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Fina Birulés,
Antonio Gómez Ramos,
Concha Roldán
(eds.)

Vivir para pensar

Ensayos en homenaje a
Manuel Cruz

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TÍTULOS PUBLICADOS EN ESTA COLECCIÓN

Fina Birulés Una herencia sin testamento: Hannah Arendt

Claude Lefort El arte de escribir y lo político

Helena Béjar Identidades inciertas: Zygmunt Bauman

Javier Echeverría Ciencia del bien y el mal

Antonio Valdecantos La moral como anomalía

Antonio Campillo El concepto de lo político en la sociedad global

Simona Forti El totalitarismo: trayectoria de una idea límite

Nancy Fraser Escalas de justicia

Roberto Esposito Comunidad, inmunidad y biopolítica

Fernando Broncano La melancolía del ciborg

Carlos Pereda Sobre la confianza

Richard Bernstein Filosofía y democracia: John Dewey

Amelia Valcárcel La memoria y el perdón

Judith Shklar Los rostros de la injusticia

Victoria Camps El gobierno de las emociones

Manuel Cruz (ed.) Las personas del verbo (filosófico)

Jacques Rancière El tiempo de la igualdad

Gianni Vattimo Vocación y responsabilidad del filósofo

Martha C. Nussbaum Las mujeres y el desarrollo humano

Byung-Chul Han La sociedad del cansancio

Diseño de la cubierta: Stefano Vuga

Maquetación electrónica: Addenda

© 2012, Fina Birulés, Antonio Gómez Ramos, Concha Roldán

© 2012, Herder Editorial, S. L., Barcelona

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-3123-4

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

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www.herdereditorial.com

Índice

Agradecimientos y presentación

Fina Birulés, Antonio Gómez Ramos, Concha Roldán

INTRODUCCIÓN

Desde un homenaje

Emilio Lledó

I. ¿EN QUÉ REPARA EL FILÓSOFO?

Mundo y espacio en Schmitt y Heidegger.
Una aproximación

Jorge E. Dotti

No tiene nada que ver.
La dialéctica cotidiana de Manuel Cruz

William Egginton

El valor de la creatividad

Daniel Innerarity

Fragilidad y responsabilidad

Jeff Malpas

Pensar para (sobre)vivir en un mundo globalizado

Jacobo Muñoz

II. LA COMPRENSIÓN DEL PASADO

«Quietar l’intelletto»: Urbano VIII y Galileo.
Cosmología, astrología y omnipotencia divina

Antonio Beltrán Marí

Memoriografía, historia y la «experiencia del pasado»

Daniel Brauer

La vieja historia de los nuevos tiempos

José Luis Pardo

Dos dilemas de la historia

Carlos Pereda

Filosofía de la historia y ética del futuro

Johannes Rohbeck

Testimonio, el futuro de la memoria

Verónica Tozzi

La metamorfosis del intelectual judío

Enzo Traverso

Siete notas sobre historia, memoria y justicia

Antonio Valdecantos Alcaide

III. LA DIFICULTAD DE VIVIR JUNTOS

La responsabilidad como virtud moral

Victoria Camps

Comunidad y violencia

Roberto Esposito

Politizaciones apolíticas

Santiago López Petit

Entre el recuerdo y la esperanza:
el tiempo de la política

María Inés Mudrovcic

Ciudadanía, proyectos nacionales y un proyecto cultural

León Olivé

De La prioridad de la política sobre la historia

Nora Rabotnikof

Hacerse cargo, tolerancia, responsabilidad

Gianni Vattimo

IV. TIEMPO DE SUBJETIVIDAD

Vida infinita.
El imposible intento orteguiano de una filosofía de la vida
al margen de la condición mortal del hombre

Javier Gomá Lanzón

Yo múltiple y responsabilidad colectiva

Giacomo Marramao

Salustio: las tareas del historiador

Salvador Mas

Manuel Cruz par lui-même

Javier Muguerza

Diderot y su revolución del «pensar por sí mismo»

Roberto Rodríguez Aramayo

Conmemoraciones

Beatriz Sarlo

V. PENSAMIENTOS PENDIENTES

Conversación de Ramón del Castillo y Manuel Cruz

Bibliografía de Manuel Cruz

Notas

Información adicional

Ficha del libro

Biografías

Otros títulos

Agradecimientos y presentación

Los homenajes académicos no tienen una tradición muy arraigada en el ámbito hispanohablante. Probablemente no se deba achacar esto tanto a nuestro supuesto vicio de la envidia como a cierta debilidad histórica de nuestras instituciones universitarias. Si la premisa es cierta, junto al deseo de tributar un homenaje a Manuel Cruz, estaría la voluntad de contribuir a aminorar esa debilidad, con la convicción de que la vida cultural y académica se fortalece y densifica con el reconocimiento.

