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Índice

Cubierta

LOS HERMANOS TANNER

Capítulo primero

Capítulo segundo

Capítulo tercero

Capítulo cuarto

Capítulo quinto

Capítulo sexto

Capítulo séptimo

Capítulo octavo

Capítulo noveno

Capítulo décimo

Capítulo undécimo

Capítulo duodécimo

Capítulo decimotercero

Capítulo decimocuarto

Capítulo decimoquinto

Capítulo decimosexto

Capítulo decimoséptimo

Capítulo decimoctavo

Créditos

LOS HERMANOS TANNER

Capítulo primero

Una mañana, un joven de aspecto adolescente entró en una librería y pidió ser presentado al dueño. Hicieron lo que deseaba. El librero, un hombre mayor y de muy venerable porte, clavó una penetrante mirada en el personaje algo tímido que tenía delante y lo invitó a que hablase.

–Quiero ser librero –dijo el juvenil principiante–, es un deseo muy intenso y no sé qué podría impedirme llevar a cabo mi propósito. El oficio de librero me ha parecido siempre fascinante y no veo por qué habría de consumirme más tiempo lejos de tan entrañable y hermosa ocupación. Pues tal como ahora me ve aquí ante usted, caballero, me considero extraordinariamente apto para vender libros en su tienda, y tantos como pudiera desear vender usted mismo. Soy un vendedor nato: amable, ágil, educado, rápido, más bien parco en palabras, resuelto, calculador, atento y honrado, aunque no tan neciamente honrado como quizá parezca. Puedo hacer rebajas si veo ante mí a un pobre estudiante, y disparar los precios para hacerles un favor a esos ricachones que, sospecho, a veces ya ni saben qué hacer con su dinero. Pese a mi juventud, creo conocer un poco al ser humano, y además me gusta la gente, por muy distinta que sea. De modo que nunca pondré mi experiencia humana al servicio de la estafa, y menos aún se me ocurrirá perjudicar su preciado negocio tratando con exagerado miramiento a ciertos pobres diablos. En una palabra: mi amor por la gente mantendrá, en la balanza de las ventas, un agradable equilibrio con la razón mercantil, que tiene un peso similar y me parece tan necesaria para la vida como un alma rebosante de cariño: sabré mantener la justa medida, puede estar seguro de ello desde ahora.

El librero miraba al joven con una mezcla de asombro y atención. Parecía albergar dudas sobre si su interlocutor, que tan bien hablaba, le había o no causado buena impresión. Incapaz de juzgarlo adecuadamente, y un tanto confundido por él, sólo atinó, en medio de su desconcierto, a preguntar afablemente:

–¿Podría informarme sobre usted, mi estimado joven, en el lugar apropiado?

El interpelado repuso:

–¿En el lugar apropiado? No sé a qué llamará usted «el lugar apropiado», pero me parecería conveniente que renunciara a obtener información al respecto. ¿A quién podría pedírsela? Y ¿qué sentido tendría hacerlo? Muchas cosas le dirían sobre mí, pero ¿bastarían para tranquilizarlo? ¿Qué sabría usted de mí aunque le dijeran, por ejemplo, que provengo de una gran familia, que mi padre es un hombre respetable, mis hermanos, personas hábiles y prometedoras, y yo mismo, perfectamente utilizable, un poquito veleidoso, aunque no carente de esperanzas y digno de merecer cierta confianza, etc., etc.? No sabría usted nada sobre mí ni tendría el menor motivo para emplearme, con mayor tranquilidad, como vendedor de su tienda. No, caballero, las averiguaciones, por regla general, no valen un ardite; se lo desaconsejo vivamente (si puedo permitirme aconsejar a un señor mayor como usted), porque sé que si estuviera en mi poder y en mi naturaleza engañarle y defraudar las esperanzas que usted, basado en esas averiguaciones, hubiera depositado en mí, lo haría en tanta mayor escala cuanto mejores fueran dichos informes, que sólo habrían mentido al decir de mí cosas buenas. No, caballero, si piensa usted emplearme le ruego mostrar algo más de valor que la mayoría de los jefes con los que he tenido que vérmelas, y contratarme según la impresión que ahora pueda causarle. Además, si quiere que le diga la verdad, los informes que sobre mí obtuviera sólo podrían ser negativos.

–¿Ajá? ¿Y por qué?

–De todos los puestos donde he estado –prosiguió el jovenme he marchado pronto porque no me apetecía derrochar mis energías juveniles en la estrechez y el letargo de las copisterías, aunque en opinión de todos se tratara de las más prestigiosas, como son las oficinas bancarias, por ejemplo. Jamás me han expulsado de ningún lugar hasta la fecha; siempre me he marchado por el mero placer de dejar puestos y oficios que, si bien prometían carrera y sabe Dios qué otras cosas, me habrían matado de haberme quedado en ellos. En todos los lugares donde he estado han lamentado, en general, mi salida, deplorando mi forma de actuar y augurándome un mal futuro; aunque también han tenido la delicadeza de desearme éxito en mi carrera ulterior. En su tienda, señor librero –y aquí la voz del joven adquirió un súbito tono de sinceridad–, estoy seguro de que pasaré algunos años. En cualquier caso, existen muchas y muy fundadas razones para que se anime a hacer un intento conmigo.

El librero respondió:

–Me gusta su franqueza; le haré trabajar ocho días en mi tienda a título de prueba. Si veo que vale y tiene visos de querer quedarse más tiempo, volveremos a hablar.

Y con estas palabras, que marcaron a la vez el despido provisional del joven aspirante al puesto, pulsó el viejo un timbre eléctrico a cuyo llamado, y como traído por una ráfaga de viento, apareció un hombrecillo anciano, de gafas.

–¡Déle trabajo a este joven!

Las gafas asintieron. Y Simon quedó así convertido en ayudante de librero. Simon, sí, pues tal era su nombre.

