NOTAS

Libro primero

1

1 Entre los judios, goy es un nombre genérico que designa a los gentiles, pero también se emplea despectivamente (ndt).

2 En Yiddish en el original (ndt).

3 Pan especial sin levadura (ndt).

Libro segundo

9

4 Juego de palabras entre la expresión sha sha, que significa cuchicheo, y la palabra inglesa gall que quiere decir bilis. La interacción entre ambas es muy semejante a la pronunciación inglesa del apellido Chagall (ndt).

Libro tercero

14

5 Plato típico sueco consistente en una serie de alimentos fríos y calientes (ndt).

4

Lo dibujé muerto en su tumba, rodeado de flores. Dibujé los pesados párpados cerrados, su pelo espeso y lacio, el bigote en forma de morsa. Lo dibujé de memoria en la libreta de hebreo y más tarde, ese mismo día, volví a dibujarlo de memoria en mi libreta de inglés. Durante los días siguientes lo dibujé muchas veces más. Lo dibujé hueco y hundido, hinchado y abotargado. Le deformé la cara y le torcí los ojos. Seguí dibujándolo muchas veces: desfigurado, brutal, un rostro de horror frente a una montaña de flores.

Una noche de esa semana mi padre entró en mi habitación y encontró mi escritorio sembrado de dibujos. Había dibujos en el tocador y en el suelo. Lo vi observar los dibujos del escritorio cuando volví del lavabo. Preguntó:

—¿Qué significa todo esto?

—Son dibujos.

—No seas impertinente conmigo, Asher. Veo que son dibujos. No puedes estudiar Chumash, pero para esto sí tienes tiempo.

—Aryeh —lo llamó mi madre con suavidad. Estaba en el marco de la puerta.

—Estoy hablando con nuestro hijo, que de nuevo es un artista.

—Aryeh —repitió mi madre.

Salieron de la habitación. Me senté ante mi escritorio en pijama. Usé una de las carbonillas que ese día, más temprano, le había comprado a Yudel Krinsky. Dibujé en una hoja de papel grueso una línea ininterrumpida, tracé el contorno de la cara de Stalin, luego los ojos, la nariz y el bigote. Fui sombreando lentamente la zona que rodeaba los ojos y el costado de su cabeza. Nunca había usado antes carbonilla. Observé que la cara muerta ganaba en profundidad. Oscurecí el área directamente debajo de los pómulos y las orejas. Ignoré el copioso pelo lacio y el bigote, con excepción de unas pocas y finas líneas. Ahora él era un hombre sobre el papel, con volumen y profundidad, y estaba muerto. Después borré los pesados párpados cerrados y dibujé los ojos abiertos y fijos, ojos grandes y que miraban con una mirada muerta el mundo.

Me eché hacia atrás en la silla y advertí la presencia de mi madre detrás de mí. Estaba mirando el dibujo de Stalin.

—Es un buen dibujo, Asher —dijo en voz baja.

—No es bonito.

—No —dijo.

Me acosté.

—Tu padre está preocupado por tus estudios, Asher.

No respondí.

—Asher, no puedes ignorar tus estudios.

—Mamá, yo estudio.

—Sí. Vemos cómo estudias.

—¿Puedo dibujarte un día, mamá? Yudel Krinsky me dijo que me dejaría dibujarlo.

—Sí —me respondió.

—¿Mañana puede ser, mamá?

—No, mañana, no.

—¿Esta semana?

—Esta semana, no. Tengo exámenes esta semana.

—Entonces será la semana próxima.

—De acuerdo, Asher, la próxima semana. Pero no el lunes. Ese día iremos a Manhattan a hacernos fotografías para los pasaportes y a llenar algunos papeles.

—¿Qué son pasaportes, mamá?

Me lo explicó. Después dije:

—Yo no voy.

—Asher, necesitas hacerte las fotografías.

—Yo no voy a ir a Viena, mamá.

—Asher, por favor, no seas tan niño.

—Oh, no —dije—. Oh, no, no. No voy a ir a Viena. Me quedaré con el tío Yitzchok.

—Asher.

Contesté:

—Buenas noches, mamá.

—¿No quieres que escuche tu Krias Shema?

Respondí:

—Lo diré para mí mismo.

Al día siguiente le pregunté a Yudel Krinsky:

—¿Sabe lo que es un pasaporte?

Estaba posando para mí, entre cliente y cliente. Mantuvo su cabeza derecha, pero vi que sus ojos se movían en dirección a mí. Dijo:

—Sí. Sé lo que es un pasaporte.

—Mi mamá y mi papá quieren que yo obtenga un pasaporte.

—Sin pasaporte no podrás ir a Viena.

—No voy a ir a Viena.

—Asher, tu padre hará cosas muy importantes en Viena.

No respondí. Estaba trabajando en sus grandes, tristes y brillantes ojos.

—La Torá dice: Honrar padre y madre —dijo Yudel Krinsky.

—Sí. Sé leer la Torá.

—¡Asher! —estaba herido.

Levanté el dibujo. Movió su cabeza con asombro. Murmuró:

—¡Qué don! Tu tío Yitzchok me habló sobre esto una vez. Pero lo oí del modo en que uno escucha a un tío jactancioso. Sin embargo, Asher, esto es un don.

—¿Cómo puedo evitar que se borre la carbonilla cuando limpio frotando la superficie de la hoja?

—Ah —respondió—. Usa esto.

Fue hasta el estante cercano al mostrador y del cajón del material de dibujo extrajo una lata de fijador.

—Puedes rociar con esto la superficie. Debes tener cuidado de que el fijador no entre en tus ojos —apretó el pulsador y rápidamente movió la lata hacia arriba y hacia abajo del dibujo. El fijador tenía un olor ácido—. Asher, no lo respires. Aléjate —soltó el pulsador y miró hacia el dibujo. Lo observó durante un rato. Dijo—: Es un buen dibujo, Asher, muy bueno. El hijo de Reb Aryeh Lev tiene un gran don.

—Quédeselo —dije.

Me miró.

—Por favor, quédeselo —le pedí.

Entrecerró los ojos.

—Te lo agradezco.

Miró otra vez el dibujo.

Más tarde fui a la joyería de mi tío Yitzchok. El negocio estaba intensamente iluminado por unos tubos fluorescentes que pendían del techo. Las cajas de muestras fulguraban. El local era amplio, pero no me agradaba estar allí porque la luminosidad era fría como la de los rayos de sol sobre el hielo lejano.

