Los despojos
Mujeres condenadas: Delfina e Hipólita
Himno
El spleen de París
El «yo pecador» del artista
Un gracioso
La estancia doble
Cada cual, con su quimera
El loco y la Venus
El perro y el frasco
El mal vidriero
A la una de la mañana
La mujer salvaje y la queridita
Las muchedumbres
Las viudas
El viejo saltimbanqui
El pastel
El reloj
Un hemisferio en una cabellera
La invitación al viaje
El juguete del pobre
Los dones de las hadas
Las tentaciones, o Eros, Pluto y la Gloria
El crepúsculo de la noche
La soledad
Los proyectos
La hermosa Dorotea
Los ojos de los pobres
Muerte heroica
La moneda falsa
El jugador generoso
La cuerda
Las vocaciones
El tirso
Embriagaos
¡Ya!
Las ventanas
El deseo de pintar
Los beneficios de la Luna
¿Cuál es la verdadera?
Un caballo de raza
El espejo
El puerto
Retratos de queridas
El tirador galante
La sopa y las nubes
El tiro y el cementerio
Extravío de aureola
La señorita Bisturí
Any Where Out of the World
¡Matemos a los pobres!
Los perros buenos
El spleen de París: Epílogo
Las flores del mal
AL LECTOR
SPLEEN E IDEAL
Bendición
EL ALBATROS
ELEVACIÓN
CORRESPONDENCIAS
(YO AMO EL RECUERDO…)
LOS FAROS
LA MUSA ENFERMA
LA MUSA VENAL
EL MAL MONJE
EL ENEMIGO
EL DE LA MALA SUERTE (El artista ignorado.)
LA VIDA ANTERIOR
CARAVANA DE GITANOS
EL HOMBRE Y EL MAR
DON JUAN EN LOS INFIERNOS
CASTIGO DEL ORGULLO
LA BELLEZA
EL IDEAL
LA GIGANTA
LA MASCARA
HIMNO A LA BELLEZA
PERFUME EXÓTICO
LA CABELLERA
(YO TE ADORO…)
(TU PONDRÍAS AL UNIVERSO ENTERO…)
SED NON SATIATA
(CON SU VESTIMENTA…)
LA SERPIENTE QUE DANZA
UNA CARROÑA
DE PROFUNDIS CLAMAVI
EL VAMPIRO
(UNA NOCHE…)
REMORDIMIENTO POSTUMO
EL GATO
DUELLUM
EL BALCÓN
EL POSESO
UN FANTASMA
(YO TE DOY ESTOS VERSOS…)
SEMPER EADEM
TODA INTEGRA
(QUE DIRÁS ESTA NOCHE…)
LA ANTORCHA VIVIENTE
REVERSIBILIDAD
CONFESIÓN
EL ALBA ESPIRITUAL
ARMONÍA DE LA TARDE
EL FRASCO
EL VENENO
CIELO ENCAPOTADO
EL GATO
EL HERMOSO NAVIO
LA INVITACIÓN AL VIAJE
LO IRREPARABLE
PLATICA
CANTO DE OTOÑO
A UNA MADONA (Ex-voto a la manera española)
CANCIÓN DE LA TARDE
SISINA
FRANCISCAE MEAE LAUDES (Versos compuestos para una modista erudita y devota)
A UNA DAMA CRIOLLA
MOESTA ET ERRABUNDA
EL ESPECTRO
SONETO OTOÑAL
TRISTEZAS DE LA LUNA
LOS GATOS
LOS BUHOS
LA PIPA
LA MÚSICA
SEPULTURA
UN GRABADO FANTÁSTICO
EL MUERTO ALEGRE
EL TONEL DEL ODIO
LA CAMPANA RAJADA
SPLEEN
SPLEEN
SPLEEN
SPLEEN
OBSESIÓN
EL GUSTO DE LA NADA
ALQUIMIA DEL DOLOR
HORROR SIMPÁTICO
EL HEOTONTIMORUMENOS
LO IRREMEDIABLE
EL RELOJ
CUADROS PARISIENSES
PAISAJE
EL SOL
A UNA MENDIGA PELIRROJA
EL CISNE
LOS SIETE ANCIANOS
LAS VIEJECITAS
LOS CIEGOS
A UNA TRANSEÚNTE
EL ESQUELETO LABRADOR
CREPÚSCULO VESPERTINO
EL JUEGO
DANZA MACABRA
EL AMOR DE LA MENTIRA
(YO NO HE OLVIDADO…)
(A LA CRIADA…)
BRUMAS Y LLUVIAS
SUEÑO PARISIENSE
EL CREPÚSCULO MATUTINO
EL VINO
EL ALMA DEL VINO
EL VINO DE LOS TRAPEROS
EL VINO DEL ASESINO
EL VINO DEL SOLITARIO
EL VINO DE LOS AMANTES
FLORES DEL MAL
LA DESTRUCCIÓN
UN MÁRTIR (Dibujo de un maestro desconocido)
MUJERES CONDENADAS
LAS DOS BUENAS HERMANAS
LA FUENTE DE SANGRE
ALEGORÍA
LA BEATRIZ
UN VIAJE A CITEREA
EL CUPIDO Y EL CRÁNEO
REBELIÓN
EN RENIEGO DE SAN PEDRO
ABEL Y CAÍN
LAS LETANÍAS DE SATÁN
LA MUERTE
LA MUERTE DE LOS AMANTES
LA MUERTE DE LOS POBRES
LA MUERTE DE LOS ARTISTAS
EL FINAL DE LA JORNADA
EL SUEÑO DE UN CURIOSO
EL VIAJE

 

 

 

Charles Baudelaire

La Fanfarlo

 

 

 

CHARLES BAUDELAIRE

L A

F A N F A R L O


CON NUEVE DIBUJOS

de

B A U D E L A I R E

de los que uno es inédito.


