Harriet Beecher Stowe

La Cabaña del Tío Tom



CAPÍTULO PRIMERO



En El Que Se Presenta Al Lector A Un Hombre Humanitario


A mediados de una fría tarde de febrero, dos hombres estaban sentados solos con una copa de vino delante en un comedor bien amueblado de la ciudad de P. de Kentucky. No había criados, y los caballeros estaban muy juntos y parecían estar hablando muy serios de algún tema. Por comodidad, los hemos llamado hasta ahora dos caballeros. Sin embargo, al observar de forma crítica a uno de ellos, no parecía ceñirse muy bien a esa categoría. Era bajo y fornido, con facciones bastas y vulgares, y el aspecto fanfarrón de un hombre de baja calaña que quiere trepar la escala social. Vestía llamativamente un chaleco multicolor, un pañuelo azul con lunares amarillos anudado alegremente al cuello con un gran lazo, muy acorde con su aspecto general. Las manos eran grandes y rudas y cubiertas de anillos; llevaba una gruesa cadena de reloj repleta de enormes sellos de gran variedad de colores, que solía hacer tintinear con patente satisfacción en el calor de la conversación. Ésta estaba totalmente exenta de las limitaciones de la Gramática de Murray, y salpicada regularmente con diversas expresiones profanas, que ni siquiera el deseo de dar una versión gráfica de la conversación nos hará transcribir.

Su compañero, el señor Shelby, sí parecía un caballero; y la organización y el aparente gobierno de la casa indicaban una posición cómoda si no opulenta. Como hemos apuntado, estaban los dos inmersos en una seria conversación.

—Así dispondría yo el asunto —dijo el señor Shelby.

—No puedo hacer negocios de esa forma, de verdad que no, señor Shelby —dijo el otro, alzando su copa entre él y la luz.

—Pues el caso es, Haley, que Tom es un muchacho poco común; desde luego que vale ese precio en cualquier parte, pues es formal, honrado, eficiente y me lleva la granja como la seda.

—Quiere usted decir honrado para ser negro —dijo Haley, sirviéndose una copa de coñac.

—No, quiero decir que Tom es un hombre bueno, formal, sensato y piadoso. Se convirtió a la religión hace cuatro años en una reunión, y creo que se convirtió de verdad. Desde entonces, le confío todo lo que tengo: dinero, casa, caballos, y lo dejo ir y venir por los alrededores; y siempre lo he encontrado honrado y cabal en todas las cosas.

—Algunas personas no creen que haya negros piadosos, Shelby —dijo Haley, con un movimiento candoroso de la mano—, pero yo sí. Había un tipo en este último lote que llevé a Orleans: era como un mitin religioso oír rezar a ese individuo; y era bastante tranquilo y callado. Me dieron un buen precio por él también, pues lo compré barato a un hombre que tuvo que venderlo todo; así pues gané seiscientos con él. Sí, creo que la religión es una cosa valiosa en un negro, cuando es de verdad, he de decirlo.

—Bien, Tom tiene religión de verdad, sin duda —respondió el otro—. El otoño pasado, le dejé ir solo a Cincinnati a hacer negocios en mi lugar y me trajo a casa quinientos dólares. «Tom», le dije, «me fío de ti porque creo que eres buen cristiano y se que no me engañarías». Tom volvió, desde luego, como ya lo sabía yo.

Cuentan que algunos tipos rastreros le dijeron: «Tom, ¿por qué no te largas al Canadá?» y él respondió: «El amo confía en mí y no podría hacerlo», eso me contaron. Me da pena desprenderme de Tom, he de confesarlo. Debería usted cogerle por toda la deuda, Haley; y si tuviera usted conciencia, lo haría.

—Pues tengo tanta conciencia como se puede permitir cualquier hombre de negocios, sólo un poco para ir tirando, como si dijéramos —dijo chistoso el comerciante—; y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa razonable para contentar a mis amigos, pero lo que pide usted es un poco excesivo —el comerciante suspiró pensativo y se sirvió más coñac.

—¿Cómo quedamos, entonces, Haley? —preguntó el señor Shelby, después de una pausa incómoda.

—¿No tiene usted un niño o una niña que pueda meter en el lote con Tom?

—Bien, ninguno que me sobre; a decir verdad, si no fuera absolutamente necesario, no vendería a ninguno. La verdad es que no me hace gracia desprenderme de ninguno de mis muchachos.

En este momento, se abrió la puerta y entró en la habitación un pequeño cuarterón de entre cuatro y cinco años. Había algo hermoso y atractivo en su aspecto. El cabello negro, suave como la seda y de color azabache, caía en rizos brillantes alrededor de su rostro redondo con hoyuelos en las mejillas, mientras que unos grandes ojos negros, llenos de fuego y dulzura, se asomaban bajo unas pestañas largas y pobladas y miraban con curiosidad por el aposento.

Un alegre traje de cuadros rojos y amarillos, cuidadosamente cortado y entallado, resaltaba su belleza exótica; y un curioso aire de seguridad mezclado con timidez demostraba que estaba acostumbrado a que su amo se fijara en él y le hiciera mimos.

—Hola, Jim Crow—dijo el señor Shelby, silbando y lanzando un racimo de pasas en dirección al niño—, recoge esto, vamos.

El muchacho salió corriendo en pos de su premio mientras se reía su amo.

—Ven aquí, Jim Crow —dijo. Se acercó el muchacho y el amo le dio golpecitos en la cabeza y le acarició la barbilla.

—Vamos, Jim, demuestra a este caballero lo bien que sabes bailar y cantar.

El muchacho comenzó a cantar con voz clara y rica una de esas canciones salvajes y grotescas de los negros, acompañando su canción con muchos movimientos cómicos de las manos, los pies y el cuerpo entero, todo al compás de la música.

—¡Bravo! —gritó Haley, echándole un cuarto de naranja. Vamos, Jim, anda como el viejo tío Cudjoe cuando le da el reuma —dijo su amo.

En el acto las flexibles extremidades del muchacho adoptaron la apariencia de la deformidad y la distorsión mientras, con la espalda encorvada y el bastón de su amo en la mano, andaba a trompicones por la habitación con su rostro de niño dibujando una mueca de dolor, escupiendo a diestro y siniestro como un viejo.

Los dos caballeros se rieron estrepitosamente.