Por entonces, uno de los hermanos de Simon, el doctor Klaus, domiciliado en una capital cantonal y muy conocido en ella, vivía preocupado por el comportamiento de su joven hermano. Era un hombre bueno, tranquilo y cumplidor de sus deberes, que hubiera visto con sumo agrado que sus hermanos, al igual que él, el mayor, llegasen a ocupar una sólida y respetable posición en la vida. Mas no era éste precisamente el caso, al menos hasta entonces, y a tal punto era más bien lo contrario que el doctor Klaus empezó, en su corazón, a hacerse toda suerte de reproches. Se decía por ejemplo: «Hace ya tiempo que hubiera debido ocuparme de encauzar a estos hermanos por el buen camino. Hasta ahora los he tenido abandonados. ¿Cómo he podido descuidar este deber?, etc., etc.». El doctor Klaus conocía miles de deberes grandes y pequeños, y a veces hasta daba la impresión de echar en falta algunos más. Era una de esas personas que, impelidas por el imperativo de cumplir con su deber, se precipitan en un edificio ruinoso y construido enteramente con deberes ímprobos, por miedo a que alguna obligación recóndita y poco evidente pudiera, llegado el caso, írsele de las manos. Se imponen muchas horas de inquietud por aquellos deberes no cumplidos, sin pensar que un deber deposita siempre otro, nuevo, sobre los hombros de quien ha asumido el primero, y creen haber cumplido con algo parecido a una obligación sintiéndose inquietos y angustiados por su aún oscura existencia. Se enredan con facilidad en muchas cosas que, si las considerasen con más calma, no tendrían por qué importarles, y quisieran ver a los demás tan cargados de preocupaciones como ellos mismos. Suelen mirar con envidia a los desprejuiciados y exentos de obligaciones, y echarles luego en cara su irreflexión y falta de escrúpulos al ir tan campantes por la vida, con la cabeza tan fácilmente erguida. El doctor Klaus se imponía a veces algún descuido mínimo, modesto, aunque luego volvía siempre al gris y sombrío mundo de sus deberes, bajo cuyo conjuro languidecía como en una prisión oscura. Quizás alguna vez, cuando todavía era joven, tuvo ganas de cortar por lo sano, pero le faltaron fuerzas para dejar tras de sí, sin darle cumplimiento, algo que parecía un deber monitorio, soslayándolo con una sonrisa de desdén. ¿Desdén? ¡Qué va: él nunca desdeñaba nada! Pensaba que, de haber querido intentarlo alguna vez, habría salido muy mal parado y siempre hubiera recordado con pesar el objeto de su desdén. Jamás despreciaba nada, y perdía su joven vida disponiendo y analizando cosas en absoluto dignas de análisis, examen, cariño o consideración alguna. Así se fue haciendo mayor, y como no era un hombre carente de sensibilidad ni fantasía, muchas veces se reprochaba acremente no haber atendido la obligación de ser él mismo un poquito feliz. Era ésta una omisión más, que venía a demostrar muy a las claras que justamente las personas con mayor sentido del deber jamás logran cumplir con todas sus obligaciones, que hasta puede resultarles más fácil desatender sus deberes principales para recordarlos sólo al cabo de un tiempo, cuando quizás ya sea demasiado tarde. Más de una vez el doctor Klaus había pensado en sí mismo con cierta tristeza, evocando una dicha entrañable que se le había escapado, la dicha de verse unido a una muchacha joven y amorosa que, por supuesto, hubiera debido proceder de una familia irreprochable. Uno de esos días en que pensaba en sí mismo con melancolía, escribió a su hermano Simon, por quien sentía un cariño sincero y cuya manera de enfrentarse al mundo lo inquietaba, una carta en la que le decía más o menos lo siguiente:

Querido hermano: No pareces dispuesto a escribir ni una palabra sobre ti. A lo mejor las cosas te van mal y por eso no escribes. Estás una vez más, como tantas otras, sin un trabajo fijo y regular: muy a mi pesar he venido a enterarme de esto, a través de terceras personas. De ti mismo no puedo esperar ya noticias sinceras, por lo visto. Y esto me duele, créeme. Con la cantidad de cosas desagradables que pesan sobre mí actualmente, ¿tienes que contribuir también tú, de quien siempre había esperado tanto, a ensombrecer mi estado de ánimo que, por muchas razones, no es precisamente de color de rosa? No he perdido las esperanzas, pero si aún sientes algún cariño por tu hermano, no me hagas seguir esperando vanamente en ti mucho tiempo. Haz, de una vez por todas, algo que justifique el seguir creyendo en ti de una forma u otra. Tienes talento y posees –me complace imaginarlo– una mente clara; además eres inteligente, y en todo cuanto haces o dices se ha visto reflejado siempre aquel fondo bueno que toda la vida he sospechado en tu alma. Pero ahora que sabes cómo funciona el mundo, ¿por qué sigues mostrando tan poca perseverancia y te embarcas tan rápidamente en aventuras siempre nuevas? ¿No te angustia tu forma de actuar? Debo sospechar en ti mucha energía para soportar ese continuo cambio de ocupación, que a nada conduce en esta vida. Yo, en tu lugar, habría desesperado de mí mismo hace ya tiempo. La verdad es que no te entiendo en este punto, pero justamente por eso no pierdo las esperanzas de verte seguir con firmeza una carrera cuando te hayas hartado de comprobar que sin paciencia y buena voluntad no se consigue nada en esta vida. Y tú, sin duda, querrás conseguir algo. Tan falto de ambiciones tampoco eres, al menos que yo sepa. Mi consejo es el siguiente: persevera, resígnate a trabajar durante tres o cuatro breves años, obedece a tus superiores, demuestra que eres capaz de rendir, pero también que tienes carácter, y se te abrirá un camino que te llevará por todo el mundo conocido, si es que te apetece viajar. El mundo y la gente te mostrarán una cara totalmente nueva si de verdad eres alguien, si puedes significar algo para el mundo. Y así encontrarás tal vez, me parece, mucha más satisfacción en la vida que un hombre sabio, que si bien conoce perfectamente los hilos de los que depende todo cuanto vive y actúa, permanece atado al estrecho mundo de su cuarto de estudio, donde a menudo –y puedo decírtelo por experiencia personal– no se halla muy a gusto que digamos. Aún estás a tiempo de convertirte en un comerciante extraordinariamente hábil, y no sabes hasta qué punto un comerciante tiene oportunidades de transformar su propia vida en otra muy intensa y plena. Tal como ahora eres, no haces sino deslizarte por los rincones y hendiduras de la vida: hay que acabar con esto. Quizá hubiera debido intervenir antes, mucho antes, quizá hubiera debido ayudarte más con hechos que con simples palabras de estímulo, pero no sé si con tu carácter orgulloso y siempre dispuesto a ayudarte a ti mismo en todas partes, no te hubiera ofendido en vez de convencerte de verdad. ¿En qué ocupas ahora tus días? Anda, cuéntamelo. Tal vez merezca, dadas las preocupaciones que me causas, que seas un poco más locuaz y comunicativo conmigo. Pues ¿quién soy yo después de todo para que la gente evite abordarme con naturalidad y confianza? ¿Me tienes miedo acaso? ¿Qué hay en mí de evitable? ¿Acaso el hecho de que sea el «mayor» y tal vez sepa algo más que tú? Pues has de saber que me encantaría ser otra vez joven, irreflexivo e ignorante. No estoy tan contento, querido hermano, como debiera estarlo un ser humano. No soy feliz. Quizá sea demasiado tarde para que acceda a la felicidad. Estoy en una edad en la que el hombre que no tiene todavía un hogar propio piensa, no sin una nostalgia dolorosísima, en los afortunados que tienen la alegría de ver a una mujer joven al frente de su casa. Amar a una muchacha es algo bello, hermano. Y me ha sido negado. Pues no, no tienes por qué temerme, soy yo quien vuelve a buscarte, quien te escribe, quien espera recibir una respuesta confiada y cariñosa. Tal vez seas más rico que yo, tengas más esperanzas y mucho más derecho a abrigarlas, quizá tengas proyectos y perspectivas con los que yo ni siquiera sueño; la verdad es que ya no te conozco del todo, ¿cómo sería esto posible después de tantos años de alejamiento? Permíteme conocerte de nuevo y oblígate a escribirme. Tal vez aún me sea dado ver felices a todos mis hermanos; a ti, en cualquier caso, quisiera saberte contento. ¿Qué es de Kaspar? ¿Os escribís? ¿Cómo va su arte? También me encantaría saber algo de él. Adiós, hermano. Quizá volvamos a hablarnos pronto. Tu