 


ÉDITIONS DE LA SIRÈNE

12, calle La Boétie

PARÍS MCMXVIII

 

 

 

L A F A N F A R L O

Samuel Cramer, que en otros tiempos había firmado bajo el nombre de Manuela de Monteverde varias locuras románticas –en los buenos tiempos del Romanticismo–, es el producto contradictorio entre un pálido alemán y una chilena mulata. Añada a este doble origen una educación francesa y una cultura literaria, y quedará usted menos sorprendido –ya que no satisfecho y edificado– de las complicadas rarezas de este carácter. Samuel tiene la frente pura y noble, los ojos brillantes como gotas de café, la nariz grosera y burlona, los labios impúdicos y sensuales, el mentón cuadrado y déspota, y la cabellera pretenciosamente rafaelesca. Es a la vez un gran holgazán, un triste ambicioso y un ilustre infeliz; ya que en toda su vida no ha tenido más que ideas a medias. El sol de la pereza que resplandece sin cesar en su interior, vaporiza y consume aquella mitad de genio con que el cielo lo ha dotado. Entre todos los medio-grandes hombres que he conocido en esta terrible vida parisina, Samuel fue, más que cualquier otro, el hombre de las bellas obras fallidas; criatura fantástica y enfermiza, cuya poesía brilla más en su persona que en sus obras, y que, hacia la una de la mañana, entre el resplandor de un fuego de carbón y el tic-tac de un reloj, se memuestra siempre como el dios de la impotencia, dios moderno y hermafrodita, ¡impotencia tan colosal y enorme que torna épica!

 ¿Cómo ponerles al tanto y hacerles ver con claridad el interior de esta tenebrosa naturaleza, plagada de vivos destellos, perezosa y emprendedora al mismo tiempo, fecunda en difíciles designios y en risibles fracasos; espíritu en el que la paradoja toma a menudo proporciones de ingenuidad, y cuya imaginación era tan basta como la soledad y la pereza absolutas? Uno de los defectos más naturales en Samuel era el considerarse igual a aquellos que admiraba; después de la apasionante lectura de un hermoso libro, su conclusión involuntaria era: “¡Esto es tan bello, que podría ser mío!” Y de ahí a pensar: “Es por lo tanto, mío…”, no hay más que un paso.

 En el mundo actual, esta clase de carácter es mucho más frecuente de lo que se piensa; las calles, los paseos públicos, los cafés y todos los refugios de los paseantes pululan de seres de esta especie. Estos se sienten tan bien con el nuevo modelo, que no están lejos de creerse sus inventores. Hoy les vemos penosamente descifrando las páginas místicas de Plotino o de Porfirio; mañana admirarán cómo Crevillon hijo ha expresado el lado frívolo y francés de su carácter. Ayer se entretenían familiarmente con Jerónimo Cardan; ahora veles aquí jugando con Sterne, o entregándose con Rabelais a todos los excesos de la hipérbole. Y son de hecho tan felices con cada una de sus metamorfosis, que no les desagrada ni un poco ninguno de los grandes genios que se les adelantaron en la estima de la posteridad. –¡Ingenua y respetable insolencia! Así era el pobre Samuel.

 Hombre honesto de nacimiento y un poco sinvergüenza por pasatiempo, comediante por temperamento, representaba para sí mismo incomparables tragedias a puertas cerradas o, mejor dicho, tragicomedias. Ni bien se sentía rozado o acariciado por la alegría, teniendo que asegurarse primero de ello, nuestro hombre ensayaba risas y carcajadas. Ni bien algún recuerdo hacía que una lágrima se dibujara en el borde de sus ojos, él corría al espejo a verse llorar. Si alguna mujer, en un acceso de celos brutal y pueril, le hacía un arañazo con una aguja o una pequeña navaja, Samuel se ufanaba de haber recibido una cuchillada; y cuando debía miserables veinte mil francos, exclamaba alegremente:

 –¡Que triste y lamentable es la suerte de un genio acosado por un millón de deudas!