—Ahora, Jim, muéstranos cómo el viejo Robbins canta el salmo —el muchacho rechoncho alargó la cara de manera sorprendente, con gravedad imperturbable, y comenzó a entonar nasalmente un salmo —¡Hurra, bravo! ¡Qué chico! —dijo Haley—; que me aspen si ese muchacho no es todo un caso. ¿Sabe lo que le digo? —dijo de repente, golpeando al señor Shelby en el hombro—, incluya usted a este muchacho y cerraremos el trato, se lo prometo. Venga ya, no diga usted que no es un buen trato.

En ese momento se abrió suavemente la puerta y entró en la habitación una joven cuarterona de unos veinticinco años. Sólo hacía falta una mirada al muchacho para identificarla como su madre.

Tenían los mismos ojos oscuros y expresivos con largas pestañas, los mismos rizos de cabello sedoso y negro. Su cutis moreno mostraba un rubor perceptible en las mejillas que se oscureció cuando se percató de la mirada osada de franca admiración del desconocido fija en ella. Su vestido se ceñía perfectamente a su cuerpo resaltando sus formas armoniosas; la mano de delicada factura y el pie y el tobillo pequeños no escapaban a la mirada perspicaz del comerciante, acostumbrado a evaluar con una mirada las ventajas de un buen ejemplar femenino.

—¿Y bien, Eliza? —preguntó su amo cuando ella se detuvo para mirarlo vacilante.

—Buscaba a Harry, señor, si no le importa —y el muchacho se le acercó de un salto mostrándole su botín, que había recogido en la falda de su vestido.

—Pues llévatelo, entonces —dijo el señor Shelby; y ella se retiró deprisa con su hijo en brazos.

—Por Júpiter —dijo el comerciante, mirándolo con admiración— ¡ése sí que es un buen artículo! Podría usted hacerse rico cuando quisiera con esa muchacha en Nueva Orleans. He visto a más de cien hombres pagar al contado por muchachas menos guapas.

—No quiero hacerme rico con ella —dijo secamente el señor Shelby; y, para cambiar de tema, descorchó otra botella de vino y pidió la opinión de su compañero al respecto.

—¡Excelente, señor, de primera! —dijo el tratante; y volviéndose y dando palmaditas en el hombro de Shelby, añadió—: Vamos, ¿qué me dice de la muchacha? ¿Qué le doy? ¿Cuánto quiere?

—Señor Haley, ella no está en venta —dijo Shelby—. Mi esposa no se desprendería de ella ni por su peso en oro.

—¡Bah! Las mujeres siempre dicen esas cosas, porque no entienden de números. Usted demuéstrele cuántos relojes, plumas y chucherías pueden comprar con su peso en oro, y cambiará de idea, me figuro.

—Ya le digo, Haley, que no se hable más del asunto; he dicho que no, y es que no —dijo Shelby con decisión.

—Bueno, pero me dará al muchacho, ¿verdad? —dijo el comerciante—. Tiene que reconocer que me porto bien al conformarme con él.

—¿Para qué demonios quiere usted al niño? —dijo Shelby.

—Bueno, pues, un amigo mío se va a dedicar a este negocio y quiere comprar muchachos guapos y criarlos para el mercado. Sólo de primera calidad, para venderlos como camareros y cosas así a los ricos, a los que pueden pagar por los guapos. Realza la calidad de una de estas casas solariegas tener a un muchacho realmente guapo para abrir la puerta y servir. Se pagan bien; y este diablillo es un niño tan gracioso y dotado para la música, que sería perfecto.

—Prefiero no venderlo —dijo el señor Shelby pensativo—. El caso es que soy un hombre humanitario y no me gustaría quitarle el hijo a su madre, señor.

—No me diga; vaya, algo parecido, ya, lo comprendo perfectamente. Es muy desagradable tener tratos con las mujeres a veces, a mí no me gusta nada que se pongan a gritar y a chillar. Son muy desagradables; pero yo, como soy hombre de negocios, evito tales escenas. Bien, aleje usted a la muchacha un día, o una semana o así; se hace la operación discretamente y todo habrá acabado antes de que vuelva. Su esposa podría comprarle pendientes, o un vestido nuevo, o algo así, para compensarle.

—Me temo que no.

—¡Dios me ampare, le digo que sí! Estas criaturas no son como la gente blanca, desde luego; superan las cosas, sólo hay que saberlos llevar. Pues dicen —dijo Haley con un aire franco y confidencial— que este tipo de negocios endurece los sentimientos; pero a mí no me lo parece. A decir verdad, nunca he podido hacer las cosas como algunos tipos las hacen en este negocio. He visto a quien arrancaba al hijo de brazos de su madre para ponerlo a la venta, con ella chillando como loca todo el rato; es muy mala política, pues daña el género y a veces los estropea para el servicio. Conocí a una muchacha muy guapa una vez en Nueva Orleans que se echó a perder del todo por un trato así. El tipo que la vendía no quería a su hijo, y ella era altiva cuando se enfadaba. Le digo que estranguló a su hijo con sus manos y siguió hablando de manera terrible. Me hiela la sangre recordarlo; y cuando se llevaron al hijo y a ella la encerraron, se volvió loca de atar y al cabo de una semana estaba muerta. Un desperdicio, señor, de mil dólares, sólo por no saber hacer negocios, esa es la verdad. Siempre es mejor hacer lo humanitario, señor, en mi experiencia —y el comerciante se repantigó en la silla y cruzó los brazos, con un aire decidido y virtuoso, considerándose como un segundo Wilberforce.

El tema parecía interesar mucho al caballero; mientras que el señor Shelby pelaba pensativo una naranja, empezó a hablar de nuevo, con decoroso apocamiento, como si la fuerza de la verdad le empujara a decir unas palabras más.

—No está bien visto que uno se elogie a sí mismo, pero lo digo porque es la verdad. Se dice que importo los mejores rebaños de negros de todos, por lo menos eso se dice; me lo han dicho más de cien veces, en cualquier caso, gordos y prometedores, y pierdo menos que cualquier otro comerciante. Y yo lo achaco todo a la organización, señor; y la humanidad, señor, si me permite, es el pilar de la organización.

El señor Shelby, al no saber qué decir, dijo simplemente:

—¡Vaya!