Ese es precisamente el sentido de un homenaje, añadir al acto pasivo de adquirir saber (conocimiento) una voluntad activa (re-conocimiento), subrayar que la teoría no es nada sin la práctica, sin esa faceta ético-política que reside en la transmisión de experiencia en la enseñanza misma, en la colaboración y el diálogo, que, además, conforman una amistad (como muy bien pone de manifiesto la introducción de Emilio Lledó) y dan sentido a la vida misma del pensador. Vivir para pensar. Pensar con. Como ya señalara Kant en sus reflexiones sobre antropología, la compañía es indispensable para el pensador. Más aún, en estos momentos en los que tanto se habla de crisis de la cultura, hay que saber más que nunca elegir compañía en el pasado y entre nuestros coetáneos. Parafraseando a H. Arendt, la humanidad no existe en abstracto, sino en los juicios; al juzgar y al comunicar elegimos compañías y expresamos preferencias; formamos un círculo de amigos entre los contemporáneos e incluso entre nuestros antecesores.

Así pues, el recordatorio que aquí proponemos es muy distinto de las conmemoraciones criticadas por el propio Cruz y que terminan convirtiéndose en una plúmbea repetición de un pensamiento único que aplasta como una losa toda posibilidad de creatividad humana. Lo que aquí se presenta es el resultado plural de un ejercicio de amistad filosófica, los diferentes tributos que distintas personas y en distintos lugares han querido confeccionar pasando de nuevo por el corazón (re-cordando) las enseñanzas, los aprendizajes o las discusiones que un día compartieron –o que siguen compartiendo– con el homenajeado, con motivo de su sexagésimo aniversario.

El libro es, en este sentido, la caja común en que cada uno ha metido su regalo de cumpleaños y que los editores, esperamos que con buen juicio, hemos repartido en distintos bloques de textos en torno a lo que nos parece que han sido y son los ámbitos generales de reflexión de Manuel Cruz en su prolífica actividad intelectual:

1. El significado de la filosofía y el papel del filósofo: en qué repara el filósofo.

2. La filosofía de la historia, la cuestión del tiempo y la memoria: la comprensión del pasado.

3. La política, la responsabilidad. Pensador de la actualidad: la dificultad de vivir juntos.

4. La acción, el sujeto: tiempo de subjetividad.

La cinta que envuelve el regalo, como colofón, es esa entrevista realizada por Ramón del Castillo en la que se reconoce al filósofo haciendo memoria de su propio proceso.

Con todo, más que un hilo conductor, hay un elemento que se repite en todas las secciones, aunque sea con sentidos y perspectivas diferentes: la idea de «tiempo». Desde ese tiempo que le ha tocado vivir al filósofo –y que le permitirá reparar en unas cosas más bien que en otras–, ese tiempo que transcurre y que nos aboca a separar el tiempo pasado –del que hacemos memoria– del tiempo presente –que nos dificulta la convivencia y nos hace comprometernos. Hasta ese tiempo subjetivo, que el sujeto convierte en activo: es el propio pensador Cruz quien marca los tiempos en esa vida que se piensa, en ese pensamiento que se vive. El tiempo que confiere unidad a lo plural sin traicionar la diversidad. Ese tiempo que ha permitido que nos conociéramos, en torno a Manuel Cruz, los promotores de este libro, que también hemos ido estrechando nuestra colaboración a lo largo de un proceso en el que decidimos hacer un alto, pararnos a reflexionar más allá de las tareas cotidianas de la investigación y la docencia, buscando esta confluencia espacial que tan bien nos permite conjugar los tiempos, haciendo verbo del concepto amistad, confiriéndole valor.

