la abuelita de Cortázar?». Y yo hundo, no sin culpa, el tenedor en lo que fue de aquella crêpe, seguro de que no puede ser que yo sea el único. Por momentos creo que la historia que busco es la que se esconde detrás de toda una generación de argentinos desaparecidos, de una Argentina que nunca llegó a ser porque se fue en los mismos barcos en los que había llegado con sus secretos para inventar otros nuevos.

Conviene aclarar que la intención de convertir a Cortázar padre en diplomático no pasa por exaltar sus méritos sino por ocultar el verdadero propósito de la presencia familiar en Europa. La idea de un Cortázar diplomático no revela, oculta. Curiosamente, la llave del misterioso oficio del padre no duerme en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores ni en los sótanos de Obras Públicas —como supuse inicialmente a partir de la lectura de biografías y confesiones periodísticas— sino a más de cuarenta metros de profundidad frente a las costas de Brasil, junto a un posible tesoro de cuarenta mil libras esterlinas en oro que nadie ha podido encontrar.

¿Cuarenta mil libras esterlinas?

EL IMPERDONABLE CRIMEN DE BARKSTON GARDENS

Después de seis meses de espera, don Carlos Fuentes accede a una entrevista en Londres. Según dijo por teléfono, había conocido a uno de mis antepasados en México y esa coincidencia facilitó la comunicación. De otra manera hubiese sido difícil conseguir lo que a tantos cántaros les ha valido el silencio de los dioses. Desde luego mediaba también Cortázar, el gran abrepuertas, la fuente de Fuentes en la que suele mirarse con respeto y afecto. El lugar de la cita fue su casa en Chelsea, en la que el escritor pasa parte del año a una distancia prudente del smog de Tenochtitlán.

En ese entonces yo gozaba de la hospitalidad de Anca, una amiga en Londres, y me cuestionaba la imposibilidad de escribir sobre Cortázar sin antes recurrir a Fuentes. Después de todo había escrito aquel párrafo que me había hecho pensar por primera vez en la relación entre el escritor y su padre:

El muchacho que salió a recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío colaborador de Sur: un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro, entonces, de no más de veinte años, animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos, separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí, dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la pureza de su mirada.

—Pibe, quiero ver a tu papá.

—Soy yo.8

Anca fue una de las niñas mimadas de Ceausescu que acabaron vendiéndose al oro canadiense. Por esos días fue que recibí un llamado diciendo que Fuentes tenía que permanecer más de lo previsto en Madrid y que no iba a poder acudir a la cita antes de las navidades. Me hubiese quedado en Londres a esperarlo, pero la posibilidad de que para las navidades el escritor tuviera que asistir a la inauguración de un acueducto en Chiapas hizo que reconsiderara la oferta proponiendo un nuevo encuentro. Como estaba en Londres y tenía cámara y película, se me ocurrió ir a Barkston Gardens para filmar el exterior de su casa con la idea de que alguna vez esas imágenes podrían llegar a servirme. El domingo temprano salí de la guarida de la rumana dispuesto a cumplir con el plan de rodaje propuesto. Al llegar, hice las tomas de rigor y marché a desayunar cerca de los muelles del Thames atendido por dos extraordinarias búlgaras que habían leído Rayuela y que estaban fascinadas con la idea de que estuviera escribiendo sobre Cortázar. Es curioso, siempre hay alguna polaca o búlgara dispuesta a conversar sobre Cortázar. Fue precisamente en el camino al muelle que comienza la historia que vengo a contar y que poco y nada tiene que ver con el fallido encuentro con Fuentes.