—Mis ideas han sido motivo de escarnio, señor, y de críticas. No son bien vistas, ni son corrientes; pero yo sigo en mis trece; yo sigo en mis trece y así me va; sí, puedo decir que he amortizado su pasaje —y el comerciante se rió de su broma.

Había algo tan provocativo y original en estas dilucidaciones de humanidad, que el señor Shelby no pudo menos que reír también.

Quizás te rías tú, también, querido lector; pero sabes que la humanidad se presenta hoy día de muchas maneras peculiares, y no hay límite a las cosas extrañas que dice y hace la gente humanitaria.

La carcajada del señor Shelby animó al comerciante a seguir.

—Es raro pero nunca he podido meterlo en la cabeza de la gente. Veamos el caso de mi viejo socio, Tom Loker, de Natchez; era un tipo muy listo, aunque era el mismísimo diablo con los negros, pero sólo por principio, porque jamás ha existido hombre con mejor corazón; era su sistema, señor. Yo lo comentaba con Tom. «Bueno, Tom», le decía, «cuando se ponen a llorar tus muchachas, ¿de qué sirve darles en la cabeza o pegarles una paliza? Es ridículo», decía yo, «y no sirve para nada. A mí no me parece mal que lloren», decía yo, «es la naturaleza», decía, «y si la naturaleza no se desahoga de una forma, lo hará de otra. Además, Tom», decía yo, «estropea a tus muchachas; enferman y se ponen tristes; y a veces se ponen feas, sobre todo las amarillas se ponen feas, y cuesta mucho trabajo que se domestiquen. Ahora bien», decía yo, «¿por qué no las engatusas y les hablas con amabilidad? Puedes creerme, Tom, una pequeña dosis de humanidad remedia más que tus regaños y golpes; y es más rentable, puedes creerme». Pero Tom no alcanzaba a comprenderlo; y me echó a perder a tantas que tuve que romper con él, aunque tenía buen corazón y era un hombre de negocios honrado.

—¿Y cree usted que su manera de hacer negocios es mejor que la de Tom? —preguntó el señor Shelby.

—Ya lo creo. Verá usted, cuando puedo, cuido de la parte desagradable, como la venta de los niños; alejo a las madres, pues ojos que no ven, corazón que no siente, ya sabe, y cuando la cosa está hecha y no tiene remedio, se resignan. No es como si fuera gente blanca, educada para quedarse con sus hijos y sus esposas y todo eso. Los negros bien criados no tienen expectativas de ninguna clase, así que aceptan más fácilmente todas estas cosas.

—Me temo que los míos no están bien criados entonces —dijo el señor Shelby.

—Supongo que no; ustedes los de Kentucky miman mucho a sus negros. Tienen ustedes buena intención, pero no es bueno para ellos. Verá, a un negro que tiene que ir de aquí para allá en el mundo y soportar que lo vendan a Mengano y a Zutano y a Dios sabe quién más, no es bueno llenarle la cabeza de ideas y expectativas y educarle demasiado, porque la dureza de la vida es mucho más difícil de soportar después. Estoy seguro de que los negros de usted estarían muy tristes en un lugar donde algunos negros de plantación cantarían y vitorearían como posesos. Es natural, señor Shelby, que cada hombre crea que sus propias maneras de hacer las cosas son las mejores; y yo creo que trato a los negros tan bien como merecen.

—Es una felicidad estar satisfecho —dijo el señor Shelby, encogiéndose ligeramente de hombros y dando muestras de incomodidad.

—Entonces —dijo Haley, después de que ambos hombres pasaran un rato comiendo frutos secos en silencio—, ¿qué me dice?

—Me lo pensaré y lo hablaré con mi esposa —dijo el señor Shelby—. Mientras tanto, Haley, si usted quiere que se maneje el asunto con la discreción que ha mencionado, más vale que lo mantenga en secreto en este vecindario. Correrá la voz entre mis muchachos, y no será un asunto nada discreto llevarse a alguno de mis muchachos si se enteran, se lo aseguro.

—¡Desde luego, naturalmente, ni una palabra! Pero mire usted, tengo muchísima prisa y quiero saber cuanto antes qué decide usted —dijo él, levantándose y poniéndose el abrigo.

—Pues venga esta tarde entre las seis y las siete y le contestaré —dijo el señor Shelby, mientras el tratante salía de la habitación con una reverencia.

«Me hubiera gustado echarlo de una patada», se dijo cuando vio que se había cerrado la puerta, «con ese aplomo descarado; pero sabe que me tiene a su merced. Si alguien me hubiera dicho que iba a vender a Tom a uno de estos bribones tratantes del sur, yo habría dicho: “¿Es un perro tu sirviente para que hagas eso?” Y ahora parece ser que tendrá que ser así. ¡Y el hijo de Eliza, también! Sé que tendré un problema con mi esposa por eso, y, de hecho, por el asunto de Tom también. Mala cosa tener deudas, ¡vaya! El tipo ve la ocasión y se aprovecha».

Quizás la forma más suave del sistema de la esclavitud es la del estado de Kentucky. El predominio general de los quehaceres agrícolas tranquilos y paulatinos, que no necesitan de esas prisas y presiones periódicas que tienen lugar en los asuntos de los estados de más al sur, hace que la tarea del negro sea más sana y razonable; mientras que el amo, satisfecho de seguir un estilo más gradual de adquisición, no siente la tentación de la crueldad que siempre vence a las naturalezas débiles cuando lo que está en la balanza es la posibilidad de una ganancia repentina y rápida, sin más contrapeso que los intereses de los indefensos y desvalidos.

Quien visita alguna finca de allí y observa la complacencia de algunos amos y amas y la lealtad cariñosa de algunos esclavos, podría caer en la tentación de pensar en la popular leyenda poética de la institución patriarcal; pero por encima de esta escena pende una sombra ominosa —la sombra de la ley—. Mientras que la ley considere a todos estos seres humanos, con sus corazones que laten y sus sentimientos vivos, como una serie de objetos que pertenecen a un amo, mientras que el fracaso, la desgracia, la imprudencia o la muerte del amo más amable pueda hacer que cambien una vida protegida e indulgente por otra desesperada de miseria y trabajos, es imposible hacer nada bello ni deseable dentro de la administración mejor regida de la esclavitud.

