Cubierta

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Hans Urs von Balthasar

¿NOS CONOCE JESÚS?

¿LO CONOCEMOS?

 

 

Traducción de
Abelardo Martínez de Lapera

Herder

Portada

Título original: Kent uns Jesus – Kennen wir ihn?
Traducción: Abelardo Martínez de Lapera
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 1980, Verlag Herder, Friburg im Breisgau
© 2011, Herder Editorial, S.L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3038-1

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

Créditos

Índice

Prefacio

Parte primera

¿Nos conoce Jesús?

Introducción

I. ¿Cómo conoce Jesús al hombre?

1. Conocimiento del corazón

«Señor, tú lo sabes todo»

«Lo que viene a la luz, es luz»

2. El conocimiento de la tentación

Aprender a conocer en la debilidad

Diagnóstico

3. El conocimiento en virtud de la sustitución vicaria

«Traspasado a causa de nuestros pecados»

La «hora»

II. El conocimiento de Jesús y nosotros

1. Juez y abogado

2. La relación carnal

3. Conociente conocido

Parte segunda

¿Conocemos a Jesús?

I. «Conocer» y «saber»

1. La inflación del saber

2. La totalidad de la figura

II. Jesús, exégeta de Dios

1. La inaccesibilidad de la figura

2. Gracia y juicio

III. El Espíritu exégeta de Jesús

1. Conocimiento desde dentro

2. Conocimiento desde la cruz y la resurrección

3. «Conocer el amor de Cristo que supera todo conocimiento»

Ficha del libro

Hans Urs von Balthasar, Lucerna, 1905 - Basilea, 1988, es autor de ensayos críticos sobre Dostoievsky, Nietzsche, Rilke, Heidegger, Barth y otros grandes escritores contemporáneos. Fue uno de los grandes teólogos católicos del siglo xx.

Otros títulos de interés:

Hans Urs von Balthasar

Teresa de Lisieux

Joachim Gnilka

Jesús de Nazaret

Karl Rahner

Oyente de la palabra

Sobre la inefabilidad de Dios (ebook)

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Manual de Cristología

Peter Hünermann

Cristología

Información adicional

Notas

* En francés en el original.

* Para este capítulo, véase «Die Abwesenheiten Jesu», en: Neue Klarstellungen (Einsiedeln, Johannesverlag, 1979), págs. 28 ss. También: «Woran man sich halten kann», en: Geist und Lebem» n.º 41 (1979), págs. 246-258.

III. El espíritu exégeta de Jesús

1. Conocimiento desde dentro

Tal vez nos extrañemos de que el espíritu humano no alcance a comprender a Jesús, ni su exégesis de Dios. ¿Acaso nuestro espíritu no es lo suficientemente amplio para captar también cosas grandes si se nos revelan, a saber, el misterio del que procedemos y hacia el que retornamos? Con todo, los discípulos de Jesús sólo le conocieron en sentido pleno cuando él, después de su resurrección, les insufló el Espíritu que habitaba dentro de él (Jn 20, 22), y la Iglesia reunida cuando recibió este Espíritu desde las alturas el día de Pentecostés (Act 2, 1 ss.).

 

Dios no es sólo la soberana majestad situada por encima de la criatura, sino que, en cuanto tal, es también la más libre vida del amor, vida que para ser conocida tiene que abrirse y comunicarse. Ya el misterio del amor interhumano apunta a ello: el corazón tiene que abrirse libremente al otro corazón. ¡Cuánto más los pensamientos íntimos de Dios, que se elevan por encima de lo humano del mismo modo que el cielo es más alto que la tierra! (Is 55,8 ss.). Pablo lo dice de manera escueta y bella: «¿Quién es el que sabe lo que hay en el hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? De la misma manera sólo el Espíritu de Dios sabe lo que hay en Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos las gracias que Dios nos ha concedido» (1 Cor 2, 11 s.).

 

Sin Él, la imagen que nuestro espíritu se hace de Jesús queda pálida y unilateral, porque es incapaz de comprender las tensiones en las que Jesús manifiesta armoniosamente los sentimientos íntimos de Dios. Las innumerables imágenes de Jesús que los hombres han construido a su guisa lo demuestran sobradamente. Imágenes de un salvador manso y en definitiva insípido, en cuya «solidaridad» con los pobres, con los marginados, con los pecadores ya no hay fuego alguno, ya no se transparenta nada verdaderamente divino; imágenes que han sido manifiestamente formadas según el «espíritu propio». Todas estas imágenes humanas, demasiado humanas, que han sido pintadas «según la carne» (kata sarka), son rechazadas por Pablo con objeto de acoger y formar dentro de sí la verdadera imagen según el espíritu (kata pneuma).

 

No en balde el espíritu divino que nos es dado se compara tan a menudo con el agua. «Ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5, 5); hemos «bebido» de Él (1 Cor 12, 13). Es el agua viva que Jesús promete como «don de Dios» junto al pozo de Jacob, y que se convierte en nosotros en fuente de vida eterna (Jn 4, 10-14). Pero nunca debemos olvidar que es Jesús quien vierte el agua –«Quien tenga sed, venga a mí» (Jn 7, 37)–, tomándola de sí mismo puesto que de su costado mana sangre y agua (Jn 19, 34), de manera que «el Espíritu, el agua y la sangre» «a una» dan testimonio de Jesús (1 Jn 5, 7s.). Esto es importante: nos muestra la unidad no sólo del Espíritu y la Iglesia (bautismo), sino del Espíritu y la Eucaristía.