 Mas dicho sea de paso, guárdense de creer que él fuera incapaz de experimentar sentimientos verdaderos, o que la pasión no hiciera más que rozar su epidermis. Habría vendido hasta su camisa por un hombre a quien a penas conociera y al cual, tras la inspección de su mano y su frente el día anterior, habría declarado su amigo íntimo. Llevaba en las cosas del espíritu y del alma la ociosa contemplación de las naturalezas germanas; en las de la pasión, el ardor inconstante y fugaz de su madre; y en la práctica de la vida, todos los defectos de la vanidad francesa. Se hubiese batido a duelo por un autor o un artista muerto dos siglos antes. Tal como había sido devoto con furor, era ahora ateo con pasión. Era a la vez todos los artistas que había estudiado y todos los libros que había leído y, sin embargo, a pesar de esta facultad común en los comediantes, seguía siendo profundamente original. Era siempre el tierno, el caprichoso, el perezoso, el terrible, el sabiondo, el ignorante, el desaliñado, el coqueto Samuel Cramer, la romántica Manuela de Monteverde. Enloquecía por un amigo como por una mujer, amaba a una mujer como a un compañero. Poseía la lógica de todos los buenos sentimientos y la ciencia de todas las astucias y, sin embargo, jamás había logrado nada, ya que creía demasiado en lo imposible. –¿Qué tenía él de sorprendente? Siempre estaba tratando de concebir eso.

 Una tarde, Samuel tuvo deseos de salir; el clima estaba agradable y perfumado. Tenía, según su gusto natural por los excesos, hábitos de reclusión y disipación tan violentos como prolongados, y desde hacía ya mucho tiempo que permanecía fiel a su vivienda. La pereza maternal y la holgazanería criolla que recorrían sus venas le impedían padecer el desorden de su recámara, de su ropa y de sus cabellos excesivamente sucios y enmarañados. Se peinó, se aseó y, unos minutos después, supo recobrar el porte y el aplomo de aquellas personas para quienes la elegancia es cosa de todos los días; luego abrió la ventana. Un día cálido y dorado se precipitó entonces en la polvorienta habitación. Samuel se admiró al ver cómo la primavera se había encendido tanto en tan pocos días, y sin siquiera anunciarse. Un cálido aire impregnado de dulces aromas penetró su nariz, del cual una parte subió hasta su cerebro, llenándolo de ensueño y deseo, y la otra le removió libertinamente el corazón, el estómago y el hígado. Apagó resueltamente dos velas, de las cuales una aún palpitaba sobre un volumen de Swedenborg, mientras la otra se extinguía sobre uno de esos vergonzosos libros cuya lectura no es provechosa sino para aquellos espíritus poseídos por un inmoderado gusta por la verdad.

 

 Desde lo alto de su soledad, atestada de papeles, pavimentada de libros y poblada de sueños, Samuel a menudo veía pasearse, en una calleja de Luxemburgo, una silueta y una figura que él había amado en provincias –a la edad en que se ama al amor–. Sus rasgos, aunque maduros y ensanchados por los años de práctica, tenían la gracia profunda y decente de la mujer honesta; en el fondo de sus ojos brillaba todavía, en pequeños intervalos, la húmeda fantasía de una joven muchacha. Iba y venía habitualmente acompañada por una elegante criada, cuyo rostro y aspecto delataba más bien a la confidente y dama de compañía que a la sirvienta. Parecía buscar los lugares más solitarios, y tristemente se sentaba con actitud de viuda, teniendo a veces entre sus distraídas manos un libro que fingía leer.

 Samuel la había conocido en los alrededores de Lyon, joven, alerta, traviesa y más delgada. A fuerza de observarla y, por así decirlo, de reconocerla; había desempolvado de su imaginación uno a uno todos los recuerdos interesantes referentes a ella. Se contaba a sí mismo, detalle a detalle, toda esa historia de juventud que, desde entonces, se había perdido entre las preocupaciones de su vida y el dédalo de sus pasiones.

 Aquella tarde él la saludó, pero con mucho cuidado y muchas miradas. Al pasar frente a ella, alcanzó a escuchar detrás de sí este fragmento de diálogo:

 –¿Qué le parece ese joven, Mariette?

 Pero esto dicho con un tono de voz tan distraído, que ni el observador más malicioso habría podido decir nada en contra de la dama.

 –Yo lo veo muy bien, señora. ¿La señora sabe que es el señor Samuel Cramer?

 Y con un tono más severo respondió:

 –¿Pero cómo es que usted sabe eso, Mariette?

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 Es por esto que al día siguiente Samuel tuvo gran cuidado en devolverle su pañuelo y su libro, que había encontrado en una banca y que ella no había perdido, sino que había dejado un momento mientras observaba a los gorriones disputarse unas migajas, o mientras contemplaba el trabajo interior de la vegetación. Como ocurre a menudo entre dos seres cuyos destinos cómplices han elevado su alma a un mismo diapasón, –aunque la conversación empezó bruscamente– Samuel tuvo la extraña alegría de encontrar a una persona dispuesta a escucharlo y a responderle.

 –¿Tendré la dicha, señora, de estar todavía alojado en un rincón de su memoria? ¿He cambiado tanto que no ha podido usted encontrar en mí al compañero de infancia, con el cual se dignó jugar a las escondidas y hasta faltar sin permiso a la escuela?

 –Una mujer, –respondió ella con una pequeña sonrisa– no tiene derecho a reconocer fácilmente a las personas; es por eso que le agradezco, señor, el haberme dado la ocasión de evocar esos bellos y alegres recuerdos. Además… cada año trae consigo tantos eventos y pensamientos… y me parece que han pasado verdaderamente muchos años, ¿no es cierto?