Mi tío estaba detrás de la caja de muestras central. Llevaba un traje oscuro y estaba fumando un cigarro. Había dos clientes que estaban siendo atendidos por un joven que permanecía detrás de la hilera izquierda de las cajas de muestras. A la derecha de la puerta había un banco de taller de relojero. Un hombrecito de barba gris estaba sentado en el banco, observando un reloj a través de un ocular. Mi tío, el joven y el relojero usaban pequeños gorros oscuros.

—Mi sobrino, el artista —dijo mi tío con los labios húmedos esbozando una sonrisa alrededor del cigarro—. ¿Quieres venderme un dibujo?

—¿Puedo estar contigo cuando mamá y papá se vayan a Viena?

Dejó de sonreír y se quitó el cigarro de la boca. Su redonda y carnosa cara aparecía sorprendida.

—¿De qué hablas, Asher?

—No quiero ir a Viena.

—Ya sé que no quieres ir a Viena. El mundo entero sabe que tú no quieres ir a Viena.

—No iré. ¿Puedo quedarme contigo?

Me miró con escepticismo. Parecía que deseaba decirme algo pero que no podía encontrar las palabras adecuadas.

—Le dije a mamá que me dejarías vivir contigo.

—Tú dijiste... —su voz se puso ronca y carraspeó ruidosamente. Los clientes lo miraron—. Déjame pensarlo —dijo—. Una cuestión de esta índole no puede ser resuelta en un instante. Necesito pensarlo, Asher.

—Tío Yitzchok, si no puedo estar contigo no puedo contar con ningún otro lugar. No quiero ir a Boston y vivir con la tía Leah. Quiero estar aquí, donde conozco a la gente.

—Déjame pensarlo, Asher.

Salí del negocio a la clara noche de marzo. Mientras atravesaba el inmenso y brillante escaparate del negocio, miré al interior y vi que mi tío, muy rápidamente, marcaba un número en el teléfono que estaba sobre el mostrador.

Esa noche mi padre me preguntó:

—Asher, ¿por qué fuiste a hablar con el tío Yitzchok para vivir con él?

—Necesitaré un lugar donde estar, papá.

—Asher, ¿acabarás con esta tontería?

—No es una tontería.

—Acaba de una buena vez —dijo mi padre.

—Papá, no es una tontería.

—Ribbono Shel Olom —murmuró mi padre—. ¿Qué es lo que Tú estás haciendo?

—Es hora de que te vayas a la cama, Asher —dijo mi madre con ternura—. ¿Quieres que te acompañe?

—Sí, mamá.

Se sentó y mientras me ayudaba a acostarme observó los dibujos que estaban sobre el escritorio. Preguntó:

—¿Le has comprado la carbonilla a Reb Yudel Krinsky?

—Sí, mamá.

Cuando ya estuve acostado se acercó y me dijo:

—Asher, le estás haciendo daño a tu padre.

No respondí.

—No debes hacerle daño a tu padre de esta manera.

—No me preocupa.

—Asher, por favor, no debes hablar así.

—No quiero perderlo otra vez —dije.

—¿Qué? —me miró fijamente.

—No quiero perderlo otra vez, mamá. No me preocupa nadie.

Permaneció largo rato en silencio. Después, sin decir buenas noches, abandonó la habitación.

El lunes no fui con mis padres a la oficina de pasaportes. Habían decidido hacerlo otro día. Aún era demasiado pronto, dijo mi madre. Había tiempo de sobra para tramitar los pasaportes. Era mejor que yo no perdiera un día de escuela, dijo.

Fui a la escuela. Al día siguiente mi padre voló a Washington.

El miércoles por la noche mi madre se sentó cerca de la ventana de la sala y yo me acomodé en una poltrona, a unos pocos centímetros de ella, y dibujé su cara con pasteles.

—Tendría que estar estudiando para un examen de historia —dijo mi madre.

—Por favor, mamá, no muevas la cabeza.

—¿Cómo te sientes cuando dibujas, Asher? ¿Es una buena sensación?

Permanecí en silencio.

—Me lo he preguntado con frecuencia. Debe ser una buena sensación.

Dibujé sus ojos, esos ojos marrón claro, sus pequeños labios, la nariz derecha y los huesos delicadamente curvados de sus mejillas. Me parecía pequeña y delicada como un pichón que todavía es posible guardar en una mano. Su piel era tersa, suave, y olía a flores nocturnas dulcemente perfumadas. Fui sombreando su rostro cuidadosamente con color tierra de siena y sólo utilicé el más vago e indefinido de los tonos viridianos para colorear su blanco cuello.

Creo que la escuché decir:

—Asher, ¿por qué dibujas?

No contesté.

—¿Qué significa esto para ti, mi Asher? —me parece que le escuché decir—. Porque esto puede hacernos daño.

Con placer fui sombreando de color rojo terroso los bordes que se extendían por debajo de su mandíbula delicadamente curvada.

—Asher —creo que le escuché decir—. Asher.

—Lo siento, mamá. ¿Qué me preguntaste?

—No era importante —dijo un momento después.

Le mostré el dibujo.

Lo miró detenidamente y luego dijo:

—Asher, ¿qué vamos a hacer?

Permanecí impasible.

—¿Qué vamos a hacer, Ribbono Shel Olom?

—Tengo que poner fijador en tu dibujo, mamá.

La sentía seguirme fijamente con la mirada mientras salía de la habitación.

Mi padre regresó de Washington la noche del jueves. El viernes por la mañana se marchó temprano a su despacho. No lo vi hasta la noche, cuando regresó para prepararse para Shabbos.

Yo estaba en mi habitación cuando llegó a casa. Unos pocos minutos más tarde lo escuché conversar con mi madre en la cocina. Luego, repentinamente, su voz se elevó. Hablaba en yiddish. En las últimas semanas había comenzado a hablar en yiddish con tanta frecuencia como lo hacía en inglés. No pude comprender lo que decía. Escuché que mi madre le respondía en inglés.

—Aryeh, el niño.

Enseguida sus voces bajaron de tono. Un momento más tarde los escuché entrar en su dormitorio.

Esa noche nos sentamos ante la mesa de Shabbos, comimos y cantamos zemiros. Mi padre habló muy poco. Cuando cantaba se sostenía la cabeza con las manos y se inclinaba lentamente hacia atrás y hacia delante. Mi madre y yo cantamos con él.