No queremos concluir sin mostrar gratitud ante todo a quienes han participado en la confección de esta colección de ensayos, que, como toda colección, es contingente, en la medida en que muchos otros que quisieran haber escrito no pudieron llegar a hacerlo por múltiples razones. También agradecemos especialmente a Santiago Zabala su colaboración, al Círculo de Bellas Artes y a la revista Minerva por facilitarnos la labor, a la Fundación Paideia por su preciosa ayuda en hacer posible que este volumen vea la luz y a Javier Fernández Catalán, Irene Gómez Franco, Ricardo Gutiérrez Aguilar, Rocío Orsi y Paula Zoido, traductores de varios capítulos originalmente en inglés o italiano. Last but not least, agradecemos a Herder Editorial su apoyo.

FINA BIRULÉS, ANTONIO GÓMEZ RAMOS, CONCHA ROLDÁN

INTRODUCCIÓN

Desde un homenaje

Emilio Lledó*

No podemos escapar a la rueda del tiempo. Se repite, pero no en cada uno de nosotros, sino en los que nos siguen; aunque, tal vez, esa repetición sea una forma de encontrarse a sí mismo, de continuarse a sí mismo. Las vueltas de esa rueda de inmóvil eje van dejándonos un poco más alto, año tras año, hasta que empieza, en un determinado instante, un lento y, esperamos siempre, sosegado descenso. Con ese movimiento que nos inserta en una forma de sucesión y en el que circulamos, descubrimos a veces a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestros alumnos. Comprobamos que ellos también están allí, allí donde nosotros estuvimos, en aquel punto de una personal historia, del círculo siempre mágico de una vida. Mágico porque la existencia es, como sabemos, una mezcla de azar y necesidad, de sorpresas y determinaciones, de coherencias e imprevistos. Pero ese juego debe tensarlo, cuando los años nos han dejado suficiente memoria, un hilo de felicidad, de tranquilidad con el propio ser, por muy duro que pudiera haber sido nuestro encuentro con el infortunio. Uno de los más grandes tesoros de la memoria consiste precisamente en esa posibilidad de reencuentro, en esa forma sutil de revivir.

Ahora, en el desplazamiento pausado de esa gigantesca, implacable, rueda del tiempo veo alzado, en su sexagésimo aniversario, a Manuel Cruz. Y repetimos siempre esa frase, ya famosa, con la que se expresa la sorpresa del paso de los días y la extrañeza de su inmediatez y, al par, de su distancia: «¡Parece mentira!». Hace poco más de veinte años, yo mismo estuve ahí, en lo alto de esa curvada superficie. Manuel Cruz, Miguel Ángel Granada y Ana Papiol se acordaron de mí y publicaron un libro de homenaje en ese aniversario de los sesenta años.1 Y ahora, de pronto, muy de pronto, me encuentro con que uno de ellos ha alcanzado ese punto de la rueda del tiempo y de su existencia que yo alcancé, y cumplido los años que yo también tuve. ¡Parece mentira!

Esa apariencia engañosa me lleva a reflexionar sobre tal hecho y evocar cómo sucedió, cómo fue sucediendo. Por supuesto que un pequeño ramalazo de melancolía te aborda muchas veces con los recuerdos; pero esa melancolía no puede ahora teñir la alegría que acompaña el homenaje a quien ha cumplido, en una parte de su vida, un fructífero recorrido en el que el azar me puso para que fuese testigo. Claro que ese camino lo ha hecho Manuel Cruz solo, con su constancia, con su empeño, con su inteligencia, con su entusiasmo.

En una ocasión me recordó que empezó la Universidad en 1968, en el otoño inmediato al famoso Mayo francés y en el curso en que se produjo el asalto al Rectorado de la Universidad de Barcelona y que provocó su cierre. En l970, comenzó la especialidad de Filosofía, después de los dos años de estudios comunes, tal como estaban, entonces, organizados los cursos en las facultades de Filosofía y Letras. Yo me había incorporado como catedrático de Historia de la Filosofía en octubre de l967. Recuerdo que, cuando conté a Gadamer y Löwith en qué consistían aquellos ejercicios de oposiciones de un programa oficial que abarcaba toda la historia de la filosofía, quedaban realmente asombrados. Me comentaban que, por supuesto, habrían sido suspendidos. ¿Cómo dominar con la misma soltura a los presocráticos, a Aristóteles, a Agustín, a Descartes, a Hume, a Kant, a Hegel, a Comte, a Marx, a Nietzsche, a Bergson, a Husserl, a Russell, a Heidegger, por ejemplo? Cito este recuerdo porque expresa la concepción asignaturesca, acartonada, paralizada de la enseñanza universitaria. Por supuesto que yo había tenido que presentar un programa completo al opositar a la cátedra de «Fundamentos de Filosofia e Historia de los Sistemas Filosóficos» de los dos cursos comunes en la Universidad de La Laguna. Pero en una oposición a los tres años de especialidad para una cátedra que, como «especialista», había de abarcar, más o menos, veintitantos siglos de la historia de las ideas filosóficas, el disparate era, no sé si divertido o trágico.