 –Años, –replicó Samuel– que para mí fueron unas veces muy lentos, otras prontos a esfumarse, ¡pero todos invariablemente crueles!

 –¿Y la poesía…? –dijo la dama con una sonrisa en sus ojos.

 –¡Siempre, señora! –respondió riendo Samuel– ¿Pero qué es lo que está leyendo?

 –Una novela de Walter Scott.

 –Comprendo ahora sus continuas interrupciones. ¡Qué aburrido escritor! ¡Un polvoriento desenterrador de crónicas! Un fastidioso montón de descripciones desordenadas, multitud de cosas viejas y trastes de todo género: armaduras, vajillas, muebles, posadas góticas y castillos melodramáticos, donde se pasean modelos libremente, vestidos con casacas y jubones abigarrados; tipos conocidos de los que ningún plagiario de dieciocho años querrá saber nada en diez años; castellanas imposibles y amores perfectamente desprovistos de toda actualidad, ¡ninguna verdad de corazón, ninguna filosofía de sentimientos! ¡Qué diferencia con nuestros buenos novelistas franceses, en los que la pasión y la moral se imponen siempre sobre la descripción material de las cosas! ¿Qué importa que la castellana use lengüeta o miriñaque, o interiores Oudinot, mientras solloce o traicione como convenga? ¿El amante le interesa a usted más por llevar un puñal en su chaleco en vez de una tarjeta de presentación, y un déspota en hábito negro le causa un terror menos poético que un tirano montado de cuero y hierro?

 Samuel, como se ve, entraba en la clase de las personas absorbentes, hombres insoportables y apasionados cuyo oficio estropea la conversación, y para quienes toda ocasión es buena, lo mismo un encuentro imprevisto bajo un árbol que en una esquina, –aunque sea con un trapero– para desarrollar obstinadamente sus ideas. No hay entre los viajeros comerciantes, los industriales errantes, los promotores de negocios en comandita y los poetas absorbentes, más que una diferencia, la de la propaganda a la predicación: el vicio de estos últimos es completamente desinteresado.

 Ahora bien, la dama le replicó simplemente:

 –Mi querido Samuel, no soy más que público, basta con decirle que mi alma es inocente. Además, el placer es para mí la cosa mundana más fácil de hallar. Pero hablemos de usted… Me consideraré dichosa si me juzga digna de leer algunas de sus producciones.

 –Pero señora, ¿cómo es posible que…? –exclamó la gran vanidad del asombrado poeta.

 –El dueño de mi gabinete de lectura dice que no lo conoce.

 Y sonrió dulcemente como para amortiguar el efecto de su fugitiva provocación.

 –Señora, –dijo sentenciosamente Samuel– el verdadero público del sigo XIX son las mujeres, su aprobación me hará más grande que veinte academias.

 –Bueno señor, cuento con su promesa. ¡Mariette! La sombrilla y la echarpe; puede que se impacienten en casa. Ya sabes que el señor regresa temprano.

 Le hizo un saludo graciosamente breve antes de marcharse, que no tenía nada de comprometedor, y cuya familiaridad no excluía la dignidad.

 Samuel no se sorprendió al encontrar a su antiguo amor juvenil esclavizado al vínculo matrimonial. En la historia universal del sentimiento, eso es de rigor. Era Madame de Cosmelly y residía en una de las calles más aristocráticas del suburbio Saint-Germain.

 Al día siguiente la halló, con la cabeza inclinada por una graciosa y casi estudiada melancolía, cerca de las flores del arriate, luego le dio su volumen llamado Osífragas, una selección de sonetos, de aquellos que todos hemos hecho y todos hemos leído alguna vez, en el tiempo en que teníamos el juicio demasiado corto y el cabello demasiado largo.

 Samuel tenía gran curiosidad de saber si sus Osífragas habían cautivado el alma de aquella hermosa melancólica, y de saber si los gritos de aquellos viles pájaros le habían hablado en su favor; pero días más tarde ella le dijo, con un candor y una sinceridad desesperantes:

 –Señor, no soy más que una mujer, y, por consiguiente, mi apreciación no es gran cosa; pero me parece que los amores y las tristezas de los señores protagonistas de su libro no se asemejan casi en nada a las tristezas y a los amores de los otros hombres. Usted prodiga galanterías, sin duda muy elegantes y de un gusto exquisito, a damas que yo estimo y conozco lo suficiente como para saber que se espantarían de ello. Usted le canta a la belleza de las madres con un estilo que le privaría del favor de sus hijas. Comunica al mundo cómo le enloquecen el pie y la mano de tal señora, la cual, supongamos por su honor, gastaría menos tiempo leyendo su libro que tejiendo medias o mitones para los pies o manos de sus hijos. Por un contraste muy singular, y cuya misteriosa causa me es aún desconocida, guarda usted sus más místicos inciensos a extrañas criaturas que leen incluso menos que las mujeres; además, desfallece platónicamente ante sultanas que dejan mucho que desear y que, a mi juicio, ante el delicado aspecto de un poeta, abren sus ojos tanto que asemejan animales despertando ante el sonido de un incendio. Aparte, ignoro el por qué de celebrar tanto los temas fúnebres y las descripciones anatómicas. Cuando se es joven, teniendo además un bello talento y todas las condiciones presumibles para la felicidad, me parece más natural regocijarse de la salud o del hombre honesto que ejercitarse en el anatema escuchando los murmullos de las osífragas.