Ésa fue la noche en que comencé a pensar que algo estaba ocurriendo en mis ojos. Miré a mi padre y presentí líneas y planos que antes nunca había visto. Podía sentir con mis ojos. Podía sentir que mis ojos se movían a través de las líneas que rodeaban sus ojos, y sentirlos dentro y sobre las profundas arrugas de su frente. Tenía treinta y cinco años y cruzaban su cara y su frente numerosas líneas. Podía sentir las líneas de su rostro con mis ojos y sentir también el largo, recto y chato puente de su nariz, la clara oscuridad de sus ojos, las fuertes y gruesas curvas de sus cejas pelirrojas y el espeso pelo de su barba que encanecía; vi grises mechones en la mata de pelo que crecía bajo sus labios. Podía sentir líneas, puntos y planos. Podía sentir la textura y el color. Veía las velas de Shabbos que ardían doradas y rojas sobre la mesa. Veía a mi madre, pequeña, tibia y sedosa, con un encantador vestido de Shabbos, celeste y blanco. Veía mis manos blancas y huesudas, mis dedos largos y delgados, mi pálido rostro en el espejo del aparador, con mis ojos negros y mi salvaje cabello pelirrojo. Me sentí inundado por las formas y texturas del mundo que me rodeaba. Cerré los ojos. Pero en mi mente todavía podía ver de esa manera. Yo miraba con otro par de ojos que repentinamente habían despertado. Me senté quieto en la silla y sentí miedo.

Abrí los ojos. Mis padres me estaban mirando.

—¿Estás bien, Asher? —preguntó mi madre.

—Sí.

—Pareces..., ¿tienes fiebre? —puso su mano sobre mi cabeza. Vi sus dedos asomando por encima de mis ojos—. No —dijo retirando la mano.

Mi padre siguió cantando. Lo oí como a la distancia, pero podía verlo nítidamente, con los delgados pliegues de piel en las esquinas exteriores de sus ojos, el fuerte brillo de las ventanas de la nariz, la arruga del mentón bajo los labios y la barba sin cortar. Luego vi que abría los ojos. Debía haber sentido mis ojos sobre él. Abrió los ojos y miró directamente dentro de los míos. Sus ojos, francos y oscuros, clavados en los míos, me hicieron sentir su fuerza y presentí la fuente de la que se nutrían y miré hacia abajo, hacia la mesa.

Luego le escuché decir serenamente:

—Hiciste un maravilloso dibujo de tu madre, Asher —hablaba en yiddish—. Un hermoso dibujo —cerró los ojos y tarareó una lenta melodía Ladover que con frecuencia me habían cantado años atrás, antes de la enfermedad de mi madre. Volvió a abrir los ojos—. Asher, tienes un don. No sé si es un don de Ribbono Shel Olom o si viene del otro lado. Si viene del otro lado es una tontería, una peligrosa tontería, pues te alejará de la Torá, de tu pueblo o de tu gente y te llevará a pensar sólo en ti mismo. Quiero decirte algo. Escúchame, mi Asher. Hace cerca de veinticinco años todos los Yeshivas de Rusia estaban muy cerca de los comunistas y los estudiantes fueron diseminados en distintos sitios por pequeños grupos. Los únicos grupos que continuaron luchando contra esta destrucción de la Torá fueron los Hasidis Ladover y Breslover. El padre del rabino, que en paz descanse, luchó tratando de establecer yeshivos, sufrió prisión y arriesgó su vida hasta que, finalmente, logró salir de Rusia y venir a los Estados Unidos. ¿Me estás escuchando, Asher? En los diez años anteriores a la segunda guerra mundial Ladover hasidis dirigieron yeshivos ilegales en Rusia y ayudaron para mantener viva la Torá. Había pequeños yeshivos: diez alumnos aquí, veinte allá, cuarenta alumnos en algún otro lugar. La Torá continuó viva. En una biblioteca de Nueva York, hace poco tu madre encontró un viejo ejemplar de Stern. Se trataba de un periódico publicado en Ucrania por judíos comunistas que odiaban al Maestro del Universo y su Torá. Estos judíos comunistas se jactaban de haber destruido la condición de judío en Rusia. Los únicos que se mantuvieron firmes en la prosecución de su objetivo final fueron los hasidis Ladover y Breslover. Los mismos comunistas escribieron esto, Asher.

—Es verdad —murmuró mi madre—. Puedes creerlo, Asher.

—Ahora escúchame, Asher. Sé que sólo eres un niño, pero aun así es posible que puedas comprender. Una vez alguien me preguntó cómo es posible establecer una conexión entre un hombre y el Maestro del Universo. La respuesta fue que es el hombre quien debe dar el primer paso. Para que exista una conexión entre el hombre y el Maestro del Universo, primero tiene que haber una abertura, un pasaje, aunque éste sea tan pequeño como el ojo de una aguja. Pero es el hombre quien debe hacer la abertura, es el hombre quien debe dar el primer paso. Luego el Maestro del Universo entrará, por así decirlo, y ensanchará el pasaje. Asher, tenemos que hacer pasajes para nuestro pueblo en Rusia. Tenemos una responsabilidad hacia ellos. Debemos hacer pasajes para que puedan moverse dentro de sí mismos. No pueden hacer la abertura en su lado, por lo tanto la debemos hacer nosotros en nuestro lado. ¿Me comprendes, Asher?

Lentamente asentí con la cabeza.

—Los judíos de Europa están hambrientos de la Torá. El rabino me envía a Europa para construir centros para la Torá. Nuestro pueblo en Rusia está hambriento de pal abras del exterior. El rabino me envía a Europa a hacer pasajes para ellos. Esto es lo más importante. Son vidas judías, Asher. Nada es más importante ante los ojos del Maestro del Universo que una vida judía. ¿Me entiendes?

Estaba quieto. Vi sus oscuros ojos, el fuerte sueño que los llenaba y continué quieto.

—Asher —dijo mi padre.

—Creo que Asher comprende —dijo mi madre con calma.

—Deja que Asher diga si comprende.

—Sí, papá.

Estuvo un momento en silencio, moviendo la cabeza. Luego dijo:

—Asher, acaba tu té y cantaremos más zemiros.

Más tarde le dije a mi madre, mientras se sentaba en el borde de mi cama:

—Yo también soy una vida judía, mamá. Yo también soy precioso ante los ojos de Ribbono Shel Olom.

Sus delgadas manos sacudieron un botón de su vestido. Dijo con voz tenue:

—Sí.

—¿Alguien tiene una responsabilidad para conmigo?

Parecía ignorar qué responder.

—¿Mamá?

—Asher, llevarte a Viena no es una irresponsabilidad.

—No quiero ir. Tengo miedo de ir. Algo dentro mío me dice que no debo ir.