El señor Shelby era un hombre bastante común, amable y de buen corazón y bien dispuesto hacia los que lo rodeaban, y nunca había faltado nada que pudiera contribuir al bienestar físico de los negros de su finca. Sin embargo, se había dedicado a la especulación, se había endeudado mucho y sus pagarés por una gran suma habían caído en manos de Haley; esta pequeña información es la clave de la conversación precedente.

Bien, dio la casualidad de que, al acercarse a la puerta, Eliza había escuchado bastante de la conversación para saber que el comerciante quería que su amo le vendiera a alguien.

De buena gana se habría quedado escuchando detrás de la puerta al salir, pero tuvo que marcharse deprisa porque la llamó su ama en ese momento. Sin embargo, le parecía haber oído al comerciante hacer una puja por su hijo; ¿podía equivocarse? Se le encogió el corazón y comenzó a latir deprisa, y sin querer apretaba tanto al niño que éste le miró atónito a la cara.

—Eliza, muchacha, ¿qué te pasa hoy? —preguntó su ama, después de que ésta le volcara la jarra del lavabo, derribara el bastidor y le ofreciera distraída un camisón largo en lugar del vestido de seda que le había pedido que le trajera del armario.

Eliza dio un respingo.

—¡Oh, señora! —dijo, alzando los ojos y, rompiendo a llorar, se sentó en una silla y se puso a sollozar.

—Eliza, hija, ¿qué te ocurre? —preguntó su ama.

—¡Oh, señora, señora! —dijo Eliza—. ¡Había un tratante hablando con el amo en el salón! Lo he oído.

—Bueno, tonta, ¿y qué?

—Oh, señora, ¿usted cree que el amo vendería a mi Harry? —y la pobre criatura se lanzó a una silla y se puso a sollozar convulsivamente.

—¿Venderlo? ¡Qué va, tontita! Sabes que el amo no hace negocios con esos tratantes sureños y que nunca querrá vender a ninguno de sus criados, siempre que se porten bien. Vamos, tonta, ¿quién crees que querrá comprar a tu Harry? ¿Crees que todo el mundo lo quiere como tú, gansita? Venga, anímate y abróchame el vestido. Vamos, arréglame el pelo con esa trenza bonita que aprendiste el otro día, y deja de escuchar detrás de las puertas.

—Señora, usted nunca permitiría...

—¡Tonterías, niña! Por supuesto que no. ¿Cómo puedes hablar así? Antes dejaría vender a uno de mis propios hijos. Pero, Eliza, te estás enorgulleciendo demasiado de ese niño. No puede asomar la nariz un hombre por la puerta sin que creas que ha venido a comprarlo.

Reconfortada por el tono seguro de su ama, Eliza siguió ágil y mañosa con el tocado, riéndose de sus propios temores.

La señora Shelby era una dama de clase alta, hablando tanto intelectual como moralmente. Además de la magnanimidad y generosidad mentales que a menudo tipifican el carácter de las mujeres de Kentucky, tenía grandes sensibilidades y principios morales y religiosos, que se plasmaban en resultados prácticos realizados con gran energía y habilidad. Su marido, que no profesaba ninguna religión en particular, reverenciaba y veneraba la consistencia de la religiosidad de su esposa y su opinión le imponía respeto. Era verdad que le daba carta blanca en todos sus esfuerzos benévolos para el confort, instrucción y mejora de sus criados, aunque él personalmente no intervenía en ello. De hecho, si no creía exactamente en la doctrina de la eficiencia del excedente de las buenas obras realizadas por los santos, sí parecía pensar que su esposa tenía suficiente piedad y benevolencia para los dos y albergaba una vaga esperanza de entrar en el cielo gracias a la sobreabundancia de cualidades de ella que él mismo no pretendía poseer.

Lo que más le pesaba a él, después de su conversación con el tratante, era tener que informar a su esposa del negocio propuesto, y enfrentarse a las objeciones y oposición que sabía que le esperaban.

La señora Shelby, totalmente ignorante de las deudas de su marido y conociendo sólo la bondad habitual de su temperamento, era sincera al reaccionar ante las sospechas de Eliza con absoluta incredulidad. De hecho, había descartado la idea sin pensarlo dos veces; y, ocupada como estaba con los preparativos de una visita por la tarde, se le fue totalmente de la mente.

CAPÍTULO II



La Madre


Eliza había sido criada desde pequeña como favorita de su ama.

El viajero del sur debió de notar ese peculiar aire de refinamiento, la dulzura de voz y de modales, que parecen ser un don especial de las cuarteronas y mulatas. Estas gracias naturales de la cuarterona a menudo van parejas con la belleza más deslumbrante y casi siempre con un aspecto atractivo y agradable. Eliza, como la hemos descrito, no es un bosquejo imaginario sino el dibujo de memoria de una mujer que vimos hace años en Kentucky. Segura bajo los cuidados protectores de su ama, Eliza había llegado a la madurez sin las tentaciones que convierten la belleza en una herencia fatal para una esclava. La habían casado con un inteligente mulato de talento que era esclavo en una finca colindante y se llamaba George Harris.

El amo había alquilado a este joven para que trabajara en una fábrica de bolsas, donde era considerado el mejor trabajador por su destreza e ingenuidad. Había inventado una máquina para limpiar el cáñamo que, teniendo en cuenta la educación y las circunstancias del inventor, mostraba un genio mecánico parecido al de la despepitadora de algodón de Whitney.

Era guapo y tenía modales agradables, y era muy querido en la fábrica. Sin embargo, como a los ojos de la ley este joven no era un hombre sino una cosa, todas sus cualidades superiores estaban sujetas al control de un amo tiránico, intolerante y vulgar. Al oír hablar de la fama del invento de George, este caballero se acercó a la fábrica para ver la obra de este esclavo inteligente. Lo recibió con gran entusiasmo el empresario, que lo felicitó por poseer un esclavo tan valioso.

Le acompañó a ver la fábrica, donde, al mostrarle la máquina, George, animado, hablaba tan fluidamente y tenía un aspecto tan bello y viril, allí erguido, que su amo comenzó a tener una desagradable sensación de inferioridad. ¿Cómo se atrevía su esclavo a andar por el país inventando máquinas e irguiendo la cabeza entre caballeros? No pensaba tolerarlo. Lo llevaría de vuelta, lo pondría a trabajar con la azada y la pala y «a ver si se iba a pavonear tanto entonces». En consecuencia, el patrón y los trabajadores se quedaron de piedra cuando reclamó de repente el salario de George y anunció su intención de llevárselo a casa.