 He aquí lo que él le respondió:

 –Señora, compadézcame, o mejor dicho, compadézcanos, ya que tengo muchos hermanos de mi clase; el odio a todos y a nosotros mismos nos ha conducido hacia esas mentiras. Es por la desesperanza de no poder ser nobles y bellos siguiendo los medios naturales, que nos maquillamos tan extrañamente el rostro. Estamos tan ocupados en sofisticar nuestro corazón, hemos abusado tanto del microscopio para estudiar las repugnantes excrecencias y las vergonzosas verrugas que lo cubren, y que nosotros exageramos a gusto, que es imposible que hablemos el lenguaje de los otros hombres. Ellos viven por vivir, y nosotros, ¡desgraciadamente vivimos para saber! El misterio está ahí. La edad no cambia más que la voz y no nos quita más que los dientes y el cabello; nosotros hemos alterado el acento de la naturaleza, hemos extirpado uno a uno los pudores virginales que habían erizado nuestro interior de hombres honestos. Hemos psicologizado como los locos, que aumentan su locura al esforzarse en comprenderla. Los años no dejan inválidos más que a nuestros miembros, y nosotros hemos deformado las pasiones. ¡Desgraciados, tres veces desgraciados los débiles padres que nos hicieron raquíticos y lánguidos, predestinados como estamos a no engendrar más que hijos muertos!

 –¡Todavía con sus Osífragas! –dijo ella– Vamos, ¡deme su brazo y admiremos juntos esas pobres flores que la primavera vuelve tan dichosas!

 En lugar de admirar las flores, Samuel Cramer, a quien la inspiración había llenado, comenzó a poner en prosa y a declamar varias malas estancias compuestas en su primer estilo. La dama lo dejaba continuar.

 –¡Qué diferencia, y cuán poco queda del mismo hombre, tan sólo el recuerdo! Pero el recuerdo no es más que un nuevo sufrimiento. ¡Qué bellos tiempos aquellos en que la mañana jamás despertaba nuestras rodillas entumecidas o rotas por la fatiga de los sueños, donde nuestros ojos claros reían a toda voz, donde nuestra alma no razonaba, sino que vivía y jugueteaba; donde nuestros suspiros escapaban suavemente sin ruido y sin orgullo! ¡Cuántas veces, en el tiempo libre de la imaginación, revivía una de esas hermosas tardes otoñales en que nuestras jóvenes almas hacían progresos comparables a los de los árboles que, en un instante, crecen varios codos! Entonces veo, siento, escucho; la luna despierta a las grandes mariposas; el viento cálido abre las flores nocturnas; el agua de los grandes estanques duerme. Escuche, en su espíritu, los súbitos valses de aquel piano misterioso. El perfume de la tormenta entra por la ventana. Es la hora en que los jardines se llenan de vestidos rosas y blancos que no temen mojarse. Los complacientes matorrales enganchan faldas fugitivas, el cabello castaño y los rizos rubios se mezclan turbulentamente. ¿Lo recuerda aún, señora, enormes ruedas de heno, en las que tan rápidamente descendíamos; la vieja nodriza, tan lenta al perseguirla; y la campana, tan pronta a llamarla bajo el ojo vigilante de su tía, en el gran comedor?

 Madame de Cosmelly interrumpió a Samuel con un suspiro, iba entonces a abrir su boca, sin duda para impedir que continúe; pero él ya había retomado la palabra.

 –Pero lo más desolador –dijo él–, es que todo amor tiene siempre un mal final, siendo tan malo como divino y 

 


alado fue al principio. No hay sueño, por ideal que haya sido, que no reencontremos con un niño glotón prendido en el pecho; no hay retiro, ni casita encantadora y apartada, que la piqueta no logre derribar. ¡Y aún esta destrucción es totalmente material! Existe otra más despiadada y secreta aún que ataca a las cosas invisibles. Imagine que en el momento en que usted se apoya sobre el ser de su elección y le dice: “¡Volemos tú y yo a buscar juntos el final del cielo!”, una voz implacable y seria se inclina a su oído para decirle que nuestras pasiones son falsas, que es nuestra miopía la que hace a los rostros hermosos y nuestra ignorancia la que hace a las almas bellas, y que necesariamente llega el día en que el ídolo, al ser visto con claridad, ¡no es más que un objeto, no de odio, sino de desprecio y de asombro!

 –¡Se lo ruego, señor! –dijo Madame de Cosmelly. 

 Se encontraba fuertemente emocionada; Samuel se dio cuenta que había tocado una antigua herida, e insistió con crueldad.