—Ahora pareces un niño.

—Mamá, me dice que no debo ir.

—Por favor, Asher.

—¿Puedo quedarme en Boston con la tía Leah? No, no puedo estar en Boston. Tengo que estar aquí. Tengo que estar aquí, en mi calle, mamá. ¿Por qué nadie me escucha?

Con delicadeza apoyó su mano en mi cara. Vi la blanca piel, las huesudas articulaciones y el nacimiento de las venas. Sus dedos estaban fríos. El vestido crujía suavemente mientras se movía.

—Todos te están escuchando —respondió—. Asher, no habría problemas si nadie te escuchara.

Mi tío Yitzchok y su familia estuvieron con nosotros durante el primer Seder de las fiestas Passover. Fue un largo y respetuoso Seder con muchas canciones, palabras de la Torá e historias sobre el rabino y su padre. Mi padre se sentó en su silla. Llevaba una bata de algodón blanco. Con su fornido cuerpo, la luenga barba pelirroja y sus oscuros ojos, dominaba la escena.

No recuerdo cómo sucedió, pero en algún momento de esa comida, mi tío y yo estábamos en mi habitación, y él estudiaba mis dibujos.

—Sí —dijo—. Puedes dibujar. Millones de personas pueden dibujar.

Me avergoncé y dejé de mirarlo.

—Tu padre no sabe qué hacer contigo, Asher.

—¿Puedo quedarme contigo? Puedo trabajar en tu negocio. ¿Hay algo que yo pueda hacer en el negocio?

—Asher, escúchame. Preferiría decirte esto sin hacerte daño. Te estás comportando como un niño. Todos dicen que te estás comportando como un niño.

—Puedo hacer recados para ti, tío Yitzchok. No te costará mucho. Sólo necesito dinero para carbonilla, papel y algunas otras cosas.

—Asher, ¿de dónde sacas ahora el dinero?

—Ahorro del dinero que mamá me da para dulces.

—¡Por el amor de Dios, Asher, crece! Estás volviendo loco a tu padre.

—¿No puedo estar contigo?

—No, no puedes estar conmigo. ¿Piensas que mi hermano permitirá que te quedes conmigo mientras él y tu madre se van a Europa? Asher, ¿qué pasa contigo? Parece que no sabes usar mejor tu cabeza.

Después de todo, pensé, puedo quedarme con la tía Leah. Pero no puedo abandonar mi calle.

—Volvamos al Seder —dijo mi tío Yitzchok. Mientras salíamos de la habitación me dijo—: Escucha, Asher, no te voy a mentir. Aunque no me lleva a cambiar de opinión, no voy a mentirte. Millones de personas pueden dibujar, pero no creo que muchas puedan hacerlo como tú.

Durante las fiestas Passover no hubo clases. En el primero de los días intermedios del festival, caminé hasta el negocio de Yudel Krinsky. Lo encontré detrás del mostrador comiendo huevo duro y masticando un matzo. Me saludó con displicencia.

—Hola, Asher. Todos están hablando de ti.

—¿Fueron los Hasidis Ladover y Breslover los únicos que lucharon en Rusia por la Torá y se enfrentaron a los judíos comunistas?

Parecía sorprendido.

—Ah —exclamó, masticando y tragando con dificultad. Tenía problemas con el matzo. Tosió. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Respiró profundamente y se restregó los ojos con la manga de su blanca bata corta—. Al menos, primero podrías saludar, Asher. Un hombre no puede comer huevos duros y matzos y responder serias preguntas al mismo tiempo —masticó y volvió a tragar—. Ahora, Asher, ¿qué me preguntaste?

Le repetí la pregunta.

—¿Qué significa esta pregunta tan repentina? ¿Quién te habló de los judíos comunistas?

—Mi padre.

—Ah —exclamó—. Comprendo.

Puso los restos del huevo duro y del matzo sobre un papel y se limpió las manos con un pañuelo. Miró alrededor. Era temprano, por la tarde. Estábamos solos. Un brillante sol de abril iluminaba el exterior.

—No sé si fueron los únicos —dijo—. Pero lucharon no sólo contra los judíos comunistas, sino también contra los goy comunistas. Algunas veces los judíos comunistas eran peores que los goy. Asher, pregúntale a tu madre sobre los judíos comunistas. Ella está estudiando estas cuestiones, sobre todo en Rusia. Sí, nosotros y los Breslover luchamos. Por eso nos odiaban y todavía nos odian. La policía secreta descubrió a los judíos Ladover y Breslover: un viernes a la noche, cuando estaban seguros de que estarían en sus casas, fueron arrestados. En Siberia conocí a un Hasidi Breslover que me dijo que, en 1938, en la ciudad de Uman, veintinueve de los suyos fueron arrestados y acusados de intentar organizar un movimiento trotskista de resistencia, apoyados económicamente por sus amigos americanos. Eres joven, Asher. No puedes comenzar a comprender la estupidez de cada acusación. ¡Hasidis Breslover organizando un movimiento trotskista de resistencia! Fueron golpeados y torturados. Uno de ellos fue golpeado delante de los otros con el propósito de obligarlos a aceptar la acusación. También sufrieron hambre porque no se ensuciaban comiendo la comida que les daban. Tres murieron en la prisión de Liman. El resto fue enviado a Siberia. Descubrí, después de la guerra, que sólo tres sobrevivieron. El Breslover que me contó esto fue sacado de mi campo a las pocas semanas y nunca más lo volví a ver. No sé si él es uno de estos tres. Asher, nos odiaban, nos temían, nos arrestaban y asesinaban siempre que podían.

Miró con rapidez a su alrededor. Emitió un profundo suspiro. Miró el matzo que estaba apoyado sobre el mostrador.

—Recuerdo que la primera vez que te vi, estaba rodeado de matzos, en la tienda de comestibles. En Rusia, para obtener matzos, teníamos que remover el mundo. La gente fue a la cárcel a causa de los matzos. Ah, Asher, éste es un mundo extraño. A veces pienso que el Maestro del Universo tiene que preocuparse por otro mundo y Él descuida este mundo. Dios no lo permita. Asher, ¿quieres un trozo de matzo?