—Pero, señor Harris —objetó el patrón—, ¿no es un poco repentino?

—¿Y qué, si es así? ¿No es mío el hombre?

—Estaríamos dispuestos a aumentar el pago de compensación.

—No sirve de nada, señor. No tengo necesidad de alquilar a mis trabajadores si no quiero.

—Pero, señor, parece estar muy bien adaptado a este negocio.

—Puede que sí; no se adaptaba muy bien nunca a nada de lo que yo le mandaba, sin embargo.

—Pero dese cuenta de que ha inventado esta máquina —interrumpió uno de los obreros, algo inoportuno.

—¡Oh, sí! Una máquina para ahorrar trabado, ¿verdad? No me extraña que inventara eso; un negro es especialista en eso. Todos ellos son máquinas para el ahorro del trabajo. No, ¡se marchará!

George se quedó como paralizado al oír a una potencia que sabía irresistible pronunciar su condena. Se cruzó de brazos, comprimió los labios, pero un volcán de sentimientos amargos ardió en su pecho, enviando ríos de fuego por sus venas. Jadeaba y sus grandes ojos negros llameaban como brasas ardientes, y hubiera podido estallar en algún tipo de ebullición peligrosa si el bondadoso patrón no le hubiera tocado el brazo, diciendo en voz queda:

—Déjate llevar, George; ve con él de momento. Intentaremos ayudarte más adelante.

El tirano vio este susurro y adivinó su significado aunque no oyó lo que se dijo; y le fortaleció aún más en su empeño interno de mantener el poder que ejercía sobre su víctima.

George fue llevado a casa y puesto a trabajar en las tareas más humildes y fatigosas de la granja. Había conseguido reprimir cada palabra irrespetuosa; pero los ojos llameantes y la frente triste y preocupada formaban parte de un lenguaje natural que no podía reprimir: señales inequívocas de que un hombre no se podía convertir en una cosa.

Fue durante la época feliz de su trabajo en la fábrica cuando George conoció y se casó con su esposa. En ese período, como su patrón confiaba en él y lo trataba bien, tenía libertad para ir y venir a su antojo. La señora Shelby aprobó totalmente la boda y, con algo de la satisfacción de casamentera típica de una mujer, se alegró de unir a su guapa favorita con uno de su misma clase que parecía digno de ella; de modo que se casaron en el salón del ama, que adornó personalmente con azahar el hermoso cabello de la novia y le echó por encima el velo nupcial, que no hubiera podido posarse en una cabeza más bella; y no faltaban guantes blancos, ni tarta, ni vino, ni invitados que admiraron la belleza de la novia y la indulgencia y generosidad de su ama. Durante un año o dos, Eliza vio a menudo a su marido y nada interrumpió su felicidad salvo la pérdida de dos niños, que ella amaba apasionadamente y que lloró con una pena tan intensa que su ama le riñó dulcemente, procurando, con solicitud maternal, mantener sus sentimientos, tan apasionados por naturaleza, dentro de los límites de la razón y la religión.

Después del nacimiento del pequeño Harry, sin embargo, se tranquilizó y sosegó; y cada lazo sangrante y cada nervio palpitante, entretejidos de nuevo con la nueva vida, parecieron restablecerse y sanar, y hasta el momento en que su marido fue alejado tan bruscamente de su bondadoso patrón y puesto bajo el dominio de hierro de su propietario legal, Eliza era una mujer feliz.

El fabricante cumplió su palabra y fue a visitar al señor Harris una semana o dos después de la partida de George con la esperanza de que se le hubiera pasado el enfado a aquél, y probó todos los argumentos para persuadirle de que volviera a colocar a éste en su puesto anterior.

—No se moleste en hablar más —dijo tercamente—, conozco bien mis propios asuntos, señor.

—No pretendía inmiscuirme en sus asuntos, señor. Sólo pensaba que podía considerar de su interés alquilarnos a su hombre bajo las condiciones propuestas.

—Entiendo perfectamente lo que ocurre. Ya le vi guiñar el ojo y susurrarle al oído el día en que lo saqué de la fábrica, así que no me engaña en absoluto. Es un país libre, señor; el hombre es mío, y haré con él lo que me plazca, eso es todo.

Así se esfumaron las últimas esperanzas de George; ya no le quedaba nada más que una vida de trabajo y monotonía, amargamente intensificada por cada gesto vejatorio y humillante que era capaz de idear el ingenio tiránico de su amo.

Una vez dijo un jurista muy humanitario: «Lo peor que se puede hacer con un hombre es ahorcarlo». Pues, no; ¡hay otro destino que es aun peor!

CAPÍTULO III



Marido Y Padre


La señora Shelby se había marchado de visita y Eliza se hallaba en el porche mirando acongojada el carruaje que se alejaba, cuando sintió una mano en el hombro. Se giró y una alegre sonrisa iluminó sus bellos ojos.

—George, ¿eres tú? ¡Qué susto me has dado! Pero me alegro de que hayas venido. La señora se ha ido a pasar la tarde fuera, así que ven a mi cuarto y podemos pasar un rato a solas.

Al decir esto, tiró de él hacia la puerta de un pequeño cuarto que daba al porche, donde solía dedicarse a la costura al alcance de la voz de su ama.

—¡Qué contenta estoy! ¿Por qué no sonríes? Mira a Harry, qué grande se está haciendo —el niño miró vergonzoso a su padre a través de los rizos, cogido de la falda de su madre.

—¿No es hermoso? —preguntó Eliza, levantando sus largos rizos para besarlo.

—¡Ojalá no hubiera nacido él! —dijo George con amargura—. ¡Ojalá no hubiera nacido yo!

Sorprendida y asustada, Eliza se sentó, apoyó la cabeza en el hombro de su marido y rompió a llorar.

—Anda, anda, Eliza, no tenía derecho a hacerte sentir así, pobrecita —dijo cariñosamente él—; no tenía derecho. ¡Ojalá no me hubieras echado la vista encima nunca! Así hubieras podido ser feliz.

—George, George, ¿cómo puedes hablar así? ¿Qué cosa terrible ha ocurrido o va a ocurrir? Yo creo que hemos sido muy felices, hasta hace poco.

—Así es, cariño —dijo George. Luego sentó a su hijo en su regazo, miró fijamente sus hermosos ojos negros y pasó la mano por sus largos rizos.