 

El Espíritu que ha sido derramado en nosotros, el que nos «guía hasta la verdad plena» de Cristo, el que «No habla por cuenta propia sino que... recibe de lo mío para anunciároslo» (Jn 16, 13s.), es inseparable del Cristo ahora ya espiritualizado y entregado eucarísticamente; tan inseparable, que Pablo los nombra en perfecta unidad: «Pero el señor es el Espíritu» (2 Cor 3, 17).

 

Por consiguiente, reconoceremos que el Espíritu santo está actuando en una persona en la medida en que configure en él los sentimientos de Jesús. Pero ello sucederá en una tensión no resoluble ya en palabras ni pensamientos humanos. Porque el que ha recibido el don del Espíritu de Jesús sabrá que Jesús se alza sobre él como su señor y Maestro, como quien concede la gracia y como Juez, aunque interiormente se reconozca como su «hermano», como un «miembro» de su cuerpo místico. Podrá decir de sí mismo que «con Cristo está crucificado» (Gál 2, 19) y, al mismo tiempo, rechazar con horror la idea de haber sido crucificado como Cristo en expiación por otros («¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros?» [1 Cor 1, 13]). Precisamente en la proximidad obrada por el Espíritu aparecerá con toda claridad la distancia existente entre el Redentor y el redimido, distancia asimismo, obrada por el propio Espíritu.

 

Incluso la «Esclava del señor», a la que el Espíritu visita con la simiente paterna del Hijo para hacer que éste tome carne en ella, incluso ella sabe, en toda su grandeza, de la «humildad» de su condición de esclava (Lc 1, 48). Y Pablo jamás se definirá como amigo de Cristo (a pesar de que Jesús llama amigos a sus discípulos), sino que se califica siempre como su esclavo. «Tú puedes llamarme amigo», dice Agustín, «pero yo me considero siervo».

 

Este saber, obrado por el Espíritu, acerca de la distancia en la intimidad forma parte esencial de nuestro conocimiento de Jesús; en él se distingue al hombre verdaderamente pneumático. Pero no principalmente en dones extraordinarios como puede serlo el «don de lenguas» (Jesús jamás utilizó el don de lenguas para dar a conocer a Dios) sino en el supremo don del Espíritu, en el amor desprendido que, al igual que Jesús, «todo lo excusa, todo lo soporta» (1 Cor 13, 7), y que no perece jamás, ni siquiera cuando cesan todos los carismas.

 

Pablo emplea la imagen más fuerte de todas para imprimir el conocimiento de Jesús en el corazón del creyente: lo compara con la primitiva creación de la luz de entre las tinieblas: «Pues el mismo Dios que dijo: “Del seno de las tinieblas brille la luz”, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para que resplandezca (en nosotros) el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo» (2 Cor 4, 6). Este resplandecer de la gloria del Padre en el rostro de Jesús se realiza explícitamente por obra del Espíritu santo: «y nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del señor, su imagen misma, nos vamos transfigurando... conforme a la acción del señor, que es Espíritu» (2 Cor 3, 18 ), Espíritu que partiendo de Cristo es enviado por Él a los creyentes.

2. Conocimiento desde la cruz y la resurrección

Del mismo modo que no podemos «comprender» una melodía hasta que no se extingue su última nota, y juntándolas todas reconstruimos en nuestra memoria su unidad original, así tampoco podemos comprender el acontecimiento de Cristo en su totalidad más que mirándolo desde la resurrección. La resurrección fue para los primeros cristianos la clave de la cruz, así como la luz en la que pudieron descifrar cada uno de los distintos episodios de la vida de Jesús. El Espíritu del Resucitado, que es también el Espíritu del entregado eucarística y pneumáticamente, introduce en el conocimiento pleno de la verdad.

 

Ese mismo Espíritu introduce también, y sobre todo, en la verdad y la necesidad de la cruz (¿No era necesario que el Cristo padeciera eso? [Lc 24, 26]), a cuyo camino había invitado ya el Jesús terreno a sus seguidores (Mt 10, 38; Lc 9, 23). Con ello, el creyente adquiere una doble perspectiva respecto de Jesús: partiendo del espíritu de la resurrección entiende la absoluta necesidad de la cruz, mientras que arrancando de la invitación de Jesús es capaz de seguirle en el camino que conduce a la cruz. El creyente vive desde la resurrección (a la que fundamentalmente le ha conducido el bautismo) mirando a la cruz, pero vive también desde un estado de crucifixión cotidiana con la mirada puesta en la resurrección.

 

Ambas dimensiones aparecen explícitamente en Pablo. La luz del conocimiento de la gloria, que resplandece en su corazón, le pone en el camino de la imitación de Cristo que le permite «llevar siempre y por todas partes, en el cuerpo, el estado de muerte que llevó Jesús» (2 Cor 4, 10), pero en el sufrimiento se esfuerza por alcanzar la resurrección, para lograr el pleno conocimiento de Jesús: «Para conocerle a Él y la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos, hasta configurarme con su muerte, por si de alguna manera consigo llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 10s.).

 

Entre uno y otro polo, el cristiano no puede situarse de manera definitiva: el conocimiento de Cristo se logra simultáneamente yendo desde el fin hacia el comienzo, y desde el comienzo hacia el fin. De ahí que Pablo renuncie a mantener una posición estática, y quiera ser únicamente entendido como en movimiento hacia Cristo: «Yo, hermanos, todavía no me hago a mí mismo la cuenta de haberlo conseguido ya; sino que sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta... por si logro apoderarme de Él, por cuanto Cristo Jesús también se apoderó de mí» (Flp 3, 13 s.12).