No quería ningún matzo. Salí. Era un día cálido, uno de los primeros días cálidos después del largo invierno. Caminé lentamente por Brooklyn Parkway, bajo los árboles. Las ancianas se sentaban en los bancos, en las zonas de seguridad del bulevar, a tomar el sol y chismorrear. Pronto Passover concluiría; pronto no tendría a Yudel Krinsky para conversar; pronto la calle se habría ido. Presentía la cercanía del verano, la toma de decisiones, la prisa y la partida, luz y sombras, claridad y oscuridad. El sol reflejaba el negro metal de una boca de incendio. Una vieja mujer, flaca y de cara esquelética, reía alegremente en uno de los bancos. Un niñito, de gorro y rizos, caminaba por el bulevar arrastrando la pierna derecha cubierta por un aparato ortopédico de metal. Vi a una niñita de unos tres años caminando con un niño de alrededor de siete. Hablaban, reían, estrechaban sus manos muy juntos y balanceaban sus brazos. El niño usaba gorro y rizos, los flecos rituales sobresalían por debajo de su camisa y, mientras caminaba, se balanceaba alegremente. Parecían hermanos. ¿Cuántas veces había visto a una pareja de hermanos caminando como ellos lo hacían por Brooklyn Parkway? ¿Cuántas veces? Algo le estaba sucediendo a mis ojos, a mi cabeza, y no sabía qué pensar y sentir sobre todo esto.

Cuando llegué a casa, la señora Rackover me preguntó:

—¿Dónde has estado? Has llegado más de una hora tarde para el almuerzo.

—Estuve caminando.

—Estuviste caminando. Me estoy volviendo loca. Ve a lavarte las manos y te daré algo de comer.

—¿Dónde está mi madre?

—Tu madre fue a la biblioteca. Asher, ve a lavarte las manos. No puedo pasar la mitad del día dándote el almuerzo.

—Ellos eran muy hermosos —dije—. ¿Por qué no los había visto antes?

—¿Qué? —preguntó la señora Rackover.

—Me pregunto si tienen madre y padre.

—¿Qué pasa contigo, Asher? ¿Estás enfermo? ¿Tienes fiebre?

—No.

—Ve a lavarte las manos. Nos estás volviendo locos a todos con tus dibujos y tu terquedad. ¿Qué clase de niño judío se comporta de esta manera con su madre y su padre? Deberías sentirte avergonzado de ti mismo.

Me pregunté a mí mismo: ¿Por qué no los había visto antes? Algo le estaba sucediendo a mis ojos y a mi cabeza. Me miré en el espejo del lavabo. Tenía los ojos oscuros y el cabello pelirrojo y salvaje de siempre. Pero algo sucedía dentro de ellos. No pensaba que ahora tenía miedo.

Pasé la tarde dibujando a los hermanitos que había visto caminando juntos por Brooklyn Parkway. Recordaba sus delgadas caras y los dibujé caminando por el bulevar. Luego los dibujé cruzando un camino comarcal, caminando bajo altos árboles, persiguiendo una mariposa. Los dibujé leyendo juntos y caminando juntos. Los dibujé cruzando juntos una calle. Los dibujé riendo juntos. El escritorio, el tocador y la cama, estaban sembrados de dibujos. Más tarde caminé por el bulevar, pero no pude encontrar una niña y un niño juntos que pareciesen hermanos.

Estaba en mi habitación cuando mi madre volvió de la biblioteca con los brazos repletos de libros. Puso los libros sobre la mesa de la pared del pasillo y se quitó el abrigo. La llamé desde mi habitación.

—Mira —le dije, y señalé los dibujos.

—Ahora no, Asher.

—Mamá, por favor —insistí.

Estaba impaciente y miró rápidamente unos pocos dibujos. Después se sentó en la cama y los observó detenidamente. Miró largamente los dibujos de los hermanos leyendo juntos y hablando juntos. Dejó los dibujos. Sus ojos estaban muy abiertos y húmedos. Salió de mi habitación sin decir una sola palabra. Escuché que la puerta de su dormitorio se cerraba suavemente. Aguardé un rato, luego salí al pasillo y miré los libros que había dejado sobre la mesa. Todos se referían a Rusia. Uno era una gramática del ruso.

Durante la cena de Shabbos, la siguiente noche, mi padre me dijo:

—Asher, te encuentro muy triste estos días.

—Lo siento, papá.

—¿Te afecta que esté tanto tiempo lejos?

—Sí, papá.

—También me afectaba a mí cuando mi padre, que en paz descanse, estaba fuera de casa. Pero no sé de qué otra manera puede hacerse el trabajo. Para llegar al corazón de una persona, debes verle el rostro. No puede alcanzarse un alma por teléfono —se acarició la barba, después dijo, con suave voz de sonsonete—: los primeros tzaddikis, que fueron los primeros discípulos del Ba’al Shem Tov, también viajaban. Algunos decidieron por sí mismos exiliarse con el objeto de expiar los pecados de Israel y apresurar su redención. Otros deambulaban buscando niños judíos raptados para rescatarles. Otros viajaban a los confines de la tierra buscando un maestro cuya alma fuera como la de ellos y con quien pudieran estudiar la Torá. Otros viajaban de un lugar a otro enseñando las palabras de Ba’al Shem Tov y tornando Hasidi el corazón y el alma de las gentes. Mi padre, olov hasholom, cuyo nombre llevas, fue un gran erudito. Eso lo sabes, Asher. Durante un tiempo estuvo con mi padre un emisario del padre del rabino. Estudiaron juntos. Un año después, mi padre trasladó a su familia a Ladov y se convirtió en emisario del padre del rabino. La noche que lo mataron, habían estado haciendo planes juntos. Mi padre tenía que viajar a Ucrania para fundar yeshibos clandestinos. Sus mentes rebosaban de planes para la Torá. Habían olvidado que era la noche anterior a Pascua. El campesino borracho lo recordaba.

Quedó en silencio durante un momento. Sus ojos brillaban a la luz de las velas de Shabbos. Después continuó, con la misma voz de sonsonete:

—Cuando el padre del rabino tuvo la posibilidad de venir a América, nos trajo a mí, a tu tío Yitzchok y a nuestra madre, que en paz descanse. En esa época yo tenía catorce años. Recuerdo ese viaje. El padre del rabino sentía que algo estaba sin concluir en el mundo. Se habían hecho planes que quedaron inconclusos. Se había perdido una vida a causa de esos planes y los planes no se habían cumplido.

Hizo una pausa. Tarareó un breve pasaje de los zemiros. Se detuvo y cerró los ojos. Después dijo, con los ojos todavía cerrados:

—Canta los zemiros conmigo, Asher. Tú también, Rivkeh. Cantad los zemiros conmigo.

Más tarde, mientras me iba a la cama, mi madre me preguntó:

—¿Has comprendido lo que dijo tu padre, Asher?

—Sí, mamá.

—¿Comprendes lo que significa dejar una gran obra incompleta?