—Es igual que tú, Eliza, y tú eres la mujer más guapa que he visto jamás y la más buena que espero ver nunca; pero ¡ojalá no te hubiera visto nunca, ni tú a mí!

—¡Oh, George! ¿Cómo puedes decir eso?

—Sí, Eliza, todo es miseria, miseria y más miseria. Mi vida es tan amarga como el ajenjo; se me está consumiendo la vida. Soy un esclavo pobre, miserable y desesperado; sólo puedo arrastrarte conmigo y nada más. ¿Para qué sirve que intentemos hacer algo, saber algo o ser algo en la vida? ¿Para qué sirve vivir? ¡Ojalá estuviera muerto!

—Vamos, George, eso es malo de verdad. Sé cómo te sientes por haber perdido tu puesto en la fábrica y es verdad que tienes un amo duro; pero ten paciencia, por favor, y quizás algo...

—¡Paciencia! —dijo él, interrumpiéndola—. ¿Acaso no he tenido paciencia? ¿Dije algo cuando fue a arrancarme del lugar donde todos me trataban con amabilidad? Le había dado cada centavo de mis ganancias, y todos decían que trabajaba bien.

—¡Es terrible, lo reconozco! —dijo Eliza—; pero después de todo, es tu amo, lo sabes.

—¡Mi amo! ¿Y quién lo convirtió en mi amo? Eso es lo que me atormenta: ¿qué derecho tiene a poseerme? Yo soy tan hombre como él. Sé más de los negocios que él; soy mejor administrador que él; leo mejor que él; mi caligrafía es mejor que la suya, y todo esto lo he aprendido por mí mismo y no gracias a él; he aprendido a pesar de él, así que ¿con qué derecho me convierte en caballo de tiro? ¿Para apartarme de las cosas que sé hacer y hago mejor que él y ponerme a hacer lo que puede hacer cualquier caballo? Lo hace adrede; dice que me abatirá y humillará y ¡me pone a hacer las tareas más duras, desagradecidas y sucias adrede!

—¡Oh, George, George, me asustas! Nunca te he oído hablar así; tengo miedo de que hagas algo terrible. No me extraña que te sientas como te sientes, pero, por favor, ten cuidado, por mí y por Harry.

—He tenido cuidado y he sido paciente, pero las cosas se están poniendo peor; ya no lo aguanta mi cuerpo; él aprovecha cada oportunidad para insultarme y atormentarme. Creía que podría hacer bien mi trabajo y seguir tranquilamente y tener algún tiempo libre para leer y aprender fuera de las horas de trabajo; pero cuanto más ve que puedo hacer, más me carga de trabajo. Dice que aunque no digo nada, ve que tengo el diablo dentro y que él va a sacármelo; pues un día de éstos saldrá de una forma que no le va a gustar nada, te lo aseguro.

—¡Vaya por Dios! ¿Qué vamos a hacer? —dijo Eliza con tristeza.

—Ayer mismo —dijo George—, cuando estaba ocupado cargando piedras en un carro, el joven señorito Tom estaba allí, chasqueando su látigo tan cerca del caballo que se asustó la pobre bestia. Le pedí que lo dejara, tan gentilmente como pude, pero siguió. Se lo pedí de nuevo, y se volvió contra mí y empezó a pegarme. Le sujeté la mano, y gritó y pataleó y corrió hacia su padre y le dijo que yo me peleaba con él. Este vino furioso y dijo que ya me enseñaría quién era mi amo; y me ató a un árbol y cortó varillas para el señorito, y le dijo que podía azotarme hasta cansarse, y así lo hizo. ¡Ya se lo recordaré, alguna vez! —se oscureció la frente del joven, cuyos ojos ardían con una expresión que hizo temblar a su joven esposa—. ¿Quién convirtió a este hombre en mi amo? ¡Eso es lo que quisiera saber! —dijo.

—Pues yo siempre he creído que debía obedecer a mi amo y a mi ama o que no sería buena cristiana —dijo Eliza, afligida.

—Eso tiene algo de sentido, en tu caso; te han criado como a una hija, te han dado de comer y te han vestido, te han mimado y te han enseñado para que estuvieras bien instruida; esos son motivos por los que pueden pretender poseerte. Pero a mí me han pateado y golpeado e insultado y lo mejor que me han hecho ha sido dejarme en paz; ¿qué les debo yo? He pagado cien veces por todo lo que me han enseñado. ¡No pienso tolerarlo y no lo toleraré! —dijo apretando los puños y frunciendo el ceño con fiereza.

Eliza tembló y calló. Nunca antes había visto a su marido de un talante parecido, y su suave sentido de la ética pareció doblarse como un junco ante la fuerza de su pasión.

—¿Sabes? El pequeño Carlo que tú me regalaste —añadió George—, esa criatura ha sido el único consuelo que he tenido. Ha dormido conmigo por la noche y me ha seguido durante el día, mirándome como si entendiera cómo me siento. Bueno, pues el otro día le daba de comer algunas sobras que recogí en la puerta de la cocina, cuando apareció el amo y dijo que lo alimentaba a su costa, que él no podía permitirse el lujo de que todos los negros tuviéramos nuestro propio perro, y me mandó atarle una piedra al cuello y echarlo al estanque.

—¡Ay, George, no lo harías!

—Yo no, pero él sí. El amo y Tom tiraron piedras a la pobre criatura mientras se ahogaba. ¡Pobrecito! Me miraba tan triste como si no pudiera comprender por qué no lo salvaba. Tuve que aguantar que me azotaran por no hacerlo yo mismo. No me importa. El amo se enterará de que a mí los azotes no me amaestran. Ya llegará mi momento, si no se anda con cuidado.

—Pero ¿qué vas a hacer? Oh, George, no hagas nada malo. Si confías en Dios e intentas hacer lo correcto, Él te amparará.

—Yo no soy cristiano como tú, Eliza. Tengo el corazón lleno de amargura; no puedo confiar en Dios. ¿Por qué permite que las cosas sean como son?

—Oh, George, debemos tener fe. La señora dice que cuando todas las cosas nos van mal, debemos creer que Dios está haciendo lo que más nos conviene.