Klaus.

Al cabo de ocho días se presentó Simon en el despacho de su jefe –ya era de noche– y le dirigió el siguiente discurso:

–Usted me ha desilusionado, y no ponga esa cara de sorpresa, ya es imposible cambiar nada: hoy mismo me iré de su tienda y le ruego que me pague mi sueldo. Déjeme terminar, por favor. Sé demasiado bien lo que quiero. En estos ochos días el trabajo en la librería se me ha vuelto aborrecible si ha de consistir en pasarse el día entero, desde la mañana hasta bien entrada la noche, mientras allá fuera brilla un suavísimo sol invernal, de pie junto a un escritorio, con el espinazo curvado porque el mueble es demasiado pequeño para mi estatura, y en escribir como cualquier amanuense de mala muerte, cumpliendo una labor que no se aviene nada bien con mi carácter. Puedo hacer cosas muy distintas, mi estimado señor librero, de las que aquí tienen a bien confiarme. Creí que en su tienda podría vender libros, atender a un público elegante, hacer una reverencia y decir adiós a los clientes que se dispusieran a abandonar la librería. También creí que tendría oportunidad de echar una ojeada a los arcanos del comercio de libros y captar al vuelo los rasgos del mundo en el rostro y la marcha del negocio. Mas no hubo nada de todo esto. ¿Cree acaso que mi juventud está atravesando un momento tan malo que me obligue a asfixiarla y encorvarla en una librería perfectamente inútil? También se equivoca usted, por ejemplo, si piensa que la espalda de un joven está ahí para encorvarse. ¿Por qué no me asignó un buen escritorio o un pupitre decente, que se adaptara a mi talla? ¿No hay acaso magníficos escritorios de estilo americano? Si se quiere tener un empleado, digo yo, es preciso saber también instalarlo. Y esto es algo que usted, según parece, ignoraba. Sabe Dios todo lo que se le exige a un joven principiante: diligencia, fidelidad, puntualidad, tacto, lucidez, modestia, mesura, perspicacia y quién sabe cuántas cosas más. Sin embargo, ¿a quién se le ocurriría exigirle una virtud cualquiera a un señor jefe? ¿Debo acaso echar por la borda mis energías, mi deseo de hacer cosas, la alegría que me inspiro a mí mismo y mis brillantísimos talentos detrás del viejo, miserable y estrecho escritorio de una librería? No, antes que hacer algo así preferiría alistarme como soldado y vender totalmente mi libertad, para no volver a poseerla nunca más. No me gusta, estimado señor, poseer algo a medias; prefiero contarme entre los que nada tienen, al menos así mi alma aún será mía. Pensará que es poco decoroso hablar con tanta vehemencia y que éste tampoco es el lugar apropiado para hacerlo: pues bien, aquí me callo, págueme lo que me corresponde y no volverá a verme nunca más.

El viejo librero se quedó de una pieza al oír hablar así a ese jovencito tímido y tranquilo que tan a conciencia había trabajado aquellos ocho días. De la habitación contigua se asomaron cinco cabezas de empleados y dependientes para observar y escuchar la escena. El anciano dijo:

–De haber sospechado esto de usted, señor Simon, me lo hubiera pensado dos veces antes de darle trabajo en mi tienda. Parece usted una persona extrañamente inconstante. Como no le cuadra un escritorio, lo demás tampoco le cuadra. ¿De qué parte del mundo es usted? ¿Son allí los otros jóvenes de su misma calaña? Mire qué papel está haciendo ahora frente a mí, un hombre viejo. Ni usted mismo sabe lo que realmente quiere en esa cabecita inmadura. Bueno, no pienso retenerlo en mi tienda; aquí tiene su dinero, pero, francamente, este asunto no me ha gustado nada.

Y el librero le dio la paga, que Simon se guardó en el bolsillo.