—Creo que sí, mamá.

—Es importante que lo comprendas, Asher.

—¿Por qué estudias historia rusa, mamá?

—Para ayudar a tu padre en su trabajo.

—¿Tu hermano tenía que ir a Europa y hacer lo que hará papá?

—No. Tu tío Yaakov —sus labios temblaron— iba a enseñar historia rusa en la Universidad de Nueva York. También iba a ser asesor del gobierno.

—¿Del gobierno americano?

—Sí, Asher.

—¿Tú vas a ser asesora del gobierno americano, mamá?

—No. No seré asesora del gobierno americano. Terminaré el curso en junio e iré contigo y con tu padre a Viena, en octubre. ¿Estás preparado para decir tu Krias Shema, Asher?

Dije el Krias Shema.

Un rato después, en medio de mi sueño borroso e intranquilo, sentí que estaban de pie junto a mi cama, murmurando. Sentí que una mano estiraba mi frazada. Después noté que se movían unos dedos por mi rostro y mi frente, acariciándome: los dedos de mi padre. Después no sentí nada, pero supe que estaban allí en silencio. Más tarde se fueron a su cuarto.

Esa noche volví a ver a mi mítico antepasado, que caminaba a grandes zancadas por la tierra, pisando montañas nevadas, cruzando amplios y fértiles valles, viajando, en un viaje sin fin. Lo vi recorrer cálidas villas y regiones de hielo y nieve. Lo vi espiar por las ventanas de los yeshivos clandestinos y en las barracas de los campos siberianos.

—Hace más frío adentro que afuera —creo que le oí decir—. ¿Qué estás haciendo con tu tiempo, mi Asher Lev?

Me pareció haberle oído decir esto. Lo dijo con voz de trueno, yo me desperté y seguí tendido en la oscuridad. Después me levanté, fui hasta mi escritorio y encendí la luz. Miré los dibujos de la pareja de hermanos. Me parecieron garabatos, absurdos e infantiles movimientos de la mano, frivolidades mínimas. Había prisiones de piedra en lejanos confines de nieve y noche. ¿Qué vale un dibujo en comparación con la oscuridad del otro lado? ¿Qué era una pluma, un papel, los pasteles, en comparación con los horrores del infierno? Repentinamente me sentí embotado, apagué la luz de un golpe y volví a la cama.

Aun en la oscuridad, podía ver los diferentes tonos de negro en el cuarto y cómo se filtraba una pálida luz entre la parte baja de la cortina y el antepecho de la ventana, que jugaba sobre la pared cercana a mi escritorio y se reflejaba sobre los dibujos. ¿Qué quieres Tú de mí?, pensé. Sólo soy un niño de diez años. Los niños de mi edad juegan en la calle, corren de un lado a otro por los pasillos de las casas de apartamentos; los niños de mi edad suben y bajan en los ascensores como entretenimiento vespertino, corren por detrás de los coches por la New York Avenue. Si Tú no quieres que utilice mi don, ¿por qué me lo has otorgado? ¿O me ha llegado desde el otro lado? Me aterrorizaba pensar que mi don me hubiera sido dado por el mal y la fealdad. ¿Cómo pueden el mal y la fealdad otorgar un don de belleza? Me quedé acostado y pensé, durante mucho tiempo, acerca de qué es lo que se deseaba de mí. Después me cansé y comencé a deslizarme hacia el sueño. Creí que volvería a ver a mi mítico antepasado y luché por permanecer despierto. Pero sentía que no podía resistir. Sólo entonces me di cuenta de que había violado el Shabbos al encender la luz para mirar mis dibujos y al volverla a apagar. Entonces me costó un rato dormirme.

Durante el Passover, el nuevo gobierno soviético anunció que los médicos arrestados durante el régimen de Stalin, habían sido liberados. El anuncio informó que las acusaciones habían sido falsas. Le informaron a mi padre, por teléfono, que dos de los médicos judíos habían sido golpeados por la policía hasta morir, mientras estaban en prisión.

El anuncio informó que quince médicos habían sido liberados. Recordé que había oído decir que habían arrestado a nueve. No pregunté por la diferencia. Estaba cansado, muy cansado.

El jueves siguiente a Passover fui con mis padres a tramitar nuestros pasaportes.

6

Aquél fue un otoño de vientos fríos que despojaban a los árboles de sus hojas y las arrastraban como si fueran nubes por las calles. Me despertaba entre sueños y oía las hojas golpeando sobre mi ventana. Los Shabbos, a la tarde, me paraba ante la ventana de nuestra sala y observaba la lluvia de hojas que se arremolinaban según el capricho del tráfico y del viento. Hacia noviembre los árboles estaban casi desnudos. De las armas pendían algunas hojas solitarias a la manera de tenaces restos de vida. Cayeron y los árboles se erguían desnudos en la calle. Llovió y las hojas se pudrieron en las cunetas. Nevó y las hojas desaparecieron.

Extrañaba a mi padre. Escribía con frecuencia. En las semanas siguientes a su partida, las cartas venían de Viena. En enero recibimos cartas desde Zurich y Ginebra. En febrero desde París. En marzo recibimos cartas desde Bucarest. Después nos volvió a escribir desde Viena; nos extrañaba, decía; el trabajo era difícil e interminable, decía, pero confiaba en que Ribbono Shel Olom lo ayudaría; preveía estar con nosotros y el rabino durante Passover.

No supe realmente cuánto lo extrañaba hasta que pasó el primer Shabbos. Mi madre y yo estábamos solos en el apartamento, la esposa de mi tío Yitzchok estaba enferma y no podíamos ir a su casa, y la falta de los zemiros que cantaba mi padre acentuaba el vacío que parecía venir del otro lado.

Personas extrañas llamaban por teléfono. Era gente que había estado en Europa, se había cruzado con mi padre en tal o cual ciudad y le habían prometido llamar a su familia cuando regresaran a América. Algunos eran hombres de negocios. Uno era un profesor que nos llamó desde Boston; otro un médico que llamó desde Montreal. Dos veces recibimos llamadas de gente de Washington. Mi padre estaba bien; nos mandaba su cariño; trabajaba mucho y viajaba otro tanto. Uno de los que llamaron desde Washington nos deseó un feliz Hanukkah y lo pronunció de tal manera que tuve la certeza de que no era judío.