 –Señora –dijo– los saludables sufrimientos del recuerdo tienen sus encantos y, en esa embriaguez de dolor, a veces encontramos alivio. Ante esta fúnebre advertencia, todas las almas leales se gritarían: “Señor, recógeme de aquí con mi sueño intacto y puro: quiero devolver a la naturaleza mi pasión con toda su virginidad, y usar en otra parte mi corona inmarchitable.” Además, los resultados de la desilusión son terribles. Los vástagos enfermos productos de un amor agonizante son el triste desenfreno y la repugnante impotencia: el desenfreno del espíritu, la impotencia del corazón, que hace que el uno no viva más que por curiosidad, y que el otro muera cada día por lasitud. Todos nos parecemos más o menos a un viajero que hubiera recorrido un enorme país; y que observara, cada tarde, al sol, el mismo que antaño doraba magníficamente los encantos del camino, ocultarse en un llano horizonte. Se sienta con resignación sobre sucias colinas cubiertas de vestigios desconocidos, y dice a las fragancias de los helechos que en vano ascienden hacia el cielo vacío; a las escasas y desdichadas semillas, que en vano germinan en suelo árido; a los pájaros que creen sus matrimonios bendecidos por alguien, que se equivocan al construir sus nidos en un páramo barrido por vientos fríos y violentos. Retoma tristemente su camino hacia un desierto casi igual al que acabara de recorrer, escoltado por un pálido fantasma al que llamamos Razón, que aclara con una pálida linterna la aridez de su camino y, para aplacar la renaciente sed de pasión que de vez en cuando lo atrapa, le vierte el veneno del tedio.

 De pronto, al escuchar un profundo suspiro y un sollozo mal reprimido, se volvió hacia Madame de Cosmelly; ella lloraba abundantemente y no tenía ya fuerzas para ocultar sus lágrimas. 

 La observó por un rato en silencio, con la pose más enternecida y untuosa que pudo fingir; el hipócrita y brutal comediante estaba orgulloso de esas preciosas lágrimas; las consideraba como obra y propiedad literaria suyas. Mas estaba confundido respecto al sentido íntimo de aquel dolor; así como Madame de Cosmelly, ahogada en su cándida desolación, estaba confundida respecto a la intención de la mirada de su compañero. Se produjo entonces un singular juego de malentendidos, luego del cual Samuel Cramer le tendió definitivamente sus manos, que ella aceptó con tierna confianza.

 –Señora –reanudó Samuel después de unos cuantos instantes de silencio, el clásico silencio de la emoción–, la verdadera sabiduría consiste menos en maldecir que en tener esperanza. Sin el divino don de la esperanza, ¿cómo podríamos atravesar ese repugnante desierto de tedio que acabo de describirle? El fantasma que nos acompaña es verdaderamente un fantasma de razón, mas podemos espantarlo rociándole el agua bendita de la primera virtud teológica. Hay una amable filosofía que sabe encontrar consuelo en los objetos de apariencia más indigna. Así como la virtud vale más que la inocencia, y sembrar en el desierto tiene más méritos que libar con despreocupación un huerto fructuoso; del mismo modo es verdaderamente digno de un alma elevada purificarse y purificar a su prójimo con su simple contacto. Así como no hay traición que no se perdone, no hay falta de la que no se nos absuelva, ni olvido que no pueda sanarse; existe una ciencia de amar al prójimo y de hallarle digno de ser amado, así como existe un saber del buen vivir.

 Cuanto más delicado sea un espíritu, más bellezas originales descubre; cuanto más tierna y abierta a la divina esperanza sea un alma, más motivos para amar a su prójimo, por más mancillado que éste se encuentre, el alma halla; esto es obra de la caridad, y se ha visto a más de una contrita viajera, perdida en los áridos desiertos de la desilusión, reconquistar la fe y prendarse con más fuerza de aquello que había perdido, con toda razón, al poseer ahora la ciencia de dirigir su pasión y la de su ser amado.

 El rostro de Madame de Cosmelly empezó lentamente a aclararse; su tristeza resplandecía de esperanza como un sol mojado, y, a penas Samuel terminó su discurso, ella vivamente le dijo con el ingenuo ardor de un niño:

 –¿Es realmente cierto, señor, que eso sea posible? ¿Existen, para los desesperados, ramas de las que puedan sujetarse?

 –Desde luego, señora.

 –¡Ah! Me haría la más dichosa de las mujeres el que usted se dignara enseñarme su fórmula…

 –¡Nada más fácil! –replicó brutalmente Samuel.

 En medio de este galanteo sentimental, la confianza había arribado y, en efecto, había unido las manos de los dos personajes; tan pronto 

 


desaparecieron algunas hesitaciones y prudencias, que a Samuel le parecieron de buen augurio, Madame de Cosmelly le hizo partícipe a su vez de sus confidencias, comenzando así:

 –Comprendo, señor, todo lo que un alma poética puede sufrir por su aislamiento, y cuán vivamente ha de consumirse en su soledad una ambición de corazón como la suya; pero sus pesares, que no pertenecen más que a usted, provienen, como he podido extraer de la pompa de sus palabras, de extrañas necesidades nunca satisfechas y casi imposibles de satisfacer. Usted sufre, es verdad; pero es posible que su sufrimiento constituya su grandeza y que le sea tan necesario como a otros la felicidad. Ahora, dígnese en escuchar, y en simpatizar con penas más comprensibles –¿un dolor de provincia?–. Espero de usted, señor Cramer, el sabio, el hombre espiritual, los consejos y, si es que es posible, la ayuda de un amigo.