Cuando llegó a su casa, vio la carta de su hermano sobre la mesa, la leyó y pensó en su fuero interno: «Es un buen tipo, pero no le escribiré. No sé cómo describir mi situación, y tampoco vale la pena hacerlo. No tengo ninguna razón para quejarme ni, menos aún, para dar saltos de alegría; sí, en cambio, miles de razones para guardar silencio. Es cierto lo que me escribe, pero justamente por eso quiero darme por satisfecho con esa verdad. El que sea desdichado es algo que tendrá que arreglar consigo mismo, aunque no creo que lo sea tanto. En las cartas se suele dar esta impresión. Al escribir nos vamos dejando arrastrar y acabamos diciendo imprudencias. En las cartas el alma siempre quiere tomar la palabra y por lo general hace el ridículo. Por eso prefiero no escribir». Y con esto dio por terminado el asunto. Simon estaba lleno de ideas, de ideas estupendas. Cuando pensaba, le venían sin querer ideas estupendas. A la mañana siguiente, bajo un sol que cegaba, se presentó en la oficina de empleo. El hombre que estaba allí sentado escribiendo se puso en pie. Conocía muy bien a Simon y solía tratarlo con una especie de familiaridad burlona y simpática.

–¡Ah, Herr Simon! ¡Nuevamente por aquí! ¿Qué asunto lo trae por estos lares?

–Busco un empleo.

–Ya son muchas las veces que ha buscado empleo en nuestra oficina; casi me atrevería a decir que busca usted empleos con una celeridad inquietante –el tipo se echó a reír, pero sin ruido, porque era incapaz de soltar una risotada brusca–. ¿Cuál fue su último trabajo, si no es indiscreción?

Simon replicó:

–Era enfermero, y quedó claro que tengo todos los atributos necesarios para poder cuidar enfermos. ¿Por qué se asombra tanto de que empiece así? ¿Es tan terriblemente extraño que un hombre de mi edad practique oficios distintos, que intente ser útil a la gente más diversa? En mí lo encuentro hermoso, porque lo que hago exige valor. Mi orgullo no se siente ofendido en absoluto; por el contrario: presumo un poco de poder resolver cualquier tarea que me imponga la vida y de no temblar ante dificultades frente a las que la mayoría de la gente se arredra. Pueden necesitarme, y esta certeza basta para satisfacer mi orgullo. Quiero ser útil.

–¿Y por qué entonces no siguió trabajando de enfermero? –preguntó el hombre.

–No tengo tiempo para quedarme en una sola y única profesión –replicó Simon–, y jamás se me ocurriría, como a muchos otros, echarme a descansar en un oficio como en una cama de muelles. No, jamás lo conseguiría, ni aunque llegase a tener mil años. Preferiría ser soldado.

–Tenga cuidado, no sea que acabe así.

–También hay otras salidas. Lo de ser soldado es un decir mío, con el cual me he acostumbrado a terminar mis discursos. ¿Qué salidas no tendría un joven como yo? En el verano puedo ir al campo y ayudar a un campesino a guardar a tiempo la cosecha en sus graneros: me recibirá bien y apreciará mi fuerza. Me dará de comer, buena comida, pues se cocina bien en el campo; cuando me vaya pondrá en mi mano algún dinero en efectivo, y su joven hija, una chiquilla fresca y guapísima, me sonreirá con tanta gracia al despedirse que me quedaré pensando un rato largo en ella al proseguir mi camino. ¿Qué tiene de malo dar caminatas, aunque llueva o esté nevando, si se posee un par de piernas sanas y se dejan en casa las preocupaciones? Usted, en la estrechez de su rincón, no se imagina lo delicioso que es correr por los caminos del campo. ¿Que son polvorientos? Pues sí, lo son, ¿qué más da? Y luego buscarse un lugarcito fresco a orillas de un bosque, donde la mirada disfrute de un panorama espléndido estando uno echado, donde los sentidos hallen reposo en forma natural y los pensamientos puedan discurrir a su antojo. Me dirá usted que cualquier otro, usted mismo, por ejemplo, podría hacer esto en sus vacaciones. Pero ¿qué son las vacaciones? No puedo evitar reírme al pensar en ellas. No quiero tener nada que ver con vacaciones. Las detesto. No se le ocurra ofrecerme un puesto con vacaciones. Para mí no tienen ningún atractivo; me moriría si me dieran vacaciones. Quiero luchar con la vida hasta hundirme yo solo, no quiero saborear la libertad ni las comodidades, odio la libertad cuando me la tiran a la cara como se tira un hueso a un perro. Esto es lo que pienso de sus vacaciones. Si cree tener ante sí a un hombre deseoso de vacaciones, se equivoca, aunque, por desgracia, tengo mis motivos para suponer que piensa así de mí.

–Aquí hay un puesto de pasante de abogado que está libre por un mes, más o menos. ¿Le conviene?

–Por cierto, caballero.

Y Simon entró a trabajar con el abogado. Ganó una apreciable sumita y pasó una temporada muy feliz. Nunca encontró el mundo tan hermoso como cuando estuvo con ese abogado. Conoció gente agradable, copiaba con facilidad y sin fatigarse el día entero, verificaba cuentas, escribía al dictado, tarea en la que era un experto consumado y, para asombro suyo, se portaba espléndidamente –al punto de que su jefe se preocupaba mucho por él–, bebía cada tarde su taza de té y al escribir soñaba mirando por la ventana el aire diáfano y luminoso. Soñar sin descuidar sus deberes era algo que sabía hacer de maravilla. «Estoy ganando tanto», pensaba, «que podría buscarme una chica». Muchas veces, mientras trabajaba, la luz de la luna entraba por la ventana, embelesándolo.

Hablando un día con su amiguita Rosa, Simon le dijo lo siguiente:

–Mi abogado tiene una nariz larga y encarnada y es un tirano, pero me llevo muy bien con él. Encuentro divertido su carácter gruñón e imperioso, y me asombra ver lo bien que obedezco todas sus órdenes, a menudo injustas. Me gusta que a veces la relación se ponga un poco tensa, me conviene: me eleva a cierta altura cálida y estimula mis ganas de trabajar. Tiene una esposa bella y esbelta, que me agradaría retratar si fuera pintor. Los ojos de esa mujer son, créame, enormes y maravillosos, y sus brazos, espléndidos. Muchas veces hace algún trabajito en el despacho; ¡con qué desprecio me mirará entonces a mí, pobre amanuense! Tiemblo al ver ese tipo de mujeres, y sin embargo soy feliz. ¿Se ríe? Con usted, por desgracia, estoy acostumbrado a ser sincero y hablar sin tapujos, y espero que sepa apreciarlo.