Durante la noche, algunas veces, después de haber dicho el Krias Shema y de haberse ido mi madre de la habitación, permanecía despierto tratando de imaginar dónde estaba mi padre y qué estaría haciendo. Lo veía viajando de ciudad en ciudad, cojeando a través de las terminales, con la cara de ojos oscuros y el marco de su pelirroja barba en las ventanas de aviones y trenes, mientras iba de prisa cruzando montañas y valles, viajando para enseñar la Torá y Hasidus, tratando de realizar discusiones y conferencias sobre la situación de los judíos en Rusia, viajando, infinitamente viajando como una vez lo había hecho mi mítico antepasado. Lo pensaba sin nosotros, solitario, en la hostil enormidad de Europa, y sentí horror ante lo que había hecho. Me decía a mí mismo que todo cuanto necesitaba hacer era decirle a mi madre que quería ir a Viena, que no quería estar lejos de papá. Eso era todo lo que necesitaba hacer. Decidiría hacerlo. Sería lo primero que haría por la mañana. Durante el desayuno le diría a mi madre que quería ir a Viena, que no quería estar lejos de papá. Pero no podía hacerlo.

Prefería que mi padre no hubiese tenido que ir a Europa. Me hubiera gustado que Ribbono Shel Olom hubiera arreglado las cosas de otra manera para mi padre. Lo extrañaba. Bajo este sentimiento comencé a dibujarlo en todos los lugares de la calle donde nunca antes lo había dibujado.

Lo recordé caminando los domingos por la mañana bajo los árboles, leyendo el ejemplar del New York Times que acababa de comprar, el grueso papel aplastado bajo su brazo como quien abraza a un niño. A veces, cuando caminábamos juntos, me sorprendía cómo podía leer y esquivar los árboles, las bocas de incendio, las grietas y los salientes de la acera; lo miraba desde la ventana y lo veía acercarse a la casa, con el sombrero tirado sobre la nuca y la pelirroja barba formando un contrapunto con la oscuridad de sus ropas.

Un domingo por la mañana, cuando volvíamos de la pastelería, le pregunté:

—¿Lee mi papá todo el periódico? ¡Mira qué grande es!

Sonrió y dijo:

—Leo las noticias, la revista y la sección literaria.

—¿Mi mamá lee las mismas partes que mi papá?

—Sí.

—¿Hay una sección de pintura? —pregunté.

En esa época tenía cuatro años.

—Sí. No leo esa sección.

—Cuando aprenda a leer, leeré la sección de pintura. Me gusta pintar.

—Sí —dijo—. Ya me he dado cuenta.

Otra vez le pregunté:

—Papá, si sólo lees esas partes del periódico, ¿por qué debes comprar todo el periódico?

—Así se vende, Asher.

—¿Lee alguien todo el periódico?

—Sí, pero la mayoría de la gente sólo lee lo que le interesa.

—¿Cómo se llama esta sección, papá? —no podía descifrar las palabras, tenía seis años.

—Deportes —respondió.

—Papá, ¿tú no lees la sección de deportes?

—Es una tonta pérdida de tiempo precioso, Asher —dijo. Luego agregó en yiddish—: Asher, viene del otro lado. Boxeo, fútbol... La gente se hace daño. Debe venir del otro lado.

Lo dibujé sentado en el banco del bulevar frente a nuestra casa. En la primavera, al comienzo del verano y a veces en las primeras semanas del otoño, durante una tarde festiva, se sentaba con mi madre en ese banco. Hablaban en voz baja y muy juntos y yo daba vueltas por ahí. Entonces era un niño y nunca comprendí realmente lo que decía. Pero recuerdo las caras y los gestos, los ojos bajos, las sonrisas, el ligero roce de dedos en un brazo u hombro. Recordaba aquellos momentos en ese banco y ahora los dibujaba.

Y también dibujé la manera en que mi padre una vez miró a un pájaro tirado, cerca de la esquina próxima a nuestra casa. Era un Shabbos y regresábamos de la sinagoga.

Tenía seis años y no podía mirarlo.

—¿Está muerto, papá?

—Sí —escuché que decía con una triste y lejana voz.

—¿Por qué murió?

—Todo lo que vive debe morir.

—¿Todo?

—Sí.

—¿También tú, papá? ¿Y mamá?

—Sí.

—¿Y yo?

—Sí —respondió y agregó en yiddish—: Pero sólo ocurrirá después de que hayas vivido una larga y buena vida, mi Asher.

No pude comprenderlo. Me obligué a mirar el pájaro. ¿Todo lo que vive estará un día tan muerto como este pájaro?

—¿Por qué? —pregunté.

—Ésta es la manera en que Ribbono Shel Olom hizo Su mundo, Asher.

—¿Por qué?

—Para que la vida sea preciosa, Asher. Algo que es tuyo para siempre nunca es precioso.

—Tengo miedo, papá.

—Ven. Iremos a casa, gozaremos de la comida de Shabbos y cantaremos zemiros a Ribbono Shel Olom.

Algunas veces, durante una tarde de fiesta, mi padre y yo subíamos las escaleras hasta el piso más alto de nuestra casa de apartamentos. Luego subíamos el último tramo de las escaleras, mi padre empujaba la gruesa puerta de metal y salíamos al tejado. Nos deteníamos cerca de las cuerdas y de la chimenea de ladrillos y atisbábamos a través de las puntas de los árboles y los techos de las casas el lejano cielo y la niebla en forma de humo de la ciudad. Apenas podíamos ver los árboles de Prospect Park a causa de los altos edificios y de ninguna manera podíamos ver el lago. Pero el ruido del tráfico llegaba hasta nosotros disminuido por la distancia y el viento soplaba fría y limpiamente. Abrigaba el sentimiento de estar alejado del mundo, solo y alejado del mundo, cerca del cielo y, de alguna manera, aún más cerca de Ribbono Shel Olom.

—Es sólo un gusto —dijo una vez mi padre, mirando a través de los edificios y los árboles—. Pero recuerda, Asher, algunos gustos quedan largo tiempo en la lengua. Un gusto de Ribbono Shel Olom...

En esa época tenía siete años. Ahora recordé y dibujé el recuerdo de mi padre sobre el tejado.

Lo dibujé caminando por la calle con sus amigos, hablando, argumentando, gesticulando. Lo dibujé tal como aparecía una vez que se enfureció conmigo cuando crucé la ancha línea central del bulevar sin esperar la luz verde en el semáforo. Lo dibujé caminando con mi madre, alto, inclinándose hacia ella mientras hablaba. Lo dibujé en todas las pequeñas y serenas formas en las que nunca antes había pensado dibujarlo. Y me parecía que estaba más cerca de él durante estos primeros meses de su ausencia que durante cualquier otro momento de mi vida.