—Es fácil que los que se sientan en sofás y viajan en carruajes digan eso; pero si estuvieran donde estoy yo, les sentaría algo peor, me imagino. Quisiera poder ser bueno; pero mi corazón está encendido y no consigo reconciliarme de ninguna forma. Tampoco tú podrías. No podrías ahora, si te dijera todo lo que tengo que decir. Aún no lo sabes todo.

—¿Qué puede pasar ahora?

—Últimamente, el amo anda diciendo que fue tonto al dejar que me casara con una de fuera; que odia al señor Shelby y a toda su tribu, porque son orgullosos y se creen mejores que él, y que tú me has dado ideas altivas; y dice que no me va a dejar venir más aquí, y que me casará con otra y me tendré que quedar en su finca. Al principio sólo despotricaba y refunfuñaba estas cosas; pero ayer me dijo que debía casarme con Mina y vivir en una cabaña con ella, o que me vendería río abajo.

—Pero estás casado conmigo; nos casó el sacerdote, ¡como si fueras blanco! —dijo simplemente Eliza.

—¿No sabes que un esclavo no puede casarse? No hay leyes al respecto en este país; no puedo reclamarte como esposa, si a él se le antoja separamos. Por eso quisiera no haberte visto nunca, por eso quisiera no haber nacido; más nos hubiera valido a los dos, más le hubiera valido a este pobre niño no haber nacido. ¡Todo esto también puede pasarle a él!

—¡Pero mi amo es tan amable!

—Sí, pero ¿quién sabe? El amo puede morir, y pueden venderlo a Dios sabe quién. ¿De qué sirve que sea guapo, inteligente y alegre? Te digo, Eliza, que por cada cosa buena o agradable que tenga o sea tu hijo, una daga atravesará tu corazón; lo hará demasiado valioso para que tú te lo quedes.

Estas palabras calaron hondas en el corazón de Eliza; apareció ante sus ojos la imagen del tratante y se puso pálida y comenzó a jadear como si le hubiesen asestado un golpe mortal. Miró nerviosa hacia el porche, donde se había retirado el niño, aburrido con la conversación seria, y donde iba de un lado a otro montado en el bastón del señor Shelby. Estaba a punto de comunicar sus temores a su marido, pero se contuvo.

«No, no, bastante tiene que aguantar el pobre», pensó. «No se lo contaré. Además, no es verdad. El amo no nos engaña jamás».

—Así pues, Eliza, hija —dijo abatido el marido—, no te amilanes. Y adiós, porque me marcho.

—¿Marcharte, George? ¿Marcharte adónde?

—Al Canadá —dijo él, irguiéndose—; y cuando llegue allí, te compraré: es la única esperanza que nos queda. Tienes un amo bondadoso, que no se negará a venderte. Os compraré a ti y al niño, ¡con la ayuda de Dios, lo haré!

—Pero será terrible si te cogen.

—No me cogerán, Eliza; antes moriré. Seré libre o moriré.

—¡No te matarás!

—No hará falta. Ellos no vacilarán en matarme; no me cogerán vivo río abajo.

—Oh, George, ¡ten cuidado, hazlo por mí! No hagas nada malo; no te hagas daño ni a ti mismo ni a otro. Las tentaciones son fuertes, muy fuertes; pero no..., debes irte..., pero ve con cuidado y prudencia; reza a Dios para que te ayude.

—Escucha mi plan, entonces, Eliza. Al amo se le ha ocurrido mandarme pasar por aquí con una nota para el señor Symms, que vive una milla más adelante. Creo que sabía que vendría aquí a contarte las noticias. Eso le gustaría, si creyera que iba a molestar a «la gente de Shelby», como los llama. Me iré a casa resignado del todo, ¿sabes? como si todo hubiera acabado. He hecho algunos preparativos, y tengo a algunas personas que me ayudarán. Un día u otro, de aquí a una semana o así, estaré entre los desaparecidos. Reza por mí, Eliza; quizás el Señor te escuche a ti.

—Reza tú también, George, y confía en Dios; así no harás nada malo.

—Entonces, adiós —dijo George, cogiéndole las manos a Eliza y mirándole, inmóvil, los ojos. Se quedaron callados; luego hubo palabras de última hora, y sollozos, y amargo llanto, pues las esperanzas de un reencuentro tras la partida eran tan frágiles como una telaraña, y se separaron marido y mujer.

CAPÍTULO IV



Una Tarde En La Cabaña Del Tío Tom


La cabaña del tío Tom era un edificio pequeño de madera, cerca de «la casa», como ese negro par excellence llamaba la vivienda de su amo. Tenía una huerta pulcra delante, donde en verano medraban, con esmerados cuidados, fresas, frambuesas y abundantes frutas y verduras. Toda la parte delantera estaba cubierta por una gran bignonia escarlata y una rosa de pitiminí que, enroscándose y entrelazándose, apenas dejaban vislumbrar los ásperos troncos de la fachada. También en verano multitud de vistosas plantas anuales, como caléndulas, petunias y dondiegos de noche, encontraban un rincón donde desplegar su esplendor y eran el deleite y el orgullo de la tía Chloe.

Entremos en la vivienda. Ya ha acabado la cena en la casa y la tía Chloe, que presidía su preparación como cocinera principal, ha delegado en los oficiales subalternos de la cocina los quehaceres de la recogida y el fregado de la vajilla, y ha salido a su propio territorio acogedor para «hacerle la cena a su viejo»; por lo tanto, no dudéis que es ella la que veis junto al fuego, vigilando con solícito esmero los alimentos que están friéndose en una sartén y levantando después con grave deliberación la tapadera de una marmita de asar, de donde se elevan vapores sugerentes de «algo bueno». Tiene la cara redonda, negra y reluciente, tan brillante que hace pensar que la han untado con clara de huevo, tal como hace ella con sus galletas de té. Todo su rostro regordete muestra una sonrisa de satisfacción y contento bajo el almidonado turbante a cuadros, aunque, si hemos de ser sinceros, delata ese vestigio de cohibición que corresponde a la primera cocinera del vecindario, puesto universalmente concedido a la tía Chloe.