 “Usted sabe que en los tiempos en que me conoció, yo era una pequeña niña buena, un poco soñadora ya, igual a usted, aunque tímida y muy obediente; no me miraba en el espejo tan a menudo como usted, y siempre dudaba en comer o en guardarme en los bolsillos los duraznos y las uvas que usted audazmente robaba de las huertas de nuestros vecinos. Jamás encontraba un placer verdaderamente agradable y completo, a no ser que me estuviera permitido; y me parecía mucho mejor abrazarme con un bello muchacho como usted delante de mi vieja tía que en medio del campo. La coquetería y el cuidado que toda muchacha en edad de casarse debe tener consigo misma me llegó tardíamente. Ni bien supe tocar una romanza en el piano, se me vistió con más cuidado, se me forzaba a mantenerme derecha, me hicieron practicar gimnasia, y se me prohibió estropear mis manos plantando flores o criando pájaros. Se me permitió leer otras cosas a más de Berquin, y empezaron a llevarme con portentosas vestimentas al teatro del lugar a ver malas óperas. Cuando el señor de Cosmelly vino al castillo, pronto sentí por él una viva amistad; comparando su floreciente juventud con la vejez un poco irritable de mi tía, lo hallé de lo más noble y honesto, aparte de que usaba conmigo una galantería de lo más respetuosa. Además se citaban sus más bellos rasgos: un brazo roto en duelo por un amigo algo pusilánime que le había confiado el honor de su hermana, grandes préstamos a antiguos camaradas suyos sin fortuna. ¡Qué sé yo! Tenía con todo el mundo un aire de mando, a la vez afable e irresistible, que sin remedio me dominó. ¿Cómo había vivido antes de llevar con nosotros la vida de castillo? ¿Había conocido otros placeres además de ir de caza conmigo o entonar virtuosas romanzas en mi mal piano? ¿Había tenido amantes? Ni supe nada ni pensé jamás en informarme. Empecé a amarlo con toda la credulidad de una joven muchacha que nunca tuvo tiempo de comparar, y me casé con él –lo que hizo a mi tía muy feliz–. Cuando fui su esposa ante Dios y ante la ley, lo amé incluso más. Lo amé demasiado, sin duda. ¿Estaba en lo correcto o equivocada? ¿Quién podría saberlo? Estaba feliz por ese amor, pero mi error fue creer que nada podía perturbarlo. ¿Lo conocía bien antes de casarme con él? No, sin duda; pero no se puede condenar más por su elección imprudente a una honesta muchacha que desea casarse, que a una mujer de mala vida que ha tomado un amante innoble. La una y la otra –¡pobres desdichadas!–, son igualmente ignorantes. Les falta a esas pobres víctimas, que llamamos mujeres en edad de casarse, una abyecta educación, es decir, el conocer los vicios del hombre. Quisiera que cada una de esas pobres chiquillas, antes de someterse al vínculo matrimonial, pudiera escuchar en algún lugar secreto, sin ser vistas, a dos hombres discutir entre ellos sobre las cosas de la vida, sobretodo de mujeres. Después de esta primera y temible prueba, ellas podrían entregarse 

 


con menos peligro a las terribles suertes del matrimonio, conociendo las virtudes y debilidades de sus futuros tiranos.”

 Samuel no sabía exactamente adónde quería llegar la encantadora víctima; mas se dio cuenta de que hablaba demasiado de su marido como para ser una mujer desilusionada.

 Después de una pausa de algunos minutos, como si temiera abordar el hecho funesto, Madame de Cosmelly prosiguió de esta forma:

 –Un día, el señor de Cosmelly quiso volver a París; hacía falta que yo resplandeciera y que me ubique a la altura de mis méritos. Una mujer bella e instruida, decía él, se debe a París; tiene que saber actuar delante del mundo y dejar caer algunos rayos de su encanto sobre su marido; una mujer de espíritu noble y de sentido común sabe que no puede esperar gloria alguna a no ser una parte de la de su compañero de viaje, que ella sirve las virtudes de su marido y, sobre todo, que no puede ser respetada si no lo sabe hacer respetar. Sin duda, éste era el medio más sencillo y seguro de hacerse obedecer casi con alegría, de saber que mis esfuerzos y mi obediencia me embellecerían a sus ojos; seguramente no hacía falta tanto para decidirme a abordar aquel terrible París, al que instintivamente temía, y cuyo negro y deslumbrante fantasma erigido en el horizonte de mis sueños oprimía mi pobre corazón de novia. Aquel parecía, al escucharle, el verdadero motivo de nuestro viaje. La vanidad de un marido hace la virtud de una mujer enamorada. Tal vez se mentía a sí mismo con una especie de buena fe y engañaba a su conciencia sin darse demasiada cuenta de ello. En París, tuvimos días reservados para nuestros íntimos, de los que a la larga el señor de Cosmelly se aburría, tal y como se había aburrido de su esposa. Tal vez se había hartado un poco de su mujer, ya que ella sentía demasiado amor y ponía a su corazón por delante de todo. De sus amigos se hartó por la razón contraria. Ellos no tenían nada que ofrecerle a no ser el placer de las conversaciones monótonas en las que la pasión no ocupaba lugar alguno. Desde entonces, su actividad tomó otro rumbo. Después de los amigos vinieron los caballos y el juego. El murmullo del mundo y la visita de aquellos que descansaban sin trabas y que sin cesar le contaban los recuerdos de una loca y ocupada juventud, lo alejaron de las largas conversaciones hogareñas y de su sitio junto al fuego. Él, que jamás había tenido otro asunto que su corazón, tuvo varias distracciones. Rico y sin profesión, supo crearse multitud de ocupaciones renuentes y frívolas que ocupaban todo su tiempo. Las preguntas conyugales: “¿A dónde vas?”, “¿A qué hora te veremos? ¡Regresa pronto!”, tuve que reprimirlas en el fondo de mi pecho; ya que la vida inglesa –asesina de todo corazón–, la vida de los clubes y de los círculos, lo había absorbido por completo. El cuidado exclusivo de su persona y el dandismo que destilaba ante todo me chocaron, pues era evidente que yo no era el motivo. Yo quería hacer como él, estar más bella, quiero decir coqueta, coqueta para él, como lo era él para el mundo; antes yo ofrecía todo, lo daba todo, a partir de entonces quise hacerme rogar. Quería reanimar las cenizas de mi extinta felicidad, agitándolas y revolviéndolas; pero al parecer yo era poco hábil para la astucia y bastante torpe para el vicio; ya que no se dignó ni en percibirlo. Mi tía, cruel como todas las mujeres viejas y envidiosas que son reducidas a admirar un espectáculo del que antaño fueron protagonistas, y a contemplar alegrías inaccesibles para ellas, puso gran esmero en hacerme saber, por medición interesada de un primo del señor de Cosmelly, que él se había enamorado de una actriz muy en boga y aclamada. Me hice entonces llevar a todos los espectáculos, y cada vez que veía entrar en escena a alguna mujer medianamente bella, temblaba al imaginar en ella a mi rival. Finalmente me enteré, por caridad del mismo primo, que se trataba de la Fanfarlo, una bailarina tan hermosa como tonta. Usted, que es autor, sin duda la conoce. Yo no soy ni muy vanidosa ni muy orgullosa de mi figura; pero, se lo juro, señor Cramer, que repetidas 

 


veces, por la noche, a eso de las cuatro o cinco de la mañana, cansada de esperar a mi marido, con los ojos rojos por los llantos y el insomnio, luego de largos y suplicantes ruegos por su retorno a la fidelidad y al deber, le pregunté a Dios, a mi conciencia y a mi espejo, si yo era tan bella como esa miserable Fanfarlo. Mi espejo y mi conciencia respondieron que sí. Dios me ha prohibido vanagloriarme de ello, pero no de tomarlo como una legítima victoria. ¿Por qué entre dos mujeres de igual belleza, los hombres prefieren la flor que ha sido respirada por todos en vez de la que ha sido escondida de los pasantes entre los más oscuros senderos del jardín conyugal? ¿Por qué las mujeres pródigas de sus cuerpos, tesoro del cual un sólo sultán debe tener la llave, tienen más admiradores que nosotras, las infelices mártires de un único amor? ¿De que mágico encanto el vicio aureola a ciertas mujeres? ¡Responda, usted que, por su estado, de seguro conoce todos los sentimientos existentes así como sus diversos orígenes!

 Samuel no tuvo tiempo de responder, pues ella ardientemente continuó:

 –Pero al señor de Cosmelly le pesarán sobre su conciencia faltas muy graves, eso si la pérdida de un alma joven y virgen interesa al Dios que la creó para dicha de otra. Si el señor de Cosmelly muriera esta misma tarde, tendría que implorar por varias absoluciones; ya que, por su culpa, su mujer ha experimentado horribles sentimientos: el odio, la desconfianza al ser amado y la sed de venganza. ¡Ah, señor! He pasado noches muy dolorosas, insomnios muy inquietos; rezo, maldigo, blasfemo… El cura me dice que hay que llevar nuestra cruz con resignación; pero el amor desmedido, la fe quebrantada, no saben resignarse. Mi confesor no es mujer, y yo amo a mi marido; lo amo, señor, con toda la pasión y todo el dolor de una amante batida y postrada en sus pies. No hay nada que no haya intentado. En lugar de las vestimentas sombrías y sencillas con las cuales su mirada antaño se extasiaba, usé trajes alocados y suntuosos como los que usan las actrices. Yo, la casta esposa que él había ido a buscar al fondo de un pobre castillo, desfilé ante él con ropa de mujerzuela; me comportaba espiritual y alegre cuando sentía la muerte recorrer mi corazón. Llene mi desesperación de lentejuelas con mis deslumbrantes sonrisas. Desgraciadamente, él no vio nada. ¡Me pinté de rojo, señor, de rojo! Como puede ver, es una historia banal, la historia de todas las desdichadas, ¡una historia de provincia!