La misma semana en la que mi padre se fue a Viena, mi madre compró una mesita de madera, la colocó a la izquierda de la ventana de nuestra sala e hizo de ella su escritorio. La cocina era un lugar muy cerrado, dijo. Deseaba poder mirar por la ventana.

Unos días más tarde compró un pequeño estante y lo puso cerca de la mesa. La habitación continuó siendo nuestra sala, pero también se convirtió en su estudio.

La silla de mi padre, que estaba a la cabecera de la mesa de la sala, continuó desocupada, lo mismo que su lugar en la cocina. Pensé que no estaría mal que mi madre usara el escritorio de mi padre que estaba en su dormitorio y se lo pregunté.

—Pertenece a tu padre —dijo.

Se había graduado en la universidad y estaba trabajando para obtener un grado superior en cuestiones rusas. La cocina estaba desierta, a excepción de las horas de las comidas. La sala se transformó en el lugar donde vivíamos.

Ella extrañaba a mi padre. Algunas veces me sentaba con ella, por las tardes, la observaba estudiar, podía verla dejar el lápiz, elevar sus ojos hasta la ventana y mirar a través de ella la calle y el cielo. Sus cálidos ojos pardos se humedecían, su cara denotaba una expresión melancólica. Entonces pensaba que quería ir a Viena, mamá. No quiero estar lejos de papá, pero nunca logré decirlo.

La tarde de un Shabbos me dijo:

—Mi hermano Yaakov, olov hasholom, solía contarme que los judíos en Europa viajaban y estaban lejos de su familia durante meses. Pero no pensé que esto podría suceder en América.

Lo siento, quería decir. Lo siento. No puedo ayudar, mamá. Lo siento. Pero continuaba en silencio.

—¿Extrañas a papá? —me preguntó dulcemente.

—Sí.

—Yo también lo extraño —dijo—. Muchísimo —luego agregó en yiddish—: Está viajando para el rabino —miró a través de la ventana—. Debe vivir y estar bien. Debe tener viajes tranquilos.

La dibujé sentada ante la mesa, estudiando. La dibujé mirando por la ventana con pena. En esa semana desarrolló el hábito de morder los lápices y la dibujé con los lápices en la boca.

—Acostumbraba a hacer eso en la escuela cuando era una niñita —dijo mirando un dibujo de ella con el lápiz en la boca—. Tengo que romper con esta costumbre, Asher. Hay gérmenes en los lápices.

Pero no pudo acabar con el hábito y, al final, desistió.

Durante esos meses comenzó a hablar de su hermano. Solía mencionarlo, cuando caminábamos juntos hacia la sinagoga o a mi escuela, si algo que decía o hacía tocaba recuerdos ocultos bajo el tiempo y el dolor. Sus padres habían muerto cuando era joven. Tenía a su hermana Leah, ocho años mayor, y a su hermano Yaakov, tres años mayor. Se habían ido a vivir con la hermana del padre, ahora también muerta. Yaakov había sido madre y padre de la pequeña Rivkeh.

—Es triste perder una madre y un padre por primera vez, pero perderlos dos veces...

Yaakov había sido delgado y de frágil estructura. El contrapunto masculino de mi madre. Era imposible no reconocerlos inmediatamente como hermanos. Había sido un estudiante brillante de la Yeshiva Ladover. El rabino lo había elegido para que se convirtiera en un especialista en cuestiones rusas, en un consejero suyo, para que viajara, para que...

—¿Por qué Ribbono Shel Olom mató al tío Yaakov? —le pregunté una vez a mi madre.

—¿Por qué? No sé por qué. ¿Acaso comprendemos la forma en que todo ocurre en este mundo? Debemos tener confianza en que Ribbono Shel Olom es bueno y que sabe lo que Él está haciendo.

Lo dijo a través de las lágrimas.

El estante de libros que estaba en la sala, próximo a su nuevo escritorio, era de madera oscura, pequeño, de tres compartimientos; medía cerca de un metro veinte de alto por noventa centímetros de ancho. En diciembre casi estaba completamente lleno de libros nuevos. Un Shabbos por la tarde miré algunos de los títulos: Historia de los judíos en Rusia y Polonia, de Simon Dubnov; La política exterior de la Rusia Soviética, de Max Beloff; Ley y cambio social en la URSS, de John N. Hazard; Los judíos en la Unión Soviética, de Solomon Schwartz; La revolución bolchevique, de E. H. Carr. Había dos libros acerca de la policía secreta soviética que intenté leer, pero no comprendí ninguno.

A mediados de diciembre compró otra estantería, un duplicado de la primera. También se llenó rápidamente de libros sobre Rusia. Estaba escribiendo mucho. Disertaciones para sus cursos, decía. Para obtener la graduación tenía que escribir muchas disertaciones. Yo no estaba seguro de entender. ¿Cuál era el tema de la disertación que ahora estaba escribiendo?, pregunté. Trataba sobre el asesinato de los escritores rusos judíos y sobre la conspiración de los médicos. ¿Recordaba la conspiración de los médicos? Sí, yo recordaba aquella conspiración. También recordaba el asesinato de los escritores rusos judíos, dije.

Ahora estaba escribiendo sus papeles a máquina; los primeros tiempos no me podía dormir a causa del tecleo de la máquina de escribir. Pero me acostumbré rápidamente, después de tres noches malas. Insistió en que aprendiera a quedarme dormido con el ruido de la máquina. No tenía tiempo para tener totalmente en cuenta mi necesidad de silencio para dormir. De esa manera, me dormía con el ritmo y ruido de su tecleo. A veces me levantaba temprano y la encontraba sobre su escritorio, dormida sobre los libros cercanos a la máquina, la pálida luz del sol brillando sobre su cara a través de las tablillas abiertas de la celosía de la ventana. Cogía un bloc y un lápiz y la dibujaba; la dibujaba dormida sobre sus libros, la cara acunada entre los brazos, toda ella en reposo como un niño. Dibujaba esos momentos de su sueño en el escritorio, porque equilibraban aquellos momentos en que estaba ante la ventana con los ojos fijos en la calle, sin ver los árboles, el tráfico o la gente del bulevar, porque veía a mi padre en una calle diferente, con tráfico diferente, con gente diferente. Aquellos momentos en que la veía ante la ventana, de esa manera, eran para mí los más difíciles de soportar porque comprendía claramente que yo era la causa de su tristeza. También dibujaba esos momentos, porque necesitaba sus momentos de descanso y paz para contrarrestar mis propios momentos de oscuridad y duda.