De todos los sucesos académicos de Manuel Cruz en los que me he encontrado, solo recordaré algunos de ellos. En esa evocación no tengo más remedio que inmiscuirme. No podría escribir estas líneas, aunque sea más brevemente de lo que quisiera, sin que perciba que el homenajeado empezó a ser parte de mi vida, amigo y compañero, hace más de cuarenta años. Porque no podemos desgajar, sin herirlos, sin mutilarlos, aquellos recuerdos que cuando eran latidos, miradas, palabras, luz, formaban ese bloque denso y maravilloso de la existencia. En el momento de encontrar, con la memoria, la presencia de Manuel Cruz, me doy cuenta de que estoy en medio de ella, que soy en ella.

Revivo un encuentro casual en 1974 en la Diagonal cerca de la que entonces se llamaba plaza de Calvo Sotelo. Manuel había hecho ya la tesina, ese trabajo requerido al concluir la licenciatura y previo a una posible tesis doctoral. Era un escrito que me había llamado la atención por el tema, y por la madurez y la inteligencia con que su autor lo había abordado. Se publicaría en 1977, en un denso volumen de trescientas páginas con el título La crisis de stalinismo: El caso Althusser. En realidad era ya mucho más que una tesina y reflejaba no solo la capacidad investigadora del autor, sino que a través de sus páginas traslucía la vida histórica, la realidad ideal y social de muchos de los problemas que entonces –¿solo entonces?– nos inquietaban. En aquel encuentro le pregunté por lo que hacía. Yo tenía de él, como alumno, un recuerdo magnífico, y de aquel trabajo de fin de carrera. Al ser algo así como el hermano mayor de una larga sucesión de alumnos, una filiación, en el sentido más creativo de la palabra, un deber que los profesores jamás debemos olvidar me llevó a proponerle que solicitase una de las becas para la «formación de personal investigador» que por entonces se anunciaban. Una manera, pues de recobrar a esos estudiantes distinguidos que, aunque por su talento pudieran ellos solos recobrarse, el azar podía de alguna manera prolongar ciertas esperas y la posibilidad se transformase en urgencia por las, según se dice, necesidades de la vida.

No recuerdo bien si me dijo que, a lo mejor, se presentaba a cátedras de Instituto. Yo tenía la experiencia de que algunos alumnos excelentes, intelectual y humanamente, de las universidades de La Laguna y Barcelona proyectaron sus vidas hacia lo que entonces se llamaba Enseñanza Media. En este mismo contexto evoco lo que mi mujer, Montse, catedrática de alemán en el Instituto Zorrilla de Valladolid, me dijo para consolar mi disgusto, cuando en 1964 volví de Madrid, tras haber soportado los seis ejercicios de oposición a la cátedra de Historia de la Filosofía de la Universidad de Valencia, que no conseguí. «¿No estamos ya bien, felices incluso, en esta ciudad, en este trabajo?». Y, efectivamente, lo estábamos. El azar nos dio la posibilidad de juntar nuestras dos cátedras en la misma ciudad, cosa complicada a veces entre funcionarios del Estado en la enseñanza pública. Eso había determinado, entre otras cosas, nuestro regreso a España y tomar, en principio, la nada fácil decisión de retornar en aquellos años a este país. Una cierta forma de felicidad nos habitaba, con nuestro primer hijo, con los alumnos y las alumnas de los dos institutos, con los nuevos y siempre inolvidables amigos.