Efectivamente, a Rosa le gustaba que fueran sinceros con ella. Era una muchacha extraordinaria. Sus ojos tenían un brillo fabuloso, y sus labios eran simplemente perfectos.

Simon prosiguió:

–Cuando voy a trabajar a las ocho de la mañana, me siento increíblemente solidario con todos los que también tienen que entrar a las ocho de la mañana. ¡Qué gran cuartel, esta vida moderna! Y no obstante ¡qué hermosa y rica en ideas es justamente esta uniformidad! Anhelamos constantemente algo que debería ocurrirnos, que debería salirnos al paso. ¡Es tan poco lo que poseemos! ¡Somos tan pobres diablos! ¡Nos sentimos tan perdidos en medio de todo ese culturalismo, de todo ese orden y esa exactitud! Subo los cuatro pisos por la escalera, entro, doy los buenos días y empiezo a trabajar. ¡Dios mío! ¡Qué poco debo rendir! ¡Qué pocos conocimientos se me exigen! ¡Qué poco parecen sospechar que también podría hacer cosas muy distintas! Pero ahora me viene muy bien esta espléndida falta de exigencias por parte de quienes me dan trabajo. Puedo pensar mientras trabajo, tengo grandes probabilidades de convertirme en pensador. ¡Pienso en usted con frecuencia!

Rosa se rió:

–Es usted un pillo, pero continúe, lo que dice me interesa.

–El mundo es realmente fabuloso –prosiguió Simon–, puedo sentarme aquí, a su lado, y nadie me impide charlar con usted horas enteras. Sé que le gusta escucharme. Encuentra que tengo cierta gracia al hablar, y ahora tendré que reírme mucho para mis adentros por haber dicho esto. Pero resulta que yo digo todo lo que me pasa por la cabeza, aunque sea, por ejemplo, un autoelogio. Con la misma facilidad puedo también criticarme, e incluso me alegra tener ocasión de hacerlo. ¿Acaso no deberíamos poder decirlo todo? ¡Cuántas cosas se pierden por querer examinarlas detalladamente primero! No me gusta pensar mucho antes de hablar, y, sea o no oportuno, tengo que soltarlo. Si soy vanidoso, pues que salga a relucir mi vanidad; si fuese avaro, la avaricia hablaría con mis palabras; si soy honesto, no cabe duda de que la honestidad resonará en mi boca, y si Dios hubiera hecho de mí un hombre de bien, mis buenas prendas hablarían por mis labios, dijese lo que dijese. A este respecto estoy tranquilo, porque creo conocerme y conocernos un poquito, y porque me avergüenza demostrar miedo en la conversación. Si, por ejemplo, ofendo, hiero, humillo o hago enfadar a alguien con mis palabras, ¿no puedo acaso remediar esta mala impresión añadiendo unas palabras más? Sólo reflexiono en lo que estoy diciendo cuando veo arrugas de fastidio en el rostro de mi interlocutor, como ahora en el suyo, Rosa.

–No tiene nada que ver.

–¿Está cansada?

–Vuelva a su casa, Simon. Es verdad que ahora estoy cansada. Es usted entrañable cuando habla. Lo quiero mucho.

Rosa tendió la manita a su joven amigo y éste se la besó, le dio las buenas noches y se marchó. Cuando se hubo ido, la pequeña Rosa lloró un buen rato en silencio. Lloraba por su amante, un joven de pelo rizado, andar elegante y boca de perfiles nobles, pero de vida desordenada. «Así amamos a quienes no lo merecen», dijo para sus adentros, «aunque ¿hay quien ame porque desee valorar algún mérito? ¡Ridículo! ¿Qué me importan los méritos si lo que quiero es tener al ser que amo?».

Y se fue a dormir.

Capítulo segundo

Un día, a eso de las doce, llamó Simon bastante tímidamente al timbre de una casa elegante, aislada y con jardín. Al oír el timbrazo tuvo la impresión de que el que había llamado era un mendigo. Si él, por ejemplo, hubiera estado dentro de la casa en calidad de propietario, tal vez sentado a la mesa habría preguntado, volviéndose perezosamente hacia su mujer: «¿Quién llamará? ¡Seguro que es un mendigo!». Mientras esperaba iba pensando: «A la gente distinguida la imaginamos siempre a la mesa, o en un carruaje, o vistiéndose con ayuda de criados y criadas, mientras que a los pobres los suponemos siempre fuera, en el frío, con los cuellos del abrigo levantados como yo ahora, esperando ante la puerta de un jardín con el corazón palpitante. La gente pobre tiene por lo general un corazón veloz, activo, ardiente; ¡los ricos tienen en cambio corazones fríos, anchos, recalentados, acolchados y atrancados! ¡Oh, qué aliviado me sentiría si viniese alguien a toda prisa! Esperar frente a la puerta de un rico tiene algo oprimente. Pese a mi poco de experiencia mundana, ¡cómo me tiemblan las piernas!». Y, en efecto, estaba temblando cuando una criada salió a abrir al que esperaba fuera. Simon no podía evitar una sonrisa cuando alguien le abría una puerta y lo invitaba a entrar, y aquella vez tampoco faltó la sonrisa, que en su cara parecía un ruego apenas perceptible y que tal vez pueda observarse en mucha gente.

–Busco una habitación.

Simon se quitó el sombrero ante una bella dama que examinó al recién llegado con atención. Le gustó que lo hiciera, pues sintió que ella tenía derecho a hacerlo y advirtió que al mismo tiempo no perdía su afabilidad.

–¿Quiere pasar? Por aquí, al piso de arriba.

Simon rogó a la señora que lo precediera. Y, por vez primera en su vida, hizo el gesto pertinente con la mano. Abriendo una puerta, la dama señaló la habitación al joven.