Cocinera era, desde luego, hasta los huesos y el mismo centro de su alma. No había pollo ni pavo ni pato en el corral que no se pusiese serio cuando la veía aproximarse con aspecto de estar reflexionando sobre su próximo fin; y era cierto que siempre pensaba en embroquetar, rellenar o asar, hasta tal punto que era inevitable que inspirase terror en cualquier ave que se preciara. Sus tortas de maíz, con todas sus variedades de bollos, bizcochos, homazos y otras clases demasiado numerosas para mencionarlas todas, eran un misterio sublime para todas las pasteleras inferiores; y solía mover su grueso cuerpo con honrado orgullo y júbilo al relatar los infructuosos esfuerzos de alguna de sus comadres por elevarse a las mismas alturas que ella.

La llegada de compañía a la casa, con la preparación de comidas y cenas «con estilo» despertaba todo el afán de su alma; y no había visión que le gustase más que un montón de baúles apilados en el porche, porque le hacía prever nuevos esfuerzos y nuevos triunfos.

En este momento, sin embargo, la tía Chloe se asoma a la marmita de hornear, y la dejaremos ocupada en esta encantadora operación mientras acabamos nuestra descripción de la caseta.

En un rincón había una cama, cubierta por una colcha blanca como la nieve, y al lado un pedazo de moqueta de gran tamaño. La tía Chloe consideraba esta moqueta una muestra inequívoca de pertenecer a la clase superior, por lo que ésta, la cama y, de hecho, todo el rincón eran tratados con una consideración distinguida y eran denominados sagrados y protegidos, en lo posible, de las incursiones y profanaciones de la gente menuda. En realidad, ese rincón era el salón del domicilio. En el otro rincón había una cama con pretensiones más humildes, claramente designada al uso. Decoraban la pared de encima de la chimenea unas pintorescas láminas bíblicas y un retrato del General Washington, dibujado y coloreado de una forma que hubiese dejado atónito a aquel héroe si por casualidad se lo topara.

En un tosco banco del rincón, un par de niños de cabeza lanuda, centelleantes ojos negros y mejillas rellenas y relucientes vigilaban los primeros intentos de andar del bebé, que consistían, como suele suceder, en ponerse de pie, mantenerse un momento en equilibrio y desplomarse de nuevo, y cada fracaso recibía un entusiasta aplauso como si de una gran hazaña se tratara.

Una mesa de patas algo endebles colocada delante de la chimenea y cubierta con un mantel mostraba tazas de diseño marcadamente alegre con sus platillos correspondientes junto con otros síntomas de una colación inminente. En esta mesa se hallaba sentado el tío Tom, el mejor trabajador del señor Shelby, a quien debemos daguerrotipar para nuestros lectores, pues es el protagonista de nuestra historia. Era un hombre grande y fornido, de complexión fuerte, de un negro negrísimo y brillante y un rostro cuyas facciones genuinamente africanas se caracterizaban por una expresión de sensatez seria y constante, junto con una gran cantidad de bondad y benevolencia. Tenía un aire de pundonor y dignidad en su porte, unido a una sencillez confiada y humilde.

En este momento estaba muy ocupado con una pizarra que tenía delante, donde procuraba copiar unas letras lenta y cuidadosamente bajo la vigilancia del señorito George, un chico listo de trece años de edad, con todo el aspecto de darse cuenta de la dignidad que le confería su puesto de profesor.

Así no, tío Tom, así no —dijo enérgicamente, cuando el tío Tom levantó con grandes esfuerzos el rabo de la q en sentido contrario—; así es una q, ¿no lo ves?

—Dios me ampare, ¿será posible? —dijo el tío Tom, mirando con aire de respeto y admiración cómo su joven profesor garabateaba vigorosamente innumerables cus y ges para su beneficio; luego, cogiendo el lápiz entre sus grandes dedos torpes, se puso a comenzar de nuevo.

—¡Con qué facilidad los blancos hacen siempre las cosas! —dijo la tía Chloe, parando un momento de engrasar una sartén con un pedazo de tocino pinchado en un tenedor y mirando orgullosa al joven señorito George—. ¡Qué manera de escribir y de leer! Y luego viene aquí por las tardes y nos lee la lección, ¡qué interesante!

—Pero, tía Chloe, tengo muchísima hambre —dijo George—. ¿No está casi hecho el pastel del caldero?

—Casi hecho, señorito George —dijo la tía Chloe, levantando la tapadera para mirar adentro—, dorándose que da gusto, poniéndose precioso. ¡Bah! Nadie los hace como yo. El otro día la señora dejó a Sally hacer un pastel, sólo para que aprendiera, dijo. «Calle, calle, señora», le dije, «¡me duele en el alma ver que se echen a perder de esa forma los buenos alimentos! El pastel ha subido sólo por un lado, no tiene más forma que mi zapato, ¡vaya, vaya!».

Y con estas últimas palabras de desprecio por la ineptitud de Sally, la tía Chloe quitó la tapadera del caldero para mostrar un precioso pastel de una libra del que hubiera estado orgulloso cualquier pastelero de la ciudad. Al hacerse patente cuál era el punto central de la diversión, la tía Chloe se puso a trajinar en serio en los preparativos de la cena.

—¡Eh, vosotros, Mose y Pete! ¡Quitaos de en medio, negritos! Mericky, cariño, vete de ahí. La mamá le dará algo luego a su nena. Señorito George, coja usted esos libros y siéntese con mi viejo, y yo cogeré las salchichas y tendré la primera tanda de bollos en sus platos en menos que canta un gallo.

—Querían que fuera a cenar a la casa —dijo George—, pero sabía demasiado bien lo que me convenía, tía Chloe.

—De veras que sí, cariño —dijo la tía Chloe, llenándole el plato con una pila de bollos humeantes—; sabía que su vieja tía Chloe guardaría lo mejor para usted. ¡Si sabe lo que le conviene! ¡Anda ya! —y la tía Chloe tocó con el dedo a George de una manera que pretendía fuera de lo más cómico, y se volvió hacia su sartén con gran energía.

—Y ahora, el pastel —dijo el señorito George cuando hubo amainado un poco la actividad de la zona de la sartén; y al mismo tiempo, el joven blandía un gran cuchillo por encima de dicho objeto.

—¡Que Dios le bendiga, señorito George! —dijo la tía Chloe, muy seria, cogiéndole del brazo—. ¡No irá a cortarlo con ese enorme cuchillo pesado! ¡Lo destrozará, estropeará la forma tan bonita que tiene! Tome, aquí tengo un cuchillo fino que mantengo afilado aposta. ¡Mírelo, pues, se corta como si fuera mantequilla! Coma, coma, no encontrará nada mejor que eso.