Manuel Cruz en cualquier dedicación, dentro de sus proyectos intelectuales y humanos, habría sido también feliz. La felicidad es algo personal y, por supuesto, transferible. El principio de la felicidad parece que consiste no solo en compartir momentos de bienestar, de salud y alegría con el propio cuerpo, a lo que todos los seres humanos tienen derecho, sino del bienser que se siente en el empeño de habitar espacios sociales, posibilidades colectivas como ese luminoso don, ese regalo, de poder practicar una forma de amistad que es la enseñanza, de comunicar, de poder hablar de saberes que te empujan a hacerlos propios, a decirlos, a luchar por su interpretación, por su enriquecimiento; a luchar por ti mismo en la vida de los otros, en el amor hacia los otros, y en el ámbito abierto de un aula. Ámbito abierto porque las palabras de quien está ante nosotros hablándonos son, deben ser, como un río en el que nos embarcamos, un río de perspectivas, de propuestas, de interpretaciones, de conocimientos elaborados siempre por quien habla, por muy pequeño que pudiera ser aún su saber, por muy seca que pudiera ser la «asignatura»: ese nombre terrible que ha dominado los «planes de estudio» en nuestro país y que ha paralizado muchas veces la posibilidad de pensar, de crear, incluso de progresar. Por cierto, el mismo día en que escribía estas líneas, leía en la prensa noticias y algún artículo manifestando el deseo de acomodarse a los planes «bolónicos». Esa acomodación implicaba desterrar de la enseñanza ese nombre funesto, decían, de «lección magistral». ¡Qué más hubiera querido yo, en mi época de estudiante, que tener ante mí a verdaderos maestros, y sentirme envuelto, acompañado, estimulado, como en mis años de Heidelberg, con las palabras, con la sabiduría de Gadamer, de Löwith, de Regenbogen, de Dirlmeier, bajo el cobijo y el estímulo de lecciones magistrales! Alguien escribía estos días que había que suprimir la clase magistral por el diálogo. En aquella universidad alemana el diálogo lo hacíamos después, en los seminarios, en los «Übungen».

Manuel Cruz inició su periplo personal consiguiendo muy joven una cátedra universitaria. Aunque su oposición fue, como se solía decir, brillantísima, debió presentir la responsabilidad que a los 35 años le había caído encima. Me consta que a los pocos días de aquel mes de mayo de l986 preguntó a un amigo mayor y ya catedrático: «¿Qué tengo que hacer ahora?». Él lo sabía, lo intuía muy bien, pero su duda no era sino la expresión de su responsabilidad, de lo importante de su tarea para la que no le faltaba ni entusiasmo, ni talento. En ese momento le aparecía, tal vez, en el beneficio de su duda, la sonrisa del destino, del tiempo futuro, de la esperanza, de la posibilidad de esa gota de felicidad que el tiempo, su tiempo, le había puesto en las manos.

Compruebo, efectivamente, que estoy hablando de mí mismo y que era de Manuel Cruz de quien me pidieron escribir una pequeña nota introductoria. Creo, sin embargo, que palpita en mis propias referencias inevitablemente el guiño de la memoria con la proyección de su homenaje, con la identificación de ciertos recuerdos que, sin duda, él me habría oído contar y que ya son nuestros. Porque en el camino descubrimos que no nos hemos hecho solos, aunque en el rumor interior de la consciencia sea imprescindible, para oírla, la soledad. Con los años, la memoria te invade y en cierto sentido te alimenta. Y es tan decisiva esta invasión que pretendes vivir de lo ya vivido y buscas que el río de los días irrepetibles te haga ser desde la memoria y en la memoria de la amistad. Por ello, a veces acariciamos la idea de escribir esa memoria, de dejar en letras, que sobrevivirán a los latidos, la luz bajo la que aún podemos contemplar, estrechándose en el horizonte, el río hecho cauce, hecho surco del tiempo.

Un homenaje es siempre, en el ánimo de aquellos que de verdad nos quieren, un reconocimiento. Reconocemos y descubrimos más allá de los intrincados, incluso retorcidos, vericuetos de la existencia colectiva en la que, querámoslo o no, siempre estamos inmersos, ese cauce que ya hemos surcado y del que ya nunca, porque el azar se hizo necesidad, nos podremos salir.

Un cauce, sin embargo, cada vez más amplio, cada vez más vivo. El Señor del Tiempo está, aunque no se lo crea, sometido también a sus propias contradicciones, a su propia y juvenil mudanza. Yo era mucho más viejo a mis sesenta: los días más lentos, más densos, el aire más pesado que los años que pasan por nuestro homenajeado. La vida se revela siempre contra el surco del tiempo, se le enfrenta ocultándole, sembrándole de nuevos frutos. ¡Qué distintos, qué alegres, qué fecundos estos nuevos sesenta! ¡Parece mentira!

I. ¿EN QUÉ REPARA EL FILÓSOFO?