–¡Qué cuarto tan bonito! –exclamó Simon, realmente sorprendido–, demasiado bonito para mí, por desgracia, demasiado elegante para mí. Ha de saber que soy una persona muy poco idónea para un cuarto tan elegante. Y, sin embargo, me encantaría vivir en él, sí, mucho, hasta diría que muchísimo. En realidad, no ha hecho usted bien en mostrarme esta habitación. Mejor hubiera sido que me echase de su casa. ¡Atreverme yo a echar una mirada a una mansión tan alegre, tan bella, hecha como para ser residencia de un dios! ¡En qué casas tan bellas vive la gente acomodada, los que poseen algo! Yo nunca he poseído nada, nunca he sido nada y, pese a las esperanzas de mis padres, jamás seré nada. ¡Qué vista tan maravillosa desde las ventanas! ¡Y qué hermosura de muebles, realmente espléndidos! ¡Y estas cortinas tan preciosas, que dan al cuarto cierto aire virginal! Aquí tal vez podría convertirme en una persona delicada y buena, si es cierto que, como se dice, el entorno puede transformar al ser humano. ¿Me permite mirar otro poco, quedarme un minuto más aquí?

–Por supuesto.

–Se lo agradezco.

–¿Qué hacen sus padres? Y, si me permite la pregunta, ¿en qué sentido es usted un «don nadie», como acaba de afirmar?

–Estoy sin trabajo.

–Para mí eso es lo de menos... Todo depende...

–No, tengo pocas esperanzas. Cierto es que, para ser sincero, tampoco debería decir esto. Estoy lleno de esperanzas. Nunca, nunca me abandonan. Mi padre es un hombre pobre, pero feliz de vivir, al que ni remotamente se le ocurriría comparar la miseria de sus días actuales con el esplendor de los pasados. Vive como un joven de veinticinco años y no se hace ningún problema por su situación. Yo lo admiro e intento imitarlo. Si él, con sus blanquísimos cabellos, aún puede estar contento, su joven hijo tendrá la obligación, treinta y cien veces más, de llevar bien erguida la cabeza y lanzar a la gente miradas fulminantes. Pero mi madre me dejó, y a mis hermanos mucho más que a mí, una serie de ideas al traerme a este mundo. Mi madre falleció –de la boca de la señora, que escuchaba con gesto amable, se escapó un ¡oh! de conmiseración–. Era una mujer buenísima. Nosotros, sus hijos, hablamos todo el tiempo de ella dondequiera que nos reunamos. Vivimos dispersos por este mundo ancho y redondo, lo cual es una gran cosa porque todos tenemos temperamentos, sabe usted, que no soportarían una convivencia prolongada. Todos tenemos un carácter algo difícil, que sería un obstáculo si hiciéramos vida social juntos. Gracias a Dios no la hacemos, y cada cual sabe muy bien por qué no queremos hacerla. Sin embargo nos queremos, como debe ser. Uno de mis hermanos es un erudito bastante conocido, otro es un especialista en asuntos bursátiles, y hay otro que no es otra cosa que mi hermano, porque lo quiero más que a un hermano y cuando pienso en él no se me ocurriría destacar sino la circunstancia de que es mío, él, que sólo se parece a sí mismo y punto. Con este hermano me gustaría vivir aquí, en su casa. La habitación sería lo bastante grande. Aunque sospecho que no podrá ser. ¿Cuánto cuesta?

–¿Qué hace su hermano?

–Es paisajista. ¿Cuánto pediría usted por la habitación?... ¿Tanto? Claro que no es demasiado por un cuarto así, pero para nosotros es muchísimo. Además, pensándolo bien, y mirándola a usted muy a fondo, somos dos personas nada apropiadas para entrar y salir de esta casa como si viviéramos en ella. Aún somos demasiado rudos: la decepcionaríamos. Además, tenemos la costumbre de tratar sábanas, muebles, artículos de lencería, cortinajes de ventanas, pomos de puertas y descansillos de escalera sin muchos miramientos, cosa que la asustaría y haría que usted se enfadase con nosotros, o quizás nos perdonase, tratando de hacer la vista gorda, lo cual sería aún más denigrante. ¡No quisiera dar pie para que luego se enojara con nosotros! ¡Seguro, seguro! No me diga que no. Lo veo venir. A la larga sentimos muy poco respeto por todo lo refinado. La gente como nosotros debe quedarse ante las rejas de las mansiones ricas, donde se les deja libertad para hacer comentarios burlones sobre el lujo y el esmero. Somos burlones natos. ¡Adiós!

Los ojos de la bella mujer habían adquirido un profundo brillo, y de pronto dijo:

–Pues me gustaría alojarlos a su señor hermano y a usted. Ya llegaremos a un acuerdo sobre el precio.

–¡No, mejor no!

Simon bajaba ya las escaleras, cuando la voz de la dama lo llamó:

–¡Oiga, quédese un rato más, por favor! –y bajó corriendo detrás de él. Al llegar abajo lo alcanzó y lo obligó a pararse y escucharla–: ¿Por qué se va usted tan rápido? Oiga, sí... quiero, me gustaría tenerlos aquí a los dos. Aunque no me paguen. ¿Qué importa? Nada, absolutamente nada; pero venga, venga. Entre en esta habitación conmigo. ¡Marie! ¿Dónde estás? ¡Tráenos el café aquí ahora mismo! –una vez dentro, dijo a Simon–: Deseo conocerlos a usted y a su hermano más de cerca. ¡Qué idea la suya de escabullirse así! Generalmente estoy tan sola en esta casa que siento miedo. Mi esposo está todo el tiempo ausente, en largos viajes; es científico y navega por todos los mares, mares de cuya existencia su pobre esposa no tiene la más remota idea. ¿No soy acaso una pobre mujer? ¿Cuál es su nombre? ¿Cómo se llama el otro, su hermano? Yo me llamo Klara. Dígame simplemente Frau Klara. Me agrada oír este nombre sencillo. ¿Se siente ahora un poco más en confianza? Me daría tanto, tanto gusto. ¿No cree que podríamos vivir juntos y llevarnos bien? Por supuesto que no habrá problemas. Me da usted la impresión de ser una persona tierna. No me asusta tenerlo en casa. Sus ojos son sinceros. ¿Su hermano es mayor que usted?

–Sí, es mayor y mucho mejor persona que yo.

–Es usted un gran tipo, si puede decir algo semejante.

–Yo me llamo Simon y mi hermano, Kaspar.

–Mi esposo se llama Agappaia.

Al decir esto empalideció, pero enseguida se repuso y sonrió.

Simon escribió a su hermano Kaspar:

La verdad es que somos dos bichos raros, tú y yo. Nos movemos por este planeta como si en él sólo viviéramos nosotros dos y nadie más. Hemos entablado en realidad una amistad descabellada, como si entre el resto de la gente fuera imposible encontrar otro ser digno de llamarse amigo. No somos, a decir verdad, hermanos, sino amigos, como dos que un buen día se encuentran en el mundo. Yo francamente no estoy hecho para la amistad y tampoco comprendo qué es aquello tan fabuloso que descubro en ti y me obliga a creerme siempre a tu lado, casi diría a tus espaldas. Pronto tu cabeza me parecerá la mía, a tal punto estás ya dentro de ella; tal vez de aquí a un tiempo, si la cosa sigue así, acabaré cogiendo cosas con tus manos, corriendo con tus piernas y comiendo con tu boca. Nuestra amistad tiene, sin duda, algo misterioso si te digo que, en el fondo, no es tan imposible que nuestros corazones aspiren a alejarse uno del otro... sólo que no pueden. Ahora mismo me alegra mucho ver que tú, según parece, no puedes, pues tus cartas suenan muy amables y, de momento, yo también quiero seguir bajo el embrujo de esta atracción misteriosa. Es bueno para los dos... pero ¿por qué hablaré con tan poca gracia? Para ser sincero, lo encuentro simplemente delicioso. ¿Por qué dos hermanos no habrían de constituir una excepción? Nos avenimos perfectamente y ya nos aveníamos incluso cuando nos odiábamos y pegábamos casi hasta matarnos. ¿Te acuerdas? Basta con esta exhortación, unida a una dosis de sanas carcajadas, para remover, pegar, pintar y encuadernar en tu interior imágenes que, de verdad son más que dignas del recuerdo. Habíamos llegado a ser, ya ni sé por qué motivo, enemigos mortales. ¡Oh, cómo sabíamos odiarnos! Nuestro odio era decididamente ingenioso a la hora de inventar torturas y humillaciones mutuas. Una vez, en la mesa, por citar un solo ejemplo de aquella pueril y deplorable situación, me tiraste un plato de choucroute porque no pudiste evitarlo, y dijiste: «¡Venga, cógelo!». Debo decirte que en aquel momento temblé de rabia, porque para ti fue una buena oportunidad de humillarme brutalmente sin que yo pudiera decir nada. Cogí el plato, y fui lo suficientemente necio como para saborear a fondo el dolor de la humillación. ¿Recuerdas aún cómo una tarde –una tarde callada, silenciosa y cálida de un domingo de verano, totalmente extraña por aquel silencio sepulcral– fue alguien a verte a la cocina y, titubeando, te pidió que volvieras a ser mi amigo? Fue un trabajo de superación increíble, te lo aseguro, ese abrirse paso a través de una sensación de vergüenza y despecho hasta llegar a ti, la imagen del enemigo proclive a rechazarme con desprecio. Lo hice, y me estoy agradecido a mí mismo. Que tú también lo estés conmigo, me es total y absolutamente indiferente. Sólo yo puedo apreciarlo. Vete de mi lado, no te dejaré meter baza. Simplemente imposible. ¡Vete!... ¡Cuántas horas deliciosas he pasado luego en tu compañía! De pronto te encontré tierno, cariñoso, respetuoso. Creo que el placer de la alegría nos encendía a ambos las mejillas. Vagábamos, tú como pintor y yo como espectador e interlocutor, por las praderas de los anchos montes, avanzábamos entre el aroma de la hierba, por la humedad fría de la mañana, el calor del mediodía o la húmeda y amorosa puesta de sol. Los árboles miraban lo que hacíamos allá en lo alto, y las nubes se amontonaban sin duda de rabia por no tener ningún poder para romper nuestro recién horneado amor. Por la tarde volvíamos a casa atrozmente destrozados, polvorientos, hambrientos y extenuados, hasta que tú, de repente, te marchaste. El diablo sabrá si yo te ayudé a irte como si me hubieran dado un anticipo por hacerlo, o como si hubiera tenido prisa por verte desaparecer. Cierto es que para mí verte partir fue una alegría enorme, pues te ibas a recorrer el ancho mundo. ¡Y qué poco ancho es este ancho mundo, hermano!

No dejes de venir pronto. Puedo alojarte como alojaría a una novia a quien debiera suponer acostumbrada a dormir entre sedas y a ser atendida por criados. Yo no tengo servidumbre, pero sí una habitación digna de un caballero nato. Ocurre simplemente que a mí y a ti, a los dos, nos han regalado una alcoba de lujo, la han puesto a nuestros pies. Aquí también podrás pintar cuadros como lo hacías en tu espesa y pingüe campiña, por algo tienes fantasía. La verdad es que ahora debería ser verano, así podría organizarte una fiesta en el jardín, con farolillos chinos y guirnaldas de puras flores, para recibirte como te mereces. Ven igualmente, pero trata de acelerar al máximo tu llegada, de lo contrario iré yo a buscarte. Mi patrona y casera te manda un apretón de manos. Está convencida de conocerte a partir de las descripciones que le he hecho de ti. Cuando te conozca de verdad, no querrá conocer a nadie más en el mundo. ¿Tienes algún traje decente? ¿No te bailan demasiado los pantalones en torno a las rodillas? ¿Aún puede llamarse sombrero aquello que te cubre la cabeza? Si no es así, te prohíbo que te presentes aquí. Estoy bromeando, son bromas de mal gusto. Un abrazo de tu Simonillo. Adiós, hermano. Ojalá vengas pronto.

Habían pasado varias semanas. La primavera volvía a acercarse, el aire estaba más húmedo y suave e iban llegando aromas y sonidos imprecisos que parecían surgir de la tierra. El suelo era blando, se caminaba sobre él como sobre gruesas y flexibles alfombras. Forzosamente uno creía oír cantar a los pájaros. «Ya llega la primavera», se decían en la calle los espíritus sensibles. Hasta las casas vacías adquirían cierto aroma, un color más intenso. Era algo muy extraño, y pese a ser un fenómeno tan viejo y conocido, parecía totalmente nuevo; sugería ideas raras y tempestuosas; los miembros, los sentidos, la cabeza, las ideas, todo se agitaba como queriendo brotar de nuevo. El agua del lago resplandecía, cálida, y los puentes que abrazaban el río parecían haberse arqueado con más atrevimiento. Ondeaban al viento las banderas, y la gente se divertía viéndolas ondear. El sol empezaba a congregar gente en hileras y grupos sobre la hermosa e impecable calle blanca, donde se demoraban un rato disfrutando ansiosamente del cálido beso. Muchos se quitaban el abrigo. Se veía a los hombres moverse otra vez más libremente, y las mujeres ponían unos ojos tan extraños como si del corazón fuera a escapárseles alguna dicha. Por las noches volvía a oírse por primera vez el canto de las guitarras trashumantes, y hombres y mujeres se detenían entre el torbellino de niños que jugueteaban dichosos. Las luces de las farolas vacilaban como velas en alcobas tranquilas y al caminar sobre los negros prados nocturnos uno sentía florecer y agitarse a las flores. El césped volvería a crecer muy pronto, los árboles volcarían de nuevo su verdor sobre los techos bajos de las casas, robándoles la vista a las ventanas. Y el bosque luciría en todo su esplendor, opulento, grave, ¡oh, el bosque!...

Simon estaba trabajando nuevamente en una gran institución de crédito.

Era un banco de proyección internacional, un imponente edificio de corte palacial en el que trabajaban cientos de personas jóvenes y viejas, de sexo masculino y femenino. Todas ellas escribían con dedos solícitos, calculaban con máquinas calculadoras y a veces también con sus propias cabezas, pensaban con sus pensamientos y se hacían útiles con sus conocimientos. Había unos cuantos corresponsales jóvenes y elegantes que sabían hablar y escribir de cuatro a siete idiomas y se distinguían de la masa de los contables por su aspecto refinado, extranjero. Habían viajado en barco, conocían los teatros de París y Nueva York, habían estado en las casas de té de Yokohama y sabían cómo hay que divertirse en El Cairo. Eran los encargados de la correspondencia y esperaban un aumento de sueldo, mientras hablaban en tono burlón de su patria, que les parecía minúscula y miserable. La masa contable estaba integrada en su mayoría por personas mayores que se aferraban a sus puestos y puestecitos como si fueran vigas o palos. Tenían todos la nariz larga de tanto contar y la ropa deformada, raída, brillante por el uso y llena de pliegues y de arrugas. Entre ellos había, sin embargo, gente inteligente que tal vez se abandonara, en secreto, a extraños y deliciosos amoríos, sin dejar de llevar una vida digna, aunque tranquila y retirada. Muchos de los empleados jóvenes eran, en cambio, incapaces de entregarse a pasatiempos refinados; de origen campesino en su mayoría –hijos de terratenientes, hoteleros, campesinos y artesanos–

Simon inclinó la cabeza. Estaba furioso por la ternura de sus sentimientos.

Al volver una tarde a casa, Simon notó que un hombre lo precedía caminando a grandes pasos por el puente, a la luz del atardecer. Aquella figura, cuya delgadez disimulaba un abrigo, le infundió un dulce temor. Creyó reconocer aquel modo de andar, esos pantalones, ese extraño perol que servía de sombrero, esa cabellera flotante. El forastero llevaba una ligera carpeta de pintor bajo el brazo. Simon apretó un poco el paso, transido de vibrantes presentimientos, exclamando «hermano», y de pronto, se abalanzó al cuello del caminante. Kaspar abrazó a su hermano y, charlando en voz alta, ambos echaron a andar hacia la casa, es decir, tenían que recorrer un camino bastante empinado cerro arriba, un cerro en cuyas laderas desplegaba la ciudad sus villas y jardines. Desde la cumbre los observaban las ruinosas casitas suburbiales. El sol poniente ardía en las ventanas, convirtiéndolas en radiantes ojos que escrutaban, fijos y hermosos, la lejanía. Abajo, la ciudad se extendía voluptuosamente sobre la ancha llanura como una alfombra centelleante y vibrátil; las campanas vespertinas, siempre distintas de las matutinas, enviaban su tañido hacia lo alto, y el lago, débilmente esbozado, explayaba la inefable delicadeza de su forma a los pies de la ciudad, la montaña y los innumerables jardines. Aún no brillaban muchas luces, pero las ya encendidas ardían con una nitidez extraña, magnífica. La gente iba y venía allá abajo en esas callejuelas tortuosas, recónditas; no se les veía, pero se les intuía. «Sería estupendo pasearse ahora por la elegante calle de la Estación», se dijo Simon. Kaspar caminaba en silencio. Se había convertido en un espléndido muchacho. «¡Qué garbo tiene al andar!», pensó Simon. Finalmente llegaron ante la casa.

–¿Cómo? ¿Vives en la linde del bosque? –preguntó Kaspar riendo. Y ambos entraron en la mansión.

Cuando Klara Agappaia vio al recién llegado, una extraña llama se encendió en sus grandes ojos cansados. Los cerró e inclinó su hermosa cabeza a un lado. No pareció alegrarse mucho al ver a ese joven; más bien dio una impresión muy distinta. Trató de actuar con naturalidad, de sonreír como se suele hacer cuando se da la bienvenida a alguien. Mas no lo consiguió.

–Subid –les dijo–. Hoy estoy muy cansada. Qué raro. No sé realmente qué tengo.

Los dos muchachos entraron en su habitación: la luna la iluminaba.

–No encendamos la luz –dijo Simon–. Acostémonos así.

Alguien llamó a la puerta. Era Klara, que preguntó desde fuera:

–¿Tenéis lo necesario? ¿No os falta nada?

–No, ya estamos en la cama, ¿qué podría faltarnos?

–Buenas noches, amigos –repuso ella abriendo un poquitín la puerta. Luego la cerró y se fue.

–Parece una mujer extraña –comentó Kaspar.

Y ambos se durmieron.